CAPITULO V

EL hombre que era su jefe enarcó las pobladas cejas grises y exclamó:

—Es la historia más increíble que oí en mi vida... ¡Ladrones de cerebros! Asombroso.

—Necesito la ayuda del Departamento, señor.

—¿Para un asunto personal? Savage, sabe perfectamente que eso es inadmisible.

—Hagan una excepción por esta vez.

Desde el otro lado de la gran mesa, el hombre sacudió la cabeza, preocupado.

—Imposible —gruñó—. Usted es uno de nuestros mejores hombres. Para cierta clase de misiones, yo diría que el mejor. Sin embargo, las reglas del Departamento son muy rígidas, usted lo sabe. Le diré más; ni siquiera de modo privado puede usted emprender nada que sea factible de crear una situación en la cual pueda ser identificado.

Savage le miró con dureza.

—Le enviaré mi renuncia por escrito tan pronto salga de aquí, señor —dijo con voz semejante al chirrido de una sierra.

Giró sobre los talones y se encaminó a la puerta.

El hombre de la mesa quedó unos instantes desbordado por la súbita reacción de Donald.

Cuando éste alcanzaba la puerta rugió:

—¡Savage!

—¿Sí, señor?

—¡Vuelva aquí!

—No pienso cambiar de idea. Desde este momento, ya no acepto órdenes del Departamento.

—¡Condenación! ¿Quiere escucharme?

—Muy bien, hable. Pero mi decisión es irrevocable.

Regresó hacia la mesa y volvió a sentarse en la dura silla de los visitantes.

—¿Qué demonios le ha dado? Esa muchacha no era nada suyo. ¿O hay algo al respecto que yo ignoro?

—Habíamos intimado. Estaba considerando la idea de casarme con ella.

—¿Usted? —bufó el hombre—. ¿Casarse?

—Ciertamente.

—De modo que ya entonces pensaba renunciar...

—Así es. Usted sabe mejor que nadie que mi trabajo desgasta a un hombre tan rápidamente que está prácticamente acabado para el servicio mucho antes de lo que yo he resistido. En buena ley, debería estar retirado... o muerto.

—Usted es un caso excepcional. Yo no suelo equivocarme al juzgar a mis hombres. Usted está en magníficas condiciones todavía.

—Opino de otro modo. En este último trabajo en Tokio he advertido que también tengo nervios. Fue la primera vez y eso es un síntoma.

—Ya veo.

Ahora estaba preocupado y no trataba de disimularlo.

—Tómese un descanso —murmuró—. Un tiempo de relajamiento. Eso hace maravillas en hombres como usted.

—No me ha entendido, señor. Estoy acabado. Si ha leído mi informe con atención, se habrá dado cuenta de que no estropeé la misión por puro milagro.

—No fue culpa suya..., a menos que haya tergiversado los hechos.

—No he tergiversado nada. Pero... El otro le interrumpió con un gesto.

—Olvídelo, Savage. Cumplió y eso basta. Hablemos de esa ayuda que precisa ahora.

—¿Va a ayudarme?

El hombre esbozó una tensa sonrisa.

—Si es la única manera de conservarle en el servicio, habré de saltarme unas cuantas disposiciones. Veamos qué es lo que necesita.

Savage se relajó.

—Alguien extirpó el cerebro de Jean, señor. Según opinión de un médico, esa intervención fue practicada por un formidable cirujano, alguien muy hábil y experto. He pensado que quien fuere que cometió esa monstruosidad o está loco de remate o persigue algo muy concreto y entonces necesitaba el cerebro para alguna clase de experimento.

—Opino lo mismo.

—En ambos casos, tal vez sea posible encontrar la pista de un Cirujano que alguna vez fuera expulsado de la profesión a causa de su demencia o sus desatinos, o, por el contrario, que se distinguiera por sus investigaciones sobre el cerebro humano. Pero en ese último caso deberían darse unas circunstancias concretas que lo distinguieran, como por ejemplo haber experimentado en cerebros de cadáveres, o de animales vivos...

—Comprendo.

—Rastrear algo tan nebuloso como eso es tarea imposible para un hombre solo. Usted puede conseguir un despliegue de medios que nadie más en todo el país está en condiciones de movilizar en un instante. Hágalo en mi ayuda aunque sólo sea una vez.

—Me ha colocado usted entre la espada y la pared, Savage.

—Lo sé.

—De acuerdo. Pero no vuelva a pedirme ni siquiera la hora nunca más, ni con dimisión por delante. Le enviaría al infierno.

Savage esbozó una sonrisa.

—Me ha enviado usted a él en infinidad de ocasiones —dijo, levantándose—. Le llamaré regularmente para saber si hay noticias.

Se fue firmemente convencido de que, si había la menor pista sobre un cirujano de aquellas características, por remota que fuera, no tardaría en salir a la luz.

* * * Stella abrió la puerta y murmuró:

—Entra. Me has sacado de la cama.

Se había cubierto con una flotante nube azul semejante a una amplia túnica. A través de ella se adivinaban las suaves líneas de su hermoso cuerpo.

—Lo siento. ¿Tuviste turno de noche en el hospital?

—Ni siquiera fui a trabajar. Pedí a una compañera que me sustituyera... Pero no pude pegar ojo en toda j la noche. Quedarme en casa fue un error. Por lo menos, en el hospital me hubiera distraído con el trabajo.

Cerró la puerta y le precedió al interior caminando descalza sobre la gruesa alfombra.

—Voy a preparar café —murmuró, soñolienta—. A juzgar por tu cara, necesitas un estimulante tanto como yo.

—No te equivocas. Yo tampoco he dormido... Ni siquiera me acosté.

—Acompáñame a la cocina y cuéntame qué estuviste haciendo.

—Confieso que tuve la intención de emborracharme por primera vez en mi vida —dijo, siguiéndola—. Incluso me busqué el mejor compañero del mundo para ese cometido...

—¿Frankie Marvin?

—Él mismo.

—Pero no te embriagaste...

—No pude.

—Supongo que, con tu estímulo, Marvin acabaría debajo de una mesa —sonrió la muchacha.

—Hube de llevarle a su casa para que en todo caso cayera en su propia cama. Stella maniobraba en la cocina automática. Cuando se volvió hacia él murmuró:

—Juzgando por la expresión de tu cara, creo que habrías salido ganando emborrachándote.

—No pude... Quiero cazar al maldito carnicero que mató a Jean.

—¿Tú? Para eso está la policía, digo yo. Ellos son expertos, Donald, Tienen experiencia, medios...

—No tanta experiencia como yo.

—¿De qué estás hablando? No me salgas ahora con que eres policía porque no lo creería en mil años.

El sacudió la cabeza.

—No —murmuró—. Algo mucho peor y que no puedo decirte.

—El misterio de que hablaba Jean...

—¿Qué?

—Hablábamos de ti a menudo. Nunca pude llegar a una conclusión definitiva sobre si ella te amaba verdaderamente o no. Pero aún comprendí menos la clase de trabajo a que te dedicas. Desapareces durante temporadas y nadie sabe una palabra de ti en semanas. Luego, de pronto, la llamabas desde cualquier punto extraño del mundo como si eso fuera la cosa más normal y jamás le dabas explicaciones. Bueno, ¿qué eres realmente, un agente secreto, un espía o algo así?

—Vas a estropear el café.

Ella se volvió para retirar el recipiente del fuego. El grato aroma del café impregnaba el aire.

—No has respondido a mi pregunta —insistió mientras preparaba las tazas.

—¿Crees que si fuera realmente un espía te lo confesaría sin más ni más?

—Bueno, ¿cuál es el misterio entonces?

—Te dejo elegir la respuesta. Quédate con la que más te guste. Ese café huele de maravilla...

Stella soltó un bufido.

—Está bien, no insistiré —murmuró entre dientes—. ¿Cómo piensas descubrir al asesino?

—Hay varias pistas. La misteriosa mujer que acompañaba a Jean y que nadie parece conocer, el cirujano que cometió el crimen y que no puede ser un matarife vulgar juzgando por su habilidad... Sea quien fuere, te juro que le echaré el guante.

Estaban sentados ante la mesa de la cocina. El sorbió el café en el instante en que la muchacha le espetó:

—¿Por qué has venido a contármelo, Donald?

—¿Qué?

—Ya sabes... debe haber un motivo para que me hayas elegido como confidente. Savage la miró sorprendido.

—No se me había ocurrido formularme esta pregunta... No sé por qué vine, ésa es la verdad.

Stella sonrió.

—Quizá por el mismo motivo que yo estaba deseando verte esta noche —le dijo mirándole fijamente—. Porque me sentía muy sola, porque no podía borrar de mi vista aquella horrible pesadilla que vimos en la Morgue... Qué sé yo.

—¿Y deseabas verme «a mí»?

—Sí, Donald.

—Debes estar loca. No me cabe duda que tienes amigos más interesantes que yo.

—No muchos. Y todos muy superficiales. El arrugó el ceño, mirándola intrigado.

—No te comprendo —dijo—, pero de cualquier modo me alegro. No sé por qué razón, pero me alegra que desearas verme a mí y no a cualquier otro de esos amigos superficiales...

—¿Eres capaz de ponerte romántico, Donald?

—Me siento viejo, creo. En este estado de ánimo un hombre puede cometer cualquier tontería.

Ella se echó a reír.

—Apuesto a que te pesan los años, realmente —dijo con sarcasmo—. ¿Por qué no pides la jubilación?

—Lo creas o no, la he pedido hoy... en cierto modo.

—¿Hablas en serio? El cabeceó.

—Algún día quizá pueda explicártelo, pero un hombre en mis condiciones está prácticamente acabado para el trabajo. Ya sé que parece absurdo. Hasta ridículo si quieres, pero es así y yo no soy tan tonto para no comprenderlo.

—Quien no comprende nada soy yo. ¿De qué trabajo estás hablando? El se encogió de hombros.

—Aquí es donde la conversación dará un giro de noventa grados. O hablamos de otra cosa o me marcho. Quiero acostarme un rato todavía.

—Puedes acostarte aquí si quieres. Hay sitio de sobra.

—Está bien, gracias. ¿Dónde está la cama?

—Detrás de esa puerta. Hay otra dentro que comunica con el baño.

Quedaron mirándose fijamente unos instantes sin que la leve sonrisa de la muchacha desapareciera de sus labios. Después, él también sonrió y la dejó sola.

Stella acabó su café, que ya estaba frío, y con pasos titubeantes, como si no estuviera muy segura del camino que debía seguir, fue a encerrarse en su propia alcoba.