CAPÍTULO XI
EL gigantesco reactor de la Aeroflot, la compañía soviética de aviación civil, se deslizó por la pista, evolucionó buscando su lugar de aparcamiento, y al fin se detuvo. El agudo chillido de sus motores aún tardó unos segundos en extinguirse.
Desde la cristalera de la llegada internacional, Gordon Cord no apartaba la mirada del brillante aparato. Sentía un ligero temblor en las piernas.
Al fin caminó hacia el exterior, colocándose al lado de la valla metálica. Llevaba una cartera negra en la mano.
El hombre de la Embajada rusa se colocó a su lado.
—¿Qué siente en estos momentos, Cord? —dijo, con ironía.
—¡Cállese!
—Sí,. bueno, muchos nervios por lo que veo. Pero quiero examinar esos documentos antes de que se reúna usted con su amiga.
—Podrá hacerlo. Y no es mi amiga, sino mi esposa.
El ruso abrió la boca, sorprendido, pero no pronunció ninguna palabra.
Los pasajeros comenzaban a descender del aparato.
Las últimas en aparecer fueron dos mujeres.
Una era delgada, esbelta, y parecía estar indispuesta, ya que su acompañante daba la sensación de sostenerla. Esta era alta y fuerte y de no ser por la falda, su tipo hubiera sido casi masculino.
A Cord el corazón le subió a la garganta. A pesar de la distancia reconoció a Susane Glen. Una Susane tan blanca como el yeso, mucho más delgada de como la recordaba, con profundos círculos oscuros en torno a los ojos.
El ruso dijo:
—Es ella, Cord. Su acompañante no la soltará hasta que yo le haga una seña convenida. Déme la cartera.
El se la entregó, sin apartar la mirada de las dos mujeres que se habían quedado muy rezagadas del resto de pasajeros.
El ruso se apartó unos pasos y abrió la cartera. Había un puñado de papeles dentro. Los revisó apresuradamente. Ostentaban, algunos de ellos, membretes oficiales americanos, y firmas y sellos que conocía bien.
Habría que examinarlos con otros medios científicos para estar seguros de su autenticidad, pero él no dudó de que eran gemimos. Además, quería creerlo así porque ese triunfo personal le empujaría hacia la cumbre en su carrera.
De modo que hizo la seña convenida y en el acto las dos mujeres se separaron. La hombruna permaneció donde estaba. La otra caminó, sola, hacia la valla.
Al mismo tiempo el ruso avanzó en sentido opuesto, dirigiéndose al avión.
Cord notaba el loco batir de su corazón. No podía apartar los ojos y el alma de la mujer que caminaba hacia él, llenándose de su imagen recobrada, pero descubriendo, al mismo tiempo, los estragos de su cautiverio.
—¡Malditos! —jadeó salvajemente—. ¡Malditos hijos de puta...!
Ella se detuvo a dos pasos de Cord.
Movió los labios y apenas si pudo musitar:
—¡Gordon...!
Y empezó a llorar.
Un llanto manso, que inundó sus mejillas de lágrimas sin aspavientos, como un dique se rompe después de haber soportado una presión desproporcionada.
Entretanto, la mujer hombruna y el hombre de la embajada entraban en el avión.
Cord balbució:
—Ven, cariño.
Tendió los brazos y ambos se unieron sin hablar, con la valla en medio que les llegaba a la cintura.
Al fin, él la levantó en vilo.
Ella sollozó:
—¡Nunca creí... volver a verte!
—No hables, ahora. Ya habrá tiempo. Tenemos que largarnos de aquí.
—¿Cómo... cómo conseguiste...?
—Es una larga historia.
La gente les miraba, mientras avanzaban rápidamente hacia una oficina. A Cord se le desgarraba el alma porque de la Susane que perdiera no quedaba más que el recuerdo. Esa mujer recobrada era sólo la sombra de aquélla. Una sombra destruida, envejecida..., pero... a la que adoraba aún más, si cabe.
En la oficina había dos hombres. Uno anunció:
—Todo arreglado, Cord. Podemos marcharnos sin más trámites. Tenemos el coche fuera, vigilado.
—Está bien.
Salieron. El coche era un gran sedan negro. Susane se dejaba llevar sin una palabra, sólo apretándose contra el hombre que en espíritu la habla acompañado en su torturante y lacerada cautividad.
Sólo cuando el auto estuvo rodando hacia el centro de, la ciudad musitó:
—¿Adonde nos llevan, Gordon? Quiero estar a solas contigo..., oír tu voz..., y que me escuches. Tengo tanto que contarte...
—Vamos a la redacción del Times. Y en cuanto a contarme, no quiero saber nada. Ni tú tampoco. Ahora tienes que olvidar y volver a vivir. Nuestra casa está esperándote tal como la dejaste.
Ella se acurrucó contra él, llorando de aquel modo quieto que daba grima.
El reportero, sentado al lado del conductor, volvió la cabeza y preguntó:
—¿Y los documentos, Cord? Usted me dijo que los podía aportar como pruebas...
—Los tendrá usted, Grant.
—Pero la cartera que le dio al ruso...
—A estas horas, ya no existe la cartera, ni el ruso... ni, posiblemente, el avión. .
—¿Qué?
—Cosas que pasan. Uno sigue siendo un perro rabioso, lo quiera o no.
El periodista frunció el ceño.
—No estoy seguro de comprenderle...
—En su despacho, Grant.
El despacho era un cuchitril desordenado, donde lo único que parecía estar en su sitio era una botella de whisky casi llena.
Se encerraron allí y Grant tomó unos papeles llenos de apretada escritura.
—Vayamos al grano, Cord —dijo—. Según su relato, el asunto fue así: Un buque, carguero salió con doscientas toneladas de uranio, camufladas. Iba destinado a Inglaterra, para el programa nuclear conjunto...
—Ese era su destino aparente.
—Sí; ya me contó eso, también. En plena travesía, el buque lanzó un SOS y desapareció. Según todos los indicios se hundió en pleno Océano, en un lugar donde existe una sima de siete mil metros...
—Sólo que no fue el Caradan el que se hundió, sino otro carguero viejo, casi chatarra, el que fue sacrificado con toda su tripulación. Diecinueve hombres, Grant. Ese viejo cascarón se hundió como un plomo y en los alrededores aparecieron algunos salvavidas y un bote semihundido con el nombre del Caradón. De modo que, oficialmente, éste fue el carguero que se hundió.
—Y, entretanto, el verdadero Caradón era repintado en alta mar, cambiándole el nombre y el aspecto, mientras seguía su ruta... hacia Israel.
—Y allí fue a parar. De este modo, un agente sin escrúpulos, al servicio de determinados intereses y a espaldas de nuestro Gobierno, facilitó todo el uranio enriquecido que Israel necesitaba para poner a punto su arsenal atómico, sin que nadie sospechara y sin que Rusia pusiera el grito en el cielo. Usted mismo puede imaginar las consecuencias políticas, y de todo tipo, si semejante operación se hubiese hecho pública.
—Ahora, las pruebas, Cord.
Este se desabrochó la chaqueta, despojándose del cinturón.
En los costados había dos reducidas carteras de piel. Las abrió, y de ellas extrajo unos papeles cuidadosamente plegados.
—Aquí tiene, los originales, Grant, con las firmas y sellos auténticos. Y una relación del agente que montó toda la operación por su cuenta y riesgo, apoyado por un grupo afín a la CIA. De este modo, si algo hubiera salido mal, le habrían cargado la responsabilidad a él, o a un sabotaje, o vaya usted a saber qué. Pero nadie hubiera podido involucrar jamás a la CIA ni al Gobierno en ese sucio negocio. De este modo el grupo de presión que lo financió, no se atrevería contra él, la intervención legal del Gobierno, circunstancia que supondría su destrucción.
Grant comenzó a examinar los documentos, uno a uno.
Susane, pegada a Cord, susurró:
—¿Qué significa todo esto, Gordon?
—Eso, nenita, ha sido la llave que te ha abierto las puertas de la prisión. He entregado a los rusos una información aparentemente muy importante, pero la he dispuesto de tal modo, que no sacarán de ella nada en limpio; porque los datos que extraerán ya están superados por una tecnología más avanzada... Además... denuncio a la Prensa los manejos de un grupo de cerdos que pretendían involucrar en ello a nuestra Administración...
—¡Dios mío... fue eso...!
—No lo supe hasta que ya estuvo hecho. ¡Condenación! Debí matarlos entonces, a Roberts y los demás... De todos modos, sus artículos van a terminar con ellos...
Grant tragó saliva.
—Esto, Cord, va a estallar en el país como una bomba atómica, realmente.
—¿Va a publicarlo todo, tal como me prometió?
—¡Condenación, ya puede estar seguro! Y adornado con todo el resto de la historia que usted me facilitó. Esto hará saltar algunas cabezas en Washington; eliminará a algún político a quien interesa más los beneficios de ciertos grupos que el bien de! país, por encima de apetencias bastardas...
Cord se levantó, con Susane entre sus brazos.
—Puede mencionar todos los nombres que quiera, incluido el mío —dijo como despedida—. Espero que alguien muera de un infarto al leerlo.
Llevó a la debilitada muchacha hacia el coche que el periódico había puesto a su disposición. Se hizo conducir a las inmediaciones de donde tenía el suyo estacionado, y luego condujo hacia las colinas, hacia el viejo paraíso perdido donde se guarecían los fantasmas del pasado.
—¿Estás bien, amor mío? —murmuró, poco antes de llegar.
—Temo defraudarte. He sufrido tanto, me hicieron...
—No lo digas. Olvídalo —chirrió él, salvajemente—. Todo eso pertenece al pasado y tú y yo sólo tenemos futuro. Aún hemos de vivir ese trozo de vida que nos arrebataron.
—Quizá sea demasiado tarde para vivir.
El sintió tentaciones de gritar. Luego, de pronto, apareció la hermosa casa que ambos crearon para que fuera su paraíso. Las luces estaban encendidas. Brillaban en las ventanas y en el jardín.
Cord detuvo el coche y volviéndose hacia la mujer, balbució:
—Las dejé encendidas para que te dieran la bienvenida, amor mio. Ven.
Descendieron del coche, Él la tomó de nuevo en brazos y besándola casi con ferocidad susurró:
—Como una novia... en brazos. Como la primera vez que entramos juntos. ¿Recuerdas?
Susane asintió, incapaz de hablar.
Así, en vilo, abrazada al cuello de aquel hombre que había amado a través del tiempo, de las torturas y la distancia, atravesó ese jardín que creyó no volver a ver jamás.
El caminaba cada vez con más firmeza, con más ansia, impaciente por recobrar lo que también había creído perdido para siempre...