CAPÍTULO VI

PASÓ todo el día siguiente en aquélla casa, abotargado, sentado en el saloncito como un gran Buda reflexivo.

No había podido vencer los fantasmas que se guarecían en lo más profundo de la mente, y que se alborotaban más de lo normal entre esas paredes, concebidas como un paraíso y que se habían convertido en un infierno.

Cuando el crepúsculo barrió la despiadada luz del sol, Cord pareció surgir de un profundo pozo negro de terrores. Se levantó, tambaleándose y, desvistiéndose, se metió bajo la ducha un buen rato.

Cambió todas sus ropas al vestirse, y esta vez añadió a su atuendo una funda axilar que se ajustaba perfectamente a su costado.

Llenó la funda con una pesada «Colt» automática del 45 y al fin salió de la casa. Cerró la puerta y caminó a lo largo de la fachada hasta la parte posterior. Pasó junto a la gran piscina de agua cristalina. La piscina y el jardín estaban perfectamente cuidados. El jardinero se ganaba bien su sueldo, pensó, mientras abría las puertas del garaje.

Se quedó mirando los dos coches que llevaban meses sin calentar sus motores. Un gran «Cadillac» gris, y un agazapado «Jaguar» deportivo de dos plazas. Aquel auto había sido el último capricho de Susane. No había recorrido más allá de quinientas millas...

Sacó el «Cadillac», cerró las puertas y emprendió el descenso a la ciudad.

Antes de franquearle la entrada, Maryse volvió a celebrar el mismo precavido ritual de la noche anterior. Luego, cuando hubo quitado la cadena de seguridad, se echó en sus brazos estremecida de temor.

—¡Estuvo aquí, Gordon!

—¿Quién?

—No sé... Maisch, u otro asesino a sueldo... Primero llamaron a la puerta. Pregunté quién estaba ahí y no me contestó. Luego, intentó forzar la cerradura. Oía sus esfuerzos y te maldecía por no estar aquí, conmigo...

—Tenías la pistola de ese fulano. Pudiste disparar a través de la puerta y dejarle tieso.

—¿Y luego qué? Otro muerto... y se habría alborotado todo el vecindario.

La pistola lleva silenciador, nena.

—No pensé en eso.;., sólo pensaba en ti.

—Eso te hubiera servido de mucho, en caso de que el fulano hubiese podido forzar la puerta.

Ella estrujó su boca en la voracidad desesperada de sus besos, como si quisiera olvidar el terror con el deseo.

—No te alborotes todavía —gruñó Cord—. He traído un coche capaz de trasladar todo el depósito de cadáveres. Hemos de sacar a ese fulano de tu alcoba, antes que te enamores de él.

—¿Qué estuviste haciendo hasta ahora?

—Peleando con mis fantasmas personales.

—No comprendo...

—Es un ejercicio muy conveniente, mientras no se abuse de él. ¿Hay otra salida de este apartamento? Una escalera de incendios o algo así.

—No. Lo alquilé precisamente por eso; No hay modo de entrar más que por la puerta.

—Ni de salir. Debiste pensar en eso. El tipo debe estar más rígido que una tabla, para simular qué sacamos un borracho, de modo que habrá que esperar a que todo el mundo esté en la cama. ¿Cómo se te da la cocina, primor?

—No muy bien... ¿Tienes apetito?

—No comí nada desde ayer.

—Haré lo que pueda, pero no te hagas ilusiones. Nunca sentí vocación de ama de casa.

Se fueron a la cocina. Los huevos revueltos tenían tanta sal como el océano Pacífico, el jamón estaba tieso y las tostadas demasiado blandas. No obstante, Cord lo engulló todo como si se tratara de ganar un premio.

Maryse apenas podía creerlo.

—¡Y ni siquiera has protestado! —exclamó—. Serías un marido ideal.

—Si yo fuera tu marido y me dieras esa bazofia para comer, saldrías por la ventana. Pero tenía un hambre de lobo.

Ella empezó a reírse entre dientes.

En aquel instante el timbre de la puerta sonó y la risa murió en sus labios con una suerte de quejido.

Cord acabó de encender el cigarrillo que se había llevado a los labios. En voz baja, dijo:

—Serénate. Quizá él mismo venga a facilitarnos el trabajo. Vamos.

Saboreó el humo del cigarrillo y luego lo aplastó contra el plato.

Pegada a la puerta, Maryse preguntó con voz tensa:

—¿Quién es?

—Telegrama, señora. Tiene que firmar.

—Un momento...

Miró a Cord y éste asintió con una mueca. En su mano apareció, como por ensalmo, la pistola automática y acto seguido se colocó a un lado de la entrada.

Maryse quitó la cadena y abrió.

Había un repartidor de telegramas de la Western Union, sólo que a ella se le antojó demasiado viejo para ese trabajo.

—Entre... —murmuró.

El hombre de uniforme se, coló dentro. Llevaba un libro y un telegrama en la mano izquierda. La derecha se hundió en aquel momento bajo la axila. Cord gruñó:

—No saques nada de ahí, hermano, porque te mueres.

El tipo dio un respingo. Por encima del hombro descubrió la pistola de Gordon y tragó saliva.

—¿Qué es esto, una broma? —barbotó.

—No lo sabes tú bien. Cierra la puerta, nena.

La mujer cerró y volvió a colocar la cadena de seguridad. Cord empujó al repartidor de telegramas contra la pared y dijo:

—Ya sabes la rutina. Apoya los índices en la pared y retrocede un paso. Después te explicaré en qué consiste la broma.

—¿Quién es usted?

—Para ti, el fulano que va a darte el pasaporte.

—Están locos...

—¡Los dedos en la pared!

El tipo obedeció, para lo cual hubo de dejar caer el libro y el telegrama. Retrocedió un paso, de modo que todo el peso del cuerpo le quedó gravitando sobre los dedos. Cord le registró en un instante... Llevaba un revólver del 38 con un largo silenciador.

—Supongo que forma parte del equipo de trabajo de la Western Union, ¿eh? —comentó con sarcasmo, balanceando el largo cañón ante las narices de su cautivo.

El hombre no replicó. Los dedos le dolían como el demonio.

Cord guardó su propia automática, quedándose con el revólver en la mano.

—Voy a mostrarte lo que te espera, gran tipo —gruñó amenazadoramente—. Puedes dejar de apoyarte en la pared.

Con un suspiro de alivio, el intruso se irguió, volviéndose. Su cara torva era todo un poema.

—Adelante, hermano, hacia esa puerta. Párate junto a ella.

Cuando el hombre hubo obedecido, Cord hizo una seña a Maryse y ésta abrió la puerta del dormitorio.

Encendió la luz y se hizo a un lado.

—Ahora puedes dar un vistazo ahí dentro, sólo para animarte —dijo Cord, señalando la puerta abierta.

Cauteloso, el tipo asomó la cabeza. Lo que vio le hizo dar un respingo.

—¡Boven! —jadeó en un susurro.

—i Aja!; Amigo tuyo, por lo que veo. Tuvo peor suerte que tú. El murió sin tiempo para protestar. Tú reventarás después de haber charlado un poco.

Ahora, el desconocido estaba realmente asustado. Miró despavorido a Cord y su revólver, y luego desvió los ojos hacia la muchacha.

Si esperaba encontrar un resquicio de esperanza en la mujer, se equivocó,, porque Maryse sentía miedo, y el miedo la endurecía hasta límites inhumanos.

—Saca todo lo que lleves en los bolsillos, querido, y déjalo en el suelo, ahí, al lado de la puerta. Pero con suavidad, ¿comprendes la idea? Un solo movimiento brusco y dispararé. Estoy muy nervioso.

El hombre sabía que estaba ante un demonio de individuo que desconocía lo que eran nervios. Sabía, con absoluta certeza, que le mataría sin pestañear, de ¡nodo que vació sus bolsillos con, infinito cuidado y luego se echó atrás.

—Recoge todo esto y llévalo a la mesa, Maryse. Y tú, siéntate en esa silla. Empezaremos por tu nombre, ¿qué te parece?

—Me llamo Bags.

—¿A quién se le ocurrió él truco del telegrama, a ti, o a Leo Maisch?

—Nunca oí ese nombre. El truco lo ideé yo.

—Prueba otra vez. Primero Maisch envió a ese ángel caído. Al ver que no regresaba te buscó a ti para que hicieras, el trabajo... A propósito, quiero oír de viva voz cuál era ese trabajo, concretamente.

—Si lo sabe...

—¡Quiero oírlo!

—Malar a la señora...

—¿Sin adornos, sólo pegarle un tiro?

—Una cosa limpia, sin alboroto. Eso fue lo que dijo.

—¿Quién lo dijo: Maisch?

—Ni siquiera sé quién es ese tipo.

—Entonces, ¿quién te dio la orden?

—Eso no lo diré.

—Me parece que te equívocas. Trae cualquier cosa para atarlo, querida. Voy a dejarte que le arranques las uñas, una a una, si eso te quita el miedo de encima.

Maryse rechinó los dientes.

—Le haré algo, más —dijo con voz silbante—. Pero lo haré con un cuchillo de cocina y cuando termine...

—No lo digas, sólo hazlo.

Maryse abandonó la estancia refunfuñando. El cautivo miró despavorido a su alrededor. Cord sonrió.

—No tienes ninguna escapatoria, Bags. Si te mueves yo te meteré una bala en la barriga. Si te quedas quieto, ella te hará una operación quirúrgica a lo vivo, y te aseguro que es capaz de eso y mucho más. Sólo si hablas puede que te vayas al otro mundo de una sola pieza.

—¡No pueden torturarme! ¿Qué clase de salvajes son ustedes?

—De una clase que te pondría los pelos de punta si pudieras conocernos sólo ligeramente. Vamos a ver, ¿quién te envió?

Bags sacudía la cabeza de un lado a otro.

Maryse reapareció. Traía un largo trozo de cuerda de nilón y un largo cuchillo de cocina.

Dejó el cuchillo en la mesa y, colocándose detrás del prisionero, empezó a atarle como un fardo.

Bags sudaba a mares y estaba tan pálido que su piel parecía gris.

Con voz amable, Cord aconsejó:

—Mejor será que le amordaces, o sus gritos escandalizarán a todo el vecindario.

Maryse tomó el cuchillo con una mano que no temblaba en absoluto.

—No gritará —dijo, rabiosa—. No podrá gritar, porque primero le cortaré la lengua.

Bags dio un quejido y se debatió con las cuerdas.

Gordon le aconsejó:

—Si yo estuviera en tu lugar, hablaría, compañero, porque esta delicada dama tiene los instintos de una pantera, así que tú decides.

—Yo ya he decidido —gruñó Maryse, colocándose delante de Bags.

Este tenía los ojos estrábicos, fijos en el afilado cuchillo.

—¡Basta, quítela de mi vista! —lloriqueó.

—¿No te gusta verla tan cerca? Fíjate bien en ella, tiene unas curvas que marean. Fíjate en sus caderas, y esos muslos perfectos... Apuesto que en tu vida viste otra mujer igual.

—¡Basta, basta... apártela de mí!

—Ya lo oyes, cariño. Siéntate en cualquier lado o a nuestro amigo le dará un infarto. Y no nos interesa que muera, todavía. Por lo menos, sin haber hablado primero.

A regañadientes, Maryse se apartó de su víctima, pero no abandonó el cuchillo.

—Bueno, adelante; no esperes que ella se impaciente porque ya no tendrías salvación.

Cord dijo:

—Fue Geisler quien me pagó para..., bueno, para venir aquí.

—¿Quién es Geisler?

—Tiene uno oficina de apuestas, en Nortwick y Galaway.

—¿Y ese Geisler te pagó para matar a Maryse?

—Sí... y ya había enviado a Boven primero, según dijo. Estaba muy nervioso porque no sabía nada de él.

—Voy a darle motivos para estar aún más nervioso... ¿Qué opinas, Maryse?

—Maisch debe pagar a ese tal Geisler, supongo. Quizá él no tiene contactos aquí, para contratar asesinos. Bien es verdad que nunca los necesitó. Siempre hizo sus trabajos sucios personalmente.

—Sólo que está vez sabe que tú tratas de cazarlo, y que en consecuencia estás alerta. Habría de arriesgarse demasiado, y un Jipe que disfruta de una fortuna es poco amigo de correr riesgos, digo yo. Veamos, ¿dónde vive Geisler?

—Tiene un piso sobre la misma oficina...

—¿Está allí ahora?

—No creo..., le gusta divertirse cuando cierra el negocio. No regresa hasta muy tarde.

—¿Adonde debías ir para informarle de que el trabajo estaba hecho?,

—Me dijo que le llamara a primera hora de la mañana...

—Volvamos a Maisch. Ese es quien nos interesa.

—¡Pero si no sé nada de ese tipo, nunca le oí nombrar!

—Si eso es verdad, va a ser terrible para ti, porque Maryse te cortará a tiras.

—¡Estoy diciéndole todo lo que se!

—Menos lo que queremos oír. El paradero de Maisch.

—¡Oh, no! ¿Es que resulta tan difícil de creer? No sé una maldita palabra de él. Se lo diría si lo supiera... ¡Juro que se lo diría!

—Bueno, no podemos fiarrnos de tu palabra, compañero. Así que...

Maryse se levantó de un salto y se dio mucha prisa para llegar junto a su cautivo.

La mirada desorbitada de Bags era tan angustiosa que daba grima. Parecía que los ojos fueran a caerle fuera de las órbitas.

Maryse acercó el cuchillo a la barriga de Bags. Dio un tajo hacia arriba y cortó limpiamente su cinturón.

—¡No...!

Su voz se ahogó al ver la hoja de acero junto a su cara.

Dio un grito y se desplomó, inerte.

Cord soltó un gruñido.

—Hiciste una buena representación, encanto. Lo tomó tan en serio que se ha desmayado.

Ella rechinó los dientes. . —No fue ninguna representación —dijo—. Iba a convertirlo en un inválido para el resto de su vida... y aún creo que lo haré.

Cord frunció el ceño, mirándola. Lo que vio en las salvajes pupilas de la mujer le convenció más que sus palabras de que, realmente, estaba dispuesta a hacer, lo que aseguraba.

No dijo nada. Desgarró la camisa de Bags y con los pedazos hizo una bola, que introdujo en su boca. Luego, con otra tira le amordazó apretando sin piedad.

—De momento, lo conservaremos —dijo—. Hay que sacar al otro..., y me parece que le utilizaré como compensación por las molestias que nos proporciona...

Sin que ella hiciera ninguna pregunta, Cord se dirigió al dormitorio en busca de su siniestro cargamento.