CAPÍTULO IV
INVIRTIÓ una hora en registrar el pequeño apartamento del pistolero muerto. Era un lugar desordenado, sucio hasta la náusea, abarrotado de revistas pornográficas, fotografías obscenas por todas partes y nada más.
Las ropas del armario eran de mala calidad, excepto un par de trajes, que debía conservar para las grandes ocasiones.
Cord: gruñó, disgustado. Vio una botella de whisky en un estante, casi llena. Eso le reconcilió, en parte, con el propietario del apartamento. Buscó un vaso y lo llenó hasta la mitad con whisky; Era el primero que probaba en muchas horas.
Lo olisqueó recreándose por anticipado. De pronto se puso rígido y husmeó el vaso con todos sus sentidos aguzados.
Olía a whisky, por supuesto, ya que se trataba de una buena marca. Pero olía a algo más, algo que puso una corriente de hielo en sus nervios.
—¡Cianuro! —masculló entre dientes.
El clásico hedor del veneno, apenas perceptible, estaba tan claro para él como si la palabra estuviera escrita en la etiqueta.
Limpió sus huellas de la botella y tras derramar el contenido del vaso en el fregadero, lo limpió, también.
Estaba acostumbrado, y ahora su interés por el tipo llamado Leo Maisch había aumentado hasta el infinito.
Luego, plantado en el centro del dormitorio, revisó en su experimentada mente si dejaba algo por registrar. Algún escondrijo más o menos ingenioso.
Lo había mirado todo. Por si las dudas, abrió otra vez el armario. Las ropas, los zapatos... Arrancó un par de tacones de otros tantos pares. En ese negocio nunca se sabe.
Eran tacones normales, sin huecos ni trucos.
La maleta ya la había mirado antes también. Estaba sobre el armario. Volvió a bajarla y antes de abrirla la tanteó con cuidado.
Luego la abrió. Estaba Vacía y no era de mucha calidad. Siguió tanteándola con exquisito cuidado, ahora. Soltó un juramento y se dirigió a la cocina en busca de un cuchillo.
Con él empezó a destripar la maleta sin contemplaciones. De este modo apareció el doble fondo.
Se quedó mirando la colección de pasaportes, tarjetas de identidad y de crédito, todas de distintos nombres pero sin fotografías. Eran falsas y dispuestas para recibir la foto de quien las utilizase.
Y había algo más. Algo que puso un escalofrío en su piel.
Era una credencial de la CIA.
Ni más ni menos.
La tomó, viendo que estaba a nombre de Frank Boven.
Tuvo la esperanza de que fuera falsa, como todo lo demás, porque, en caso contrario, él habría matado a un agente de la agencia que reunía en sus manos el poder de la vida y muerte.
Sacó el mechero y chamuscó un determinado ángulo de la tarjeta de identidad. No ocurrió nada, sólo el plástico en que estaba encerrada empezó a retorcerse.
Falsa. No pudo contener un suspiro. Si hubiera sido genuina, auténtica, la llama habría provocado un cierto chisporroteo a todo alrededor de la tarjeta, sin dañarla en absoluto.
De cualquier modo, se la guardó, porque ahora comenzaba a interesarse en el asunto, de un modo mucho más personal.
Abandonó el apartamento y esta vez tomó un taxi que le condujo directamente el aeropuerto.
Treinta minutos más tarde emprendía el vuelo rumbo a Washington.
* * *
El taxi recorrió buena parte de la Avenida Potomac, dobló una esquina y se internó por una ancha calle flanqueada de hermosos árboles que sombreaban las aceras.
—Pare aquí —ordenó Cord, poco después.
Esperó que el taxi se perdiera de vista y entonces echó a andar bajo la sombra. Mujeres con cochecitos de bebé, paseaban, charlando como cotorras, ajenas al denso tráfico de la calle. Chiquillos alborotadores corrían como vociferantes pieles rojas arriba y abajo, metiéndose entre las piernas de los viandantes.
Gordon Cord se detuvo delante de un bonito edificio de oficinas. Había llegado a pensar que jamás volvería a pisar ese lugar, que para él significaba una pesadilla. Y aquí estaba.
Entró, dirigiéndose recto hacia la batería de elevadores que funcionaban sin cesar. Se hizo conducir a la quinta planta, recorrió un pasillo y empujó la puerta.
La bella muchacha que atendía a los visitantes dio un respingo.
—¡Señor Cord! —exclamó.
Pero no dijo más.
El hizo una mueca.
—¡No soy un resucitado, encanto! Anuncia mi grata visita a tu admirado jefe.
—Bueno, no sé si... Está bien, espere un minuto.
En lugar de utilizar el intercomunicador, salió de detrás de la mesa y, tras llamar a una puerta que había al fondo del despacho, entró, cerrándola cuidadosamente a sus espaldas.
Cord encendió un cigarrillo. Todo parecía devolverle a un pasado que odiaba, trayéndole atroces recuerdos que ni el alcohol había logrado borrar.
La muchacha estuvo ausente casi cinco minutos. Luego reapareció Con una tensa sonrisa en su hermosa cara.
—Puede pasar, señor Cord —dijo con su voz un poco más tensa de lo normal.
Gordon pasó a su lado, cruzó la puerta y avanzó sobre una costosa alfombra azul hacia la mesa del fondo, donde un hombre se levantaba en esos momentos.
—Bueno, es toda una sorpresa, realmente... —balbució el hombre.
—También lo es para mí. Juré que no volvería jamás a este lugar, porque de hacerlo habría de matar a alguien...
—Todos decimos muchas tonterías algunas veces.
—Eso no fue ninguna tontería.
El hombre se sentó, poco a poco. Sus ojos agudos no se apartaban del rostro del visitante.
—No me diga que ha venido a matarme, Cord.
—Ya sabe que me gustaría hacerlo. Tal vez lo haga. Pero no ahora.
—Siéntese.
Se dejó hundir en una confortable butaca.
Pocas personas en el mundo conocían la existencia de esa extraña oficina dedicada a no menos extraños negocios.
Cord sabía que el principal negocio de semejante empresa, era la extorsión, la corrupción y la muerte; todo ello dependiendo del más poderoso organismo del globo.
—¿Y bien? —se impacientó el elegante individuo.
Era realmente todo un tipo. Alto y esbelto, vestía con la exquisita pulcritud de un ministro en acto oficial. La expresión un tanto displicente de su cara le quitaba en parte su ávido gesto de ave de rapiña.
—Quiero ciertos datos, Roberts.
—¿De qué clase?
—Leo Maisch. ¿Quién es?
Roberts frunció el ceño...
—No lo sé.
—Pregunte. Ya sabe dónde, supongo.
—Quisiera saber por qué he de hacerlo. También me intriga que venga a pedir informes cuando ya no pertenece al servicio, y cuando se le dijo sin rodeos lo que podía esperar de la Agencia.
—Yo también les dije a los grandes cerebros lo que podían esperar de mi. Recuerda?
—No juegue con fuego, Cord, es peligroso.
—Leo Maisch.
—¿Es que está trabajando por su cuenta, Cord?
—En cierto modo. Mire esto, gran hombre.
Depositó cuidadosamente sobre la mesa aquella credencial de la CIA.
Roberts se quedó mirándola alelado.
—¿Se la quitó a su titular? —estalló al fin.
—Hice la prueba del fuego. Es falsa.
—¿Cómo?
La tomó precipitadamente entre sus dedos. Estaba realmente estupefacto..
—Es perfecta —murmuró—. Podría engañar a cualquiera de nosotros si no hiciera la prueba...
—Yo la hice. Estaba en poder de alguien que trabajaba para ese Leo Maisch. Y ahora, ¿quiere hacer un par de preguntas?
—Usted sabe cómo funcionamos en esta oficina, Cord. Necesitaré tiempo.
—No hay tiempo. Descuelgue el teléfono y llame, es así de fácil.
—No lo haré. Me expondría a perder el puesto.
—Va a perder la cabeza si no lo hace, Roberts, hermano. Y si empiezo, ya no me detendré. Otros dos o tres grandes cerebros reventarán a orillas del Potomac.
—¡Pero, hombre, Cord, parece haber perdido la brújula. Déme tiempo, por lo menos.
—No puedo. Quiero esos informes ahora.
—Dígame por qué, quiere saber si conocemos a ese individuo. Si yo pregunto, ellos me preguntarán a mí; Habré de decirles algo.
Una sonrisa de lobo asomó a la cara tensa de Cord.
—Ninguno de los grandes patriotas de aquel hermoso edificio del Potomac se atreverá a preguntar nada a esta oficina. Y usted lo sabe, Roberts. Tiemblan ante la sola idea de que alguien pudiera relacionar a un puñado de bastardos asesinos con la CIA, especialmente en estos tiempos.
—¡Escuche, no le permito...! —calló ante la mirada glacial de su visitante—. Bien, Cord, usted fue uno de nosotros; así que está tirando piedras a su propio tejado.
—Yo fui, usted sigue siendo. Y los otros. Y las mujeres... ¿Quiere hacer esas preguntas?
Por unos instantes, el hombre del otro lado de la mesa trató de sostener la salvaje mirada de Cord. No pudo.
—Necesito consultar al piso de arriba —dijo entre dientes.
—¡Apresúrese! He de regresar a Los Angeles esta noche.
Se levantó, rígido como una tabla. Dio dos pasos para salir de su sitio, y antes que pudiera dar el tercero, Gordon Cord rechinó entre dientes:
—No haga el tonto, hermano. Siéntese.
—Pero...
—Por teléfono. Quiero oír lo que dice. No quiero consultas a mis espaldas.
—¡Maldita sea! ¿Quién demonios se cree que es? Usted fue expulsado del servicio, no tiene siquiera derecho a estar aquí, y si...
—No lo diga. Sólo llame al viejo de arriba y pregunte, si quiere salvar su cuello. Recuerde que, por mi parte, todos ustedes viven de prestado. No me provoquen, no tiren más de una cuerda podrida... porque podría romperse.
Roberts estaba rojo de cólera. Pero él mejor que nadie sabía la clase de hombre que tenía delante. Conocía hasta los más íntimos pormenores de su salvaje determinación, de los motivos que podían empujarle a hacer saltar algunas cabezas y desencadenar el peor escándalo de toda la historia de la CIA y de sus subcentrales secretas, de cuya existencia apenas nadie tenía conocimiento.
De modo que alargó la mano y descolgó un teléfono blanco.
Cord suspiró: Había ganado.
Tras discar un número, Roberts se identificó. Luego dijo:
—Asuntó de prioridad, señor. Nombre, Leo Maisch. Quiero todo lo que exista sobre él... Por supuesto... Gracias.
Y colgó.
Cord dijo:
—¿Se da cuenta lo fácil que resulta?
—Esta llamada queda registrada, Cord, como usted ya sabe. Algún día puede estallarme en las narices.
—Ese día me emborracharé en su honor, Roberts.
—Me gustaría saber en qué está metiéndose, de veras.
—Yo también. A propósito, gran hombre. ¿Han sabido novedades respecto a Susane?
El rostro de Roberts se puso verde.
—Ninguna. ¿Es que aún sigue albergando esperanzas, Cord?
—No. Pero pensé que tal vez se hubiera filtrado algo. Quisiera saber dónde está enterrada, por lo menos.
—¡Oiga, usted sabe de sobra cómo es nuestro trabajo!
—Una porquería.
—Admitido; Pero cuando uno de ustedes desaparece, nadie sabe jamás dónde fue enterrado. Ni se pregunta, porque entonces ellos podrían preguntarnos a nosotros dónde hemos enterrado a su gente.
Cord se echó atrás en la butaca. Encendió un cigarrillo y sus ojos acerados escrutaron largamente la cara del impecable individuo que estaba recobrando el color.
De pronto dijo:
—¿Sabe una cosa, Roberts? A veces pienso que me gustaría escribir un libro.
—¡Qué!
—Un libro. Una autobiografía o algo así. Apuesto que sería un best-seller.
Roberts parecía estar sentado sobre un lecho de espinos.
—No habla en serio, Cord. No podría...
—Es una espada suspendida sobre sus grandes cerebros. Una espada con un filo endiablamente mortal Sólo cortar el hilo que la sostiene y... ¿qué pasaría en las altas esferas?
Roberts se ahogaba.
—Usted... usted no viviría para gozar del éxito... —barbotó.
Antes que Gordon pudiera replicar, un teléfono sonó, de entre la batería de aparatos que ocupaban la mesa.
Roberts descolgó instintivamente el auricular del aparato de color gris.
—¡Hable, aquí Roberts!
Escuchó y su cara adquirió un color púrpura subido. Luego palideció y sus ojos miraron a Cord, despavoridos.
No pronunció uña sola palabra más. Colgó poco a poco y con su inmaculado pañuelo blanco se secó el helado sudor que perlaba su frente.
—Lo consiguió —dijo con voz que temblaba—. Me he jugado el puesto.
—¿De qué está hablando?
—¿Sabe quién me ha llamado?
—El viejo quizá.
—Sí. Acaba de decirme que dentro de una hora quiere verme. Lo dijo, rechinando los dientes. También dijo que Leo Maisch no existe, y que si existiera sería sagrado para nosotros. Quiere saber por qué nos interesamos por él, pero quiere saberlo personalmente, no por teléfono. ¿Qué infiernos está manejando usted, Cord?
—¡Maldito si lo sé! —replicó, preocupado—. De modo que Maisch es sagrado para la Agencia. Un intocable... ¿De veras no había oído usted nunca ese nombre?
—Podría jurarlo sobre la Biblia.
—Eso no me dice nada. Usted juraría sobre siete Biblias que la Tierra es cuadrada y se quedaría tan ancho. Bien, Roberts, cuando vea al viejo pregúntele qué ha hecho por saber el fin definitivo de Susane. Algún día volveré para saber la respuesta.
—Está usted loco, Cord, completamente loco.
Gordon se levantó. Una lenta sonrisa asomó a su cara rígida.
—Algún día —dijo como despedida—, me convertiré en turista. Un miembro de esos rebaños que se dejan zarandear de un lado a otro por un guía, ya sabe... El otro día me fijé en un muchacho de una agencia de viajes.
Perplejo, Roberts barbotó:
—¿Por qué me lo cuenta a mí?
—Porque el anuncio ofrecía un tour de veinte días por la Unión Soviética, ¿sabe?
Se dirigió a la puerta y salió.
Roberts sintió que le temblaban las piernas y hubo de sentarse. Notaba cómo el corazón le golpeaba en la garganta, porque después de esa última amenaza de Cord ya no cabían dudas al respecto. Habría que hacer algo... y pronto.
Algo definitivo.