Nota histórica
Sin duda resulta evidente que todos los
personajes y deidades de esta novela son ficticios. El Stonehenge
que conocernos lo constituyen las ruinas de un monumento erigido a
finales del tercer milenio a. C., el inicio de la Edad de Bronce en
Gran Bretaña, y no tenemos documentos de reyes, jefes, cocineros o
carpinteros de esa era. No obstante, ciertos detalles de la novela
se basan en investigaciones arqueológicas. Se encontró a un arquero
con una lámina de piedra atada a la muñeca para protegerla de la
cuerda del arco, enterrado junto a la entrada noreste de
Stonehenge, y había muerto a causa de tres flechazos, evidentemente
disparados a corta distancia. Los tres rombos de oro, la hebilla
del cinturón, los cuchillos, el hacha y la maza ceremonial se
descubrieron en uno de los túmulos funerarios más próximos al
monumento, y hoy en día están expuestos en el Devizes Museum.
Ratharryn es lo que en la actualidad llamamos Durrington Walls, y
su enorme terraplén constituye una de las grandes hazañas del
hombre neolítico, aunque actualmente sea poco más que una sombra en
el suelo. Probablemente hubo dos templos dentro del terraplén, y un
tercero, que hoy en día se llama Woodhenge, justo al otro lado, y
todos esos santuarios estaban cerca de Stonehenge, que aquí hemos
denominado Viejo Templo o Templo del Cielo. Cathallo es Avebury, el
gran túmulo donde los guerreros de Camaban ultrajaron los huesos,
está en West Kennet; el pequeño templo al cabo del sendero sagrado
es el Santuario, y el Túmulo Sagrado, claro está, es la colina de
Silbury; todos estos lugares pueden visitarse todavía. Drewenna es
Stanton Drew, Maden es Marden y Sarmennyn es el sudoeste de Gales.
En Stonehenge las «piedras lunares» se denominan ahora Piedras de
Posición y la «piedra solar», Piedra Angular. El término henge, que en inglés hace referencia a una piedra
suspendida o colgante, se ha evitado deliberadamente en la novela
porque en aquellos tiempos no habría tenido significado alguno. En
un principio, los sajones aplicaron esta palabra únicamente a
Stonehenge porque sólo este monumento tenía piedras colgantes, o lo
que es lo mismo, din, teles; pero con el paso del tiempo se ha
ampliado su significado para incluir cualquier monumento que se
conserve del neolítico y los comienzos de la edad del bronce.
¿Qué es Stonehenge? Ésa es la pregunta que
se plantean la mayoría de los visitantes, y el emplazamiento no
ofrece muchas pistas para dar con una respuesta diferente de la que
propuso R. J. C. Atkinson en su impresionante libro Stonehenge. «Hay una respuesta breve, sencilla y
perfectamente correcta: no lo sabemos, y probablemente no lo
sepamos nunca.» Tal afirmación es más bien desalentadora, pues, sin
la más mínima idea de su uso y propósito, no es posible apreciar
las piedras en todo su esplendor. Podemos reconocer el inmenso
trabajo que supuso transportar y erigir el monumento, cabe
maravillarse ante el hecho de que se construyera algo semejante,
pero si no somos capaces de atisbar la mentalidad de sus
constructores, en cierto modo resulta carente de sentido.
Sin duda alguna es un lugar de culto, pero
¿culto a qué? La respuesta más generalizada es que el templo de
Stonehenge está alineado con el punto por el que sale el Sol en el
solsticio de verano, y tal convencimiento ha dado pie a que se haga
uso del monumento de un modo completamente erróneo. La Orden de los
Druidas, recientemente resucitada, celebra allí sus ceremonias cada
solsticio, a pesar de que Stonehenge no tuvo nada que ver con los
druidas, cuya cultura floreció mucho después de que el monumento
hubiera caído en desuso y que, en cualquier caso, probablemente
preferían llevar a cabo sus rituales en santuarios protegidos por
la oscuridad del bosque. Sin duda, la alineación con el Sol
naciente del solsticio existe, pero no es la única en Stonehenge.
John North, en su sugerente libro Stonehenge, Neolithic Man and the Cosmos,
defiende con argumentos arrolladores la teoría de la alineación con
el Sol poniente del solsticio de invierno, y resulta que en
Stonehenge el Sol sale en el solsticio de verano por un punto del
horizonte nororiental casi diametralmente opuesto al punto del
horizonte suroccidental por donde se pone el Sol en el solsticio de
invierno (en el 2000 a. C. la diferencia entre las dos alineaciones
era de menos de medio grado), de modo que cualquier monumento
alienado con uno señalizará forzosamente el otro; y, ya que ambos
acontecimientos son importantes en el ciclo anual de las
estaciones, cabe sospechar que ambos se conmemoraban con sus
correspondientes rituales.
El profesor North también sugiere que los
acontecimientos celestes no se observaban mirando hacia fuera desde
el interior del monumento, sino más bien mirando hacia dentro desde
fuera. Sin duda, ambos métodos de observación eran posibles;
cualquiera que quisiese la mejor perspectiva de la salida del Sol
en el solsticio de verano desearía estar en el centro del
monumento, pero en el solsticio de invierno el observador
preferiría hallarse fuera del templo y mirar a través de su centro.
El eje principal, la línea que se prolonga desde el sendero a
través del monumento, parece ser la característica astronómica
fundamental que señala la salida del Sol en verano y el ocaso en
invierno. Las cuatro Piedras de Posición, de las que quedan dos,
estaban alineadas con acontecimientos lunares primordiales, pero
constituyen un rectángulo y sus dos lados más cortos son paralelos
al principal eje solar del monumento.
Lo que plantea la pregunta acerca de la
necesidad de un monumento tan complejo. Después de todo, si lo
único que hacía falta era señalar los extremos observados de los
trayectos de la Luna y el Sol, se podría haber hecho con cuatro o
cinco piedras. Pero lo mismo ocurre con religiones más recientes. A
Dios, se nos asegura, se le puede adorar con la misma eficacia en
torno a una mesa de cocina que en una iglesia, pero argumento
semejante difícilmente justificaría la demolición de la catedral de
Salisbury. Ylas catedrales nos dicen algo respecto a Stonehenge.
Si, de aquí a cuatro mil años, los arqueólogos descubrieran los
restos de una catedral, es posible que hicieran toda clase de
deducciones a partir de las ruinas del edificio, pero su primera y
más obvia conclusión sería que está encarada al Sol naciente, de lo
que colegirían, razonablemente, que la cristiandad adoraba a un
dios del Sol. En realidad, la alineación de este a oeste de la
mayoría de las iglesias cristianas no tiene nada que ver con el
Sol. Aun así, se propugnaría la teoría de que el cristianismo era
una religión solar (mientras que la profusión de crucifijos sin
duda convencería a nuestros arqueólogos del futuro de que los
cristianos llevaban a cabo horrendos sacrificios humanos), y lo que
nunca se sospecharía es el amplio abanico de actividades (bodas,
coronaciones, funerales, misas, oficios, conciertos) que se
celebraran en el edificio. Lo mismo ocurre con Stonehenge. Vemos
las alineaciones solar y lunar con claridad suficiente (y confiamos
en que, a diferencia de nuestros hipotéticos arqueólogos del
futuro, no estemos del todo equivocados al respecto), pero no
alcanzamos a dilucidar qué otras actividades se llevaban a cabo
entre las piedras.
Stonehenge, por tanto, debió de haber sido
un centro de culto utilizado para distintas actividades
espirituales, pero que, no obstante, guardaba relación con
acontecimientos solares de gran relevancia, acontecimientos que
debían ser importantes para la religión que allí se practicaba,
fuera cual fuese. Sin embargo, Stonehenge no salió de la nada. El
monumento que vemos no es más que la última etapa de un proceso muy
largo que llevó cientos de años. Y los restos de ese proceso están
dispersos por toda Gran Bretaña. La mayor parte de estas
edificaciones denominadas henges son
recintos formados por terraplenes y zanjas. Se trata de un concepto
bastante sencillo que sugiere la delimitación de un espacio
sagrado, pero se fue complicando por medio de la adición de postes
de madera dentro de los círculos que, casi con toda seguridad, se
utilizaban para la observación de fenómenos astronómicos. Con el
tiempo, esos círculos de postes de madera fueron haciéndose más
habituales hasta que hubo por toda Gran Bretaña numerosos
monumentos circulares de troncos: auténticos bosques de postes
arracimados en anillos concéntricos dentro de terraplenes de
tierra. En el mismo Stonehenge había un templo de madera de esta
clase, otro al norte, en lo que se conoce como Woodhenge, al menos
dos más en la cercana región de Durrington Walls y un cuarto,
Conebury Henge (el «Pabellón Funerario»), apenas kilómetro y medio
al sudeste de Stonehenge.
Más adelante se sustituyeron algunos postes
de madera por piedras, y esos círculos de piedra son los que vemos
hoy en día. Van del norte de Escocia al sur de Inglaterra, pasando
por el oeste de Gales. Algunos son círculos dobles, otros tienen
senderos de acceso y otros cuentan con «nichos» como los de
Avebury; no hay dos iguales, y sin embargo, dos de ellos, apenas a
treinta kilómetros de distancia el uno del otro, destacan por su
complejidad: Avebury y Stonehenge. Por tanto, no es de sorprender
que esos monumentos constituyan el punto culminante de la tradición
de construcción de templos en el sur de Gran Bretaña (en el norte y
el oeste se harían nuevos templos durante otro millar de años), y
esa tradición no cuesta tanto trabajo entenderla. El hombre
neolítico construía sus templos sobre todo como círculos y los
utilizaba para observar fenómenos astronómicos íntimamente
relacionados con sus creencias religiosas. La diferencia entre,
pongamos por caso, las Piedras de Rollright en Oxfordshire y
Stonehenge en Wiltshire es evidente, un monumento es sencillo y el
otro una exquisita e impresionante obra de ingeniería, y sin
embargo, en el fondo, ambos son iguales.
¿Por qué se construyeron con forma de
círculo? La respuesta más fácil sería decir que el momento de su
aparición constituye el fin de una larga tradición de construcción
de templos, aunque eso sería una petición de principio. En
ocasiones el hombre neolítico prefería erigir hileras de piedra,
como la de Carnac en Francia o las hileras más pequeñas de
Dartmoor. A veces construía misteriosos terraplenes que se
prolongan a lo largo de kilómetros en el campo (el Stonehenge
Cursus, justo al norte del monumento, constituye un buen ejemplo).
Sin embargo, en un número abrumador de ocasiones, se decidía por un
templo circular, y lo que habitualmente se aduce es que el círculo
reflejaba los cielos, el horizonte o la naturaleza de la propia
existencia. Sea como fuere, no parece muy probable que una
tradición tan sólida se base únicamente en la metáfora; sin duda,
es más verosímil que la metáfora reforzara un fin pragmático, como
podría ser que los primeros adoradores de las religiones de los
henge querían observar los fenómenos que
ocurrían en los cielos. John North sugiere que empezaron con los
largos túmulos, esas extrañas tumbas que todavía se ven por muchos
lugares de Gran Bretaña, y que los constructores de los túmulos
utilizaban la cresta de los montículos como un horizonte artificial
a través del que contemplaban estrellas, planetas, el Sol y la
Luna. Los postes de madera fijaban sus observaciones. Sin embargo,
un túmulo sólo es útil para actividades de observación semejantes
desde cualquiera de los dos lados de su largo eje, mientras que un
terraplén circular, un henge, se puede
utilizar a placer para cada cuadrante del cielo y el interior del
henge constituye un lugar muy apto para
colocar los postes que indican los fenómenos observados, de modo
que así se inició la tradición de los templos circulares. Por
tanto, cuando los constructores erigieron Avebury y Stonehenge,
trabajaban en el marco de una tradición, sólo que estaban llevando
esa tradición a nuevos niveles de excelencia. Sin duda, buscaban
causar impresión. Es posible que a Dios se le pueda adorar
alrededor de una mesa de cocina, pero es más probable que quien
entra en una catedral se vea imbuido de un temor reverencial, ya
que los constructores realizaron una obra maravillosa que
trasciende lo cotidiano; lo mismo ocurre con Stonehenge y Avebury.
Son templos proyectados para hacerse eco del pavoroso misterio de
lo desconocido. Es cierto que el hombre neolítico podría haber
señalizado la posición del ocaso en el solsticio de invierno con un
par de postes de madera de escasa altura, pero los postes no
habrían producido el mismo efecto que se experimenta al acceder a
Stonehenge por su sendero de entrada y ver la negrura amenazante de
los mojones adintelados en el horizonte. Luego llegaría el
escalofriante momento en que la tierra quedaba cubierta por la
larga sombra proyectada por las piedras, y en el centro de esa
sombra había un último rayo de sol que iba a caer sobre la Piedra
Angular. La sombra y el lívido haz de luz constituyen el mayor
logro de los constructores de Stonehenge.
Pero del mismo modo que la catedral
(término que se deriva de la palabra latina cathedra, que hace referencia al cargo o la
dignidad de los caudillos de la iglesia) no está construida para un
evento tan poco frecuente como la entronización de algún obispo,
Stonehenge no se construyó sólo para los momentos supremos del año
solar. Debió de servir de escenario a muchos ritos, una buena
cantidad de ellos derivados de la tradición milenaria de la
construcción de henges. No sabemos
cuáles eran esos ritos, pero, teniendo en cuenta que lo que la
humanidad pide a los dioses no cambia gran cosa, podemos suponerlo.
Habría ritos de muerte (funerales), de sexo (bodas), rituales de
paso (bautismo, primera comunión o confirmación), para la
celebración del poder secular (coronaciones o grandes
acontecimientos), así como los servicios habituales que siguen
conmemorando el año ritual. Sin duda, algunas de esas actividades
tenían más relevancia entonces que ahora, los ritos curativos, por
ejemplo, o las ceremonias relacionadas con el año agrícola. El
mejor estudio que he encontrado acerca de lo que podía haber detrás
de dichos ritos está en el libro de Aubrey Burl Prehistoric Avebury, ya que ese monumento también
se construyó para satisfacer todas las necesidades religiosas de
una comunidad. Stonehenge realizaba la misma función, pero, a
diferencia de Avebury, también acentúa la puesta de sol en el
solsticio de invierno, y eso sugiere que el templo abordaba
asimismo la muerte: la muerte del viejo año y las esperanzas de
resurgimiento con el nuevo.
La muerte parece estar íntimamente ligada a
los henges. Cerca del centro de
Woodhenge se enterró a un niño con el cráneo partido de un hachazo.
En Avebury hay tumbas (como la de la enana tullida en la zanja),
del mismo modo que las hay en Stonehenge. La existencia de dichas
tumbas, por no hablar de las evidentes alineaciones celestiales,
constituyen un argumento en contra de esa teoría tan de moda de que
la diosa de la Tierra era la deidad central y que regía una
pacífica sociedad matriarcal ajena a la corrupción de los violentos
dioses masculinos. Hay pruebas más que suficientes de la asociación
de violencia y muerte con los monumentos como para que esa ingenua
argumentación resulte cierta. Los monumentos no son cementerios,
aunque el hecho de que, durante parte de su historia, Stonehenge se
utilizó como depósito para cenizas de cadáveres incinerados pudiera
dar esa impresión; pero los entierros que se realizaban en los
henges ofrecen todos los indicios de
haber sido rituales: tal vez sacrificios inaugurales o otras
muertes (como la del arquero en Stonehenge) que coincidieron con
algún momento crítico en la historia del templo. Todo parece
indicar que se dejaban los cadáveres dentro de los monumentos para
que los procesos naturales se encargaran de la carne y que luego se
recogían los huesos y se enterraban en otro lugar. En la Europa
medieval se creía que cuanto más cerca era uno enterrado de las
reliquias de un santo, que por lo general se guardaban en los
altares de las iglesias, menos tardaría en llegar al cielo el día
del Juicio (especulación que dependía de que uno se viera atrapado
en la estela ascendente del santo); es posible que algo similar
ocurriera con los grandes henges que,
como Stonehenge, se encuentran entre formaciones de túmulos
funerarios. Esta congruencia de templo y tumbas reafirma la idea de
que los megalitos circulares se veían como una conexión entre este
mundo y el otro al que iban los muertos, un mundo que, casi con
toda seguridad, se creía que era el cielo, porque, mucho antes de
que hubiera ninguna edificación como los henges, las tumbas estaban alineadas con el Sol,
la Luna o estrellas importantes. El mejor ejemplo lo constituye la
magnífica tumba neolítica de Newgrange, en Irlanda, donde te del
solsticio de invierno penetraran en la cámara mortuoria. Este
asombroso monumento, que ha sido esplendorosamente restaurado, se
construyó al menos doscientos años antes de que se erigieran el
terraplén y la zanja más sencillos en Stonehenge, lo que indica que
la relación entre los muertos y el cielo ya estaba consolidada para
el cuarto milenio a. C.
Pero la historia de Stonehenge se remonta
al octavo milenio a. C. Por aquel entonces no había círculo ni
piedras, sólo una hilera de enormes postes de pino, tal vez maderos
totémicos, erigidos en el claro de un bosque (el emplazamiento de
tres de los cuatro postes lo marcan hoy en día unos círculos
blancos pintados en el aparcamiento, pero en el futuro, si se logra
presentar Stonehenge como es debido, tal vez se conmemoren de un
modo más adecuado). No sabemos prácticamente nada de los postes,
aparte de que parecen muy grandes para haber formado parte de un
edificio, y nada en absoluto acerca de las fuerzas utilizadas para
alzarlos, ni de por qué se escogió aquel lugar en concreto. Tampoco
sabemos cuánto duraron. Cinco mil años después, en torno al 3000 a.
C., se inició la construcción del megalito que conocemos. Al
principio no era más que una zanja circular con un alto terraplén
dentro de la misma y un terraplén de menor altura en torno a ella,
y dentro de este terraplén de mayor altura había un círculo de
agujeros al que se dio nombre en honor a su descubridor, el
anticuario del siglo XVII John Aubrey. Los Agujeros de Aubrey
constituyen otro de los misterios de Stonehenge. Hay cierta
controversia en torno a si los agujeros sostenían o no postes,
pero, en caso de que fuera así, hace ya tiempo que desapareció
cualquier rastro de ellos y todo indica que los cincuenta y seis
agujeros se rellenaron poco después de su excavación, lo que no
hace más que complicar el misterio. Algunos agujeros contienen los
restos de incineraciones, pero no todos, y lo cierto es que no
tenemos muchas pistas acerca de su fin. Cabría culpar a los
Agujeros de Aubrey de la popular teoría de que Stonehenge era un
«dispositivo de predicción de eclipses»; es cierto que se pueden
predecir los años de los eclipses a través de complejas
combinaciones de estacas en torno a los cincuenta y seis agujeros,
pero parece una hipótesis muy poco probable. Si funcionaba, ¿por
qué se abandonaron los agujeros? Y, ¿cómo es que no se copió el
sistema en otros monumentos?
Poco después de hacerse el círculo,
aparecieron los primeros postes de madera en su centro y en la
entrada noreste que está encarada hacia el lugar por donde sale el
Sol en el solsticio de verano. Este henge de madera, semejante a los que hay cerca de
Durrington Walls o al recién descubierto templo de madera que se
alzaba en Stanton Drew, duraron cientos de años, aunque algunos
eruditos creen que hacia mediados o finales del tercer milenio
antes de Cristo el templo cayó en desuso. Después, tal vez
doscientos años más tarde, se recuperó. Las Piedras de Posición y
unas cuantas más en la entrada principal se colocaron primero. Casi
con toda seguridad, la Piedra Angular (la piedra solar) se contaba
entre esos primeros mojones erigidos y todavía está en pie, aunque
ladeada. Los visitantes no reparan mucho en ella, y sin embargo
probablemente era la piedra clave de todo el templo. Durante un
breve espacio de tiempo, el templo no fue más que una sencilla
disposición de piedras erguidas poco más notable que infinidad de
templos semejantes, pero entonces ocurrió algo excepcional. Se
trajeron piedras azules (así denominadas por su tenue matiz
azulado) del lejano oeste de Gales que se erigieron en un doble
círculo, y parece muy probable que algunas de esas piedras llevaran
dinteles.
Las piedras azules constituyen otro
misterio. No hay mojones adecuados en la llanura de Salisbury,
razón por la que las piedras del monumento hubieron de trasladarse
desde puntos muy lejanos, pero, ¿por qué desde las montañas de
Preseli en Pembrokeshire? En las colinas cerca de Avebury, unos
treinta kilómetros hacia el norte, había una fuente casi inagotable
de mojones, y sin embargo los constructores de Stonehenge trajeron
piedras que estaban a 215 kilómetros de distancia (en realidad, más
lejos incluso, pues la topografía les obligó a seguir una tortuosa
ruta hasta su emplazamiento). Fue una hazaña asombrosa, aunque
algunos teóricos han intentado restarle importancia, aduciendo que
la acción de los glaciares depositó las piedras azules en la
llanura de Salisbury durante una era glacial. Es una teoría muy
conveniente, pero para confirmarla habría que encontrar otras
piedras azules en algún otro punto de la llanura o sus
inmediaciones, y eso no ha llegado a ocurrir. La explicación más
sencilla, por asombrosa que pueda parecer, es que los constructores
querían precisamente esas piedras y fueron a por ellas.
El viaje habría sido casi imposible de
realizar por tierra, ya que la ruta desde las montañas de Preseli
hasta la llanura de Salisbury está plagada de pronunciados valles
que habrían tenido que cruzar, de modo que los arqueólogos
coinciden casi con unanimidad en que las piedras se transportaron
principalmente por mar. También coinciden en que las piedras (que
pesan entre dos y siete toneladas) se trasladaron sobre canoas de
troncos ahuecados, unidos por una plataforma también de madera
sobre la cual iría amarrada la piedra. Se sugieren dos rutas: la
primera, rumbo al sur hacia Lands End y luego hacia el este
siguiendo la costa sur hasta la ensenada de Christchurch, desde
donde las piedras habrían remontado el Hampshire Avon (el «río de
Mai») hasta algún lugar cerca de Stonehenge. La ruta alternativa,
que yo prefiero, es un viaje marítimo más breve por el canal de
Bristol para después remontar el Somerset Avon (el «río Sul»),
cruzar una divisoria de aguas y continuar por río. Cualquiera que
haya navegado por el Canal de la Mancha, y específicamente por las
aguas entre Cornwall y Hampshire, sabrá de los muchos peligros que
presenta esa costa, entre los que destacan las imponentes
corrientes rápidas que se producen al comprimirse las mareas debido
a la angostura de promontorios como Start Point o Portland Bill.
Mientras que un viaje en torno al sudoeste de Gran Bretaña sin duda
se toparía con obstáculos de cariz tan formidable, un trayecto por
el canal de Bristol contaría con la ventaja de una fuerte marea y
vientos favorables. No hay pruebas de que los britanos neolíticos
poseyeran velas, pero sabemos que dicha tecnología ya se utilizaba
en el Mediterráneo en torno al 4000 a. C., de modo que parece
probable que dos milenios después ya hubiera llegado a Gran
Bretaña. Un viaje por el canal de Bristol, con la ayuda de velas y
la ventaja de las mareas primaverales, podría haberse llevado a
cabo con presteza y sin ninguno de los imponentes peligros de la
ruta más larga hacia el sur en torno a la península cómica.
Pero, fuera como fuese, el impresionante
viaje se llevó a cabo y después ocurrió algo más extraordinario
incluso. Los constructores, tras haberse tomado el inmenso trabajo
de realizar el transporte de las piedras entre las poblaciones que
corresponden a las actuales Pembrokeshire a Wiltshire, decidieron
que su nuevo templo, todavía inacabado, no les satisfacía. Se
quitaron todas las piedras (excepto, probablemente, la Piedra del
Altar, que he llamado piedra madre, y que también llegó de
Pembrokshire, de la ribera del río Clewydd cerca de Milford Haven)
para sustituirlas por los mojones más prominentes que vemos hoy en
día: las piedras sárcenas. «Sárcena» no es un nombre técnico, sino
un sobrenombre, tal vez derivado de «sarraceno», que denota lo
extraño de aquellas grandes losas de piedra arenisca de tono gris.
Las piedras que constituyen Stonehenge llegaron de las colinas al
este de Avebury y hubieron de trasladarse a rastras a lo largo de
más de treinta kilómetros hasta la posición que ocupan hoy en día.
No fue un trayecto tan notable como el de las piedras azules, pero
aun así constituye un logro increíble, ya que las sárcenas eran
mucho más grandes y pesadas (la de más peso alcanzaba las cuarenta
toneladas). También están entre las piedras más duras de la
naturaleza, y sin embargo los constructores tallaron los inmensos
mojones para erigir cinco altísimos trilitos y el círculo de
sárcenas con su impresionante anillo de treinta dinteles levantados
hacia el cielo. También reorganizaron las piedras en la entrada
principal, de las cuales sólo queda una, la llamada Piedra de
Sacrificio, que está en posición yacente y es probable que no
tuviera nada que ver con ninguna clase de sacrificio. Se le dio
este nombre debido a una mancha rojiza en la su superficie que se
atribuyó a sangre de otros tiempos, pero no es nada de mayor
dramatismo que metal oxidado disuelto por agua de lluvia. Es en
este punto donde termina la novela.
¿Podría haberse culminado todo el proceso
durante la vida de un hombre? Es posible, y las fechas que reflejan
los análisis por radiocarbono (derivados en su mayor parte de los
fragmentos de picos de cuerna abandonados en los agujeros de las
piedras) son lo bastante escasas y confusas como para no descartar
esa posibilidad, pero la mayor parte de los estudiosos
considerarían más verosímil un período mucho más largo. Sea como
fuere, yo no comparto la opinión de que la construcción de
Stonehenge fuera una tarea pausada. Hay pruebas de que algunas
piedras se erigieron con prisa (están colocadas en agujeros sin
profundidad suficiente para sostenerlas, mientras que un proceso
concienzudo habría exigido ir a la busca de otra piedra como
sustitución), y la inalterable naturaleza humana sugiere que,
cuando se aborda una gran tarea, cunde la impaciencia por verla
terminada. Estoy convencido asimismo de que la distribución de las
piedras sárcenas de Stonehenge delata la presencia de un
arquitecto. Es posible que los dinteles y trilitos fueran copias de
originales de madera, pero el monumento es no obstante único y
osado, lo que sugiere que alguien lo diseñó, y sin duda ese
diseñador debía estar ansioso por ver su proyecto terminado. Por
todas estas razones, sospecho que la construcción se realizó en
menos tiempo de lo que se supone habitualmente.
Sin embargo, Stonehenge no quedó acabado
con la colocación de las grandes sárcenas. En un momento dado, no
sabemos a ciencia cierta cuándo, se realizaron a golpe de martillo
grabados de hachas y dagas en algunos pilares. Más adelante, poco
después del 2000 a. C., volvieron a traerse las piedras azules
descartadas. Mientras que algunas se colocaron en un círculo dentro
del anillo de sárcenas, el resto se dispusieron en forma de
herradura dentro de los trilitos. Con eso acabó el proceso de
edificación, y las ruinas que vemos hoy en día son los restos de
aquel Stonehenge, aunque doscientos o trescientos años después del
regreso de las piedras azules se cavaron nuevos agujeros para un
doble anillo de piedras nuevo por completo que habría rodeado el
círculo de piedras sárcenas adinteladas. Pero esas piedras no
llegaron a erigirse. Fue más o menos por aquel entonces cuando el
sendero sagrado, la avenida de entrada que en su mayor parte ha
quedado reducida a la nada por la acción de los arados, se prolongó
en una amplia curva hasta la ribera del río. Entonces, en torno al
1500 a. C., parece ser que se abandonó el templo definitivamente, y
desde entonces ha ido erosionándose y decayendo.
He mencionado la considerable deuda de
gratitud que tengo con el libro de John North Stonehenge, Neolithic Man and the Cosmos
(HarperCollins, 1997), de cuyas teorías tomé prestada la
configuración del abandonado henge de
piedras azules. Los libros de Aubrey Burl me han resultado
igualmente útiles, sobre todo The Stonehenge
People M. Dent, 1987) y Prehistoric
Avebury (Yale University Press, 1979). La mejor introducción al
monumento la constituye la minuciosa y profusamente ilustrada obra
de David Souden Stonehenge, Mysteries of the
Stones and Landscape (English Heritage, 1997). También estoy en
deuda con The Making of Stonehenge
(Routledge, 1993), de Rodney Castleden, y con la suntuosa,
engorrosa y carísima Stonehenge in its
Landscape, Twentiethcentury Excavations, editada por R. M. J.
Cleal, K. E. Walker y R. Montague (English Heritage Archaeological
Report 10, 1995). War Before
Civilization (Oxford University Press, 1996), de Lawrence
Keely, me resultó de inmensa ayuda. Se dice que una imagen vale más
que mil palabras, pero las imágenes de Rex Nicholls que ilustran
las portadillas de los capítulos de este libro valen mucho más.
Quiero darle las gracias a él y a Elizabeth Cartmale-Freedman, que
me aportó su valiosa investigación acerca de cosechas y condiciones
de vida a finales del neolítico, así como sobre hallazgos de otras
excavaciones arqueológicas. Los errores de juicio y las majaderías
se me deben atribuir exclusivamente a mí.
¿Qué hace que Stonehenge sea tan especial?
Hay quien se lleva un chasco al ver las ruinas. Nathaniel
Hawthorne, al acudir desde su Nueva Inglaterra natal a visitar las
ruinas a mediados del siglo XIX, escribió que Stonehenge «no merece
la pena verse […] es un espectáculo de extrema pobreza; y cuando
estaba entero debía de ser menos pintoresco incluso que ahora». Tal
vez, aunque la mayoría de quienes lo visitan encuentran las piedras
impresionantes. Para algunos constituyen el nexo, a través de diez
mil años, de un punto de nuestro planeta con los anhelos
espirituales de toda la humanidad. Para otros es el prodigio de los
dinteles, único para su época y aún pasmoso en su osadía
arquitectónica. Que haya sobrevivido el monumento constituye en sí
un milagro; con el paso de los años, mientras que algunas piedras
se rompieron o fueron trasladadas a otros lugares para utilizarse
en proyectos de construcción, a otras, insuficientemente
sepultadas, las derribaron las tormentas. Sin embargo, el templo se
mantiene en pie en la actualidad. Los nombres de sus dioses se han
olvidado y la naturaleza de sus rituales sigue siendo un misterio,
pero, aun así, constituye todavía un santuario consagrado a
aspiraciones que no podemos argumentar por medio de la tecnología o
el esfuerzo humano. Que así sea por mucho tiempo.