∗ ∗ ∗
Antes de que Saban pudiera dar comienzo a la
construcción, tenía que trasladar las piedras de Cathallo. Era
consciente de que no podía llevarlas por la vía más directa hasta
Ratharryn, porque cruzaba los pantanos a las afueras de Maden y
ascendía la empinada colina justo al sur de ese asentamiento, y los
enormes mojones no habrían superado semejantes obstáculos; de modo
que pasó el verano dedicado a la búsqueda de una ruta más adecuada.
Insistió en que le acompañara Leir porque, como le dijo a Aurenna,
ya era hora de que el chico aprendiera a sobrevivir lejos de
cualquier asentamiento. El y Leir recorrieron las tierras del oeste
en busca de un camino que evitara los pantanos y las colinas de
pendiente más pronunciada. La exploración les llevó la mayor parte
del verano, pero, al cabo, Saban descubrió una vía por la que salir
de Cathallo con las piedras en dirección a poniente, para luego
trazar un amplio arco de modo que se acercaran al Templo del Cielo
desde el oeste.
Saban disfrutaba de la compañía de Leir. Se
mantenían atentos a la aparición de proscritos, pero no vieron
ninguno, porque los territorios del oeste eran muy transitados por
los guerreros de Ratharryn. Saban enseñó a Leir a utilizar el arco
y, el último día, después de que Saban abatiera un ciervo de un
solo flechazo, dejó que Leir matara la bestia con la lanza. El
chico mostró muy buena disposición, pero pareció sorprendido ante
la fuerza necesaria para atravesar la piel del ciervo. Se las
arregló para evitar los golpes que lanzaba el animal con las
pezuñas y hundir la hoja de bronce en su carne. Y, puesto que era
la primera pieza que cobraba su hijo, Saban le embadurnó el rostro
con la sangre de la presa.
— ¿Volverá el ciervo a la vida?
—preguntó Leir a su padre.
— No lo creo —respondió Saban con una
sonrisa. Arrancó la piel del vientre del animal y después sacó un
cuchillo para cortar los músculos que le recubrían las entrañas—.
Nos habremos comido la mayor parte.
— Madre dice que todos volveremos a la
vida —dijo Leir sin asomo de ironía.
Saban se volvió sobre los talones. Tenía
manos y muñecas cubiertas de sangre.
— ¿Eso dice?
— Asegura que las tumbas quedarán
vacías una vez esté construido el templo —continuó Leir, con la
mayor seriedad—. Todos aquellos a los que hayamos querido volverán
a la vida. Eso es lo que dice.
Saban se preguntó si su hijo no habría
malinterpretado las palabras de Aurenna.
— ¿Cómo los alimentaremos? —se planteó
en tono jocoso—. Si ya es difícil alimentar a los vivos, imagina a
los muertos.
— Nadie caerá enfermo nunca más —siguió
Leir—, ni nadie volverá a estar afligido.
— Esa es sin duda la razón de que
estemos construyendo el templo —afirmó Saban, mientras regresaba al
cadáver todavía caliente y hendía la carne con el cuchillo para
dejar al descubierto las enroscadas entrañas del ciervo. Llegó a la
conclusión de que Leir debía de andar equivocado, porque ni Camaban
ni Haragg habían proclamado en ningún momento que el templo
sojuzgaría a la muerte, pero esa noche, después de que él y Leir
hubieran llevado la mayor parte de la carne del ciervo a Ratharryn,
Saban preguntó a Camaban por las palabras de Aurenna.
— Así que no habrá más muerte, ¿eh?
—parafraseó Camaban. El y Saban estaban en la antigua choza de su
padre, donde Camaban tenía ahora media docena de esclavas que
cuidaban de él. Los hermanos habían compartido una bandeja de cerdo
y Camaban mondaba una de las costillas con los dientes—. ¿Eso dice
Aurenna?
— Al menos, eso me ha dicho Leir.
— Y es un chico espabilado —comentó
Camaban, al tiempo que miraba de soslayo el rostro embadurnado de
sangre de su sobrino, que dormía en un costado de la choza—. En mi
opinión, es posible —dijo con circunspección.
— ¿Volverán los muertos a la vida?
—indagó Saban, perplejo.
— ¿Quién sabe lo que puede ocurrir
cuando se reúnan los dioses? —se lamentó, rebuscando otra costilla
en la bandeja—. El invierno desaparecerá, de eso no me cabe duda.
En cuanto a la muerte…, ¿por qué no? —Frunció el ceño en ademán
pensativo—. ¿Por qué rezamos?
— Para obtener buenas cosechas, para
que nuestros hijos estén sanos —aventuró Saban.
— Rezamos —le corrigió Camaban—, porque
la vida no es el fin. La muerte no es el fin. Después de la muerte
volvemos a la vida, pero, ¿dónde? En la noche, con Lahanna. Sin
embargo, Lahanna no da la vida, es Slaol quien la da, y nuestro
templo arrebatará los muertos a Lahanna para dárselos a Slaol. Así
que tal vez Aurenna esté en lo cierto. Come moras, son las primeras
de la temporada y están muy sabrosas. —Una de sus esclavas había
traído las moras y se sentó al lado de Camaban. Era una delgada
joven de Cathallo, con ojos grandes y atentos y una buena mata de
cabello moreno y rizado. Apoyó la cabeza sobre el hombro de Camaban
y éste le introdujo distraídamente una mano por debajo de la túnica
para acariciarle un pecho—. Mientras yo andaba enfrascado en el
templo, Aurenna lleva mucho tiempo hablando de cosas así —continuó
Camaban—. Debe de creer que los dioses nos recompensarán por
reunirlos, cosa que parece bastante probable, ¿no crees? Y, ¿qué
mejor recompensa que el fin de la muerte? —Le puso una mora en la
boca a la chica—. ¿Cuándo estarás listo para trasladar las primeras
piedras?
— En cuanto las heladas endurezcan la
tierra.
— Te harán falta esclavos —señaló
Camaban, mientras daba otra mora a la joven. Ella, juguetona, le
mordisqueó las yemas de los dedos, y Camaban le propinó un pellizco
que la hizo quejarse entre risas—. Este invierno voy a enviar
varias partidas de guerra a la captura de esclavos.
— No son esclavos lo que necesito
—replicó Saban, un tanto distraído. La chica de su hermano le daba
celos. No había seguido el consejo de Haragg, aunque en ocasiones
se veía tentado—. Me hacen falta bueyes.
— Te proporcionaremos bueyes —le
prometió Camaban—, pero también necesitarás esclavos. Vas a tallar
las piedras, ¿recuerdas? Los bueyes no pueden llevar a cabo
semejante tarea.
— ¿Tallarlas? —protestó Saban, con tal
fuerza que despertó a Leir.
— Claro —exclamó Camaban, y señaló con
la mano libre los bloques de madera de su maqueta del templo, que
esa misma tarde habían servido de juguetes a Leir—. Las piedras
deben estar tan pulidas como esos bloques. Cualquier tribu puede
erigir toscas piedras como las de Cathallo, pero las nuestras
estarán talladas. Se caracterizarán por su hermosura. Serán
perfectas.
Saban torció el gesto al oír la irreflexiva
exigencia de su hermano.
— ¿Sabes lo dura que es esa piedra? —le
preguntó.
— Sé que las piedras deben tallarse y
que lo harás tú —replicó Camaban obstinadamente—, y sé que, cuanto
más tiempo pases hablando de ello, más te costará.
Saban y Leir regresaron a pie a Cathallo al
día siguiente. La sangre del ciervo, seca y cuarteada, embadurnaba
todavía el rostro del chico cuando corrió a los brazos de su madre,
y ésta se horrorizó. Escupió sobre sus propios dedos para limpiarle
la sangre y reprendió a Saban.
— No necesita aprender a matar
—protestó.
— Es la primera habilidad que debe
adquirir todo hombre —afirmó Saban—. Si no se aprende a matar, no
se come.
— Los sacerdotes no cazan lo que comen
—replicó Aurenna furiosa—, y Leir está destinado a ser
sacerdote.
— Es posible que no quiera serlo.
— Lo he soñado —insistió Aurenna en
actitud desafiante, apelando de nuevo a una autoridad que Saban no
podía poner en tela de juicio—. Los dioses lo han decidido —afirmó,
y apartó a Leir de su padre.
Fue después de la cosecha cuando Saban
arrancó la primera piedra de la ladera de la colina. Era una de las
más pequeñas, y aun así necesitaron veinticuatro bueyes para
arrastrar la narria pendiente abajo. Los bueyes iban dispuestos en
tres hileras de a ocho, y detrás de cada reata de bestias, igual
que una enorme barra tras sus rabos, iba un tronco de árbol al que
se habían amarrado los arneses. Cada tronco iba sujeto a la narria
por medio de dos largas sogas de piel de buey. Ya en los primeros
pasos, Saban observó que los bueyes de la reata posterior mostraban
tendencia a pisar las sogas cuando desfallecían los animales que
iban delante, de modo que dejaron reposar la piedra mientras
reclutaban una docena de niños del asentamiento y les enseñaban a
alzar las sogas cada vez que se destensaban. Se proveyó a los
chicos de palos acabados en punta para que azuzaran a los bueyes,
mientras otra docena de chicos y hombres precedían a la piedra para
retirar las ramas caídas o aplastar montículos de hierba que
pudieran estorbar el paso de los patines de la narria. Detrás de la
piedra avanzaban otros diez bueyes. Mientras que unos estaban
destinados a sustituir a cualquier bestia que cayera maltrecha en
su arnés, el resto llevaban pienso y cuerdas de repuesto.
Les llevó todo un día arrastrar la piedra
colina abajo y a través del santuario de Cathallo, donde, conforme
pasaban los bueyes con sus pesados andares, Aurenna entonaba al
frente de un coro de mujeres un cántico en honor a Lahanna. Haragg
había venido de Ratharryn y sonrió al ver pasar la primera piedra
entre los mojones. Adornó los cuernos de los bueyes con guirnaldas
de violetas, mientras los sacerdotes de Cathallo esparcían reinas
de los prados sobre la piedra. Esos sacerdotes habían sido los
primeros en reconciliarse con la conquista de Ratharryn, quizá
porque Camaban se había cuidado de pagarles bien con bronce, ámbar
y azabache.
Los arneses de los bueyes eran grandes yugos
de cuero, pero, ya el primer día, los yugos rozaron los cuellos de
los animales hasta dejárselos desollados y ensangrentados, de modo
que Saban hizo que los chicos lubricaran el cuero con grasa de
cerdo. Al día siguiente arrastraron la piedra hasta perder de vista
Cathallo. La mayoría de los hombres y niños regresaron al
asentamiento para comer y dormir, pero un puñado se quedaron con
Saban para vigilar la piedra. Hicieron una hoguera y cenaron carne
desecada con peras y moras que habían recogido en un bosque cercano
Además de Saban, había tres hombres y cuatro muchachos en torno al
fuego; todos eran de Cathallo y al principio no se sentían cómodos
con Saban, pero poco después, cuando hubieron terminado la cena y
el fuego lanzaba chispas hacia las estrellas, uno de los hombres se
volvió hacia Saban.
— Tú fuiste amigo de Derrewyn, ¿verdad?
—le preguntó.
— Lo fui.
— Todavía vive —le informó el hombre en
tono desafiante. Le surcaba el rostro una cicatriz allí donde una
flecha le había atravesado la mejilla durante la batalla que había
dado al traste con el poder de Cathallo.
— Eso espero —respondió Saban.
— ¿Eso esperas? —El hombre se mostró
sorprendido.
— Tal como has dicho, fui amigo suya. Y
si es cierto que sigue viva —le aconsejó Saban con firmeza—, harías
bien en mantenerlo en secreto; a menos que quieras que vengan más
lanceros de Ratharryn a rastrear los bosques en su busca.
Otro hombre interpretó una breve melodía con
una flauta hecha con el hueso de la pata de una grulla.
— Ya pueden rastrear todo lo que
quieran —dijo al terminar—: No la encontrarán nunca. Ni a ella ni a
su hija.
El primer hombre, cuyo nombre era Vennar,
atizó el fuego, provocando una espesa ráfaga de chispas, y lanzó a
Saban una mirada de soslayo.
— ¿No te amedrenta estar aquí con
nosotros?
— Si me amedrentara —respondió Saban—,
no estaría aquí.
— No tienes nada que temer —musitó
Vennar—. Derrewyn ha dado orden de que no se atente contra tu
vida.
Saban esbozó una sonrisa. Durante todo el
verano había albergado sospechas de que Derrewyn andaba cerca, y de
que, a espaldas de los conquistadores de Cathallo, se mantenía en
contacto con su tribu. Le conmovió que hubiera dado orden de que se
respetara su vida.
— Sin embargo, si intentáis evitar que
las piedras lleguen a Ratharryn —dijo—, os plantaré cara y tendréis
que matarme.
Vennar negó con la cabeza.
— Si no trasladamos las piedras
—murmuró—, algún otro lo hará.
— Además —apostilló el flautista—,
nuestras mujeres temen la ira de Lahanna en el caso de que
murieras.
— ¿La ira de Lahanna? —inquirió Saban
con perplejidad—. La venganza de Ratharryn, tal vez, pero seguro
que la ira de Lahanna, no.
Vennar frunció el entrecejo.
— Entre nuestras esposas las hay que
aseguran que Aurenna es la mismísima Lahanna.
— Es hermosa —comentó el segundo
hombre, con cierta melancolía.
— Y, además, Slaol le perdonó la vida
—le secundó Vennar—, ¿no es cierto?
— No es Lahanna —les atajó Saban con
firmeza, temeroso de lo que pudiera hacer Derrewyn en el caso de
que llegara a sus oídos semejante cuento.
— Las mujeres dicen que lo es —insistió
Vennar, y Saban dedujo, por el tono de su voz, que Vennar no sabía
con certeza qué creer, porque estaba dividido entre su antigua
lealtad a Derrewyn y el pavor que le inspiraba Aurenna. Saban
dudaba que la propia Aurenna hubiera propagado el rumor, pero se
preguntó si no habría sido obra de Camaban. De hecho, parecía más
que probable. El pueblo de Cathallo había perdido una hechicera, y,
¿qué mejor sustituía para una hechicera que una diosa?-. ¿Acaso no
la adoraban los extranjeros como a una diosa? —inquirió
Vennar.
— Es una mujer —insistió Saban—, nada
más que una mujer.
— También lo era Sannas —señaló
Vennar.
— Tu hermano afirma ser Slaol —adujo el
flautista—, así que, ¿por qué Aurenna no habría de ser
Lahanna?
Sin embargo, Saban no estaba dispuesto a
seguir hablando. En vez de eso, se echó a dormir, o más bien se
arropó con su manto y se puso a observar las brillantes estrellas
que formaban un Hipido dosel más allá del humo trémulo, y empezó a
preguntarse si Aurenna no se estaría convirtiendo de veras en una
diosa. Su hermosura no se ajaba, mostraba una serenidad que nunca
se veía alterada y tenía una seguridad imperturbable.
Les llevó once días transportar la primera
piedra hasta Ratharryn, y, una vez allí, Vennar y sus hombres
llevaron los bueyes y la narria de regreso a Cathallo para cargar
otra piedra, mientras Saban se quedaba en el Templo del Cielo. La
primera piedra era una de las más pequeñas, destinada a constituir
la trigésima parte del anillo del cielo alzado sobre sus pilares.
Camaban había señalado el círculo en el suelo por el procedimiento
de trazar un par de círculos concéntricos, y ahora insistía en que
la piedra se colocara exactamente en esa franja. «Hay que tallar la
piedra para que las curvas de su cara externa encajen con el
círculo de mayor tamaño y las curvas de su lado interior, con el
más pequeño», le había dicho Camaban a Saban.
Saban se quedó mirando el bloque de piedra.
Era bulboso y sobresalía ampliamente por ambos lados de las líneas
trazadas, y sin embargo Camaban insistía en que se puliera hasta
convertirlo en un pequeño segmento del amplio círculo. «Las treinta
piedras del anillo del cielo deben tener la misma longitud, pero no
debes dejar sus cúspides romas», le advirtió Camaban. Cogió un
trozo de creta y empezó a dibujar sobre la superficie lisa de la
piedra. «Un extremo debe tener un saliente y en el otro tallarás
una hendidura, de modo que el saliente de una piedra encaje en la
hendidura de la siguiente, y así sucesivamente hasta dar la vuelta
al círculo.»
Un empeño semejante a tallar el mismísimo
Sol, pensó Saban, o a secar el lecho marino con flor de cardo, o a
contar las hojas de un bosque. Y no sólo estaban por tallar las
piedras del anillo del cielo, sino las treinta piedras que lo
auparían en el aire, y los quince enormes mojones de la morada del
Sol, que se erigirían más altos incluso. Camaban había desarrollado
las dimensiones de cada piedra y cortado varas de sauce para
registrar sus mediciones. Saban guardaba las varas en una choza que
había construido cerca del templo y que se había convertido en su
hogar. Disponía de esclavos que le traían madera para el fuego,
iban a coger agua y cocinaban, y de más esclavos para tallar las
primeras seis piedras, que habían llegado para el solsticio de
invierno.
Los seis mojones grises, al igual que todas
las piedras procedentes de las colinas de Cathallo, eran losas. Sus
superficies superior e inferior eran paralelas y prácticamente
lisas, y todas las piedras tenían más o menos el mismo grosor, de
modo que para obtener un pilar o un dintel sólo hacía falta tallar
la losa hasta que las esquinas fueran cuadradas y los lados
coincidieran con las longitudes de las varas de sauce de la cabaña
de Saban. Sin embargo, la piedra era de una dureza rayana en la
crueldad, mucho más dura que los mojones de Sarmennyn, y al
principio los esclavos no consiguieron otra cosa que romper los
martillos de piedra contra ella, así que Saban se vio obligado a
buscar piedras más duras. Los martillos de madera eran bolas del
tamaño de un cráneo, que los esclavos levantaban y dejaban caer, y
cada golpe provocaba una nubécula de polvo y lascas de piedra. Así,
pedazo a pedazo, lasca a lasca, veta a veta, se fueron esculpiendo
las piedras.
Los esclavos aprendían a medida que iban
trabajando. Descubrieron que era más rápido practicar hendiduras de
escasa profundidad en la superficie de la piedra para después
acabar a golpes con las protuberancias que quedaban entre ellas.
Algunas piedras venían con una línea de color marrón pálido
discernible sobre sus grises faces, y Saban observó que la
decoloración revelaba una debilidad en los mojones a la que se
podía sacar partido, siempre y cuando delimitara la parte de piedra
que debían eliminar. La fuerza de una docena de martillos contra un
lado de la línea marrón conseguía en ocasiones desgajar un buen
trozo de piedra, pero, cuando eso fallaba, Saban encendía un fuego
a lo largo de toda la mancha, lo alimentaba hasta que ardía con
intensidad, y luego volvía a atizarlo con un poco de grasa de cerdo
para que el intenso calor pasase al interior de la piedra. Dejaba
que la grasa chisporroteara y provocara llamaradas hasta que la
roca estaba casi al rojo vivo, y luego sus obreros echaban agua
fría sobre el fuego. La mayoría de las veces, la piedra se partía
siguiendo la línea de color ocre. A veces los mojones ya estaba
agrietados, y los esclavos introducían cuñas en las hendiduras y
partían la roca a martillazos o, en las noches más frías, llenaban
las grietas de agua y dejaban que se congelara, para que los
espíritus del agua, atrapados en el hielo, desgajaran la roca en su
huida. Sin embargo, la mayoría de las piedras tuvieron que
tallarlas por medio de una combinación de trabajo duro, rutina
diaria y continuos golpes, y el batir de los martillos y el
chirrido de las piedras de afilar era incesante. Hasta en sueños
oía Saban el rechinar, crujir y restregar de unas piedras contra
otras. La piel se le volvió tan gris como los mismos mojones y
llevaba el cabello y la barba impregnados del polvo arenoso.
El segundo año llegaron ocho piedras, y once
el tercero. Saban se vio obligado a encontrar más trabajadores para
pulverizar, martillar, quebrar y quemar la piedra, y el incremento
del número de trabajadores conllevó la necesidad de más esclavos
para traer comida y agua al templo, de modo que ahora Camaban tenía
partidas de guerra deambulando permanentemente por la región en
busca de cautivos. Algunas de esas incursiones las encabezó él
mismo. Llevaba una espada y encargó que le hicieran una túnica
forrada de placas de bronce y un ceñido casco de pequeñas chapas de
bronce hábilmente ribeteado para darle forma de cuenco. Los hombres
lo tenían por un gran guerrero, a la altura del mismísimo Lengar, y
por un hechicero con más poderes que Sannas, pues a quien no
lograba sojuzgar con sus lanzas, amedrentaba con su reputación
hasta tornarlo sumiso.
Sin embargo, no había magia que pudiera
tallar las piedras, y Camaban, entre una y otra incursión, iba
impacientándose debido al lento progreso. Veía a sus esclavos
cantar mientras trabajaban y la música le irritaba.
— ¡Haz que trabajen con más empeño! —le
ordenó un día a Saban.
— Trabajaban con todo el empeño que
pueden —respondió éste.
— Entonces, ¿cómo es que les queda
aliento para cantar?
— El cántico hace que su trabajo siga
un ritmo —le explicó Saban.
— Con un látigo irían a mejor ritmo
—refunfuñó Camaban.
— No haremos uso de látigos —dijo
Saban—. Si quieres que trabajen con más ahínco, dales más comida.
Envía pieles para que se vistan. No son nuestros enemigos, hermano,
sino las gentes que construirán nuestro sueño.
Tal vez Camaban no estuviera satisfecho con
el progreso del templo, pero eso no le impedía dar más trabajo
todavía a los esclavos. Quería que los pilares fueran unidos a sus
dinteles para que el anillo del cielo no pudiera venirse abajo
nunca. Saban había creído que bastaría con colocar las piedras
sobre sus respectivos pilares, pero Camaban insistió en que debían
fijarse, y, por tanto, a cada a pilar habría que tallarle dos
protuberancias en la parte superior. En su debido momento habría
que labrar agujeros en el envés para encajar las protuberancias,
pero Saban no quería llevar a cabo semejante tarea hasta que los
pilares estuvieran colocados y se pudiera medir con precisión dónde
labrar las cavidades.
Camaban no dejaba de pulir el diseño del
templo. Visitaba Cathallo y hablaba durante horas con Aurenna;
tantas, que la gente empezó a murmurar sobre su relación, pero
Haragg restó importancia a las maledicencias aduciendo que sólo
hablaban del templo. Saban temía esas conversaciones, porque
provocaban invariablemente alguna exigencia nueva e imposible. El
cuarto año de trabajo, Camaban preguntó a Saban si no había
reparado en que algunos postes del templo en Ratharryn daban la
impresión de tener la misma anchura de arriba abajo.
Saban estaba ocupado en la tarea de apilar
ramas sobre el flanco de un mojón, pero se incorporó con el ceño
fruncido.
— Parecen rectos y regulares porque
crecen así.
— No —replicó Camaban—. Aurenna
presenció la construcción de una choza en Cathallo y dijo que el
poste central era ahusado, pero, una vez en su sitio, daba la
impresión de ser recto. Hablé con Galeth al respecto y me dijo que
era una ilusión.
— ¿Una ilusión? ¿Te refieres a que es
cosa de magia? —indagó Saban.
— ¡Slaol me libre de los idiotas!
—Camaban cogió un trozo de creta y apartó la hilera de ramas que
con tanto cuidado había apilado Saban—. Los troncos son más anchos
en un extremo que en el otro —le explicó, mientras dibujaba una
figura exageradamente ahusada en la áspera superficie de la
piedra—. Sin embargo, en ocasiones, Galeth encontraba un tronco que
tenía más o menos la misma anchura en toda su extensión, y ésos,
según dice, parecen más anchos en la parte superior. Son los que
tienen la punta más estrecha los que parecen rectos, mientras que
los rectos dan la impresión de ser deformes. Así que quiero que des
forma ahusada a las piedras. Haz que sean levemente más estrechas
en la parte superior. —Camaban tiró el trozo de creta y se limpió
las manos frotándolas una con otra—. No es necesario que las
rebajes mucho. Digamos el ancho de una mano por cada lado, ¿de
acuerdo? De ese modo todas parecerán rectas.
Una luna después, Camaban dijo que Aurenna
había tenido un sueño en el que los lados de las piedras estaban
tan pulidos que destellaban, y para entonces Saban estaba tan
abstraído en la inmensidad de la tarea que se limitó a asentir. No
intentó siquiera informar a Camaban del enorme esfuerzo necesario
para girar cada piedra acabada de forma que sus cuatro costados se
pudieran pulir hasta obtener una superficie lustrosa. En vez de
eso, se limitó a ordenar a seis de los esclavos más jóvenes que
comenzaran a pulir uno de los pilares acabados. Se dedicaron a
restregar arriba y abajo los pilares con los martillos de piedra,
arriba y abajo, y de vez en cuando vertían trocitos de sílex, arena
y polvo de piedra sobre la superficie y friccionaban la mezcla
abrasiva contra la testaruda roca. Pasaron el verano entero
empujando los martillos de aquí para allá, y se despellejaron las
manos hasta que la piel se les cayó a tiras de tanto estregar el
polvo arenoso, pero, al cabo del estío, un pedazo de la piedra del
tamaño del pellejo de una oveja estaba pulido y brillaba al
mojarse.
— Más-exigió Camaban—, ¡más! ¡Qué
brille!
— Tienes que traerme más trabajadores
—reclamó Saban.
— ¿Por qué no usas el látigo con los
que ya tienes? —exclamó Camaban.
— No hay que maltratarlos —terció
Haragg. Ahora el sumo sacerdote cojeaba, tenía la espalda encorvada
y los músculos flojos, pero su voz grave todavía conservaba una
tremenda potencia—. No hay que maltratarlos —repitió con
dureza.
— ¿Por qué no? —quiso saber
Camaban.
— Este templo tiene como fin acabar con
las penalidades del mundo —contestó Haragg—. ¿Quieres que se
construya a base de sangre y dolor?
— ¡Quiero que se construya! —replicó
Camaban a voz herida. Durante unos instantes, dio la impresión de
que iba a golpear uno de los mojones con su preciosa maza, y Saban
retrocedió expectante ante la posibilidad de que el pulido extremo
del arma se quebrara en un millar de fragmentos, pero Camaban
controló su ira—. Slaol quiere que se construya —insistió—, me
asegura que puede hacerse y, sin embargo, aquí no se ven
resultados. ¡No se ve nada! Para lo que avanzáis, podríais estar
meando sobre las piedras.
— Facilita más trabajadores a Saban
—sugirió Haragg, de modo que Camaban encabezó partidas de guerra
que se internaron en las regiones del norte y trajeron cautivos que
hablaban lenguas desconocidas, esclavos que se tatuaban los rostros
de rojo, esclavos que adoraban a dioses de los que Saban no había
oído hablar; pero todavía eran necesarios más esclavos, porque el
trabajo era duro hasta la crueldad y dolorosamente lento, y Saban
aún tenía que desplazar los largos mojones que constituirían los
pilares de la morada del Sol en el centro del templo. Había talado
y dado forma a los grandes patines de las narrias, y los postes
resultantes se habían dejado curar en Cathallo, pero aún no se
había atrevido a mover las gigantescas piedras.
Acudió a Galeth en busca de consejo. Su tío
estaba viejo y achacoso, se le había vuelto blanco el escaso
cabello que le quedaba y su barba era una mera greña. Lidda, su
mujer, había muerto, y Galeth se había quedado ciego, pero en su
ceguera todavía era capaz de imaginar piedras, palancas y
narrias.
— Desplazar una gran piedra no es
distinto de mover una pequeña —aleccionó a Saban—. Lo que ocurre es
que todo es más grande: la narria, las palancas, la reata de
bueyes. —Galeth sintió un escalofrío. Era una noche cálida, pero
había una gran hoguera encendida dentro de su choza y se había
echado un manto de piel de oso sobre los hombros.
— ¿Estás enfermo? —se interesó
Saban.
— Una fiebre estival —respondió Galeth
sin darle mayor importancia.
Saban frunció el ceño.
— Puedo construir la narria —dijo—, y
hacer palancas, pero no veo cómo colocar las piedras sobre las
narrias. Su tamaño es excesivo.
— Entonces, construye la narria debajo
de la piedra —sugirió Galeth. Se interrumpió, su cuerpo atormentado
por los temblores—. No es nada —dijo—, nada, sólo una fiebre
estival. Aguardó a que hubiera remitido el acceso de temblores y le
explicó cómo, en su lugar, él cavaría primero una zanja siguiendo
cada uno de los lados más largos de la piedra. Una vez hubieran
alcanzado las zanjas el lecho de roca, prosiguió, se podrían
colocar los grandes patines en cada flanco. A continuación habría
que levantar la piedra utilizando los patines de las narrias como
fulcro—. Ocúpate primero de un extremo y luego del otro —le
aconsejó Galeth—, e introduce los travesaños bajo la piedra. De ese
modo, no tendrás que colocar la piedra sobre la narria, sino
construir la narria debajo de la piedra.
Saban sopesó la propuesta y llegó a la
conclusión de que funcionaría; funcionaría mejor que bien. Habría
que construir una rampa delante de la narria y dicha rampa tendría
que ser larga y poco profunda para que los bueyes pudieran
arrastrar el mojón desde el lecho de roca hasta la hierba. Galeth
no sabía cuántos bueyes harían falta, pero supuso que Saban
necesitaría más bestias de las que nunca habían sido enganchadas a
una narria. Más cuerdas, más travesaños para repartir la carga de
las cuerdas y más hombres para conducir los bueyes.
— Pero puedes hacerlo —le aseguró el
anciano. Volvió a recorrerle el cuerpo un estremecimiento y lanzó
un gemido.
— Estás enfermo, tío.
— No es más que fiebre, muchacho
—Galeth se cubrió mejor los viejos hombros con la piel de oso—. Sin
embargo, será un alivio ir al Pabellón Funerario —afirmó—, y
reunirme con mi querida Lidda. ¿Me llevarás tú, Saban?
— Claro que sí —le prometió Saban—,
pero aún faltan años para eso.
— Y Camaban me asegura que volveré a
vivir en la Tierra —continuó Galeth, sin hacer el más mínimo caso
del optimismo de Saban—, aunque no veo cómo puede ser eso.
— ¿Qué te ha dicho?
— Que regresaré. Que mi alma utilizará
las puertas de su nuevo templo para regresar a la Tierra. —El
anciano permaneció en silencio un rato. Las llamas de su hoguera
acentuaban las arrugas de su rostro, que adquirieron aspecto de
cortes de cuchillo—. En toda mi vida debo de haber construido una
veintena de templos —dijo, rompiendo el silencio—, y no he visto
que ninguno de ellos mejorara nada. Pero éste será distinto.
— Este será distinto —convino
Saban.
— Eso espero —aseguró el anciano—,
aunque no puedo quitarme de la cabeza que las gentes de Cathallo
dijeron lo mismo cuando construyeron su gran santuario. —Galeth
lanzó una risilla y Saban pensó que su tío no tenía ni mucho menos
tan mermadas las facultades mentales como pensaba la gente—. ¿O
crees que movieron las piedras porque no tenían nada mejor que
hacer? —preguntó Galeth. Sopesó lo que acababa de decir, y después
extendió la mano para tocar una bolsa de piel de ciervo en la que
guardaba los huesos mondos de Lidda. Quería que sus propios huesos
se unieran a los de ella antes de ser enterrados. Volvió a
estremecerse e hizo un gesto con la mano para ahuyentar la
expresión de inquietud que tenía Saban—. La piedra más larga, ¿es
estrecha? —preguntó un rato después.
Saban rebuscó un trozo de leña entre un
montón arrinconado en la choza y se la puso a Galeth en la
mano.
— Así —le explicó.
Galeth palpó el alargado trozo de
madera.
— ¿Sabes qué deberías hacer?
— Dímelo.
— Ponía en el agujero de costado —le
aconsejó el anciano, y le demostró lo que quería decir tumbando el
estrecho pedazo de madera—. Una piedra larga y lisa podría partirse
al intentar alzarla-le explicó. Volvió el trozo de madera de lado
y, a pesar de ejercer una gran presión, no consiguió partirlo; pero
cuando volvió a ponerlo plano, se quebró fácilmente—. Métela en el
agujero de costado —repitió, al tiempo que lanzaba los pedazos de
madera a un lado.
— Así lo haré —aseguró Saban.
— Y lleva mi cadáver al Pabellón
Funerario. Prométemelo.
— Te llevaré, tío —se comprometió Saban
por segunda vez.
— Ahora voy a dormir —anunció Galeth a
modo de despedida, y Saban salió de la choza y fue en busca de
Camaban para decirle que Galeth estaba enfermo. Camaban dijo que le
llevaría una infusión de hierbas, pero cuando Saban regresó a la
choza de su tío no pudo despertar al anciano. Galeth estaba tumbado
boca arriba. Tenía los labios entreabiertos, pero de ellos no
brotaba aliento ninguno que le moviera los pelos del bigote. Saban
le palmeó suavemente la mejilla y los ojos invidentes del anciano
se abrieron, pero no había vida en ellos. Había muerto sin armar
ningún revuelo, con la docilidad de una pluma al caer.
Las mujeres de la tribu lavaron el cadáver
de Galeth, y después Mereth, su hijo y Saban lo pusieron sobre unas
angarillas de ramas de sauce. A la mañana siguiente las mujeres
acompañaron con cánticos al cadáver hasta la entrada del
asentamiento, antes de que Mereth y Saban lo llevaran hasta el
Pabellón Funerario. Haragg iba delante de la comitiva y un joven
sacerdote iba detrás interpretando una lúgubre tonada con una
flauta de hueso. El cadáver iba cubierto con una piel de buey sobre
la que Saban había esparcido hiedra. Camaban no acudió, y los
únicos asistentes fueron los dos hijos menores de Galeth,
hermanastros de Mereth.
El Pabellón Funerario se encontraba al sur
de Ratharryn, no muy lejos del Templo del Cielo, aunque estaba
separado de éste por un amplio valle y escondido entre un bosque de
hayas y avellanos. El Pabellón Funerario era en sí un templo
dedicado a los antepasados, aunque nunca se usaba para la oración
ni para la danza del toro o las bodas. Era para los muertos, y por
tanto se había dejado desatendido y cubierto de malas hierbas.
Apestaba, sobre todo en la canícula, y en cuanto el rancio hedor
alcanzó las fosas nasales de la comitiva funeraria, el joven
sacerdote se adelantó para ahuyentar los espíritus que, como todo
el mundo sabía, se arracimaban en torno al templo. Se llegó hasta
la puerta de entrada del Sol y aulló a las almas invisibles. Los
cuervos le respondieron con aspereza y extendieron sus negras alas
a regañadientes para volar hasta los árboles más cercanos, aunque
los pájaros más osados se posaron sobre los restos de un anillo de
postes de madera de escasa altura que se alzaba en el interior del
modesto terraplén del templo. Oculto entre las ortigas que poblaban
la zanja, un zorro gruñó a los hombres que se aproximaban y luego
huyó entre los árboles. «Ya no hay peligro», anunció el joven
sacerdote.
Mereth y Saban introdujeron a Galeth en el
templo por la entrada encarada al Sol naciente en el solsticio de
verano, y después sortearon las pequeñas estacas de los espíritus
que estaban repartidas por todo el templo. Haragg encontró un
espacio vacío y los dos hombres posaron allí las angarillas. Mereth
retiró la pesada piel de buey que cubría el cadáver desnudo, y a
continuación él y Saban dejaron caer a Galeth sobre la tupida
hierba, que tan abundante crecía entre los muertos. El anciano
quedó de costado y con la boca abierta, de modo que Saban lo
volvió, tirándole del hombro, para que sus ojos miraran hacia el
cielo encapotado. Una esclava de Camaban que había muerto pocos
días antes yacía cerca de él; las bestias ya le habían desgarrado
el vientre preñado y los picos de los cuervos se habían ensañado
con su rostro. En el Pabellón Funerario había una docena más de
cadáveres, dos de ellos casi reducidos ya a esqueletos. A uno le
crecían hierbajos entre las costillas y el joven sacerdote se
inclinó sobre los huesos para juzgar si había llegado la hora de
retirarlos. Los espíritus de los muertos permanecían en el
siniestro lugar hasta que desaparecían los últimos restos de su
carne, y sólo entonces ascendían a los cielos para reunirse con los
ancestros.
Los hijos menores de Galeth habían traído
una estaca afilada y un martillo de piedra que entregaron a Mereth.
Éste se acuclilló junto al cadáver de su padre y clavó la estaca en
la hierba a martillazos hasta que se topó con el lecho de creta, y
entonces le propinó otros tres fuertes golpes para hacer saber a
Garlanna que otra alma había abandonado sus dominios. Saban cerró
los ojos y se enjugó una lágrima con el puño.
— ¿Qué es esto? —preguntó Haragg, y
Saban se volvió para ver que el sumo sacerdote miraba con el ceño
fruncido la hierba que crecía junto a un cadáver medio podrido.
Saban pasó por encima del cadáver para ver que alguien había
dibujado un rombo sobre la hierba amarillenta—. Es el símbolo de
Lahanna —dijo Haragg con el gesto torcido.
— ¿Qué importancia tiene? —indagó
Saban.
— Este no es su templo —contestó
Haragg, y pisó el símbolo para borrar la figura romboidal de la
hierba—. Tal vez no sea más que una chiquillada —aventuró—. ¿Suelen
venir niños?
— No deberían venir —respondió Saban—,
pero lo hacen. Yo acostumbraba a venir.
— Una chiquillada. —Haragg restó
importancia al rombo—. ¿Hemos acabado?
— Hemos acabado —confirmó Saban.
Mereth miró a su padre por última vez, y
después se alejó del templo y lanzó la hiedra que había cubierto el
cadáver al profundo agujero que llevaba a la mansión de Garlanna.
Él y sus hermanastros se adentraron por entre los avellanos y las
hayas, y entonces Mereth cayó en la cuenta de que Saban seguía a la
vera del cadáver.
— ¿No vienes? —le gritó.
— Quiero rezar —dijo Saban—, a
solas.
De modo que Mereth y los demás se marcharon,
y Saban aguardó en medio del horrible hedor. Sabía quién había
estampado el rombo en la tupida hierba del Pabellón Funerario, de
modo que se quedó junto al pálido cadáver de su tío hasta que oyó
un susurro entre los árboles.
— Derrewyn —dijo entonces, al tiempo
que se volvía hacia el ruido, sorprendido él mismo por la ansiedad
que había delatado su voz.
Y Derrewyn lo sorprendió al sonreír mientras
salía de entre los árboles, y luego lo sorprendió todavía más,
porque cuando Saban hubo cruzado el terraplén y la zanja, le puso
las manos sobre los hombros y le besó.
— Pareces mayor —observó
Derrewyn.
— Lo soy —reconoció Saban.
— Tienes canas. —Le tocó las sienes.
Estaba extremadamente delgada y llevaba el cabello enredado y
sucio. Había estado viviendo como una proscrita, perseguida de
bosque en bosque, y sus pellejos estaban mugrientos y cubiertos de
barro y hojas secas. Los pómulos se le marcaban a través de la
piel, lo que hizo pensar a Saban en el rostro cadavérico de
Sannas—. ¿Te parezco yo mayor? —le preguntó.
— Estás igual de hermosa que siempre
—contestó Saban.
Ella esbozó una sonrisa.
— Mentira —le reprendió
suavemente.
— No deberías estar aquí —le previno
Saban—. Los lanceros de Camaban te están buscando—. Nunca habían
llegado a remitir los rumores acerca de que Derrewyn había
sobrevivido, así que Camaban enviaba partidas de guerreros y perros
para rastrear los bosques.
— Los veo —respondió Derrewyn
desdeñosa—. Desmañados lanceros que andan a ciegas entre los
árboles en pos de sus sabuesos, pero ningún sabueso es capaz de ver
mi espíritu. ¿Sabías que Camaban me envió un mensajero?
— Ah, ¿sí? —Saban estaba
sorprendido.
— Soltó en los bosques a un esclavo que
llevaba en la cabeza las palabras de Camaban: «Ven a Ratharryn,
arrodíllate ante mí y dejaré que vivas y rindas culto a Lahanna»,
me dijo—. Derrewyn se echó a reír al recordarlo—. Envié al esclavo
de regreso a Camaban. O, mejor dicho, dejé su cabeza en el
terraplén de Ratharryn con la lengua cortada. El resto se lo eché a
los perros. ¿Aún tienes el rombo?
— Claro —Saban palpó la bolsa donde
guardaba el pedazo de oro de Sarmennyn.
— Guárdalo con celo —le aconsejó
Derrewyn, y se alejó hacia la zanja del Pabellón Funerario para
contemplar los cadáveres—. He oído —le dijo por encima del hombro—,
que tu esposa se ha convertido en una diosa, ¿no es así?
— Nunca ha afirmado tal cosa —insistió
Saban.
— Pero no se acuesta contigo.
— ¿Has venido desde tan lejos para
decirme eso? —le espetó Saban, molesto.
Derrewyn rompió a reír.
— No sabes desde dónde vengo, como
tampoco sabes que tu esposa se acuesta con Camaban.
— ¡Eso no es cierto! —replicó Saban
furibundo.
— Ah, ¿no? —preguntó Derrewyn, al
tiempo que se daba la vuelta—. Sin embargo, los hombres dicen que
Camaban es Slaol y las mujeres aseguran que Aurenna es Lahanna.
¿Acaso no tenéis como objetivo reunirlos con vuestras piedras en un
matrimonio sagrado? Tal vez están ensayando la noche nupcial, ¿no
crees?
Saban se llevó la mano a la ingle para
ahuyentar el mal.
— Inventas historias —dijo con
amargura—, siempre has inventado historias.
Derrewyn se encogió de hombros.
— Si tú lo dices, Saban. —Cayó en la
cuenta de lo mucho que le había perturbado, de modo que se acercó a
él y le acarició la mano—. No voy a discutir contigo —le aseguró
con humildad—, y menos un día en el que vengo a pedirte un
favor.
— Lo que has dicho no tiene ni pies ni
cabeza.
— Tienes razón, invento
historias-reconoció Derrewyn con la cabeza gacha—. Lo siento.
Saban respiró hondo.
— ¿Un favor? —indagó a la
defensiva.
Derrewyn señaló con un brusco gesto hacia
los árboles, y a Saban le pareció que entre las hayas umbrías había
seis o siete personas, pero sólo salieron dos. Una de ellas era una
mujer alta y rubia con una andrajosa túnica de piel de ciervo medio
cubierta por un manto de piel de oveja, y la otra una niña, quizá
de la edad de Lallic o un año menor. Era una chica de cabello
moreno con grandes ojos y cara de miedo. Miraba fijamente a Saban,
pero permanecía aferrada a la mano de la mujer e intentó esconderse
bajo el faldón del manto de piel de oveja.
— El bosque no es lugar para una niña
—dijo Derrewyn—. La vida es dura, Saban. Robamos y matamos para
conseguir comida, bebemos agua de los ríos y dormimos allí donde
encontramos un lugar seguro. La niña ha estado enferma últimamente.
Teníamos otra criatura con nosotros, pero murió el invierno pasado
y temo que ésta también muera si se queda.
— ¿Quieres que críe a la niña?
—preguntó Saban.
— La criará Kilda —le explicó Derrewyn,
señalando a la mujer—. Kilda era una de las esclavas de mi hermano
y conoce a Merrel desde que nació. Lo único que quiero es que
encuentres un lugar seguro para Kilda y Merrel.
Saban se quedó mirando a la niña, aunque
apenas podía verle el rostro, porque lo tenía oculto bajo el faldón
de la esclava.
— ¿Es tu hija? —le preguntó a
Derrewyn.
— Es mi hija —admitió Derrewyn—, y
Camaban no debe llegar a enterarse de que está viva; de modo que,
de hoy en adelante, tendrá otro nombre. —Se volvió hacia Merrel—.
¿Lo has oído? Y sácate el dedo de la boca.
La niña apartó la mano de la boca de
inmediato y se quedó mirando solemnemente a Derrewyn, que se agachó
de modo que su rostro quedara a la altura del de la niña.
— Te llamarás Hanna porque eres hija de
Lahanna. ¿Quién eres?
— Hanna —respondió la niña con voz
tímida.
— Y Kilda es tu madre. Vivirás en una
cabaña, como está mandado, Hanna, y tendrás ropa, comida y amigos.
Y un día regresaré a por ti. —Derrewyn se incorporó—. ¿Me harás ese
favor, Saban?
Saban asintió. No sabía cómo iba a explicar
la llegada de Kilda y Hanna, pero tampoco le importaba mucho. Se
sentía solo y el trabajo en el templo parecía no tener fin. Echaba
de menos a su hija, así que la criatura de Derrewyn sería
bienvenida.
Derrewyn se agachó y abrazó a la niña.
Permaneció con la criatura entre los brazos durante un buen rato;
luego se incorporó, se sorbió las lágrimas y regresó hacia los
árboles.
Saban se quedó con Kilda y la niña. La mujer
tenía la piel cubierta de mugre y su cabello era una maraña
grasienta, pero su rostro era amplio, con fuertes huesos y una
expresión desafiante.
— Venid —les ordenó sin
miramientos.
— ¿Qué vas a hacer con nosotras? —le
preguntó Kilda.
— Os encontraré un lugar donde vivir
—dijo Saban, mientras caminaban entre los árboles en dirección
hacia la despejada ladera de la colina. Al otro lado del
achaparrado valle vio el Templo del Cielo, donde los esclavos
pulían, martillaban y restregaban las testarudas piedras. Más
cerca, hacia el este del sendero sagrado, había un racimo de chozas
de esclavos de las que salían jirones de humo.
— ¿Vas a fingir que somos esclavas?
—exigió saber Kilda.
— Todo el mundo se dará cuenta de que
no sois parientes —respondió Saban—, y no formáis parte de la
tribu. ¿Qué otra cosa podríais ser en Ratharryn? Claro que seréis
esclavas.
— Pero en ese caso —continuó Kilda—,
tus lanceros se servirán de nosotras.
— Nuestros esclavos están bajo la
protección de los sacerdotes —adujo Saban—. Estamos construyendo un
templo, y cuando esté acabado los esclavos quedarán libres. No hay
látigos, ni lanceros que vigilen el trabajo.
— ¿Y no huyen vuestros esclavos? —se
extrañó Kilda.
— Algunos sí —admitió Saban—, pero la
mayor parte trabaja de buen grado. —Ése había sido el logro de
Haragg. Había hablado con los esclavos, les había entusiasmado con
la perspectiva de la construcción del templo y, aunque algunos se
fueron a los bosques, la mayoría quería ver el templo acabado.
Quedarían en libertad cuando estuviese terminado, en libertad para
quedarse o marchar, y en libertad para disfrutar de las bendiciones
de Slaol. Se organizaban a sí mismos y no llevaban ninguna marca de
esclavitud como el dedo cortado de Saban.
— Y por la noche —indagó Kilda—, en las
chozas de los esclavos, ¿crees que pueden estar a salvo una mujer y
una niña?
Saban era consciente de que sólo había un
modo de mantener a salvo a Hanna.
— Viviréis las dos en mi choza —le
dijo—, y diré que sois mis esclavas. Venid. —Las llevó ladera abajo
hacia el valle, que apestaba porque era allí donde los esclavos
habían cavado sus letrinas, y luego hacia el círculo de creta donde
resonaba en el aire el clamor de los martillos contra la
piedra.
Se llevó a Kilda y Hanna a su choza, y esa
noche oyó que la mujer rezaba a Lahanna. Rezó, tal como
acostumbraba a rezar en Cathallo, para que Lahanna protegiera a sus
fieles de la crueldad de Slaol y del azote de Ratharryn. Si Camaban
llegara a oír semejantes rezos, pensó Saban, sin duda Kilda y Hanna
morirían. Supuso que debía reprender a Kilda y exigirle que se
retractara en sus oraciones, pero pensó que los dioses eran lo
bastante poderosos para distinguir una oración de otra sin su
ayuda.
Al día siguiente, Camaban acudió al templo y
preguntó a Saban cuándo pensaba traer las piedras más grandes de
Cathallo.
— Pronto —masculló Saban por toda
respuesta.
— ¿Quién es ésa? —Camaban había visto a
Kilda en el umbral de la choza de Saban.
— Mi esclava-respondió Saban
secamente.
— Da la impresión de que la hubieras
encontrado en el bosque —señaló Camaban con mordacidad, pues Kilda
seguía sucia y su largo cabello estaba enredado—. Pero da igual
dónde la hayas encontrado, hermano: llévala a Cathallo y tráeme las
piedras.
Saban no quería llevar a Kilda a Cathallo.
Sin duda, la reconocerían y la vida de Hanna correría peligro, pero
Kilda no estaba dispuesta a apartarse de su lado. Temía a la tribu
de Ratharryn y sólo confiaba en Saban.
— Derrewyn dijo que no estaría a salvo
más que contigo —insistió.
— ¿Y qué pasa con la seguridad de
Hanna?
— Está en manos de Lahanna —aseguró
Kilda.
Así que los tres marcharon camino de
Cathallo.
— No
deberías venir a Cathallo —advirtió Saban a Kilda. Llevaba en
brazos a Hanna, que se aferraba a su cuello y observaba el mundo
con los ojos abiertos de par en par—. Te reconocerán y la niña
morirá.
Kilda escupió hacia la maleza. Se había
detenido en un arroyo para lavarse la cara y pasarse un poco de
agua por el pelo, que ahora llevaba atado en la nuca. Tenía un
rostro fuerte y huesudo, ojos azules y nariz larga. Era, pensó
Saban no sin cierto remordimiento, una mujer muy atractiva.
— ¿Crees que me reconocerán? —preguntó
Kilda, en tono desafiante—. Tienes razón, me reconocerán. Pero,
¿qué importa? ¿Crees que las gentes de Cathallo nos traicionarán?
¿Qué sabes de Cathallo, Saban? ¿Acaso puedes ver en el interior de
sus corazones? Las gentes de Cathallo añoran los días de antaño,
añoran Derrewyn, los tiempos en que se adoraba a Lahanna como es
debido. Nos darán la bienvenida, pero también guardarán silencio.
La niña está tan segura en Cathallo como en los brazos de la
mismísima Lahanna.
— Eso es lo que esperas —señaló Saban
con acritud—, pero no lo sabes a ciencia cierta.
— Hemos estado en Cathallo muchas veces
—replicó Kilda—. Tu hermano rastreaba los bosques en nuestra busca,
pero algunas noches llegamos a dormir en Cathallo y nadie nos
traicionó. Sabemos lo que ocurre en Cathallo. Alguna noche te lo
mostraré.
— ¿Qué me mostrarás?
— Espera —le atajó Kilda.
Aurenna los recibió con amabilidad. Lanzó a
Kilda una mirada de soslayo, hizo carantoñas a Hanna y ordenó que
prepararan una choza a Saban.
— ¿La compartirá contigo tu mujer?
—preguntó.
— Es mi esclava, no mi mujer.
— ¿Y la niña?
— Es suya —respondió Saban, con
aspereza—. La mujer cocina para mí mientras trabajo aquí. Dentro de
unos días necesitaré una veintena de hombres, después más.
— Tras la cosecha puedes contar con
todos los que hay —le aseguró Aurenna.
— Con veinte tendré suficiente, por el
momento.
Saban había decidido que trasladaría primero
la piedra más grande. Si se lograba desplazar una gran roca clavada
en la tierra, el resto sería tarea fácil, de modo que convocó a los
veinte hombres y les ordenó que cavaran la tierra que rodeaba el
mojón. A pesar de que se negaban a creer que una piedra semejante
se pudiera levantar, los hombres trabajaban de bastante buen grado.
No obstante, Galeth había explicado a Saban el mejor modo de
hacerlo, y éste iba facilitando la tarea por el procedimiento de
martillar, restregar y calentar el enorme mojón para menguar su
amplitud y de ese modo reducir su peso. Les llevó toda una luna y,
una vez acabado el trabajo, la gran piedra empezó a parecerse al
elevado pilar que estaba destinada a ser.
A Leir le gustaba ir a ver cómo tallaban la
piedra y Saban recibía a su hijo con alegría, porque a lo largo de
los últimos años no había visto mucho al chico. Mientras los
hombres se esforzaban por dar forma a la piedra, los niños de
Cathallo se peleaban encima de ella disputándose un lugar sobre la
larga superficie pétrea. Utilizaban las aguijadas a modo lanzas. A
veces sus simulacros de batallas se tornaban feroces, y Saban
reparó con orgullo de padre en que Leir no se quejaba cuando le
pinchaban en el brazo hasta hacerle sangrar. El muchacho se mofaba
de la herida, blandía su lanza de juguete y cargaba contra el chico
que le había agredido.
Una vez hubieron restado peso a la piedra,
cavaron dos zanjas a ambos costados. Eso les llevó seis días, y
necesitaron otros dos para traer desde el asentamiento los patines
de la narria ya curados. Colocaron los enormes patines en las
zanjas y luego, sirviéndose de una docena de hombres y palancas de
una longitud tal que tenían que tirar de su extremo superior por
medio de sogas de cuero, Saban alzó un extremo de la gran roca de
modo que se pudiera colocar debajo de la misma un travesaño. Izar
el otro extremo les llevó todo un día, y otra jornada la dedicaron
a alzar la parte posterior del mojón y a colocar debajo tres
travesaños más. Saban sujetó los travesaños a los patines y a
continuación cavó una rampa larga y uniforme a partir del lecho de
creta.
Ahora tenía que esperar, pues ya casi había
llegado el momento de la cosecha y las gentes de Cathallo estaban
ocupadas en los campos o aventando en las eras, pero aquellos días
de cosecha dieron a Saban la oportunidad de pasar más tiempo con
Leir. Enseñó al chico a lanzar con arco, castrar un novillo y
pescar a lanzazos en el río. No veía mucho a su hija, una niña
nerviosa a la que asustaban arañas, polillas y perros y que cuando
aparecía Saban se escondía detrás de su madre.
— Es delicada —le dijo Aurenna un
día.
— ¿Está enferma? —se preocupó
Saban.
— No, es una niña preciosa; delicada.
—Aurenna acarició a Lallic con cariño. A ojos de Saban, la niña
tenía sin duda aspecto delicado, pero también era hermosa. Tenía la
piel blanca y limpia, sus doradas pestañas eran largas y suaves y
su cabello tenía el mismo lustre que el de su madre—. Ha sido
elegida —añadió Aurenna.
— ¿Elegida para qué? —indagó
Saban.
— Ella y Leir serán los guardianes del
nuevo templo —anunció Aurenna con orgullo—. Él será sacerdote y
ella sacerdotisa. Ya están consagrados a Slaol y Lahanna.
Saban recordó el entusiasmo de su hijo en
los juegos bélicos que libraban los niños en torno a la
piedra.
— Creo que Leir preferiría ser
guerrero.
— Son las ideas que le metes tú
—respondió Aurenna, con desaprobación—, pero Lahanna lo ha
escogido.
— ¿Lahanna? ¿No Slaol?
— Aquí rige Lahanna —le recordó
Aurenna—, la auténtica Lahanna, no la falsa diosa que una vez
adoraron.
Cuando acabó la cosecha, las gentes de
Cathallo danzaron en su templo, cimbreándose entre los mojones para
hacer ofrendas de trigo, cebada y fruta a los pies del anillo de
piedra. Esa noche se celebró una fiesta en el asentamiento, y a
Saban le extrañó que sus dos hijos y todos los huérfanos que vivían
con Aurenna estuviesen convidados y, sin embargo, la propia Aurenna
se quedara en el templo. Lallic echaba de menos a su madre, y
cuando Saban fue a hacerle fiestas, la niña estuvo a punto de
romper a llorar.
En el templo había encendida una hoguera
cuyo resplandor perfilaba la cresta del terraplén coronada de
calaveras, pero, cuando Saban se dirigió hacia el muro de creta, un
sacerdote le cortó el paso.
— Esta noche está maldito.
— ¿Esta noche?
«-Sólo esta noche. —El sacerdote se encogió
de hombros y tiró suavemente de Saban para que regresase a la
fiesta—. Los dioses no quieren que estés aquí —le aseguró.
Kilda vio regresar a Saban y, tras dejar a
Hanna con otra mujer, se acercó a él y le cogió por el brazo.
— Dije que te lo mostraría —le
recordó.
— Que me mostrarías, ¿qué?
— Lo que hemos visto Derrewyn y yo. —Le
llevó hacia las sombras y luego rumbo al norte—. Te dije que nadie
nos traicionaría.
— Pero, ¿te han reconocido?
— Claro.
— ¿Ya Hanna? ¿Saben quién es?
— Probablemente —dijo Kilda sin darle
mayor importancia—, pero ha crecido desde la última vez que estuvo
aquí, y a la gente le digo que es hija mía. Fingen creerme. —Saltó
una zanja y se dirigió hacia el este—. Nadie traicionará a
Hanna.
— ¿No eres de Cathallo? —inquirió
Saban. Aún no sabía mucho de Kilda, pero su voz delataba que había
aprendido tarde la lengua de Cathallo. Sabía que tenía poco más de
veintidós veranos, pero por lo demás era una desconocida.
— Me vendieron como esclava cuando era
niña —le contó—. Mi pueblo vivía junto al mar del este. Allí la
vida es dura, y las hijas resultan más valiosas si se venden.
Adorábamos Crommadh, el dios del mar, y Crommadh escogía qué niñas
serían vendidas.
— ¿Cómo?
— Nos llevaban a las marismas y nos
hacían competir con la marea. Las más rápidas se quedaban para
casarse y las más lentas eran vendidas. —Se encogió de hombros—.
Las más lentas de todas se ahogaban.
— ¿Tú fuiste lenta?
— Lo hice a posta —dijo sin asomo de
emoción—, porque mi padre se aprovechaba de mí por las noches.
Quería escapar de él.
Se desvió hacia el sur, camino del templo.
Ningún sacerdote o guardia les había visto dar el rodeo por los
campos, y ahora sólo alumbraba la maleza un estrecho gajo de
Luna.
— Guarda silencio —dijo Kilda—: Si nos
ven, nos matarán.
— Si nos ven, ¿quiénes?
— Calla —le previno, y los dos subieron
la pronunciada pendiente de creta del terraplén bajo la siniestra
mirada de los cráneos de lobo. Kilda llegó a la cima primero y se
tumbó cuan larga era. Saban se dejó caer a su lado.
En un primer momento no vio nada en el
amplio templo. La gran hoguera ardía cerca de la choza de Aurenna,
y sus violentas llamas proyectaban las trémulas sombras de los
mojones sobre la negra zanja hasta la pendiente interior de creta.
El penacho de humo de la hoguera, cuya parte inferior teñían de
rojo las llamas, ascendía hacia las estrellas.
— Tu hermano ha venido a Cathallo esta
tarde —le susurró Kilda al oído, señalando hacia el extremo opuesto
del templo, donde Saban vio una sombra negra que se desgajaba de un
mojón.
Supo que era Camaban porque, incluso a
aquella distancia y a pesar de que el hombre estaba embozado en un
manto como los que llevaban quienes ejecutaban la danza del toro,
alcanzó a ver que la figura cojeaba levemente. Mientras la
imponente piel le colgaba de los hombros y la testa del toro le
caía sobre el rostro, las pezuñas y la cola de la bestia muerta
pendían inertes o le seguían a rastras. El hombre toro empezó a
renquear en una desmañada danza. Se mecía de un lado a otro, se
detenía y luego comenzaba de nuevo mirando en derredor. Lanzó un
mugido y Saban reconoció la voz.
— En tu tribu —susurró Kilda—, el toro
es Slaol, ¿verdad?
— Eso es.
— Así que tenemos ante nuestros ojos a
Slaol —comentó Kilda con desdén.
Entonces Saban vio a Aurenna. O más bien,
vio una reluciente figura blanca que salía de las sombras de la
choza y cruzaba el templo de una grácil carrera. Tras ella flotaba
una estela blanquecina.
— Plumas de cisne —dijo Kilda, y Saban
cayó en la cuenta de que su esposa llevaba un manto semejante a su
capa de plumas de arrendajo, sólo que éste estaba adornado con
plumas de cisne. Daba la impresión de arder vivamente y le daba un
aspecto etéreo. Se alejó danzando de Camaban, que rugió con fingida
ira y se precipitó hacia ella, pero Aurenna se zafó sin dificultad
y echó a correr siguiendo el margen del templo.
Saban era consciente de cómo acabaría la
danza, y enterró el rostro entre las manos. Le habría gustado
lanzarse terraplén abajo y matar a su hermano, pero Kilda le había
puesto una mano sobre la espalda.
— Es su sueño —dijo sin atisbo de
ironía—, el sueño que sustenta el templo que estás
construyendo.
— No —replicó Saban.
— El templo tiene como fin reunir a
Slaol y Lahanna —dijo sin compadecerse de él—, y los dioses
necesitan que les muestren el camino. Hay que enseñar sus deberes a
Lahanna.
Saban levantó la cabeza para ver que Camaban
había cejado en su persecución, y ahora estaba de pie junto a la
cosecha apilada dentro del anillo de piedra. Aurenna lo observaba.
A veces daba un saltito hacia un lado y se le acercaba con tiento
antes de alejarse de nuevo con celeridad y coquetería, pero, aun
así, sus caprichosos pasos la llevaban cada vez más cerca del
monstruoso toro.
Ése era el sueño, comprendió Saban, y sin
embargo la ira hervía en su interior. Si matara a Camaban en ese
momento, pensó, el sueño moriría, pues sólo Camaban tenía el empuje
necesario para construir el templo. Y el templo reuniría a Slaol y
Lahanna. Pondría fin al invierno, acabaría, con los males del
mundo.
— ¿Te dijo Derrewyn que me trajeras
aquí? —le preguntó a Kilda—. ¿Con el fin de que matara a mi
hermano, tal vez?
— No —respondió ella, sorprendida de
que se lo hubiera preguntado—. Te he traído para que vieras el
sueño de tu hermano.
— Y el sueño de mi esposa —dijo con
amargura.
— ¿Es tu esposa? —inquirió Kilda con
desprecio—. Me dijeron que se cortó el pelo como una viuda.
Saban volvió a mirar hacia el interior del
templo. Aurenna se encontraba cerca de Camaban, pero parecía
reticente a unirse a él; dio unos rápidos pasos hacia atrás y
después se hizo a un lado bailando con frescura y garbo. A
continuación, poco a poco, se puso de rodillas y la oscura figura
del toro avanzó pesadamente. Saban cerró los ojos sabedor de que
Aurenna se rendía a la lujuria de su hermano, del mismo modo que
Lahanna habría de rendirse a Slaol una vez estuviera construido el
templo. Cuando volvió a abrir los ojos, vio que había quedado a un
lado el manto de plumas, y la espalda desnuda de Aurenna se
perfilaba esbelta y pálida a la luz de la hoguera. Saban lanzó un
bufido, pero Kilda lo sujetó firmemente con la mano.
— Juegan a ser dioses —le dijo.
— Sí lo mato —se planteó Camaban—, no
habrá templo. ¿No es eso lo que quiere Derrewyn?
Kilda negó con la cabeza.
— Derrewyn cree que los dioses
utilizarán su templo como quieran ellos y no según la voluntad de
tu hermano. Y lo que Derrewyn quiere de ti es que protejas la vida
de su hija. Por eso te confió a Hanna. Si los matas ahora, ¿crees
que no habrá represalias? ¿Seguirás tú con vida? ¿Sobrevivirán tus
hijos? ¿Sobrevivirá Hanna? La gente cree que esos dos son dioses.
—Señaló al templo con un gesto de cabeza, pero Saban no alcanzó a
ver sino la forma corcovada del manto de toro, y debajo, lo sabía,
su esposa y su hermano ayuntados. Cerró los ojos y lo recorrió un
escalofrío. Kilda lo cogió entre sus brazos y lo apretó contra su
seno—. Derrewyn ha hablado con Lahanna —susurró—, y tu tarea
consiste ahora en criar a Hanna.
Se colocó encima de él, manteniéndolo en el
suelo con el peso de su cuerpo, y al abrir los ojos Saban, la vio
sonreír y cayó en la cuenta de lo hermosa que era.
— No tengo esposa-reconoció.
Kilda le besó.
— Estás obrando la voluntad de Lahanna
—dijo en un susurró—, y para, eso me envió Derrewyn.
Por la mañana no había más que rescoldos en
el templo, pero la cosecha se había recogido y por fin podían
reanudar el trabajo con las largas piedras.
∗ ∗ ∗
Se había construido la narria debajo de la
piedra más larga, la rampa estaba terminada, se colocaron las sogas
sobre la hierba y se dispuso en la ladera de la colina la mayor
reata de bueyes que Saban había visto en su vida. Contaba con un
centenar de bestias; ni él ni ninguno de los vaqueros había llevado
nunca una reata tan numerosa y, en un primer momento, cuando
intentaron enganchar los bueyes a la piedra, las bestias se
enmarañaron. Les llevó tres días descubrir cómo llevar las cuerdas
hasta troncos de los que salían más sogas que iban a parar a los
arreos de los bueyes.
Camaban se había ido de Cathallo con el
mismo sigilo con que había llegado, dejando a Saban en un estado de
confusión mezcla de ira y alegría. Ira porque Aurenna era su
esposa; alegría porque Kilda se había convertido en su amante, y
Kilda no hablaba con los dioses, no sermoneaba a Saban acerca de
cómo debía comportarse sino que lo amaba con una franqueza feroz
que mitigó años de soledad. Sin embargo, esa alegría no sojuzgó la
ira que torturaba a Saban, ira que sintió al ver a Aurenna subir la
colina para observar cómo arrastraban la larga piedra desde su
lecho. Llevaba su manto de plumas de arrendajo e iba lanzando
destellos blancos y azules conforme avanzaba con Lallic de la mano.
En vez de ir a recibirla, Saban le dio la espalda. Leir estaba a su
lado con una aguijada en la mano, y el chico miró a Kilda y Hanna,
ambas con fardos.
— ¿Vas a regresar a Ratharryn? —le
preguntó Leir a su padre.
— Tengo que acompañar a la piedra
—respondió Saban—, y no sé cuánto me llevará, pero sí, voy a
regresar a Ratharryn. —Hizo bocina con las manos—. ¡Adelante!
—gritó a los vaqueros a cargo de los bueyes, y una veintena de
hombres y chicos azuzaron a las bestias, que avanzaron pesadamente
hasta tensar todas las sogas.
— No quiero ser sacerdote —saltó Leir—.
Quiero convertirme en un hombre.
Transcurrieron unos instantes antes de que
Saban asimilara jo que había dicho el chico. Estaba concentrado en
las sogas de cuero, las veía cada vez más tensas y se preguntaba si
serían lo bastante gruesas.
— ¿No quieres ser sacerdote? —le
preguntó.
— Quiero ser guerrero.
Saban volvió a formar bocina con las
manos.
— ¡Ahora! —ordenó a voz en cuello—.
¡Adelante!
Pincharon las aguijadas, corrió la sangre de
los bueyes, las bestias hollaron la hierba para encontrar apoyo y
las cuerdas se estremecieron debido a la tensión.
— Adelante —gritó Saban—,
¡adelante!
Hundieron la cabeza los bueyes, y de pronto
la narria rechinó al dar un primer tumbo. Saban temió que las sogas
se rompieran, pero en vez de eso, la piedra inició su avance. Se
movía. La enorme piedra se zafaba de las garras de la tierra y la
gente empezó a lanzar vítores.
— No quiero ser sacerdote —insistió
Leir con la vocecilla impregnada de tristeza.
— Quieres ser guerrero —repitió Saban.
La narria ascendía por la rampa, dejando al paso de los amplios
patines una estela de creta machacada.
— Pero mi madre dice que no debo
enfrentarme a las pruebas porque no me hará falta. —Leir levantó la
vista hacia su padre—. Dice que tengo que ser sacerdote. Lahanna lo
ha ordenado.
— Todo muchacho debería enfrentarse a
las pruebas —dijo Saban. La narria había llegado a ras de tierra y
ahora se deslizaba uniformemente sobre los excrementos de buey y la
hierba.
Saban siguió la narria y Leir echó a correr
tras él con los ojos arrasados en lágrimas.
— ¡Quiero superar las pruebas!
—gimoteó.
— Entonces, ven conmigo —dijo Saban—, y
te someterás a ellas en Ratharryn.
Leir se quedó mirando a su padre.
— ¿De veras? —preguntó con la voz
teñida de incredulidad.
— ¿De verdad quieres hacerlo?
— ¡Sí!
— Entonces, que así sea —accedió Saban,
y cogió en volandas a su hijo para ponerlo encima de la piedra, de
modo que Leir cabalgara sobre el mojón en movimiento.
Saban dirigió la engorrosa narria hacia el
norte rodeando el santuario de Cathallo, porque la reata de bueyes
era muy grande para atravesar las oquedades en el terraplén del
templo. Aurenna iba a su lado seguida por la muchedumbre, y una vez
la piedra hubo dejado atrás el templo, instó a Leir a que se bajara
de la narria y fuera con ella a casa.
— ¡Leir! —le llamó Aurenna a grito
limpio.
— Leir viene conmigo —le dijo Saban—.
Viene a Ratharryn y vivirá allí conmigo.
Aurenna se mostró sorprendida, pero luego la
sorpresa se tornó ira.
— ¿Vivirá contigo? —Su voz sonaba
temible.
— Y aprenderá lo que yo aprendí de niño
—continuó Saban—. Aprenderá a utilizar el hacha, la azuela y la
lezna. Aprenderá a hacer un arco, a matar ciervos y a blandir la
lanza. Se hará un hombre.
Los bueyes mugían, y el aire apestaba a
causa de sus excrementos y su sangre. El avance de la piedra no
alcanzaba la velocidad del paso de un hombre, pero al menos se
movía.
— ¡Leir! —volvió a vociferar Aurenna—.
¡Ven aquí!
— Quédate donde estás —instó Saban a su
hijo, y se apresuró para ponerse a la altura de la narria.
— Va a ser sacerdote —gritó Aurenna.
Echó a correr tras Saban seguida por la trémula estela de plumas de
arrendajo.
— Antes se convertirá en un hombre
—replicó Saban—, y si después de hacerse hombre quiere ser
sacerdote, que así sea. Pero mi hijo será hombre antes que
sacerdote.
— No puede ir contigo —gritó Aurenna.
Saban nunca la había visto tan furiosa; de hecho, no creía que
albergara una emoción de ferocidad semejante, pero ahora le gritaba
con la cara desencajada y el cabello revuelto—. ¿Cómo quieres que
viva contigo? Tu lecho lo ocupa una esclava. —Señaló con el dedo a
Kilda y Hanna, que seguían la narria mezcladas con la muchedumbre
de Cathallo. Las gentes no perdían detalle de la discusión. Leir
seguía encaramado a la piedra, desde donde miraba a sus padres
mientras Lallic escondía su carita bajo el faldón de su madre—.
Mantienes a una puta esclava y a su bastarda —vociferó
Aurenna.
— Al menos, no me visto con un manto de
piel de toro para cubrirla —replicó Saban—. Es mi puta, no la puta
de Slaol.
Aurenna se detuvo, y la furia que reflejaba
su rostro se convirtió en una gélida ira. Levantó la mano para
abofetear a Saban, pero él le cogió la muñeca.
— Te alejaste de mi cama, mujer, porque
decías que un hombre asustaría a Lahanna. Entonces me plegué a tu
voluntad, pero ahora no voy a dejar que niegues a tu hijo el
derecho a la virilidad. Es hijo mío, y será un hombre.
— ¡Será sacerdote! —Aurenna tenía los
ojos arrasados en lágrimas—. ¡Lahanna lo quiere así!
Saban vio que le hacía daño al tenerla
cogida por la muñeca, de modo que se la soltó.
— Si la diosa quiere que sea sacerdote
—dijo—, lo será; pero primero se convertirá en un hombre. —Se
volvió hacia los vaqueros que habían abandonado a los animales para
seguir la confrontación—. ¡Cuidado con las líneas de arrastre! —les
gritó—. No dejéis que aminoren la marcha. ¡Leir! Baja de ahí y
utiliza la aguijada. ¡Ponte a trabajar! —Se alejó de Aurenna, que
permaneció llorosa donde estaba. Saban estaba tembloroso, en parte
porque temía una terrible maldición, pero Aurenna dio media vuelta
y se llevó a Lallic de regreso a casa.
— Querrá vengarse —le advirtió
Kilda.
— Intentará recuperar a su hijo, eso es
todo. Pero Leir no se irá. No se irá.
Les llevó veintitrés días trasladar la larga
piedra hasta Ratharryn y Saban acompañó a la gran narria durante la
mayor parte del trayecto, pero cuando estaban a uno o dos días del
Templo del Cielo se adelantó con Kilda, Hanna y Leir porque sabía
que habría que ampliar la entrada del templo si la piedra había de
pasar por ella. Habría que rellenar la zanja frente a la entrada y
retirar las piedras del portal, y quería acabar ambas tareas antes
de la llegada del largo mojón.
La piedra llegó dos días después, y Saban
hizo que cuarenta esclavos empezaran a esculpirla para hacer de
ella un pilar. Aunque en Cathallo la habían tallado agrandes
rasgos, ahora había que alisarla, pulirla y darle forma ahusada.
Una docena de esclavos empezaron a cavar el agujero para la piedra
ahondando en el lecho de creta que había debajo de la tierra.
Saban no bajó al asentamiento, como tampoco
acudió Camaban al templo durante los primeros días tras la llegada
de la gran piedra, pero Saban husmeó el conflicto en el aire igual
que el hedor del foso de un curtidor. Las gentes que llegaban desde
el asentamiento evitaban a Saban, o hablaban de minucias y fingían
no reparar en que Leir vivía ahora con su padre. Los esclavos
trabajaban, Saban aparentaba que no había ningún peligro, y la
piedra fue mermando hasta alcanzar su pulido aspecto
definitivo.
Llegaron las primeras heladas. El cielo
ofrecía un semblante pálido y desleído, y fue entonces cuando
Camaban acudió por fin al templo. Llegó con una veintena de
lanceros, todos pertrechados para entrar en batalla y encabezados
por Vakkal, cuya lanza estaba decorada con los cueros cabelludos de
hombres que había matado en el enfrentamiento que tuvo lugar en
Cathallo. Camaban, envuelto en el manto de oso de su padre, llevaba
una espada de bronce al cinto. Tenía el cabello tupido y revuelto,
sus guedejas entreveradas con huesos de niño, que también colgaban
de una poblada barba surcada por una línea entrecana parecida a la
de un tejón. Hizo seña a sus lanceros de que esperaran junto a la
piedra solar y se acercó cojeando a Saban. Le acompañaba un joven
sacerdote que portaba el estandarte de la calavera.
Se hizo el silencio mientras Camaban cruzaba
el sendero elevado de entrada entre los dos pilares derribados para
que las piedras más largas pudieran introducirse en el círculo. Su
rostro delataba ira. Los esclavos más próximos a Saban se hicieron
atrás y lo dejaron solo junto a la piedra madre, donde Camaban se
detuvo para pasear la mirada por el templo, seguido de cerca por el
sacerdote con el estandarte.
— No se ha levantado ninguna piedra.
—Su voz era templada, pero miró a Saban con el ceño fruncido—.
¿Cómo es que no se ha levantado ninguna piedra?
— Primero hay que darles forma.
— Ésas ya la tienen —señaló Camaban, e
indicó con la maza unos pilares destinados a formar parte del
círculo del cielo.
— Si las levantamos —se justificó
Saban—, estorbarán el paso a las piedras más grandes. Hay que
levantar antes las otras.
Camaban asintió.
— Pero, ¿dónde están las piedras más
grandes? —Su tono era razonable, como si no tuviera ninguna cuenta
pendiente con Saban, pero la reserva no hacía más que acentuar la
amenaza que constituía su presencia.
— La primera ya ha llegado —le hizo ver
Saban, señalando con el dedo el monstruoso mojón que yacía entre
montones de lascas y polvo—. Mereth ha llevado la gran narria de
regreso a Cathallo y debe de estar de camino con otra. Pero ésa
—movió la cabeza en dirección a la piedra de mayor longitud—, la
levantaremos antes del solsticio de invierno.
Camaban volvió a asentir, aparentemente
satisfecho. Desenvainó la espada, se llegó hasta la larga piedra y
empezó a afilar la hoja sobre el borde de la roca.
— He hablado con Aurenna —dijo en un
tono todavía contenido—, y me ha contado una extraña
historia.
— ¿Acerca de Leir? —indagó Saban,
ofendido y a la defensiva, en un intento de disimular su
nerviosismo.
— Me contó lo de Leir, claro. —Camaban
se interrumpió para palpar el filo de su hoja, lo encontró romo y
continuó restregando la espada contra la piedra. El roce producía
una especie de tintineo—. Estoy de acuerdo contigo en lo que a Leir
respecta, hermano —continuó, con la mirada clavada en Saban—: debe
hacerse un hombre. No lo veo como sacerdote. No tiene sueños como
su hermana. Se parece más a ti. Pero no creo que deba vivir
contigo. Necesita aprender las costumbres del guerrero y las artes
del cazador. Puede vivir con la familia de Gundur.
Saban asintió con recelo. Gundur no era
cruel y sus hijos se estaban convirtiendo en hombres hechos y
derechos.
— Puede vivir en la choza de Gundur
—accedió.
— No —continuó Camaban, antes de
fruncir el ceño al reparar en una minúscula melladura en el filo de
la espada—, la extraña historia que me contó Aurenna tiene que ver
con Derrewyn. —Levantó la mirada hacia Saban—. Sigue viva, ¿lo
sabías?
— ¿Cómo iba a saberlo?
— Sin embargo, su hija no está con ella
—prosiguió Camaban. Se había incorporado de la piedra y miraba a
Saban a los ojos—, Al parecer, envió a su hija a vivir en un
asentamiento porque temía que enfermara y muriese en el bosque. De
modo que la mandó a otro lugar. Tal vez a Cathallo, ¿no crees? O
tal vez aquí, a Ratharryn. En las chozas de Cathallo se cuenta la
historia entre susurros, hermano, pero Aurenna se entera de todo.
¿Ha llegado a tus oídos esa historia, Saban?
— No.
Camaban esbozó una sonrisa, hizo un gesto
con la espada y Saban se volvió para ver que dos lanceros habían
dado con Hanna y la sacaban a rastras de la choza. Kilda les
increpaba, pero un tercer guerrero le cortó el paso mientras
llevaban ante Camaban a la aterrada niña. Saban hizo ademán de
arrebatar la criatura a los lanceros, pero uno de ellos le amenazó
con el arma mientras el otro entregaba la pequeña a Camaban, que,
en cuanto la tuvo en su poder, le puso la espada recién afilada
contra la garganta.
— Su madre, si es que esa mujer tuya es
su madre —señaló Camaban—, tiene el cabello rubio. El de esta niña
es moreno.
Saban se llevó la mano a su propio cabello
moreno.
Camaban negó con la cabeza.
— Es muy mayor para ser hija tuya,
Saban, a menos que conocieras a su madre antes de que empezáramos a
construir el templo. —Ejerció más presión sobre el cuello de la
niña y Hanna lanzó un grito sofocado—. ¿Es la hija bastarda de
Derrewyn, Saban? —le interrogó Camaban.
— No —aseguró Saban.
Camaban lanzó una tenue risilla.
— Hubo un tiempo en que fuiste amante
de Derrewyn —le recordó—, y quizás aún sigues enamorado de ella. Lo
bastante enamorado para ayudarla.
— Tú quisiste casarte con ella, hermano
—protestó Saban—, pero eso no significa que ahora estuvieras
dispuesto a ayudarla. —Saban percibió el asombro de Camaban al
saberlo enterado de la oferta de matrimonio que había hecho a
Derrewyn, y verlo pasmado le hizo sonreír—. ¿Te gustaría que lo
proclamase a los cuatro vientos?
Hanna lanzó un grito al estremecerse de ira
Camaban.
— ¿Me estás amenazando, Saban?
— ¿Yo? —Saban se echó a reír—.
¿Amenazarte a ti, el hechicero? Pero, ¿cómo construirás este templo
si te enfrentas a mí? ¿Sabes levantar un trípode? ¿Eres capaz de
revestir un agujero con madera? ¿Puedes poner arreos a los bueyes?
¿Sabes cómo quebrar las piedras según su naturaleza? Tú, que
alardeas de no haber cogido un martillo en tu vida, ¿podrías
construir este templo?
Camaban rompió a reír ante la
pregunta.
— Podría encontrar un centenar de
hombres para levantar las piedras —replicó con desdén.
Saban sonrió.
— Entonces, que esos hombres te digan
cómo se las arreglarán para colocar una piedra sobre otra. —Señaló
el mojón de mayor longitud—. Una vez alzado ese pilar, hermano,
tendrá cuatro veces la estatura de un hombre. Cuatro veces, nada
menos. ¿Cómo alzarás otra piedra para que repose sobre su cúspide?
¿Lo sabes? —Miró más allá de Camaban y planteó la pregunta a voz en
cuello—. ¿Lo sabe alguien? —Se dirigió a los lanceros—: ¿Vakkal?
¿Gundur? ¿Sabríais decírmelo? ¿Cómo levantaríais un dintel hasta la
punta de ese pilar? Y no sólo un dintel, sino todo un círculo de
piedras. ¿Cómo lo haríais? Respondedme.
Nadie dijo ni palabra. Se limitaron a
mirarle, y Camaban se encogió de hombros.
— Con una rampa de tierra, claro —les
explicó.
— ¿Una rampa de tierra? —rezongó
Saban—. Tienes treinta y cinco dinteles que colocar, hermano, ¿vas
a construir treinta y cinco rampas? ¿Cuánto te llevaría eso? Y,
¿cómo ibas a levantar rampas semejantes en un suelo con tan poca
tierra? Si levantas las piedras sirviéndote de tierra, nuestros
bisnietos no verán este templo terminado.
— Entonces, ¿cómo lo harías? —preguntó
Camaban iracundo.
— Como es debido —respondió
Saban.
— ¡Dímelo! —le urgió Camaban.
— No —se negó Saban—, y sin mí,
hermano, nunca tendrás el templo que deseas. No tendrás más que un
montón de rocas. —Señaló a Hanna—. Si matas a esa niña, me marcharé
de este templo y nunca volveré la vista atrás. Es la criatura de
una esclava y le tengo cariño. ¿Crees que es hija de Derrewyn?
—Saban escupió sobre el largo pilar para demostrar su desprecio—.
¿Crees que Derrewyn enviaría a su hija a una tribu de la que tú
eres jefe? Rastrea toda la región, hermano, registra hasta la
última choza, pero no busques aquí a la hija de Derrewyn.
Camaban le miró de hito en hito durante un
buen rato.
— ¿Juras que esta niña no es hija de
Derrewyn?
— Lo juro —dijo Saban, y notó que lo
recorría un escalofrío, pues un juramento en falso no podía tomarse
a la ligera; pero, en el caso de que hubiera vacilado, o si hubiese
dicho la verdad, Hanna habría muerto al instante.
Camaban lo atravesó con la mirada y luego
hizo señal al sacerdote de que se adelantara y colocara la calavera
del estandarte a la altura del rostro de Saban. El hechicero
todavía tenía su espada contra la garganta de la pequeña.
— Posa una mano sobre la calavera
—ordenó a Saban—, y jura sobre tus ancestros que esta niña no es el
cachorro de Derrewyn.
Saban adelantó la mano con lentitud. Se
trataba del juramento más solemne que cabía hacer, y mentir a los
antepasados era como traicionar a toda su tribu, pero puso los
dedos sobre el cráneo y asintió.
— Lo juro.
— Sobre la vida de tu hija —le conminó
Camaban.
Saban había empezado a sudar. Tenía la
impresión de que el mundo temblaba en derredor, pero Hanna tenía
los ojos puestos en él y percibió que asentía de nuevo.
— Sobre la vida de Lallic —dijo,
consciente de que había incurrido en una grave mentira. Tendría que
enmendar el desaguisado para que Lallic siguiera con vida, y no
sabía cómo se las compondría.
Camaban apartó de su lado a Hanna, y la
pequeña echó a correr hacia Saban y se aferró a él llorosa. Saban
la cogió en brazos y la apretó contra su pecho.
— Constrúyeme un templo, hermano —dijo
Camaban, y envainó la espada en su cinturón de cuero—, constrúyeme
un templo, ¡pero deprisa! —Cada vez alzaba más la voz—. Siempre
estás con excusas. Que si la piedra es dura, que si la tierra está
demasiado húmeda para las narrias, que si a los bueyes se les
quiebran las pezuñas. ¡Y nunca llegas a ninguna parte! —Las últimas
palabras las pronunció a grito herido. Le temblaba el cuerpo, y
Saban se preguntó si su hermano estaba a punto de poner los ojos en
blanco y entrar en un furioso trance que colmaría el templo de
sangre y miedo, pero Camaban se limitó a aullar como si estuviera
aquejado de un intenso dolor y luego, sin más ni más, dio media
vuelta y se marchó—. ¡Constrúyeme un templo! —gritó, y Saban abrazó
a Hanna con fuerza, porque la niña gimoteaba de pavor.
Mientras Camaban cruzaba el sendero elevado
del templo, seguido por sus guerreros, Saban se apoyó contra la
larga piedra y lanzó un profundo suspiro. El día era frío, pero
seguía sudoroso. Kilda se abalanzó hacia él y tomó a Hanna entre
sus brazos.
— Creía que os iba a matar a los dos
—confesó.
— He jurado sobre la vida de mi hija
para salvar la de Hanna —reconoció Saban con voz apagada—. Camaban
sabía quién era Hanna y he jurado que se equivocaba. —Cerró los
ojos con el cuerpo trémulo—. He hecho un juramento en vano.
Kilda guardó silencio. Los esclavos no
quitaban ojo a Saban.
— He puesto a Lallic en peligro
—continuó Saban, y derramó lágrimas que abrieron surcos en el polvo
blanco de piedra que le cubría las mejillas.
— ¿Qué vas a hacer? —le preguntó Kilda
en voz queda.
— Deben perdonarme los dioses —dijo
Saban—, nadie más puede absolverme.
— Si construyes un templo a los dioses
—señaló Kilda—, te perdonarán. Así que constrúyelo, Saban,
constrúyelo. —Extendió la mano y le enjugó una lágrima del rostro—.
¿Cómo levantarás los dinteles? —indagó.
— No lo sé —reconoció Saban—, lo cierto
es que no lo sé. —Pero si encontrara el modo, pensó, tal vez los
dioses le perdonarían y Lallic seguiría con vida. Ahora sólo podía
salvarla el templo, de modo que se volvió hacia los esclavos—. ¡Al
tajo! —les instó—. Cuanto antes acabemos, antes seremos
libres.
Trabajaron con ahínco. Se aplicaron con los
martillos, redujeron a polvo trozos enteros de piedra, cavaron
tierra y lecho rocoso y pulieron la piedra hasta tener los brazos
doloridos, las fosas nasales llenas de polvo y los ojos escocidos.
Los más fuertes se ocuparon de la piedra larga y, tal como había
prometido Saban, antes del solsticio de invierno estaba lista.
Llegó el día en que ya no cabía pulirla más. Había dejado de ser
una roca para convertirse en un estilizado monolito con forma de
huso, y Saban comprendió que debía alzarlo en el sitio que le
correspondía. Recordó el consejo de Galeth y propuso alzar la
piedra de canto, pues temía que el peso del estrecho pilar lo
partiese en dos. Pero primero había que llevar la piedra hasta el
borde de su agujero, y la operación llevó seis días de tirar de
palanca, sudar y maldecir, y a continuación tuvieron que volverla
sobre uno de sus largos y estrechos cantos, y eso les llevó otra
jornada entera; pero al fin quedó colocada sobre los troncos que
hacían las veces de rodillos y Saban pudo amarrar las cuerdas,
siguiendo toda la longitud de la piedra, y atarlas a los sesenta
bueyes que arrastrarían la monstruosa roca hasta su agujero.
Aquel agujero era el más hondo que había
cavado Saban en toda su vida. Tenía una profundidad equivalente a
dos veces la estatura de un hombre, e hizo que protegieran la rampa
y el costado opuesto a la rampa con tablas de madera lubricadas a
base de grasa de cerdo. A partir de la piedra, las cuerdas se
prolongaban por encima del agujero y hasta el otro lado de la zanja
y los terraplenes, donde la reata de sesenta bueyes constituía una
nube. Saban dio la señal, los vaqueros azuzaron a las bestias y las
sogas de cuero trenzado se levantaron del suelo, se pusieron
tensas, las recorrió un estremecimiento, se atirantaron más
todavía, y luego, al cabo, la piedra dio un tumbo hacia delante.
«¡Con cuidado! ¡Con cuidado!», gritaba Saban. Temía que la losa
volcara, pero, aunque lentamente, avanzó con firmeza suficiente
sacando astillas de los rodillos. Los esclavos retiraron los
troncos de la parte posterior del pilar a medida que su extremo
anterior empezaba a asomar sobre la rampa. Entonces se rompió una
de las cuerdas, lo que dio lugar a una algarabía y una larga
espera, mientras se traía otra cuerda y se amarraba al arnés.
Se volvió a azuzar a los bueyes y, palmo a
palmo, la enorme piedra fue avanzando hasta que la mitad sobresalía
por encima de la rampa y la otra mitad seguía apoyada sobre los
rodillos. Los bueyes tiraron otra vez, y Saban ordenó a grito
limpio a los vaqueros que detuvieran a los anímales porque la
piedra por fin empezaba a volcar. Durante un instante, dio la
impresión de que quedaba en equilibrio sobre el borde de la rampa,
pero luego la mitad delantera se precipitó sobre las maderas. La
tierra retembló debido al impacto, y el gran mojón se deslizó rampa
abajo para quedar alojado contra el lado opuesto del agujero.
Saban dejó reposar la piedra aquella noche.
Un extremo del pilar se alzaba hacia el cielo formando un ángulo
con el suelo, y la protuberancia tallada en su parte superior, que
serviría de sujeción al dintel del arco más alto, se perfilaba
ceñuda contra las estrellas invernales.
Al día siguiente ordenó a cincuenta esclavos
traer cestas llenas de cascotes de creta y piedras de río hasta el
borde del agujero, y después rodeó la piedra sesgada con diez
sogas. Pasó las cuerdas por encima de un trípode que alcanzaba
cuatro veces la altura de un hombre y las ató a los bueyes que
esperaban al otro lado de la zanja. El corte en la cúspide del
trípode sobre el que se deslizarían las cuerdas estaba pulido y
engrasado, y también se lubricaron las sogas. Camaban y Haragg
habían acudido a presenciar la operación, y el sumo sacerdote no
fue capaz de contener su emoción.
— Creo que nunca se ha levantado una
piedra de tamaño semejante —exclamó Haragg.
Si la piedra se quebrara ahora, pensó Saban,
el templo no llegaría a construirse nunca, pues no había losa lo
bastante grande para sustituir aquel primer gran pilar.
Les llevó la mayor parte de la mañana
disponer la reata de bueyes, asegurar las patas del trípode en
pequeños agujeros cavados en la tierra justo al otro lado del
terraplén y atar las cuerdas, pero, cuando todo estuvo listo, Saban
hizo una señal con la mano a los vaqueros y las diez sogas se
alzaron del suelo. El trípode se afianzó en la tierra, crujió y las
sogas adquirieron la tensión de barras de bronce. Los hombres al
otro lado de la zanja azuzaron a los bueyes con aguijadas hasta el
punto de hacer que les manara sangre de los cuartos traseros. Dio
la impresión de que las cuerdas se atascaban en la cúspide del
trípode, porque se produjo una sacudida y un tremor, pero entonces
continuaron deslizándose, se abrió de pronto una ranura entre el
pilar y la rampa, y los esclavos empezaron a rellenarla con las
piedras cogidas del río.
«¡Aguijadlos! —gritaba Saban—. ¡Aguijadlos!»
Los bueyes agacharon la cabeza y el tembloroso trípode crujió a
medida que iba alzándose la piedra, cuyo extremo anterior recaía
con todo su peso sobre los maderos que revestían el profundo
agujero, pero cuanto más alto llegaba la piedra, más fácil
resultaba la tarea, porque las cuerdas que descendían desde la
cúspide del trípode ejercían tensión, ahora formando un ángulo
recto con la piedra. Saban supervisaba la operación con el aliento
contenido, y sin embargo la piedra iba levantándose, su base recaía
sobre el lado opuesto del agujero y los esclavos lanzaban
frenéticamente cestas de cascotes de creta y piedras sobre la
rampa, de modo que si el pilar volvía a descender no regresara
hasta su posición inicial.
— ¡Aguijadlos! ¡Aguijadlos! —gritó
Camaban, y se emplearon a fondo con las aguijadas, las cuerdas se
estremecieron, sangraron los bueyes y la piedra fue irguiéndose a
trompicones—. ¡Ahora con cuidado! ¡Con cuidado! —les previno Saban.
El pilar ya había alcanzado prácticamente toda su altura, y si los
bueyes tiraban con demasiada fuerza había peligro de que se pasaran
de la raya y sacaran el poste de su agujero por el lado contrario.
—Un paso más —les instó Saban. Azuzaron a los animales por última
vez y la piedra avanzó un poco más. En ese instante tomó posesión
del movimiento su propio peso, y el pilar se enderezó de golpe,
arremetiendo su parte anterior contra los maderos que servían de
protección, con un tremendo estrépito. Saban contuvo la
respiración, pero la piedra permaneció donde estaba; les gritó a
los esclavos que colmaran los bordes del agujero y apretaran el
relleno. Camaban saltaba torpemente y Haragg lloraba de alegría. La
primera, la piedra más alta del templo, había quedado
erigida.
Se retiraron las cuerdas, se rellenó el
agujero y, por fin, Saban tuvo oportunidad de tomar distancia para
contemplar lo que había conseguido.
Lo que vio fue una maravilla que superaba a
cualquiera de las de Cathallo, una maravilla como ningún hombre
había visto antes en el mundo.
Vio una piedra erguida de la altura de un
árbol.
El corazón se le hinchió al contemplarla y
le asomaron lágrimas a los ojos. La piedra ofrecía un aspecto
estilizado, alto y elegante en contraste con el grisáceo cielo
invernal. Era, pensó Saban, hermosa. Era lisa, proporcionada e
impresionante; de pronto, dominaba el vasto paisaje. Descollaba
sobre la piedra madre que tan alta parecía antes. Era
suntuosa.
— Es espléndida —reconoció Camaban, con
los ojos abiertos de par en par.
— Es obra de Slaol —señaló Haragg con
humildad.
Hasta los esclavos estaban impresionados. Lo
habían logrado con su esfuerzo y contemplaban el pilar
maravillados. En ninguna de las tribus, en ninguno de sus templos,
en ninguna de sus regiones ni en ninguno de sus sueños había una
piedra tan grande, tallada y pura. En ese momento, Saban cayó en la
cuenta de que los dioses debían reconocer lo que estaba haciendo
Camaban. Incluso Kilda estaba admirada.
— ¿Pensáis colocar otra piedra encima
de ésa? —le preguntó a Saban al final de la jornada.
— Así es —afirmó—. No es más que uno de
los pilares de un arco.
— Pero aún no sabes cómo hacerlo,
¿verdad?
— Tal vez me lo digan los dioses
—señaló. Estaban solos junto a la gran piedra. Caía la noche,
tornando negra la roca gris. Saban levantó la vista hacia el
monolito y volvió a sentirse abrumado, asombrado de que hubiera
llegado a moverla, a darle forma, a alzarla, y en ese mismo
instante tuvo el convencimiento de que acabaría el templo. Había
quienes decían que era tarea vana, y ni siquiera el propio Camaban
sabía cómo conseguirlo, pero Saban estaba seguro de que lo
lograría. Y tuvo la repentina certeza de que con la construcción
del templo apaciguaría a los dioses, que, en consecuencia, le
perdonarían el juramento que había hecho con la vida de Lallic como
prenda.
— A veces me parece que, en realidad,
ninguno sabemos por qué estamos construyendo este templo. Camaban
dice que lo sabe, y Aurenna está segura de que atraerá a los dioses
a un lecho nupcial; pero yo no sé qué quieren los dioses. Lo único
que sé es que desean que se construya. Creo que nos sorprenderá a
todos cuando esté terminado.
— Eso es lo que siempre ha dicho
Derrewyn —convino Kilda.
Llegó el solsticio de invierno y la tribu
encendió sus hogueras para celebrar la fiesta. Los esclavos
comieron junto al templo y, una vez pasada la fecha, cuando
llegaron las primeras nieves, empezaron a dar forma al segundo
pilar del enorme arco. Ese pilar era la segunda piedra más grande,
pero era más corta porque Saban no había logrado dar con una piedra
de igual longitud que la primera, de modo que había dejado que la
base del segundo pilar conservara su forma retorcida y bulbosa,
corno el pie de Camaban antes de que Sannas lo quebrara para
enderezarlo, y confiaba en que la ancha y pesada base afianzara el
pilar en la tierra. Lo colocaría en un agujero que sabía poco
profundo, pero así debía ser para que el segundo poste alcanzara la
altura del primero.
Levantó la piedra en primavera. Se colocó el
trípode, se pusieron los arreos a los bueyes y, cuando las bestias
alzaron el peso del mojón, Saban oyó que la amplia base del pilar
aplastaba la creta y los troncos; pero finalmente quedó erguida y
pudieron rellenar el agujero. Los dos pilares clavados en la
tierra, uno junto al otro, estaban tan próximos en la base que un
gatito a duras penas habría podido pasar entre ambos; sin embargo,
a medida que iban ascendiendo, su forma ahusada daba lugar a una
abertura a través de la que brillaría el Sol invernal.
— ¿Cuándo colocarás la piedra
transversal? —le preguntó Camaban.
— De aquí a un año —respondió Saban—, o
quizá dos.
— ¡Un año! —protestó Camaban.
— Las piedras tienen que asentarse
—explicó Saban—. Pasaremos todo el año afianzándolas y rellenando
los agujeros.
— ¿De modo que cada pilar debe
permanecer instalado un año antes de continuar? —indagó Camaban,
aterrado.
— Sería más conveniente un plazo de dos
años.
Camaban se volvió más impaciente aún. Era
presa de una intensa frustración cuando los bueyes se mostraban
testarudos, las sogas se rompían o, como ocurrió en un par de
ocasiones, se astillaba un trípode. Aborrecía que las piedras
quedaran ladeadas e hicieran falta jornadas enteras de duro trabajo
para enderezarlas antes de afianzar su base con piedras y
tierra.
Les llevó tres años dar forma y alzar los
diez altos pilares de la morada del Sol. El alzamiento de las
piedras fue la parte más sencilla; lo más difícil acabó siendo el
desbastado y la talla, que continuaban colmando el templo de ruido
y polvo. Las protuberancias en la parte superior de los pilares que
servirían de sujeción a los dinteles resultaron ser los acabados
más complejos, ya que cada una tenía dos palmos de anchura y para
tallarlas los esclavos tenía que rebajar el resto de la cúspide de
la piedra, operación que llevaron a cabo lasca a lasca. Saban
también les encargó que dejaran una ceja en torno al reborde de la
piedra para que los dinteles contaran no sólo con el apoyo de las
protuberancias, sino también con un soporte lateral.
Leir se convirtió en hombre el año en que se
erigieron los últimos pilares de la morada del Sol, el mismo año en
que se clavaron en tierra seis de las piedras del anillo del cielo.
El muchacho superó las pruebas de iniciación y aplastó con júbilo
la bola de creta que contenía su espíritu. Saban le hizo entrega de
una lanza con punta de bronce y después, a pequeños martillazos,
realizó los tatuajes característicos de los hombres que adornarían
el pecho de su hijo.
— ¿Irás a enseñárselos a tu madre? —le
preguntó a Leir.
— No querrá mirarlos.
— Se enorgullecerá de ti —le aseguró
Saban con firmeza, aunque hasta él mismo dudó de sus
palabras.
Leir forzó una sonrisa.
— Se llevará una decepción
conmigo.
— Entonces, ve a ver a tu hermana —le
recomendó Saban—, y dile que la echo de menos. —No había visto a
Lallic desde que apartara a Leir de su madre, ni desde que jurara
sobre el estandarte de la calavera con su vida como prenda.
— Lallic no ve a nadie —le informó
Leir—. Está muy asustada. Tiembla al refugio de la choza y llora si
su madre se va.
Saban temió que el falso juramento hubiera
desatado una terrible maldición sobre su hija, y decidió que iría a
ver a Haragg, exigiría al sumo sacerdote que guardara silencio,
confesaría la verdad y cumpliría la penitencia que Haragg le
impusiese.
Sin embargo, no tuvo oportunidad de hacerlo,
pues la noche en que terminaron las pruebas de iniciación, antes de
que Saban pudiera dar con él, Haragg profirió un grito horripilante
y expiró. Y Camaban perdió la razón.
Camaban aulló
igual que a la muerte de su madre. Aulló con desolación
incontenible, asegurando que Haragg había sido su padre. «Fue mi
padre y mi madre mi única familia», gritaba. Echó a las esclavas de
su choza y se infligió tales cortes con hojas de sílex que cuando
salió a la luz del día su cuerpo estaba bañado en sangre. Se lanzó
sobre el cadáver de Haragg y aseguró entre gemidos que, en
realidad, el sumo sacerdote no estaba muerto en absoluto, sino
dormido; aunque, cuando intentó insuflarle su propia vida al alma
de Haragg, el cadáver se empeñó en seguir muerto. Entonces Camaban
se volvió hacia Saban.
— Si hubieras terminado el templo,
hermano, no habría muerto.
Camaban temblaba y de su cuerpo caían gotas
de sangre sobre el cadáver de Haragg. Arrancó unos terrones del
césped y se los tiró a Saban.
— Vete —le gritó—. Vete. Nunca me
apreciaste. Nunca me apreciaste. Vete.
Gundur se apresuró a apartar a Saban de la
vista de Camaban tras una choza.
— Te matará si te quedas. —El guerrero
frunció el ceño mientras escuchaba los aullidos de Camaban—. Los
dioses anidan en su interior —murmuró Gundur.
— Ésa fue la desgracia de Haragg
—respondió Saban secamente.
— ¿Su desgracia?
Saban se encogió de hombros.
— A Haragg le encantaba ser mercader.
Le encantaba. Era curioso y recorría las tierras en busca de
respuestas, pero después conoció a Camaban y creyó haber encontrado
la verdad. Sin embargo, echaba de menos su vida de mercader. No
debería haberse quedado como sumo sacerdote. Nunca fue el
mismo.
Camaban insistió en que no se llevara a
Haragg al Pabellón Funerario, sino que se le dejara reposar en el
pabellón del nuevo templo, y por tanto su cadáver fue transportado
en unas parihuelas y colocado entre la piedra madre y los pilares
más altos todavía a la espera de su dintel. La tribu entera
acompañó al sumo sacerdote. Camaban lloró todo el camino. Seguía
desnudo, su cuerpo una membrana de sangre reseca, y en ocasiones se
tiraba sobre la hierba y tenían que convencerlo de que siguiera
adelante. Aurenna, que había venido de Cathallo al recibir la
noticia de la muerte de Haragg, lucía una túnica de piel de lobo
gris sobre la que había restregado ceniza. Llevaba el pelo
desmelenado. Lallic, que casi era ya adulta, iba a su lado. Se
había convertido en una chica triste y escuálida con ojos pálidos y
expresión asustada. Se llevó un sobresalto al acercarse a ella
Saban.
— Te enseñaré las piedras —le dijo a
Lallic—, y cómo les damos forma.
— Ya lo sabe —le espetó Aurenna—.
Lahanna le enseña las piedras en sueños.
— ¿De veras? —preguntó Saban a
Lallic.
— Todas las noches —respondió la niña
con timidez.
— Lallic —la llamó Aurenna, y atravesó
con la mirada a Saban—. Ya has arrebatado una criatura a la diosa.
No te llevarás otra.
Ese día los esclavos permanecieron en sus
chozas, mientras las mujeres de la tribu bailaban en torno a la
zanja y el terraplén del templo entonando el lamento de Slaol. Los
hombres danzaban dentro del templo, enhebrando sus desmañados pasos
entre los mojones aún por acabar y las narrias descargadas.
Camaban, algunas de cuyas heridas se habían vuelto a abrir y
sangraban, se arrodilló junto al cadáver y clamó al cielo, mientras
Aurenna y Lallic, las únicas mujeres a las que se había dado
permiso para cruzar el sendero elevado del templo, lloraban a voz
en cuello, una a cada lado del difunto.
Lo que sorprendió a Saban fue que en ese
momento dos sacerdotes hicieron entrar un buey al templo. Haragg
aborrecía el sacrificio de cualquier ser vivo, y aun así, Camaban
insistía en que el alma de un muerto necesitaba sangre.
Desjarretaron a la bestia, le levantaron la cola para que agachara
la cabeza, y Camaban le asestó un golpe con el hacha de bronce,
pero el hachazo chocó contra uno de los cuernos y salió desviado
hacia el cuello del animal, que lanzó un bramido. Camaban le asestó
otro golpe, volvió a errar, y cuando el sacerdote intentó
arrebatarle el hacha, lo blandió trazando un peligroso arco que a
punto estuvo de alcanzar a éste, y después empezó a lanzar tajos al
animal con un frenesí demencial. La sangre salpicó la piedra madre
y el cadáver, salpicó a Aurenna, Lallic y Camaban, pero, al cabo,
la bestia coja se vino abajo y Camaban le propinó un fuerte hachazo
en la espina dorsal para poner fin a su tormento. Lanzó el arma
lejos de sí y se hincó de rodillas.
— ¡Vivirá! —gritó—. ¡Volverá a la
vida!
— Volverá a la vida —repitió Aurenna
como un eco. Rodeó con sus brazos a Camaban y le ayudó a
incorporarse—. Haragg volverá a la vida —insistió en voz queda
acariciando a Camaban, que lloraba sobre su hombro.
Se llevaron a rastras el ternero muerto, y
Saban, furioso, esparció polvo de creta sobre las manchas de
sangre.
— No tendría que haberse celebrado
ningún sacrificio —susurró a Kilda.
— ¿Quién lo dijo? —preguntó ella.
— Haragg.
— Y Haragg ha muerto —respondió
apesadumbrada.
Haragg había muerto y su cadáver fue llevado
a la morada del Sol, donde, al ir descomponiéndose, empezó a
despedir un hedor que en todo momento colmaban las fosas nasales de
los hombres que cavaban agujeros y tallaban las piedras. Los
cuervos se cebaron con el cadáver y los gusanos se retorcían entre
sus carnes podridas. Hubo de pasar todo un año para que el cadáver
quedara reducido a puro hueso, e incluso entonces Camaban se negó a
permitir que lo enterraran. «Debe quedarse aquí», decretó, y, por
consiguiente los huesos permanecieron donde estaban. Algunos se los
llevaron los animales, pero Saban intentó mantener el esqueleto
entero. Camaban recobró las luces a lo largo de ese año y declaró
que él mismo sustituiría a Haragg, lo que suponía que ahora iba a
ostentar los cargos de jefe y sumo sacerdote. Insistió en que los
huesos de Haragg necesitaban la sangre de los sacrificios y trajo
ovejas, cabras, cerdos e incluso aves al templo y los sacrificó
sobre los huesos resecos, que fueron tornándose negros debido a los
constantes baños de sangre. Los esclavos evitaban los huesos,
aunque, un día, Saban reparó con sorpresa en que Hanna estaba
acuclillada sobre el esqueleto empapado.
— ¿De verdad volverá a la vida? —le
preguntó a Saban.
— Eso dice Camaban —respondió.
Hanna se estremeció al imaginar cómo el
esqueleto del sacerdote recobraba carne y piel y a continuación se
ponía torpemente en pie y echaba a andar como un borracho de
rígidas piernas entre los altos mojones.
— Y cuando mueras —volvió a preguntarle
a Saban—, ¿yacerás en el templo?
— Cuando muera-le contestó Saban—,
entiérrame donde no haya piedras. Ninguna piedra en absoluto.
Hanna le miró con el ceño fruncido y, luego,
de repente, rompió a reír. Crecía deprisa y en uno o dos años se la
tendría por una mujer. Estaba al tanto de quién era su auténtica
madre y sabía también que su vida dependía de que no lo admitiese,
de modo que llamaba madre a Kilda y padre a Saban. En ocasiones
preguntaba a Saban si su auténtica madre seguía con vida, y Saban
no podía contestarle sino que eso esperaba, aunque en realidad se
temía lo contrario. Hanna le recordaba cada vez más a Derrewyn de
joven: tenía la misma belleza atezada, el mismo vigor, y los
jóvenes de Ratharryn se fijaban mucho en ella. Saban consideraba
que en un año tendría que colocar un falo de arcilla y una calavera
sobre la techumbre de su cabaña. Leir estaba entre los admiradores
de Hanna, y ella, a su vez, sentía fascinación por el hijo de
Saban, que había crecido hasta alcanzar una buena altura, llevaba
el cabello moreno en trenzas que le caían a la espalda y ahora
lucía las primeras cicatrices de muerte en el pecho. Se rumoreaba
que Camaban quería que Leir fuera el siguiente jefe, y la mayoría
lo consideraba una buena opción, porque Leir ya se estaba ganando
reputación de audaz. Luchaba en el grupo de Gundur y se mantenía
ocupado defendiendo los anchos límites de Ratharryn o participando
en incursiones que iban más allá de esas difusas fronteras para
traer reses y esclavos. Saban estaba orgulloso de su hijo, aunque
apenas lo veía, pues Camaban, en los años que siguieron a la muerte
de Haragg, exigió que se apresuraran los trabajos de construcción
del templo.
Se buscaron más esclavos, y para alimentar
tanto a esos esclavos como a la tribu se enviaron más partidas
guerreras en busca de cerdos, bueyes y cereales. El templo se había
convertido en una enorme boca que alimentar y las piedras
continuaban llegando de Cathallo para ser talladas a base de
martillazos, sudor y fuego. La inquietud seguía consumiendo a
Camaban.
— ¿Por qué lleva todo tanto tiempo?
—inquiría constantemente.
— Porque la piedra es dura —respondía
Saban con la misma constancia.
— Emplea el látigo con los esclavos —le
exigía Camaban.
— Así llevará el doble de tiempo —le
advertía Saban, y entonces Camaban se ponía hecho una furia y
juraba que Saban era su enemigo.
Cuando estuvieron colocados la mitad de los
pilares del anillo del cielo, Camaban reclamó un nuevo
perfeccionamiento.
— El anillo del cielo será uniforme,
¿verdad? —le preguntó a Saban.
— ¿Uniforme?
— ¡Plano! —le aclaró Camaban con furia,
al tiempo que hacía el gesto de alisar algo con la mano—. Plano
como la superficie de un lago.
Saban frunció el entrecejo.
— El templo está sesgado —adujo,
señalando la leve pendiente que hacía el terreno—, de modo que si
los pilares del anillo del cielo son de la misma altura, el círculo
de piedra seguirá esa pendiente.
— El anillo debe quedar plano —insistió
Camaban—. ¡Debe quedar plano! —Se interrumpió para seguir con la
vista a Hanna, que salía de la choza, y le cruzó el rostro una
sonrisa maliciosa—. Cómo se parece a Derrewyn.
— Es joven y morena —respondió Saban,
sin darle mayor importancia—; eso es todo.
— Pero la vida de tu propia hija
atestigua que no es hija de Derrewyn —señaló Camaban sin borrar la
sonrisa de su cara—, ¿no es así?
— Ya oíste mi juramento —se reafirmó
Saban, y a continuación, para distraer la atención de Camaban,
prometió conseguir que el anillo del cielo fuese plano, aunque era
consciente de que eso le llevaría todavía más tiempo. Colocó
travesaños sobre el extremo superior de los pilares y encima de
cada travesaño posó un cuenco de arcilla; al llenar de agua el
cuenco se apreciaba si los pilares adyacentes estaban o no
equilibrados. Algunos mojones descollaban más de lo debido, y los
esclavos tuvieron que subirse a escalas de madera y rebajar a
martillazos las cúspides de los pilares. Después de eso, para
evitar incurrir en el error de erigir una piedra que resultase
corta en exceso, Saban hizo que los nuevos pilares fueran
deliberadamente demasiado largos y, por tanto, una vez erguidos
hubo que rebajarlos y pulirlos hasta que tuvieran la misma altura
que los demás.
Una piedra estuvo a punto de quebrarse
cuando la colocaban. Se deslizó de los rodillos y se incrustó
contra las maderas que revestían el costado del agujero. Tras el
impacto, apreciaron que una grieta surcaba la superficie de la
piedra en sentido diagonal. Saban ordenó que la alzaran de todos
modos y, milagrosamente, no se partió al quedar alojada en su
hueco, aunque la grieta seguía resultando visible. «Cumplirá su
cometido —aseguró Camaban—, cumplirá su cometido».
Dos años después habían llegado de Cathallo
todas las piedras y estaban en su lugar la mitad de los pilares del
anillo del cielo, pero antes de que se pudieran colocar los mojones
restantes, Saban era consciente de que había que trasladar los
dinteles de la morada del Sol hasta el centro del templo, de modo
que llevó a cabo la tarea durante el verano. Las piedras fueron
arrastradas por grupos de veinte esclavos que maniobraron las
narrias de forma que cada dintel quedara directamente junto a los
pilares emparejados sobre los que sería erigida.
Saban había dedicado noches y días enteros a
dilucidar la colocación de los dinteles. Había que alzar hacia los
cielos un total de treinta y cinco, treinta para el anillo del
cielo y cinco sobre los arcos de la morada del Sol, y fue a altas
horas de una noche de invierno cuando halló la respuesta.
Esa respuesta era la madera. Una gran
cantidad de madera que habría de ser talada en los bosques y
arrastrada hasta el templo, donde, con una cuadrilla de dieciséis
esclavos, Saban intentaría llevar su idea a la práctica.
Empezó con el arco más elevado. La narria
con el dintel del arco estaba colocada en paralelo con respecto a
los pilares emparejados y a unos dos pasos de ellos. Saban ordenó a
los esclavos que colocasen maderos apaisados en torno a la narria,
de tal modo que, cuando hubieron acabado, daba la impresión de que
la piedra reposaba sobre una plataforma de madera. Los esclavos se
sirvieron de palancas de roble para alzar un extremo del dintel y
Saban introdujo un largo madero debajo del mismo, en cruz con los
travesaños de la hilera inferior. Hizo la misma operación en el
otro extremo de la piedra y el dintel quedó apoyado sobre dos
troncos, a un codo de altura sobre la plataforma apaisada.
Se trajeron más troncos y se colocaron en
torno a las dos vigas que servían de soporte, hasta que, una vez
más, dio la sensación de que la piedra reposaba sobre una
plataforma; entonces, se volvió a alzar la piedra haciendo palanca
y se apoyó sobre dos bloques de madera. Se construyó una nueva
plataforma en torno a los bloques utilizando troncos que se
colocaron en paralelo a los travesaños de la hilera más baja. Ahora
la plataforma tenía tres hileras de altura y era lo bastante ancha
y larga para que los hombres pudieran hacer palanca bajo la piedra
en cada sucesivo alzamiento.
Hilera tras hilera, se levantó la piedra
hasta que llegó a la altura de la cúspide de los pilares
emparejados como coronación de un monstruoso montón de maderos
apilados. Sostenían el dintel veinticinco hileras de madera, pero
aún no se podía desplazar hasta quedar encima de los pilares,
porque Saban tenía que medir las protuberancias emparejadas en la
parte superior de éstos y trazar marcas de creta sobre el dintel
allí donde habría que perforar los agujeros correspondientes. Les
había llevado once días alzar la piedra, y necesitaron otros veinte
para abrir a martillazos los agujeros y pulirlos. A continuación
hubo que girar la piedra con palancas y añadir dos hileras más de
maderos antes de que, sirviéndose de palancas, los esclavos
pudieran alzarla dedo a dedo de la plataforma a las dos vigas que
soportaban el peso del dintel, hasta que las cuencas quedaron
suspendidas directamente sobre las protuberancias en las cúspides
de los pilares.
Tres hombres izaron un extremo de la piedra
a base de hacer palanca, Saban apartó de una patada el tronco que
sostenía el mojón, y los esclavos retiraron la palanca para que el
dintel se precipitara sobre el pilar. La plataforma se estremeció,
pero no se quebraron el dintel ni el pilar. Se retiró la segunda
viga, la piedra volvió a precipitarse con gran estruendo y el
primero y más alto de los cincos arcos quedó acabado.
Desmantelaron la plataforma y la trasladaron
hasta el segundo par de pilares y, mientras los esclavos empezaban
a colocar la primera hilera de maderos en torno al segundo dintel,
Saban tomó distancia y contempló el primero.
Lo que le acometió fue una profunda
sensación de humildad. Sabía mejor que nadie el trabajo, los muchos
días de pulir y martillar, el sudor y la aflicción que se habían
invertido en esas tres piedras. Era consciente de que uno de los
pilares era demasiado corto y se sostenía sobre una base
grotescamente nudosa en un agujero que no alcanzaba la profundidad
suficiente, pero, aun así, el arco era suntuoso. Le dejó sin
aliento. Era como si se alzara hasta los cielos. Y el dintel, un
mojón de tal peso que se habían necesitado dieciséis bueyes para
arrastrarlo desde Cathallo, había quedado suspendido en las alturas
fuera del alcance del hombre. Permanecería allí por siempre jamás,
y Saban se estremeció al plantearse si algún hombre volvería a
levantar una carga tan pesada a tal altura. Se volvió y contempló
el Sol, que se estaba poniendo tras las pálidas nubes del horizonte
hacia el oeste. Sin duda, Slaol les observaba, pensó. Slaol
recompensaría su trabajo con la vida de Lallic, y semejante atisbo
de esperanza hizo que le asomaran lágrimas a los ojos. Se hincó de
rodillas y humilló la frente hasta tocar el suelo.
— ¿Cuántos días os ha llevado?
—inquirió Camaban.
— Toda una luna y algunos más
—respondió Saban—, pero los siguientes se concluirán con mayor
presteza porque los pilares son más bajos.
— Quedan treinta y cuatro dinteles más
por colocar —estalló Camaban—. ¡Eso son tres años! —Manifestó su
decepción a grito herido y se volvió para mirar a los esclavos que
martillaban y desbastaban los restantes pilares del anillo del
cielo—. No hace falta que estén perfectamente talladas todas las
piedras —dijo Camaban—. Con que tengan una forma aproximadamente
recta, ya es suficiente. Olvídate de los lados exteriores, se
pueden dejar sin pulir.
Saban se quedó mirando a su hermano.
— ¿Quieres que haga eso? —preguntó.
Camaban llevaba años exigiendo la perfección, y sin embargo ahora
estaba dispuesto a permitir que se levantaran piedras a medio
tallar.
— ¡Hazlo! —le espetó Camaban, y se
volvió hacia los esclavos que le escuchaban—. Ninguno regresará a
casa hasta que haya concluido el trabajo, ¡ninguno! Así que a
trabajar, ¡a trabajar!
Ahora que se estaban erigiendo los últimos
pilares y desde el norte y el este el círculo de mojones parecía
completo, se intuía ya el aspecto que tendría el templo acabado. La
morada del Sol estaba construida y descollaba sobre el anillo de
piedra, cada vez más grande. A menudo Saban se distanciaba un
centenar de pasos o más y contemplaba asombrado lo que había hecho.
El templo le había llevado años, pero era hermoso. Sobre todo le
gustaba el entramado de sombras que proyectaba, uniformes y
rectilíneas, diferentes de cualesquiera otras sombras que hubiese
visto, y era consciente de que lo que tenía ante sus ojos era la
enmendadura del canon quebrado del mundo sobre la ladera de aquella
colina. En esos momentos se maravillaba del sueño de su hermano. En
otras ocasiones se colocaba en el centro del templo y se sentía
empequeñecido por los pilares y oprimido por sus sombras. Hasta en
los días más soleados había una penumbra amenazante en el interior
del monumento que le impedía librarse del temor a que se
precipitara al suelo uno de los dinteles. Sabía que era imposible.
Los dinteles habían quedado encajados y las cúspides de los pilares
se habían tallado de modo que sujetaran las losas con firmeza, pero
aun así, y sobre todo cuando estaba junto a los huesos de Haragg en
el estrecho espacio entre el arco más alto y la piedra madre,
sentía que la tenebrosa pesadez del templo lo abrumaba. Y sin
embargo, si se alejaba, cruzaba la zanja y volvía a mirar, la
oscuridad se difuminaba.
Este templo no resultaba insignificante, en
el sentido en que lo fueran las piedras de Sarmennyn. Ocupaba el
espacio que le correspondía y tío se veía empequeñecido por el
cielo y la larga pendiente de hierba. No era raro que los
visitantes, algunos procedentes de tierras desconocidas allende los
mares, cayeran de rodillas al ver las piedras por primera vez.
Ahora los esclavos hablaban en voz queda mientras trabajaban. «Está
cobrando vida», le dijo Kilda a Saban un día.
El último pilar del anillo del cielo, que
sólo era la mitad de ancho que los demás porque representaba el día
demediado del ciclo lunar, se erigió el día del solsticio de
invierno. Se izó sin mayores dificultades, y Camaban, que había
acudido para presenciar la colocación del último pilar, permaneció
en el templo mientras se ponía el Sol. Hacía un día agradable,
fresco y despejado, y el cielo del sudoeste estaba surcado por
delicadas franjas de finas nubes que pasaban del blanco al rosa.
Una bandada de estorninos, con el mismo aspecto que puntas de
flecha de sílex, revoloteó sobre el templo. Los pájaros destacaron
innumerables y oscuros en contraste con la vaciedad de las alturas,
y se agruparon para cambiar de dirección como uno solo; la visión
hizo sonreír a Camaban. Hacía mucho tiempo que Camaban no sonreía
satisfecho. «Todo estriba en el canon», musitó.
El Sol, al ponerse, fue alargando las
sombras del templo, y Saban empezó a notar la conmoción que
recorría las piedras. Ahora le parecían negras. Estaba junto a
Camaban al lado de la piedra solar, en el sendero sagrado, y las
sombras se prolongaban imperceptiblemente hacia ellos. Conforme
descendía el Sol, daba la impresión de que el templo iba
encumbrándose hasta semejar sus piedras inmensas y tenebrosas.
Entonces desapareció el Sol tras el dintel del arco más alto y las
primeras sombras de la noche engulleron a los hermanos. A sus
espaldas, en Ratharryn, se estaban encendiendo las grandes hogueras
del solsticio de invierno, y Saban dio por sentado que Camaban
regresaría para presidir las celebraciones del día, pero en vez de
eso aguardó, observando con expectación las piedras umbrías.
— Pronto —dijo en voz queda—,
pronto.
Instantes después, el borde inferior del
dintel más alto quedó impregnado de un rojo lívido y el Sol
resplandeció a través de la hendidura entre los dos pilares más
altos. Camaban batió palmas de pura alegría.
— ¡Funciona! ¡Funciona! —gritó.
A su alrededor, toda la tierra había quedado
oscurecida debido a que las sombras de los pilares del anillo del
cielo se aunaban para proyectar un inmenso palio sobre el sendero
sagrado, pero en el centro de esa gran sombra pétrea había un haz
de luz. Era la luz del Sol poniente, la última luz del año, y
destellaba sobre el horizonte por encima de los bosques y la hierba
y a través del arco para deslumbrar a Camaban, que estaba de pie
junto a la piedra solar.
— ¡Aquí! —gritó, golpeándose el pecho
con los puños como si quisiera llamar la atención de Slaol—. ¡Aquí!
—volvió a vociferar tras una pausa, y se quedó mirando extasiado
cómo el Sol se ocultaba tras las piedras y las sombras de los
mojones se fundían en una gran línea negra que hendía la pradera.
—¿Ves lo que hemos hecho? —preguntó luego exaltado—. El Sol
poniente verá la piedra que señala su momento de mayor intensidad y
ansiará recobrarla, de modo que se sacudirá su debilidad invernal.
Funcionará. ¡Claro que funcionará! —Se volvió y asió a Saban por
los hombros—. Quiero que esté acabado para el próximo solsticio de
invierno.
— Lo estará —prometió Saban.
Camaban se le quedó mirando a los ojos y
frunció el ceño.
— ¿Me perdonas, hermano?
— ¿Qué tengo que perdonarte? —preguntó
a su vez Saban, a pesar de que sabía perfectamente a lo que se
refería su hermano.
Camaban esbozó una sonrisa.
— Slaol y Lahanna deben ser uno. —Soltó
los hombros a Saban—. Sé que te resulta difícil, pero los dioses
nos ponen pruebas muy duras. Son inflexibles. Hay noches en las que
rezo para que Slaol abandone su látigo, pero me hace sangrar. Me
hace sangrar.
— Y Aurenna, ¿te colma de dicha?
—indagó Saban.
Camaban vaciló un instante, pero
asintió.
— Me colma de dicha, y lo que tú has
hecho, hermano —asintió en dirección al templo—, nos colmará de
dicha a todos. Acábalo. Acaba la obra. —Se alejó.
Los pilares de la entrada se llevaron hasta
el sendero elevado de acceso y se volvieron a colocar en sus
agujeros. Todo lo que quedaba por hacer era levantar los últimos
dinteles del anillo del cielo. Saban temía que los pilares
instalados más recientemente no hubieran tenido tiempo de asentarse
en el suelo, pero Camaban no estaba dispuesto a aguantar ninguna
dilación. «Hay que terminarlo —insistía—. Tiene que estar
listo.»
Pero listo, ¿para qué? Aveces, cuando Saban
contemplaba durante largo rato las piedras umbrías, le daba la
impresión de que tenían vida propia. Si estaba cansado y la luz era
escasa, le daba la impresión de que las piedras se mecían como
pesados bailarines, aunque si levantaba la cabeza y miraba
directamente hacia los pilares, constataba que seguían quietos. Sin
embargo, los dioses moraban en las piedras, de eso no le cabía
duda. El templo no estaba consagrado, y aun así, los dioses lo
habían encontrado y se cernían sobre las altas piedras. Había
noches en que les rezaba. Una noche, Kilda se lo encontró orando,
se sentó a su lado para esperar a que acabara y después le preguntó
qué había rogado a los dioses.
— Lo que siempre les ruego —contestó
Saban—, que perdonen la vida a mi hija.
— Ahora tu hija es Hanna —señaló
Kilda—, y también la mía.
— ¿Crees que Derrewyn ha muerto?
— Creo que vive —aseguró Kilda—, pero
creo que tú y yo seremos siempre unos padres para Hanna.
Saban asintió, y sin embargo seguía rezando
por el bien de Lallic. Sería un sacerdotisa y él era el constructor
del templo, de modo que, a su debido momento, supuso, le perdería
el miedo y llegaría a confiar en él, porque sin duda reconocería
que aquél era una lugar hermoso, un hogar para los dioses, y sabría
que su padre lo había construido.
Y ahora ya casi estaba terminado.
∗ ∗ ∗
Los hombres toro se abandonaron a su danza
en el solsticio de verano. Las hogueras ahuyentaron a los espíritus
malignos y al amanecer del día siguiente, por vez primera, el Sol
naciente proyecto la sombra de la piedra solar a través del anillo
de pilares hasta el corazón del templo, donde yacían los huesos de
Haragg.
Se tallaron los últimos dinteles. Las
cavidades en el envés de una de esas losas estaban demasiado juntas
porque Camaban había insistido en que se perdería menos tiempo si
se hacían antes de alzar los dinteles, de modo que Saban tuvo que
ordenar que se horadase una tercera cavidad. Rogó a los cielos que
fuese el último contratiempo.
Se recogió la cosecha. Las mujeres danzaron
en las eras hasta dejarlas lisas y los sacerdotes desvainaron los
primeros granos. No vinieron más esclavos de Cathallo porque apenas
había trabajo suficiente para los que ya estaban en el templo, pero
Camaban se negó a dejarles marchar. «Podemos alimentarlos hasta que
se haya consagrado el templo —dijo—. Lo han construido y deberían
verlo acabado; entonces quedarán libres.»
Llegó el invierno y las gentes albergaban la
esperanza de que sería el último que viera la Tierra. Kilda perdió
el hijo que esperaba, y pasó días llorando.
— Siempre he querido un hijo —confesó a
Saban—, pero los dioses no me lo conceden.
— Tienes a Hanna —le recordó Saban, en
un intento de consolarla, tal como ella le había consolado.
— Casi es una mujer —señaló Kilda—, y
su sino está a punto de cumplirse.
— ¿Su sino?
Kilda se encogió de hombros.
— Es hija de Derrewyn. Lleva la sangre
de Sannas. Tiene un sino, Saban, y se cumplirá pronto.
Se cumplió al día siguiente. Era un día frío
y las piedras del templo estaban recubiertas de una blanca pátina
de escarcha. Apenas quedaban dos dinteles por colocar, y Saban
estaba levantando la plataforma para el primero de ellos cuando
llegó Leir procedente del asentamiento. Lucía las galas de un
guerrero de Ratharryn, con colas de zorro entreveradas en el
cabello, su pecho estaba cubierto de tatuajes azules y llevaba la
lanza adornada con las plumas de un extraño águila marino que el
jefe de una lejana costa, llevado por su admiración, había ofrecido
a Ratharryn como parte de un tributo mucho más cuantioso. Leir
cruzó el sendero elevado y contempló las piedras.
— ¿Estará listo el templo para el
solsticio de invierno?
— Sin ningún problema —aseguró
Saban.
Leir esbozó una media sonrisa y asintió
hacia el sendero sagrado como para sugerir que caminaran en aquella
dirección. Saban, perplejo, siguió a su hijo por el sendero
elevado.
— Camaban dice que el cadáver de Haragg
necesita sangre —dijo Leir sin asomo de emoción.
Saban asintió.
— Siempre dice lo mismo.
Esa misma mañana, Camaban había acudido con
un cisne atado por las patas que había lanzado gañidos a las
piedras antes de que le cortaran el cuello. El templo apestaba a
sangre, pues en cuanto se secaba la de un sacrificio, se llevaba
otra res o ave para sacrificarla sobre los huesos de Haragg.
— Y cuando esté consagrado —continuó
Leir con el mismo semblante serio—, se nos ha prometido que todos
los muertos, y no sólo Haragg, alcanzarán una nueva vida a través
de las piedras.
— ¿Eso se nos ha prometido? —indagó
Saban. Creía que los muertos le serían arrebatados a Lahanna y
quedarían bajo la tutela de Slaol, pero los efectos que produciría
el templo estaban sujetos a continuos rumores e historias. De
hecho, cuanto más próxima estaba la consagración, menos certeza
tenía nadie de lo que se conseguiría con el templo. Todos estaban
al tanto de que desaparecería el invierno, pero se esperaba mucho
más. Mientras unos aseguraban que los muertos echarían a andar,
otros afirmaban que sólo recobrarían la vida aquellos muertos que
estuvieran enterrados en el templo.
— Y para insuflar vida a los muertos
—continuó Leir—, Camaban quiere más sangre. —Se detuvo junto a la
piedra solar y volvió la vista. Unos esclavos pulían las piedras ya
erguidas, mientras una veintena de mujeres desyerbaban la zanja—.
Esos esclavos no regresarán a casa cuando el templo esté
acabado.
— Algunos se quedarán —reconoció
Saban—. A todos se les ha prometido la libertad, pero la mayor
parte querrán volver a casa, si es que recuerdan dónde está su
hogar.
Leir meneó la cabeza de lado a lado.
— Camaban se emborrachó anoche —le
contó—, y le dijo a Gundur que quiere un sendero de cabezas que
vaya desde el asentamiento hasta el templo. Debe ser un sendero
dedicado a los muertos para demostrar cómo se regresa de la muerte
a la vida. —Miraba a Saban a la cara—. Dice que lo soñó y que Slaol
lo exige. Los hombres de Gundur deben matar a los esclavos.
— ¡No! —protestó Saban.
— Serán sacrificados en el templo para
que su sangre empape la tierra. Después se les cortarán las cabezas
y se dispondrán en los márgenes del sendero —continuó Leir en tono
implacable—, y quienes debemos llevar a cabo la matanza somos los
lanceros.
Saban se encogió de miedo. Miró hacia su
choza, donde Kilda alimentaba el fuego, y vio que Hanna atravesaba
la achaparrada entrada con una brazada de troncos secos. La chica
vio a Leir, pero debió de advertir que quería estar a solas con su
padre, porque se quedó en la cabaña con Kilda.
— Ya ti, ¿qué te parece la idea de
Camaban? —le preguntó Saban a Leir.
— Si estuviera de acuerdo, padre,
¿habría acudido a ti? —Leir se interrumpió y miró de soslayo a
Hanna—. Camaban quiere matar a todos los esclavos, padre, a todos
ellos.
— ¿Y qué crees que debería hacer yo al
respecto?
— ¿Hablar con Camaban?
Saban negó con la cabeza.
— ¿Crees que me escucha? Sería como
hablar con un jabalí en plena acometida. —Acarició la piedra solar.
Con el tiempo, suponía, todas las piedras del templo perderían su
prístina tonalidad gris y oscurecerían recubiertas de liquen—.
Podríamos hablar con tu madre —sugirió.
— No quiere hablar conmigo —confesó
Leir—. Se comunica con los dioses, no con los hombres. —Parecía
dolido—. Y Gundur dice que hay otra razón para matar a los
esclavos. Dice que si se les permite regresar a su casa, se
llevarán con ellos los secretos de la construcción del templo, y
entonces se construirán otros similares y Slaol no acudirá a
nosotros, sino a ellos.
Saban se quedó mirando el polvo gris que
cubría la tierra.
— Si les digo a los esclavos que huyan
—dijo en voz queda—, los lanceros traerán más.
— ¿No puedes hacer nada? —Leir parecía
indignado.
— En tú mano sí está hacer algo —le
hizo ver Saban. Se volvió y llamó a Hanna, y al verla correr de
buena gana hacia Leir le recordó tanto a su madre que Saban se
quedó sin aliento. Una docena de lanceros habían pedido a Saban que
se les permitiera desposarse con Hanna, y la negativa del
constructor había provocado resentimientos. Hanna, decían, no era
más que una esclava, y una esclava debería estar orgullosa de que
la cortejara un guerrero; pero sólo había un guerrero que placiese
a Hanna, y ese guerrero era Leir. Le ofreció una tímida sonrisa,
después miró obediente a Saban y agachó la cabeza como haría
cualquier chica ante su padre—. Quiero que lleves a Leir a aquella
isla en el río —le ordenó Saban—. La isla que te enseñé el año
pasado.
Hanna asintió, aunque no ocultó su sorpresa,
ya que nunca le habían permitido ir al bosque con un joven. Saban
se palpó la bolsa que llevaba al cinto y sacó el retal de cuero
desgastado que envolvía el rombo de oro.
— Cógelo —le dijo a Leir mientras
retiraba la envoltura del rombo—, y colócalo en la horcadura de un
sauce. Hanna te mostrará cuál. —Le puso el oro en la mano a su
hijo.
Leir frunció el ceño al ver el brillante
fragmento.
— ¿Qué conseguiré con ello?
— Cambiar las cosas —le aseguró Saban,
y confió en que así fuera, porque ni siquiera sabía si Derrewyn
seguía con vida; no obstante, el oro siempre había cambiado las
cosas. Su llegada a Ratharryn lo había cambiado todo, y ahora iba a
permitir que el metal colmado de Sol volviera a obrar su magia—.
Hanna te dirá lo que se conseguirá con el oro —le dijo Saban a su
hijo—. Ya es hora de que Hanna te lo cuente todo. —Besó a la chica
en la frente, pues Saban era consciente de que con esas últimas
palabras la hija de Derrewyn había dejado de estar a su cuidado.
Les estaba haciendo entrega a ella y a Leir de la verdad, y
esperaba que su hijo no se horrorizara cuando Hanna le confesase
que era hija de la más encarnizada enemiga de Ratharryn—. Hanna te
lo contará todo —concluyó—. Ahora, marchad.
Les vio caminar hacia el río y recordó cómo,
muchos años antes, había recorrido aquel mismo camino con Derrewyn.
Entonces estaba convencido de que su dicha no tendría fin, y más
tarde había tenido la seguridad de que nunca recobraría la
felicidad. Vio que Hanna cogía de la mano a Leir y se le llenaron
los ojos de lágrimas. Se volvió para mirar hacia el templo, y al
ver la intrincada mezcla de sombras y luz entre las altas piedras
tuvo la certeza de que su hermano había soñado algo maravilloso,
pero comprendió también que aquel sueño tan ambicioso estaba
degenerando en locura.
Regresó hacia las piedras. Ya sólo quedaban
dos por levantar antes da que estuviera acabado el templo, y
ajuicio de Saban sería entonces, y sólo entonces, cuando se
descubriría por qué habían querido los dioses que se
construyera.
∗ ∗ ∗
La última piedra se colocó apenas tres días
antes del solsticio de invierno. Era el dintel que reposaba sobre
el pilar más pequeño del círculo exterior. A Saban le había
preocupado aquel pilar porque Camaban insistió en que fuera sólo la
mitad de ancho que los otros, pues representaba el día demediado
del trayecto lunar y dejaba también una abertura más amplia en las
piedras exteriores a través de la que las gentes accederían al
centro del templo, pero apenas quedaba espacio en su estrecha
cúspide para tallar las protuberancias en que encajarían los dos
dinteles, que Saban temía quedasen en un precario equilibrio.
Andaba errado en sus temores. No era el
espacio lo inadecuado, sino la propia piedra, ya que cuando estuvo
construida la plataforma de maderos, después de que, hilera a
hilera, se hubiera levantado hasta la altura adecuada el último
dintel, y una vez fue desplazado hasta que su solapa quedó
suspendida justo encima de la hendidura del dintel adyacente, al
dejar que encajase en su lugar, el pilar se resquebrajó.
Los dinteles siempre se desplomaban hasta su
sitio con una estruendosa sacudida, y Saban aguardaba el momento
con aprensión, temeroso de que el propio dintel y los pilares que
debían sostenerlo se quebraran a causa del impacto. La dura piedra
tenía imperfecciones de las que a veces Saban se había servido para
tallar los mojones y sabía que en lo más profundo de la roca debía
de haber ocultas grietas semejantes, aunque hasta el momento no se
hubiera puesto ninguna en evidencia. Los cinco dinteles de la
morada del Sol y los veintinueve del anillo del cielo se habían
colocado sin grandes contratiempos. Uno a uno se habían desplazado
por medio de palancas hasta su posición, de modo que los agujeros
del envés quedasen alineados con las protuberancias de los pilares,
y después se habían soltado para que cayeran en medio de un gran
estruendo, y aun así todas las piedras habían aguantado el golpe
hasta que se dejó caer el último dintel, que no se desplomó con un
estruendo, sino acompañado de un sordo resquebrajamiento que resonó
como un ominoso eco en el otro extremo del círculo.
Saban se quedó de una pieza a la espera de
un desastre, pero el silencio se prolongó. El dintel estaba en el
lugar que le correspondía y el pilar aguantó, pero al descender de
las hileras apiladas de troncos vio que el estrecho pilar tenía una
profunda grieta que recorría su superficie en diagonal. La grieta
comenzaba en la parte superior de la piedra y descendía hasta la
mitad de un flanco. Un esclavo bajó de un salto hasta donde se
encontraba Saban e introdujo un dedo en la grieta.
— Si se prolonga… —dijo, pero no llegó
a acabar la frase. —En caso de que se prolongara, Saban era
consciente de que el dintel se vendría abajo—. Ni lo toques —ordenó
al esclavo, y cuando llegó Camaban esa tarde, Saban le contó las
tristes nuevas.
Camaban escudriñó pensativo la grieta y
levantó la vista hacia el dintel.
— La piedra se sostiene, ¿no?
—declaró.
— Se sostiene, aunque no sabemos hasta
cuándo —reconoció Saban—. Deberíamos sustituirla.
— ¿Sustituirla? —repitió a voz en grito
Camaban, que no salía de su asombro.
— Habría que traer otra piedra de
Cathallo.
— Y, ¿cuánto llevaría eso? —exigió
saber Camaban.
— ¿Entre transportar la piedra, darle
forma y quitar ésta? —Saban lo calculó unos instantes—. Y tendremos
que quitar los dos dinteles del pilar estrecho —añadió—, que para
eso dejé la plataforma donde está. —Se encogió de hombros—. Podría
estar terminado para el verano que viene.
— ¿El verano que viene? —vociferó
Camaban—. Vamos a consagrar este templo dentro de tres días. ¡Tres
días! ¡No puede esperar! Ya está acabado. ¡Está acabado! No caerá,
eso seguro. —Golpeó con la palma de la mano el pilar agrietado y
Saban dio un paso atrás instintivamente, pero la piedra no se vino
abajo. Entonces Camaban golpeó la losa con su pequeña maza, y
después, al ver que Saban se arredraba, cogió uno de los pesados
martillos redondos que se habían utilizado para dar forma a los
mojones y arremetió con todas sus fuerzas contra el pilar
resquebrajado. Golpeó la piedra una y otra vez mientras profería
gruñidos y sudaba. Colmó el templo con el eco de cada tremendo
martillazo, y aun así la piedra no se partió.
— ¿Ves? —señaló Camaban al tiempo que
dejaba caer el martillo, ya continuación, con el ánimo igual de
encendido que cada vez que su templo se topaba con un obstáculo, se
colocó entre la piedra agrietada y el pilar más cercano y empezó a
dejar caer todo su peso sobre la piedra resquebrajada saltando de
una losa a la otra—. ¿Ves? —repitió a grito limpio, y los esclavos,
azogados, miraron a Saban.
El pilar no se rompió. Camaban se dejó caer
por última vez sobre la piedra y luego intentó sacudirla con ambas
manos.
— ¿Lo ves? —volvió a preguntar Camaban,
mientras se ajustaba el manto—. Está acabado. Ha quedado terminado.
—Se alejó del anillo del cielo y contempló los dinteles—. Está
terminado. Las últimas palabras las pronunció en un grito triunfal,
y luego, de pronto, se volvió y abrazó a Saban—. Has hecho un buen
trabajo, Saban, lo has hecho bien. Has construido el templo. Está
acabado. ¡Está acabado! —Profirió la última palabra a voz en cuello
y ejecutó unos desmañados pasos de baile, para después hincarse de
rodillas y quedar postrado en el suelo.
Y era cierto, estaba terminado. Sólo quedaba
desmantelar la última plataforma y limpiar los escombros de
aquellos largos años. Mientras que las piedras de Sarmennyn
permanecerían en las tierras bajas al este del templo, la madera de
las narrias ya se había apilado para quemarla en la consagración
del templo. Faltaban tres días para la ceremonia, y Camaban, una
vez hubo concluido sus oraciones, dijo que era hora de que se
derribasen las chozas de los esclavos y se añadiera su madera a los
montones de las hogueras.
— Las chozas arden bien —comentó con
avidez.
— Si derribo ¡as chozas —preguntó
Saban—, ¿dónde dormirán?
— Quedan en libertad, claro —dijo
Camaban, sin darle mayor importancia.
— ¿En este mismo momento?
— Todavía no —puntualizó Camaban con el
ceño fruncido—, Quiero darles las gracias. Deberíamos celebrar un
banquete, ¿no crees?
— Se lo merecen —reconoció Saban.
— Entonces, daré orden de que así se
haga —dijo Camaban a la ligera—. Celebrarán su banquete la víspera
del solsticio de invierno. Un banquete por todo lo alto. Y la
mañana de la ceremonia podrás derribar sus chozas. —Se alejó,
aunque cada pocos paso iba volviéndose para contemplar las
piedras.
Ahora Leir y Hanna vivían en la choza de
Saban. La pareja había regresado de la isla donde Leir había dejado
el rombo, aunque no había habido respuesta de Derrewyn, y Saban
temía que hubiese muerto. A Leir, lejos de escandalizarle el
parentesco de Hanna, pareció emocionarle, y pedía que le contaran
viejas historias de Cathallo y Ratharryn, de Lengar y Hengall, y de
Derrewyn y Sannas.
— Derrewyn no ha muerto —insistió Kilda
con testarudez la noche en que se acabó la construcción del templo.
Las piedras habían quedado desiertas y Saban y Kilda caminaban
cogidos de la mano por entre los oscuros pilares. Bañados por la
luz de la Luna, los minúsculos puntos incrustados en la roca gris
destellaban como reflejos de las incontables estrellas. De algún
modo, las piedras parecían más altas esa noche, más altas y más
juntas; tanto así, que cuando Saban y Kilda pasaron por entre los
dos pilares de la morada del Sol tuvieron la sensación de estar
rodeados de piedra. Los huesos de Haragg estaban entre las sombras,
pero el olor acre de la sangre flotaba en el aire frío.
— Parece más pequeño una vez estás
dentro —observó Kilda.
— Igual que una tumba —comentó
Saban.
— Tal vez es un templo de la muerte
—sugirió Kilda.
— Eso es lo que quiere Camaban —dijo
una áspera voz, desde las sombras que cubrían los apestosos huesos
de Haragg—. Cree que dará vida, pero es un templo de la
muerte.
Al interrumpirles la voz, Kilda lanzó un
grito sofocado y Saban la rodeó con un brazo, al tiempo que se
volvían para ver una figura encapuchada que se incorporaba junto a
los huesos y caminaba hacia ellos. Por un instante, Saban tuvo la
impresión de que era Haragg que volvía a la vida, pero entonces
Kilda se apartó de repente de él, echó a correr hacia la sombría
figura y se dejó caer a sus pies.
— Derrewyn —gritó—. ¡Derrewyn!
La figura se echó atrás la capucha y Saban
comprobó que, en efecto, era Derrewyn. Una Derrewyn mayor, con el
cabello cano y un rostro tan demacrado y cadavérico que se parecía
a Sannas.
— ¿Dejaste tú el rombo, Saban?
—indagó.
— Lo dejaron mi hijo y tu
hija-respondió Saban.
Derrewyn sonrió. Kilda la tenía asida por
las piernas y Derrewyn se desembarazó delicadamente de ella para
acercarse a Saban. Todavía tenía una leve cojera, legado de la
flecha que le había atravesado el muslo.
— Tu hijo y mi hija —preguntó—, ¿son
amantes?
— Lo son.
— Tengo entendido que tu Leir es un
buen hombre —señaló Derrewyn—. Entonces, ¿por qué me has llamado?
¿Es porque tu hermano va a matar a todos los esclavos? Eso ya lo
sabía. Estoy al tanto de todo, Saban. No se profiere un susurro en
Ratharryn o Cathallo que yo no oiga. —Miró en derredor con la vista
alzada hacia las enormes piedras—. Ya hiede a sangre, pero Camaban
verterá más. Verterá sangre hasta que ocurra el milagro que espera.
—Lanzó una carcajada desdeñosa—. ¿El fin del invierno? ¿El fin de
la enfermedad? ¿El fin, incluso, de la muerte? Supon que no
ocurriese el milagro, Saban, ¿qué haría tu hermano entonces?
¿Construir otro templo? ¿O tal vez verter sangre en éste, más y más
sangre, hasta que la tierra sea roja?
Saban permaneció callado. Derrewyn palmeó el
flanco de la piedra madre, que reflejaba la luz de la Luna con
mayor intensidad que las piedras de Cathallo.
— Aunque, tal vez se produzca su
milagro —continuó Derrewyn—. Tal vez veamos a los muertos caminar
por aquí. Todos los muertos, Saban, sus cadáveres blancos y
desvaídos, caminando entre las piedras con las articulaciones
chirriantes. —Escupió—. Ya no cavaréis más tumbas en Ratharryn,
¿eh? —Cruzó hasta las piedras exteriores, y allí se quedó mirando
los fuegos de las chozas de los esclavos en el pequeño valle—.
Dentro de dos días, Saban —le advirtió—, tu hermano tiene previsto
acabar con esos esclavos. Fingirá celebrar un banquete en su honor,
pero sus guerreros rodearán las chozas con lanzas, los conducirán
hasta estas piedras y los matarán. ¿Que cómo lo sé? Lo he oído,
Saban, de boca de las mujeres de Cathallo, donde tu hermano va a
acostarse con tu mujer. Retozan juntos, aunque, claro, ellos no lo
llaman así. Retozar es lo que hicimos tú y yo, lo que hacéis tú y
Kilda, lo que tu hijo probablemente hace con mi hija mientras tú
estás ahí con la boca abierta. No, Camaban y Aurenna ensayan el
matrimonio de Slaol y Lahanna. Es su sagrado deber —se mofó—, pero
sigue siendo retozar, por mucho que se disimule con oraciones, y
cuando han acabado, hablan. ¿Crees que las mujeres de Cathallo no
me transmiten hasta la última palabra que llega a sus oídos?
— Envíe el rombo para que me ayudaras
—dijo Saban—. Quiero que los esclavos vivan.
— ¿Aunque eso conlleve que el milagro
de Camaban no dé resultado?
Saban se encogió de hombros.
— Creo que Camaban teme que no dé
resultado, y por eso ha hecho mella en él la locura —respondieren
voz queda—. Esa locura no cesará hasta que haya consagrado su
templo. Y, después de todo, tal vez acuda Slaol. Ojalá lo
hiciera.
— ¿Y si no es así? —preguntó
Derrewyn.
— Entonces, he construido un gran
templo —respondió Saban con firmeza—. Y cuando la locura haya
terminado, vendremos aquí a bailar y a rezar, y los dioses se
servirán de las piedras como mejor les plazca.
— ¿Eso es todo lo que has hecho?
—indagó Derrewyn con acritud—. ¿Construir un templo?
Saban recordó lo que Galeth le había dicho
poco antes de su muerte.
— ¿Qué creían estar haciendo las gentes
de Cathallo cuando sacaron aquellos grandes mojones de las colinas?
—le preguntó a Derrewyn—. ¿Qué milagro iban a obrar aquellas
piedras?
Derrewyn se le quedó mirando un instante,
pero no tenía respuesta. Se volvió hacia Kilda.
— Mañana —ordenó—, les dirás a los
esclavos que van a asesinarlos la víspera del solsticio. Díselo en
mi nombre. Y diles que mañana por la noche un sendero de luz los
conducirá hasta lugar seguro. Y tú, Saban —se volvió hacia él y lo
señaló con un dedo huesudo—, mañana por la noche dormirás en
Ratharryn y enviarás a Leir y a mi hija de regreso a la isla. Si
Hanna se queda en Ratharryn probablemente morirá, pues, aunque
retoce con tu hijo, sigue siendo una de las esclavas de este
templo.
Saban frunció el ceño.
— ¿Volveré a ver a mi hijo?
— Regresaremos —confirmó Derrewyn—.
Regresaremos, y voy a hacerte una promesa con mi propia vida como
prenda. Tu hermano lleva razón, Saban. El día que se consagre este
templo, los muertos se alzarán. Ya lo verás. De aquí a tres días,
cuando la noche caiga sobre Ratharryn, los muertos se
alzarán.
Se caló la capucha y, sin volver la vista
atrás, se marchó.
Kilda no quería ir
con Saban al asentamiento.
— Soy una esclava —le dijo—. Si me
quedo en Ratharryn, me matarán.
— No lo permitiré —le aseguró
Saban.
— El templo ha vuelto loco a tu hermano
—respondió Kilda—, y aquello que tú no permitas, lo hará él con
sumo placer. Me quedaré aquí y recorreré el sendero de luz de
Derrewyn.
Saban aceptó su decisión, aunque a
regañadientes.
— Me estoy haciendo viejo —le dijo—, y
me duelen los huesos. No soportaría perder una tercera mujer.
— No me perderás —le prometió Kilda—.
Cuando haya terminado la locura, volveremos a estar juntos.
— Cuando haya terminado la locura —se
comprometió Saban—, me casaré contigo.
Con esa promesa partió camino de Ratharryn.
Estaba nervioso, pero, según descubrió, también reinaba el
nerviosismo en el asentamiento, que se había visto invadido por una
desasosegada expectación. Todo el mundo estaba a la espera de la
consagración del templo, aunque, aparte de Camaban, nadie sabía a
ciencia cierta qué cambios se producirían una vez transcurridos los
dos días, y hasta el propio Camaban se mostraba impreciso. «Slaol
regresará al lugar que le corresponde —era todo lo que decía—, y
nuestras penalidades desaparecerán con el invierno.»
Esa noche Saban cenó en la choza de Mereth,
donde se había reunido una docena de personas. Trajeron comida,
cantaron y relataron viejas historias. Era la clase de velada que
Saban había disfrutado a lo largo de toda su juventud, y sin
embargo esa noche los cánticos no tenían brío porque toda la choza
estaba pensando en el templo.
— Tú puedes decirnos lo que ocurrirá
—exigió un hombre a Saban.
— No lo sé.
— Por lo menos, vuestros esclavos
estarán felices —señaló otro hombre.
— ¿Felices? —repitió Saban.
— Van a celebrar un banquete.
— Un banquete con licor —terció
Mereth—. Han encargado a todas las mujeres de Ratharryn que
destilen tres jarras y mañana lo llevaremos al templo como
recompensa para los esclavos. Ya no queda miel en Ratharryn.
A Saban le habría gustado creer que Camaban
tenía intención de celebrar una fiesta en honor a los constructores
del templo, pero sospechaba que el licor tenía como único objeto
sumir en el sopor a los esclavos antes de que los lanceros
asaltaran su campamento. Cerró los ojos pensando en Leir y Hanna,
que en esos mismos instantes debían de estar siguiendo el curso del
río Mai hacia el norte. Los había abrazado a los dos y los había
visto partir sin otro equipaje que las armas de Leir. Saban aguardó
a que desaparecieran entre los árboles invernales y pensó en lo
sencilla que era la vida cuando su padre adoraba a Mai, Arryn,
Slaol y Lahanna, y cuando los dioses no hacían peticiones
extravagantes. Después llegó el oro, y con él las ambiciones de
Camaban de transformar el mundo.
— ¿Estás enfermo? —se interesó Mereth,
preocupado al ver a Saban pálido y ojeroso.
— Estoy cansado —reconoció Saban—. Eso
es todo —y se recostó contra la pared de la choza mientras los
presentes entonaban el cántico de la victoria de Camaban sobre
Rallin. Escuchó el cantar y sonrió cuando la esposa extranjera de
Mereth desgranó las primeras notas de una tonada de Sarmennyn. Era
la historia de un pescador que había atrapado un monstruo y había
luchado con él para arrastrarlo a través de las olas coronadas de
espuma hasta la orilla, y le recordó a Saban los años que había
vivido junto al río de Sarmennyn. La esposa de Mereth cantaba en su
propia lengua y las gentes de Ratharryn escuchaban movidas más por
amabilidad que por interés, pero Saban recordaba los días felices
en Sarmennyn, cuando Aurenna no aspiraba a ser una diosa sino que
se deleitaba con la construcción de embarcaciones y el traslado de
las piedras. Estaba recordando cómo aprendió Leir a nadar, cuando
un repentino grito procedente de la oscuridad en el exterior de la
choza le hizo volverse hacia la entrada para ver a unos lanceros
que corrían hacia el sur, en dirección a un destello en el
horizonte. Se quedó mirando y, por un disparatado instante, le
pareció que el vasto destello ígneo suponía que las piedras estaban
envueltas en llamas. Advirtió a Mereth que ocurría algo extraño en
el templo y se precipitó hacia la oscuridad.
Derrewyn, no podía ser nadie más, había
calado fuego a los grandes montones de leña y troncos de narria que
aguardaban la consagración. No se había contentado con ello, pues
cuando Saban llegó al sendero sagrado, vio que las chozas de los
esclavos también estaban en llamas. De hecho, ardía su propia choza
y las piras crepitantes iluminaban las piedras y las embellecían en
la oscuridad.
Entonces un guerrero anunció a gritos que
los esclavos habían desaparecido. O, al menos, la mayoría. Algunos,
demasiado asustados para huir o incrédulos ante el rumor que Kilda
se había ocupado de propagar durante todo el día, se apiñaron en
torno a la piedra solar, pero el resto había escapado hacia el sur
por el sendero de luz de Derrewyn. Saban subió a la cresta al sur
del templo para ver el sendero señalizado por el expediente de
clavar antorchas en la hierba y después encenderlas para que sus
llamas indicaran el camino hacia la salvación. Las antorchas ardían
ya medio apagadas en un sinuoso descenso entre las colinas, para
desaparecer entre los árboles más allá del Pabellón Funerario. El
sendero de luz estaba vacío, pues hacía ya tiempo que los esclavos
se habían marchado. A estas alturas, pensó Saban, estarían en las
profundidades del bosque y, mientras miraba, las antorchas a punto
de consumirse empezaron a parpadear y apagarse.
Camaban estaba furioso en medio del asombro
general. Pidió a gritos agua para extinguir los fuegos, pero el río
estaba muy lejos y los incendios eran muy intensos.
— ¡Gundur! —llamó—, ¡Gundur! —y cuando
acudió el guerrero, Camaban ordenó que todo lancero y hasta el
último sabueso de Ratharryn se pusieran tras la pista de los
fugitivos—. Y mientras tanto, llévalos al templo y mátalos. —Señaló
con su espada en dirección al puñado de esclavos
supervivientes.
— ¿Que los mate? —preguntó
Gundur.
— ¡Mátalos! —insistió Camaban, y dio
ejemplo derribando con su espada a un hombre que intentaba
explicarle lo que había ocurrido una vez hubo anochecido. El
infeliz, un esclavo que se había quedado en el templo esperando
gratitud, mostró asombro durante un instante, y luego cayó de
rodillas mientras Camaban le lanzaba tajos con ciega ferocidad.
Para cuando hubo acabado, Camaban estaba salpicado de la sangre del
esclavo, y entonces, lejos de quedar apagada su sed, miró en
derredor en busca de otro esclavo que matar, pero su vista topó con
Saban—. ¿Dónde estabas? —exigió saber Camaban.
— En el asentamiento —respondió Saban,
sin apartar la vista de su choza en llamas. Las escasas posesiones
que tenía estaban en esa cabaña. Sus armas, ropas y vasijas—. No
hay necesidad de matar esclavos —protestó.
— Yo decidiré si la hay o no —vociferó
Camaban, y levantó la espada ensangrentada—. ¿Qué ha ocurrido aquí?
—inquirió—. ¿Qué ha ocurrido?
Saban hizo caso omiso de la amenazante
espada.
— Dímelo tú —le desafío
fríamente.
— ¿Que te lo diga? —Camaban mantuvo la
espada en alto—. ¿Cómo iba a estar yo al tanto de esto?
— Aquí, hermano, no ocurre nada a menos
que tú lo decidas. Éste es tu templo, tu sueño, tu obra. —Saban
hacía esfuerzos por contener su ira, cada vez más caldeada. Miró
hacia las oscilantes llamas rojizas, cuya luz se proyectaba sobre
las piedras y colmaba el interior del templo con un trémulo
entramado de sombras ensortijadas—. Todo esto es obra tuya, hermano
—dijo con acritud—. Yo no he hecho sino lo que me has
ordenado.
Camaban se le quedó mirando y Saban creyó
que la espada iba a cernerse sobre él, porque los ojos de su
hermano, lustrosos a causa de la luz de las llamas, delataban una
ira terrible; pero entonces, de pronto, Camaban rompió a
llorar.
— Ha de correr la sangre —sollozó—. No
lo entendéis ninguno. Ni siquiera Haragg lo entendía. ¡Ha de correr
la sangre!
— El templo está bañado en sangre
—señaló Saban—. ¿Para qué hace falta más?
— Ha de correr la sangre. Sin sangre,
el dios no vendrá. ¡No acudirá! —Camaban lo dijo a voz herida. Los
hombres lo observaban cariacontecidos, porque ahora se sacudía como
si estuviera aquejado de dolorosos espasmos—. No deseo la muerte
—aulló—, pero es la voluntad de los dioses. Debemos ofrecerles
sangre o no nos darán nada a cambio. ¡Nada! ¡Y ninguno de vosotros
lo entiende!
Saban le apartó la espada de un manotazo y
cogió a su hermano por los hombros.
— Cuando empezaste a soñar con el
templo —musitó—, no veías sangre. No hay necesidad de que corra la
sangre. El templo ya ha cobrado vida.
Camaban lo miró con una expresión de
profunda perplejidad en su rostro listado.
— Ah, ¿sí?
— Lo he sentido —aseguró Saban—. Ha
cobrado vida. Y los dioses te recompensarán si dejas marchar a los
esclavos.
— ¿Lo harán? —indagó Camaban con voz
arredrada.
— Lo harán —afirmó Saban—. Te lo
prometo.
Camaban se apoyó contra Saban y lloró sobre
su hombro como un niño. Saban lo consoló hasta que, al cabo,
Camaban se incorporó.
— ¿Se arreglará todo? —preguntó
mientras se enjugaba las lágrimas con los puños.
— Todo se arreglará-le garantizó
Saban.
Camaban asintió, hizo ademán de decir algo,
pero en vez de eso echó a andar. Saban lo siguió con la mirada,
lanzó un suspiro y se dirigió hacia el templo para comunicar a
Gundur que los esclavos que se habían quedado podían seguir con
vida.
— Pero huid —les dijo a los esclavos en
tono inexorable—, huid sin dilación y marchaos lejos.
Gundur escupió sobre las sombras de las
piedras.
— Está loco —masculló.
— Siempre lo ha estado —dijo Saban—, ha
estado loco desde el día que nació tullido. Y nos hemos dejado
arrastrar por su locura.
— Pero, ¿qué ocurrirá cuando el templo
quede consagrado? —indagó Gundur—. ¿Hasta dónde llegará su
locura?
— Es eso precisamente lo que agrava su
demencia —aseguró Saban—. Pero si le hemos seguido hasta aquí, bien
podemos concederle dos noches más.
— Si los muertos no se levantan —dijo
Gundur apesadumbrado—, otras tribus se volverán contra nosotros
como lobos.
— Entonces, mantén afilada la lanza —le
aconsejó Saban.
El viento cambió durante la noche y empujó
el humo hacia el norte. Ese mismo viento trajo una intensa lluvia
que apagó los fuegos y arrastró el polvo de piedra que quedaba en
el círculo. Cuando los cielos se despejaron, antes del amanecer, se
vio un búho que daba vueltas en torno al círculo y luego se dirigía
hacia el Sol naciente. No podría haber habido mejor augurio.
El templo estaba listo y los dioses
merodeaban en las inmediaciones. El sueño se había hecho
piedra.
∗ ∗ ∗
Aurenna se dirigió a Ratharryn por la mañana
y llevó consigo a Lallic y una docena de esclavos. Fue a la choza
de Camaban y se quedó allí. Era un día de una calidez
extraordinaria, tanto así que hombres y mujeres paseaban sin mantos
y se maravillaban del nuevo viento del sur que había traído
semejante bonanza. Slaol ya restaba crudeza al invierno, decían, y
la calidez reafirmaba a las gentes en su convencimiento de que el
templo albergaba auténticos poderes.
Habían llegado muchos forasteros a
Ratharryn. Ninguno había sido invitado, pero todos acudían
aguijoneados por la curiosidad. Llevaban días viniendo, la mayor
parte de tribus vecinas, de Drewenna y las tribus a lo largo de la
costa sur, pero algunos venían desde el lejano norte y otros habían
arrostrado un viaje por mar para ver el milagro de las piedras.
Buena parte de los visitantes procedían de tribus que habían
sufrido la crueldad de las incursiones de Ratharryn en busca de
esclavos, pero todos acudían en son de paz y traían sus propios
alimentos, de modo que se les permitió erigir refugios entre los
arbustos colmados de bayas de los bosques vecinos. El día después
de que los esclavos huyeran, llegó Lewydd con una docena de
lanceros de Sarmennyn y Saban abrazó a su viejo amigo y le hizo
sitio en la choza de Mereth.
Lewydd era ahora jefe de Sarmennyn y lucía
una barba entrecana y dos nuevas cicatrices sobre sus mejillas
tatuadas de gris.
— Cuando murió Kereval —le dijo a
Saban—, nuestros vecinos creyeron que podrían conquistarnos sin
problema. Así que llevo años librando batallas.
— ¿Y las has ganado?
— He ganado las suficientes —respondió
Lewydd lacónicamente. Luego le preguntó por Aurenna y Haragg, se
interesó por Leir y Lallic y meneó la cabeza al oír las noticias de
Saban—. Deberías haber regresado a Sarmennyn —comentó.
— Es lo que siempre deseé.
— Pero te quedaste a construir el
templo.
— Era mi deber —reconoció Saban—. Para
eso me pusieron los dioses en este mundo, y me alegro de ello.
Nadie recordará las batallas de Lengar, es posible que incluso se
olvide la derrota de Cathallo, pero siempre verán mi templo.
Lewydd sonrió.
— Lo has construido bien. No he visto
nada parecido en toda la Tierra. —Acercó las manos a la hoguera de
Saban—. ¿Qué ocurrirá mañana?
— Debes preguntárselo a Camaban, si es
que se digna hablar contigo. ¦
— ¿Acaso contigo no habla? —preguntó
Lewydd.
Saban se encogió de hombros.
— No habla con nadie, aparte de
Aurenna.
— Las gentes dicen que Erek regresará a
la Tierra —aventuró Lewydd.
— Las gentes hablan mucho —señaló
Saban—. Dicen que todos nos convertiremos en dioses, que los
muertos se alzarán y que el invierno desaparecerá, pero no creo que
vayan a ocurrir cosas semejantes.
— Lo averiguaremos muy pronto —dijo
Lewydd en tono tranquilizador.
Las mujeres prepararon comida durante todo
el día. Camaban no había revelado planes para la consagración del
templo, pero el solsticio de invierno siempre había sido un día de
celebraciones, y por consiguiente las mujeres cocinaron, majaron y
atizaron los fuegos hasta que todo el interior del vasto terraplén
quedó colmado de los olores de la comida. Camaban permaneció en su
choza y Saban se alegró de ello, pues temía que su hermano echara
en falta a Leir y exigiera saber adonde había ido, pero ni Camaban
ni Aurenna repararon en su ausencia.
Pocos durmieron a pierna suelta esa noche,
ya que la expectación era mucha. Los bosques estaban iluminados por
los fuegos de los visitantes y en el oeste había, suspendida una
Luna nueva, aunque, al amanecer, la Luna palideció tras una niebla
mientras las gentes de Ratharryn se ataviaban con sus mejores
galas. Se peinaron y se engalanaron con collares de hueso,
azabache, ámbar y conchas. El tiempo seguía siendo
extraordinariamente benigno. Despejó la bruma y un repentino
aguacero hizo que todos corrieran en busca del refugio de sus
chozas, pero al escampar, un suntuoso arco iris cruzaba el cielo
del oeste. Un extremo del arco iris descendía hasta el templo y las
gentes subieron a la cresta del terraplén para maravillarse ante
augurio tan halagüeño.
Las nubes se desplazaron lentamente hacia el
norte para dejar un cielo despejado y pálido. A mediodía había
cientos de personas de docenas de tribus en la pradera en torno al
templo y, aunque había docenas y docenas de vasijas llenas de
licor, nadie se emborrachó. Unos bailaban, otros cantaban y los
niños estaban enfrascados en sus juegos. Nadie osaba cruzar la
zanja y los terraplenes, a excepción de una docena de hombres que
ahuyentaron las reses que pacían entre las piedras y después
limpiaron los excrementos que habían dejado en el interior del
círculo sagrado. La gente permanecía junto al terraplén exterior
más bajo y contemplaba las piedras, que, limpias, plácidas y
rebosantes de misterio, ofrecían un aspecto espléndido. Saban
recibió toda clase de halagos y hubo de contar una y otra vez las
historias de la construcción del templo: cómo algunos pilares
resultaron muy cortos, cómo había levantado los dinteles y cuánto
sudor se había derramado con cada piedra.
Amainó el viento y el día cobró una quietud
extraordinaria que no hizo más que acrecentar el ambiente de
expectación. El Sol se ponía en el cielo del sur y seguía sin
llegar procesión ninguna de Ratharryn, aunque las gentes decían
que, en torno al templo de Mai y Arryn, se estaban reuniendo
bailarinas y músicos. Saban hizo pasar a Lewydd a través de la
entrada del Sol y le explicó cómo había clavado las piedras en el
suelo y las había alzado hacia los cielos. Acarició el flanco de la
piedra madre, el único pilar de Sarmennyn que quedaba en todo el
anillo, y recogió unas lascas de roca que yacían sobre la hierba en
torno a los huesos de Haragg. La lluvia había limpiado la sangre
del último sacrificio y el templo emanaba un dulce olor. Lewydd
contempló los arcos de la morada del Sol y se quedó sin
palabras.
— Es… —dijo, pero no fue capaz de
continuar.
— Es hermoso —reconoció Saban. Conocía
hasta la última piedra. Sabía cuáles habían sido más difíciles de
levantar y cuáles habían entrado en sus agujeros sin problema.
Sabía dónde había caído un esclavo de una plataforma y se había
roto una pierna, y dónde otro había quedado aplastado bajo una
piedra cuando la giraban para tallarla, y osó desear que todas las
penalidades de la vida tocaran a su fin ese día, al abrirse paso
Slaol hasta su nueva morada.
Entonces alguien gritó que los sacerdotes se
acercaban, y Saban instó a Lewydd a abandonar el templo para que
quedase vacío. Se abrieron camino entre el gentío para ver que la
procesión venía por fin desde el asentamiento.
Venían en vanguardia una docena de
bailarinas que arrastraban por el suelo ramas de fresno sin hojas,
y detrás de ellas los tambores y más bailarinas, y luego los
sacerdotes con la piel desnuda cubierta de creta y adornada con
dibujos y la cabeza engalanada con cornamentas de ciervo o cuernos
de carnero. En último lugar apareció un gran grupo de guerreros,
todos con colas de zorro entreveradas en el cabello y colgadas de
las lanzas. Saban no había visto nunca llevar armas a la
consagración de un templo, pero supuso que esa tarde nada sería
igual, porque el niño tullido iba a enderezar el mundo.
Uno de los sacerdotes que se acercaban
portaba el estandarte de la tribu, con la calavera, y Saban vio que
el cráneo blanco se mecía adelante y atrás mientras los sacerdotes
aplacaban a los espíritus. Oraron en el lugar donde había caído
muerto un hombre, clamaron al dios del oso donde un niño había
fenecido destrozado y se detuvieron ante las tumbas para, contarles
a los ancestros el gran acontecimiento que se celebraba ese día en
Ratharryn. Al ver la calavera, a Saban le vino a las mientes el
falso juramento y se tocó la ingle mientras oraba para que los
dioses le perdonaran. Más allá de los sacerdotes, el humo del
asentamiento ascendía en vertical hacia el cielo, que seguía
despejado, aunque las primeras tenues sombras de la noche habían
comenzado a mermar el norte.
La procesión volvió a ponerse en marcha,
descendió hacia el valle y luego inició el ascenso entre los
márgenes del sendero sagrado. La muchedumbre había empezado a
danzar al ritmo de los tambores que se acercaban, a mecerse a
derecha e izquierda, a avanzar y retroceder, dando comienzo al
baile que no terminaría hasta que los tambores callaran.
Camaban y Aurenna no habían venido con los
sacerdotes, que ahora se disponían formando un anillo en torno a la
zanja del templo, mientras las bailarinas barrían con sus ramas el
círculo de creta para alejar los espíritus malévolos que pudieran
rondar por allí. Una vez limpio el círculo, los guerreros
constituyeron un anillo defensivo en torno a la zanja de
creta.
Las mujeres de Ratharryn entonaron el
cántico nupcial de Slaol. Danzaban al son de sus propias voces, se
detenían cuando cesaba la canción y volvían a bailar cuando se
reanudaba el hermoso lamento. La música reflejaba tal padecimiento
y era tan bella que Saban notó que le asomaban lágrimas a los ojos
y empezó a mecerse al percibir el espíritu reinante en su interior.
En torno a él, la nutrida muchedumbre se cimbreaba conforme las
voces crecían y se detenían, ascendían y se coreaban. El Sol ya se
encontraba bajo en el horizonte, pero aún lucía con intensidad sin
estar impregnado todavía del rojo sanguinolento de su muerte
invernal.
Se oyó un murmullo al fondo del gentío, y
Saban se volvió para ver que tres figuras habían salido de
Ratharryn. Una iba vestida de negro de la cabeza a los pies, otra
de blanco y la tercera ataviada con una túnica de piel de ciervo.
Era Lallic la que llevaba la túnica, y caminaba entre Camaban y
Aurenna, que iban engalanados con mantos de plumas. El manto de
Camaban estaba profusamente adornado de plumas de cisne, y el de
Aurenna, cuyo cabello brillaba con la misma intensidad que el día
que la conociera Saban, iba recubierto de plumas de cuervo. Blanco
y negro, Slaol y Lahanna. Una expresión de placer extático
transfiguraba el rostro de Aurenna. Era ajena a la muchedumbre
expectante y a los sacerdotes en silencio, e incluso a las
gigantescas piedras, porque su espíritu ya había sido transportado
al nuevo mundo que traería el templo. El gentío guardó
silencio.
Camaban había ordenado que se levantaran dos
nuevas pilas de madera, una a cada lado del templo pero bien lejos
de las piedras, y un centenar de hombres habían trabajado toda la
jornada anterior para reconstruir lo que había quemado Derrewyn. Se
prendió fuego a las nuevas pilas de maderos. Las llamas se
propagaron con avidez por los enormes montones a los que se habían
echado árboles enteros para que las hogueras se mantuviesen
encendidas durante toda la larga noche del solsticio de invierno.
El siseo y el crepitar de las hogueras constituyeron el ruido más
intenso de la tarde, pues el tañer de los tambores, los cánticos y
los bailes habían tocado a su fin al llegar las tres figuras por el
sendero sagrado.
Camaban se detuvo junto a la piedra solar, y
Lallic, obediente a la orden que éste musitó, se colocó delante de
la piedra con la mirada puesta en el templo.
— ¿Es tu hija? —le preguntó Lewydd
entre susurros.
— Sí, es mi hija —confirmó Saban—. Va a
ser una sacerdotisa del templo. —Le habría gustado acercarse a
Lallic, pero dos lanceros le salieron al paso de inmediato.
— Debes permanecer en tu lugar —le
advirtió uno, y bajó la punta de la lanza de modo que quedara a la
altura del pecho de Saban—. Camaban ha insistido en que todos
permanezcamos en nuestro sitio —le explicó el lancero. Aurenna se
adentró en la larga sombra de las piedras y desapareció en el
interior del templo.
La muchedumbre aguardó. El Sol ya estaba muy
bajo, pero las sombras del templo no se prolongaban todavía hasta
la piedra solar. Había un tenue matiz rosáceo en el cielo y,
mientras que las piedras colocadas más al sur estaban impregnadas
de ese color, el interior del templo ya se encontraba en tinieblas.
El entramado de sombras iba perfilándose a medida que las piedras
adquirían profundidad. En el umbrío corazón del templo, se oyó la
voz de Aurenna.
Cantó durante largo rato y el gentío aguzó
el oído para escucharla, porque su voz no era muy fuerte y quedaba
amortiguada por la barrera que constituían los altos pilares, pero
los que más cerca se encontraban de los lanceros oían sus palabras
y se las susurraban a los que estaban detrás.
— Slaol creó el mundo —cantaba
Aurenna—, y creó a los dioses para que preservaran el mundo, y creó
a la gente para que viviese en el mundo, y creó las plantas y los
animales para dar cobijo y alimento a la gente; y al principio, una
vez hubo creado todo ello, no había sino vida, amor y alegría, pues
hombres y mujeres eran compañeros de los dioses. Pero algunos
dioses tenían envidia a Slaol porque ninguno era tan brillante y
poderoso como su creador. Lahanna fue la que se mostró más celosa,
e intentó mermar el resplandor de Slaol deslizándose delante de su
rostro; al fracasar en su empeño, convenció a la humanidad de que
acabaría con la muerte si la adoraban a ella en vez de a Slaol. Fue
entonces —continuó Aurenna—, cuando comenzaron las desdichas del
hombre. La desgracia y la enfermedad, el trabajo y el dolor, y la
muerte no fue derrotada porque Lahanna había mentido. Slaol se
apartó del mundo para dejar que el invierno se cebara en la Tierra
con objeto de que la humanidad se apercibiera de su poder.
»Pero ahora-cantó Aurenna—, el mundo
regresará a sus orígenes. Lahanna se humillará ante Slaol y éste
regresará y pondrá fin al sufrimiento. No habrá más inviernos ni
más pesar, pues Slaol ocupará su lugar adecuado y los muertos
acudirán a Slaol en vez de a Lahanna y caminarán en su inmenso
resplandor. —La voz de Aurenna, débil y sibilante, parecía emanar
incorpórea de entre las rocas—. Moraremos en la gloria de Slaol y
gozaremos de sus favores. —Y con esas palabras, la sombra del arco
superior se prolongó para posarse sobre la piedra solar y Slaol,
deslumbrante, inmenso y terrible, quedó suspendido justo por encima
de su templo. La tarde refrescaba y la primera ráfaga del viento
nocturno agitó los penachos de humo de las hogueras.
»Slaol es quien otorga la vida —continuó
Aurenna—, el único que la otorga, y nos la otorgará si se la
otorgamos a él. —La sombra ascendía por la piedra solar. Mientras
que ahora toda la extensión entre la base de esa piedra y el templo
estaba ensombrecida, el resto de la ladera se veía verde bajo la
última luz del año—. Esta noche —anunció Aurenna—, ofreceremos a
Slaol una prometida de la Tierra y él nos la devolverá.
Transcurrieron unos instantes antes de que
Saban entendiera el significado de esas palabras, y entonces cayó
en la cuenta del destino que aguardaba a Lallic, el mismo destino
que había eludido Aúrenna en el Templo del Mar en Sarmennyn, y
comprendió que su juramento se le estaba cobrando en sangre.
— ¡No! —gritó Saban, rompiendo la
solemne quietud de la muchedumbre, y uno de los lanceros lo golpeó
en la sien con el cabo de su lanza. Saban cayó al suelo y otro
guerrero le puso la hoja de su arma en el cuello. Camaban no se
volvió al oír el revuelo, como tampoco se movió Lallic; Aurenna,
ajena a todo, siguió adelante:
— Ofreceremos una prometida al Sol
—salmodió—, y al ver regresar a nosotros con vida a esa prometida
tendremos la certeza de que el dios nos ha escuchado y nos ama, y
de que todo irá bien. Los muertos se alzarán —cantó Aurenna—, los
muertos bailarán, y cuando la prometida regrese a la vida ya no
habrá más llanto en plena noche, ni más sollozos por los muertos,
pues la humanidad vivirá con los dioses y será como ellos. —Saban
hizo intento de levantarse, pero lo sujetaban los dos lanceros y
vio que el Sol estaba oculto tras el arco superior y derramaba su
resplandor sobre el contorno del templo.
Camaban se volvió hacia Lallic y le ofreció
una sonrisa. Sacó las manos de debajo del manto de plumas blancas y
le desató con cuidado el lazo del cuello de su túnica. La joven
tembló levemente y escapó de su boca un gemido.
— Vas a emprender un viaje —la
tranquilizó Camaban—, pero no será muy largo. Saludarás a Slaol
cara a cara y nos traerás de vuelta su salutación.
Lallic asintió y Camaban abrió la túnica de
piel de ciervo que le cubría los hombros y la dejó caer para que su
cuerpo blanco y desnudo se recortara trémulo ante la mole gris de
la piedra solar.
— Aquí viene —susurró Camaban, y de
debajo de su manto sacó un cuchillo de bronce con la empuñadura de
madera tachonada con un millar de puntas doradas—. Aquí viene
—repitió al tiempo que se volvía hacia las piedras.
En ese instante el Sol atravesó el arco más
alto del templo para enviar un haz de luz brillante hacia la piedra
solar. El rayo de luz, estrecho, puro y resplandeciente, se deslizó
sobre el dintel en el lado opuesto del anillo del cielo, atravesó
el arco más alto y pasó bajo el dintel más próximo para ir a caer
sobre Lallic, que se estremeció al ver alzarse el cuchillo. La hoja
de bronce resplandeció al Sol.
— ¡No! —volvió a gritar Saban, y los
lanceros apretaron las hojas de bronce contra su cuello, mientras
el gentío contenía la respiración.
Pero el cuchillo no se movió.
La muchedumbre aguardó. El haz de luz no
duraría mucho. Ya estaba menguando, conforme el Sol se hundía en el
horizonte más allá del templo, pero la hoja seguía en alto y Saban
la veía temblar. Lallic se estremeció de miedo y alguien instó a
Camaban en un siseo a que asestara la cuchillada antes de que se
ocultara el Sol, pero, del mismo modo que Hirac quedara paralizado
al ver el oro en la lengua de Camaban, el propio Camaban había
quedado inmóvil.
Pues los muertos se habían alzado.
Tal como prometiera Derrewyn, los muertos se
habían alzado.
∗ ∗ ∗
Había un pequeño grupo de personas al cabo
del sendero sagrado. Al tomarlos por gente que llegaba tarde a la
ceremonia, nadie había reparado en su presencia, pero habían
permanecido en las tierras bajas mientras Aurenna cantaba la
historia del mundo. Una única figura se adelantó del grupo y
ascendió el sendero sagrado entre las blancas zanjas de creta.
Caminaba a paso lento, vacilante, y fue su presencia lo que
agarrotó la mano de Camaban. El sacerdote seguía sin poder moverse
y miraba fijamente a la mujer que se adentraba en la larga sombra
del templo. Iba arropada con un manto de pieles de tejón y un chal
de lana le cubría a modo de capucha el cabello largo y blanco; los
ojos que miraban desde la capucha eran malévolos, astutos y
aterradores. Se acercaba lentamente debido a que era vieja; tanto,
que nadie sabía hasta qué punto. Era Sannas y había venido para
recuperar su alma. Camaban, de pronto, le ordenó a voz en grito que
se marchara de allí. El cuchillo le temblaba en la mano.
— ¡Ahora! —gritó Aurenna desde el
templo—. ¡Ahora!
Pero Camaban no podía moverse. Tenía la
mirada fija en Sannas, que se acercó a la piedra solar. Una vez
allí, le ofreció una sonrisa con el único diente de su boca.
— ¿Tienes mi alma a salvo? —le
preguntó, en una voz reseca como los huesos que llevaban
generaciones enterrados en el oscuro corazón de sus túmulos
funerarios—. ¿Está a salvo mi alma, Camaban? —inquirió.
— N-n-no me mates, p-p-por favor,
n-n-no me mates —suplicó Camaban. La anciana le sonrió, le echó los
brazos al cuello y le besó en la boca. La muchedumbre miraba
asombrada; muchos reconocieron a la anciana y se tocaron la ingle
estremecidos de miedo. Fue entonces cuando Lewydd apartó de un
golpe a los aterrados guerreros que sujetaban a Saban contra el
suelo y éste pudo ponerse en pie, se hizo con una de las lanzas de
los guardias y echó a correr hacia la piedra solar donde mermaba el
último rayo de luz de Slaol.
— ¡Ahora! —volvió a gritar Aurenna, y
el gentío empezó a proferir gemidos y lamentos por miedo a la
hechicera muerta con su manto blanco y negro.
Los lanceros no se atrevieron a interferir
porque habían reparado en el terror de Camaban y se les había
contagiado. Sannas apartó la boca de los labios de Camaban.
— ¡Lahanna!-, rogó con su áspera voz—,
devuélveme mi último aliento —y volvió a besarle.
En ese momento, Saban clavó la lanza con
todas sus fuerzas en la espalda de su hermano. No vaciló, pues era
su propio juramento lo que había puesto en peligro la vida de su
hija y él era el único que podía salvarla, y apuntó hacia la parte
superior de la espalda de Camaban para que la pesada hoja le
quebrara las costillas y se le clavase en el corazón. Saban gritó
al asestar el lanzazo, y la fuerza de la mortal embestida hizo
venirse abajo a Camaban, ya agonizante, aunque con los labios de la
mujer todavía contra los suyos. Sannas se aferró a Camaban en su
caída y aguardó a comprobar que su enemigo estaba de veras muerto
antes de quitarse la capucha. Entonces Saban vio que, tal como
había supuesto, era Derrewyn, y se quedaron mirándose. Entre ellos
la hierba estaba manchada de sangre y la luz casi había
desaparecido de la piedra solar.
— Me he llevado su alma —susurró
Derrewyn a Saban. Se había emblanquecido el cabello con ceniza y
aún tenía las encías ensangrentadas tras haberse arrancado casi
todos los dientes—. Me he llevado su alma —repitió exultante.
Justo en ese momento, Aurenna salió a la
carrera del templo gritando a pleno pulmón, y al llegar a la altura
de Saban sacó una daga de cobre de debajo del manto de plumas
negras. Aún caía un tenue haz de luz sobre el rostro de Lallic. La
luz brillaba sobre la prometida del Sol y la piedra que había a su
espalda, la piedra que señalaba el nacimiento de Slaol en el
solsticio de verano y servía al dios del Sol como recordatorio de
su fuerza. Slaol vería la piedra, reconocería su poder y al ver la
ofrenda depositada ante la piedra sabría los deseos de sus amadas
gentes. Y, sin duda, se lo otorgaría. O al menos, con ese
convencimiento clavó Aurenna el verde filo en la garganta de su
hija para que la sangre manara a borbotones y tiñera de escarlata
el manto de blancas plumas de Camaban.
— ¡No! —gritó Saban, pero ya era
tarde.- ¡Ahora! —Aurenna se volvió hacia el Sol—. ¡Ahora!.
Saban la miró aterrado. Había supuesto que
Aurenna corría al rescate de Lallic, no con intención de matarla,
pero la chica se había derrumbado a los pies de la piedra y su
cuerpecillo blanco estaba cubierto de sangre. Profirió un gemido
ahogado y sus ojos miraron a Saban, pero a continuación expiró y
Aurenna dejó caer el cuchillo e invocó una vez más a Slaol.
— ¡Ahora, ahora!
Lallic no se movió.
— ¡Ahora! —vociferó Aurenna. Tenía los
ojos arrasados en lágrimas—. Lo prometiste. ¡Lo prometiste!
—Trastabilló hacia el templo con el cabello enmarañado, los ojos
abiertos de par en par y las manos enrojecidas por la sangre de su
hija— ¡Erek! ¡Ahora, ahora!
Saban se volvió para seguirla, pero Derrewyn
levantó una mano.
— Deja que encuentre la verdad —dijo,
todavía con la voz de Sannas.
— ¡Ahora! —aulló Aurenna—. ¡Nos lo
prometiste! ¡Por favor! —Había roto a llorar y los sollozos le
provocaban fuertes espasmos—. ¡Por favor! —Estaba otra vez entre
las piedras y el rayo de luz había desaparecido, de modo que el
templo estaba cubierto por las sombras pero rodeado todavía por la
claridad del Sol poniente. Aurenna, entre sollozos y gemidos, se
volvió para ver que su hija no vivía y echó a correr entre las
piedras, sorteando los pilares hasta el lado sur del anillo del
cielo, donde se hincó de rodillas en el amplio hueco junto al
esbelto pilar, unió las manos y volvió a invocar al Sol, que ahora
se veía rojo, vasto e impávido en el horizonte—. ¡Lo prometiste!
¡Lo prometiste!
Saban no lo vio pero alcanzó a oírlo. Oyó el
crujido y el inmenso chirrido, y luego el estrépito que hizo
temblar la tierra, y supo que el último pilar del anillo de Lahanna
se había quebrado y había caído el dintel. El grito de Aurenna
quedó interrumpido.
Slaol se ocultó detrás de la Tierra.
Todo quedó en silencio
∗ ∗ ∗
A pesar de que Saban no deseaba ser jefe de
Ratharryn, la tribu lo escogió y no aceptó una negativa. Adujo que
Leir era más joven y Gundur un guerrero experimentado, pero los
hombres de Ratharryn estaban hartos de tener por jefes a lanceros o
visionarios y querían a Saban. Querían que fuera como su padre, así
que Saban rigió Ratharryn tal como había hecho su progenitor.
Impartió justicia, almacenó cereales y dejó que los sacerdotes le
comunicaran a través de qué señales manifestaban los dioses sus
deseos.
Derrewyn regresó a Cathallo y fue elegida
jefa de su tribu, pero Leir y Hanna se quedaron en Ratharryn, donde
Kilda se desposó con Saban. El templo de Slaol, el que estaba a las
puertas del asentamiento, se consagró a Lahanna.
El mundo continuó como siempre. El invierno
fue tan gélido como otros años. Nevó. Los ancianos, los enfermos y
los malditos murieron. Saban repartió cereales, envió cazadores a
los bosques y guardó los tesoros de la tribu. Algunos ancianos
comentaban que era como si Hengall, en vez de morir, hubiera
renacido en Saban.
Y sin embargo, en la colina se erigía un
círculo quebrado de piedra dentro de un anillo de creta.
Los cadáveres de Camaban, Aurenna y Lallic
se llevaron al Pabellón Funerario, y allí, a la sombra de la piedra
madre, los cuervos se regalaron con su carne hasta que, a finales
de la primavera, ya sólo quedaban huesos blancos sobre la hierba.
Los huesos de Haragg hacía ya tiempo que se habían enterrado.
El templo no quedó desierto en ningún
momento. Ya ese primer crudo invierno acudieron gentes a las
piedras. Iban con sus enfermos en busca de curación, con sus sueños
en busca de hacerlos realidad y con regalos para que continuara el
esplendor de Ratharryn. Saban estaba sorprendido, pues, a su modo
de ver, con la muerte de Camaban y el desplome del dintel, el
templo había sido un fracaso. Slaol no había regresado a la Tierra
y el invierno seguía cubriendo de hielo el río, pero las gentes que
iban al templo estaban convencidas de que las piedras habían obrado
un milagro.
— Y así fue —aseguró Derrewyn a Saban,
la primavera siguiente a la muerte de Camaban.
— ¿Qué milagro? —indagó Saban.
Derrewyn hizo una mueca.
— Tu hermano estaba convencido de que
las piedras controlarían a los dioses. Creía que él mismo era un
dios y Aurenna una diosa, ¿y qué ocurrió?
— Murieron —respondió Saban
secamente.
— Los mataron las piedras —puntualizó
Derrewyn—. Esa noche los dioses acudieron al templo, mataron al
hombre que afirmaba ser un dios y aplastaron a la mujer que se
creía diosa. —Se quedó mirando el templo— Es una morada de los
dioses, Saban. De veras lo es.
— También mataron a mí hija —recordó
Saban con amargura.
— Los dioses exigen sacrificios. —La
voz de Derrewyn era áspera—. Siempre los han exigido. Y siempre los
exigirán.
Aurenna y Lallic fueron enterradas en una
tumba conjunta y Saban levantó un túmulo sobre ellas. Erigió otro
túmulo para Camaban, y fue esa segunda tumba la que trajo a
Derrewyn a Ratharryn. Presenció la colocación de los huesos de
Camaban en el agujero central del túmulo.
— ¿No vas a llevarte su mandíbula? —le
preguntó a Saban.
— Deja que hable con los dioses como
hizo siempre. —Saban colocó la pequeña maza junto al cadáver de su
hermano y añadió el cuchillo de cobre, la pesada hebilla de oro y,
por último, un hacha de bronce—. En el más allá —le explicó Saban—,
podrá trabajar. Siempre se jactó de no haber blandido un hacha,
pues que la blanda ahora. Podrá talar árboles, como hice yo.
— Y, después de todo, quedará al
cuidado de Lahanna —señaló Derrewyn con una sonrisa
desdentada.
— Eso parece —reconoció Saban.
— Entonces le puede llevar un regalo de
mi parte. —Derrewyn subió hasta el agujero y colocó los tres rombos
sobre el pecho de Camaban. Puso el más grande en el centro y los
dos pequeños a los lados. Un petirrojo se posó en el borde del
agujero, y Saban interpretó la presencia del pájaro como señal de
que los dioses daban su aprobación a la ofrenda.
Saban ayudó a Derrewyn a descender de la
tumba. Lanzó una última mirada a los huesos de su hermano y les
volvió la espalda. «Llenadlo», ordenó a los hombres que aguardaban,
y éstos empezaron a cubrir de tierra y creta el cadáver de Camaban
para acabar el túmulo, que quedaría entre las demás tumbas de
antepasados, en la cresta cubierta de hierba por encima del
templo.
Saban regresó a casa.
Caía la tarde y la sombra de las piedras se
prolongaba hacia Ratharryn. Los mojones se levantaban grises y
desvaídos, quebrados e imponentes, distintos a cualquier otra cosa
erigida sobre la Tierra, pero Saban no volvió la mirada. Era
consciente de que había construido algo grande y que las gentes
acudirían a adorar a los dioses hasta el final de los tiempos, pero
no volvió la vista. Tomó a Derrewyn por el brazo y se alejaron
hasta quedar fuera de la sombra que proyectaba el templo.
Había trampas de pesca por reparar, tierras
por arar, cereales que sembrar y disputas que dirimir.
A espaldas de Saban y Derrewyn, el Sol
poniente relumbró sobre el arco superior del templo. Destelló
durante un rato, dotando a las piedras de una luz deslumbrante, y
luego se hundió, y en el crepúsculo el templo se tornó negro como
la noche. El día dio paso a la oscuridad y las piedras quedaron a
merced de los espíritus.
En cuyo poder continúan.