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Antes de que Saban pudiera dar comienzo a la construcción, tenía que trasladar las piedras de Cathallo. Era consciente de que no podía llevarlas por la vía más directa hasta Ratharryn, porque cruzaba los pantanos a las afueras de Maden y ascendía la empinada colina justo al sur de ese asentamiento, y los enormes mojones no habrían superado semejantes obstáculos; de modo que pasó el verano dedicado a la búsqueda de una ruta más adecuada. Insistió en que le acompañara Leir porque, como le dijo a Aurenna, ya era hora de que el chico aprendiera a sobrevivir lejos de cualquier asentamiento. El y Leir recorrieron las tierras del oeste en busca de un camino que evitara los pantanos y las colinas de pendiente más pronunciada. La exploración les llevó la mayor parte del verano, pero, al cabo, Saban descubrió una vía por la que salir de Cathallo con las piedras en dirección a poniente, para luego trazar un amplio arco de modo que se acercaran al Templo del Cielo desde el oeste.
Saban disfrutaba de la compañía de Leir. Se mantenían atentos a la aparición de proscritos, pero no vieron ninguno, porque los territorios del oeste eran muy transitados por los guerreros de Ratharryn. Saban enseñó a Leir a utilizar el arco y, el último día, después de que Saban abatiera un ciervo de un solo flechazo, dejó que Leir matara la bestia con la lanza. El chico mostró muy buena disposición, pero pareció sorprendido ante la fuerza necesaria para atravesar la piel del ciervo. Se las arregló para evitar los golpes que lanzaba el animal con las pezuñas y hundir la hoja de bronce en su carne. Y, puesto que era la primera pieza que cobraba su hijo, Saban le embadurnó el rostro con la sangre de la presa.
— ¿Volverá el ciervo a la vida? —preguntó Leir a su padre.
— No lo creo —respondió Saban con una sonrisa. Arrancó la piel del vientre del animal y después sacó un cuchillo para cortar los músculos que le recubrían las entrañas—. Nos habremos comido la mayor parte.
— Madre dice que todos volveremos a la vida —dijo Leir sin asomo de ironía.
Saban se volvió sobre los talones. Tenía manos y muñecas cubiertas de sangre.
— ¿Eso dice?
— Asegura que las tumbas quedarán vacías una vez esté construido el templo —continuó Leir, con la mayor seriedad—. Todos aquellos a los que hayamos querido volverán a la vida. Eso es lo que dice.
Saban se preguntó si su hijo no habría malinterpretado las palabras de Aurenna.
— ¿Cómo los alimentaremos? —se planteó en tono jocoso—. Si ya es difícil alimentar a los vivos, imagina a los muertos.
— Nadie caerá enfermo nunca más —siguió Leir—, ni nadie volverá a estar afligido.
— Esa es sin duda la razón de que estemos construyendo el templo —afirmó Saban, mientras regresaba al cadáver todavía caliente y hendía la carne con el cuchillo para dejar al descubierto las enroscadas entrañas del ciervo. Llegó a la conclusión de que Leir debía de andar equivocado, porque ni Camaban ni Haragg habían proclamado en ningún momento que el templo sojuzgaría a la muerte, pero esa noche, después de que él y Leir hubieran llevado la mayor parte de la carne del ciervo a Ratharryn, Saban preguntó a Camaban por las palabras de Aurenna.
— Así que no habrá más muerte, ¿eh? —parafraseó Camaban. El y Saban estaban en la antigua choza de su padre, donde Camaban tenía ahora media docena de esclavas que cuidaban de él. Los hermanos habían compartido una bandeja de cerdo y Camaban mondaba una de las costillas con los dientes—. ¿Eso dice Aurenna?
— Al menos, eso me ha dicho Leir.
— Y es un chico espabilado —comentó Camaban, al tiempo que miraba de soslayo el rostro embadurnado de sangre de su sobrino, que dormía en un costado de la choza—. En mi opinión, es posible —dijo con circunspección.
— ¿Volverán los muertos a la vida? —indagó Saban, perplejo.
— ¿Quién sabe lo que puede ocurrir cuando se reúnan los dioses? —se lamentó, rebuscando otra costilla en la bandeja—. El invierno desaparecerá, de eso no me cabe duda. En cuanto a la muerte…, ¿por qué no? —Frunció el ceño en ademán pensativo—. ¿Por qué rezamos?
— Para obtener buenas cosechas, para que nuestros hijos estén sanos —aventuró Saban.
— Rezamos —le corrigió Camaban—, porque la vida no es el fin. La muerte no es el fin. Después de la muerte volvemos a la vida, pero, ¿dónde? En la noche, con Lahanna. Sin embargo, Lahanna no da la vida, es Slaol quien la da, y nuestro templo arrebatará los muertos a Lahanna para dárselos a Slaol. Así que tal vez Aurenna esté en lo cierto. Come moras, son las primeras de la temporada y están muy sabrosas. —Una de sus esclavas había traído las moras y se sentó al lado de Camaban. Era una delgada joven de Cathallo, con ojos grandes y atentos y una buena mata de cabello moreno y rizado. Apoyó la cabeza sobre el hombro de Camaban y éste le introdujo distraídamente una mano por debajo de la túnica para acariciarle un pecho—. Mientras yo andaba enfrascado en el templo, Aurenna lleva mucho tiempo hablando de cosas así —continuó Camaban—. Debe de creer que los dioses nos recompensarán por reunirlos, cosa que parece bastante probable, ¿no crees? Y, ¿qué mejor recompensa que el fin de la muerte? —Le puso una mora en la boca a la chica—. ¿Cuándo estarás listo para trasladar las primeras piedras?
— En cuanto las heladas endurezcan la tierra.
— Te harán falta esclavos —señaló Camaban, mientras daba otra mora a la joven. Ella, juguetona, le mordisqueó las yemas de los dedos, y Camaban le propinó un pellizco que la hizo quejarse entre risas—. Este invierno voy a enviar varias partidas de guerra a la captura de esclavos.
— No son esclavos lo que necesito —replicó Saban, un tanto distraído. La chica de su hermano le daba celos. No había seguido el consejo de Haragg, aunque en ocasiones se veía tentado—. Me hacen falta bueyes.
— Te proporcionaremos bueyes —le prometió Camaban—, pero también necesitarás esclavos. Vas a tallar las piedras, ¿recuerdas? Los bueyes no pueden llevar a cabo semejante tarea.
— ¿Tallarlas? —protestó Saban, con tal fuerza que despertó a Leir.
— Claro —exclamó Camaban, y señaló con la mano libre los bloques de madera de su maqueta del templo, que esa misma tarde habían servido de juguetes a Leir—. Las piedras deben estar tan pulidas como esos bloques. Cualquier tribu puede erigir toscas piedras como las de Cathallo, pero las nuestras estarán talladas. Se caracterizarán por su hermosura. Serán perfectas.
Saban torció el gesto al oír la irreflexiva exigencia de su hermano.
— ¿Sabes lo dura que es esa piedra? —le preguntó.
— Sé que las piedras deben tallarse y que lo harás tú —replicó Camaban obstinadamente—, y sé que, cuanto más tiempo pases hablando de ello, más te costará.
Saban y Leir regresaron a pie a Cathallo al día siguiente. La sangre del ciervo, seca y cuarteada, embadurnaba todavía el rostro del chico cuando corrió a los brazos de su madre, y ésta se horrorizó. Escupió sobre sus propios dedos para limpiarle la sangre y reprendió a Saban.
— No necesita aprender a matar —protestó.
— Es la primera habilidad que debe adquirir todo hombre —afirmó Saban—. Si no se aprende a matar, no se come.
— Los sacerdotes no cazan lo que comen —replicó Aurenna furiosa—, y Leir está destinado a ser sacerdote.
— Es posible que no quiera serlo.
— Lo he soñado —insistió Aurenna en actitud desafiante, apelando de nuevo a una autoridad que Saban no podía poner en tela de juicio—. Los dioses lo han decidido —afirmó, y apartó a Leir de su padre.
Fue después de la cosecha cuando Saban arrancó la primera piedra de la ladera de la colina. Era una de las más pequeñas, y aun así necesitaron veinticuatro bueyes para arrastrar la narria pendiente abajo. Los bueyes iban dispuestos en tres hileras de a ocho, y detrás de cada reata de bestias, igual que una enorme barra tras sus rabos, iba un tronco de árbol al que se habían amarrado los arneses. Cada tronco iba sujeto a la narria por medio de dos largas sogas de piel de buey. Ya en los primeros pasos, Saban observó que los bueyes de la reata posterior mostraban tendencia a pisar las sogas cuando desfallecían los animales que iban delante, de modo que dejaron reposar la piedra mientras reclutaban una docena de niños del asentamiento y les enseñaban a alzar las sogas cada vez que se destensaban. Se proveyó a los chicos de palos acabados en punta para que azuzaran a los bueyes, mientras otra docena de chicos y hombres precedían a la piedra para retirar las ramas caídas o aplastar montículos de hierba que pudieran estorbar el paso de los patines de la narria. Detrás de la piedra avanzaban otros diez bueyes. Mientras que unos estaban destinados a sustituir a cualquier bestia que cayera maltrecha en su arnés, el resto llevaban pienso y cuerdas de repuesto.
Les llevó todo un día arrastrar la piedra colina abajo y a través del santuario de Cathallo, donde, conforme pasaban los bueyes con sus pesados andares, Aurenna entonaba al frente de un coro de mujeres un cántico en honor a Lahanna. Haragg había venido de Ratharryn y sonrió al ver pasar la primera piedra entre los mojones. Adornó los cuernos de los bueyes con guirnaldas de violetas, mientras los sacerdotes de Cathallo esparcían reinas de los prados sobre la piedra. Esos sacerdotes habían sido los primeros en reconciliarse con la conquista de Ratharryn, quizá porque Camaban se había cuidado de pagarles bien con bronce, ámbar y azabache.
Los arneses de los bueyes eran grandes yugos de cuero, pero, ya el primer día, los yugos rozaron los cuellos de los animales hasta dejárselos desollados y ensangrentados, de modo que Saban hizo que los chicos lubricaran el cuero con grasa de cerdo. Al día siguiente arrastraron la piedra hasta perder de vista Cathallo. La mayoría de los hombres y niños regresaron al asentamiento para comer y dormir, pero un puñado se quedaron con Saban para vigilar la piedra. Hicieron una hoguera y cenaron carne desecada con peras y moras que habían recogido en un bosque cercano Además de Saban, había tres hombres y cuatro muchachos en torno al fuego; todos eran de Cathallo y al principio no se sentían cómodos con Saban, pero poco después, cuando hubieron terminado la cena y el fuego lanzaba chispas hacia las estrellas, uno de los hombres se volvió hacia Saban.
— Tú fuiste amigo de Derrewyn, ¿verdad? —le preguntó.
— Lo fui.
— Todavía vive —le informó el hombre en tono desafiante. Le surcaba el rostro una cicatriz allí donde una flecha le había atravesado la mejilla durante la batalla que había dado al traste con el poder de Cathallo.
— Eso espero —respondió Saban.
— ¿Eso esperas? —El hombre se mostró sorprendido.
— Tal como has dicho, fui amigo suya. Y si es cierto que sigue viva —le aconsejó Saban con firmeza—, harías bien en mantenerlo en secreto; a menos que quieras que vengan más lanceros de Ratharryn a rastrear los bosques en su busca.
Otro hombre interpretó una breve melodía con una flauta hecha con el hueso de la pata de una grulla.
— Ya pueden rastrear todo lo que quieran —dijo al terminar—: No la encontrarán nunca. Ni a ella ni a su hija.
El primer hombre, cuyo nombre era Vennar, atizó el fuego, provocando una espesa ráfaga de chispas, y lanzó a Saban una mirada de soslayo.
— ¿No te amedrenta estar aquí con nosotros?
— Si me amedrentara —respondió Saban—, no estaría aquí.
— No tienes nada que temer —musitó Vennar—. Derrewyn ha dado orden de que no se atente contra tu vida.
Saban esbozó una sonrisa. Durante todo el verano había albergado sospechas de que Derrewyn andaba cerca, y de que, a espaldas de los conquistadores de Cathallo, se mantenía en contacto con su tribu. Le conmovió que hubiera dado orden de que se respetara su vida.
— Sin embargo, si intentáis evitar que las piedras lleguen a Ratharryn —dijo—, os plantaré cara y tendréis que matarme.
Vennar negó con la cabeza.
— Si no trasladamos las piedras —murmuró—, algún otro lo hará.
— Además —apostilló el flautista—, nuestras mujeres temen la ira de Lahanna en el caso de que murieras.
— ¿La ira de Lahanna? —inquirió Saban con perplejidad—. La venganza de Ratharryn, tal vez, pero seguro que la ira de Lahanna, no.
Vennar frunció el entrecejo.
— Entre nuestras esposas las hay que aseguran que Aurenna es la mismísima Lahanna.
— Es hermosa —comentó el segundo hombre, con cierta melancolía.
— Y, además, Slaol le perdonó la vida —le secundó Vennar—, ¿no es cierto?
— No es Lahanna —les atajó Saban con firmeza, temeroso de lo que pudiera hacer Derrewyn en el caso de que llegara a sus oídos semejante cuento.
— Las mujeres dicen que lo es —insistió Vennar, y Saban dedujo, por el tono de su voz, que Vennar no sabía con certeza qué creer, porque estaba dividido entre su antigua lealtad a Derrewyn y el pavor que le inspiraba Aurenna. Saban dudaba que la propia Aurenna hubiera propagado el rumor, pero se preguntó si no habría sido obra de Camaban. De hecho, parecía más que probable. El pueblo de Cathallo había perdido una hechicera, y, ¿qué mejor sustituía para una hechicera que una diosa?-. ¿Acaso no la adoraban los extranjeros como a una diosa? —inquirió Vennar.
— Es una mujer —insistió Saban—, nada más que una mujer.
— También lo era Sannas —señaló Vennar.
— Tu hermano afirma ser Slaol —adujo el flautista—, así que, ¿por qué Aurenna no habría de ser Lahanna?
Sin embargo, Saban no estaba dispuesto a seguir hablando. En vez de eso, se echó a dormir, o más bien se arropó con su manto y se puso a observar las brillantes estrellas que formaban un Hipido dosel más allá del humo trémulo, y empezó a preguntarse si Aurenna no se estaría convirtiendo de veras en una diosa. Su hermosura no se ajaba, mostraba una serenidad que nunca se veía alterada y tenía una seguridad imperturbable.
Les llevó once días transportar la primera piedra hasta Ratharryn, y, una vez allí, Vennar y sus hombres llevaron los bueyes y la narria de regreso a Cathallo para cargar otra piedra, mientras Saban se quedaba en el Templo del Cielo. La primera piedra era una de las más pequeñas, destinada a constituir la trigésima parte del anillo del cielo alzado sobre sus pilares. Camaban había señalado el círculo en el suelo por el procedimiento de trazar un par de círculos concéntricos, y ahora insistía en que la piedra se colocara exactamente en esa franja. «Hay que tallar la piedra para que las curvas de su cara externa encajen con el círculo de mayor tamaño y las curvas de su lado interior, con el más pequeño», le había dicho Camaban a Saban.
Saban se quedó mirando el bloque de piedra. Era bulboso y sobresalía ampliamente por ambos lados de las líneas trazadas, y sin embargo Camaban insistía en que se puliera hasta convertirlo en un pequeño segmento del amplio círculo. «Las treinta piedras del anillo del cielo deben tener la misma longitud, pero no debes dejar sus cúspides romas», le advirtió Camaban. Cogió un trozo de creta y empezó a dibujar sobre la superficie lisa de la piedra. «Un extremo debe tener un saliente y en el otro tallarás una hendidura, de modo que el saliente de una piedra encaje en la hendidura de la siguiente, y así sucesivamente hasta dar la vuelta al círculo.»
Un empeño semejante a tallar el mismísimo Sol, pensó Saban, o a secar el lecho marino con flor de cardo, o a contar las hojas de un bosque. Y no sólo estaban por tallar las piedras del anillo del cielo, sino las treinta piedras que lo auparían en el aire, y los quince enormes mojones de la morada del Sol, que se erigirían más altos incluso. Camaban había desarrollado las dimensiones de cada piedra y cortado varas de sauce para registrar sus mediciones. Saban guardaba las varas en una choza que había construido cerca del templo y que se había convertido en su hogar. Disponía de esclavos que le traían madera para el fuego, iban a coger agua y cocinaban, y de más esclavos para tallar las primeras seis piedras, que habían llegado para el solsticio de invierno.
Los seis mojones grises, al igual que todas las piedras procedentes de las colinas de Cathallo, eran losas. Sus superficies superior e inferior eran paralelas y prácticamente lisas, y todas las piedras tenían más o menos el mismo grosor, de modo que para obtener un pilar o un dintel sólo hacía falta tallar la losa hasta que las esquinas fueran cuadradas y los lados coincidieran con las longitudes de las varas de sauce de la cabaña de Saban. Sin embargo, la piedra era de una dureza rayana en la crueldad, mucho más dura que los mojones de Sarmennyn, y al principio los esclavos no consiguieron otra cosa que romper los martillos de piedra contra ella, así que Saban se vio obligado a buscar piedras más duras. Los martillos de madera eran bolas del tamaño de un cráneo, que los esclavos levantaban y dejaban caer, y cada golpe provocaba una nubécula de polvo y lascas de piedra. Así, pedazo a pedazo, lasca a lasca, veta a veta, se fueron esculpiendo las piedras.
Los esclavos aprendían a medida que iban trabajando. Descubrieron que era más rápido practicar hendiduras de escasa profundidad en la superficie de la piedra para después acabar a golpes con las protuberancias que quedaban entre ellas. Algunas piedras venían con una línea de color marrón pálido discernible sobre sus grises faces, y Saban observó que la decoloración revelaba una debilidad en los mojones a la que se podía sacar partido, siempre y cuando delimitara la parte de piedra que debían eliminar. La fuerza de una docena de martillos contra un lado de la línea marrón conseguía en ocasiones desgajar un buen trozo de piedra, pero, cuando eso fallaba, Saban encendía un fuego a lo largo de toda la mancha, lo alimentaba hasta que ardía con intensidad, y luego volvía a atizarlo con un poco de grasa de cerdo para que el intenso calor pasase al interior de la piedra. Dejaba que la grasa chisporroteara y provocara llamaradas hasta que la roca estaba casi al rojo vivo, y luego sus obreros echaban agua fría sobre el fuego. La mayoría de las veces, la piedra se partía siguiendo la línea de color ocre. A veces los mojones ya estaba agrietados, y los esclavos introducían cuñas en las hendiduras y partían la roca a martillazos o, en las noches más frías, llenaban las grietas de agua y dejaban que se congelara, para que los espíritus del agua, atrapados en el hielo, desgajaran la roca en su huida. Sin embargo, la mayoría de las piedras tuvieron que tallarlas por medio de una combinación de trabajo duro, rutina diaria y continuos golpes, y el batir de los martillos y el chirrido de las piedras de afilar era incesante. Hasta en sueños oía Saban el rechinar, crujir y restregar de unas piedras contra otras. La piel se le volvió tan gris como los mismos mojones y llevaba el cabello y la barba impregnados del polvo arenoso.
El segundo año llegaron ocho piedras, y once el tercero. Saban se vio obligado a encontrar más trabajadores para pulverizar, martillar, quebrar y quemar la piedra, y el incremento del número de trabajadores conllevó la necesidad de más esclavos para traer comida y agua al templo, de modo que ahora Camaban tenía partidas de guerra deambulando permanentemente por la región en busca de cautivos. Algunas de esas incursiones las encabezó él mismo. Llevaba una espada y encargó que le hicieran una túnica forrada de placas de bronce y un ceñido casco de pequeñas chapas de bronce hábilmente ribeteado para darle forma de cuenco. Los hombres lo tenían por un gran guerrero, a la altura del mismísimo Lengar, y por un hechicero con más poderes que Sannas, pues a quien no lograba sojuzgar con sus lanzas, amedrentaba con su reputación hasta tornarlo sumiso.
Sin embargo, no había magia que pudiera tallar las piedras, y Camaban, entre una y otra incursión, iba impacientándose debido al lento progreso. Veía a sus esclavos cantar mientras trabajaban y la música le irritaba.
— ¡Haz que trabajen con más empeño! —le ordenó un día a Saban.
— Trabajaban con todo el empeño que pueden —respondió éste.
— Entonces, ¿cómo es que les queda aliento para cantar?
— El cántico hace que su trabajo siga un ritmo —le explicó Saban.
— Con un látigo irían a mejor ritmo —refunfuñó Camaban.
— No haremos uso de látigos —dijo Saban—. Si quieres que trabajen con más ahínco, dales más comida. Envía pieles para que se vistan. No son nuestros enemigos, hermano, sino las gentes que construirán nuestro sueño.
Tal vez Camaban no estuviera satisfecho con el progreso del templo, pero eso no le impedía dar más trabajo todavía a los esclavos. Quería que los pilares fueran unidos a sus dinteles para que el anillo del cielo no pudiera venirse abajo nunca. Saban había creído que bastaría con colocar las piedras sobre sus respectivos pilares, pero Camaban insistió en que debían fijarse, y, por tanto, a cada a pilar habría que tallarle dos protuberancias en la parte superior. En su debido momento habría que labrar agujeros en el envés para encajar las protuberancias, pero Saban no quería llevar a cabo semejante tarea hasta que los pilares estuvieran colocados y se pudiera medir con precisión dónde labrar las cavidades.
Camaban no dejaba de pulir el diseño del templo. Visitaba Cathallo y hablaba durante horas con Aurenna; tantas, que la gente empezó a murmurar sobre su relación, pero Haragg restó importancia a las maledicencias aduciendo que sólo hablaban del templo. Saban temía esas conversaciones, porque provocaban invariablemente alguna exigencia nueva e imposible. El cuarto año de trabajo, Camaban preguntó a Saban si no había reparado en que algunos postes del templo en Ratharryn daban la impresión de tener la misma anchura de arriba abajo.
Saban estaba ocupado en la tarea de apilar ramas sobre el flanco de un mojón, pero se incorporó con el ceño fruncido.
— Parecen rectos y regulares porque crecen así.
— No —replicó Camaban—. Aurenna presenció la construcción de una choza en Cathallo y dijo que el poste central era ahusado, pero, una vez en su sitio, daba la impresión de ser recto. Hablé con Galeth al respecto y me dijo que era una ilusión.
— ¿Una ilusión? ¿Te refieres a que es cosa de magia? —indagó Saban.
— ¡Slaol me libre de los idiotas! —Camaban cogió un trozo de creta y apartó la hilera de ramas que con tanto cuidado había apilado Saban—. Los troncos son más anchos en un extremo que en el otro —le explicó, mientras dibujaba una figura exageradamente ahusada en la áspera superficie de la piedra—. Sin embargo, en ocasiones, Galeth encontraba un tronco que tenía más o menos la misma anchura en toda su extensión, y ésos, según dice, parecen más anchos en la parte superior. Son los que tienen la punta más estrecha los que parecen rectos, mientras que los rectos dan la impresión de ser deformes. Así que quiero que des forma ahusada a las piedras. Haz que sean levemente más estrechas en la parte superior. —Camaban tiró el trozo de creta y se limpió las manos frotándolas una con otra—. No es necesario que las rebajes mucho. Digamos el ancho de una mano por cada lado, ¿de acuerdo? De ese modo todas parecerán rectas.
Una luna después, Camaban dijo que Aurenna había tenido un sueño en el que los lados de las piedras estaban tan pulidos que destellaban, y para entonces Saban estaba tan abstraído en la inmensidad de la tarea que se limitó a asentir. No intentó siquiera informar a Camaban del enorme esfuerzo necesario para girar cada piedra acabada de forma que sus cuatro costados se pudieran pulir hasta obtener una superficie lustrosa. En vez de eso, se limitó a ordenar a seis de los esclavos más jóvenes que comenzaran a pulir uno de los pilares acabados. Se dedicaron a restregar arriba y abajo los pilares con los martillos de piedra, arriba y abajo, y de vez en cuando vertían trocitos de sílex, arena y polvo de piedra sobre la superficie y friccionaban la mezcla abrasiva contra la testaruda roca. Pasaron el verano entero empujando los martillos de aquí para allá, y se despellejaron las manos hasta que la piel se les cayó a tiras de tanto estregar el polvo arenoso, pero, al cabo del estío, un pedazo de la piedra del tamaño del pellejo de una oveja estaba pulido y brillaba al mojarse.
— Más-exigió Camaban—, ¡más! ¡Qué brille!
— Tienes que traerme más trabajadores —reclamó Saban.
— ¿Por qué no usas el látigo con los que ya tienes? —exclamó Camaban.
— No hay que maltratarlos —terció Haragg. Ahora el sumo sacerdote cojeaba, tenía la espalda encorvada y los músculos flojos, pero su voz grave todavía conservaba una tremenda potencia—. No hay que maltratarlos —repitió con dureza.
— ¿Por qué no? —quiso saber Camaban.
— Este templo tiene como fin acabar con las penalidades del mundo —contestó Haragg—. ¿Quieres que se construya a base de sangre y dolor?
— ¡Quiero que se construya! —replicó Camaban a voz herida. Durante unos instantes, dio la impresión de que iba a golpear uno de los mojones con su preciosa maza, y Saban retrocedió expectante ante la posibilidad de que el pulido extremo del arma se quebrara en un millar de fragmentos, pero Camaban controló su ira—. Slaol quiere que se construya —insistió—, me asegura que puede hacerse y, sin embargo, aquí no se ven resultados. ¡No se ve nada! Para lo que avanzáis, podríais estar meando sobre las piedras.
— Facilita más trabajadores a Saban —sugirió Haragg, de modo que Camaban encabezó partidas de guerra que se internaron en las regiones del norte y trajeron cautivos que hablaban lenguas desconocidas, esclavos que se tatuaban los rostros de rojo, esclavos que adoraban a dioses de los que Saban no había oído hablar; pero todavía eran necesarios más esclavos, porque el trabajo era duro hasta la crueldad y dolorosamente lento, y Saban aún tenía que desplazar los largos mojones que constituirían los pilares de la morada del Sol en el centro del templo. Había talado y dado forma a los grandes patines de las narrias, y los postes resultantes se habían dejado curar en Cathallo, pero aún no se había atrevido a mover las gigantescas piedras.
Acudió a Galeth en busca de consejo. Su tío estaba viejo y achacoso, se le había vuelto blanco el escaso cabello que le quedaba y su barba era una mera greña. Lidda, su mujer, había muerto, y Galeth se había quedado ciego, pero en su ceguera todavía era capaz de imaginar piedras, palancas y narrias.
— Desplazar una gran piedra no es distinto de mover una pequeña —aleccionó a Saban—. Lo que ocurre es que todo es más grande: la narria, las palancas, la reata de bueyes. —Galeth sintió un escalofrío. Era una noche cálida, pero había una gran hoguera encendida dentro de su choza y se había echado un manto de piel de oso sobre los hombros.
— ¿Estás enfermo? —se interesó Saban.
— Una fiebre estival —respondió Galeth sin darle mayor importancia.
Saban frunció el ceño.
— Puedo construir la narria —dijo—, y hacer palancas, pero no veo cómo colocar las piedras sobre las narrias. Su tamaño es excesivo.
— Entonces, construye la narria debajo de la piedra —sugirió Galeth. Se interrumpió, su cuerpo atormentado por los temblores—. No es nada —dijo—, nada, sólo una fiebre estival. Aguardó a que hubiera remitido el acceso de temblores y le explicó cómo, en su lugar, él cavaría primero una zanja siguiendo cada uno de los lados más largos de la piedra. Una vez hubieran alcanzado las zanjas el lecho de roca, prosiguió, se podrían colocar los grandes patines en cada flanco. A continuación habría que levantar la piedra utilizando los patines de las narrias como fulcro—. Ocúpate primero de un extremo y luego del otro —le aconsejó Galeth—, e introduce los travesaños bajo la piedra. De ese modo, no tendrás que colocar la piedra sobre la narria, sino construir la narria debajo de la piedra.
Saban sopesó la propuesta y llegó a la conclusión de que funcionaría; funcionaría mejor que bien. Habría que construir una rampa delante de la narria y dicha rampa tendría que ser larga y poco profunda para que los bueyes pudieran arrastrar el mojón desde el lecho de roca hasta la hierba. Galeth no sabía cuántos bueyes harían falta, pero supuso que Saban necesitaría más bestias de las que nunca habían sido enganchadas a una narria. Más cuerdas, más travesaños para repartir la carga de las cuerdas y más hombres para conducir los bueyes.
— Pero puedes hacerlo —le aseguró el anciano. Volvió a recorrerle el cuerpo un estremecimiento y lanzó un gemido.
— Estás enfermo, tío.
— No es más que fiebre, muchacho —Galeth se cubrió mejor los viejos hombros con la piel de oso—. Sin embargo, será un alivio ir al Pabellón Funerario —afirmó—, y reunirme con mi querida Lidda. ¿Me llevarás tú, Saban?
— Claro que sí —le prometió Saban—, pero aún faltan años para eso.
— Y Camaban me asegura que volveré a vivir en la Tierra —continuó Galeth, sin hacer el más mínimo caso del optimismo de Saban—, aunque no veo cómo puede ser eso.
— ¿Qué te ha dicho?
— Que regresaré. Que mi alma utilizará las puertas de su nuevo templo para regresar a la Tierra. —El anciano permaneció en silencio un rato. Las llamas de su hoguera acentuaban las arrugas de su rostro, que adquirieron aspecto de cortes de cuchillo—. En toda mi vida debo de haber construido una veintena de templos —dijo, rompiendo el silencio—, y no he visto que ninguno de ellos mejorara nada. Pero éste será distinto.
— Este será distinto —convino Saban.
— Eso espero —aseguró el anciano—, aunque no puedo quitarme de la cabeza que las gentes de Cathallo dijeron lo mismo cuando construyeron su gran santuario. —Galeth lanzó una risilla y Saban pensó que su tío no tenía ni mucho menos tan mermadas las facultades mentales como pensaba la gente—. ¿O crees que movieron las piedras porque no tenían nada mejor que hacer? —preguntó Galeth. Sopesó lo que acababa de decir, y después extendió la mano para tocar una bolsa de piel de ciervo en la que guardaba los huesos mondos de Lidda. Quería que sus propios huesos se unieran a los de ella antes de ser enterrados. Volvió a estremecerse e hizo un gesto con la mano para ahuyentar la expresión de inquietud que tenía Saban—. La piedra más larga, ¿es estrecha? —preguntó un rato después.
Saban rebuscó un trozo de leña entre un montón arrinconado en la choza y se la puso a Galeth en la mano.
— Así —le explicó.
Galeth palpó el alargado trozo de madera.
— ¿Sabes qué deberías hacer?
— Dímelo.
— Ponía en el agujero de costado —le aconsejó el anciano, y le demostró lo que quería decir tumbando el estrecho pedazo de madera—. Una piedra larga y lisa podría partirse al intentar alzarla-le explicó. Volvió el trozo de madera de lado y, a pesar de ejercer una gran presión, no consiguió partirlo; pero cuando volvió a ponerlo plano, se quebró fácilmente—. Métela en el agujero de costado —repitió, al tiempo que lanzaba los pedazos de madera a un lado.
— Así lo haré —aseguró Saban.
— Y lleva mi cadáver al Pabellón Funerario. Prométemelo.
— Te llevaré, tío —se comprometió Saban por segunda vez.
— Ahora voy a dormir —anunció Galeth a modo de despedida, y Saban salió de la choza y fue en busca de Camaban para decirle que Galeth estaba enfermo. Camaban dijo que le llevaría una infusión de hierbas, pero cuando Saban regresó a la choza de su tío no pudo despertar al anciano. Galeth estaba tumbado boca arriba. Tenía los labios entreabiertos, pero de ellos no brotaba aliento ninguno que le moviera los pelos del bigote. Saban le palmeó suavemente la mejilla y los ojos invidentes del anciano se abrieron, pero no había vida en ellos. Había muerto sin armar ningún revuelo, con la docilidad de una pluma al caer.
Las mujeres de la tribu lavaron el cadáver de Galeth, y después Mereth, su hijo y Saban lo pusieron sobre unas angarillas de ramas de sauce. A la mañana siguiente las mujeres acompañaron con cánticos al cadáver hasta la entrada del asentamiento, antes de que Mereth y Saban lo llevaran hasta el Pabellón Funerario. Haragg iba delante de la comitiva y un joven sacerdote iba detrás interpretando una lúgubre tonada con una flauta de hueso. El cadáver iba cubierto con una piel de buey sobre la que Saban había esparcido hiedra. Camaban no acudió, y los únicos asistentes fueron los dos hijos menores de Galeth, hermanastros de Mereth.
El Pabellón Funerario se encontraba al sur de Ratharryn, no muy lejos del Templo del Cielo, aunque estaba separado de éste por un amplio valle y escondido entre un bosque de hayas y avellanos. El Pabellón Funerario era en sí un templo dedicado a los antepasados, aunque nunca se usaba para la oración ni para la danza del toro o las bodas. Era para los muertos, y por tanto se había dejado desatendido y cubierto de malas hierbas. Apestaba, sobre todo en la canícula, y en cuanto el rancio hedor alcanzó las fosas nasales de la comitiva funeraria, el joven sacerdote se adelantó para ahuyentar los espíritus que, como todo el mundo sabía, se arracimaban en torno al templo. Se llegó hasta la puerta de entrada del Sol y aulló a las almas invisibles. Los cuervos le respondieron con aspereza y extendieron sus negras alas a regañadientes para volar hasta los árboles más cercanos, aunque los pájaros más osados se posaron sobre los restos de un anillo de postes de madera de escasa altura que se alzaba en el interior del modesto terraplén del templo. Oculto entre las ortigas que poblaban la zanja, un zorro gruñó a los hombres que se aproximaban y luego huyó entre los árboles. «Ya no hay peligro», anunció el joven sacerdote.
Mereth y Saban introdujeron a Galeth en el templo por la entrada encarada al Sol naciente en el solsticio de verano, y después sortearon las pequeñas estacas de los espíritus que estaban repartidas por todo el templo. Haragg encontró un espacio vacío y los dos hombres posaron allí las angarillas. Mereth retiró la pesada piel de buey que cubría el cadáver desnudo, y a continuación él y Saban dejaron caer a Galeth sobre la tupida hierba, que tan abundante crecía entre los muertos. El anciano quedó de costado y con la boca abierta, de modo que Saban lo volvió, tirándole del hombro, para que sus ojos miraran hacia el cielo encapotado. Una esclava de Camaban que había muerto pocos días antes yacía cerca de él; las bestias ya le habían desgarrado el vientre preñado y los picos de los cuervos se habían ensañado con su rostro. En el Pabellón Funerario había una docena más de cadáveres, dos de ellos casi reducidos ya a esqueletos. A uno le crecían hierbajos entre las costillas y el joven sacerdote se inclinó sobre los huesos para juzgar si había llegado la hora de retirarlos. Los espíritus de los muertos permanecían en el siniestro lugar hasta que desaparecían los últimos restos de su carne, y sólo entonces ascendían a los cielos para reunirse con los ancestros.
Los hijos menores de Galeth habían traído una estaca afilada y un martillo de piedra que entregaron a Mereth. Éste se acuclilló junto al cadáver de su padre y clavó la estaca en la hierba a martillazos hasta que se topó con el lecho de creta, y entonces le propinó otros tres fuertes golpes para hacer saber a Garlanna que otra alma había abandonado sus dominios. Saban cerró los ojos y se enjugó una lágrima con el puño.
— ¿Qué es esto? —preguntó Haragg, y Saban se volvió para ver que el sumo sacerdote miraba con el ceño fruncido la hierba que crecía junto a un cadáver medio podrido. Saban pasó por encima del cadáver para ver que alguien había dibujado un rombo sobre la hierba amarillenta—. Es el símbolo de Lahanna —dijo Haragg con el gesto torcido.
— ¿Qué importancia tiene? —indagó Saban.
— Este no es su templo —contestó Haragg, y pisó el símbolo para borrar la figura romboidal de la hierba—. Tal vez no sea más que una chiquillada —aventuró—. ¿Suelen venir niños?
— No deberían venir —respondió Saban—, pero lo hacen. Yo acostumbraba a venir.
— Una chiquillada. —Haragg restó importancia al rombo—. ¿Hemos acabado?
— Hemos acabado —confirmó Saban.
Mereth miró a su padre por última vez, y después se alejó del templo y lanzó la hiedra que había cubierto el cadáver al profundo agujero que llevaba a la mansión de Garlanna. Él y sus hermanastros se adentraron por entre los avellanos y las hayas, y entonces Mereth cayó en la cuenta de que Saban seguía a la vera del cadáver.
— ¿No vienes? —le gritó.
— Quiero rezar —dijo Saban—, a solas.
De modo que Mereth y los demás se marcharon, y Saban aguardó en medio del horrible hedor. Sabía quién había estampado el rombo en la tupida hierba del Pabellón Funerario, de modo que se quedó junto al pálido cadáver de su tío hasta que oyó un susurro entre los árboles.
— Derrewyn —dijo entonces, al tiempo que se volvía hacia el ruido, sorprendido él mismo por la ansiedad que había delatado su voz.
Y Derrewyn lo sorprendió al sonreír mientras salía de entre los árboles, y luego lo sorprendió todavía más, porque cuando Saban hubo cruzado el terraplén y la zanja, le puso las manos sobre los hombros y le besó.
— Pareces mayor —observó Derrewyn.
— Lo soy —reconoció Saban.
— Tienes canas. —Le tocó las sienes. Estaba extremadamente delgada y llevaba el cabello enredado y sucio. Había estado viviendo como una proscrita, perseguida de bosque en bosque, y sus pellejos estaban mugrientos y cubiertos de barro y hojas secas. Los pómulos se le marcaban a través de la piel, lo que hizo pensar a Saban en el rostro cadavérico de Sannas—. ¿Te parezco yo mayor? —le preguntó.
— Estás igual de hermosa que siempre —contestó Saban.
Ella esbozó una sonrisa.
— Mentira —le reprendió suavemente.
— No deberías estar aquí —le previno Saban—. Los lanceros de Camaban te están buscando—. Nunca habían llegado a remitir los rumores acerca de que Derrewyn había sobrevivido, así que Camaban enviaba partidas de guerreros y perros para rastrear los bosques.
— Los veo —respondió Derrewyn desdeñosa—. Desmañados lanceros que andan a ciegas entre los árboles en pos de sus sabuesos, pero ningún sabueso es capaz de ver mi espíritu. ¿Sabías que Camaban me envió un mensajero?
— Ah, ¿sí? —Saban estaba sorprendido.
— Soltó en los bosques a un esclavo que llevaba en la cabeza las palabras de Camaban: «Ven a Ratharryn, arrodíllate ante mí y dejaré que vivas y rindas culto a Lahanna», me dijo—. Derrewyn se echó a reír al recordarlo—. Envié al esclavo de regreso a Camaban. O, mejor dicho, dejé su cabeza en el terraplén de Ratharryn con la lengua cortada. El resto se lo eché a los perros. ¿Aún tienes el rombo?
— Claro —Saban palpó la bolsa donde guardaba el pedazo de oro de Sarmennyn.
— Guárdalo con celo —le aconsejó Derrewyn, y se alejó hacia la zanja del Pabellón Funerario para contemplar los cadáveres—. He oído —le dijo por encima del hombro—, que tu esposa se ha convertido en una diosa, ¿no es así?
— Nunca ha afirmado tal cosa —insistió Saban.
— Pero no se acuesta contigo.
— ¿Has venido desde tan lejos para decirme eso? —le espetó Saban, molesto.
Derrewyn rompió a reír.
— No sabes desde dónde vengo, como tampoco sabes que tu esposa se acuesta con Camaban.
— ¡Eso no es cierto! —replicó Saban furibundo.
— Ah, ¿no? —preguntó Derrewyn, al tiempo que se daba la vuelta—. Sin embargo, los hombres dicen que Camaban es Slaol y las mujeres aseguran que Aurenna es Lahanna. ¿Acaso no tenéis como objetivo reunirlos con vuestras piedras en un matrimonio sagrado? Tal vez están ensayando la noche nupcial, ¿no crees?
Saban se llevó la mano a la ingle para ahuyentar el mal.
— Inventas historias —dijo con amargura—, siempre has inventado historias.
Derrewyn se encogió de hombros.
— Si tú lo dices, Saban. —Cayó en la cuenta de lo mucho que le había perturbado, de modo que se acercó a él y le acarició la mano—. No voy a discutir contigo —le aseguró con humildad—, y menos un día en el que vengo a pedirte un favor.
— Lo que has dicho no tiene ni pies ni cabeza.
— Tienes razón, invento historias-reconoció Derrewyn con la cabeza gacha—. Lo siento.
Saban respiró hondo.
— ¿Un favor? —indagó a la defensiva.
Derrewyn señaló con un brusco gesto hacia los árboles, y a Saban le pareció que entre las hayas umbrías había seis o siete personas, pero sólo salieron dos. Una de ellas era una mujer alta y rubia con una andrajosa túnica de piel de ciervo medio cubierta por un manto de piel de oveja, y la otra una niña, quizá de la edad de Lallic o un año menor. Era una chica de cabello moreno con grandes ojos y cara de miedo. Miraba fijamente a Saban, pero permanecía aferrada a la mano de la mujer e intentó esconderse bajo el faldón del manto de piel de oveja.
— El bosque no es lugar para una niña —dijo Derrewyn—. La vida es dura, Saban. Robamos y matamos para conseguir comida, bebemos agua de los ríos y dormimos allí donde encontramos un lugar seguro. La niña ha estado enferma últimamente. Teníamos otra criatura con nosotros, pero murió el invierno pasado y temo que ésta también muera si se queda.
— ¿Quieres que críe a la niña? —preguntó Saban.
— La criará Kilda —le explicó Derrewyn, señalando a la mujer—. Kilda era una de las esclavas de mi hermano y conoce a Merrel desde que nació. Lo único que quiero es que encuentres un lugar seguro para Kilda y Merrel.
Saban se quedó mirando a la niña, aunque apenas podía verle el rostro, porque lo tenía oculto bajo el faldón de la esclava.
— ¿Es tu hija? —le preguntó a Derrewyn.
— Es mi hija —admitió Derrewyn—, y Camaban no debe llegar a enterarse de que está viva; de modo que, de hoy en adelante, tendrá otro nombre. —Se volvió hacia Merrel—. ¿Lo has oído? Y sácate el dedo de la boca.
La niña apartó la mano de la boca de inmediato y se quedó mirando solemnemente a Derrewyn, que se agachó de modo que su rostro quedara a la altura del de la niña.
— Te llamarás Hanna porque eres hija de Lahanna. ¿Quién eres?
— Hanna —respondió la niña con voz tímida.
— Y Kilda es tu madre. Vivirás en una cabaña, como está mandado, Hanna, y tendrás ropa, comida y amigos. Y un día regresaré a por ti. —Derrewyn se incorporó—. ¿Me harás ese favor, Saban?
Saban asintió. No sabía cómo iba a explicar la llegada de Kilda y Hanna, pero tampoco le importaba mucho. Se sentía solo y el trabajo en el templo parecía no tener fin. Echaba de menos a su hija, así que la criatura de Derrewyn sería bienvenida.
Derrewyn se agachó y abrazó a la niña. Permaneció con la criatura entre los brazos durante un buen rato; luego se incorporó, se sorbió las lágrimas y regresó hacia los árboles.
Saban se quedó con Kilda y la niña. La mujer tenía la piel cubierta de mugre y su cabello era una maraña grasienta, pero su rostro era amplio, con fuertes huesos y una expresión desafiante.
— Venid —les ordenó sin miramientos.
— ¿Qué vas a hacer con nosotras? —le preguntó Kilda.
— Os encontraré un lugar donde vivir —dijo Saban, mientras caminaban entre los árboles en dirección hacia la despejada ladera de la colina. Al otro lado del achaparrado valle vio el Templo del Cielo, donde los esclavos pulían, martillaban y restregaban las testarudas piedras. Más cerca, hacia el este del sendero sagrado, había un racimo de chozas de esclavos de las que salían jirones de humo.
— ¿Vas a fingir que somos esclavas? —exigió saber Kilda.
— Todo el mundo se dará cuenta de que no sois parientes —respondió Saban—, y no formáis parte de la tribu. ¿Qué otra cosa podríais ser en Ratharryn? Claro que seréis esclavas.
— Pero en ese caso —continuó Kilda—, tus lanceros se servirán de nosotras.
— Nuestros esclavos están bajo la protección de los sacerdotes —adujo Saban—. Estamos construyendo un templo, y cuando esté acabado los esclavos quedarán libres. No hay látigos, ni lanceros que vigilen el trabajo.
— ¿Y no huyen vuestros esclavos? —se extrañó Kilda.
— Algunos sí —admitió Saban—, pero la mayor parte trabaja de buen grado. —Ése había sido el logro de Haragg. Había hablado con los esclavos, les había entusiasmado con la perspectiva de la construcción del templo y, aunque algunos se fueron a los bosques, la mayoría quería ver el templo acabado. Quedarían en libertad cuando estuviese terminado, en libertad para quedarse o marchar, y en libertad para disfrutar de las bendiciones de Slaol. Se organizaban a sí mismos y no llevaban ninguna marca de esclavitud como el dedo cortado de Saban.
— Y por la noche —indagó Kilda—, en las chozas de los esclavos, ¿crees que pueden estar a salvo una mujer y una niña?
Saban era consciente de que sólo había un modo de mantener a salvo a Hanna.
— Viviréis las dos en mi choza —le dijo—, y diré que sois mis esclavas. Venid. —Las llevó ladera abajo hacia el valle, que apestaba porque era allí donde los esclavos habían cavado sus letrinas, y luego hacia el círculo de creta donde resonaba en el aire el clamor de los martillos contra la piedra.
Se llevó a Kilda y Hanna a su choza, y esa noche oyó que la mujer rezaba a Lahanna. Rezó, tal como acostumbraba a rezar en Cathallo, para que Lahanna protegiera a sus fieles de la crueldad de Slaol y del azote de Ratharryn. Si Camaban llegara a oír semejantes rezos, pensó Saban, sin duda Kilda y Hanna morirían. Supuso que debía reprender a Kilda y exigirle que se retractara en sus oraciones, pero pensó que los dioses eran lo bastante poderosos para distinguir una oración de otra sin su ayuda.
Al día siguiente, Camaban acudió al templo y preguntó a Saban cuándo pensaba traer las piedras más grandes de Cathallo.
— Pronto —masculló Saban por toda respuesta.
— ¿Quién es ésa? —Camaban había visto a Kilda en el umbral de la choza de Saban.
— Mi esclava-respondió Saban secamente.
— Da la impresión de que la hubieras encontrado en el bosque —señaló Camaban con mordacidad, pues Kilda seguía sucia y su largo cabello estaba enredado—. Pero da igual dónde la hayas encontrado, hermano: llévala a Cathallo y tráeme las piedras.
Saban no quería llevar a Kilda a Cathallo. Sin duda, la reconocerían y la vida de Hanna correría peligro, pero Kilda no estaba dispuesta a apartarse de su lado. Temía a la tribu de Ratharryn y sólo confiaba en Saban.
— Derrewyn dijo que no estaría a salvo más que contigo —insistió.
— ¿Y qué pasa con la seguridad de Hanna?
— Está en manos de Lahanna —aseguró Kilda.
Así que los tres marcharon camino de Cathallo.
—  No deberías venir a Cathallo —advirtió Saban a Kilda. Llevaba en brazos a Hanna, que se aferraba a su cuello y observaba el mundo con los ojos abiertos de par en par—. Te reconocerán y la niña morirá.
Kilda escupió hacia la maleza. Se había detenido en un arroyo para lavarse la cara y pasarse un poco de agua por el pelo, que ahora llevaba atado en la nuca. Tenía un rostro fuerte y huesudo, ojos azules y nariz larga. Era, pensó Saban no sin cierto remordimiento, una mujer muy atractiva.
— ¿Crees que me reconocerán? —preguntó Kilda, en tono desafiante—. Tienes razón, me reconocerán. Pero, ¿qué importa? ¿Crees que las gentes de Cathallo nos traicionarán? ¿Qué sabes de Cathallo, Saban? ¿Acaso puedes ver en el interior de sus corazones? Las gentes de Cathallo añoran los días de antaño, añoran Derrewyn, los tiempos en que se adoraba a Lahanna como es debido. Nos darán la bienvenida, pero también guardarán silencio. La niña está tan segura en Cathallo como en los brazos de la mismísima Lahanna.
— Eso es lo que esperas —señaló Saban con acritud—, pero no lo sabes a ciencia cierta.
— Hemos estado en Cathallo muchas veces —replicó Kilda—. Tu hermano rastreaba los bosques en nuestra busca, pero algunas noches llegamos a dormir en Cathallo y nadie nos traicionó. Sabemos lo que ocurre en Cathallo. Alguna noche te lo mostraré.
— ¿Qué me mostrarás?
— Espera —le atajó Kilda.
Aurenna los recibió con amabilidad. Lanzó a Kilda una mirada de soslayo, hizo carantoñas a Hanna y ordenó que prepararan una choza a Saban.
— ¿La compartirá contigo tu mujer? —preguntó.
— Es mi esclava, no mi mujer.
— ¿Y la niña?
— Es suya —respondió Saban, con aspereza—. La mujer cocina para mí mientras trabajo aquí. Dentro de unos días necesitaré una veintena de hombres, después más.
— Tras la cosecha puedes contar con todos los que hay —le aseguró Aurenna.
— Con veinte tendré suficiente, por el momento.
Saban había decidido que trasladaría primero la piedra más grande. Si se lograba desplazar una gran roca clavada en la tierra, el resto sería tarea fácil, de modo que convocó a los veinte hombres y les ordenó que cavaran la tierra que rodeaba el mojón. A pesar de que se negaban a creer que una piedra semejante se pudiera levantar, los hombres trabajaban de bastante buen grado. No obstante, Galeth había explicado a Saban el mejor modo de hacerlo, y éste iba facilitando la tarea por el procedimiento de martillar, restregar y calentar el enorme mojón para menguar su amplitud y de ese modo reducir su peso. Les llevó toda una luna y, una vez acabado el trabajo, la gran piedra empezó a parecerse al elevado pilar que estaba destinada a ser.
A Leir le gustaba ir a ver cómo tallaban la piedra y Saban recibía a su hijo con alegría, porque a lo largo de los últimos años no había visto mucho al chico. Mientras los hombres se esforzaban por dar forma a la piedra, los niños de Cathallo se peleaban encima de ella disputándose un lugar sobre la larga superficie pétrea. Utilizaban las aguijadas a modo lanzas. A veces sus simulacros de batallas se tornaban feroces, y Saban reparó con orgullo de padre en que Leir no se quejaba cuando le pinchaban en el brazo hasta hacerle sangrar. El muchacho se mofaba de la herida, blandía su lanza de juguete y cargaba contra el chico que le había agredido.
Una vez hubieron restado peso a la piedra, cavaron dos zanjas a ambos costados. Eso les llevó seis días, y necesitaron otros dos para traer desde el asentamiento los patines de la narria ya curados. Colocaron los enormes patines en las zanjas y luego, sirviéndose de una docena de hombres y palancas de una longitud tal que tenían que tirar de su extremo superior por medio de sogas de cuero, Saban alzó un extremo de la gran roca de modo que se pudiera colocar debajo de la misma un travesaño. Izar el otro extremo les llevó todo un día, y otra jornada la dedicaron a alzar la parte posterior del mojón y a colocar debajo tres travesaños más. Saban sujetó los travesaños a los patines y a continuación cavó una rampa larga y uniforme a partir del lecho de creta.
Ahora tenía que esperar, pues ya casi había llegado el momento de la cosecha y las gentes de Cathallo estaban ocupadas en los campos o aventando en las eras, pero aquellos días de cosecha dieron a Saban la oportunidad de pasar más tiempo con Leir. Enseñó al chico a lanzar con arco, castrar un novillo y pescar a lanzazos en el río. No veía mucho a su hija, una niña nerviosa a la que asustaban arañas, polillas y perros y que cuando aparecía Saban se escondía detrás de su madre.
— Es delicada —le dijo Aurenna un día.
— ¿Está enferma? —se preocupó Saban.
— No, es una niña preciosa; delicada. —Aurenna acarició a Lallic con cariño. A ojos de Saban, la niña tenía sin duda aspecto delicado, pero también era hermosa. Tenía la piel blanca y limpia, sus doradas pestañas eran largas y suaves y su cabello tenía el mismo lustre que el de su madre—. Ha sido elegida —añadió Aurenna.
— ¿Elegida para qué? —indagó Saban.
— Ella y Leir serán los guardianes del nuevo templo —anunció Aurenna con orgullo—. Él será sacerdote y ella sacerdotisa. Ya están consagrados a Slaol y Lahanna.
Saban recordó el entusiasmo de su hijo en los juegos bélicos que libraban los niños en torno a la piedra.
— Creo que Leir preferiría ser guerrero.
— Son las ideas que le metes tú —respondió Aurenna, con desaprobación—, pero Lahanna lo ha escogido.
— ¿Lahanna? ¿No Slaol?
— Aquí rige Lahanna —le recordó Aurenna—, la auténtica Lahanna, no la falsa diosa que una vez adoraron.
Cuando acabó la cosecha, las gentes de Cathallo danzaron en su templo, cimbreándose entre los mojones para hacer ofrendas de trigo, cebada y fruta a los pies del anillo de piedra. Esa noche se celebró una fiesta en el asentamiento, y a Saban le extrañó que sus dos hijos y todos los huérfanos que vivían con Aurenna estuviesen convidados y, sin embargo, la propia Aurenna se quedara en el templo. Lallic echaba de menos a su madre, y cuando Saban fue a hacerle fiestas, la niña estuvo a punto de romper a llorar.
En el templo había encendida una hoguera cuyo resplandor perfilaba la cresta del terraplén coronada de calaveras, pero, cuando Saban se dirigió hacia el muro de creta, un sacerdote le cortó el paso.
— Esta noche está maldito.
— ¿Esta noche?
«-Sólo esta noche. —El sacerdote se encogió de hombros y tiró suavemente de Saban para que regresase a la fiesta—. Los dioses no quieren que estés aquí —le aseguró.
Kilda vio regresar a Saban y, tras dejar a Hanna con otra mujer, se acercó a él y le cogió por el brazo.
— Dije que te lo mostraría —le recordó.
— Que me mostrarías, ¿qué?
— Lo que hemos visto Derrewyn y yo. —Le llevó hacia las sombras y luego rumbo al norte—. Te dije que nadie nos traicionaría.
— Pero, ¿te han reconocido?
— Claro.
— ¿Ya Hanna? ¿Saben quién es?
— Probablemente —dijo Kilda sin darle mayor importancia—, pero ha crecido desde la última vez que estuvo aquí, y a la gente le digo que es hija mía. Fingen creerme. —Saltó una zanja y se dirigió hacia el este—. Nadie traicionará a Hanna.
— ¿No eres de Cathallo? —inquirió Saban. Aún no sabía mucho de Kilda, pero su voz delataba que había aprendido tarde la lengua de Cathallo. Sabía que tenía poco más de veintidós veranos, pero por lo demás era una desconocida.
— Me vendieron como esclava cuando era niña —le contó—. Mi pueblo vivía junto al mar del este. Allí la vida es dura, y las hijas resultan más valiosas si se venden. Adorábamos Crommadh, el dios del mar, y Crommadh escogía qué niñas serían vendidas.
— ¿Cómo?
— Nos llevaban a las marismas y nos hacían competir con la marea. Las más rápidas se quedaban para casarse y las más lentas eran vendidas. —Se encogió de hombros—. Las más lentas de todas se ahogaban.
— ¿Tú fuiste lenta?
— Lo hice a posta —dijo sin asomo de emoción—, porque mi padre se aprovechaba de mí por las noches. Quería escapar de él.
Se desvió hacia el sur, camino del templo. Ningún sacerdote o guardia les había visto dar el rodeo por los campos, y ahora sólo alumbraba la maleza un estrecho gajo de Luna.
— Guarda silencio —dijo Kilda—: Si nos ven, nos matarán.
— Si nos ven, ¿quiénes?
— Calla —le previno, y los dos subieron la pronunciada pendiente de creta del terraplén bajo la siniestra mirada de los cráneos de lobo. Kilda llegó a la cima primero y se tumbó cuan larga era. Saban se dejó caer a su lado.
En un primer momento no vio nada en el amplio templo. La gran hoguera ardía cerca de la choza de Aurenna, y sus violentas llamas proyectaban las trémulas sombras de los mojones sobre la negra zanja hasta la pendiente interior de creta. El penacho de humo de la hoguera, cuya parte inferior teñían de rojo las llamas, ascendía hacia las estrellas.
— Tu hermano ha venido a Cathallo esta tarde —le susurró Kilda al oído, señalando hacia el extremo opuesto del templo, donde Saban vio una sombra negra que se desgajaba de un mojón.
Supo que era Camaban porque, incluso a aquella distancia y a pesar de que el hombre estaba embozado en un manto como los que llevaban quienes ejecutaban la danza del toro, alcanzó a ver que la figura cojeaba levemente. Mientras la imponente piel le colgaba de los hombros y la testa del toro le caía sobre el rostro, las pezuñas y la cola de la bestia muerta pendían inertes o le seguían a rastras. El hombre toro empezó a renquear en una desmañada danza. Se mecía de un lado a otro, se detenía y luego comenzaba de nuevo mirando en derredor. Lanzó un mugido y Saban reconoció la voz.
— En tu tribu —susurró Kilda—, el toro es Slaol, ¿verdad?
— Eso es.
— Así que tenemos ante nuestros ojos a Slaol —comentó Kilda con desdén.
Entonces Saban vio a Aurenna. O más bien, vio una reluciente figura blanca que salía de las sombras de la choza y cruzaba el templo de una grácil carrera. Tras ella flotaba una estela blanquecina.
— Plumas de cisne —dijo Kilda, y Saban cayó en la cuenta de que su esposa llevaba un manto semejante a su capa de plumas de arrendajo, sólo que éste estaba adornado con plumas de cisne. Daba la impresión de arder vivamente y le daba un aspecto etéreo. Se alejó danzando de Camaban, que rugió con fingida ira y se precipitó hacia ella, pero Aurenna se zafó sin dificultad y echó a correr siguiendo el margen del templo.
Saban era consciente de cómo acabaría la danza, y enterró el rostro entre las manos. Le habría gustado lanzarse terraplén abajo y matar a su hermano, pero Kilda le había puesto una mano sobre la espalda.
— Es su sueño —dijo sin atisbo de ironía—, el sueño que sustenta el templo que estás construyendo.
— No —replicó Saban.
— El templo tiene como fin reunir a Slaol y Lahanna —dijo sin compadecerse de él—, y los dioses necesitan que les muestren el camino. Hay que enseñar sus deberes a Lahanna.
Saban levantó la cabeza para ver que Camaban había cejado en su persecución, y ahora estaba de pie junto a la cosecha apilada dentro del anillo de piedra. Aurenna lo observaba. A veces daba un saltito hacia un lado y se le acercaba con tiento antes de alejarse de nuevo con celeridad y coquetería, pero, aun así, sus caprichosos pasos la llevaban cada vez más cerca del monstruoso toro.
Ése era el sueño, comprendió Saban, y sin embargo la ira hervía en su interior. Si matara a Camaban en ese momento, pensó, el sueño moriría, pues sólo Camaban tenía el empuje necesario para construir el templo. Y el templo reuniría a Slaol y Lahanna. Pondría fin al invierno, acabaría, con los males del mundo.
— ¿Te dijo Derrewyn que me trajeras aquí? —le preguntó a Kilda—. ¿Con el fin de que matara a mi hermano, tal vez?
— No —respondió ella, sorprendida de que se lo hubiera preguntado—. Te he traído para que vieras el sueño de tu hermano.
— Y el sueño de mi esposa —dijo con amargura.
— ¿Es tu esposa? —inquirió Kilda con desprecio—. Me dijeron que se cortó el pelo como una viuda.
Saban volvió a mirar hacia el interior del templo. Aurenna se encontraba cerca de Camaban, pero parecía reticente a unirse a él; dio unos rápidos pasos hacia atrás y después se hizo a un lado bailando con frescura y garbo. A continuación, poco a poco, se puso de rodillas y la oscura figura del toro avanzó pesadamente. Saban cerró los ojos sabedor de que Aurenna se rendía a la lujuria de su hermano, del mismo modo que Lahanna habría de rendirse a Slaol una vez estuviera construido el templo. Cuando volvió a abrir los ojos, vio que había quedado a un lado el manto de plumas, y la espalda desnuda de Aurenna se perfilaba esbelta y pálida a la luz de la hoguera. Saban lanzó un bufido, pero Kilda lo sujetó firmemente con la mano.
— Juegan a ser dioses —le dijo.
— Sí lo mato —se planteó Camaban—, no habrá templo. ¿No es eso lo que quiere Derrewyn?
Kilda negó con la cabeza.
— Derrewyn cree que los dioses utilizarán su templo como quieran ellos y no según la voluntad de tu hermano. Y lo que Derrewyn quiere de ti es que protejas la vida de su hija. Por eso te confió a Hanna. Si los matas ahora, ¿crees que no habrá represalias? ¿Seguirás tú con vida? ¿Sobrevivirán tus hijos? ¿Sobrevivirá Hanna? La gente cree que esos dos son dioses. —Señaló al templo con un gesto de cabeza, pero Saban no alcanzó a ver sino la forma corcovada del manto de toro, y debajo, lo sabía, su esposa y su hermano ayuntados. Cerró los ojos y lo recorrió un escalofrío. Kilda lo cogió entre sus brazos y lo apretó contra su seno—. Derrewyn ha hablado con Lahanna —susurró—, y tu tarea consiste ahora en criar a Hanna.
Se colocó encima de él, manteniéndolo en el suelo con el peso de su cuerpo, y al abrir los ojos Saban, la vio sonreír y cayó en la cuenta de lo hermosa que era.
— No tengo esposa-reconoció.
Kilda le besó.
— Estás obrando la voluntad de Lahanna —dijo en un susurró—, y para, eso me envió Derrewyn.
Por la mañana no había más que rescoldos en el templo, pero la cosecha se había recogido y por fin podían reanudar el trabajo con las largas piedras.

∗ ∗ ∗

Se había construido la narria debajo de la piedra más larga, la rampa estaba terminada, se colocaron las sogas sobre la hierba y se dispuso en la ladera de la colina la mayor reata de bueyes que Saban había visto en su vida. Contaba con un centenar de bestias; ni él ni ninguno de los vaqueros había llevado nunca una reata tan numerosa y, en un primer momento, cuando intentaron enganchar los bueyes a la piedra, las bestias se enmarañaron. Les llevó tres días descubrir cómo llevar las cuerdas hasta troncos de los que salían más sogas que iban a parar a los arreos de los bueyes.
Camaban se había ido de Cathallo con el mismo sigilo con que había llegado, dejando a Saban en un estado de confusión mezcla de ira y alegría. Ira porque Aurenna era su esposa; alegría porque Kilda se había convertido en su amante, y Kilda no hablaba con los dioses, no sermoneaba a Saban acerca de cómo debía comportarse sino que lo amaba con una franqueza feroz que mitigó años de soledad. Sin embargo, esa alegría no sojuzgó la ira que torturaba a Saban, ira que sintió al ver a Aurenna subir la colina para observar cómo arrastraban la larga piedra desde su lecho. Llevaba su manto de plumas de arrendajo e iba lanzando destellos blancos y azules conforme avanzaba con Lallic de la mano. En vez de ir a recibirla, Saban le dio la espalda. Leir estaba a su lado con una aguijada en la mano, y el chico miró a Kilda y Hanna, ambas con fardos.
— ¿Vas a regresar a Ratharryn? —le preguntó Leir a su padre.
— Tengo que acompañar a la piedra —respondió Saban—, y no sé cuánto me llevará, pero sí, voy a regresar a Ratharryn. —Hizo bocina con las manos—. ¡Adelante! —gritó a los vaqueros a cargo de los bueyes, y una veintena de hombres y chicos azuzaron a las bestias, que avanzaron pesadamente hasta tensar todas las sogas.
— No quiero ser sacerdote —saltó Leir—. Quiero convertirme en un hombre.
Transcurrieron unos instantes antes de que Saban asimilara jo que había dicho el chico. Estaba concentrado en las sogas de cuero, las veía cada vez más tensas y se preguntaba si serían lo bastante gruesas.
— ¿No quieres ser sacerdote? —le preguntó.
— Quiero ser guerrero.
Saban volvió a formar bocina con las manos.
— ¡Ahora! —ordenó a voz en cuello—. ¡Adelante!
Pincharon las aguijadas, corrió la sangre de los bueyes, las bestias hollaron la hierba para encontrar apoyo y las cuerdas se estremecieron debido a la tensión.
— Adelante —gritó Saban—, ¡adelante!
Hundieron la cabeza los bueyes, y de pronto la narria rechinó al dar un primer tumbo. Saban temió que las sogas se rompieran, pero en vez de eso, la piedra inició su avance. Se movía. La enorme piedra se zafaba de las garras de la tierra y la gente empezó a lanzar vítores.
— No quiero ser sacerdote —insistió Leir con la vocecilla impregnada de tristeza.
— Quieres ser guerrero —repitió Saban. La narria ascendía por la rampa, dejando al paso de los amplios patines una estela de creta machacada.
— Pero mi madre dice que no debo enfrentarme a las pruebas porque no me hará falta. —Leir levantó la vista hacia su padre—. Dice que tengo que ser sacerdote. Lahanna lo ha ordenado.
— Todo muchacho debería enfrentarse a las pruebas —dijo Saban. La narria había llegado a ras de tierra y ahora se deslizaba uniformemente sobre los excrementos de buey y la hierba.
Saban siguió la narria y Leir echó a correr tras él con los ojos arrasados en lágrimas.
— ¡Quiero superar las pruebas! —gimoteó.
— Entonces, ven conmigo —dijo Saban—, y te someterás a ellas en Ratharryn.
Leir se quedó mirando a su padre.
— ¿De veras? —preguntó con la voz teñida de incredulidad.
— ¿De verdad quieres hacerlo?
— ¡Sí!
— Entonces, que así sea —accedió Saban, y cogió en volandas a su hijo para ponerlo encima de la piedra, de modo que Leir cabalgara sobre el mojón en movimiento.
Saban dirigió la engorrosa narria hacia el norte rodeando el santuario de Cathallo, porque la reata de bueyes era muy grande para atravesar las oquedades en el terraplén del templo. Aurenna iba a su lado seguida por la muchedumbre, y una vez la piedra hubo dejado atrás el templo, instó a Leir a que se bajara de la narria y fuera con ella a casa.
— ¡Leir! —le llamó Aurenna a grito limpio.
— Leir viene conmigo —le dijo Saban—. Viene a Ratharryn y vivirá allí conmigo.
Aurenna se mostró sorprendida, pero luego la sorpresa se tornó ira.
— ¿Vivirá contigo? —Su voz sonaba temible.
— Y aprenderá lo que yo aprendí de niño —continuó Saban—. Aprenderá a utilizar el hacha, la azuela y la lezna. Aprenderá a hacer un arco, a matar ciervos y a blandir la lanza. Se hará un hombre.
Los bueyes mugían, y el aire apestaba a causa de sus excrementos y su sangre. El avance de la piedra no alcanzaba la velocidad del paso de un hombre, pero al menos se movía.
— ¡Leir! —volvió a vociferar Aurenna—. ¡Ven aquí!
— Quédate donde estás —instó Saban a su hijo, y se apresuró para ponerse a la altura de la narria.
— Va a ser sacerdote —gritó Aurenna. Echó a correr tras Saban seguida por la trémula estela de plumas de arrendajo.
— Antes se convertirá en un hombre —replicó Saban—, y si después de hacerse hombre quiere ser sacerdote, que así sea. Pero mi hijo será hombre antes que sacerdote.
— No puede ir contigo —gritó Aurenna. Saban nunca la había visto tan furiosa; de hecho, no creía que albergara una emoción de ferocidad semejante, pero ahora le gritaba con la cara desencajada y el cabello revuelto—. ¿Cómo quieres que viva contigo? Tu lecho lo ocupa una esclava. —Señaló con el dedo a Kilda y Hanna, que seguían la narria mezcladas con la muchedumbre de Cathallo. Las gentes no perdían detalle de la discusión. Leir seguía encaramado a la piedra, desde donde miraba a sus padres mientras Lallic escondía su carita bajo el faldón de su madre—. Mantienes a una puta esclava y a su bastarda —vociferó Aurenna.
— Al menos, no me visto con un manto de piel de toro para cubrirla —replicó Saban—. Es mi puta, no la puta de Slaol.
Aurenna se detuvo, y la furia que reflejaba su rostro se convirtió en una gélida ira. Levantó la mano para abofetear a Saban, pero él le cogió la muñeca.
— Te alejaste de mi cama, mujer, porque decías que un hombre asustaría a Lahanna. Entonces me plegué a tu voluntad, pero ahora no voy a dejar que niegues a tu hijo el derecho a la virilidad. Es hijo mío, y será un hombre.
— ¡Será sacerdote! —Aurenna tenía los ojos arrasados en lágrimas—. ¡Lahanna lo quiere así!
Saban vio que le hacía daño al tenerla cogida por la muñeca, de modo que se la soltó.
— Si la diosa quiere que sea sacerdote —dijo—, lo será; pero primero se convertirá en un hombre. —Se volvió hacia los vaqueros que habían abandonado a los animales para seguir la confrontación—. ¡Cuidado con las líneas de arrastre! —les gritó—. No dejéis que aminoren la marcha. ¡Leir! Baja de ahí y utiliza la aguijada. ¡Ponte a trabajar! —Se alejó de Aurenna, que permaneció llorosa donde estaba. Saban estaba tembloroso, en parte porque temía una terrible maldición, pero Aurenna dio media vuelta y se llevó a Lallic de regreso a casa.
— Querrá vengarse —le advirtió Kilda.
— Intentará recuperar a su hijo, eso es todo. Pero Leir no se irá. No se irá.
Les llevó veintitrés días trasladar la larga piedra hasta Ratharryn y Saban acompañó a la gran narria durante la mayor parte del trayecto, pero cuando estaban a uno o dos días del Templo del Cielo se adelantó con Kilda, Hanna y Leir porque sabía que habría que ampliar la entrada del templo si la piedra había de pasar por ella. Habría que rellenar la zanja frente a la entrada y retirar las piedras del portal, y quería acabar ambas tareas antes de la llegada del largo mojón.
La piedra llegó dos días después, y Saban hizo que cuarenta esclavos empezaran a esculpirla para hacer de ella un pilar. Aunque en Cathallo la habían tallado agrandes rasgos, ahora había que alisarla, pulirla y darle forma ahusada. Una docena de esclavos empezaron a cavar el agujero para la piedra ahondando en el lecho de creta que había debajo de la tierra.
Saban no bajó al asentamiento, como tampoco acudió Camaban al templo durante los primeros días tras la llegada de la gran piedra, pero Saban husmeó el conflicto en el aire igual que el hedor del foso de un curtidor. Las gentes que llegaban desde el asentamiento evitaban a Saban, o hablaban de minucias y fingían no reparar en que Leir vivía ahora con su padre. Los esclavos trabajaban, Saban aparentaba que no había ningún peligro, y la piedra fue mermando hasta alcanzar su pulido aspecto definitivo.
Llegaron las primeras heladas. El cielo ofrecía un semblante pálido y desleído, y fue entonces cuando Camaban acudió por fin al templo. Llegó con una veintena de lanceros, todos pertrechados para entrar en batalla y encabezados por Vakkal, cuya lanza estaba decorada con los cueros cabelludos de hombres que había matado en el enfrentamiento que tuvo lugar en Cathallo. Camaban, envuelto en el manto de oso de su padre, llevaba una espada de bronce al cinto. Tenía el cabello tupido y revuelto, sus guedejas entreveradas con huesos de niño, que también colgaban de una poblada barba surcada por una línea entrecana parecida a la de un tejón. Hizo seña a sus lanceros de que esperaran junto a la piedra solar y se acercó cojeando a Saban. Le acompañaba un joven sacerdote que portaba el estandarte de la calavera.
Se hizo el silencio mientras Camaban cruzaba el sendero elevado de entrada entre los dos pilares derribados para que las piedras más largas pudieran introducirse en el círculo. Su rostro delataba ira. Los esclavos más próximos a Saban se hicieron atrás y lo dejaron solo junto a la piedra madre, donde Camaban se detuvo para pasear la mirada por el templo, seguido de cerca por el sacerdote con el estandarte.
— No se ha levantado ninguna piedra. —Su voz era templada, pero miró a Saban con el ceño fruncido—. ¿Cómo es que no se ha levantado ninguna piedra?
— Primero hay que darles forma.
— Ésas ya la tienen —señaló Camaban, e indicó con la maza unos pilares destinados a formar parte del círculo del cielo.
— Si las levantamos —se justificó Saban—, estorbarán el paso a las piedras más grandes. Hay que levantar antes las otras.
Camaban asintió.
— Pero, ¿dónde están las piedras más grandes? —Su tono era razonable, como si no tuviera ninguna cuenta pendiente con Saban, pero la reserva no hacía más que acentuar la amenaza que constituía su presencia.
— La primera ya ha llegado —le hizo ver Saban, señalando con el dedo el monstruoso mojón que yacía entre montones de lascas y polvo—. Mereth ha llevado la gran narria de regreso a Cathallo y debe de estar de camino con otra. Pero ésa —movió la cabeza en dirección a la piedra de mayor longitud—, la levantaremos antes del solsticio de invierno.
Camaban volvió a asentir, aparentemente satisfecho. Desenvainó la espada, se llegó hasta la larga piedra y empezó a afilar la hoja sobre el borde de la roca.
— He hablado con Aurenna —dijo en un tono todavía contenido—, y me ha contado una extraña historia.
— ¿Acerca de Leir? —indagó Saban, ofendido y a la defensiva, en un intento de disimular su nerviosismo.
— Me contó lo de Leir, claro. —Camaban se interrumpió para palpar el filo de su hoja, lo encontró romo y continuó restregando la espada contra la piedra. El roce producía una especie de tintineo—. Estoy de acuerdo contigo en lo que a Leir respecta, hermano —continuó, con la mirada clavada en Saban—: debe hacerse un hombre. No lo veo como sacerdote. No tiene sueños como su hermana. Se parece más a ti. Pero no creo que deba vivir contigo. Necesita aprender las costumbres del guerrero y las artes del cazador. Puede vivir con la familia de Gundur.
Saban asintió con recelo. Gundur no era cruel y sus hijos se estaban convirtiendo en hombres hechos y derechos.
— Puede vivir en la choza de Gundur —accedió.
— No —continuó Camaban, antes de fruncir el ceño al reparar en una minúscula melladura en el filo de la espada—, la extraña historia que me contó Aurenna tiene que ver con Derrewyn. —Levantó la mirada hacia Saban—. Sigue viva, ¿lo sabías?
— ¿Cómo iba a saberlo?
— Sin embargo, su hija no está con ella —prosiguió Camaban. Se había incorporado de la piedra y miraba a Saban a los ojos—, Al parecer, envió a su hija a vivir en un asentamiento porque temía que enfermara y muriese en el bosque. De modo que la mandó a otro lugar. Tal vez a Cathallo, ¿no crees? O tal vez aquí, a Ratharryn. En las chozas de Cathallo se cuenta la historia entre susurros, hermano, pero Aurenna se entera de todo. ¿Ha llegado a tus oídos esa historia, Saban?
— No.
Camaban esbozó una sonrisa, hizo un gesto con la espada y Saban se volvió para ver que dos lanceros habían dado con Hanna y la sacaban a rastras de la choza. Kilda les increpaba, pero un tercer guerrero le cortó el paso mientras llevaban ante Camaban a la aterrada niña. Saban hizo ademán de arrebatar la criatura a los lanceros, pero uno de ellos le amenazó con el arma mientras el otro entregaba la pequeña a Camaban, que, en cuanto la tuvo en su poder, le puso la espada recién afilada contra la garganta.
— Su madre, si es que esa mujer tuya es su madre —señaló Camaban—, tiene el cabello rubio. El de esta niña es moreno.
Saban se llevó la mano a su propio cabello moreno.
Camaban negó con la cabeza.
— Es muy mayor para ser hija tuya, Saban, a menos que conocieras a su madre antes de que empezáramos a construir el templo. —Ejerció más presión sobre el cuello de la niña y Hanna lanzó un grito sofocado—. ¿Es la hija bastarda de Derrewyn, Saban? —le interrogó Camaban.
— No —aseguró Saban.
Camaban lanzó una tenue risilla.
— Hubo un tiempo en que fuiste amante de Derrewyn —le recordó—, y quizás aún sigues enamorado de ella. Lo bastante enamorado para ayudarla.
— Tú quisiste casarte con ella, hermano —protestó Saban—, pero eso no significa que ahora estuvieras dispuesto a ayudarla. —Saban percibió el asombro de Camaban al saberlo enterado de la oferta de matrimonio que había hecho a Derrewyn, y verlo pasmado le hizo sonreír—. ¿Te gustaría que lo proclamase a los cuatro vientos?
Hanna lanzó un grito al estremecerse de ira Camaban.
— ¿Me estás amenazando, Saban?
— ¿Yo? —Saban se echó a reír—. ¿Amenazarte a ti, el hechicero? Pero, ¿cómo construirás este templo si te enfrentas a mí? ¿Sabes levantar un trípode? ¿Eres capaz de revestir un agujero con madera? ¿Puedes poner arreos a los bueyes? ¿Sabes cómo quebrar las piedras según su naturaleza? Tú, que alardeas de no haber cogido un martillo en tu vida, ¿podrías construir este templo?
Camaban rompió a reír ante la pregunta.
— Podría encontrar un centenar de hombres para levantar las piedras —replicó con desdén.
Saban sonrió.
— Entonces, que esos hombres te digan cómo se las arreglarán para colocar una piedra sobre otra. —Señaló el mojón de mayor longitud—. Una vez alzado ese pilar, hermano, tendrá cuatro veces la estatura de un hombre. Cuatro veces, nada menos. ¿Cómo alzarás otra piedra para que repose sobre su cúspide? ¿Lo sabes? —Miró más allá de Camaban y planteó la pregunta a voz en cuello—. ¿Lo sabe alguien? —Se dirigió a los lanceros—: ¿Vakkal? ¿Gundur? ¿Sabríais decírmelo? ¿Cómo levantaríais un dintel hasta la punta de ese pilar? Y no sólo un dintel, sino todo un círculo de piedras. ¿Cómo lo haríais? Respondedme.
Nadie dijo ni palabra. Se limitaron a mirarle, y Camaban se encogió de hombros.
— Con una rampa de tierra, claro —les explicó.
— ¿Una rampa de tierra? —rezongó Saban—. Tienes treinta y cinco dinteles que colocar, hermano, ¿vas a construir treinta y cinco rampas? ¿Cuánto te llevaría eso? Y, ¿cómo ibas a levantar rampas semejantes en un suelo con tan poca tierra? Si levantas las piedras sirviéndote de tierra, nuestros bisnietos no verán este templo terminado.
— Entonces, ¿cómo lo harías? —preguntó Camaban iracundo.
— Como es debido —respondió Saban.
— ¡Dímelo! —le urgió Camaban.
— No —se negó Saban—, y sin mí, hermano, nunca tendrás el templo que deseas. No tendrás más que un montón de rocas. —Señaló a Hanna—. Si matas a esa niña, me marcharé de este templo y nunca volveré la vista atrás. Es la criatura de una esclava y le tengo cariño. ¿Crees que es hija de Derrewyn? —Saban escupió sobre el largo pilar para demostrar su desprecio—. ¿Crees que Derrewyn enviaría a su hija a una tribu de la que tú eres jefe? Rastrea toda la región, hermano, registra hasta la última choza, pero no busques aquí a la hija de Derrewyn.
Camaban le miró de hito en hito durante un buen rato.
— ¿Juras que esta niña no es hija de Derrewyn?
— Lo juro —dijo Saban, y notó que lo recorría un escalofrío, pues un juramento en falso no podía tomarse a la ligera; pero, en el caso de que hubiera vacilado, o si hubiese dicho la verdad, Hanna habría muerto al instante.
Camaban lo atravesó con la mirada y luego hizo señal al sacerdote de que se adelantara y colocara la calavera del estandarte a la altura del rostro de Saban. El hechicero todavía tenía su espada contra la garganta de la pequeña.
— Posa una mano sobre la calavera —ordenó a Saban—, y jura sobre tus ancestros que esta niña no es el cachorro de Derrewyn.
Saban adelantó la mano con lentitud. Se trataba del juramento más solemne que cabía hacer, y mentir a los antepasados era como traicionar a toda su tribu, pero puso los dedos sobre el cráneo y asintió.
— Lo juro.
— Sobre la vida de tu hija —le conminó Camaban.
Saban había empezado a sudar. Tenía la impresión de que el mundo temblaba en derredor, pero Hanna tenía los ojos puestos en él y percibió que asentía de nuevo.
— Sobre la vida de Lallic —dijo, consciente de que había incurrido en una grave mentira. Tendría que enmendar el desaguisado para que Lallic siguiera con vida, y no sabía cómo se las compondría.
Camaban apartó de su lado a Hanna, y la pequeña echó a correr hacia Saban y se aferró a él llorosa. Saban la cogió en brazos y la apretó contra su pecho.
— Constrúyeme un templo, hermano —dijo Camaban, y envainó la espada en su cinturón de cuero—, constrúyeme un templo, ¡pero deprisa! —Cada vez alzaba más la voz—. Siempre estás con excusas. Que si la piedra es dura, que si la tierra está demasiado húmeda para las narrias, que si a los bueyes se les quiebran las pezuñas. ¡Y nunca llegas a ninguna parte! —Las últimas palabras las pronunció a grito herido. Le temblaba el cuerpo, y Saban se preguntó si su hermano estaba a punto de poner los ojos en blanco y entrar en un furioso trance que colmaría el templo de sangre y miedo, pero Camaban se limitó a aullar como si estuviera aquejado de un intenso dolor y luego, sin más ni más, dio media vuelta y se marchó—. ¡Constrúyeme un templo! —gritó, y Saban abrazó a Hanna con fuerza, porque la niña gimoteaba de pavor.
Mientras Camaban cruzaba el sendero elevado del templo, seguido por sus guerreros, Saban se apoyó contra la larga piedra y lanzó un profundo suspiro. El día era frío, pero seguía sudoroso. Kilda se abalanzó hacia él y tomó a Hanna entre sus brazos.
— Creía que os iba a matar a los dos —confesó.
— He jurado sobre la vida de mi hija para salvar la de Hanna —reconoció Saban con voz apagada—. Camaban sabía quién era Hanna y he jurado que se equivocaba. —Cerró los ojos con el cuerpo trémulo—. He hecho un juramento en vano.
Kilda guardó silencio. Los esclavos no quitaban ojo a Saban.
— He puesto a Lallic en peligro —continuó Saban, y derramó lágrimas que abrieron surcos en el polvo blanco de piedra que le cubría las mejillas.
— ¿Qué vas a hacer? —le preguntó Kilda en voz queda.
— Deben perdonarme los dioses —dijo Saban—, nadie más puede absolverme.
— Si construyes un templo a los dioses —señaló Kilda—, te perdonarán. Así que constrúyelo, Saban, constrúyelo. —Extendió la mano y le enjugó una lágrima del rostro—. ¿Cómo levantarás los dinteles? —indagó.
— No lo sé —reconoció Saban—, lo cierto es que no lo sé. —Pero si encontrara el modo, pensó, tal vez los dioses le perdonarían y Lallic seguiría con vida. Ahora sólo podía salvarla el templo, de modo que se volvió hacia los esclavos—. ¡Al tajo! —les instó—. Cuanto antes acabemos, antes seremos libres.
Trabajaron con ahínco. Se aplicaron con los martillos, redujeron a polvo trozos enteros de piedra, cavaron tierra y lecho rocoso y pulieron la piedra hasta tener los brazos doloridos, las fosas nasales llenas de polvo y los ojos escocidos. Los más fuertes se ocuparon de la piedra larga y, tal como había prometido Saban, antes del solsticio de invierno estaba lista. Llegó el día en que ya no cabía pulirla más. Había dejado de ser una roca para convertirse en un estilizado monolito con forma de huso, y Saban comprendió que debía alzarlo en el sitio que le correspondía. Recordó el consejo de Galeth y propuso alzar la piedra de canto, pues temía que el peso del estrecho pilar lo partiese en dos. Pero primero había que llevar la piedra hasta el borde de su agujero, y la operación llevó seis días de tirar de palanca, sudar y maldecir, y a continuación tuvieron que volverla sobre uno de sus largos y estrechos cantos, y eso les llevó otra jornada entera; pero al fin quedó colocada sobre los troncos que hacían las veces de rodillos y Saban pudo amarrar las cuerdas, siguiendo toda la longitud de la piedra, y atarlas a los sesenta bueyes que arrastrarían la monstruosa roca hasta su agujero.
Aquel agujero era el más hondo que había cavado Saban en toda su vida. Tenía una profundidad equivalente a dos veces la estatura de un hombre, e hizo que protegieran la rampa y el costado opuesto a la rampa con tablas de madera lubricadas a base de grasa de cerdo. A partir de la piedra, las cuerdas se prolongaban por encima del agujero y hasta el otro lado de la zanja y los terraplenes, donde la reata de sesenta bueyes constituía una nube. Saban dio la señal, los vaqueros azuzaron a las bestias y las sogas de cuero trenzado se levantaron del suelo, se pusieron tensas, las recorrió un estremecimiento, se atirantaron más todavía, y luego, al cabo, la piedra dio un tumbo hacia delante. «¡Con cuidado! ¡Con cuidado!», gritaba Saban. Temía que la losa volcara, pero, aunque lentamente, avanzó con firmeza suficiente sacando astillas de los rodillos. Los esclavos retiraron los troncos de la parte posterior del pilar a medida que su extremo anterior empezaba a asomar sobre la rampa. Entonces se rompió una de las cuerdas, lo que dio lugar a una algarabía y una larga espera, mientras se traía otra cuerda y se amarraba al arnés.
Se volvió a azuzar a los bueyes y, palmo a palmo, la enorme piedra fue avanzando hasta que la mitad sobresalía por encima de la rampa y la otra mitad seguía apoyada sobre los rodillos. Los bueyes tiraron otra vez, y Saban ordenó a grito limpio a los vaqueros que detuvieran a los anímales porque la piedra por fin empezaba a volcar. Durante un instante, dio la impresión de que quedaba en equilibrio sobre el borde de la rampa, pero luego la mitad delantera se precipitó sobre las maderas. La tierra retembló debido al impacto, y el gran mojón se deslizó rampa abajo para quedar alojado contra el lado opuesto del agujero.
Saban dejó reposar la piedra aquella noche. Un extremo del pilar se alzaba hacia el cielo formando un ángulo con el suelo, y la protuberancia tallada en su parte superior, que serviría de sujeción al dintel del arco más alto, se perfilaba ceñuda contra las estrellas invernales.
Al día siguiente ordenó a cincuenta esclavos traer cestas llenas de cascotes de creta y piedras de río hasta el borde del agujero, y después rodeó la piedra sesgada con diez sogas. Pasó las cuerdas por encima de un trípode que alcanzaba cuatro veces la altura de un hombre y las ató a los bueyes que esperaban al otro lado de la zanja. El corte en la cúspide del trípode sobre el que se deslizarían las cuerdas estaba pulido y engrasado, y también se lubricaron las sogas. Camaban y Haragg habían acudido a presenciar la operación, y el sumo sacerdote no fue capaz de contener su emoción.
— Creo que nunca se ha levantado una piedra de tamaño semejante —exclamó Haragg.
Si la piedra se quebrara ahora, pensó Saban, el templo no llegaría a construirse nunca, pues no había losa lo bastante grande para sustituir aquel primer gran pilar.
Les llevó la mayor parte de la mañana disponer la reata de bueyes, asegurar las patas del trípode en pequeños agujeros cavados en la tierra justo al otro lado del terraplén y atar las cuerdas, pero, cuando todo estuvo listo, Saban hizo una señal con la mano a los vaqueros y las diez sogas se alzaron del suelo. El trípode se afianzó en la tierra, crujió y las sogas adquirieron la tensión de barras de bronce. Los hombres al otro lado de la zanja azuzaron a los bueyes con aguijadas hasta el punto de hacer que les manara sangre de los cuartos traseros. Dio la impresión de que las cuerdas se atascaban en la cúspide del trípode, porque se produjo una sacudida y un tremor, pero entonces continuaron deslizándose, se abrió de pronto una ranura entre el pilar y la rampa, y los esclavos empezaron a rellenarla con las piedras cogidas del río.
«¡Aguijadlos! —gritaba Saban—. ¡Aguijadlos!» Los bueyes agacharon la cabeza y el tembloroso trípode crujió a medida que iba alzándose la piedra, cuyo extremo anterior recaía con todo su peso sobre los maderos que revestían el profundo agujero, pero cuanto más alto llegaba la piedra, más fácil resultaba la tarea, porque las cuerdas que descendían desde la cúspide del trípode ejercían tensión, ahora formando un ángulo recto con la piedra. Saban supervisaba la operación con el aliento contenido, y sin embargo la piedra iba levantándose, su base recaía sobre el lado opuesto del agujero y los esclavos lanzaban frenéticamente cestas de cascotes de creta y piedras sobre la rampa, de modo que si el pilar volvía a descender no regresara hasta su posición inicial.
— ¡Aguijadlos! ¡Aguijadlos! —gritó Camaban, y se emplearon a fondo con las aguijadas, las cuerdas se estremecieron, sangraron los bueyes y la piedra fue irguiéndose a trompicones—. ¡Ahora con cuidado! ¡Con cuidado! —les previno Saban. El pilar ya había alcanzado prácticamente toda su altura, y si los bueyes tiraban con demasiada fuerza había peligro de que se pasaran de la raya y sacaran el poste de su agujero por el lado contrario. —Un paso más —les instó Saban. Azuzaron a los animales por última vez y la piedra avanzó un poco más. En ese instante tomó posesión del movimiento su propio peso, y el pilar se enderezó de golpe, arremetiendo su parte anterior contra los maderos que servían de protección, con un tremendo estrépito. Saban contuvo la respiración, pero la piedra permaneció donde estaba; les gritó a los esclavos que colmaran los bordes del agujero y apretaran el relleno. Camaban saltaba torpemente y Haragg lloraba de alegría. La primera, la piedra más alta del templo, había quedado erigida.
Se retiraron las cuerdas, se rellenó el agujero y, por fin, Saban tuvo oportunidad de tomar distancia para contemplar lo que había conseguido.
Lo que vio fue una maravilla que superaba a cualquiera de las de Cathallo, una maravilla como ningún hombre había visto antes en el mundo.
Vio una piedra erguida de la altura de un árbol.
El corazón se le hinchió al contemplarla y le asomaron lágrimas a los ojos. La piedra ofrecía un aspecto estilizado, alto y elegante en contraste con el grisáceo cielo invernal. Era, pensó Saban, hermosa. Era lisa, proporcionada e impresionante; de pronto, dominaba el vasto paisaje. Descollaba sobre la piedra madre que tan alta parecía antes. Era suntuosa.
— Es espléndida —reconoció Camaban, con los ojos abiertos de par en par.
— Es obra de Slaol —señaló Haragg con humildad.
Hasta los esclavos estaban impresionados. Lo habían logrado con su esfuerzo y contemplaban el pilar maravillados. En ninguna de las tribus, en ninguno de sus templos, en ninguna de sus regiones ni en ninguno de sus sueños había una piedra tan grande, tallada y pura. En ese momento, Saban cayó en la cuenta de que los dioses debían reconocer lo que estaba haciendo Camaban. Incluso Kilda estaba admirada.
— ¿Pensáis colocar otra piedra encima de ésa? —le preguntó a Saban al final de la jornada.
— Así es —afirmó—. No es más que uno de los pilares de un arco.
— Pero aún no sabes cómo hacerlo, ¿verdad?
— Tal vez me lo digan los dioses —señaló. Estaban solos junto a la gran piedra. Caía la noche, tornando negra la roca gris. Saban levantó la vista hacia el monolito y volvió a sentirse abrumado, asombrado de que hubiera llegado a moverla, a darle forma, a alzarla, y en ese mismo instante tuvo el convencimiento de que acabaría el templo. Había quienes decían que era tarea vana, y ni siquiera el propio Camaban sabía cómo conseguirlo, pero Saban estaba seguro de que lo lograría. Y tuvo la repentina certeza de que con la construcción del templo apaciguaría a los dioses, que, en consecuencia, le perdonarían el juramento que había hecho con la vida de Lallic como prenda.
— A veces me parece que, en realidad, ninguno sabemos por qué estamos construyendo este templo. Camaban dice que lo sabe, y Aurenna está segura de que atraerá a los dioses a un lecho nupcial; pero yo no sé qué quieren los dioses. Lo único que sé es que desean que se construya. Creo que nos sorprenderá a todos cuando esté terminado.
— Eso es lo que siempre ha dicho Derrewyn —convino Kilda.
Llegó el solsticio de invierno y la tribu encendió sus hogueras para celebrar la fiesta. Los esclavos comieron junto al templo y, una vez pasada la fecha, cuando llegaron las primeras nieves, empezaron a dar forma al segundo pilar del enorme arco. Ese pilar era la segunda piedra más grande, pero era más corta porque Saban no había logrado dar con una piedra de igual longitud que la primera, de modo que había dejado que la base del segundo pilar conservara su forma retorcida y bulbosa, corno el pie de Camaban antes de que Sannas lo quebrara para enderezarlo, y confiaba en que la ancha y pesada base afianzara el pilar en la tierra. Lo colocaría en un agujero que sabía poco profundo, pero así debía ser para que el segundo poste alcanzara la altura del primero.
Levantó la piedra en primavera. Se colocó el trípode, se pusieron los arreos a los bueyes y, cuando las bestias alzaron el peso del mojón, Saban oyó que la amplia base del pilar aplastaba la creta y los troncos; pero finalmente quedó erguida y pudieron rellenar el agujero. Los dos pilares clavados en la tierra, uno junto al otro, estaban tan próximos en la base que un gatito a duras penas habría podido pasar entre ambos; sin embargo, a medida que iban ascendiendo, su forma ahusada daba lugar a una abertura a través de la que brillaría el Sol invernal.
— ¿Cuándo colocarás la piedra transversal? —le preguntó Camaban.
— De aquí a un año —respondió Saban—, o quizá dos.
— ¡Un año! —protestó Camaban.
— Las piedras tienen que asentarse —explicó Saban—. Pasaremos todo el año afianzándolas y rellenando los agujeros.
— ¿De modo que cada pilar debe permanecer instalado un año antes de continuar? —indagó Camaban, aterrado.
— Sería más conveniente un plazo de dos años.
Camaban se volvió más impaciente aún. Era presa de una intensa frustración cuando los bueyes se mostraban testarudos, las sogas se rompían o, como ocurrió en un par de ocasiones, se astillaba un trípode. Aborrecía que las piedras quedaran ladeadas e hicieran falta jornadas enteras de duro trabajo para enderezarlas antes de afianzar su base con piedras y tierra.
Les llevó tres años dar forma y alzar los diez altos pilares de la morada del Sol. El alzamiento de las piedras fue la parte más sencilla; lo más difícil acabó siendo el desbastado y la talla, que continuaban colmando el templo de ruido y polvo. Las protuberancias en la parte superior de los pilares que servirían de sujeción a los dinteles resultaron ser los acabados más complejos, ya que cada una tenía dos palmos de anchura y para tallarlas los esclavos tenía que rebajar el resto de la cúspide de la piedra, operación que llevaron a cabo lasca a lasca. Saban también les encargó que dejaran una ceja en torno al reborde de la piedra para que los dinteles contaran no sólo con el apoyo de las protuberancias, sino también con un soporte lateral.
Leir se convirtió en hombre el año en que se erigieron los últimos pilares de la morada del Sol, el mismo año en que se clavaron en tierra seis de las piedras del anillo del cielo. El muchacho superó las pruebas de iniciación y aplastó con júbilo la bola de creta que contenía su espíritu. Saban le hizo entrega de una lanza con punta de bronce y después, a pequeños martillazos, realizó los tatuajes característicos de los hombres que adornarían el pecho de su hijo.
— ¿Irás a enseñárselos a tu madre? —le preguntó a Leir.
— No querrá mirarlos.
— Se enorgullecerá de ti —le aseguró Saban con firmeza, aunque hasta él mismo dudó de sus palabras.
Leir forzó una sonrisa.
— Se llevará una decepción conmigo.
— Entonces, ve a ver a tu hermana —le recomendó Saban—, y dile que la echo de menos. —No había visto a Lallic desde que apartara a Leir de su madre, ni desde que jurara sobre el estandarte de la calavera con su vida como prenda.
— Lallic no ve a nadie —le informó Leir—. Está muy asustada. Tiembla al refugio de la choza y llora si su madre se va.
Saban temió que el falso juramento hubiera desatado una terrible maldición sobre su hija, y decidió que iría a ver a Haragg, exigiría al sumo sacerdote que guardara silencio, confesaría la verdad y cumpliría la penitencia que Haragg le impusiese.
Sin embargo, no tuvo oportunidad de hacerlo, pues la noche en que terminaron las pruebas de iniciación, antes de que Saban pudiera dar con él, Haragg profirió un grito horripilante y expiró. Y Camaban perdió la razón.
Camaban aulló igual que a la muerte de su madre. Aulló con desolación incontenible, asegurando que Haragg había sido su padre. «Fue mi padre y mi madre mi única familia», gritaba. Echó a las esclavas de su choza y se infligió tales cortes con hojas de sílex que cuando salió a la luz del día su cuerpo estaba bañado en sangre. Se lanzó sobre el cadáver de Haragg y aseguró entre gemidos que, en realidad, el sumo sacerdote no estaba muerto en absoluto, sino dormido; aunque, cuando intentó insuflarle su propia vida al alma de Haragg, el cadáver se empeñó en seguir muerto. Entonces Camaban se volvió hacia Saban.
— Si hubieras terminado el templo, hermano, no habría muerto.
Camaban temblaba y de su cuerpo caían gotas de sangre sobre el cadáver de Haragg. Arrancó unos terrones del césped y se los tiró a Saban.
— Vete —le gritó—. Vete. Nunca me apreciaste. Nunca me apreciaste. Vete.
Gundur se apresuró a apartar a Saban de la vista de Camaban tras una choza.
— Te matará si te quedas. —El guerrero frunció el ceño mientras escuchaba los aullidos de Camaban—. Los dioses anidan en su interior —murmuró Gundur.
— Ésa fue la desgracia de Haragg —respondió Saban secamente.
— ¿Su desgracia?
Saban se encogió de hombros.
— A Haragg le encantaba ser mercader. Le encantaba. Era curioso y recorría las tierras en busca de respuestas, pero después conoció a Camaban y creyó haber encontrado la verdad. Sin embargo, echaba de menos su vida de mercader. No debería haberse quedado como sumo sacerdote. Nunca fue el mismo.
Camaban insistió en que no se llevara a Haragg al Pabellón Funerario, sino que se le dejara reposar en el pabellón del nuevo templo, y por tanto su cadáver fue transportado en unas parihuelas y colocado entre la piedra madre y los pilares más altos todavía a la espera de su dintel. La tribu entera acompañó al sumo sacerdote. Camaban lloró todo el camino. Seguía desnudo, su cuerpo una membrana de sangre reseca, y en ocasiones se tiraba sobre la hierba y tenían que convencerlo de que siguiera adelante. Aurenna, que había venido de Cathallo al recibir la noticia de la muerte de Haragg, lucía una túnica de piel de lobo gris sobre la que había restregado ceniza. Llevaba el pelo desmelenado. Lallic, que casi era ya adulta, iba a su lado. Se había convertido en una chica triste y escuálida con ojos pálidos y expresión asustada. Se llevó un sobresalto al acercarse a ella Saban.
— Te enseñaré las piedras —le dijo a Lallic—, y cómo les damos forma.
— Ya lo sabe —le espetó Aurenna—. Lahanna le enseña las piedras en sueños.
— ¿De veras? —preguntó Saban a Lallic.
— Todas las noches —respondió la niña con timidez.
— Lallic —la llamó Aurenna, y atravesó con la mirada a Saban—. Ya has arrebatado una criatura a la diosa. No te llevarás otra.
Ese día los esclavos permanecieron en sus chozas, mientras las mujeres de la tribu bailaban en torno a la zanja y el terraplén del templo entonando el lamento de Slaol. Los hombres danzaban dentro del templo, enhebrando sus desmañados pasos entre los mojones aún por acabar y las narrias descargadas. Camaban, algunas de cuyas heridas se habían vuelto a abrir y sangraban, se arrodilló junto al cadáver y clamó al cielo, mientras Aurenna y Lallic, las únicas mujeres a las que se había dado permiso para cruzar el sendero elevado del templo, lloraban a voz en cuello, una a cada lado del difunto.
Lo que sorprendió a Saban fue que en ese momento dos sacerdotes hicieron entrar un buey al templo. Haragg aborrecía el sacrificio de cualquier ser vivo, y aun así, Camaban insistía en que el alma de un muerto necesitaba sangre. Desjarretaron a la bestia, le levantaron la cola para que agachara la cabeza, y Camaban le asestó un golpe con el hacha de bronce, pero el hachazo chocó contra uno de los cuernos y salió desviado hacia el cuello del animal, que lanzó un bramido. Camaban le asestó otro golpe, volvió a errar, y cuando el sacerdote intentó arrebatarle el hacha, lo blandió trazando un peligroso arco que a punto estuvo de alcanzar a éste, y después empezó a lanzar tajos al animal con un frenesí demencial. La sangre salpicó la piedra madre y el cadáver, salpicó a Aurenna, Lallic y Camaban, pero, al cabo, la bestia coja se vino abajo y Camaban le propinó un fuerte hachazo en la espina dorsal para poner fin a su tormento. Lanzó el arma lejos de sí y se hincó de rodillas.
— ¡Vivirá! —gritó—. ¡Volverá a la vida!
— Volverá a la vida —repitió Aurenna como un eco. Rodeó con sus brazos a Camaban y le ayudó a incorporarse—. Haragg volverá a la vida —insistió en voz queda acariciando a Camaban, que lloraba sobre su hombro.
Se llevaron a rastras el ternero muerto, y Saban, furioso, esparció polvo de creta sobre las manchas de sangre.
— No tendría que haberse celebrado ningún sacrificio —susurró a Kilda.
— ¿Quién lo dijo? —preguntó ella.
— Haragg.
— Y Haragg ha muerto —respondió apesadumbrada.
Haragg había muerto y su cadáver fue llevado a la morada del Sol, donde, al ir descomponiéndose, empezó a despedir un hedor que en todo momento colmaban las fosas nasales de los hombres que cavaban agujeros y tallaban las piedras. Los cuervos se cebaron con el cadáver y los gusanos se retorcían entre sus carnes podridas. Hubo de pasar todo un año para que el cadáver quedara reducido a puro hueso, e incluso entonces Camaban se negó a permitir que lo enterraran. «Debe quedarse aquí», decretó, y, por consiguiente los huesos permanecieron donde estaban. Algunos se los llevaron los animales, pero Saban intentó mantener el esqueleto entero. Camaban recobró las luces a lo largo de ese año y declaró que él mismo sustituiría a Haragg, lo que suponía que ahora iba a ostentar los cargos de jefe y sumo sacerdote. Insistió en que los huesos de Haragg necesitaban la sangre de los sacrificios y trajo ovejas, cabras, cerdos e incluso aves al templo y los sacrificó sobre los huesos resecos, que fueron tornándose negros debido a los constantes baños de sangre. Los esclavos evitaban los huesos, aunque, un día, Saban reparó con sorpresa en que Hanna estaba acuclillada sobre el esqueleto empapado.
— ¿De verdad volverá a la vida? —le preguntó a Saban.
— Eso dice Camaban —respondió.
Hanna se estremeció al imaginar cómo el esqueleto del sacerdote recobraba carne y piel y a continuación se ponía torpemente en pie y echaba a andar como un borracho de rígidas piernas entre los altos mojones.
— Y cuando mueras —volvió a preguntarle a Saban—, ¿yacerás en el templo?
— Cuando muera-le contestó Saban—, entiérrame donde no haya piedras. Ninguna piedra en absoluto.
Hanna le miró con el ceño fruncido y, luego, de repente, rompió a reír. Crecía deprisa y en uno o dos años se la tendría por una mujer. Estaba al tanto de quién era su auténtica madre y sabía también que su vida dependía de que no lo admitiese, de modo que llamaba madre a Kilda y padre a Saban. En ocasiones preguntaba a Saban si su auténtica madre seguía con vida, y Saban no podía contestarle sino que eso esperaba, aunque en realidad se temía lo contrario. Hanna le recordaba cada vez más a Derrewyn de joven: tenía la misma belleza atezada, el mismo vigor, y los jóvenes de Ratharryn se fijaban mucho en ella. Saban consideraba que en un año tendría que colocar un falo de arcilla y una calavera sobre la techumbre de su cabaña. Leir estaba entre los admiradores de Hanna, y ella, a su vez, sentía fascinación por el hijo de Saban, que había crecido hasta alcanzar una buena altura, llevaba el cabello moreno en trenzas que le caían a la espalda y ahora lucía las primeras cicatrices de muerte en el pecho. Se rumoreaba que Camaban quería que Leir fuera el siguiente jefe, y la mayoría lo consideraba una buena opción, porque Leir ya se estaba ganando reputación de audaz. Luchaba en el grupo de Gundur y se mantenía ocupado defendiendo los anchos límites de Ratharryn o participando en incursiones que iban más allá de esas difusas fronteras para traer reses y esclavos. Saban estaba orgulloso de su hijo, aunque apenas lo veía, pues Camaban, en los años que siguieron a la muerte de Haragg, exigió que se apresuraran los trabajos de construcción del templo.
Se buscaron más esclavos, y para alimentar tanto a esos esclavos como a la tribu se enviaron más partidas guerreras en busca de cerdos, bueyes y cereales. El templo se había convertido en una enorme boca que alimentar y las piedras continuaban llegando de Cathallo para ser talladas a base de martillazos, sudor y fuego. La inquietud seguía consumiendo a Camaban.
— ¿Por qué lleva todo tanto tiempo? —inquiría constantemente.
— Porque la piedra es dura —respondía Saban con la misma constancia.
— Emplea el látigo con los esclavos —le exigía Camaban.
— Así llevará el doble de tiempo —le advertía Saban, y entonces Camaban se ponía hecho una furia y juraba que Saban era su enemigo.
Cuando estuvieron colocados la mitad de los pilares del anillo del cielo, Camaban reclamó un nuevo perfeccionamiento.
— El anillo del cielo será uniforme, ¿verdad? —le preguntó a Saban.
— ¿Uniforme?
— ¡Plano! —le aclaró Camaban con furia, al tiempo que hacía el gesto de alisar algo con la mano—. Plano como la superficie de un lago.
Saban frunció el entrecejo.
— El templo está sesgado —adujo, señalando la leve pendiente que hacía el terreno—, de modo que si los pilares del anillo del cielo son de la misma altura, el círculo de piedra seguirá esa pendiente.
— El anillo debe quedar plano —insistió Camaban—. ¡Debe quedar plano! —Se interrumpió para seguir con la vista a Hanna, que salía de la choza, y le cruzó el rostro una sonrisa maliciosa—. Cómo se parece a Derrewyn.
— Es joven y morena —respondió Saban, sin darle mayor importancia—; eso es todo.
— Pero la vida de tu propia hija atestigua que no es hija de Derrewyn —señaló Camaban sin borrar la sonrisa de su cara—, ¿no es así?
— Ya oíste mi juramento —se reafirmó Saban, y a continuación, para distraer la atención de Camaban, prometió conseguir que el anillo del cielo fuese plano, aunque era consciente de que eso le llevaría todavía más tiempo. Colocó travesaños sobre el extremo superior de los pilares y encima de cada travesaño posó un cuenco de arcilla; al llenar de agua el cuenco se apreciaba si los pilares adyacentes estaban o no equilibrados. Algunos mojones descollaban más de lo debido, y los esclavos tuvieron que subirse a escalas de madera y rebajar a martillazos las cúspides de los pilares. Después de eso, para evitar incurrir en el error de erigir una piedra que resultase corta en exceso, Saban hizo que los nuevos pilares fueran deliberadamente demasiado largos y, por tanto, una vez erguidos hubo que rebajarlos y pulirlos hasta que tuvieran la misma altura que los demás.
Una piedra estuvo a punto de quebrarse cuando la colocaban. Se deslizó de los rodillos y se incrustó contra las maderas que revestían el costado del agujero. Tras el impacto, apreciaron que una grieta surcaba la superficie de la piedra en sentido diagonal. Saban ordenó que la alzaran de todos modos y, milagrosamente, no se partió al quedar alojada en su hueco, aunque la grieta seguía resultando visible. «Cumplirá su cometido —aseguró Camaban—, cumplirá su cometido».
Dos años después habían llegado de Cathallo todas las piedras y estaban en su lugar la mitad de los pilares del anillo del cielo, pero antes de que se pudieran colocar los mojones restantes, Saban era consciente de que había que trasladar los dinteles de la morada del Sol hasta el centro del templo, de modo que llevó a cabo la tarea durante el verano. Las piedras fueron arrastradas por grupos de veinte esclavos que maniobraron las narrias de forma que cada dintel quedara directamente junto a los pilares emparejados sobre los que sería erigida.
Saban había dedicado noches y días enteros a dilucidar la colocación de los dinteles. Había que alzar hacia los cielos un total de treinta y cinco, treinta para el anillo del cielo y cinco sobre los arcos de la morada del Sol, y fue a altas horas de una noche de invierno cuando halló la respuesta.
Esa respuesta era la madera. Una gran cantidad de madera que habría de ser talada en los bosques y arrastrada hasta el templo, donde, con una cuadrilla de dieciséis esclavos, Saban intentaría llevar su idea a la práctica.
Empezó con el arco más elevado. La narria con el dintel del arco estaba colocada en paralelo con respecto a los pilares emparejados y a unos dos pasos de ellos. Saban ordenó a los esclavos que colocasen maderos apaisados en torno a la narria, de tal modo que, cuando hubieron acabado, daba la impresión de que la piedra reposaba sobre una plataforma de madera. Los esclavos se sirvieron de palancas de roble para alzar un extremo del dintel y Saban introdujo un largo madero debajo del mismo, en cruz con los travesaños de la hilera inferior. Hizo la misma operación en el otro extremo de la piedra y el dintel quedó apoyado sobre dos troncos, a un codo de altura sobre la plataforma apaisada.
Se trajeron más troncos y se colocaron en torno a las dos vigas que servían de soporte, hasta que, una vez más, dio la sensación de que la piedra reposaba sobre una plataforma; entonces, se volvió a alzar la piedra haciendo palanca y se apoyó sobre dos bloques de madera. Se construyó una nueva plataforma en torno a los bloques utilizando troncos que se colocaron en paralelo a los travesaños de la hilera más baja. Ahora la plataforma tenía tres hileras de altura y era lo bastante ancha y larga para que los hombres pudieran hacer palanca bajo la piedra en cada sucesivo alzamiento.
Hilera tras hilera, se levantó la piedra hasta que llegó a la altura de la cúspide de los pilares emparejados como coronación de un monstruoso montón de maderos apilados. Sostenían el dintel veinticinco hileras de madera, pero aún no se podía desplazar hasta quedar encima de los pilares, porque Saban tenía que medir las protuberancias emparejadas en la parte superior de éstos y trazar marcas de creta sobre el dintel allí donde habría que perforar los agujeros correspondientes. Les había llevado once días alzar la piedra, y necesitaron otros veinte para abrir a martillazos los agujeros y pulirlos. A continuación hubo que girar la piedra con palancas y añadir dos hileras más de maderos antes de que, sirviéndose de palancas, los esclavos pudieran alzarla dedo a dedo de la plataforma a las dos vigas que soportaban el peso del dintel, hasta que las cuencas quedaron suspendidas directamente sobre las protuberancias en las cúspides de los pilares.
Tres hombres izaron un extremo de la piedra a base de hacer palanca, Saban apartó de una patada el tronco que sostenía el mojón, y los esclavos retiraron la palanca para que el dintel se precipitara sobre el pilar. La plataforma se estremeció, pero no se quebraron el dintel ni el pilar. Se retiró la segunda viga, la piedra volvió a precipitarse con gran estruendo y el primero y más alto de los cincos arcos quedó acabado.
Desmantelaron la plataforma y la trasladaron hasta el segundo par de pilares y, mientras los esclavos empezaban a colocar la primera hilera de maderos en torno al segundo dintel, Saban tomó distancia y contempló el primero.
Lo que le acometió fue una profunda sensación de humildad. Sabía mejor que nadie el trabajo, los muchos días de pulir y martillar, el sudor y la aflicción que se habían invertido en esas tres piedras. Era consciente de que uno de los pilares era demasiado corto y se sostenía sobre una base grotescamente nudosa en un agujero que no alcanzaba la profundidad suficiente, pero, aun así, el arco era suntuoso. Le dejó sin aliento. Era como si se alzara hasta los cielos. Y el dintel, un mojón de tal peso que se habían necesitado dieciséis bueyes para arrastrarlo desde Cathallo, había quedado suspendido en las alturas fuera del alcance del hombre. Permanecería allí por siempre jamás, y Saban se estremeció al plantearse si algún hombre volvería a levantar una carga tan pesada a tal altura. Se volvió y contempló el Sol, que se estaba poniendo tras las pálidas nubes del horizonte hacia el oeste. Sin duda, Slaol les observaba, pensó. Slaol recompensaría su trabajo con la vida de Lallic, y semejante atisbo de esperanza hizo que le asomaran lágrimas a los ojos. Se hincó de rodillas y humilló la frente hasta tocar el suelo.
— ¿Cuántos días os ha llevado? —inquirió Camaban.
— Toda una luna y algunos más —respondió Saban—, pero los siguientes se concluirán con mayor presteza porque los pilares son más bajos.
— Quedan treinta y cuatro dinteles más por colocar —estalló Camaban—. ¡Eso son tres años! —Manifestó su decepción a grito herido y se volvió para mirar a los esclavos que martillaban y desbastaban los restantes pilares del anillo del cielo—. No hace falta que estén perfectamente talladas todas las piedras —dijo Camaban—. Con que tengan una forma aproximadamente recta, ya es suficiente. Olvídate de los lados exteriores, se pueden dejar sin pulir.
Saban se quedó mirando a su hermano.
— ¿Quieres que haga eso? —preguntó. Camaban llevaba años exigiendo la perfección, y sin embargo ahora estaba dispuesto a permitir que se levantaran piedras a medio tallar.
— ¡Hazlo! —le espetó Camaban, y se volvió hacia los esclavos que le escuchaban—. Ninguno regresará a casa hasta que haya concluido el trabajo, ¡ninguno! Así que a trabajar, ¡a trabajar!
Ahora que se estaban erigiendo los últimos pilares y desde el norte y el este el círculo de mojones parecía completo, se intuía ya el aspecto que tendría el templo acabado. La morada del Sol estaba construida y descollaba sobre el anillo de piedra, cada vez más grande. A menudo Saban se distanciaba un centenar de pasos o más y contemplaba asombrado lo que había hecho. El templo le había llevado años, pero era hermoso. Sobre todo le gustaba el entramado de sombras que proyectaba, uniformes y rectilíneas, diferentes de cualesquiera otras sombras que hubiese visto, y era consciente de que lo que tenía ante sus ojos era la enmendadura del canon quebrado del mundo sobre la ladera de aquella colina. En esos momentos se maravillaba del sueño de su hermano. En otras ocasiones se colocaba en el centro del templo y se sentía empequeñecido por los pilares y oprimido por sus sombras. Hasta en los días más soleados había una penumbra amenazante en el interior del monumento que le impedía librarse del temor a que se precipitara al suelo uno de los dinteles. Sabía que era imposible. Los dinteles habían quedado encajados y las cúspides de los pilares se habían tallado de modo que sujetaran las losas con firmeza, pero aun así, y sobre todo cuando estaba junto a los huesos de Haragg en el estrecho espacio entre el arco más alto y la piedra madre, sentía que la tenebrosa pesadez del templo lo abrumaba. Y sin embargo, si se alejaba, cruzaba la zanja y volvía a mirar, la oscuridad se difuminaba.
Este templo no resultaba insignificante, en el sentido en que lo fueran las piedras de Sarmennyn. Ocupaba el espacio que le correspondía y tío se veía empequeñecido por el cielo y la larga pendiente de hierba. No era raro que los visitantes, algunos procedentes de tierras desconocidas allende los mares, cayeran de rodillas al ver las piedras por primera vez. Ahora los esclavos hablaban en voz queda mientras trabajaban. «Está cobrando vida», le dijo Kilda a Saban un día.
El último pilar del anillo del cielo, que sólo era la mitad de ancho que los demás porque representaba el día demediado del ciclo lunar, se erigió el día del solsticio de invierno. Se izó sin mayores dificultades, y Camaban, que había acudido para presenciar la colocación del último pilar, permaneció en el templo mientras se ponía el Sol. Hacía un día agradable, fresco y despejado, y el cielo del sudoeste estaba surcado por delicadas franjas de finas nubes que pasaban del blanco al rosa. Una bandada de estorninos, con el mismo aspecto que puntas de flecha de sílex, revoloteó sobre el templo. Los pájaros destacaron innumerables y oscuros en contraste con la vaciedad de las alturas, y se agruparon para cambiar de dirección como uno solo; la visión hizo sonreír a Camaban. Hacía mucho tiempo que Camaban no sonreía satisfecho. «Todo estriba en el canon», musitó.
El Sol, al ponerse, fue alargando las sombras del templo, y Saban empezó a notar la conmoción que recorría las piedras. Ahora le parecían negras. Estaba junto a Camaban al lado de la piedra solar, en el sendero sagrado, y las sombras se prolongaban imperceptiblemente hacia ellos. Conforme descendía el Sol, daba la impresión de que el templo iba encumbrándose hasta semejar sus piedras inmensas y tenebrosas. Entonces desapareció el Sol tras el dintel del arco más alto y las primeras sombras de la noche engulleron a los hermanos. A sus espaldas, en Ratharryn, se estaban encendiendo las grandes hogueras del solsticio de invierno, y Saban dio por sentado que Camaban regresaría para presidir las celebraciones del día, pero en vez de eso aguardó, observando con expectación las piedras umbrías.
— Pronto —dijo en voz queda—, pronto.
Instantes después, el borde inferior del dintel más alto quedó impregnado de un rojo lívido y el Sol resplandeció a través de la hendidura entre los dos pilares más altos. Camaban batió palmas de pura alegría.
— ¡Funciona! ¡Funciona! —gritó.
A su alrededor, toda la tierra había quedado oscurecida debido a que las sombras de los pilares del anillo del cielo se aunaban para proyectar un inmenso palio sobre el sendero sagrado, pero en el centro de esa gran sombra pétrea había un haz de luz. Era la luz del Sol poniente, la última luz del año, y destellaba sobre el horizonte por encima de los bosques y la hierba y a través del arco para deslumbrar a Camaban, que estaba de pie junto a la piedra solar.
— ¡Aquí! —gritó, golpeándose el pecho con los puños como si quisiera llamar la atención de Slaol—. ¡Aquí! —volvió a vociferar tras una pausa, y se quedó mirando extasiado cómo el Sol se ocultaba tras las piedras y las sombras de los mojones se fundían en una gran línea negra que hendía la pradera. —¿Ves lo que hemos hecho? —preguntó luego exaltado—. El Sol poniente verá la piedra que señala su momento de mayor intensidad y ansiará recobrarla, de modo que se sacudirá su debilidad invernal. Funcionará. ¡Claro que funcionará! —Se volvió y asió a Saban por los hombros—. Quiero que esté acabado para el próximo solsticio de invierno.
— Lo estará —prometió Saban.
Camaban se le quedó mirando a los ojos y frunció el ceño.
— ¿Me perdonas, hermano?
— ¿Qué tengo que perdonarte? —preguntó a su vez Saban, a pesar de que sabía perfectamente a lo que se refería su hermano.
Camaban esbozó una sonrisa.
— Slaol y Lahanna deben ser uno. —Soltó los hombros a Saban—. Sé que te resulta difícil, pero los dioses nos ponen pruebas muy duras. Son inflexibles. Hay noches en las que rezo para que Slaol abandone su látigo, pero me hace sangrar. Me hace sangrar.
— Y Aurenna, ¿te colma de dicha? —indagó Saban.
Camaban vaciló un instante, pero asintió.
— Me colma de dicha, y lo que tú has hecho, hermano —asintió en dirección al templo—, nos colmará de dicha a todos. Acábalo. Acaba la obra. —Se alejó.
Los pilares de la entrada se llevaron hasta el sendero elevado de acceso y se volvieron a colocar en sus agujeros. Todo lo que quedaba por hacer era levantar los últimos dinteles del anillo del cielo. Saban temía que los pilares instalados más recientemente no hubieran tenido tiempo de asentarse en el suelo, pero Camaban no estaba dispuesto a aguantar ninguna dilación. «Hay que terminarlo —insistía—. Tiene que estar listo.»
Pero listo, ¿para qué? Aveces, cuando Saban contemplaba durante largo rato las piedras umbrías, le daba la impresión de que tenían vida propia. Si estaba cansado y la luz era escasa, le daba la impresión de que las piedras se mecían como pesados bailarines, aunque si levantaba la cabeza y miraba directamente hacia los pilares, constataba que seguían quietos. Sin embargo, los dioses moraban en las piedras, de eso no le cabía duda. El templo no estaba consagrado, y aun así, los dioses lo habían encontrado y se cernían sobre las altas piedras. Había noches en que les rezaba. Una noche, Kilda se lo encontró orando, se sentó a su lado para esperar a que acabara y después le preguntó qué había rogado a los dioses.
— Lo que siempre les ruego —contestó Saban—, que perdonen la vida a mi hija.
— Ahora tu hija es Hanna —señaló Kilda—, y también la mía.
— ¿Crees que Derrewyn ha muerto?
— Creo que vive —aseguró Kilda—, pero creo que tú y yo seremos siempre unos padres para Hanna.
Saban asintió, y sin embargo seguía rezando por el bien de Lallic. Sería un sacerdotisa y él era el constructor del templo, de modo que, a su debido momento, supuso, le perdería el miedo y llegaría a confiar en él, porque sin duda reconocería que aquél era una lugar hermoso, un hogar para los dioses, y sabría que su padre lo había construido.
Y ahora ya casi estaba terminado.

∗ ∗ ∗

Los hombres toro se abandonaron a su danza en el solsticio de verano. Las hogueras ahuyentaron a los espíritus malignos y al amanecer del día siguiente, por vez primera, el Sol naciente proyecto la sombra de la piedra solar a través del anillo de pilares hasta el corazón del templo, donde yacían los huesos de Haragg.
Se tallaron los últimos dinteles. Las cavidades en el envés de una de esas losas estaban demasiado juntas porque Camaban había insistido en que se perdería menos tiempo si se hacían antes de alzar los dinteles, de modo que Saban tuvo que ordenar que se horadase una tercera cavidad. Rogó a los cielos que fuese el último contratiempo.
Se recogió la cosecha. Las mujeres danzaron en las eras hasta dejarlas lisas y los sacerdotes desvainaron los primeros granos. No vinieron más esclavos de Cathallo porque apenas había trabajo suficiente para los que ya estaban en el templo, pero Camaban se negó a dejarles marchar. «Podemos alimentarlos hasta que se haya consagrado el templo —dijo—. Lo han construido y deberían verlo acabado; entonces quedarán libres.»
Llegó el invierno y las gentes albergaban la esperanza de que sería el último que viera la Tierra. Kilda perdió el hijo que esperaba, y pasó días llorando.
— Siempre he querido un hijo —confesó a Saban—, pero los dioses no me lo conceden.
— Tienes a Hanna —le recordó Saban, en un intento de consolarla, tal como ella le había consolado.
— Casi es una mujer —señaló Kilda—, y su sino está a punto de cumplirse.
— ¿Su sino?
Kilda se encogió de hombros.
— Es hija de Derrewyn. Lleva la sangre de Sannas. Tiene un sino, Saban, y se cumplirá pronto.
Se cumplió al día siguiente. Era un día frío y las piedras del templo estaban recubiertas de una blanca pátina de escarcha. Apenas quedaban dos dinteles por colocar, y Saban estaba levantando la plataforma para el primero de ellos cuando llegó Leir procedente del asentamiento. Lucía las galas de un guerrero de Ratharryn, con colas de zorro entreveradas en el cabello, su pecho estaba cubierto de tatuajes azules y llevaba la lanza adornada con las plumas de un extraño águila marino que el jefe de una lejana costa, llevado por su admiración, había ofrecido a Ratharryn como parte de un tributo mucho más cuantioso. Leir cruzó el sendero elevado y contempló las piedras.
— ¿Estará listo el templo para el solsticio de invierno?
— Sin ningún problema —aseguró Saban.
Leir esbozó una media sonrisa y asintió hacia el sendero sagrado como para sugerir que caminaran en aquella dirección. Saban, perplejo, siguió a su hijo por el sendero elevado.
— Camaban dice que el cadáver de Haragg necesita sangre —dijo Leir sin asomo de emoción.
Saban asintió.
— Siempre dice lo mismo.
Esa misma mañana, Camaban había acudido con un cisne atado por las patas que había lanzado gañidos a las piedras antes de que le cortaran el cuello. El templo apestaba a sangre, pues en cuanto se secaba la de un sacrificio, se llevaba otra res o ave para sacrificarla sobre los huesos de Haragg.
— Y cuando esté consagrado —continuó Leir con el mismo semblante serio—, se nos ha prometido que todos los muertos, y no sólo Haragg, alcanzarán una nueva vida a través de las piedras.
— ¿Eso se nos ha prometido? —indagó Saban. Creía que los muertos le serían arrebatados a Lahanna y quedarían bajo la tutela de Slaol, pero los efectos que produciría el templo estaban sujetos a continuos rumores e historias. De hecho, cuanto más próxima estaba la consagración, menos certeza tenía nadie de lo que se conseguiría con el templo. Todos estaban al tanto de que desaparecería el invierno, pero se esperaba mucho más. Mientras unos aseguraban que los muertos echarían a andar, otros afirmaban que sólo recobrarían la vida aquellos muertos que estuvieran enterrados en el templo.
— Y para insuflar vida a los muertos —continuó Leir—, Camaban quiere más sangre. —Se detuvo junto a la piedra solar y volvió la vista. Unos esclavos pulían las piedras ya erguidas, mientras una veintena de mujeres desyerbaban la zanja—. Esos esclavos no regresarán a casa cuando el templo esté acabado.
— Algunos se quedarán —reconoció Saban—. A todos se les ha prometido la libertad, pero la mayor parte querrán volver a casa, si es que recuerdan dónde está su hogar.
Leir meneó la cabeza de lado a lado.
— Camaban se emborrachó anoche —le contó—, y le dijo a Gundur que quiere un sendero de cabezas que vaya desde el asentamiento hasta el templo. Debe ser un sendero dedicado a los muertos para demostrar cómo se regresa de la muerte a la vida. —Miraba a Saban a la cara—. Dice que lo soñó y que Slaol lo exige. Los hombres de Gundur deben matar a los esclavos.
— ¡No! —protestó Saban.
— Serán sacrificados en el templo para que su sangre empape la tierra. Después se les cortarán las cabezas y se dispondrán en los márgenes del sendero —continuó Leir en tono implacable—, y quienes debemos llevar a cabo la matanza somos los lanceros.
Saban se encogió de miedo. Miró hacia su choza, donde Kilda alimentaba el fuego, y vio que Hanna atravesaba la achaparrada entrada con una brazada de troncos secos. La chica vio a Leir, pero debió de advertir que quería estar a solas con su padre, porque se quedó en la cabaña con Kilda.
— Ya ti, ¿qué te parece la idea de Camaban? —le preguntó Saban a Leir.
— Si estuviera de acuerdo, padre, ¿habría acudido a ti? —Leir se interrumpió y miró de soslayo a Hanna—. Camaban quiere matar a todos los esclavos, padre, a todos ellos.
— ¿Y qué crees que debería hacer yo al respecto?
— ¿Hablar con Camaban?
Saban negó con la cabeza.
— ¿Crees que me escucha? Sería como hablar con un jabalí en plena acometida. —Acarició la piedra solar. Con el tiempo, suponía, todas las piedras del templo perderían su prístina tonalidad gris y oscurecerían recubiertas de liquen—. Podríamos hablar con tu madre —sugirió.
— No quiere hablar conmigo —confesó Leir—. Se comunica con los dioses, no con los hombres. —Parecía dolido—. Y Gundur dice que hay otra razón para matar a los esclavos. Dice que si se les permite regresar a su casa, se llevarán con ellos los secretos de la construcción del templo, y entonces se construirán otros similares y Slaol no acudirá a nosotros, sino a ellos.
Saban se quedó mirando el polvo gris que cubría la tierra.
— Si les digo a los esclavos que huyan —dijo en voz queda—, los lanceros traerán más.
— ¿No puedes hacer nada? —Leir parecía indignado.
— En tú mano sí está hacer algo —le hizo ver Saban. Se volvió y llamó a Hanna, y al verla correr de buena gana hacia Leir le recordó tanto a su madre que Saban se quedó sin aliento. Una docena de lanceros habían pedido a Saban que se les permitiera desposarse con Hanna, y la negativa del constructor había provocado resentimientos. Hanna, decían, no era más que una esclava, y una esclava debería estar orgullosa de que la cortejara un guerrero; pero sólo había un guerrero que placiese a Hanna, y ese guerrero era Leir. Le ofreció una tímida sonrisa, después miró obediente a Saban y agachó la cabeza como haría cualquier chica ante su padre—. Quiero que lleves a Leir a aquella isla en el río —le ordenó Saban—. La isla que te enseñé el año pasado.
Hanna asintió, aunque no ocultó su sorpresa, ya que nunca le habían permitido ir al bosque con un joven. Saban se palpó la bolsa que llevaba al cinto y sacó el retal de cuero desgastado que envolvía el rombo de oro.
— Cógelo —le dijo a Leir mientras retiraba la envoltura del rombo—, y colócalo en la horcadura de un sauce. Hanna te mostrará cuál. —Le puso el oro en la mano a su hijo.
Leir frunció el ceño al ver el brillante fragmento.
— ¿Qué conseguiré con ello?
— Cambiar las cosas —le aseguró Saban, y confió en que así fuera, porque ni siquiera sabía si Derrewyn seguía con vida; no obstante, el oro siempre había cambiado las cosas. Su llegada a Ratharryn lo había cambiado todo, y ahora iba a permitir que el metal colmado de Sol volviera a obrar su magia—. Hanna te dirá lo que se conseguirá con el oro —le dijo Saban a su hijo—. Ya es hora de que Hanna te lo cuente todo. —Besó a la chica en la frente, pues Saban era consciente de que con esas últimas palabras la hija de Derrewyn había dejado de estar a su cuidado. Les estaba haciendo entrega a ella y a Leir de la verdad, y esperaba que su hijo no se horrorizara cuando Hanna le confesase que era hija de la más encarnizada enemiga de Ratharryn—. Hanna te lo contará todo —concluyó—. Ahora, marchad.
Les vio caminar hacia el río y recordó cómo, muchos años antes, había recorrido aquel mismo camino con Derrewyn. Entonces estaba convencido de que su dicha no tendría fin, y más tarde había tenido la seguridad de que nunca recobraría la felicidad. Vio que Hanna cogía de la mano a Leir y se le llenaron los ojos de lágrimas. Se volvió para mirar hacia el templo, y al ver la intrincada mezcla de sombras y luz entre las altas piedras tuvo la certeza de que su hermano había soñado algo maravilloso, pero comprendió también que aquel sueño tan ambicioso estaba degenerando en locura.
Regresó hacia las piedras. Ya sólo quedaban dos por levantar antes da que estuviera acabado el templo, y ajuicio de Saban sería entonces, y sólo entonces, cuando se descubriría por qué habían querido los dioses que se construyera.

∗ ∗ ∗

La última piedra se colocó apenas tres días antes del solsticio de invierno. Era el dintel que reposaba sobre el pilar más pequeño del círculo exterior. A Saban le había preocupado aquel pilar porque Camaban insistió en que fuera sólo la mitad de ancho que los otros, pues representaba el día demediado del trayecto lunar y dejaba también una abertura más amplia en las piedras exteriores a través de la que las gentes accederían al centro del templo, pero apenas quedaba espacio en su estrecha cúspide para tallar las protuberancias en que encajarían los dos dinteles, que Saban temía quedasen en un precario equilibrio.
Andaba errado en sus temores. No era el espacio lo inadecuado, sino la propia piedra, ya que cuando estuvo construida la plataforma de maderos, después de que, hilera a hilera, se hubiera levantado hasta la altura adecuada el último dintel, y una vez fue desplazado hasta que su solapa quedó suspendida justo encima de la hendidura del dintel adyacente, al dejar que encajase en su lugar, el pilar se resquebrajó.
Los dinteles siempre se desplomaban hasta su sitio con una estruendosa sacudida, y Saban aguardaba el momento con aprensión, temeroso de que el propio dintel y los pilares que debían sostenerlo se quebraran a causa del impacto. La dura piedra tenía imperfecciones de las que a veces Saban se había servido para tallar los mojones y sabía que en lo más profundo de la roca debía de haber ocultas grietas semejantes, aunque hasta el momento no se hubiera puesto ninguna en evidencia. Los cinco dinteles de la morada del Sol y los veintinueve del anillo del cielo se habían colocado sin grandes contratiempos. Uno a uno se habían desplazado por medio de palancas hasta su posición, de modo que los agujeros del envés quedasen alineados con las protuberancias de los pilares, y después se habían soltado para que cayeran en medio de un gran estruendo, y aun así todas las piedras habían aguantado el golpe hasta que se dejó caer el último dintel, que no se desplomó con un estruendo, sino acompañado de un sordo resquebrajamiento que resonó como un ominoso eco en el otro extremo del círculo.
Saban se quedó de una pieza a la espera de un desastre, pero el silencio se prolongó. El dintel estaba en el lugar que le correspondía y el pilar aguantó, pero al descender de las hileras apiladas de troncos vio que el estrecho pilar tenía una profunda grieta que recorría su superficie en diagonal. La grieta comenzaba en la parte superior de la piedra y descendía hasta la mitad de un flanco. Un esclavo bajó de un salto hasta donde se encontraba Saban e introdujo un dedo en la grieta.
— Si se prolonga… —dijo, pero no llegó a acabar la frase. —En caso de que se prolongara, Saban era consciente de que el dintel se vendría abajo—. Ni lo toques —ordenó al esclavo, y cuando llegó Camaban esa tarde, Saban le contó las tristes nuevas.
Camaban escudriñó pensativo la grieta y levantó la vista hacia el dintel.
— La piedra se sostiene, ¿no? —declaró.
— Se sostiene, aunque no sabemos hasta cuándo —reconoció Saban—. Deberíamos sustituirla.
— ¿Sustituirla? —repitió a voz en grito Camaban, que no salía de su asombro.
— Habría que traer otra piedra de Cathallo.
— Y, ¿cuánto llevaría eso? —exigió saber Camaban.
— ¿Entre transportar la piedra, darle forma y quitar ésta? —Saban lo calculó unos instantes—. Y tendremos que quitar los dos dinteles del pilar estrecho —añadió—, que para eso dejé la plataforma donde está. —Se encogió de hombros—. Podría estar terminado para el verano que viene.
— ¿El verano que viene? —vociferó Camaban—. Vamos a consagrar este templo dentro de tres días. ¡Tres días! ¡No puede esperar! Ya está acabado. ¡Está acabado! No caerá, eso seguro. —Golpeó con la palma de la mano el pilar agrietado y Saban dio un paso atrás instintivamente, pero la piedra no se vino abajo. Entonces Camaban golpeó la losa con su pequeña maza, y después, al ver que Saban se arredraba, cogió uno de los pesados martillos redondos que se habían utilizado para dar forma a los mojones y arremetió con todas sus fuerzas contra el pilar resquebrajado. Golpeó la piedra una y otra vez mientras profería gruñidos y sudaba. Colmó el templo con el eco de cada tremendo martillazo, y aun así la piedra no se partió.
— ¿Ves? —señaló Camaban al tiempo que dejaba caer el martillo, ya continuación, con el ánimo igual de encendido que cada vez que su templo se topaba con un obstáculo, se colocó entre la piedra agrietada y el pilar más cercano y empezó a dejar caer todo su peso sobre la piedra resquebrajada saltando de una losa a la otra—. ¿Ves? —repitió a grito limpio, y los esclavos, azogados, miraron a Saban.
El pilar no se rompió. Camaban se dejó caer por última vez sobre la piedra y luego intentó sacudirla con ambas manos.
— ¿Lo ves? —volvió a preguntar Camaban, mientras se ajustaba el manto—. Está acabado. Ha quedado terminado. —Se alejó del anillo del cielo y contempló los dinteles—. Está terminado. Las últimas palabras las pronunció en un grito triunfal, y luego, de pronto, se volvió y abrazó a Saban—. Has hecho un buen trabajo, Saban, lo has hecho bien. Has construido el templo. Está acabado. ¡Está acabado! —Profirió la última palabra a voz en cuello y ejecutó unos desmañados pasos de baile, para después hincarse de rodillas y quedar postrado en el suelo.
Y era cierto, estaba terminado. Sólo quedaba desmantelar la última plataforma y limpiar los escombros de aquellos largos años. Mientras que las piedras de Sarmennyn permanecerían en las tierras bajas al este del templo, la madera de las narrias ya se había apilado para quemarla en la consagración del templo. Faltaban tres días para la ceremonia, y Camaban, una vez hubo concluido sus oraciones, dijo que era hora de que se derribasen las chozas de los esclavos y se añadiera su madera a los montones de las hogueras.
— Las chozas arden bien —comentó con avidez.
— Si derribo ¡as chozas —preguntó Saban—, ¿dónde dormirán?
— Quedan en libertad, claro —dijo Camaban, sin darle mayor importancia.
— ¿En este mismo momento?
— Todavía no —puntualizó Camaban con el ceño fruncido—, Quiero darles las gracias. Deberíamos celebrar un banquete, ¿no crees?
— Se lo merecen —reconoció Saban.
— Entonces, daré orden de que así se haga —dijo Camaban a la ligera—. Celebrarán su banquete la víspera del solsticio de invierno. Un banquete por todo lo alto. Y la mañana de la ceremonia podrás derribar sus chozas. —Se alejó, aunque cada pocos paso iba volviéndose para contemplar las piedras.
Ahora Leir y Hanna vivían en la choza de Saban. La pareja había regresado de la isla donde Leir había dejado el rombo, aunque no había habido respuesta de Derrewyn, y Saban temía que hubiese muerto. A Leir, lejos de escandalizarle el parentesco de Hanna, pareció emocionarle, y pedía que le contaran viejas historias de Cathallo y Ratharryn, de Lengar y Hengall, y de Derrewyn y Sannas.
— Derrewyn no ha muerto —insistió Kilda con testarudez la noche en que se acabó la construcción del templo. Las piedras habían quedado desiertas y Saban y Kilda caminaban cogidos de la mano por entre los oscuros pilares. Bañados por la luz de la Luna, los minúsculos puntos incrustados en la roca gris destellaban como reflejos de las incontables estrellas. De algún modo, las piedras parecían más altas esa noche, más altas y más juntas; tanto así, que cuando Saban y Kilda pasaron por entre los dos pilares de la morada del Sol tuvieron la sensación de estar rodeados de piedra. Los huesos de Haragg estaban entre las sombras, pero el olor acre de la sangre flotaba en el aire frío.
— Parece más pequeño una vez estás dentro —observó Kilda.
— Igual que una tumba —comentó Saban.
— Tal vez es un templo de la muerte —sugirió Kilda.
— Eso es lo que quiere Camaban —dijo una áspera voz, desde las sombras que cubrían los apestosos huesos de Haragg—. Cree que dará vida, pero es un templo de la muerte.
Al interrumpirles la voz, Kilda lanzó un grito sofocado y Saban la rodeó con un brazo, al tiempo que se volvían para ver una figura encapuchada que se incorporaba junto a los huesos y caminaba hacia ellos. Por un instante, Saban tuvo la impresión de que era Haragg que volvía a la vida, pero entonces Kilda se apartó de repente de él, echó a correr hacia la sombría figura y se dejó caer a sus pies.
— Derrewyn —gritó—. ¡Derrewyn!
La figura se echó atrás la capucha y Saban comprobó que, en efecto, era Derrewyn. Una Derrewyn mayor, con el cabello cano y un rostro tan demacrado y cadavérico que se parecía a Sannas.
— ¿Dejaste tú el rombo, Saban? —indagó.
— Lo dejaron mi hijo y tu hija-respondió Saban.
Derrewyn sonrió. Kilda la tenía asida por las piernas y Derrewyn se desembarazó delicadamente de ella para acercarse a Saban. Todavía tenía una leve cojera, legado de la flecha que le había atravesado el muslo.
— Tu hijo y mi hija —preguntó—, ¿son amantes?
— Lo son.
— Tengo entendido que tu Leir es un buen hombre —señaló Derrewyn—. Entonces, ¿por qué me has llamado? ¿Es porque tu hermano va a matar a todos los esclavos? Eso ya lo sabía. Estoy al tanto de todo, Saban. No se profiere un susurro en Ratharryn o Cathallo que yo no oiga. —Miró en derredor con la vista alzada hacia las enormes piedras—. Ya hiede a sangre, pero Camaban verterá más. Verterá sangre hasta que ocurra el milagro que espera. —Lanzó una carcajada desdeñosa—. ¿El fin del invierno? ¿El fin de la enfermedad? ¿El fin, incluso, de la muerte? Supon que no ocurriese el milagro, Saban, ¿qué haría tu hermano entonces? ¿Construir otro templo? ¿O tal vez verter sangre en éste, más y más sangre, hasta que la tierra sea roja?
Saban permaneció callado. Derrewyn palmeó el flanco de la piedra madre, que reflejaba la luz de la Luna con mayor intensidad que las piedras de Cathallo.
— Aunque, tal vez se produzca su milagro —continuó Derrewyn—. Tal vez veamos a los muertos caminar por aquí. Todos los muertos, Saban, sus cadáveres blancos y desvaídos, caminando entre las piedras con las articulaciones chirriantes. —Escupió—. Ya no cavaréis más tumbas en Ratharryn, ¿eh? —Cruzó hasta las piedras exteriores, y allí se quedó mirando los fuegos de las chozas de los esclavos en el pequeño valle—. Dentro de dos días, Saban —le advirtió—, tu hermano tiene previsto acabar con esos esclavos. Fingirá celebrar un banquete en su honor, pero sus guerreros rodearán las chozas con lanzas, los conducirán hasta estas piedras y los matarán. ¿Que cómo lo sé? Lo he oído, Saban, de boca de las mujeres de Cathallo, donde tu hermano va a acostarse con tu mujer. Retozan juntos, aunque, claro, ellos no lo llaman así. Retozar es lo que hicimos tú y yo, lo que hacéis tú y Kilda, lo que tu hijo probablemente hace con mi hija mientras tú estás ahí con la boca abierta. No, Camaban y Aurenna ensayan el matrimonio de Slaol y Lahanna. Es su sagrado deber —se mofó—, pero sigue siendo retozar, por mucho que se disimule con oraciones, y cuando han acabado, hablan. ¿Crees que las mujeres de Cathallo no me transmiten hasta la última palabra que llega a sus oídos?
— Envíe el rombo para que me ayudaras —dijo Saban—. Quiero que los esclavos vivan.
— ¿Aunque eso conlleve que el milagro de Camaban no dé resultado?
Saban se encogió de hombros.
— Creo que Camaban teme que no dé resultado, y por eso ha hecho mella en él la locura —respondieren voz queda—. Esa locura no cesará hasta que haya consagrado su templo. Y, después de todo, tal vez acuda Slaol. Ojalá lo hiciera.
— ¿Y si no es así? —preguntó Derrewyn.
— Entonces, he construido un gran templo —respondió Saban con firmeza—. Y cuando la locura haya terminado, vendremos aquí a bailar y a rezar, y los dioses se servirán de las piedras como mejor les plazca.
— ¿Eso es todo lo que has hecho? —indagó Derrewyn con acritud—. ¿Construir un templo?
Saban recordó lo que Galeth le había dicho poco antes de su muerte.
— ¿Qué creían estar haciendo las gentes de Cathallo cuando sacaron aquellos grandes mojones de las colinas? —le preguntó a Derrewyn—. ¿Qué milagro iban a obrar aquellas piedras?
Derrewyn se le quedó mirando un instante, pero no tenía respuesta. Se volvió hacia Kilda.
— Mañana —ordenó—, les dirás a los esclavos que van a asesinarlos la víspera del solsticio. Díselo en mi nombre. Y diles que mañana por la noche un sendero de luz los conducirá hasta lugar seguro. Y tú, Saban —se volvió hacia él y lo señaló con un dedo huesudo—, mañana por la noche dormirás en Ratharryn y enviarás a Leir y a mi hija de regreso a la isla. Si Hanna se queda en Ratharryn probablemente morirá, pues, aunque retoce con tu hijo, sigue siendo una de las esclavas de este templo.
Saban frunció el ceño.
— ¿Volveré a ver a mi hijo?
— Regresaremos —confirmó Derrewyn—. Regresaremos, y voy a hacerte una promesa con mi propia vida como prenda. Tu hermano lleva razón, Saban. El día que se consagre este templo, los muertos se alzarán. Ya lo verás. De aquí a tres días, cuando la noche caiga sobre Ratharryn, los muertos se alzarán.
Se caló la capucha y, sin volver la vista atrás, se marchó.
Kilda no quería ir con Saban al asentamiento.
— Soy una esclava —le dijo—. Si me quedo en Ratharryn, me matarán.
— No lo permitiré —le aseguró Saban.
— El templo ha vuelto loco a tu hermano —respondió Kilda—, y aquello que tú no permitas, lo hará él con sumo placer. Me quedaré aquí y recorreré el sendero de luz de Derrewyn.
Saban aceptó su decisión, aunque a regañadientes.
— Me estoy haciendo viejo —le dijo—, y me duelen los huesos. No soportaría perder una tercera mujer.
— No me perderás —le prometió Kilda—. Cuando haya terminado la locura, volveremos a estar juntos.
— Cuando haya terminado la locura —se comprometió Saban—, me casaré contigo.
Con esa promesa partió camino de Ratharryn. Estaba nervioso, pero, según descubrió, también reinaba el nerviosismo en el asentamiento, que se había visto invadido por una desasosegada expectación. Todo el mundo estaba a la espera de la consagración del templo, aunque, aparte de Camaban, nadie sabía a ciencia cierta qué cambios se producirían una vez transcurridos los dos días, y hasta el propio Camaban se mostraba impreciso. «Slaol regresará al lugar que le corresponde —era todo lo que decía—, y nuestras penalidades desaparecerán con el invierno.»
Esa noche Saban cenó en la choza de Mereth, donde se había reunido una docena de personas. Trajeron comida, cantaron y relataron viejas historias. Era la clase de velada que Saban había disfrutado a lo largo de toda su juventud, y sin embargo esa noche los cánticos no tenían brío porque toda la choza estaba pensando en el templo.
— Tú puedes decirnos lo que ocurrirá —exigió un hombre a Saban.
— No lo sé.
— Por lo menos, vuestros esclavos estarán felices —señaló otro hombre.
— ¿Felices? —repitió Saban.
— Van a celebrar un banquete.
— Un banquete con licor —terció Mereth—. Han encargado a todas las mujeres de Ratharryn que destilen tres jarras y mañana lo llevaremos al templo como recompensa para los esclavos. Ya no queda miel en Ratharryn.
A Saban le habría gustado creer que Camaban tenía intención de celebrar una fiesta en honor a los constructores del templo, pero sospechaba que el licor tenía como único objeto sumir en el sopor a los esclavos antes de que los lanceros asaltaran su campamento. Cerró los ojos pensando en Leir y Hanna, que en esos mismos instantes debían de estar siguiendo el curso del río Mai hacia el norte. Los había abrazado a los dos y los había visto partir sin otro equipaje que las armas de Leir. Saban aguardó a que desaparecieran entre los árboles invernales y pensó en lo sencilla que era la vida cuando su padre adoraba a Mai, Arryn, Slaol y Lahanna, y cuando los dioses no hacían peticiones extravagantes. Después llegó el oro, y con él las ambiciones de Camaban de transformar el mundo.
— ¿Estás enfermo? —se interesó Mereth, preocupado al ver a Saban pálido y ojeroso.
— Estoy cansado —reconoció Saban—. Eso es todo —y se recostó contra la pared de la choza mientras los presentes entonaban el cántico de la victoria de Camaban sobre Rallin. Escuchó el cantar y sonrió cuando la esposa extranjera de Mereth desgranó las primeras notas de una tonada de Sarmennyn. Era la historia de un pescador que había atrapado un monstruo y había luchado con él para arrastrarlo a través de las olas coronadas de espuma hasta la orilla, y le recordó a Saban los años que había vivido junto al río de Sarmennyn. La esposa de Mereth cantaba en su propia lengua y las gentes de Ratharryn escuchaban movidas más por amabilidad que por interés, pero Saban recordaba los días felices en Sarmennyn, cuando Aurenna no aspiraba a ser una diosa sino que se deleitaba con la construcción de embarcaciones y el traslado de las piedras. Estaba recordando cómo aprendió Leir a nadar, cuando un repentino grito procedente de la oscuridad en el exterior de la choza le hizo volverse hacia la entrada para ver a unos lanceros que corrían hacia el sur, en dirección a un destello en el horizonte. Se quedó mirando y, por un disparatado instante, le pareció que el vasto destello ígneo suponía que las piedras estaban envueltas en llamas. Advirtió a Mereth que ocurría algo extraño en el templo y se precipitó hacia la oscuridad.
Derrewyn, no podía ser nadie más, había calado fuego a los grandes montones de leña y troncos de narria que aguardaban la consagración. No se había contentado con ello, pues cuando Saban llegó al sendero sagrado, vio que las chozas de los esclavos también estaban en llamas. De hecho, ardía su propia choza y las piras crepitantes iluminaban las piedras y las embellecían en la oscuridad.
Entonces un guerrero anunció a gritos que los esclavos habían desaparecido. O, al menos, la mayoría. Algunos, demasiado asustados para huir o incrédulos ante el rumor que Kilda se había ocupado de propagar durante todo el día, se apiñaron en torno a la piedra solar, pero el resto había escapado hacia el sur por el sendero de luz de Derrewyn. Saban subió a la cresta al sur del templo para ver el sendero señalizado por el expediente de clavar antorchas en la hierba y después encenderlas para que sus llamas indicaran el camino hacia la salvación. Las antorchas ardían ya medio apagadas en un sinuoso descenso entre las colinas, para desaparecer entre los árboles más allá del Pabellón Funerario. El sendero de luz estaba vacío, pues hacía ya tiempo que los esclavos se habían marchado. A estas alturas, pensó Saban, estarían en las profundidades del bosque y, mientras miraba, las antorchas a punto de consumirse empezaron a parpadear y apagarse.
Camaban estaba furioso en medio del asombro general. Pidió a gritos agua para extinguir los fuegos, pero el río estaba muy lejos y los incendios eran muy intensos.
— ¡Gundur! —llamó—, ¡Gundur! —y cuando acudió el guerrero, Camaban ordenó que todo lancero y hasta el último sabueso de Ratharryn se pusieran tras la pista de los fugitivos—. Y mientras tanto, llévalos al templo y mátalos. —Señaló con su espada en dirección al puñado de esclavos supervivientes.
— ¿Que los mate? —preguntó Gundur.
— ¡Mátalos! —insistió Camaban, y dio ejemplo derribando con su espada a un hombre que intentaba explicarle lo que había ocurrido una vez hubo anochecido. El infeliz, un esclavo que se había quedado en el templo esperando gratitud, mostró asombro durante un instante, y luego cayó de rodillas mientras Camaban le lanzaba tajos con ciega ferocidad. Para cuando hubo acabado, Camaban estaba salpicado de la sangre del esclavo, y entonces, lejos de quedar apagada su sed, miró en derredor en busca de otro esclavo que matar, pero su vista topó con Saban—. ¿Dónde estabas? —exigió saber Camaban.
— En el asentamiento —respondió Saban, sin apartar la vista de su choza en llamas. Las escasas posesiones que tenía estaban en esa cabaña. Sus armas, ropas y vasijas—. No hay necesidad de matar esclavos —protestó.
— Yo decidiré si la hay o no —vociferó Camaban, y levantó la espada ensangrentada—. ¿Qué ha ocurrido aquí? —inquirió—. ¿Qué ha ocurrido?
Saban hizo caso omiso de la amenazante espada.
— Dímelo tú —le desafío fríamente.
— ¿Que te lo diga? —Camaban mantuvo la espada en alto—. ¿Cómo iba a estar yo al tanto de esto?
— Aquí, hermano, no ocurre nada a menos que tú lo decidas. Éste es tu templo, tu sueño, tu obra. —Saban hacía esfuerzos por contener su ira, cada vez más caldeada. Miró hacia las oscilantes llamas rojizas, cuya luz se proyectaba sobre las piedras y colmaba el interior del templo con un trémulo entramado de sombras ensortijadas—. Todo esto es obra tuya, hermano —dijo con acritud—. Yo no he hecho sino lo que me has ordenado.
Camaban se le quedó mirando y Saban creyó que la espada iba a cernerse sobre él, porque los ojos de su hermano, lustrosos a causa de la luz de las llamas, delataban una ira terrible; pero entonces, de pronto, Camaban rompió a llorar.
— Ha de correr la sangre —sollozó—. No lo entendéis ninguno. Ni siquiera Haragg lo entendía. ¡Ha de correr la sangre!
— El templo está bañado en sangre —señaló Saban—. ¿Para qué hace falta más?
— Ha de correr la sangre. Sin sangre, el dios no vendrá. ¡No acudirá! —Camaban lo dijo a voz herida. Los hombres lo observaban cariacontecidos, porque ahora se sacudía como si estuviera aquejado de dolorosos espasmos—. No deseo la muerte —aulló—, pero es la voluntad de los dioses. Debemos ofrecerles sangre o no nos darán nada a cambio. ¡Nada! ¡Y ninguno de vosotros lo entiende!
Saban le apartó la espada de un manotazo y cogió a su hermano por los hombros.
— Cuando empezaste a soñar con el templo —musitó—, no veías sangre. No hay necesidad de que corra la sangre. El templo ya ha cobrado vida.
Camaban lo miró con una expresión de profunda perplejidad en su rostro listado.
— Ah, ¿sí?
— Lo he sentido —aseguró Saban—. Ha cobrado vida. Y los dioses te recompensarán si dejas marchar a los esclavos.
— ¿Lo harán? —indagó Camaban con voz arredrada.
— Lo harán —afirmó Saban—. Te lo prometo.
Camaban se apoyó contra Saban y lloró sobre su hombro como un niño. Saban lo consoló hasta que, al cabo, Camaban se incorporó.
— ¿Se arreglará todo? —preguntó mientras se enjugaba las lágrimas con los puños.
— Todo se arreglará-le garantizó Saban.
Camaban asintió, hizo ademán de decir algo, pero en vez de eso echó a andar. Saban lo siguió con la mirada, lanzó un suspiro y se dirigió hacia el templo para comunicar a Gundur que los esclavos que se habían quedado podían seguir con vida.
— Pero huid —les dijo a los esclavos en tono inexorable—, huid sin dilación y marchaos lejos.
Gundur escupió sobre las sombras de las piedras.
— Está loco —masculló.
— Siempre lo ha estado —dijo Saban—, ha estado loco desde el día que nació tullido. Y nos hemos dejado arrastrar por su locura.
— Pero, ¿qué ocurrirá cuando el templo quede consagrado? —indagó Gundur—. ¿Hasta dónde llegará su locura?
— Es eso precisamente lo que agrava su demencia —aseguró Saban—. Pero si le hemos seguido hasta aquí, bien podemos concederle dos noches más.
— Si los muertos no se levantan —dijo Gundur apesadumbrado—, otras tribus se volverán contra nosotros como lobos.
— Entonces, mantén afilada la lanza —le aconsejó Saban.
El viento cambió durante la noche y empujó el humo hacia el norte. Ese mismo viento trajo una intensa lluvia que apagó los fuegos y arrastró el polvo de piedra que quedaba en el círculo. Cuando los cielos se despejaron, antes del amanecer, se vio un búho que daba vueltas en torno al círculo y luego se dirigía hacia el Sol naciente. No podría haber habido mejor augurio.
El templo estaba listo y los dioses merodeaban en las inmediaciones. El sueño se había hecho piedra.

∗ ∗ ∗

Aurenna se dirigió a Ratharryn por la mañana y llevó consigo a Lallic y una docena de esclavos. Fue a la choza de Camaban y se quedó allí. Era un día de una calidez extraordinaria, tanto así que hombres y mujeres paseaban sin mantos y se maravillaban del nuevo viento del sur que había traído semejante bonanza. Slaol ya restaba crudeza al invierno, decían, y la calidez reafirmaba a las gentes en su convencimiento de que el templo albergaba auténticos poderes.
Habían llegado muchos forasteros a Ratharryn. Ninguno había sido invitado, pero todos acudían aguijoneados por la curiosidad. Llevaban días viniendo, la mayor parte de tribus vecinas, de Drewenna y las tribus a lo largo de la costa sur, pero algunos venían desde el lejano norte y otros habían arrostrado un viaje por mar para ver el milagro de las piedras. Buena parte de los visitantes procedían de tribus que habían sufrido la crueldad de las incursiones de Ratharryn en busca de esclavos, pero todos acudían en son de paz y traían sus propios alimentos, de modo que se les permitió erigir refugios entre los arbustos colmados de bayas de los bosques vecinos. El día después de que los esclavos huyeran, llegó Lewydd con una docena de lanceros de Sarmennyn y Saban abrazó a su viejo amigo y le hizo sitio en la choza de Mereth.
Lewydd era ahora jefe de Sarmennyn y lucía una barba entrecana y dos nuevas cicatrices sobre sus mejillas tatuadas de gris.
— Cuando murió Kereval —le dijo a Saban—, nuestros vecinos creyeron que podrían conquistarnos sin problema. Así que llevo años librando batallas.
— ¿Y las has ganado?
— He ganado las suficientes —respondió Lewydd lacónicamente. Luego le preguntó por Aurenna y Haragg, se interesó por Leir y Lallic y meneó la cabeza al oír las noticias de Saban—. Deberías haber regresado a Sarmennyn —comentó.
— Es lo que siempre deseé.
— Pero te quedaste a construir el templo.
— Era mi deber —reconoció Saban—. Para eso me pusieron los dioses en este mundo, y me alegro de ello. Nadie recordará las batallas de Lengar, es posible que incluso se olvide la derrota de Cathallo, pero siempre verán mi templo.
Lewydd sonrió.
— Lo has construido bien. No he visto nada parecido en toda la Tierra. —Acercó las manos a la hoguera de Saban—. ¿Qué ocurrirá mañana?
— Debes preguntárselo a Camaban, si es que se digna hablar contigo. ¦
— ¿Acaso contigo no habla? —preguntó Lewydd.
Saban se encogió de hombros.
— No habla con nadie, aparte de Aurenna.
— Las gentes dicen que Erek regresará a la Tierra —aventuró Lewydd.
— Las gentes hablan mucho —señaló Saban—. Dicen que todos nos convertiremos en dioses, que los muertos se alzarán y que el invierno desaparecerá, pero no creo que vayan a ocurrir cosas semejantes.
— Lo averiguaremos muy pronto —dijo Lewydd en tono tranquilizador.
Las mujeres prepararon comida durante todo el día. Camaban no había revelado planes para la consagración del templo, pero el solsticio de invierno siempre había sido un día de celebraciones, y por consiguiente las mujeres cocinaron, majaron y atizaron los fuegos hasta que todo el interior del vasto terraplén quedó colmado de los olores de la comida. Camaban permaneció en su choza y Saban se alegró de ello, pues temía que su hermano echara en falta a Leir y exigiera saber adonde había ido, pero ni Camaban ni Aurenna repararon en su ausencia.
Pocos durmieron a pierna suelta esa noche, ya que la expectación era mucha. Los bosques estaban iluminados por los fuegos de los visitantes y en el oeste había, suspendida una Luna nueva, aunque, al amanecer, la Luna palideció tras una niebla mientras las gentes de Ratharryn se ataviaban con sus mejores galas. Se peinaron y se engalanaron con collares de hueso, azabache, ámbar y conchas. El tiempo seguía siendo extraordinariamente benigno. Despejó la bruma y un repentino aguacero hizo que todos corrieran en busca del refugio de sus chozas, pero al escampar, un suntuoso arco iris cruzaba el cielo del oeste. Un extremo del arco iris descendía hasta el templo y las gentes subieron a la cresta del terraplén para maravillarse ante augurio tan halagüeño.
Las nubes se desplazaron lentamente hacia el norte para dejar un cielo despejado y pálido. A mediodía había cientos de personas de docenas de tribus en la pradera en torno al templo y, aunque había docenas y docenas de vasijas llenas de licor, nadie se emborrachó. Unos bailaban, otros cantaban y los niños estaban enfrascados en sus juegos. Nadie osaba cruzar la zanja y los terraplenes, a excepción de una docena de hombres que ahuyentaron las reses que pacían entre las piedras y después limpiaron los excrementos que habían dejado en el interior del círculo sagrado. La gente permanecía junto al terraplén exterior más bajo y contemplaba las piedras, que, limpias, plácidas y rebosantes de misterio, ofrecían un aspecto espléndido. Saban recibió toda clase de halagos y hubo de contar una y otra vez las historias de la construcción del templo: cómo algunos pilares resultaron muy cortos, cómo había levantado los dinteles y cuánto sudor se había derramado con cada piedra.
Amainó el viento y el día cobró una quietud extraordinaria que no hizo más que acrecentar el ambiente de expectación. El Sol se ponía en el cielo del sur y seguía sin llegar procesión ninguna de Ratharryn, aunque las gentes decían que, en torno al templo de Mai y Arryn, se estaban reuniendo bailarinas y músicos. Saban hizo pasar a Lewydd a través de la entrada del Sol y le explicó cómo había clavado las piedras en el suelo y las había alzado hacia los cielos. Acarició el flanco de la piedra madre, el único pilar de Sarmennyn que quedaba en todo el anillo, y recogió unas lascas de roca que yacían sobre la hierba en torno a los huesos de Haragg. La lluvia había limpiado la sangre del último sacrificio y el templo emanaba un dulce olor. Lewydd contempló los arcos de la morada del Sol y se quedó sin palabras.
— Es… —dijo, pero no fue capaz de continuar.
— Es hermoso —reconoció Saban. Conocía hasta la última piedra. Sabía cuáles habían sido más difíciles de levantar y cuáles habían entrado en sus agujeros sin problema. Sabía dónde había caído un esclavo de una plataforma y se había roto una pierna, y dónde otro había quedado aplastado bajo una piedra cuando la giraban para tallarla, y osó desear que todas las penalidades de la vida tocaran a su fin ese día, al abrirse paso Slaol hasta su nueva morada.
Entonces alguien gritó que los sacerdotes se acercaban, y Saban instó a Lewydd a abandonar el templo para que quedase vacío. Se abrieron camino entre el gentío para ver que la procesión venía por fin desde el asentamiento.
Venían en vanguardia una docena de bailarinas que arrastraban por el suelo ramas de fresno sin hojas, y detrás de ellas los tambores y más bailarinas, y luego los sacerdotes con la piel desnuda cubierta de creta y adornada con dibujos y la cabeza engalanada con cornamentas de ciervo o cuernos de carnero. En último lugar apareció un gran grupo de guerreros, todos con colas de zorro entreveradas en el cabello y colgadas de las lanzas. Saban no había visto nunca llevar armas a la consagración de un templo, pero supuso que esa tarde nada sería igual, porque el niño tullido iba a enderezar el mundo.
Uno de los sacerdotes que se acercaban portaba el estandarte de la tribu, con la calavera, y Saban vio que el cráneo blanco se mecía adelante y atrás mientras los sacerdotes aplacaban a los espíritus. Oraron en el lugar donde había caído muerto un hombre, clamaron al dios del oso donde un niño había fenecido destrozado y se detuvieron ante las tumbas para, contarles a los ancestros el gran acontecimiento que se celebraba ese día en Ratharryn. Al ver la calavera, a Saban le vino a las mientes el falso juramento y se tocó la ingle mientras oraba para que los dioses le perdonaran. Más allá de los sacerdotes, el humo del asentamiento ascendía en vertical hacia el cielo, que seguía despejado, aunque las primeras tenues sombras de la noche habían comenzado a mermar el norte.
La procesión volvió a ponerse en marcha, descendió hacia el valle y luego inició el ascenso entre los márgenes del sendero sagrado. La muchedumbre había empezado a danzar al ritmo de los tambores que se acercaban, a mecerse a derecha e izquierda, a avanzar y retroceder, dando comienzo al baile que no terminaría hasta que los tambores callaran.
Camaban y Aurenna no habían venido con los sacerdotes, que ahora se disponían formando un anillo en torno a la zanja del templo, mientras las bailarinas barrían con sus ramas el círculo de creta para alejar los espíritus malévolos que pudieran rondar por allí. Una vez limpio el círculo, los guerreros constituyeron un anillo defensivo en torno a la zanja de creta.
Las mujeres de Ratharryn entonaron el cántico nupcial de Slaol. Danzaban al son de sus propias voces, se detenían cuando cesaba la canción y volvían a bailar cuando se reanudaba el hermoso lamento. La música reflejaba tal padecimiento y era tan bella que Saban notó que le asomaban lágrimas a los ojos y empezó a mecerse al percibir el espíritu reinante en su interior. En torno a él, la nutrida muchedumbre se cimbreaba conforme las voces crecían y se detenían, ascendían y se coreaban. El Sol ya se encontraba bajo en el horizonte, pero aún lucía con intensidad sin estar impregnado todavía del rojo sanguinolento de su muerte invernal.
Se oyó un murmullo al fondo del gentío, y Saban se volvió para ver que tres figuras habían salido de Ratharryn. Una iba vestida de negro de la cabeza a los pies, otra de blanco y la tercera ataviada con una túnica de piel de ciervo. Era Lallic la que llevaba la túnica, y caminaba entre Camaban y Aurenna, que iban engalanados con mantos de plumas. El manto de Camaban estaba profusamente adornado de plumas de cisne, y el de Aurenna, cuyo cabello brillaba con la misma intensidad que el día que la conociera Saban, iba recubierto de plumas de cuervo. Blanco y negro, Slaol y Lahanna. Una expresión de placer extático transfiguraba el rostro de Aurenna. Era ajena a la muchedumbre expectante y a los sacerdotes en silencio, e incluso a las gigantescas piedras, porque su espíritu ya había sido transportado al nuevo mundo que traería el templo. El gentío guardó silencio.
Camaban había ordenado que se levantaran dos nuevas pilas de madera, una a cada lado del templo pero bien lejos de las piedras, y un centenar de hombres habían trabajado toda la jornada anterior para reconstruir lo que había quemado Derrewyn. Se prendió fuego a las nuevas pilas de maderos. Las llamas se propagaron con avidez por los enormes montones a los que se habían echado árboles enteros para que las hogueras se mantuviesen encendidas durante toda la larga noche del solsticio de invierno. El siseo y el crepitar de las hogueras constituyeron el ruido más intenso de la tarde, pues el tañer de los tambores, los cánticos y los bailes habían tocado a su fin al llegar las tres figuras por el sendero sagrado.
Camaban se detuvo junto a la piedra solar, y Lallic, obediente a la orden que éste musitó, se colocó delante de la piedra con la mirada puesta en el templo.
— ¿Es tu hija? —le preguntó Lewydd entre susurros.
— Sí, es mi hija —confirmó Saban—. Va a ser una sacerdotisa del templo. —Le habría gustado acercarse a Lallic, pero dos lanceros le salieron al paso de inmediato.
— Debes permanecer en tu lugar —le advirtió uno, y bajó la punta de la lanza de modo que quedara a la altura del pecho de Saban—. Camaban ha insistido en que todos permanezcamos en nuestro sitio —le explicó el lancero. Aurenna se adentró en la larga sombra de las piedras y desapareció en el interior del templo.
La muchedumbre aguardó. El Sol ya estaba muy bajo, pero las sombras del templo no se prolongaban todavía hasta la piedra solar. Había un tenue matiz rosáceo en el cielo y, mientras que las piedras colocadas más al sur estaban impregnadas de ese color, el interior del templo ya se encontraba en tinieblas. El entramado de sombras iba perfilándose a medida que las piedras adquirían profundidad. En el umbrío corazón del templo, se oyó la voz de Aurenna.
Cantó durante largo rato y el gentío aguzó el oído para escucharla, porque su voz no era muy fuerte y quedaba amortiguada por la barrera que constituían los altos pilares, pero los que más cerca se encontraban de los lanceros oían sus palabras y se las susurraban a los que estaban detrás.
— Slaol creó el mundo —cantaba Aurenna—, y creó a los dioses para que preservaran el mundo, y creó a la gente para que viviese en el mundo, y creó las plantas y los animales para dar cobijo y alimento a la gente; y al principio, una vez hubo creado todo ello, no había sino vida, amor y alegría, pues hombres y mujeres eran compañeros de los dioses. Pero algunos dioses tenían envidia a Slaol porque ninguno era tan brillante y poderoso como su creador. Lahanna fue la que se mostró más celosa, e intentó mermar el resplandor de Slaol deslizándose delante de su rostro; al fracasar en su empeño, convenció a la humanidad de que acabaría con la muerte si la adoraban a ella en vez de a Slaol. Fue entonces —continuó Aurenna—, cuando comenzaron las desdichas del hombre. La desgracia y la enfermedad, el trabajo y el dolor, y la muerte no fue derrotada porque Lahanna había mentido. Slaol se apartó del mundo para dejar que el invierno se cebara en la Tierra con objeto de que la humanidad se apercibiera de su poder.
»Pero ahora-cantó Aurenna—, el mundo regresará a sus orígenes. Lahanna se humillará ante Slaol y éste regresará y pondrá fin al sufrimiento. No habrá más inviernos ni más pesar, pues Slaol ocupará su lugar adecuado y los muertos acudirán a Slaol en vez de a Lahanna y caminarán en su inmenso resplandor. —La voz de Aurenna, débil y sibilante, parecía emanar incorpórea de entre las rocas—. Moraremos en la gloria de Slaol y gozaremos de sus favores. —Y con esas palabras, la sombra del arco superior se prolongó para posarse sobre la piedra solar y Slaol, deslumbrante, inmenso y terrible, quedó suspendido justo por encima de su templo. La tarde refrescaba y la primera ráfaga del viento nocturno agitó los penachos de humo de las hogueras.
»Slaol es quien otorga la vida —continuó Aurenna—, el único que la otorga, y nos la otorgará si se la otorgamos a él. —La sombra ascendía por la piedra solar. Mientras que ahora toda la extensión entre la base de esa piedra y el templo estaba ensombrecida, el resto de la ladera se veía verde bajo la última luz del año—. Esta noche —anunció Aurenna—, ofreceremos a Slaol una prometida de la Tierra y él nos la devolverá.
Transcurrieron unos instantes antes de que Saban entendiera el significado de esas palabras, y entonces cayó en la cuenta del destino que aguardaba a Lallic, el mismo destino que había eludido Aúrenna en el Templo del Mar en Sarmennyn, y comprendió que su juramento se le estaba cobrando en sangre.
— ¡No! —gritó Saban, rompiendo la solemne quietud de la muchedumbre, y uno de los lanceros lo golpeó en la sien con el cabo de su lanza. Saban cayó al suelo y otro guerrero le puso la hoja de su arma en el cuello. Camaban no se volvió al oír el revuelo, como tampoco se movió Lallic; Aurenna, ajena a todo, siguió adelante:
— Ofreceremos una prometida al Sol —salmodió—, y al ver regresar a nosotros con vida a esa prometida tendremos la certeza de que el dios nos ha escuchado y nos ama, y de que todo irá bien. Los muertos se alzarán —cantó Aurenna—, los muertos bailarán, y cuando la prometida regrese a la vida ya no habrá más llanto en plena noche, ni más sollozos por los muertos, pues la humanidad vivirá con los dioses y será como ellos. —Saban hizo intento de levantarse, pero lo sujetaban los dos lanceros y vio que el Sol estaba oculto tras el arco superior y derramaba su resplandor sobre el contorno del templo.
Camaban se volvió hacia Lallic y le ofreció una sonrisa. Sacó las manos de debajo del manto de plumas blancas y le desató con cuidado el lazo del cuello de su túnica. La joven tembló levemente y escapó de su boca un gemido.
— Vas a emprender un viaje —la tranquilizó Camaban—, pero no será muy largo. Saludarás a Slaol cara a cara y nos traerás de vuelta su salutación.
Lallic asintió y Camaban abrió la túnica de piel de ciervo que le cubría los hombros y la dejó caer para que su cuerpo blanco y desnudo se recortara trémulo ante la mole gris de la piedra solar.
— Aquí viene —susurró Camaban, y de debajo de su manto sacó un cuchillo de bronce con la empuñadura de madera tachonada con un millar de puntas doradas—. Aquí viene —repitió al tiempo que se volvía hacia las piedras.
En ese instante el Sol atravesó el arco más alto del templo para enviar un haz de luz brillante hacia la piedra solar. El rayo de luz, estrecho, puro y resplandeciente, se deslizó sobre el dintel en el lado opuesto del anillo del cielo, atravesó el arco más alto y pasó bajo el dintel más próximo para ir a caer sobre Lallic, que se estremeció al ver alzarse el cuchillo. La hoja de bronce resplandeció al Sol.
— ¡No! —volvió a gritar Saban, y los lanceros apretaron las hojas de bronce contra su cuello, mientras el gentío contenía la respiración.
Pero el cuchillo no se movió.
La muchedumbre aguardó. El haz de luz no duraría mucho. Ya estaba menguando, conforme el Sol se hundía en el horizonte más allá del templo, pero la hoja seguía en alto y Saban la veía temblar. Lallic se estremeció de miedo y alguien instó a Camaban en un siseo a que asestara la cuchillada antes de que se ocultara el Sol, pero, del mismo modo que Hirac quedara paralizado al ver el oro en la lengua de Camaban, el propio Camaban había quedado inmóvil.
Pues los muertos se habían alzado.
Tal como prometiera Derrewyn, los muertos se habían alzado.

∗ ∗ ∗

Había un pequeño grupo de personas al cabo del sendero sagrado. Al tomarlos por gente que llegaba tarde a la ceremonia, nadie había reparado en su presencia, pero habían permanecido en las tierras bajas mientras Aurenna cantaba la historia del mundo. Una única figura se adelantó del grupo y ascendió el sendero sagrado entre las blancas zanjas de creta. Caminaba a paso lento, vacilante, y fue su presencia lo que agarrotó la mano de Camaban. El sacerdote seguía sin poder moverse y miraba fijamente a la mujer que se adentraba en la larga sombra del templo. Iba arropada con un manto de pieles de tejón y un chal de lana le cubría a modo de capucha el cabello largo y blanco; los ojos que miraban desde la capucha eran malévolos, astutos y aterradores. Se acercaba lentamente debido a que era vieja; tanto, que nadie sabía hasta qué punto. Era Sannas y había venido para recuperar su alma. Camaban, de pronto, le ordenó a voz en grito que se marchara de allí. El cuchillo le temblaba en la mano.
— ¡Ahora! —gritó Aurenna desde el templo—. ¡Ahora!
Pero Camaban no podía moverse. Tenía la mirada fija en Sannas, que se acercó a la piedra solar. Una vez allí, le ofreció una sonrisa con el único diente de su boca.
— ¿Tienes mi alma a salvo? —le preguntó, en una voz reseca como los huesos que llevaban generaciones enterrados en el oscuro corazón de sus túmulos funerarios—. ¿Está a salvo mi alma, Camaban? —inquirió.
— N-n-no me mates, p-p-por favor, n-n-no me mates —suplicó Camaban. La anciana le sonrió, le echó los brazos al cuello y le besó en la boca. La muchedumbre miraba asombrada; muchos reconocieron a la anciana y se tocaron la ingle estremecidos de miedo. Fue entonces cuando Lewydd apartó de un golpe a los aterrados guerreros que sujetaban a Saban contra el suelo y éste pudo ponerse en pie, se hizo con una de las lanzas de los guardias y echó a correr hacia la piedra solar donde mermaba el último rayo de luz de Slaol.
— ¡Ahora! —volvió a gritar Aurenna, y el gentío empezó a proferir gemidos y lamentos por miedo a la hechicera muerta con su manto blanco y negro.
Los lanceros no se atrevieron a interferir porque habían reparado en el terror de Camaban y se les había contagiado. Sannas apartó la boca de los labios de Camaban.
— ¡Lahanna!-, rogó con su áspera voz—, devuélveme mi último aliento —y volvió a besarle.
En ese momento, Saban clavó la lanza con todas sus fuerzas en la espalda de su hermano. No vaciló, pues era su propio juramento lo que había puesto en peligro la vida de su hija y él era el único que podía salvarla, y apuntó hacia la parte superior de la espalda de Camaban para que la pesada hoja le quebrara las costillas y se le clavase en el corazón. Saban gritó al asestar el lanzazo, y la fuerza de la mortal embestida hizo venirse abajo a Camaban, ya agonizante, aunque con los labios de la mujer todavía contra los suyos. Sannas se aferró a Camaban en su caída y aguardó a comprobar que su enemigo estaba de veras muerto antes de quitarse la capucha. Entonces Saban vio que, tal como había supuesto, era Derrewyn, y se quedaron mirándose. Entre ellos la hierba estaba manchada de sangre y la luz casi había desaparecido de la piedra solar.
— Me he llevado su alma —susurró Derrewyn a Saban. Se había emblanquecido el cabello con ceniza y aún tenía las encías ensangrentadas tras haberse arrancado casi todos los dientes—. Me he llevado su alma —repitió exultante.
Justo en ese momento, Aurenna salió a la carrera del templo gritando a pleno pulmón, y al llegar a la altura de Saban sacó una daga de cobre de debajo del manto de plumas negras. Aún caía un tenue haz de luz sobre el rostro de Lallic. La luz brillaba sobre la prometida del Sol y la piedra que había a su espalda, la piedra que señalaba el nacimiento de Slaol en el solsticio de verano y servía al dios del Sol como recordatorio de su fuerza. Slaol vería la piedra, reconocería su poder y al ver la ofrenda depositada ante la piedra sabría los deseos de sus amadas gentes. Y, sin duda, se lo otorgaría. O al menos, con ese convencimiento clavó Aurenna el verde filo en la garganta de su hija para que la sangre manara a borbotones y tiñera de escarlata el manto de blancas plumas de Camaban.
— ¡No! —gritó Saban, pero ya era tarde.- ¡Ahora! —Aurenna se volvió hacia el Sol—. ¡Ahora!.
Saban la miró aterrado. Había supuesto que Aurenna corría al rescate de Lallic, no con intención de matarla, pero la chica se había derrumbado a los pies de la piedra y su cuerpecillo blanco estaba cubierto de sangre. Profirió un gemido ahogado y sus ojos miraron a Saban, pero a continuación expiró y Aurenna dejó caer el cuchillo e invocó una vez más a Slaol.
— ¡Ahora, ahora!
Lallic no se movió.
— ¡Ahora! —vociferó Aurenna. Tenía los ojos arrasados en lágrimas—. Lo prometiste. ¡Lo prometiste! —Trastabilló hacia el templo con el cabello enmarañado, los ojos abiertos de par en par y las manos enrojecidas por la sangre de su hija— ¡Erek! ¡Ahora, ahora!
Saban se volvió para seguirla, pero Derrewyn levantó una mano.
— Deja que encuentre la verdad —dijo, todavía con la voz de Sannas.
— ¡Ahora! —aulló Aurenna—. ¡Nos lo prometiste! ¡Por favor! —Había roto a llorar y los sollozos le provocaban fuertes espasmos—. ¡Por favor! —Estaba otra vez entre las piedras y el rayo de luz había desaparecido, de modo que el templo estaba cubierto por las sombras pero rodeado todavía por la claridad del Sol poniente. Aurenna, entre sollozos y gemidos, se volvió para ver que su hija no vivía y echó a correr entre las piedras, sorteando los pilares hasta el lado sur del anillo del cielo, donde se hincó de rodillas en el amplio hueco junto al esbelto pilar, unió las manos y volvió a invocar al Sol, que ahora se veía rojo, vasto e impávido en el horizonte—. ¡Lo prometiste! ¡Lo prometiste!
Saban no lo vio pero alcanzó a oírlo. Oyó el crujido y el inmenso chirrido, y luego el estrépito que hizo temblar la tierra, y supo que el último pilar del anillo de Lahanna se había quebrado y había caído el dintel. El grito de Aurenna quedó interrumpido.
Slaol se ocultó detrás de la Tierra.
Todo quedó en silencio

∗ ∗ ∗

A pesar de que Saban no deseaba ser jefe de Ratharryn, la tribu lo escogió y no aceptó una negativa. Adujo que Leir era más joven y Gundur un guerrero experimentado, pero los hombres de Ratharryn estaban hartos de tener por jefes a lanceros o visionarios y querían a Saban. Querían que fuera como su padre, así que Saban rigió Ratharryn tal como había hecho su progenitor. Impartió justicia, almacenó cereales y dejó que los sacerdotes le comunicaran a través de qué señales manifestaban los dioses sus deseos.
Derrewyn regresó a Cathallo y fue elegida jefa de su tribu, pero Leir y Hanna se quedaron en Ratharryn, donde Kilda se desposó con Saban. El templo de Slaol, el que estaba a las puertas del asentamiento, se consagró a Lahanna.
El mundo continuó como siempre. El invierno fue tan gélido como otros años. Nevó. Los ancianos, los enfermos y los malditos murieron. Saban repartió cereales, envió cazadores a los bosques y guardó los tesoros de la tribu. Algunos ancianos comentaban que era como si Hengall, en vez de morir, hubiera renacido en Saban.
Y sin embargo, en la colina se erigía un círculo quebrado de piedra dentro de un anillo de creta.
Los cadáveres de Camaban, Aurenna y Lallic se llevaron al Pabellón Funerario, y allí, a la sombra de la piedra madre, los cuervos se regalaron con su carne hasta que, a finales de la primavera, ya sólo quedaban huesos blancos sobre la hierba. Los huesos de Haragg hacía ya tiempo que se habían enterrado.
El templo no quedó desierto en ningún momento. Ya ese primer crudo invierno acudieron gentes a las piedras. Iban con sus enfermos en busca de curación, con sus sueños en busca de hacerlos realidad y con regalos para que continuara el esplendor de Ratharryn. Saban estaba sorprendido, pues, a su modo de ver, con la muerte de Camaban y el desplome del dintel, el templo había sido un fracaso. Slaol no había regresado a la Tierra y el invierno seguía cubriendo de hielo el río, pero las gentes que iban al templo estaban convencidas de que las piedras habían obrado un milagro.
— Y así fue —aseguró Derrewyn a Saban, la primavera siguiente a la muerte de Camaban.
— ¿Qué milagro? —indagó Saban.
Derrewyn hizo una mueca.
— Tu hermano estaba convencido de que las piedras controlarían a los dioses. Creía que él mismo era un dios y Aurenna una diosa, ¿y qué ocurrió?
— Murieron —respondió Saban secamente.
— Los mataron las piedras —puntualizó Derrewyn—. Esa noche los dioses acudieron al templo, mataron al hombre que afirmaba ser un dios y aplastaron a la mujer que se creía diosa. —Se quedó mirando el templo— Es una morada de los dioses, Saban. De veras lo es.
— También mataron a mí hija —recordó Saban con amargura.
— Los dioses exigen sacrificios. —La voz de Derrewyn era áspera—. Siempre los han exigido. Y siempre los exigirán.
Aurenna y Lallic fueron enterradas en una tumba conjunta y Saban levantó un túmulo sobre ellas. Erigió otro túmulo para Camaban, y fue esa segunda tumba la que trajo a Derrewyn a Ratharryn. Presenció la colocación de los huesos de Camaban en el agujero central del túmulo.
— ¿No vas a llevarte su mandíbula? —le preguntó a Saban.
— Deja que hable con los dioses como hizo siempre. —Saban colocó la pequeña maza junto al cadáver de su hermano y añadió el cuchillo de cobre, la pesada hebilla de oro y, por último, un hacha de bronce—. En el más allá —le explicó Saban—, podrá trabajar. Siempre se jactó de no haber blandido un hacha, pues que la blanda ahora. Podrá talar árboles, como hice yo.
— Y, después de todo, quedará al cuidado de Lahanna —señaló Derrewyn con una sonrisa desdentada.
— Eso parece —reconoció Saban.
— Entonces le puede llevar un regalo de mi parte. —Derrewyn subió hasta el agujero y colocó los tres rombos sobre el pecho de Camaban. Puso el más grande en el centro y los dos pequeños a los lados. Un petirrojo se posó en el borde del agujero, y Saban interpretó la presencia del pájaro como señal de que los dioses daban su aprobación a la ofrenda.
Saban ayudó a Derrewyn a descender de la tumba. Lanzó una última mirada a los huesos de su hermano y les volvió la espalda. «Llenadlo», ordenó a los hombres que aguardaban, y éstos empezaron a cubrir de tierra y creta el cadáver de Camaban para acabar el túmulo, que quedaría entre las demás tumbas de antepasados, en la cresta cubierta de hierba por encima del templo.
Saban regresó a casa.
Caía la tarde y la sombra de las piedras se prolongaba hacia Ratharryn. Los mojones se levantaban grises y desvaídos, quebrados e imponentes, distintos a cualquier otra cosa erigida sobre la Tierra, pero Saban no volvió la mirada. Era consciente de que había construido algo grande y que las gentes acudirían a adorar a los dioses hasta el final de los tiempos, pero no volvió la vista. Tomó a Derrewyn por el brazo y se alejaron hasta quedar fuera de la sombra que proyectaba el templo.
Había trampas de pesca por reparar, tierras por arar, cereales que sembrar y disputas que dirimir.
A espaldas de Saban y Derrewyn, el Sol poniente relumbró sobre el arco superior del templo. Destelló durante un rato, dotando a las piedras de una luz deslumbrante, y luego se hundió, y en el crepúsculo el templo se tornó negro como la noche. El día dio paso a la oscuridad y las piedras quedaron a merced de los espíritus.
En cuyo poder continúan.