Los extranjeros
cejaron pronto en su carnicería, pues Lengar no había regresado
para convertirse en jefe de una tribu masacrada. Cuando acabó el
griterío, se puso encima del cuerpo de su padre y alzó el hacha
manchada de sangre que había enviado a la niña a los cielos. Se
había despojado del manto para dejar al descubierto un jubón
cubierto de láminas de bronce que destellaban a la luz del fuego y
una larga espada de bronce al cinto.
— Soy Lengar —anunció—. ¡Lengar! Y si
alguien quiere disputarme el derecho a ser jefe de Ratharryn, que
lo haga ahora.
Nadie de la tribu miró a Saban porque se le
tenía por alguien demasiado joven para enfrentarse a Lengar, pero
algunos volvieron la vista hacia Galeth.
— ¿Me desafías, tío? —preguntó
Lengar.
— Has matado a tu padre —señaló Galeth,
mirando horrorizado el cadáver, de su hermano, que había caído
sobre la tumba de la criatura sacrificada.
— ¿Qué mejor modo de convertirse en
jefe? —preguntó Lengar, y se acercó unos pasos a su rival. Sus
compañeros, los hombres que se fueron de Ratharryn con él el día
que partieran desairados los emisarios de Sarmennyn, salieron de la
zanja en el extremo opuesto del templo, pero Lengar les detuvo con
un gesto—. ¿Me desafías? —volvió a preguntarle a Galeth, y aguardó
la respuesta en silencio. Cuando quedó claro que ni Galeth ni
ningún otro hombre de la tribu iba a plantarle cara, se echó el
hacha sobre el hombro y se dirigió hacia la entrada del templo
orientada al Sol, donde se detuvo, alto y amedrentador, entre las
dos imponentes piedras, con el hacha ensangrentada en la mano—.
Galeth y Saban, venid aquí —les ordenó.
Tío y sobrino se adelantaron azogados, ambos
casi esperando un flechazo de alguno de los compañeros de Lengar
que aguardaban en el extremo opuesto del templo, pero no se oyó la
cuerda de ningún arco. Lengar desenvainó la espada conforme se
aproximaban.
— Quizás haya quien espere que uno de
vosotros me desafíe —dijo Lengar—. Incluso tú, hermanito. —Enseñó
los dientes a Saban en un remedo de sonrisa.
Saban no dijo nada. Vio que Lengar llevaba
tatuados un par de cuernos en la cara, uno en el rabillo de cada
ojo, y los tatuajes le daban un aspecto más siniestro si cabe.
Lengar extendió la espada de modo que la punta quedara apoyada
contra el pecho de Saban.
— Me alegro de verte, hermano —le
saludó.
— Ah, ¿sí? —preguntó Saban con toda la
frialdad de que fue capaz.
— ¿Crees que no he echado de menos
Ratharryn? —inquirió Lengar—. Sarmennyn es un lugar sin bosques.
Frío y raso.
— ¿Has venido en busca del calor del
hogar? —preguntó Saban, con un punto de sarcasmo.
— No, pequeño, he venido a casa para
hacer de Ratharryn un gran pueblo de nuevo. Hubo un tiempo en que
Cathallo nos rendía tributo, en que se enorgullecían de que sus
mujeres se casaran con un hombre de Ratharryn, en que venían a
bailar a nuestros templos y rogaban a nuestros sacerdotes que los
libraran de todo mal, pero ahora nos venden pedruscos. —Palmeó la
piedra que tenía más cerca—. ¡Pedruscos! —Volvió a lanzar la
palabra como un escupitajo—. ¿Por qué no les comprasteis hojas de
roble? ¿O agua? ¿O aire? ¿O excrementos?
Galeth bajó la vista hacia el cadáver de su
hermano.
— ¿Qué quieres de nosotros? —le
preguntó a Lengar en voz queda.
— Tienes que arrodillarte ante mí, tío
—dijo Lengar—, delante de toda la tribu, para demostrar que me
aceptas como jefe. En caso contrario, te enviaré con nuestros
antepasados. Si lo hago, salúdales en mi nombre.
Galeth frunció el entrecejo.
— Y si me arrodillo, ¿qué?
— Entonces te nombraré consejero
honorario, caballero y amigo —respondió Lengar con efusividad—.
Serás lo que siempre has sido, el constructor de nuestra tribu y el
consejero de su jefe. No he regresado para dejar que manden aquí
los extranjeros. He venido para devolver a Ratharryn su grandeza.
—Señaló con un gesto a los guerreros rojos—. Cuando hayan concluido
su tarea, tío, se irán a casa. Pero, hasta entonces, son tus
servidores.
Galeth volvió a mirar el cadáver de su
hermano.
— ¿No habrá más muertes en la tribu?
—preguntó.
— No mataré a nadie que se someta a mi
autoridad —prometió Lengar, lanzando una mirada de soslayo a
Saban.
Galeth asintió. Vaciló durante unos
instantes y se hincó de rodillas. Los miembros de la tribu lanzaron
un suspiro de asombro al verle inclinar la cabeza y posar las manos
sobre los pies de Lengar.
— Gracias, tío —dijo Lengar. Tocó la
espalda a Galeth con la espada y se volvió hacia Saban—. Ahora tú,
hermano.
Saban no se movió.
— Arrodíllate —le instó Galeth entre
dientes. Lengar clavó los ojos amarillentos, dotados de un extraño
fulgor en la oscuridad reinante, en la cara de su hermano—. Me trae
sin cuidado, hermanito —le advirtió en voz queda—, que vivas o
mueras. Hay quienes dicen que debería matarte, pero, ¿acaso teme el
lobo al gato? —Tendió la espada y acarició el rostro a Saban con la
fría hoja—. Si no te arrodillas ante mí, te cortaré la cabeza y
utilizaré tu cráneo de jarra.
Saban no quería humillarse ante él, pero
estaba al tanto de la locura de Lengar, y no le cabía duda de que
lo mataría como a un perro enfermo si no cedía. Se tragó el orgullo
e hincó la rodilla, y la tribu profirió otro suspiro al verle
agacharse para tocar los pies de Lengar, quien, a su vez, le tocó
la nuca con la hoja de bronce.
— ¿Me quieres, hermanito? —preguntó
Lengar.
— No —aseguró Saban.
Lengar se echó a reír y apartó la
espada.
— Levanta —le ordenó, y dio un paso
atrás para contemplar la muchedumbre, que le miraba en silencio—.
Volved a casa —les mando—. Volved a casa. Vosotros también —añadió,
dirigiéndose a Saban y Galeth.
La mayor parte del gentío obedeció, pero
Derrewyn y su madre echaron a correr hacia la zanja del templo
donde yacía herido Morthor. Saban se sumó a ellas para ver que una
flecha había alcanzado al sacerdote en el hombro con tal fuerza que
la punta lo había atravesado de parte a parte. Saban quebró la
punta de sílex, pero dejó el astil donde estaba.
— La flecha saldrá sin problemas
—tranquilizó a Derrewyn. La capa de creta que cubría el pecho de
Morthor estaba impregnada de una sustancia rosada. Acuciado por el
miedo, respiraba con dificultad—. La herida sanará —aseguró Saban
al aterrado sacerdote, y acto seguido se volvió porque Derrewyn
había lanzado un grito.
Lengar la había cogido por el brazo y la
estaba zarandeando para poder verle el rostro a la luz de las
grandes hogueras. Saban se puso en pie, pero de inmediato se
encontró ante sus ojos la punta de la espada de Lengar.
— ¿Quieres algo, hermanito? —le desafió
Lengar.
Saban miró a Derrewyn, que lloraba y se
encogía a causa del dolor que le provocaba Lengar al tenerla
firmemente cogida por el brazo.
— Vamos a casarnos —dijo Saban—, ella y
yo.
— Y, ¿quién lo ha decidido? —inquirió
Lengar.
— Nuestro padre —respondió Saban—, y la
bisabuela de ella, Sannas.
Lengar esbozó una feroz sonrisa.
— Nuestro padre está muerto, Saban, y
ahora mando yo. Y, además, los deseos de esa bruja lunática de
Cathallo no tienen ningún valor en Ratharryn. Lo que importa,
hermanito, es lo que yo quiera. —Dio una orden en la áspera lengua
de los extranjeros y acudieron a su lado media docena de guerreros
rojos. Uno le quitó la espada a Lengar mientras los otros dos se
ponían delante de Saban con las lanzas en alto.
Lengar puso ambas manos en el cuello de la
túnica de piel de ciervo de Derrewyn. La miró a los ojos, sonrió al
apreciar en ellos miedo y le rasgó la prenda de un fuerte tirón.
Derrewyn profirió un grito; Saban, instintivamente, saltó hacia
delante, pero una de las lanzas de los extranjeros se le trabó
entre los pies y otra le propinó un golpe en la cabeza y quedó
apoyada sobre su vientre una vez hubo caído al suelo.
Lengar arrancó los jirones de túnica para
dejar a Derrewyn desnuda por completo. La joven intentó ocultar su
cuerpo, pero Lengar la hizo erguirse y extender los brazos.
— Una cosita de Cathallo —dijo, al
tiempo que la miraba de arriba abajo—, pero una cosita muy hermosa.
¿Qué hace uno con algo tan hermoso? —Dirigió la pregunta a Saban,
aunque no esperaba ninguna respuesta—. Esta noche —continuó—,
tenemos que demostrar a Cathallo lo que significa el poder de
Ratharryn. —Y con esas palabras cogió a Derrewyn por la muñeca y se
la llevó casi a rastras hacia el asentamiento.
— ¡No! —gritó Saban, al que la lanza
del extranjero tenía todavía clavado al suelo.
— Calla, hermanito —le respondió
Lengar. Derrewyn intentó zafarse, pero el guerrero le cruzó la cara
con tal fuerza que se le cayeron del cabello algunas reinas del
prado y, cuando tuvo la seguridad de que se mostraría obediente,
volvió a tirar de ella. La joven intentó apartarse otra vez, pero
le propinó un segundo golpe, mucho más fuerte que el primero;
Derrewyn lanzó un gemido y esta vez le siguió aturdida. Su madre,
arrodillada todavía junto a su marido, protestó con gritos
estridentes, pero un guerrero pintado de rojo le dio una patada en
la boca y la hizo callar.
Y Saban, desarmado en el Templo del Cielo,
no pudo hacer otra cosa que llorar. Lo vigilaban dos guerreros
extranjeros. Se llevaron a Neel y Morthor, los sacerdotes heridos,
y dejaron los cadáveres de Hengall y Gilan a la luz de la Luna,
donde Saban sollozaba como un niño. Entonces los extranjeros le
obligaron a ponerse en pie y lo llevaron hacia el asentamiento como
si fuera una res.
El Templo del Cielo había sido inaugurado,
pero había llegado a Ratharryn el desastre. El mundo de Saban se
había sumido en la oscuridad. Los dioses volvían a clamar.
∗ ∗ ∗
La mayoría de los guerreros extranjeros se
aposentaron en la cresta del terraplén, desde donde, con sus arcos
cortos y sus afiladas flechas, tenían bajo amenaza a las gentes
dentro del asentamiento de Ratharryn, pero un puñado de lanceros
montaban guardia a la puerta de la choza de Hengall, adonde Lengar
se había llevado a Derrewyn. La mayor parte de la tribu se había
reunido a la entrada del templo de Arryn y Mai; oyeron un golpe y
los gritos de Derrewyn, y después nada más.
— ¿Nos enfrentamos a ellos? —preguntó
Mereth, el hijo de Galeth.
— Son demasiados —respondió Galeth en
voz queda—, demasiados. — Sentado en el centro del templo con la
cabeza gacha, parecía deshecho—. Además —continuó—, si nos
enfrentamos a ellos, ¿cuántos moriremos? ¿Cuántos quedaríamos? ¿Los
suficientes para resistir ante Cathallo? —Lanzó un suspiro—. Me he
arrodillado ante Lengar, de modo que es mi jefe… —Se interrumpió—.
De momento. —Las dos últimas palabras las pronunció en voz tan
queda que ni siquiera Mereth llegó a oírlas. En el exterior del
templo las mujeres lloraban a Hengall, pues había sido un buen
jefe, y en el interior los hombres contemplaban al enemigo encima
del elevado terraplén. Lahanna miraba desde las alturas,
impertérrita ante la tragedia. Un rato después las aterradas gentes
de la tribu se fueron a dormir, aunque sus sueños se vieron
perturbados por los que proferían gritos en sus pesadillas.
Lengar salió poco antes del amanecer. La
tribu despertó poco a poco y fue cobrando conciencia de que su
nuevo jefe pasaba por encima de los cuerpos dormidos para llegar al
centro del templo de Arryn y Mai. Seguía llevando la cota de
láminas de bronce y la larga espada al cinto, pero no portaba lanza
ni arco.
— No deseaba la muerte de Gilan —dijo
sin saludo previo. Mientras los hombres se incorporaban y salían de
debajo de los mantos con que se habían cubierto durante la noche,
las mujeres, fuera de los círculos del templo, se echaron hacia
delante para oír las palabras de Lengar, pronunciadas en voz
queda—. Mis compañeros han mostrado más celo del que deseaba
—continuó con tristeza—. Una flecha habría bastado, pero estaban
asustados y creyeron que eran necesarias más.
Ahora todo el mundo estaba despierto.
Hombres, mujeres y niños —toda la tribu— se agruparon a la
defensiva en un racimo dentro del pequeño templo y en sus
inmediaciones y escucharon a Lengar.
— Mi padre —continuó el guerrero, ahora
en voz un poco más alta—, era un buen hombre. Nos mantuvo con vida
a lo largo de duros, inviernos y taló muchos árboles para darnos
tierra. El hambre era poco común y su justicia laudable. Por todo
ello deberíamos rendirle honores, así que le construiremos un
túmulo. —La gente respondió por primera vez murmurando en señal de
asentimiento, y Lengar dejó que los murmullos continuaran durante
un rato antes de levantar una mano—. Sin embargo, mi padre se
equivocaba con Cathallo. —Ahora hablaba con una voz más fuerte y
teñida de severidad—. Les temía, de modo que dejó que os dirigieran
Kital y Sannas. Iba a celebrarse una boda entre dos tribus, pero en
una boda es el hombre quien debe estar por encima y, con el tiempo,
Cathallo habría acabado por dominaros. Habrían llevado a sus
almacenes vuestras cosechas, vuestras hijas habrían bailado la
danza del toro en su templo y vuestras lanzas habrían librado sus
batallas. ¡Pero esta tierra es nuestra! —gritó Lengar, y algunos
corearon su conformidad.
— Es nuestra —gritó Mereth con furia—,
y está llena de extranjeros.
Lengar se interrumpió con una sonrisa.
— Mi primo tiene razón —dijo poco
después—. He traído extranjeros, pero no son muchos. Tienen menos
lanzas que vosotros. ¿Qué os impide matarlos ahora? ¿O matarme a
mí? —Aguardó una respuesta, pero ninguno de los hombres se
manifestó—. ¿Os acordáis de cuando vinieron los extranjeros a
rogarnos que les devolviéramos sus tesoros? —preguntó Lengar—. Nos
ofrecieron un alto precio. ¿Y qué hicimos? Rechazamos su oferta y
utilizamos parte del oro para comprar piedras a Cathallo. ¡Piedras!
Utilizamos el oro de Slaol para comprar pedruscos. —Se echó a reír
y muchos de los que escuchaban se avergonzaron de cómo había
actuado la tribu.
— No volveremos a comprar nada a
Cathallo —proclamó Lengar—. Aseguran querer la paz, pero en sus
corazones anida la guerra. No soportan pensar que Ratharryn
recuperará su grandeza, y por tanto intentarán aplastarnos. En
tiempos de nuestros antepasados esta tribu era más fuerte que la de
Cathallo. Nos rendían tributo y suplicaban nuestra aprobación. Sin
embargo, ahora nos desprecian. Quieren que quedemos indefensos, y
por tanto tendremos que enfrentarnos a ellos. ¿Cómo los
derrotaremos? —Señaló hacia el terraplén donde permanecían
acuclillados los guerreros extranjeros—. Los derrotaremos con la
ayuda de los extranjeros, pues estarían dispuestos a pagar el
precio que sea para que les devolvamos el oro. Sin embargo, para
recuperar el oro tienen que plegarse a nuestra voluntad. Los que
mandamos aquí somos nosotros, no ellos. Y nos serviremos de los
guerreros extranjeros para convertirnos en la tribu más poderosa de
la Tierra. —Paseó la mirada por la muchedumbre que le escuchaba,
sopesando el efecto de sus palabras—. Y ésa es la razón de que haya
regresado —concluyó otra vez en voz queda—, y de que mi padre haya
tenido que reunirse con sus antepasados: que Ratharryn sea conocida
por toda la Tierra, temida por toda la Tierra y ensalzada tanto en
la Tierra como en el cielo.
La tribu empezó a batir palmas sobre la
tierra, y luego los hombres se fueron poniendo en pie mientras
proferían gritos de júbilo. Lengar los había convencido.
Lengar se había alzado con la
victoria.
∗ ∗ ∗
Saban pasó la noche en su cabaña, vigilado
por dos de los lanceros embadurnados de rojo de Lengar. Lloró por
Derrewyn, y saber lo que había tenido que aguantar en la oscuridad
le hizo sufrir hasta tal punto que se vio tentado de coger el
cuchillo que le había regalado su padre y cortarse el cuello, pero
el aliciente de la venganza detuvo su la mano. Se había arrodillado
ante Lengar a la entrada del Templo del Cielo, pero el gesto no
había sido sincero. Mataría a su hermano. Eso juró en la agobiante
oscuridad, y después se maldijo por no haberse resistido con más
ahínco en el templo. Pero, ¿qué otra cosa podía haber hecho? Sin
arma ninguna, ¿cómo iba a enfrentarse a guerreros pertrechados con
espadas, lanzas y arcos? El destino lo había maltratado y estaba a
punto de desesperar. Sólo cuando empezó a acercarse el amanecer se
sumió en un sueño inquieto y poco profundo.
Gundur, uno de los hombres que se habían ido
de Ratharryn con Lengar, lo despertó.
— Te llama tu hermano —le dijo.
— ¿Para qué? —preguntó Saban,
resentido.
— Levántate —le ordenó Gundur con
desdén. Saban se metió el cuchillo de bronce en el cinturón y cogió
una de las lanzas de caza antes de salir de la choza detrás de
Gundur. Había decidido que mataría a su hermano sin más dilación.
Lancearía a Lengar sin previo aviso y, si los filos de sus
compañeros acababan con él, al menos habría vengado a su padre. Los
antepasados aprobarían su conducta y le darían la bienvenida a la
otra vida. Asió con fuerza el asta de la lanza y se reafirmó en su
decisión de asestar el golpe mortal en cuanto entrara en la gran
choza del jefe.
Sin embargo, un guerrero extranjero que
aguardaba a la entrada de la choza se hizo con la lanza de Saban
antes de que se hubiera detenido bajo el dintel. Saban intentó
mantener asido el asta de fresno, pero el hombre era muy fuerte y
el breve forcejeo dejó a Saban ignominiosamente despatarrado en el
suelo. Según vio, le esperaba Galeth, y detrás de Lengar, que había
presenciado la refriega con sumo agrado, estaban sentados tres
guerreros extranjeros.
— ¿Tenías pensado vengar a tu padre?
—le preguntó Lengar a Saban.
El joven se frotó la muñeca, dolorida a
causa de la presión del extranjero.
— Lo vengarán los antepasados
—aseguró.
— ¿Cómo sabrán los antepasados siquiera
quién es? —se interesó Lengar—. Esta mañana le he arrancado la
mandíbula. —Sonrió con malicia y señaló la barbilla barbuda y
ensangrentada de Lengar, ensartada en uno de los postes de la
choza. Si se le arrancaba la mandíbula a un hombre, no podía contar
historias a los antepasados—. A Gilan también se la he arrancado,
para que ambos farfullen en el más allá. Siéntate junto a Galeth y
alegra esa cara.
Lengar estaba arropado con el manto de piel
de oso de su padre y rodeado de tesoros, todos ellos desenterrados
del suelo o rebuscados entre los montones de pieles en los que
Hengall guardaba su fortuna.
— Somos ricos, hermanito —dijo Lengar
con toda despreocupación—. Ricos. Pareces cansado. ¿No has dormido
bien? —Gundur, que se había sentado junto a Lengar, sonrió. Los
tres guerreros extranjeros, que no entendían lo que se decía,
miraban fijamente a Saban.
El joven desvió la mirada hacia la cortina
de cuero que ocultaba la parte de la choza destinada a las mujeres,
pero no vio rastro de Derrewyn. Se acuclilló delante de los tesoros
amontonados de la tribu. Había barras de bronce, cuchillos de
piedra y sílex perfectamente pulidos, bolsas de ámbar, trozos de
azabache, grandes hachas, rollos de cobre, huesos tallados, conchas
y, como objeto más curioso, una caja de madera llena de guijarros
con extraños grabados. Las piedras eran pequeñas y suavemente
redondeadas, ninguna de ellas mayor que la yema del pulgar de un
hombre, pero todas estaban surcadas por profundas espirales y
líneas rectas.
— ¿Sabes qué son? —preguntó Lengar a
Galeth.
— No —respondió éste secamente.
— Magia, supongo —aventuró Lengar,
mientras se pasaba una de las piedras de una mano a otra—. Camaban
lo sabría. Al parecer, ahora lo sabe todo. Es una pena que no esté
aquí.
— ¿Le has visto? —inquirió
Galeth.
— Vino a Sarmennyn en primavera
—contestó Lengar, sin darle mayor importancia—, y hasta donde yo
sé, debe de seguir allí. Caminaba como es debido, o casi. Le invité
a venir conmigo, pero se negó. Siempre lo había tenido por un
necio, pero no lo es en absoluto. Se ha vuelto muy raro, pero no es
tonto. Es muy inteligente. Quizá sea cosa de familia. ¿Qué ocurre,
Saban? No irás a llorar, ¿verdad? Se trata de la muerte de nuestro
padre, ¿no?
A Saban se le pasó por la cabeza hacerse con
una de las preciosas hachas de bronce y abalanzarse hacia el otro
extremo de la choza, pero los lanceros extranjeros lo vigilaban con
las armas prestas. No habría tenido ninguna oportunidad.
— Ya te habrás dado cuenta, tío
—comentó Lengar—, de que las piezas de oro de Sarmennyn no están
aquí, ¿verdad?
— Ya lo he visto.
— Las tengo a buen recaudo —aseguró
Lengar—, pero no voy a mostrarlas porque no quiero tentar a
nuestros amigos extranjeros. Sólo han venido para recuperar el oro.
—Lengar volvió la cabeza hacia los guerreros extranjeros que
permanecían sentados en silencio tras él, sus rostros tatuados como
máscaras en la penumbra indefinida—. No hablan nuestra lengua, tío
—continuó Lengar—, así que insúltales cuanto quieras, pero sonríe
cuando lo hagas. Es necesario que crean que somos auténticos
amigos.
— ¿No lo somos? —preguntó Galeth.
— Por el momento —respondió Lengar.
Sonrió, satisfecho de sí mismo—. En un principio había decidido
devolverles el dinero si me ayudaban a derrotar a Cathallo, pero
Camaban tuvo una idea mucho mejor. Es listo de veras. Entró en
trance y curó a una de las esposas de su jefe de una odiosa
enfermedad. ¿Le habéis visto alguna vez en trance? Se le ponen los
ojos en blanco, saca la lengua y se sacude como un perro mojado, y
cuando todo ha acabado regresa con mensajes de Slaol. —Lengar
esperó a que Galeth manifestara su asombro, pero el hermano del
difunto jefe no dijo ni palabra. Lengar lanzó un suspiro—. Bueno,
el espabilado de Camaban curó a la esposa del jefe y ahora éste
cree que mi hermano no puede cometer ningún error. Imagínatelo.
Camaban el tullido convertido en un héroe. De modo que nuestro
héroe les dijo a los extranjeros que para recuperar su oro no sólo
tendrían que derrotar a Cathallo, sino también cedernos uno de sus
templos. Eso significa que tienen que trasladar un templo de una
punta a otra de la región, cosa que, como es natural, no pueden
hacer porque sus templos son de piedra. —Se echó a reír—. Así que
aplastaremos Cathallo y nos quedaremos con el oro.
— Quizá te traigan un templo —comentó
Galeth secamente.
— Y quizá Saban llegue a sonreír —se
mofó Lengar—. Saban, sonríe cuando me mires. ¿Has perdido la
lengua?
Saban se estaba hincando las uñas en los
tobillos con la esperanza de que el dolor le impidiera echarse a
llorar o manifestar el odio que sentía.
— Querías verme, hermano —dijo con
aspereza.
— Para despedirme —contestó Lengar en
tono ominoso, con el deseo de ver miedo reflejado en el rostro de
su hermano; pero la expresión de Saban no delató nada. La muerte,
pensaba Saban, sería mejor que esta humillación, y la mera idea de
la muerte le hizo tocarse la ingle, un gesto que hizo gracia a
Lengar—. No voy a matarte, hermanito —le aseguró—. Debería hacerlo,
pero soy misericordioso. En vez de eso, ocuparé tu lugar. Derrewyn
se casará conmigo como símbolo de que ahora Ratharryn es superior a
Cathallo, y me dará muchos hijos. Y tú, hermano mío, te convertirás
en esclavo. —Dio una palmada y gritó—: ¡Haragg!
El mercader extranjero, el terrible gigante
que había hecho las veces de intérprete cuando los enviados de
Sarmennyn suplicaron a Hengall la devolución de sus tesoros, se
inclinó para entrar en la cabaña. Tuvo que doblar el espinazo para
pasar por una entrada tan baja, y cuando volvió a ponerse en pie
dio la sensación de que ocupaba toda la choza con su estatura y su
anchura de hombros. Se estaba quedando calvo y tenía una poblada
barba negra y un rostro que era una máscara implacable.
— Tu nuevo esclavo, Haragg —anunció
Lengar con amabilidad, al tiempo que señalaba a Saban con un
gesto.
— ¡Lengar! —suplicó Galeth.
— ¿Preferirías que matara al canalla?
—inquirió Lengar con una entonación insidiosa.
— No puedes convertir en esclavo a tu
propio hermano —protestó Galeth.
— Hermanastro —puntualizó Lengar—. Y
claro que puedo. ¿Crees que Saban era sincero cuando se arrodilló
ante mí anoche? En ti sí confío, tío, ¿pero en él? Me mataría en un
abrir y cerrar de ojos. No piensa en otra cosa desde que ha entrado
en la cabaña, ¿verdad, Saban? —Sonrió, pero Saban se quedó mirando
los ojos tatuados con cuernos de su hermano. Lengar escupió—.
Llévatelo, Haragg.
El mercader se inclinó, cogió con su enorme
manaza a Saban por el brazo y le hizo ponerse en pie. Saban,
humillado y afligido, se sacó el pequeño cuchillo del cinturón y
arremetió con él contra el gigante, pero Haragg, sin grandes
aspavientos, le cogió la muñeca y se la apretó hasta dejársela de
pronto como muerta. El cuchillo cayó al suelo. Haragg recogió el
arma y sacó a Saban a rastras de la choza.
El hijo de Haragg, un sordomudo más grande
incluso que su gigantesco padre, esperaba fuera. Cogió a Saban y lo
lanzó al suelo mientras su padre volvía a entrar en la choza de
Lengar, y el infeliz joven oyó que Lengar hacía prometer al enorme
mercader que el nuevo esclavo no tendría ninguna oportunidad de
huir. A Saban se le pasó por la cabeza intentar la fuga en ese
mismo instante, pero el sordomudo no le quitaba ojo y, mientras
sopesaba la idea, un gemido le hizo volverse para ver a la esposa
de Morthor ayudando a su marido a salir de la antigua choza de
Gilan. Unos guerreros extranjeros empujaban a la pareja hacia la
entrada norte de Ratharryn.
— Morthor —gritó Saban, y acto seguido
se le cortó la respiración, pues cuando el sumo sacerdote de
Cathallo se volvió, Saban reparó en que le habían arrancado los
ojos—. ¿Ha sido Lengar quien te ha hecho eso? —le preguntó.
— Sí, Lengar —respondió Morthor con
amargura. El brazo le colgaba lánguido al costado y tenía una
gruesa capa de sangre coagulada en el hombro del que le habían
arrancado el astil de la flecha, pero su rostro no era más que una
horrible máscara. Señaló con un gesto sus ojos maltrechos—. Éste es
el mensaje que envía Lengar a Cathallo —dijo, y los lanceros le
obligaron a seguir caminando.
Saban cerró los ojos como si así fuera a
borrar el horror que le producía el rostro de Morthor, y entonces
le asaltó la imagen de Derrewyn desnuda en plena noche, y los
hombros se le empezaron a mover espasmódicamente mientras intentaba
contener las lágrimas.
— Llora, pequeño —le dijo una voz
desdeñosa, y Saban abrió los ojos para ver que Jegar estaba encima
de él. Dos de los amigos de Lengar acompañaban a Jegar, y cuando le
pusieron las lanzas contra el pecho creyó por un momento que iban a
matarlo, pero las lanzas eran una mera precaución para mantenerlo
donde estaba—. Llora-repitió Jegar.
Saban se quedó mirando el suelo y se
estremeció al notar que Jegar había empezado a meársele encima. Los
dos lanceros se echaron a reír y, cuando Saban intentó hacerse a un
lado, utilizaron las puntas de las lanzas para mantenerlo en su
lugar de modo que la orina le calase el pelo.
— Lengar se desposará con Derrewyn —le
recordó Jegar sin dejar de mear—, pero cuando se haya cansado de
ella, y te aseguró que se cansará, me la ha prometido. ¿Sabes por
qué, Saban?
El joven no respondió. El líquido le goteaba
del cabello, le corría por el rostro y había formado un charco
entre sus rodillas, mientras el sordomudo le miraba con una
expresión de leve perplejidad en el ancho rostro.
— Porque desde que Lengar se fue a
Sarmennyn —continuó Jegar—, he sido sus ojos y oídos en Ratharryn.
¿Cómo es que vino Lengar anoche? Pues porque yo se lo dije. ¿No es
así? —La última pregunta se la dirigió a Lengar, que acababa de
salir de la cabaña para presenciar la humillación de su
hermano.
— Eres mi amigo más leal, Jegar
—reconoció Lengar.
— Y un amigo con la mano derecha
tullida. —Jegar se agachó de pronto y le cogió a Saban una mano—.
Dame un cuchillo —pidió a Lengar.
— Déjale marchar —dijo Haragg.
— Tengo una cuenta pendiente con él
—bufó Jegar.
— Es mi esclavo —replicó Haragg—, y vas
a dejarle en paz.
El hombretón no había hablado muy fuerte,
pero su grave voz tenía tal intensidad que Jegar obedeció. Haragg
se agachó delante de Saban con el cuchillo de bronce del joven en
la mano derecha y Saban creyó que el enorme extranjero iba a llevar
a cabo lo que había intentado Jegar, pero en vez de eso Haragg
cogió en su mano un mechón de cabello. Le lanzó un tajo, lo cortó y
lo lanzó a un lado. Se aplicó sin miramientos, cortando grandes
mechones de pelo y rasguñándole el cuero cabelludo hasta hacerle
sangrar. A todos los esclavos se les afeitaba así, y aunque el
cabello volvería a crecer, era una forma de demostrar que el
cautivo recién rapado no era nadie. Ahora Saban no era nadie, y se
estremeció mientras la dura hoja le desollaba el cuero cabelludo y
la sangre la caía por las mejillas donde quedaba diluida en la
orina de Jegar. La madre de Saban salió de su choza mientras Haragg
le cortaba el pelo, le gritó al hombrachón que parara y le lanzó
terrones hasta que dos de los lanceros de Lengar, sin dejar de
reírse de su furia, se la llevaron a rastras.
Cuando Haragg acabó de cortarle el pelo a
Saban, le cogió la mano izquierda y la apoyó abierta contra el
suelo.
— Deja que lo haga yo —se ofreció Jegar
impaciente.
— Es mi esclavo —respondió Haragg, y
una vez más la intensidad de su voz hizo retroceder a Jegar—.
Mírame —ordenó a Saban, e hizo una señal a su hijo para que
sujetara con su manaza la muñeca del desafortunado joven.
Saban, con los ojos arrasados en lágrimas,
levantó la vista hacia el despiadado rostro de Haragg. Tenía la
mano izquierda sujeta contra el suelo y no alcanzaba a ver el
cuchillo, pero sintió un horrible dolor en la mano, un dolor que se
propagó hasta el hombro y le hizo lanzar un grito. Haragg levantó
la mano sangrante y puso un trozo de lana encima del muñón del dedo
meñique de Saban.
— Sujeta la lana —le ordenó el
mercader.
Saban sujetó firmemente la lana con la mano
derecha. El dolor era pungente y le hizo marearse, pero apretó los
dientes y se acunó adelante y atrás mientras Haragg recogía el pelo
cortado y el dedo ensangrentado y los llevaba hacia una hoguera.
Jegar volvió a entrometerse para exigir al mercader que le diera el
cabello con objeto de utilizarlo en un maleficio contra Saban, pero
el inflexible Haragg hizo caso omiso de la petición y lanzó tanto
el pelo como el dedo a una hoguera para verlos arder.
El sordomudo arrastró a Saban hacia el norte
a través de las chozas en dirección a donde tenía la forja Morcar,
el herrero de Ratharryn. Morcar era amigo de Galeth y por lo
general se ocupaba de hacer puntas de lanza a partir de barras de
bronce, pero en ese momento estaba fundiendo el bronce que le había
dado Haragg. El herrero procuró evitar la mirada de Saban mientras
trabajaba. Haragg tiró a Saban al suelo, donde el joven cerró los
ojos y se sugestionó para menguar el dolor de su mano, pero
entonces sintió un dolor más punzante todavía en el tobillo derecho
y lanzó un gemido, abrió los ojos y vio que le colocaban un
grillete de bronce en la pierna. El grillete estaba doblado de modo
que formara un círculo casi cerrado, y Morcar empezó a martillar el
bronce caldeado para que se uniesen los dos extremos de la barra
curvada. El grillete iba unido por una cadena de bronce a otro
igual que le fue colocado en el tobillo izquierdo para después
cerrarlo a martillazos. El metal estaba a una temperatura
abrasadora e hizo que Saban lanzara un grito sofocado.
Morcar vertió agua sobre el metal.
— Lo siento, Saban —susurró.
— Levántate —le ordenó Haragg.
Saban se puso en pie. Una pequeña
muchedumbre de miembros de la tribu de Ratharryn miraban desde
cierta distancia. Tenía los pies encadenados de tal modo que podía
caminar pero no correr, llevaba la cabeza rapada y en ese momento
Haragg se situó tras él y le rasgó la túnica hasta abajo con un
cuchillo. Se la arrancó a tirones para que quedara desnudo. Por
último, cortó el collar de conchas que Saban llevaba al cuello, lo
aplastó contra el suelo con un enorme pie y se embolsó el amuleto
de ámbar que la madre de Saban había regalado a su hijo. Mientras
que Jegar se desternillaba de risa, Lengar aplaudía.
— Ahora eres mi esclavo —anunció Haragg
sin asomo de emoción—, y vivirás o morirás a mi antojo.
Sigúeme.
Saban, humillado por completo,
obedeció.
∗ ∗ ∗
Lengar temía a los dioses. No los entendía,
pero se entendía a sí mismo y era consciente de que traicionar a
los dioses superaba cualquier otra cosa que pudiera tramar el
hombre, de modo que los temía y se cuidó de aplacar su ira lo mejor
que sabía. Hizo regalos a los sacerdotes; enterró simbólicas hachas
de creta en todos los templos de Ratharryn; permitió que las
esposas de Hengall que quedaban vivas siguieran con vida e incluso
prometió asegurarse de que no murieran de hambre.
El espíritu de su padre estaba a punto de
trasladarse al más allá, donde viviría con los antepasados y los
dioses, pero iría sin mandíbula ni pie derecho, de modo que no
podría hablar de su asesinato ni, en caso de que su espíritu
quedara anclado en la Tierra, perseguir a Lengar. Echaron a los
cerdos la mandíbula y el pie, pero el resto del cadáver fue tratado
con todo respeto. Hengall fue inmolado en una gran pira al modo de
los extranjeros. Tres días después de la muerte de Hengall se
prendió fuego a una hoguera que permaneció encendida durante otros
tres días, y sólo entonces se echó un montón de creta y tierra
sobre las brasas.
La noche en que se levantó el túmulo, Lengar
se arrodilló sobre su cima y apoyó la frente contra los cascotes
blanquecinos. Estaba solo porque no quería que nadie presenciara
esa conversación con su padre.
— Tenías que morir —le dijo a Hengall—,
porque eras demasiado precavido. Eras un buen jefe, pero ahora
Ratharryn necesita un gran jefe. —Lengar se interrumpió—. No he
matado a tus esposas —continuó—, e incluso Saban sigue con vida.
Siempre fue tu preferido, ¿verdad? Bueno, pues sigue con vida,
padre, todavía sigue con vida.
Lengar no estaba convencido de que dejar con
vida a Saban hubiera sido una buena idea, pero Camaban lo había
convencido de que matar a su hermanastro resultaría fatal. Cuando
Camaban acudió a Lengar en Sarmennyn ya no era el necio tartamudo
al que siempre había despreciado. Se había convertido en un
hechicero y Lengar sentía un curioso nerviosismo en su
presencia.
— Es posible que los dioses te perdonen
por la muerte de Hengall —le había dicho Camaban—, pero no por la
de Saban. —Y cuando Lengar le preguntó por qué, Camaban afirmó
haber hablado con Slaol en un sueño. Lengar se había plegado al
mensaje del sueño. Aún estaba medio arrepentido, pero temía las
artes de Camaban. Al menos Camaban había sugerido que Saban pasara
a ser esclavo de Haragg, y Lengar estaba convencido de que los
esclavos del enorme mercader no vivían mucho.
Lengar apoyó la cabeza sobre la cima del
túmulo. La tierra y la creta se habían apilado sobre los restos de
la hoguera de cualquier modo y a través del túmulo seguían
filtrándose humos que produjeron a Lengar escozor en los ojos, pero
mantuvo la cabeza gacha en señal de sumisión.
— Estarás orgulloso de mí, padre
—aseguró a Hengall—, porque llevaré a Ratharryn a la gloria y
humillaré a Cathallo. Seré un gran jefe… —Se interrumpió al oír
pasos.
Las pisadas se acercaron y luego subieron al
mismo túmulo, y a pesar de haberle cortado el pie a su padre, a
Lengar lo atenazó el miedo a que se tratara del espíritu de Hengall
que había venido para vengarse.
— No —susurró—, no.
— Sí —le contradijo una voz grave, y
Lengar lanzó un suspiro de alivio e irguió la espalda para mirar a
Camaban—. Después de todo, decidí seguir tus pasos desde Sarmennyn
—explicó Camaban.
Lengar se encontró con que no tenía nada que
decir. Estaba sudoroso de miedo.
Ahora Camaban era un hombre. Tenía el rostro
más enjuto que antes y mucho más curtido, con los pómulos
pronunciados, los ojos hundidos y separados y la boca torcida en
una mueca sardónica. El cabello, que solía ser una mata de mugre
enredada, lo llevaba ahora pulcramente anudado en la base de la
nuca con una tira de cuero de la que colgaba una borla de
huesecillos que emitía una especie de cascabeleo. Lucía un collar
de costillas de niño y un bastón coronado por una mandíbula humana.
Golpeó el túmulo funerario con el cabo del bastón y preguntó:
— ¿Has notado eso, padre?
— No hagas eso —le previno
Lengar.
— ¿Temes a Hengall? —preguntó Camaban
en tono burlón. Volvió a golpear el túmulo con el bastón y
escupió—. ¿Has notado eso? Te he escupido. —Hincó el bastón entre
los cascotes de creta—. ¿Lo notas, Hengall? ¿Notas cómo quema? Soy
Camaban.
Lengar se bajó del túmulo a toda
prisa.
— ¿Para qué has venido? —le
preguntó.
— Para asegurarme de que hagas lo que
es debido, claro —le respondió Camaban, y luego, con un esputo de
despedida a su padre, descendió del túmulo y se dirigió hacia el
Templo del Cielo. Aún cojeaba un poco, pero resultaba mucho menos
evidente que antaño. Aunque Sannas le había desencorvado el pie
enderezándole los huesos, no se le doblaban adecuadamente, y por
tanto tenía unos andares un tanto irregulares, aunque en absoluto
se parecían al grotesco amago de media vuelta en que antes hacía al
caminar.
Lengar, a la zaga de Camaban,
protestó:
— No necesito que me digas qué es lo
que tengo que hacer.
— Has recuperado la valentía, ¿eh? —se
mofó Camaban—. Cuando te he encontrado tiritabas de miedo. Has
creído que era el espíritu de Hengall, ¿eh? —Se echó a reír.
— Ándate con cuidado —le previno
Lengar.
Camaban se volvió y le escupió.
— ¿Te atreverías a matarme aun a
sabiendas de que soy un siervo de Slaol, Lengar, un amigo de Slaol?
Mátame, necio, y el cielo te abrasará, la tierra rechazará tus
huesos y hasta las bestias se apartarán ante el hedor de tu muerte.
Incluso los gusanos y las larvas retrocederán ante tu carne
putrefacta, hermano, y te secarás hasta convertirte en cascabillo
amarillento que los vientos arrastrarán hasta los pantanos
hediondos en los confines del mundo. —Blandió el bastón hacia
Lengar mientras hablaba, y el guerrero retrocedió ante las
amenazas. Quizá Lengar fuera mayor, tal vez tuviera una reputación
envidiable en el campo de batalla, pero Camaban manejaba a su
antojo poderes que Lengar no entendía.
— ¿Has matado a Saban? —le preguntó
Camaban.
— Se lo he entregado a Haragg como
esclavo.
— Bien hecho —comentó Camaban con
despreocupación.
— Y me he quedado con su
prometida.
— ¿Y por qué no? —le reafirmó Camaban—.
Alguien tenía que hacerlo. ¿Es hermosa? —No esperó respuesta, sino
que se adentró en el Templo del Cielo donde cruzó el terraplén
exterior más bajo, atravesó la zanja con su leve cojera y subió al
elevado terraplén interior, donde se detuvo con la mirada puesta en
las cuatro piedras lunares—. ¿Esto es obra de Gilan?
Lengar se encogió de hombros porque no sabía
nada del templo.
— Gilan está muerto.
— Me alegro —aseguró Camaban—, porque
esto tiene que ser obra suya. Suya o de algún apestoso sacerdote de
Cathallo. No tuvieron el valor de erigir un templo a Slaol sin
honrar también a Lahanna.
— ¿Lahanna?
— Ésas son piedras lunares —le explicó
Camaban, señalando con el bastón los pilares y las losas
emparejados en el interior del anillo.
— ¿Quieres que las retiren? —le
preguntó Lengar.
— Es la voluntad de Slaol —aseguró
Camaban—, yo lo dispondré todo y tú no moverás un dedo a menos que
así te lo indique. —Se situó en el centro del templo, donde la
Luna, en lo alto del cielo, proyectaba una pequeña sombra sobre el
montículo que marcaba la tumba de la niña sorda. Camaban hincó el
bastón en la tierra esponjosa e intentó sacar el cadáver haciendo
palanca, pero, aunque revolvió el terreno, no pudo levantar el
cuerpo inerte.
Lengar se apartó al percibir el hedor que
salía del suelo desgajado.
— ¿Qué haces? —le preguntó a modo de
protesta.
— Quiero sacarla de aquí —explicó
Camaban.
— No puedes hacer eso —le advirtió
Lengar, pero Camaban hizo caso omiso y se puso de rodillas para
apartar con las manos la mezcla de tierra y creta que cubría el
cadáver y, una vez lo tuvo casi desenterrado, se incorporó y volvió
a servirse del bastón para sacar el cadáver medio descompuesto a la
luz de la luna.
— Ahora habrá que enterrarla de nuevo
—señaló Lengar.
Camaban se volvió hacia él con furia.
— Este templo es mío, Lengar, no tuyo.
¡Mío! —Pronunció la última palabra en un susurro que arredró a
Lengar—. Lo dejé bien claro cuando era niño. Me encantaba este
lugar, adoraba a Slaol en este círculo mientras los demás mamabais
de las tetas de Lahanna. Este sitio es mío. —Arremetió con el cabo
del bastón contra el cadáver de la niña muerta y le quebró la caja
torácica—. Eso es un mensajero enviado antes de tiempo, porque el
templo no está acabado todavía. —Escupió sobre el cadáver y luego
tiró del bastón para sacarlo del cuerpo destrozado—. Que se ocupen
de ella los pájaros y las bestias —dijo sin darle mayor
importancia, y se dirigió hacia la entrada orientada al Sol. No
hizo ningún caso de los dos pilares que flanqueaban la entrada y
fue directamente hacia las piedras lunares emparejadas. Frunció el
ceño ante las dos piedras—. Ésta nos la quedaremos —indicó, al
tiempo que posaba una mano sobre la mayor de las dos—, pero ésta la
puedes derribar. —Señaló la piedra más pequeña—. Una piedra es
suficiente para el Sol. —Hizo un lacónico gesto de despedida a su
hermano y, con tan escasa ceremonia como había llegado, echó a
andar hacia el norte.
— ¿Adonde vas? —le gritó Lengar.
— Todavía tengo que aprender algunas
cosas —respondió Camaban—. Cuando las sepa, volveré.
— ¿Para qué?
— Para construir el templo, claro —le
aseguró Camaban, dándose media vuelta—. Quieres que Ratharryn
recupere su grandeza, ¿verdad? Pero, ¿crees que puedes llegar a
alguna parte sin los dioses? Voy a darte un templo, Lengar, que
encumbrará a esta miserable tribu hasta los cielos. —Continuó su
camino.
— Camaban —le gritó Lengar.
— ¿Qué quieres? —respondió Camaban
irritado, al tiempo que se volvía otra vez.
— Estás de mi parte, ¿verdad? —le
preguntó Lengar no sin cierta ansiedad.
Camaban sonrió.
— Te quiero, Lengar —le aseguró—, como
a un hermano. —Y siguió caminando hacia la oscuridad.
∗ ∗ ∗
Saban averiguó que había sido Haragg quien
había guiado a Lengar y sus hombres desde Sarmennyn a Ratharryn,
pues sólo un mercader con experiencia podía conocer los caminos y
saber dónde se escondían los peligros y cómo evitarlos, y Haragg
era uno de los mercaderes con más experiencia. Llevaba diez años
cruzando el mundo con su reata de tres caballos lanudos cargados de
bronce, hachas y cualquier otra cosa que fuera capaz de cambiar por
el sílex, el azabache, el ámbar y las hierbas de que carecía
Sarmennyn. Aveces, según le dijo Haragg a Saban, llevaba dientes y
huesos de monstruos marinos arrojados a las costas de Sarmennyn que
podían cambiarse por valiosos metales y piedras preciosas.
La mayor parte de esta información se la
transmitió a Saban entre gruñidos mientras se dirigían hacia el
norte. A veces hablaba en la lengua de Saban, pero la mayor parte
del tiempo insistía en hablar en el idioma de los extranjeros y
golpeaba a Saban con una vara si no entendía o no contestaba en la
misma lengua.
— Aprenderás mi idioma-insistía, y
Saban lo hizo por miedo a la vara.
Las tareas de Saban eran sencillas. Mientras
que por la noche encendía un fuego para preparar la comida y evitar
que les atacaran las bestias del bosque, durante el día conducía a
los tres caballos, iba a por agua, cortaba forraje y hacía sonar el
cuerno de buey de Haragg a medida que se acercaban a un
asentamiento para avisar de la llegada de unos forasteros. Eran
tareas al alcance del sordomudo, que se llamaba Cagan, pero Saban
cayó en la cuenta de que el enorme muchacho, apenas unos años mayor
que él, había nacido tonto. Cagan tenía una magnífica disposición y
observaba en todo momento a su padre, atento a una señal que le
permitiera ser de utilidad, pero luego era incapaz de hacer nada
bien. Si encendía una hoguera, se quemaba; si intentaba conducir a
los caballos, lo hacía con excesiva dureza, y sin embargo, Haragg,
según apreció Saban, trataba a su hijo con extraordinaria
delicadeza, como si el sordomudo, que sacaba a Saban medio cuerpo
de estatura, fuera un perro muy querido, y Cagan respondía al
cariño de su padre con una alegría enternecedora. Si su padre
sonreía, se estremecía de dicha, o, se mecía adelante y atrás, le
devolvía la sonrisa y profería débiles gemidos desde el fondo de la
garganta. Todas las mañanas Haragg arreglaba el cabello a su hijo,
se lo peinaba, trenzaba y ataba con una tira de cuero, y luego le
peinaba la barba y Cagan se retorcía de alegría mientras que a
Haragg, según apreció Saban, le asomaba alguna lágrima a los
ojos.
El mercader no derramaba ninguna lágrima por
Saban. Los grilletes de bronce le provocaban verdugones en la piel
y éstos producían sangre y pus. Haragg los trataba con hierbas y
metía hojas bajo los grilletes para evitar las rozaduras, pero las
hojas siempre acababan por caerse. Tras varios días le facilitó a
regañadientes una mísera piel de lobo que anudarse en torno a la
cintura, pero le molestaba que Saban aplastara los piojos que
salían de la piel. «Deja de rascarte —le reprendía como preludio a
un varazo—. No soporto que te rasques. No eres un perro.»
Se desplazaron hacia el este y luego hacia
el norte, por lo general en busca de la protección que suponía la
compañía de otros mercaderes, pero en ocasiones a solas porque, a
pesar de estar los bosques llenos de proscritos y cazadores, Haragg
era consciente de que no había gran peligro de caer en una
emboscada. «Si fuera atacado un mercader —le explicó a Saban—
serían atacados todos los mercaderes, de modo que los jefes nos
protegen. Sin embargo, hay lugares peligrosos por los que siempre
paso acompañado». Muchos mercaderes, le explicó Haragg, iban por
mar, remando en sus embarcaciones de madera sin alejarse mucho de
tierra, para intercambiar mercancías únicamente con las tribus que
vivían en la costa, pero esos comerciantes marítimos pasaban por
alto los asentamientos interiores, mucho más poblados, en los que
Haragg se ganaba la vida.
Cuando llegaban a una población, Saban se
encargaba de desempaquetar las mercancías de Haragg y exponerlas
sobre pieles de nutria delante de la choza del jefe. Cagan
descargaba las pesadas alforjas de lomos de los caballos y se
sentaba a mirar, mientras las gentes iban a verlo porque era un
auténtico gigante. Las mujeres proferían risitas y a veces los
hombres, al advertir que Cagan tenía la mentalidad de un niño,
intentaban provocarle, pero entonces Haragg les lanzaba un grito y
retrocedían amedrentados ante su estatura y ferocidad.
Algunas mercancías no se desempaquetaban
nunca: sobre todo trozos de oro y un puñado de elegantes
prendedores de bronce que se guardaban para los jefes que, en
opinión de Haragg, mejor precio estaban dispuestos a pagar. El
regateo duraba toda una jornada, a veces dos, y cuando acababa
Saban colocaba los bienes destinados a Sarmennyn en una voluminosa
alforja de cuero y las mercancías restantes en otra, y Cagan las
colocaba a lomos de los caballos. Una alforja de menor tamaño no
contenía sino grandes conchas marinas envueltas en unas extrañas
algas que, según aseguraba Haragg, crecían en el océano; pero como
Saban no había visto el mar, la explicación no le aclaraba gran
cosa. Las conchas se cambiaban por comida.
Haragg no andaba falto de compasión. Saban
tardó mucho tiempo en entenderlo porque temía el rostro inexpresivo
y la vara siempre presta del mercader, pero descubrió que Haragg no
sonreía a nadie aparte de su propio hijo, aunque tampoco ponía mala
cara; en vez de eso se enfrentaba a todo hombre, mujer y
circunstancia con la misma porfiada determinación, y si bien
hablaba poco, escuchaba con atención. Conversaba con Saban, aunque
sólo para aliviar el tedio de los largos viajes, pero le hablaba en
un tono exento de emoción, como si la información que le facilitaba
careciese de interés.
Estaban muy al norte cuando los primeros
indicios del invierno se manifestaron en forma de fríos vientos y
lloviznas. Allí las gentes hablaban una lengua extraña que le
costaba entender hasta al mismo Haragg. A estas alturas cambiaba
barras de bronce y hachas de piedra negra por bolsitas de hierba
que, según decía, daban un sabor característico al licor que
destilaban en Sarmennyn, aunque cambió a regañadientes una pequeña
punta de lanza de bronce por una túnica de lana y un par de botas
de piel de buey bien cosidas que entregó a Saban.
Las botas no le entraban a causa de los
grilletes, así que Haragg le hizo sentarse, cogió un hacha con filo
de piedra de una de sus alforjas y luego, a base de hacer palanca y
propinar algunos golpes, aflojó los grilletes lo bastante como para
quitárselos de los tobillos. «Si escapas ahora —le dijo en tono
apagado— te matarán. Esta es una región peligrosa».
Guardó los grilletes con el resto de las
mercancías y en el siguiente poblado las cambió por veinte bolsas
de preciadas hierbas. Aquél era uno de los asentamientos en los
que, al sonar el cuerno que anunciaba la llegada del mercader,
escondían a todas las mujeres en sus cabañas para que los
forasteros no les vieran el rostro. «Aquí se comportan de un modo
muy extraño», le advirtió Haragg.
A estas alturas Haragg y Saban hablaban sólo
en la lengua de los extranjeros. Ratharryn era un recuerdo; un
recuerdo intenso, claro, pero cada vez más lejano. Incluso el
rostro de Derrewyn había perdido nitidez en la memoria de Saban.
Todavía experimentaba una fuerte sacudida de remordimiento cuando
pensaba en ella, pero ahora, en vez de compadecerse de sí mismo, le
acuciaba un deseo candente de vengarse. Una noche tras otra se
consolaba con imágenes de la muerte de Lengar y la humillación de
Jegar, pero semejantes consuelos fueron diluyéndose gracias a las
nuevas maravillas que veía y a las cosas tan extrañas que
aprendía.
Vio templos. Muchos eran grandes santuarios:
algunos de madera, los más de piedra. Mientras que los mojones
conformaban amplios círculos, los templos de madera se alzaban
hacia los cielos y estaban adornados con acebo y hiedra. Vio
sacerdotes que se infligían cortes con sílex para que el pecho les
quedara cubierto de sangre mientras oraban. Vio un lugar en el que
la tribu adoraba a un río, y Haragg le explicó que las gentes de
aquel sitio ahogaban a un niño en su remanso cada luna nueva. En
otro lugar, los hombres adoraban a un buey, un buey distinto cada
año, y en el solsticio sacrificaban la bestia y se comían su carne
antes de escoger un nuevo dios. Mientras que una tribu tenía un
sumo sacerdote loco que hacía aspavientos, babeaba y farfullaba
disparates, en otras sólo permitían ser sacerdotes a los tullidos.
En ese lugar adoraban a las víboras y cerca de allí había un
asentamiento bajo el mando de una mujer. Eso fue lo que más extrañó
a Saban, pues no era meramente una hechicera con gran influencia,
como Sannas, sino la jefa de toda la tribu. «Siempre han tenido
mujeres al mando desde que los conozco —le explicó Haragg—. Al
parecer, así lo ordenó su diosa». La jefa insistió en que Haragg
durmiera una noche en su cama. «No comprará nada si me niego»,
explicó el hombrachón. Fue en ese asentamiento donde Haragg ordenó
a Saban cortar una rama de tejo y hacerse un arco. Haragg le compró
flechas, convencido de que Saban no utilizaría el arma contra su
amo. «Pero no dejes que Cagan toque las flechas, porque se haría
daño», le advirtió Haragg.
La cicatriz del dedo cortado de Saban se
había convertido en un duro callo, pero Saban comprobó que podía
utilizar el arco con la destreza de siempre. El dedo cercenado era
una señal de su condición de esclavo, pero no suponía ninguna
desventaja. El pelo había vuelto a crecerle en una buena mata, y
había días en los que se sorprendía sonriendo o riendo; una mañana
despertó y, para su sorpresa, cayó en la cuenta de que estaba
disfrutando de la vida que llevaba con el austero Haragg. Al
pensarlo sintió una punzada de remordimiento por Derrewyn, pero
Saban era todavía joven y la novedad estaba diluyendo a marchas
forzadas su aflicción.
En el asentamiento regido por una mujer
aguardaron a que se reunieran más mercaderes. El siguiente viaje,
advirtió Haragg, era peligroso y los hombres avezados no recorrían
solos aquel sendero. La jefa recibió una pieza de bronce a cambio
de cederles veinte guerreros como escolta, y una fría mañana los
mercaderes se pusieron camino del norte a través de amplias e
inhóspitas zonas pantanosas bajo el cielo encapotado. Allí no
crecían árboles, y Saban no alcanzaba a comprender cómo podía vivir
alguien en un lugar semejante, pero Haragg le explicó que en los
pantanos había profundas grietas rocosas y en ellas cuevas que los
proscritos utilizaban como vivienda. «Están desesperados», le
explicó Haragg.
A última hora de ese mismo día sufrieron el
ataque de un grupo de hombres. Salieron de entre el brezo para
disparar algunas flechas, pero fueron pocas y las lanzaron a modo
de aviso, y además los atacantes se mostraron muy pronto. Los
lanceros contratados intentaron ahuyentar a los proscritos
gritándoles y blandiendo las lanzas, pero el enemigo se mostró
terco y continuó bloqueando el camino. «Tenéis que atacarles»,
arengó Haragg a los guerreros, pero no estaban dispuestos a morir
por unos cuantos mercaderes. Cagan quiso cargar contra los
harapientos malhechores aullando como una bestia, pero Haragg lo
contuvo y dejó que Saban se lanzara al ataque. El joven disparó una
flecha pero vio que no llegaba a su objetivo, así que avanzó unos
pasos y lanzó otra. Pasó zumbando junto a su objetivo y Saban
dedujo que el error tenía que deberse a que la flecha estaba mal
alineada, y no al viento; así que disparó una tercera flecha para
ver cómo se clavaba en el vientre de un hombre. Ahora todas las
flechas del enemigo tenían a Saban como objetivo, pero no contaban
con buenos arcos. Saban avanzó unos pasos más y volvió a tensar la
cuerda de ligamento para soltarla y ver caer a otro enemigo. Les
gritó mofándose de su coraje y su puntería y disparó otra flecha
con punta de sílex contra un hombre de cabello revuelto que iba
vestido con una sucia túnica de vellón. El joven se puso a bailar
al verlos emprender la huida.
— ¡Vuestras madres eran unas cerdas!
—les gritó Saban—. ¡Vuestras hermanas se revuelcan con cabrones!
Aunque hubieran estado lo bastante cerca para oír los insultos,
ninguno de los enemigos los habría entendido. Haragg llegó a
sonreír a Saban. Incluso le palmeó el hombro y rió.
— Tendrías que haber sido guerrero en
vez de esclavo —le felicitó, y Cagan, siguiendo el ejemplo de su
padre, meneó la cabeza y ofreció una sonrisa a Saban.
— Siempre quise ser guerrero —confesó
Saban.
— Es lo que quieren todos los chicos.
¿Qué niño que se precie quiere ser otra cosa? —le preguntó Haragg—.
Pero todos los hombres son guerreros, excepto los sacerdotes. —Las
tres últimas palabras las pronunció con una intensa amargura,
aunque se negó a explicar el motivo.
Al día siguiente, los mercaderes expusieron
sus artículos en un asentamiento el norte de los pantanos. Habían
llegado tribus de otros poblados y cientos de personas paseaban por
la pradera, donde el regateo se prolongó del amanecer al anochecer.
Haragg trocó la mayor parte de sus mercancías esa jornada,
aceptando a cambio más hierbas y la promesa de un montón de pieles
blancas que le serían entregadas al final del invierno. «Hasta
entonces, nos quedaremos aquí», le dijo a Saban.
A Saban le parecía un lugar desolado, ya que
no era sino un profundo valle entre altas colinas. Los pinos
cubrían las laderas inferiores y un frío riachuelo corría sobre las
rocas grises entre lóbregas arboledas. Valle abajo había un templo
de piedra y un poco más arriba un racimo de chozas. Haragg y Saban
se acomodaron en una cabaña maltrecha. Saban reparó los maderos que
sostenían el tejado y luego cortó trozos de césped y los colocó a
modo de techumbre.
— Me gusta este sitio —contestó Haragg
cuando Saban le preguntó la razón de que no volvieran a Sarmennyn a
pasar el invierno—. Y será un largo invierno —le previno Haragg—,
largo y frío, pero cuando haya acabado te llevaré otra vez con tu
hermano.
— ¿Con Lengar? —preguntó Saban
amargamente—. Preferiría que me mataras aquí mismo.
— Con Lengar, no —le aseguró Haragg—.
Con Camaban. No era Lengar quien quería que fueses mi esclavo, sino
Camaban.
— Camaban —exclamó Saban
asombrado.
— Camaban —confirmó Haragg con calma—.
Lengar quería matarte cuando regresó a Ratharryn, pero Camaban
tenía el firme propósito de mantenerte con vida. Al parecer, en
cierta ocasión protestaste cuando tu padre iba a matarlo, ¿no es
así?
— ¿Eso hice? —preguntó Saban, y
entonces recordó el fallido sacrificio y su involuntario grito de
horror—. Sí que lo hice —aseguró.
— De modo que Camaban convenció a
Lengar de que matarte le traería mala suerte. Sugirió la esclavitud
como alternativa, y para un hombre como Lengar la esclavitud es
peor que la muerte. Pero no podías quedar al servicio de
cualquiera, sino que tenías que ser mi esclavo, o al menos eso
aseguró Camaban que se le había comunicado en sueños. Todo esto lo
planeamos tu hermano y yo. Pasamos noches enteras discutiendo cómo
llevarlo a cabo. — Haragg le miró la mano a Saban allí donde la
cicatriz del dedo cercenado se había convertido en una callosidad
de piel reseca—. Había que hacerlo como era debido —explicó—, o
Lengar no habría consentido y ahora estarías muerto. —Abrió la
bolsa que llevaba al cinta y sacó de ella el precioso cuchillo que
Hengall había regalado a Saban y con el que se había cortado el
dedo del propio Saban. Le ofreció el cuchillo al joven—. Cógelo
—dijo, y luego le devolvió el amuleto de ámbar.
Saban se colgó el trozo de ámbar de su madre
al cuello y se metió el arma en el cinturón.
— ¿Estoy en libertad? —preguntó
confuso.
— Eres libre —confirmó Haragg con
solemnidad—, y puedes irte, si eso deseas, pero tu hermano me
encargó que cuidara de ti hasta que nos reuniéramos con él en
Sarmennyn. No concebía otro modo de mantenerte con vida que
condenarte a ser mi esclavo, pero me pidió que te protegiera porque
te necesita.
— ¿Camaban me necesita? —preguntó
Saban, profundamente aturdido por todo lo que le estaba revelando
Haragg sin atisbo de emoción. Saban seguía pensando en su hermano
como un tullido tartamudo, un engendro del que compadecerse, y sin
embargo había sido Camaban, objeto del desprecio general, quien
había dispuesto que sobreviviera y quien había reclutado al
amedrentador gigante para que llevara a cabo su voluntad—. ¿Por qué
me necesita Camaban?
— Porque tu hermano está haciendo algo
maravilloso —le explicó Haragg, y, por una vez, su voz reflejó lo
que sentía—, algo que sólo podría hacer un gran hombre. Tu hermano
está renovando el mundo. — Haragg retiró la cortina de cuero que
hacía las veces de puerta de la choza y echó un vistazo fuera para
comprobar que la nieve estaba cayendo recia y pausada para cubrir
el mundo—. Durante años —continuó Haragg sin apartar la vista de la
nieve—, he estado viéndomelas con este mundo y sus dioses.
Intentaba encontrarle una explicación a todo. —Dejó caer la cortina
y lanzó a Saban una mirada casi desafiante—. Esa lucha continua no
me proporcionaba ningún placer. Pero entonces conocí a tu hermano.
No puede saberlo, pensé, es muy joven. Pero sí que lo sabía. Lo
sabía. Ha descubierto el canon.
— ¿El canon? —preguntó Saban,
perplejo.
— Ha encontrado el canon —repitió
Haragg con toda seriedad—, y todo se renovará, todo irá bien y todo
cambiará.
Una noche de
invierno en la que la tierra estaba dura como e! hielo y los
árboles revestidos de una capa de escarcha que relucía bajo una
Luna pálida y medio cubierta por la niebla, un hombre salió
cojeando de entre los árboles al norte de Cathallo y cruzó los
campos en barbecho. Era la noche más larga, la oscuridad de la
muerte del Sol, y nadie le vio llegar. Las chozas del asentamiento
desprendían pequeñas columnas de humo mientras las hogueras
nocturnas se convertían en brasas, pero los perros de Cathallo
dormían, y bueyes, ovejas, cabras y cerdos invernaban a buen
recaudo en las cabañas donde el forastero no podía
molestarlos.
Los lobos habían visto al hombre y el
anochecer anterior una docena de bestias pardas lo habían seguido
con la lengua colgando mientras daban vueltas y más vueltas tras
sus pasos, pero el hombre se había vuelto para aullarles y los
lobos primero habían lanzado tenues gemidos, y después habían
echado a correr hacia los árboles escarchados. El hombre siguió su
camino. Ahora, en esos momentos previos al amanecer iluminados por
la luz de las estrellas, llegaba a la entrada norte del gran
santuario.
Las grandes piedras dentro del elevado
terraplén relumbraban a causa de la escarcha. Durante un instante,
parado ante la entrada, le pareció que el gran anillo de mojones
destellaba como un círculo de bailarinas que se mecieran de un lado
a otro. Las piedras danzantes. La ocurrencia le hizo sonreír y
luego cruzó el césped hasta la choza de Sannas.
Apartó con cuidado la cortina de cuero que
colgaba sobre la entrada y dejó entrar una ráfaga de aire frío que
reavivó los rescoldos. Se agachó para entrar en la choza, dejó caer
la cortina y se quedó muy quieto.
Apenas veía nada. La hoguera no era más que
brasas y ceniza y a través del pequeño agujero en el tejado no
entraba la luz de la luna, de modo que se puso en cuclillas y
escuchó hasta que detectó el ruido de la respiración de tres
personas.
Cruzó la choza de rodillas, lentamente para
no hacer ruido, y cuando encontró al primero de los que dormían,
una joven esclava, le puso una mano en la boca y le dio un tajo con
el cuchillo que llevaba en la otra mano. Su respiración se
convirtió en un áspero burbujeo en su garganta abierta, se
estremeció durante unos instantes, pero al cabo quedó inerte. La
segunda chica murió del mismo modo, y entonces el hombre decidió
que ya había guardado suficientes precauciones y se acercó al fuego
para soplar sobre los rescoldos y alimentarlos con yesca de bejín
desecado y ramitas, de modo que las llamas adquirieran intensidad e
iluminasen los cráneos, las alas de murciélago, los haces de hierba
y los huesos colgados. La sangre fresca brilló sobre las pieles y
en las manos del asesino.
La última persona dormida se desperezó al
otro lado de la choza.
— ¿Ya ha llegado la mañana? —preguntó
su anciana voz.
— No del todo, querida —respondió el
hombre. Ahora estaba echando trozos de madera más grandes al
fuego—. Casi ha amanecido —añadió en tono reconfortante—, pero será
un día frío, muy frío.
— ¿Camaban? —Sannas se incorporó en el
montón de pieles que era su lecho. Su rostro cadavérico, enmarcado
por una maraña de cabello blanco, delató sorpresa e incluso
alegría—. Sabía que regresarías —le dijo. No vio la sangre recién
vertida y el hedor a humo enmascaraba su olor—. ¿Dónde has estado?
—inquirió quejumbrosa.
— He recorrido las colinas y rezado en
templos más antiguos que el tiempo —respondió Camaban en voz queda,
mientras echaba más madera al fuego reavivado—, y he hablado con
sacerdotes, ancianas y hechiceras hasta secar el pozo de
conocimiento de este mundo.
— Hasta secarlo —se mofó Sannas—.
Apenas has lamido la superficie, necio imberbe, ¿cómo ibas a
secarlo? —Lo cierto era que Sannas sabía que Camaban había sido su
mejor alumno, un hombre que podía rivalizar con sus propias artes,
pero no estaba dispuesta a reconocerlo ante él. Se inclinó hacia un
lado y dejó al descubierto un pecho flaccido y correoso al alargar
el brazo para coger su miel. Se metió una porción en la boca y la
chupó ruidosamente—. Tu hermano nos ha declarado la guerra —le dijo
en tono áspero.
— A Lengar le encanta guerrear
—contestó Camaban.
— Y le encanta concebir niños —añadió
Sannas—. Derrewyn está preñada.
— Eso he oído.
— Ojalá su leche envenene al bastardo
—deseó Sannas—, y a su padre también. —Se echó las pieles sobre los
hombros—. Lengar hace prisioneros a nuestros hombres, Camaban, y
los sacrifica a sus dioses.
Camaban se meció sobre los talones.
— Lengar cree que los dioses son como
perros a los que se puede hacer entrar en razón a latigazos —dijo—,
pero pronto descubrirá que sus látigos son mayores que el que
blande él. Sin embargo, por el momento está dedicado a la obra de
Slaol, de modo que imagino que las cosas le irán bien.
— Slaol —bufó Sannas.
— El gran dios —señaló Camaban con
reverencia—, el dios que está por encima de todos los demás. El
único dios que tiene poder para cambiar nuestro triste mundo.
Sannas se le quedó mirando mientras le caía
de la boca un reguerillo de baba melosa.
— ¿El único dios? —preguntó con
descreimiento.
— Te dije que quería aprender —le
recordó Camaban—, de modo que he aprendido, y he descubierto que
Slaol es el dios que está por encima de todo;; los demás. Nuestro
error ha sido alabar a otros, pero ellos ya tienen bastante con
adorar a Slaol como para reparar en nosotros. —Sonrió al ver la
expresión horrorizada de Sannas—. Soy un seguidor de Slaol, Sannas
—dijo—, y siempre lo he sido, desde que era niño. Incluso cuando te
oía perorar sobre Lahanna, yo adoraba a Slaol.
Su impiedad provocó un estremecimiento a la
anciana.
— Entonces, ¿para qué has vuelto,
necio? —exigió saber—. ¿Crees que adoro a Slaol?
— He venido para verte, querida, como
es natural —le respondió Camaban con toda tranquilidad. Echó un
último trozo de madera al fuego y luego se acercó a Sannas para
sentarse y pasarle un brazo sobre los hombros—. Te pagué para que
me enseñaras, ¿recuerdas? Ahora te reclamo mi última lección.
Camaban volvió el cuerpo para encararse a
ella.
— Vas a darme esa última lección,
Sannas —insistió dulcemente—. Te la pagué con el oro de
Slaol.
— No —bufó ella.
— Sí —repitió Camaban en voz queda, y
luego se inclinó hacia delante y la besó en la boca. Ella se
resistió, pero Camaban se sirvió de su propio peso para hacerla
caer. Siguió besándola, su boca pegada a la de ella, y durante unos
instantes la anciana intentó zafarse del beso moviendo la cabeza,
pero su fuerza no era rival para la de Camaban.
Sannas le atravesó con la mirada, y entonces
el joven retiró las pieles que le cubrían los pechos, le rodeó el
cuerpo con un brazo y empezó a apretar. La anciana volvió a
resistirse y dejó escapar un pequeño gemido, pero Camaban impuso su
boca con fuerza sobre la de ella, continuó apretándola con el brazo
y le tapó las ventanas de la nariz con la mano izquierda sin
apartar en ningún momento sus ojos verdes de los ojos negros de la
vieja.
Le llevó un buen rato. Un rato mucho más
largo de lo que había esperado, cosa que le sorprendió. La anciana
lanzó un puntapié y se revolvió bajo las pieles, pero después de un
rato los movimientos espasmódicos cesaron. Aun así, Camaban seguía
besándola. El fuego había quedado reducido otra vez a rescoldos
para cuando Sannas cejó en sus movimientos de pajarillo, pero la
vieja seguía con los ojos abiertos y Camaban siguió mirándolos
hasta que, al cabo, aunque con mucha precaución, como si esperara
algún truco, retiró lentamente su rostro del de ella. Aguardó con
sus labios a un dedo de los de Sannas, pero la anciana no hizo
ningún movimiento. Y aun así siguió esperando, sin atreverse apenas
a respirar; al fin, sonrió.
— Qué beso tan dulce ha sido —le dijo
al cadáver, y le tocó la frente con un dedo—. Te he quitado el
último aliento, señora. Te he robado el alma.
Permaneció sentado durante un instante
saboreando el triunfo. Con su último aliento le había robado el
poder y había engullido su espíritu, pero entonces recordó que se
acercaba el amanecer y cruzó a toda prisa la choza. Apartó las
piedras que rodeaban el pequeño hogar y luego, con un trozo de
madera, apartó los troncos quemados, las brasas y la ceniza
caliente. Vio una cuerna rota y la utilizó para cavar en la zona
caldeada bajo el hogar y ahondar en la tierra donde sabía que
Sannas guardaba sus tesoros más preciados.
Desenterró una bolsita de cuero. La retiró
con cuidado del lecho de tierra y apartó la cortina de cuero a la
entrada de la choza, donde los primeros tonos grises de la mañana
le ofrecieron una luz mortecina. Desató la bolsita y dejó caer el
contenido sobre la palma de su mano. Había once de los pequeños
rombos de Sarmennyn y uno de los grandes. Era el oro que Hengall
había entregado a cambio de las piedras de Cathallo y los dos
rombos que el propio Camaban había pagado a Sannas. Se quedó
mirando el tesoro un instante y lo volvió a meter en la bolsa para
atársela al cinto y salir al frío del amanecer.
Se dirigió hacia el norte y un niño le vio
salir del santuario entre la bruma grisácea, pero no dio la alarma.
Atravesó con su leve cojera los campos blanqueados por la escarcha
en dirección a los tenebrosos bosques, en los que se adentró antes
de que el Sol se alzara para iluminar el santuario de Cathallo
donde Sannas la hechicera yacía muerta.
∗ ∗ ∗
Haragg se hizo con tres esclavas para el
invierno. Procedían de una tribu que vivía aún más al norte y
hablaban una lengua que no entendía ni el propio Haragg, pero
sabían cuáles eran sus deberes. La más joven dormía con Haragg, y
Saban y Cagan compartían a las otras dos. «Un hombre debe dormir
con una mujer —le dijo Haragg a Saban—. Es lo más natural, lo más
adecuado.»
Haragg no parecía obtener gran placer con su
mujer. Su dicha se derivaba de la vida fría y frugal de aquel largo
invierno. Todas las mañanas se iba al templo a rezar y después
traía agua o hielo a la-hoguera, mientras Cagan alimentaba con heno
u hojas a los caballos con los que compartían la choza. El jefe del
asentamiento trataba a Haragg como invitado de honor y les
facilitaba comida, aunque Saban también aportaba su parte cazando.
Prefería ir de caza solo, acechar a las escasas presas a través de
la tierra cubierta de hielo, aunque en cierta ocasión en que
encontraron un oso invernando en una cueva, se unió a los hombres
del asentamiento. Despertaron a la bestia con fuego y la mataron
con sílex y bronce, y después Saban llevó un pedazo de carne
sanguinolenta de regreso a la choza. Nunca había comida suficiente,
al menos para el gigantesco Cagan, pero ninguno pasó hambre. Comían
bayas y nueces que guardaban en vasijas, sisaban de sus alforjas
pequeñas cantidades de cereales y hierbas y de vez en cuando se
daban un banquete de venado, liebre o pescado.
Y día tras día, la nieve destellaba sobre
las colinas y el aire parecía impregnado de un escarcha
resplandeciente, el Sol hacía acto de presencia durante un rato y
las noches eran interminables. Quemaban turba, material que Saban
no había visto nunca, pero a veces, para que la luz en el interior
de la choza fuera más intensa, echaban troncos de un pino resinoso
que al arder producía un humo espeso y acre. Las largas tardes
acostumbraban a ser tranquilas, pero en ocasiones Haragg se ponía a
hablar.
— Fui sacerdote —dijo el hombretón una
noche, para sorpresa de Saban—. Fui sacerdote de Sarmennyn, y tuve
esposa, hijo e hija.
Saban no respondió. La turba ardía con un
resplandor rojizo. Los tres caballos hollaban el suelo con los
cascos y Cagan, que adoraba los caballos, notó la vibración y les
dirigió una especie de gorgoteo tranquilizador. Las tres mujeres
miraban a los hombres guarecidas bajo la piel que compartían.
Tenían matas ensortijadas de cabello moreno tras las que quedaba
medio oculta la cicatriz de su frente, señal de que eran esclavas.
Saban estaba aprendiendo su lengua, pero en ese momento Haragg y él
hablaban en el idioma de los extranjeros.
— Mi hija se llamaba Miyac —rememoró
Haragg con la mirada fija en el resplandor uniforme del fuego. Era
casi como si hablara consigo mismo, pues monologaba en voz queda
sin mirar a Saban—. Miyac —su voz acarició el nombre—, y era una
criatura con un gran encanto. Un gran encanto. Estaba convencido de
que crecería y se casaría con un jefe o un señor de la guerra, y
eso me alegraba, porque la riqueza de su marido nos mantendría a mi
esposa y a mí en nuestra vejez y mantendría a salvo a Cagan después
de nuestra muerte.
Saban continuó en silencio. Se oyó un ruido
de deslizamiento en el tejado al caer una masa de nieve desde la
techumbre.
— Sin embargo, en Sarmennyn —continuó
Haragg—, escogemos una prometida del Sol cada año. Es elegida en
primavera y durante tres lunas —sacudió la mano adelante y atrás
para indicar que el período de tres lunas era una aproximación—, se
convierte en diosa. Y luego, en el solsticio, en plena gloria del
Sol, la matamos.
— ¿La matáis? —preguntó Saban,
asombrado.
— Se la enviamos a Erek. —Erek era el
nombre que daban los extranjeros a Slaol—. Y un año —siguió
Haragg—, escogimos a Miyac.
Saban sintió un escalofrío.
— ¿La elegiste tú?
— La elegimos los sacerdotes —explicó
Haragg—, yo entre ellos. Mi esposa me lanzó improperios, me golpeó,
pero yo estaba convencido de que sería un honor para nuestra
familia. ¿A qué mejor marido podía aspirar Miyac que el mismísimo
Erek? De modo que mi hija murió y mi esposa falleció esa misma
luna. Yo me sumí en una negra aflicción, y cuando se disipó la
tristeza ya no quería ser sacerdote. Mis ideas no eran bien
recibidas, de modo que empecé a vagar de aquí para allá. Me dediqué
al mercadeo. —La tristeza se reflejó en su rostro y Cagan lanzó un
gemido, de modo que Haragg se inclinó hacia él y le palmeó la mano
para demostrarle que todo iba bien.
Saban se acercó al fuego, se puso la piel
sobre los hombros y se preguntó si el mundo volvería a ser cálido
alguna vez.
— Mi hermano gemelo era el sumo
sacerdote de Sarmennyn —prosiguió Haragg—, y cuando le confesé que
ya no creía en el sacrificio me permitió dejar el sacerdocio y
pasar a ser mercader. Se llama Scathel. Ya lo conocerás, si es que
sigue vivo.
La entonación de Haragg al decir el nombre
de su hermano sugirió a Saban que más le valía no conocer a
Scathel.
— ¿Sigue siendo tu hermano sumo
sacerdote? —preguntó.
Haragg se encogió de hombros.
— Perdió el juicio cuando robaron los
tesoros y huyó a las montañas, de modo que no sé si está vivo o
muerto.
— ¿Quién robó los tesoros? —preguntó
Saban.
— Nunca se pronuncia su nombre
—respondió Haragg—, pero era hijo de nuestro jefe y él también
aspiraba a ser jefe, sólo que tenía tres hermano mayores y todos
eran más dignos que él, así que robó los tesoros de la tribu para
que la suerte se volviera contra Sarmennyn. Había oído hablar de
Sannas, y creía que ella podría servirse de los tesoros para lanzar
un maleficio que acabara con su padre y sus hermanos y le
permitiera alcanzar la jefatura. Eso lo sabemos porque se lo
confesó a su mujer y ella nos lo dijo antes de que la matáramos.
Después, Scathel ahuyentó la mala suerte dando muerte al jefe y a
toda su familia. Según parece, el oro nunca llegó a manos de
Sannas, pero Scathel perdió el juicio de todos modos. —Hizo una
pausa—. Y tal vez no se ahuyentó del todo la mala suerte, no lo sé.
De lo que sí estoy seguro es de que mi pueblo haría cualquier cosa,
daría lo que fuera, por recuperar los tesoros.
— Deben ceder un templo —dijo Saban al
recordar las palabras que le había dirigido Lengar la mañana en que
fuera reducido a la esclavitud.
— Deben escuchar a Camaban —señaló
Haragg en voz queda, y Saban volvió a maravillarse de que alguien
desgarbado y tullido como su hermano hubiera adquirido, de la noche
a la mañana, una reputación tan impresionante.
Pocas jornadas después, cuando el deshielo
fundió parte de la nieve entre las colinas y Haragg hubo recibido
sus preciosas pieles blancas, a medida que los días volvían a
alargarse conforme Slaol recuperaba su fuerza, Haragg llevó a Saban
y Cagan hacia el oeste. En apariencia iban a comprar hachas de
piedra negra muy preciadas en las tierras del sur, pero Saban
sospechaba que su viaje tenía otro objetivo. Transcurrió media
jornada antes de que, casi sin darse cuenta, coronaran una alta
colina que quedaba abruptamente cortada en unos acantilados que se
asomaban al mar. Era la primera vez que Saban veía el mar, y la
sorpresa le hizo proferir un grito sofocado. No había imaginado
algo tan tenebroso, gris, frío y maligno. Se mecía sin parar, como
si bajo su superficie salpicada de blanco hubiera músculos en
continuo funcionamiento, y allí donde entraba en contacto con la
tierra, se rompía en una miríada de fragmentos azotados por el
viento antes de retirar sus aguas y tomar impulso para resurgir y
romper de nuevo. El aire estaba lleno de pájaros blancos que no
cesaban de chillar. Podría haberse quedado mirándolo toda la
eternidad, pero Haragg le hizo continuar su camino hacia el norte,
siguiendo la costa. Las pequeñas playas que se formaban en los
recodos de los acantilados estaban cubiertas de huesos de monstruos
y, cuando llegaron al asentamiento donde vendían las hachas, Saban
se encontró con que la techumbre de la choza en que dormía la
formaban esos enormes huesos curvados que se arqueaban sobre su
cabeza para sostener un techado bajo de madera y césped.
A la mañana siguiente, Haragg llevó a Cagan
y Saban a una estrecha franja de tierra que sobresalía hacia el
vasto océano. En el extremo de la tierra, sobre unos acantilados
que parecían agitarse a causa del continuo atronar de las olas, se
erigía un templo. Era un santuario bastante sencillo, un mero
anillo de ocho piedras de gran tamaño, pero una de ellas estaba
fuera del círculo.
— Erek de nuevo —explicó Haragg—, pues
allí donde vayas te encontrarás con que adoran a Erek. Siempre
Erek.
La piedra que sobresalía del círculo, supuso
Saban, se erguía hacia el lugar por donde salía el Sol en el
solsticio y su sombra horadaría el círculo a medida que el Sol
insuflara vida a la Tierra. A los pies de las piedras había espigas
secas de brezo, prueba de que allí se iba a rezar, y ni siquiera el
bramante viento del mar era capaz de borrar por completo el hedor a
sangre de algún animal sacrificado en el templo no mucho tiempo
atrás.
— En Sarmennyn tenemos un templo como
éste —dijo Haragg en voz queda—, y lo llamamos el Templo del Mar,
aunque no tiene nada que ver con Dilan. —Dilan, según había
aprendido Saban, era el dios del mar de Sarmennyn—. Nuestro templo
del mar no está orientado al Sol naciente —continuó Haragg—, sino
que mira hacia donde se pone en el solsticio, y si de mí
dependiera, haría que lo derribaran. Arrancaría sus piedras y las
lanzaría al mar. Lo borraría de la faz de la Tierra. —Hablaba con
una amargura poco común.
— ¿La prometida del Sol? —aventuró
Saban tímidamente.
Haragg asintió.
— Tiene que morir en el Templo del Mar.
—Cerró los ojos durante unos instantes—. Acude al templo ataviada
con el oro de Erek y allí se la desnuda, igual que una prometida
que se presentara ante su marido, y se la envía a la muerte.
—Haragg apretó los brazos en torno a las rodillas y Saban vio que
le asomaban lágrimas a los ojos, o quizá no fuera más que el efecto
del viento que moteaba de blanco el agua encrespada y zarandeaba a
los pájaros en el cielo. Ahora Saban entendía por qué había venido
Haragg a ese lugar, y la razón era que desde allí se dominaba el
vasto espacio por encima del mar donde el espíritu de su hija
surcaba el cielo con los pájaros blancos—. El oro fue un regalo de
Dilan —continuó Haragg—. Los tesoros llegaron a las costas en una
embarcación medio hundida cerca de donde se alza el Templo del Mar,
y nuestros antepasados decidieron que el oro era una ofrenda de un
dios a otro; y tal vez estaban en lo cierto.
— ¿Tal vez?
— A veces las embarcaciones naufragan
—señaló Haragg—, y los mercaderes del otro lado del mar nos traen
oro.
Saban frunció el entrecejo ante el
escepticismo que destilaba la voz del hombrachón.
— ¿Quieres decir que…? —empezó a
preguntar.
Haragg se volvió hacia él con
ferocidad.
— No quiero decir nada. Los dioses nos
hablan, y quizá los dioses nos enviaron el oro. Tal vez Dilan hizo
zozobrar la embarcación y la envió hacia aquella playa bajo los
acantilados, pero ¿por qué? —Haragg volvió la cara al viento con el
ceño fruncido—. No llegamos a preguntar por qué, sencillamente
recubrimos a una chica en oro y la matamos, y seguimos haciéndolo
un año y otro, y otro. —Ahora estaba furioso y escupió contra la
piedra del templo, donde aún se veía la sangre del sacrificio
mezclada con pelo de color castaño—. Y siempre son los sacerdotes
quienes exigen sacrificios —prosiguió el mercader—. De cada bestia
sacrificada se quedan con el hígado y los riñones, el cerebro y la
carne de una pata. Cuando la prometida del Sol se convierte en
diosa se le hace entrega de un tesoro, pero ¿quién se lo queda
cuando ella muere? ¡Los sacerdotes! Haced sacrificios, dicen los
sacerdotes, o si no la cosecha será escasa; y cuando de todos modos
la cosecha es mala, se limitan a decir que el sacrificio fue
insuficiente y piden más. —Volvió a escupir.
— ¿Estás diciendo que no debería haber
más sacerdotes? —inquirió Saban.
Haragg negó con la cabeza.
— Necesitamos sacerdotes. Necesitamos
gente que sepa interpretar los designios de los dioses, pero ¿por
qué elegimos a nuestros sacerdotes entre los más débiles? —Lanzó a
Saban una mueca torcida—. Igual que en tu tribu, escogemos a los
sacerdotes entre aquellos que no pasan las pruebas de virilidad. Yo
no las pasé. No sé nadar y estuve a punto de ahogarme, pero mi
hermano me salvó, y al hacerlo también perdió su oportunidad de
superar las pruebas, pero Scathel siempre había querido ser
sacerdote. —Se encogió hombros como para restar importancia a la
anécdota—. Como consecuencia, la mayoría de los sacerdotes son
pusilánimes, pero, al igual que cualquier otro, al acceder a cierto
grado de autoridad, se convierten en tiranos. Y, puesto que una
buena parte de los sacerdotes son necios, no piensan, sino que se
limitan a repetir lo que han aprendido. Las cosas cambian, pero los
sacerdotes no. Y ahora las cosas están cambiando muy deprisa.
— Ah, ¿sí? —se interesó Saban.
Haragg le lanzó una mirada compasiva.
— Nos han robado el oro. Tu padre ha
sido asesinado. Todo eso son señales de los dioses, Saban. La
dificultad estriba en saber qué significan.
— ¿Y tú lo sabes?
Haragg negó con la cabeza.
— No, pero tu hermano Camaban sí lo
sabe.
Durante un instante el alma de Saban se
rebeló contra su destino, que lo había traído a un templo extraño
sobre un mar implacable. Camaban y Haragg, pensó, le habían
arrastrado a su locura, y le invadió un fuerte resentimiento contra
el destino que le había arrancado de Ratharryn y de los brazos de
Derrewyn.
— Yo sólo quiero ser un guerrero
—protestó.
— Lo que tú quieras no tiene la menor
importancia —le espetó Haragg—, pero la voluntad de tu hermano está
por encima de cualquier cosa, y te salvó la vida. Ahora estarías
muerto, hecho pedazos bajo la lanza de Lengar, si Camaban no lo
hubiera dispuesto de otro modo. Te ha dado la vida, Saban, y el
resto de tus días debes pasarlos a su servicio. Has sido
escogido.
«Para renovar el mundo», pensó Saban, y se
vio tentado de echarse a reír. Sólo que estaba atrapado en el sueño
de Camaban y, tanto si quería como si no, se esperaba de él que
estuviera a la altura de esa visión.
∗ ∗ ∗
Camaban regresó a Sarmennyn a comienzos de
la primavera. Había pasado el invierno en un antiguo templo de
madera. Estaba cubierto de maleza y medio derruido, pero había
limpiado las malas hierbas y observado al Sol retirarse por entre
los postes del anillo y después volver a recuperar su plenitud
estival, y todo el tiempo había estado hablando con Slaol; incluso
discutió con el dios, pues a veces Camaban se rebelaba ante la
carga que se le había puesto sobre los hombros. Era el único que
entendía a los dioses y comprendía el mundo, y sabía que sólo él
podía devolver el mundo a su estado originario, pero en ocasiones,
conforme iba poniendo a prueba sus ideas, lanzaba gritos agónicos y
se mecía adelante y atrás. En cierta ocasión, una partida de caza
de extranjeros en busca de esclavos había oído sus gemidos, lo
había visto y, al comprender que era un santón, había huido de él.
Estaba hambriento para cuando llegó a Sarmennyn; hambriento,
amargado y desvaído, y llegó un día festivo al principal
asentamiento de la tribu como un cuervo sarnoso que surgiera en
medio de una bandada de cisnes. La puerta principal del
asentamiento estaba adornada con guirnaldas de perejil y flores de
peral, pues era el día en que la nueva prometida del Sol seria
recibida por su pueblo.
Kereval, el jefe de Sarmennyn, acogió a
Camaban efusivamente. A primera vista, Kereval no era el jefe que
cabría esperar para una nación guerrera como aquélla, pues no era
el hombre más alto ni el más fuerte de la tribu. Sea como fuere, se
le consideraba un hombre muy sabio, y tras la pérdida de sus
tesoros, eso era lo que habían buscado las gentes de Sarmennyn en
su nuevo líder. Era un hombre menudo y fibroso con ojos oscuros que
miraban desde el entramado de tatuajes grises que le cubría las
mejillas; llevaba el cabello moreno adornado con raspas de pescado
y el manto de lana teñido de azul. Su gente sólo quería de él una
cosa: que recuperara los tesoros, y eso era lo que buscaba Kereval
a través de su alianza con Lengar. Se había llegado a un acuerdo
según el cual una partida de los temidos guerreros de Sarmennyn
ayudarían a Lengar a derrotar a Cathallo y se cedería a Ratharryn
un templo de Sarmennyn. A cambio, los rombos de oro regresarían a
su lugar de origen.
— Hay quienes creen que no se puede
confiar en tu hermano —le dijo Kereval a Camaban. Los dos hombres
estaban acuclillados a la entrada de la choza de Kereval, donde
Camaban devoraba un tazón de caldo de pescado y una dura torta de
pan.
— Claro que lo creen —replicó Camaban,
aunque en realidad le traía sin cuidado lo que pensara la gente,
pues la gloria de Slaol ocupaba sus pensamientos hasta el punto de
aturdirlo.
— Opinan que deberíamos ir a la guerra
—dijo Kereval, y volvió la vista hacia la puerta para ver si había
aparecido la prometida del Sol.
— Entonces, id a la guerra —respondió
Camaban a la ligera, sin dejar de masticar—. ¿Crees que me importa
si recuperáis o no vuestros miserables tesoros?
Kereval no dijo nada. Sabía que era
impensable dirigir todo un ejército hacia Ratharryn, pues estaba
muy lejos y sus lanceros se toparían con infinidad de enemigos por
el camino, a pesar de que estos lanceros eran famosos por su valor
y, caracterizados por una dureza y crueldad similares a las de su
tierra, temidos por todos sus vecinos. Sarmennyn era una tierra
rocosa, un lugar implacable atrapado entre el mar y las montañas
donde hasta los árboles crecían encorvados como ancianos, aunque
muy pocos miembros de la tribu llegaban a ancianos. Los sinsabores
de la vida encorvaban a la gente del mismo modo que el viento
doblaba los árboles, un viento que rara vez dejaba de ulular entre
las cimas rocosas de las montañas en cuyas laderas vivían las
gentes de Sarmennyn en bajas chozas de piedra que cubrían de madera
traída por el mar, algas, paja y césped. El humo de sus
achaparradas cabañas se mezclaba con la niebla, la lluvia y el
aguanieve. Era una tierra, según decía la gente, que nadie quería,
de modo que la tribu de extranjeros la había ocupado y vivía del
mar, de la talla de hachas a partir de las oscuras piedras de las
montañas y de robar a sus vecinos. Habían prosperado en su baldía
región, pero desde que desaparecieran sus tesoros nada había ido
bien. Las enfermedades atacaban con más fuerza de la habitual,
enfermedades de las que no se habían librado las reses ni las
ovejas. Se había perdido en el mar una veintena de embarcaciones y
los cadáveres de sus tripulaciones habían sido devueltos a la playa
con el cuerpo blanco, abotargado y mordisqueado por los peces. Las
tormentas habían dado al traste con las escasas cosechas de la
tierra y había aparecido el hambre. Los lobos descendieron de las
colinas y sus aullidos eran como un lamento por los tesoros
perdidos.
— Si tu hermano no respeta nuestro
trato… —comenzó Kereval.
— Si mi hermano rompe su palabra
—interrumpió Camaban al jefe—, yo me ocuparé de recuperar el oro.
Yo, Camaban, te enviaré el oro. ¿Confías en mí o no?
— Claro que sí —dijo Kereval, y así
era, pues Camaban había curado a la esposa preferida del jefe,
aquejada de una grave enfermedad, cuando Camaban había ido por vez
primera a Sarmennyn. Los sacerdotes y los curanderos de Kereval no
habían obtenido ningún resultado, pero Camaban había dado a la
mujer una poción, cuya receta había aprendido de Sannas, y poco
después estaba recuperada por completo.
Camaban rebañó los restos del caldo en el
tazón de arcilla con el último trozo de torta y se volvió hacia la
puerta engalanada, donde el gentío de repente se había
arrodillado.
— ¿Acaba de llegar vuestra última
prometida? —preguntó a Kereval en tono sarcástico—. ¿Otra niña con
dientes torcidos y pelo enmarañado que arrojar al dios?
— No —respondió Kereval, que se había
puesto en pie para unirse a la muchedumbre en la puerta—. Se llama
Aurenna, y los sacerdotes me han dicho que nunca hemos enviado al
Sol una joven tan hermosa. Esta es preciosa.
— Eso dicen todos los años —comentó
Camaban, y era cierto, pues a las prometidas del Sol siempre se las
consideraba hermosas. La tribu entregaba lo mejor a los dioses,
pero en ocasiones, en años anteriores, si unos padres tenían una
hija hermosa, la escondían cuando los sacerdotes venían en busca de
la prometida. Sin embargo, los padres de la prometida del Sol de
este año no la habían ocultado, ni la habían casado con algún joven
que, al quitarle la virginidad, la habría descartado como candidata
a compartir el lecho con el dios del Sol. En vez de eso, la habían
guardado para Erek a pesar de que Aurenna era una joven tan hermosa
que algunos hombres habían llegado a ofrecer rebaños enteros de
reses por su mano, e incluso un jefe del otro lado del mar, un
hombre cuyos mercaderes traían oro y bronce a Sarmennyn, había
dicho que haría entrega del peso de Aurenna en metal si ésta
accedía a embarcar hacia su lejana isla. Su padre había rechazado a
todos los pretendientes a pesar de que necesitaba riquezas con
desesperación, pues no tenía reses, ovejas, campos ni embarcación.
Picaba piedra todos los días. El, su mujer y sus hijos picaban la
piedra de color verde oscuro procedente de las montañas para hacer
hojas de hacha, que sus hijos pulían con arena, y después venía un
mercader que se llevaba las hojas y dejaba un poco de comida para
la familia de Aurenna. La joven era la única que no había picado ni
pulido piedra. Sus padres no lo habrían permitido porque era
hermosa y un sacerdote local había profetizado que se convertiría
en prometida del Sol, y, en consecuencia, su familia la había
protegido hasta que llegaron los sacerdotes para llevársela. Su
padre había llorado y su madre la había abrazado cuando llegó el
momento. «Cuando te conviertas en diosa, vela por nosotros», le
rogó su madre.
Ahora la nueva prometida del Sol venía al
asentamiento de Kereval, y el gentío que la aguardaba humilló la
cabeza hasta tocar el suelo con la frente mientras los sacerdotes
la acompañaban a su paso bajo la puerta engalanada de flores.
Kereval se tumbó cuan largo era a la entrada del asentamiento y no
se movió hasta que Aurenna le dio permiso para ponerse en pie, y
eso que uno de los sacerdotes hubo de indicárselo porque la joven
no acababa de entender que estaba a punto de convertirse en diosa.
Kereval se incorporó y sintió un gran alivio al comprobar que
Aurenna respondía a lo que se había dicho de ella. Su nombre
significaba La Áurea en la lengua de los extranjeros, y era un
nombre adecuado, pues su cabello brillaba como oro pálido. Tenía la
piel más blanca y limpia que había visto Kereval en toda su vida,
un rostro ovalado, mirada tranquila y un extraño aire de autoridad.
Sin duda alguna era hermosa; a Kereval le hubiera gustado llevarla
a su casa, pero habría sido de todo punto imposible. En vez de eso,
la acompañó a la choza donde las esposas de los sacerdotes la
lavarían, peinarían su largo cabello dorado y la engalanarían con
el blanco vestido de lana.
— Es hermosa —reconoció Camaban a
regañadientes ante Kereval.
— Mucho —convino Kereval, y se atrevió
a confiar en que el dios del Sol recompensaría a la tribu por
hacerle entrega de una prometida de belleza tan etérea.
— Hermosa —repitió Camaban entre
dientes, y de pronto cayó en la cuenta de que Aurenna debía formar
parte de su gran plan. En un mundo donde la gente iba encorvada y
llena de cicatrices, desdentada y sucia, incluso cuando no estaban
aquejado; de estrabismo y tullidez o cubiertos de verrugas, Aurenna
era una presencia serena y deslumbrante, y Camaban comprendió que
su sacrificio hacía que ese año fuera especial para Slaol—. Pero,
¿y si el dios la rechazara? —preguntó.
Kereval se tocó la ingle con el mismo gesto
que utilizaba el pueblo de Camaban para ahuyentar la mala
fortuna.
— No lo hará —replicó Kereval con
ferocidad, aunque en realidad era precisamente lo que temía. En
años anteriores las prometidas del Sol se habían resignado con aire
tranquilo a su muerte y habían sido arrebatadas por una luminosa
llamarada, pero, desde la pérdida de los tesoros, todas las
prometidas se habían resistido. La última había sido la peor, pues
había chillado como un cerdo mal sacrificado. Se había retorcido
entre gañidos y sus gemidos habían sido peores que el aullar de los
lobos o el suspiro del mar perpetuamente frío al lamer las oscuras
rocas que bordeaban las desoladas tierras de Sarmennyn. Kereval
estaba convencido de que la forma de morir de Aurenna constituiría
la piedra de toque de su sabiduría. Si el dios daba su aprobación
al trato con Lengar, Aurenna moriría limpiamente; pero, en caso
contrario, la joven perecería con una lenta agonía y los enemigos
de Kereval dentro de la tribu pondrían en tela de juicio su
liderazgo.
En el extremo sur del asentamiento, junto al
río donde una veintena de embarcaciones habían sido varadas a salvo
de la marea alta, se erigía un círculo de toscos pilares de piedra:
el templo de la prometida del Sol. La tribu danzaba en torno al
círculo, entonando cánticos mientras esperaban a que la prometida
saliera de la choza donde la aseaban y la vestían. Leckan, el
sacerdote lisiado que había ido a Ratharryn cuando las gentes de
Sarmennyn intentaran recuperar el oro por medio de un trueque, y
que ahora se había convertido en el sacerdote de mayor edad en el
asentamiento de Kereval, levantó la vista hacia el cielo y vio que
las nubes estaban aclarando. Al parecer, aún había una oportunidad
de que el Sol viera a la chica, y eso era un buen augurio. Entonces
se interrumpieron los cánticos y los bailes y la tribu se
postró.
Había aparecido Aurenna y, conducida por dos
sacerdotes, entraba en su templo. Le habían peinado el cabello y se
lo habían dispuesto en una trenza que llevaba atada con una tira de
cuero y entreverada con prímulas y flores de endrino. El vestido,
limpio y blanco, le caía recto desde los hombros. Por lo general,
la habrían ataviado con oro, una cascada de rombos le colgaría del
cuello y llevaría las piezas de mayor tamaño cosidas al vestido,
pero el oro había desaparecido. Sin embargo, la doncella estaba
resplandeciente. Era una chica alta y delgada y llevaba la espalda
erguida, cosa que hizo pensar a Camaban, el único que la
contemplaba conforme iba pasando entre la tribu postrada, que se
movía con una elegancia sobrenatural.
Aurenna no estaba muy segura de lo que debía
hacer. Dudó en entrar al círculo hasta que uno de los sacerdotes
susurró que había llegado la hora en que iba a convertirse en
diosa, ése era su templo y podía hacer lo que le placiese, pero era
costumbre que la prometida fuera al centro del círculo y allí diera
instrucciones a la tribu de alzarse y bailar. Aurenna hizo lo que
se le indicaba, aunque su voz reflejó cierta inseguridad. Y, justo
en ese momento, el Sol se abrió paso entre las nubes y los miembros
de la tribu lanzaron un suspiro de dicha ante presagio tan
halagüeño.
Kereval, el jefe, llevaba un macuto de cuero
que entregó a Leckan, y éste lo abrió para descubrir nuevos tesoros
en su interior. Eran los tesoros que Kereval había ordenado forjar
en las tierras allende el mar del oeste, y le habían costado un
elevado precio en bronce, ámbar y azabache. A pesar de que no
podían sustituir los tesoros perdidos, eran lo bastante valiosos
para honrar a Erek y, su prometida. El sacerdote extrajo un rombo
dorado de gran tamaño y tres cadenas de rombos más pequeños
ensartados en tendones, que colgó al cuello de Aurenna. Después
sacó un cuchillo con hoja de bronce que tenía fragmentos de oro
incrustados en la empuñadura de madera. El cuchillo se lo guardó
como símbolo de que el hilo de la vida de Aurenna se cortaría
cuando llegara su hora.
Se hicieron regalos a la diosa. Había sacos
de cereales, ostras, mejillones y pescado desecado en abundancia.
Había hojas de hacha y lascas de bronce, y esas ofrendas se las
guardaron los sacerdotes para uso propio, pero los alimentos los
introdujeron en el templo y apilaron ante Aurenna hombres que
osaron mirar de soslayo a la diosa antes de postrarse. Ella les dio
las gracias uno a uno con encantadora timidez. Incluso se echó a
reír cuando a uno de los que traía peces desecados ensartados en un
palo por las agallas se le cayó uno de los presentes. Al volverse
el hombre para recogerlo, se le cayó otro del extremo opuesto del
palo; y al hacer ademán de recuperar éste, se le cayó un tercero.
La risa de Aurenna tenía el mismo destello que su prometido, que
seguía brillando por entre la abertura de las nubes.
— Es costumbre ofrecer la comida a las
viudas —le dijo Lee-kan, el sacerdote, en voz queda.
— Los alimentos deben ofrecerse a las
viudas —repitió Aurenna en voz alta.
Leckan le dio más instrucciones. Ahora era
una diosa, de modo que nadie debía verla comer o beber: allí donde
fuera en Sarmennyn dispondría de una choza donde estar a solas. Dos
mujeres la servirían en todo momento y cuatro jóvenes lanceros
serían su escolta.
— Ahora, gran señora, eres libre de ir
adonde te plazca —le murmuró a Aurenna—, pero es costumbre recorrer
la región para que la bendición de Slaol recaiga sobre ella.
— Y… —Aurenna empezó a plantear una
pregunta, pero las palabras se le secaron en la garganta—. Cuando…
—comenzó de nuevo, pero otra vez le fue imposible concluir.
— Y, al final —dijo Leckan con toda
tranquilidad—, volverás aquí y te acompañaremos hasta tu marido. No
padecerás. —Señaló hacia el Sol, que ahora brillaba entre las
nubes—. Tu marido no querrá esperar ni un instante más de lo
necesario. No sufrirás ningún dolor.
— ¿Ningún dolor? —gritó de pronto una
voz a sus espaldas—. ¿Ningún dolor? Debe haber dolor. ¿Qué
prometida no padece? ¡Dolor y sangre! ¡Dolor y sangre! —El hombre
que había gritado aquello entró en el templo, donde se dejó caer al
suelo y extendió las manos hacia los pies de Aurenna—. Claro que
debe haber dolor —gritó con el rostro contra la hierba—. Un dolor
inimaginable. Te hervirá la sangre, se te quebrarán los huesos y la
piel se te arrugará. Es una agonía. No podrías llegar a imaginar
sufrimiento semejante aunque vivieras en un perpetuo tormento hasta
el fin de los tiempos. —Volvió a ponerse en pie—. Tendrías que
gritar de dolor —espetó a Aurenna—, porque eres una
prometida.
El hombre había llegado con una docena de
seguidores, desnudos como su líder y todos sacerdotes, pero quien
gritaba era el único que se había acercado a Aurenna. Era una
criatura alta y desvaída, con cara de privación y ojos brillantes,
largos dientes amarillentos, una mata de pelo moreno ensortijado y
la piel moteada de cicatrices. Su voz era como el graznido de un
cuervo, sus fuertes huesos nudosos como el sílex y sus ennegrecidos
dedos ganchudos como garras.
— El dolor es el precio que has de
pagar —espetó a la aterrorizada joven. Llevaba una pesada lanza con
punta de sílex que blandía con furia mientras hacía cabriolas entre
las piedras—. Te reventarán los ojos, se te encogerán los tendones
y tus gritos resonarán en los acantilados.
Camaban había presenciado la escena con una
mueca distante, pero Kereval había entrado en el templo a la
carrera.
— ¿Scathel? —gritó furioso—.
¡Scathel!
Scathel era el sumo sacerdote de Sarmennyn y
ya ostentaba el cargo cuando se produjo el robo de los tesoros,
pero se había culpado a sí mismo por la pérdida del oro y se había
desterrado a las colinas, donde se había dedicado a aullar a las
piedras e infligirse heridas con trozos de sílex. Algunos
sacerdotes lo habían seguido y, una vez pasado el acceso de locura
de Scathel, habían erigido un templo entre las rocas más altas para
orar, ayunar hasta la extenuación y humillarse en penitencia por la
desaparición de los tesoros. En la tribu, la mayor parte de la
gente creía que Scathel se había ido definitivamente, pero ahora
había regresado.
Hizo caso omiso de Kereval y apartó a Leckan
de un golpe con su lanza para abrirse paso hasta la aterrada
Aurenna. Si Scathel quedó impresionado ante su belleza, no dio
ninguna señal de ello, sino que acercó el rostro despellejado al de
ella.
— ¿Eres tú la diosa? —exigió
saber.
Aurenna no podía pronunciar palabra, pero
movió levemente la cabeza en un nervioso ademán de
asentimiento.
— Entonces tengo que hacerte una
petición —dijo Scathel a voz en cuello, para que hasta la última
persona del asentamiento alcanzara a oírle—. Hay que recobrar los
tesoros. Hay que recuperarlos. —El sacerdote, con sus gritos,
salpicó de saliva la cara de la doncella, que se apartó para
evitarlo—. He construido un templo —bramó Scathel por encima del
hombro de Aurenna, dirigiéndose a toda la muchedumbre, que lo
miraba pasmada—. He levantado un templo con mis propias manos y
derramado mi sangre por el dios, y él me ha hablado. Tenemos que
recuperar nuestros tesoros.
— Recuperaremos los tesoros —terció
Kereval.
— Tú —espetó Scathel al jefe dándose
media vuelta, e incluso alzó la lanza hacia él, cosa que hizo
acudir junto a Kereval a una docena de guerreros—. ¿Qué has hecho
tú para recobrar los tesoros? —inquirió el sacerdote.
— Hemos cedido hombres a Ratharryn
—replicó Kereval con toda corrección—, y les enviaremos un
templo.
— Ratharryn —se mofó Scathel—. Un lugar
pequeño y miserable, una ciénaga de gentes achaparradas, cerdos con
bocio y serpientes retorcidas. Eres un jefe, no un mercader. No
tienes que regatear por el oro, sino recuperarlo. Coge nuestras
lanzas, coge nuestras flechas y recupera los tesoros. —Se hizo a un
lado y alzó los brazos para captar la atención de la tribu—.
Tenemos que ir a la guerra —gritó—. ¡A la guerra! —Empezó a batir
la lanza contra las piedras—. Tenemos que blandir las lanzas, las
espadas, los arcos, y tenemos que matar y mutilar hasta que los
engendros de Ratharryn nos supliquen merced a gritos. —El asta de
la lanza se partió y la tosca punta de piedra salió despedida sin
alcanzar a nadie—. Tenemos que quemar sus chozas y arrasar sus
templos, masacrar sus rebaños y lanzar a sus criaturas a las
hogueras de Erek. —Se volvió de nuevo hacia Kereval y le amenazó
con el asta quebrada de la lanza—. Lengar tiene a nuestros hombres
para librar sus batallas y tiene nuestro oro, y cuando haya ganado
sus guerras se volverá contra nuestros hombres y los matará. ¿Y te
atreves a llamarte jefe? ¡Un jefe ya estaría llevando a nuestros
jóvenes a la guerra!
Kereval desenvainó la espada. Era una hoja
de bronce perfectamente equilibrada, parte del tributo que cada
mercader que llegaba de la isla al otro lado del mar del oeste
tenía que pagar a las gentes de Sarmennyn antes de que se le
permitiera continuar camino con sus mercancías. De pronto, el jefe
lanzó un tajo al asta de lanza, y la ferocidad de la acometida hizo
retroceder a Scathel.
— ¿Guerra? —inquirió Kereval—. ¿Qué
sabes tú de la guerra, Scathel? —Volvió a acometer contra el asta,
haciéndola a un lado con violencia—. Para ir a la guerra, Scathel,
tendré que cruzar con mis hombres las colinas negras y después las
tierras del pueblo de Salar. ¿Te enfrentarías tú con ellos? —Lanzó
un tercer tajo con la espada y una gruesa astilla se desgajó de la
tosca asta de fresno—. Y cuando hayamos conseguido cruzar el río y
subir las colinas que se alzan al otro lado, los aliados de
Ratharryn nos esperarán con sus lanzas; cientos de lanzas.
— Entonces, ¿cómo llegó Vakkal a
Ratharryn? —inquirió Scathel. Vakkal era el hombre que había ido a
la cabeza de las fuerzas enviadas para ayudar a Lengar a hacerse
con la jefatura.
— Fueron a través de senderos ocultos,
guiados por tu hermano —le explicó Kereval—, pero sólo eran
cincuenta: ¿Crees que puedo llevar a todos nuestros lanceros en
secreto? Y además, Scathel, para conquistar Ratharryn tendríamos
que llevarnos a todos nuestros hombres y, ¿quién se quedaría para
proteger a nuestras mujeres?
— Los dioses las protegerán —insistió
Scathel.
Kereval asestó otro golpe con la espada.
Esta vez Scathel dejó caer el asta y extendió los brazos como para
invitar a Kereval a que le clavara la imponente espada en el
vientre, pero el jefe se limitó a menear la cabeza.
— He dado mi palabra —dijo Kereval—, y
daremos tiempo a Lengar de Ratharryn para que cumpla la suya.
—Levantó la espada de modo que su punta desapareciera en la
mugrienta maraña que era la barba de Scathel—. Guárdate de armar
revuelo en esta tribu, sacerdote. El jefe sigo siendo yo.
— Y yo sigo siendo el sumo sacerdote
—replicó Scathel con ira.
— ¡Recuperaremos los tesoros! —gritó
Kereval, y se volvió para mirar a su tribu—. Hemos escogido una
prometida más hermosa que cualquier joven que hayamos enviado nunca
al lecho de Erek, —anunció Kereval—. Ella será portadora de
nuestras plegarias.
— ¿Y qué harás si el dios rechaza a su
prometida? —dijo Scathel, parafraseando la insidiosa pregunta de
Camaban; y de pronto se volvió y cogió el cuchillo de bronce que
llevaba Leckan en la mano. Durante un instante los hombres creyeron
que iba a atacar a Aurenna, pero en vez de eso se cogió la barba
con la mano izquierda y empezó a cortarla con el cuchillo,
arrancándose gruesas guedejas de pelo enmarañado. Después lanzó el
pelo al centro del templo—. Con mi barba como prenda, maldigo a
Kereval si el dios rechaza a esta prometida. Y en caso de que eso
ocurra, tendremos guerra y nada más que guerra. Guerra, muerte,
sangre y matanzas hasta que los tesoros estén aquí de nuevo. —Se
fue a grandes zancadas hacia su antigua choza y la tribu se abrió
para franquearle el paso mientras a su espalda, en su propio
templo, Aurenna temblaba aterrorizada.
Camaban presenció la escena, y después,
cuando nadie miraba, recogió las guedejas de pelo de Scathel y
trenzó con ellas un anillo a través del que alzó la vista hacia
Slaol, que había quedado oculto tras una nube.
— Se enfrentará a mí —le dijo al dios—,
a pesar de que te adora igual que yo. De modo que debes doblegar
sus pensamientos del mismo modo que yo he doblegado su pelo. —Y con
esas palabras lanzó el anillo de pelo al río que pasaba junto al
asentamiento de Kereval. Dudaba de que el modesto encantamiento
obrara el cambio por sí mismo, pero quizá sirviera de ayuda, y
Camaban era consciente de que necesitaba ayuda, porque el dios le
había encargado una tarea abrumadora. Por eso había regresado a
Sarmennyn durante la regencia de la prometida del Sol, pues era
entonces cuando la tribu extranjera resultaba más vulnerable a la
sugestión, a la magia y al cambio. Y Camaban tenía todo un mundo
por cambiar.
Haragg, Saban y
Cagan llegaron al asentamiento de Kereval el mismo día que Aurenna,
pero para cuando accedieron al interior ya era bien entrada la
tarde y el buen tiempo se había convertido en un fuerte chaparrón
que castigaba la oscura tierra y empapaba el cabello y la túnica a
Saban. Haragg descargó los caballos y condujo a las bestias
cansadas a una decrépita choza, que a todas luces era su casa,
antes de llevar a Saban y Cagan a una gran cabaña erigida dentro de
la empalizada de madera del asentamiento. El agua caía a chorro
desde el techado de paja de la choza, que era más grande que
cualquiera que hubiera visto Saban en su vida, tanto así que la
parhilera necesitaba el apoyo de cinco grandes maderos. El interior
hedía a pescado, humo, piel y sudor, y estaba abarrotado de hombres
que comían a la luz de dos grandes fuegos. Un hombre golpeaba las
pieles de un tambor, mientras un músico tocaba una flauta de hueso
de garza en el rincón.
Se hizo el silencio cuando entró Haragg, y
Saban notó que los hombres recelaban del enorme mercader, pero
Haragg no les hizo ningún caso y señaló hacia un hombrecillo
sentado al fondo del recinto cerca de una hoguera humeante. Llevaba
el ensortijado cabello sujeto con un pequeño aro de bronce y tenía
el rostro cubierto de cicatrices de color gris ceniciento.
— El jefe —le susurró Haragg a Saban—.
Se llama Kereval. Es un buen hombre.
Camaban estaba sentado al lado de Kereval,
aunque, en un primer momento, Saban no reconoció a su hermano; sólo
vio un hechicero con las mejillas descarnadas y los ojos hundidos
cuyo aterrador rostro estaba enmarcado por los huesos que llevaba
entreverados en el cabello. Entonces el hechicero señaló con un
largo dedo a Saban, lo dobló y le hizo gesto de que se acercara
para tomar asiento entre el jefe y él mismo, y Saban cayó en la
cuenta de que era su hermano.
— Te ha llevado mucho tiempo llegar
—refunfuñó Camaban, sin más ceremonia, y luego, a regañadientes,
presentó a su hermano a Kereval, que sonrió a modo de bienvenida y
dio unas palmadas para que se hiciera silencio y así comunicar a
los asistentes quién era el recién llegado. Los hombres se quedaron
mirando de hito en hito a Saban al oír que era hermano de Lengar.
Kereval ordenó a una esclava que le trajera algo de comer a
Saban.
— Dudo que quiera comer —señaló
Camaban.
— Sí que quiero comer —le contradijo
Saban. Tenía hambre.
— ¿Quieres comer esta porquería?
—inquirió Camaban, mostrando a Saban un cuenco de pescado cocido,
algas y cordero lleno de fibras. Levantó un alga y le preguntó a
Kereval—: ¿Esto se come?
Kereval hizo caso omiso de la repugnancia
que mostraba Camaban y se dirigió a Saban:
— Tu hermano curó a mi esposa preferida
de una enfermedad que nadie supo sanar. —El jefe ofreció una amplia
sonrisa a Saban—. Está recuperada por completo. Tu hermano obra
milagros.
— Sencillamente, le apliqué el
tratamiento adecuado —señaló Camaban—, a diferencia de los necios
que llamas curanderos y sacerdotes, que serían incapaces de curar
una verruga.
Kereval cogió el alga que sostenía Camaban y
se la comió.
— ¿Has estado viajando con Haragg? —se
interesó.
— Un buen trecho —contestó Saban.
— A Haragg le gusta viajar —dijo
Kereval. Sus ojillos como cuentas iluminaban un rostro afable y de
sonrisa fácil—. Haragg está convencido de que si viaja lo bastante
lejos —continuó, acercándose a Saban—, encontrará a un mago que dé
a su hijo lengua y oído.
— Lo que le hace falta a Cagan es un
buen mamporro en la cabeza —se mofó Camaban—. Eso lo curaría.
— ¿De veras? —preguntó Kereval con
interés.
— ¿Es eso licor? —preguntó Camaban, y
cogió una vasija decorada que estaba al lado de Kereval. Se la
llevó a los labios y bebió con avidez.
— ¿Vas a quedarte? ¿A pasar el verano,
tal vez? —preguntó Kereval a Saban con una sonrisa.
— No sé por qué estoy aquí —confesó
Saban, al tiempo que miraba de soslayo a Camaban. La transformación
de su hermano lo había desconcertado. Camaban, el tullido
tartamudo, ocupaba ahora un puesto de honor.
— Estás aquí, hermanito —dijo Camaban—,
para ayudarme a transportar un templo.
A Kereval se le borró la sonrisa.
— No todos están de acuerdo con que os
cedamos un templo.
— Claro que no lo están —dijo Camaban,
sin molestarse en bajar la voz—. En esta tribu hay tantos necios
como en cualquier otra, pero da igual lo que crean. —Hizo un gesto
con la mano en dirección a los presentes como para restarles
importancia—. ¿Acaso piden los dioses opinión a estos necios antes
de enviar la lluvia? Claro que no. Entonces, ¿por qué iba a hacerlo
yo? Lo único que importa es que obedezcan.
Kereval cambió de tema enseguida y se puso a
hablar del brusco empeoramiento del tiempo. Mientras tanto, Saban
paseaba la mirada por la sala a la luz de las hogueras. La mayoría
de los hombres habían bebido lo suficiente de ese licor de los
extranjeros, famoso por su ferocidad, como para mostrarse
vocingleros y alborotadores. Algunos discutían sobre proezas en la
caza, mientras otros pedían silencio a gritos para poder oír al
flautista cuyas tenues notas estaban quedando ahogadas por el
barullo. Unas esclavas trajeron más comida y bebida, y entonces
Saban vio quién estaba sentado al otro lado de la hoguera opuesta y
su mundo cambió por completo.
Fue un momento en que le dio la impresión de
que el corazón le dejaba de latir, en que el mundo y todos sus
ruidos —la lluvia sobre la techumbre, las ásperas voces, el
astillarse de la madera que ardía, las notas etéreas de la flauta y
el tañer de los tambores— se desvanecieron. En ese instante todo
quedó suspendido, como si no hubiera nada aparte de la chica con el
vestido blanco que se sentaba sobre una plataforma de madera en el
otro extremo del recinto. En un primer momento, cuando la vio a
través del humo arremolinado, a Saban le pareció que alguien tan
limpio no podía ser humano. Llevaba un vestido blanco recubierto de
deslumbrantes rombos, su cabello caía en una cascada de oro
enmarcando el rostro más pálido y hermoso que había visto en su
vida. Notó un aguijonazo de remordimiento por Derrewyn, un
aguijonazo que remitió al seguir mirando a la chica. La miró sin
parpadear, inmóvil por completo, como si hubiera sido alcanzado por
una flecha como la que había atravesado la luz del atardecer para
matar a su padre. No comió, rechazó el licor que le ofrecía Camaban
y se limitó a mirar a través del humo a la etérea joven, que
parecía revolotear sobre el bullicioso banquete. Ella no comía, ni
bebía, ni hablaba; sencillamente, permanecía sentada en su trono
como una diosa.
La áspera voz de Camaban resonó en el oído
de Saban:
— Se llama Aurenna y es una diosa. Es
la prometida de Erek y esta fiesta se celebra para darle la
bienvenida al asentamiento. ¿A que es hermosa? Cuando hables con
ella, debes arrodillarte. Pero si la tocas, hermano, morirás. Si
sueñas siquiera con tocarla, morirás.
— ¿Es la prometida del Sol? —preguntó
Saban.
— Y arderá antes de tres lunas —le
informó Camaban—. Así contraen matrimonio las prometidas del Sol.
Saltan a una hoguera a la orilla del mar. Chisporrotea su grasa y
se les astillan los huesos. Gritan envueltas en llamas y mueren.
Ése es su destino. Para eso viven, para morir. De modo que no la
mires como un cordero degollado, porque no puede ser tuya. Búscate
una esclava con laque retozar, porque, si tocas a Aurenna,
morirás.
Sin embargo, Saban no podía apartar la
mirada de la prometida del Sol. Merecería la pena morir, pensó
temerariamente, sólo por tocar a esa áurea joven. Supuso que
tendría catorce o quince veranos, igual que él, una prometida en
todo su esplendor, y Saban se vio repentinamente aquejado de una
intensa sensación de pérdida. Primero Derrewyn y luego esta chica.
¿Habría presidido Miyac, la hija de Haragg, una fiesta como ésa?
¿Habría sido igual de hermosa? Y ¿la habría mirado anhelante algún
joven antes de que ardiese en la hoguera junto al mar?
Sus pensamientos quedaron interrumpidos al
hacerse a un lado la cortina de cuero en la amplia entrada, con
tanta violencia que quedó separada de los ganchos de madera con que
estaba sujeta al dintel. Una ráfaga de viento frío y húmedo hizo
vacilar las dos hogueras en el momento en que un hombre alto,
desvaído y con el pelo alborotado entraba a grandes zancadas en la
choza.
— ¿Dónde está? —gritó, cubierto por una
piel de lobo que chorreaba agua de lluvia.
Haragg, convencido de que el hombre del pelo
alborotado le buscaba, se puso en pie, pero el recién llegado
escupió a Haragg y se volvió hacia Kereval.
— ¿Dónde está? —volvió a preguntar a
voz en cuello. Otros tres hombres habían entrado en la cabaña
detrás de él, sacerdotes todos ellos, pues llevaban huesos entre
las barbas.
— ¿Dónde está, quién? —preguntó
Kereval.
— El hermano de Lengar.
— Aquí están ambos hermanos de Lengar
—respondió Kereval, señalando con un gesto a Camaban y Saban—, y
los dos son mis invitados.
— Invitados —bufó el furioso recién
llegado. Abrió los brazos de par en par y se volvió hacia los
convidados que habían quedado en silencio—. No debería haber
invitados en Sarmennyn —gritó—, ni fiestas, ni música, ni bailes,
ni alegría hasta que se nos devuelvan los tesoros. Y esos engendros
—se volvió para señalar con un dedo huesudo a Saban y Camaban—,
esos dos pedazos de escoria tienen en su mano devolvernos el oro de
Erek.
— Scathel —le reprendió Kereval—, son
nuestros invitados.
Scathel se abrió paso entre los hombres
sentados y se quedó mirando a Saban y Camaban. Al ver los huesos
entreverados en el cabello de Camaban, frunció el ceño y
preguntó:
— ¿Eres sacerdote?
Camaban hizo caso omiso de la pregunta y se
limitó a bostezar. De pronto Scathel se agachó, cogió a Saban por
la túnica y, con una fuerza asombrosa en un hombre tan delgado y
huesudo, le obligó a ponerse en pie.
— Usaremos la magia del hermano —le
dijo a Kereval.
— Es un invitado —volvió a protestar
Kereval.
— ¿La magia del hermano? —preguntó
Camaban en tono de genuino interés—. Háblame de esa magia.
— Lo que le haga a él —explicó Scathel,
al tiempo que le hincaba un dedo en las costillas a Saban—, también
lo sufrirá su hermano. Si le arranco un ojo, Lengar perderá un ojo.
—Abofeteó a Saban—. Ahí lo tienes —se pavoneó—. Ahora a Lengar le
estará escociendo la cara.
— Pues a mí no —señaló Camaban.
— Eres un sacerdote —adujo Scathel para
explicar que Camaban no hubiera sentido el dolor de Saban.
— No —replicó Camaban—, no soy
sacerdote, sino hechicero.
— ¿Un hechicero que no conoce la magia
del hermano? —se mofó Scathel—. ¿Qué clase de hechicero es ésa? —Se
echó a reír y después volvió a Saban hacia los presentes para que
pudieran verlo—. Lengar de Ratharryn no nos entregará nunca los
tesoros —gritó—. Aunque le cedamos hasta el último templo de
Sarmennyn. Aunque recojamos todas las piedras de todos los campos y
las pongamos a sus pies. Sin embargo, si le arranco los ojos, las
manos, los pies y la virilidad, entonces cederá.
Los hombres batieron palmas contra el suelo
para mostrar su aprobación y Camaban, que miraba en silencio, vio
la fuerte oposición que había en la tribu de Kereval al acuerdo con
Lengar. No creían que Ratharryn fuera a devolverles el oro. Habían
accedido al acuerdo porque, en ese momento, no habían visto otra
alternativa, pero ahora Scathel había bajado de las colinas como un
torrente y dispuesto a servirse de la magia, la tortura y la
hechicería.
— Cavaremos un hoyo —dijo Scathel—, y
echaremos dentro a este canalla; y allí se quedará enterrado hasta
que su hermano nos entregue los tesoros. Los convidados mostraron
su aprobación a gritos.
— Si metes a mi hermano en un hoyo
—dijo Camaban cuando se hizo el silencio—, te llenaré la vejiga de
brasas para que, al mear, el dolor del fuego líquido te haga
retorcerte. —Se inclinó y cogió un trocito de pescado del cuenco de
Kereval para comérselo con toda parsimonia.
— ¿Tú? ¿Un hechicero tullido? ¿Me
amenazas? —Scathel señaló con un gesto el pie izquierdo de Camaban,
que todavía resultaba deforme, aunque ya no pareciera un grotesco
nudo—. ¿Crees que los dioses prestan oídos a engendros como
tú?
Camaban se sacó una espina de la boca y la
arqueó con delicadeza entre el pulgar y el índice.
— Haré bailar a los dioses en tus
entrañas —le amenazó—, mientras las almas de los muertos te sorben
el cerebro por las cuencas de los ojos. Echaré tu hígado a los
cuervos y tus entrañas a los perros. —Partió en dos la espina—.
Deja marchar a mi hermano.
Scathel se inclinó sobre Camaban, y Saban,
que no les quitaba ojo, pensó en lo mucho que se parecían los dos
hombres. El hechicero extranjero, el hermano gemelo de Haragg, era
mayor, pero, al igual que Camaban, estaba muy delgado, tenía un
carácter desabrido e irradiaba un gran poder.
— Irá al hoyo esta misma noche, tullido
—anunció Scathel a Camaban entre dientes—, y me mearé encima de
él.
— Vas a dejarle marchar —ordenó una voz
femenina, y se oyó un grito sofocado cuando los hombres se
volvieron para mirar a Aurenna, que se había puesto en pie y
señalaba con un dedo al furioso sacerdote—. Vas a dejarle ir
—insistió—. Ahora mismo.
Scathel se estremeció, pero acto seguido
tragó saliva y soltó a Saban a regañadientes.
— Te arriesgas a perderlo todo —le
advirtió a Kereval.
— Kereval se pliega a los deseos de
Erek —dijo Camaban en voz queda, respondiendo en vez del jefe, y se
inclinó hacia delante para echar al fuego los dos trozos de
espina—. Hace tiempo que quería conocerte, Scathel de Sarmennyn
—continuó con una sonrisa—. Había oído hablar mucho de ti y pensé,
necio de mí, que podría aprender algo de ti. Sin embargo, ya veo
que voy a tener que enseñarte unas cuantas cosas.
Scathel bajó la vista hacia la hoguera,
donde los dos trozos de espina yacían sobre un tronco ardiente.
Durante un instante los miró fijamente y luego se agachó para
recogerlos con cuidado, uno después del otro; el vello del brazo se
le chamuscó con las llamas y el olor acre de la piel quemada hizo
retroceder a los hombres, pero Scathel ni se inmutó. Escupió sobre
los trozos de espina y señaló con uno de ellos a Camaban.
— No te llevarás ninguno de nuestros
templos, tullido; nunca. —Lanzó los trozos de espina a Camaban,
ciñó la empapada piel de lobo en torno a sus magras carnes y se
marchó dejando el recinto del banquete en silencio.
— Bienvenido a Sarmennyn —le dijo
Camaban a Saban.
— ¿Qué hago aquí? —inquirió
Saban.
— Ya te lo explicaré mañana. Mañana te
daré una nueva vida. Pero esta noche, hermano, come si puedes. —Y
no reveló nada más.
∗ ∗ ∗
Al día siguiente, bajo el viento
arremolinado que siguió a la lluvia nocturna, Camaban llevó a
Haragg, Saban y Cagan al Templo del Mar. Se erigía hacia el oeste,
a un buen trecho del asentamiento, sobre un promontorio bajo y
rocoso donde el mar se tornaba blanco al romper. Cagan no quiso
acercarse al templo donde había muerto su hermana, y se acurrucó
sollozando en unas rocas cercanas. Haragg tranquilizó a su enorme
hijo, lo acarició como si fuera una criatura y le cantó, a pesar de
que Cagan no oía nada. Después Haragg dejó a su hijo en la
hendidura de piedra y siguió a los hermanos al templo desierto,
inundado por las llamadas quejumbrosas de los pájaros
blancos.
El templo era un sencillo círculo de doce
piedras, cada una de ellas de la altura de un hombre. A partir del
círculo, un breve pasillo flanqueado por una docena de piedras más
pequeñas conducía al borde del acantilado, que no era alto ni
escarpado. Como prolongación de su reborde superior, no muy por
debajo del mismo, había una amplia repisa con un montón de
madera.
— Ya han empezado a preparar la hoguera
—señaló Haragg, sin disimular su repugnancia.
— Kereval me ha dicho que este año van
a hacerla más grande —le informó Camaban—. Quieren asegurarse de
que la chica muera rápido. —El viento le levantó el cabello e hizo
tabletear los huesecillos que llevaba colgados del orillo de la
túnica. Miró a Saban—. Se desnuda a la chica dentro del círculo y
después se espera a que el Sol toque el mar, momento en que debe
recorrer el sendero de piedra y saltar a las llamas. Lo vi el año
pasado —continuó—, y la chica se asustó. Intentó atravesar la
hoguera de un salto. —Lanzó una carcajada al recordarlo—. Vaya
muerte la suya.
— Así que no lo hacen de buen grado,
¿eh? —preguntó Saban.
— Algunas sí —contestó Haragg—. Mi hija
lo hizo. —El hombretón había empezado a sollozar—. Caminó al
encuentro de su marido como una prometida, sin dejar de sonreír en
ningún momento.
Saban se estremeció. Miró el borde del
acantilado e intentó imaginar a la hija de Haragg saltando a la
hoguera llameante. Le pareció oír sus gritos y ver su largo cabello
ardiendo con un brillo más intenso que el del Sol con quien iba a
desposarse, y de pronto sintió deseos de llamar a Aurenna a gritos.
No podía alejar de su memoria el rostro de la joven.
— Y los huesos quemados de Miyac fueron
reducidos a polvo y esparcidos por los campos —continuó Haragg—. ¿Y
para qué? ¿Para qué? —Las dos últimas palabras las pronunció a voz
en grito.
— Por el bien de la tribu —replicó
Camaban con aspereza—. Entonces eras sacerdote y quemaste a las
hijas de otros hombres sin ningún escrúpulo.
Haragg se estremeció como si le hubieran
asestado un golpe. Era mucho mayor que Camaban, pero humilló la
cabeza como si aceptara la autoridad del joven.
— Andaba errado —se limitó a
decir.
— La mayoría de la gente anda errada
—señaló Camaban—. El mundo está lleno de necios, y por eso debemos
cambiarlo. —Hizo señal a Haragg y Saban de que se acuclillaran,
pero él permaneció en pie como un maestro que se dirigiese a sus
alumnos—. Lengar ha accedido a devolver el oro de Erek si Sarmennyn
le hace entrega de un templo. Hizo un pacto semejante porque está
convencido de que no se puede llevar un templo hasta Ratharryn,
pero vamos a demostrar que se equivoca.
— Llévale este templo —propuso Haragg,
al tiempo que señalaba con un gesto de la cabeza los rígidos
pilares del Templo del Mar.
— No —le contradijo Camaban—.
Encontraremos el mejor templo de Sarmennyn y nos lo
llevaremos.
— ¿Por qué? —preguntó Saban.
— ¿Por qué? —le espetó Camaban—. ¿Por
qué? Slaol envió su oro a Ratharryn. Eso, necio, es una señal de
que quiere algo de nosotros. ¿Qué es lo que quiere? Quiere un
templo, claro está, porque los templos constituyen el lugar donde
los dioses tocan la Tierra. Slaol quiere un templo y lo quiere en
Ratharryn, y nos envió oro de Sarmennyn para darnos a entender la
procedencia del templo. ¿Tan difícil de entender es eso? —Ofreció a
Saban una mirada compasiva y empezó a caminar arriba y abajo por el
breve espacio cubierto de hierba—. Quiere un templo de Sarmennyn
porque aquí adoran a Slaol por encima de cualquier otro dios. Aquí
la gente ha atisbado parte de la verdad y tenemos la obligación de
llevar esa verdad a las tierras del interior. Pero hay una verdad
superior. —Interrumpió su deambular y se quedó mirando a sus dos
oyentes con expresión furibunda—. He visto el interior de todas las
cosas —dijo en voz queda, y aguardó a que cualquiera de los dos le
contradijera, pero Haragg lo miraba con cara de sumo respeto y
Saban no tenía nada que decir. —Los sacerdotes creen que el mundo
permanece estático —continuó Comaban con desdén—. Creen que nada
cambia y que si obedecemos sus reglas y hacemos nuestros
sacrificios, nada cambiará nunca. Sin embargo, el mundo está
cambiando. Ha cambiado ya. Se ha roto el canon.
— ¿El canon? —preguntó Saban. Haragg
había mencionado el canon en la región del norte, pero no había
querido dar más detalles. Ahora Camaban iba a explicárselo.
Con este objeto, Camaban se agachó y cogió
una flecha del carcaj de Saban, pues Saban no iba a ninguna parte
sin su arco de tejo, símbolo de que ya no era esclavo. Camaban se
sirvió de la punta de sílex de la flecha para trazar un amplio
círculo en el césped, removiéndolo para que la tierra de color
marrón asomara entre la corta hierba.
— El círculo es el año del Sol
—comenzó—. Ese círculo lo conocemos y lo conmemoramos. Aquí en
Sarmennyn matan a una chica cada solsticio para señalar cuándo
acaba un círculo y vuelve a comenzar otro. ¿Lo entiendes? —Se
dirigía a Saban porque Haragg ya sabía de la ruptura del
canon.
— Lo entiendo —aseguró Saban. En
Ratharryn también conmemoraban el principio y el fin en el
solsticio, pero lo hacían matando un ternero al amanecer, en vez de
una joven al anochecer.
— Ahora veamos el misterio —continuó
Camaban, y trazó en la hierba un círculo mucho más pequeño,
colocándolo como una cuenta sobre un anillo de bronce en el círculo
que había abierto antes en el suelo—. Ésta es Lahanna —dijo
mientras daba unos golpecitos encima del círculo pequeño—. Nace,
crece —iba recorriéndolo con el dedo— y vuelve a morir. Después
renace. —Trazó un nuevo círculo del mismo tamaño que el primero
junto a éste—. Crece y muere, y luego renace. —Abrió con la punta
de la flecha un tercer círculo. Lo que había dibujado Camaban
parecían tres cuentas que casi llenaban, aunque no por completo, un
cuadrante del gran círculo del Sol—. Nace, muere —explicó una y
otra vez, y trazó más círculos hasta que alcanzó las doce cuentas,
y entonces se detuvo—. ¿Lo ves? —le preguntó, señalando con la
punta de flecha el hueco entre la primera y la última.
Ahora el círculo contaba con doce
cuentas.
— Cada año hay doce lunas —aseguró
Camaban—, pero el misterio estriba aquí. —Dio unos golpecitos sobre
el pequeño espacio que quedaba entre el primero y el último de los
círculos lunares.
Haragg se volvió hacia Saban, impaciente por
que lo comprendiera.
— El año lunar es más corto que el año
solar.
Saban lo entendía. Los sacerdotes de
Ratharryn, de hecho los sacerdotes de todas partes, habían
apreciado mucho tiempo atrás que el año lunar, en el que el astro
se henchía y menguaba doce veces, era más breve que el gran
trayecto del Sol por el cielo, pero Saban no le había dado muchas
vueltas a la disparidad. Era uno de los constantes misterios de la
vida, como por qué los ciervos sólo tenían cornamenta parte del
año, o adonde se iban las golondrinas en invierno. Aguardó mientras
Camaban sacaba un fémur humano de su macuto.
— Cuando era niño —dijo Camaban—,
contemplaba el cielo sentado en nuestro templo. Iba al Pabellón
Funerario y robaba huesos, y hacía marcas en huesos como éste.
—Entregó el hueso a Saban—. Mira —le indicó, al tiempo que señalaba
una serie de pequeñas muescas que había grabado en uno de los lados
del hueso—, esas marcas son los días del año solar.
Saban tuvo que acercarse el hueso porque las
marcas eran minúsculas, pero vio cientos de muecas, demasiadas para
contarlas, y cada minúsculo corte indicaba un día y una noche, que
en conjunto constituían un año.
— Y estas marcas —Camaban mostró a
Saban una segunda serie de muescas paralela a la primera—, son los
días en que crece y decrece la Luna. Indican doce nacimientos y
doce muertes. —La segunda serie de marcas era ligeramente más corta
que la primera.
Saban volvió a acercarse el hueso a los ojos
y utilizó la uña para contar los días de más que había en la línea
del Sol.
— ¿Once días? —preguntó.
— Hasta donde yo sé —aseguró Camaban.
Había desaparecido su tono desdeñoso, sustituido por una honesta
humildad—. Pero es difícil contar los días. Utilicé muchos huesos a
lo largo de muchos años, y a veces el cielo estaba cubierto de
nubes y me veía obligado a adivinar los días de la Luna. Además,
había años en que la diferencia era de más de doce días y años en
los que era menor. —Le cogió el hueso de las manos—. Pero este
hueso es el del mejor año, y me transmite el mismo mensaje que
todos los demás. Me dice que el canon se ha roto.
— ¿El canon?
— Los círculos deberían coincidir
—exclamó Camaban con furia, y propinó unos golpes al diagrama que
había abierto en el césped—. Ese hueco —puso el dedo sobre el
espacio entre las cuentas—, tiene once días de duración. Pero no
debería existir. —Volvió a ponerse en pie para caminar de aquí para
allá—. En este mundo todo tiene un propósito —dijo—, pero sin
propósito no hay significado. Y el significado está en el canon.
Día y noche, hombre y mujer, cazador y presa, las estaciones, las
mareas. ¡Todo sigue un canon! Las estrellas tienen un canon. El Sol
sigue un canon y también lo sigue la Luna, pero los dos cánones son
distintos, y el mundo se está dividiendo en dos mitades. —Señaló
hacia el mar—. Algunos cánones siguen al Sol, otros a la Luna. Las
cosechas llegan y se siegan con el Sol, pero las mareas siguen a la
Luna. ¿A qué se debe? ¿Y por qué envió Dilan el oro a Erek?
—Utilizó los nombres extranjeros de los dioses del mar y el Sol, y
después respondió a su propia pregunta en tono furibundo—. Lo envió
para que el Sol volviera a regir las mareas según su canon.
— Las mujeres siguen el canon de la
Luna-señaló Haragg con pesimismo.
— Ah, ¿sí? —Camaban parecía
sorprendido.
— En sus hemorragias —explicó Haragg, y
se encogió de hombros—. O eso me han dicho.
— Pero todo —sentenció Camaban—, todo
debería seguir al Sol. Todo debería seguir un ritmo regular, pero
no es así. —Volvió a señalar el dibujo que había hecho sobre la
hierba—. El misterio estriba en compensar el canon.
— Pero, ¿cómo? —inquirió Saban.
— Dímelo tú —le instó Camaban, y Saban
entendió que la pregunta no se le planteaba a la ligera.
Se quedó mirando el dibujo. Si se pensaba en
ellas como si fueran cuentas en un alambre de bronce, se dijo, la
respuesta resultaba evidente. Un hombre podía hacer más cuentas de
menor tamaño e intentar ensartarlas hasta que colmaran el alambre
por completo, pero sería una tarea laboriosa. El modo más sencillo
de hacer que encajasen las cuentas consistía en acortar el alambre,
tarea sencilla para cualquier herrero. Y si se acortara el alambre,
el círculo grande se vería reducido y todas las cuentas entrarían
en contacto unas con otras.
— Hay que acercar Slaol a la Tierra
—sugirió Saban tímidamente.
— Bien hecho —le felicitó Camaban con
efusión—. ¿Y qué se deduce de ello?
Saban pensó un buen rato, pero acabó por
encogerse de hombros.
— No lo sé.
— Contamos historias acerca de cómo
Slaol y Lahanna se amaban y después se distanciaron hasta
convertirse en enemigos, pero no son más que historias. Se olvidan
de algo: de nosotros. ¿Por qué estamos aquí? Sabemos que los dioses
nos hicieron, pero ¿por qué? ¿Para qué hacemos las cosas? Uno hace
un arco para matar, o hace una vasija para que contenga algo, o
hace un broche para sujetar un manto. De modo que a nosotros nos
hicieron con un propósito, pero ¿cuál? —Esperó una respuesta, pero
ni Haragg ni Saban se pronunciaron—. ¿Y por qué somos imperfectos?
—preguntó Camaban—. ¿Haríais un arco que fuera a romperse? ¿O una
vasija agrietada? A nosotros no se nos creó imperfectos. Los dioses
no nos hicieron imperfectos del mismo modo que un alfarero no haría
una vasija agrietada ni un herrero haría un cuchillo despuntado, y
sin embargo enfermamos, quedamos lisiados y tullidos. Los dioses
nos hicieron perfectos y sin embargo no lo somos. ¿A qué se debe?
—Hizo una pausa antes de ofrecer una respuesta—: A que ofendimos a
Slaol.
— ¿Eso hicimos? —preguntó Saban. Estaba
habituado a la historia de que Lahanna había ofendido a Slaol al
intentar menguar su brillo, pero ahora Camaban culpaba a la
humanidad.
— Le ofendimos al adorar a los dioses
menores con el mismo fervor que a él —aseguró Camaban—. Le
insultamos, de modo que se apartó, y ahora tenemos que conseguir
que se acerque adorándolo como debe ser, otorgándole el lugar que
le corresponde por encima de todos los demás dioses y erigiéndole
un templo que demostrará que hemos entendido sus designios.
Entonces regresará, y cuando lo haga ya no habrá más
inviernos.
— ¿No habrá más inviernos? —preguntó
Saban asombrado.
— El invierno es el castigo de Slaol
—explicó Camaban—. Le ofendimos y por tanto nos castiga un año tras
otro. ¿Cómo? Pues alejándose de nosotros. ¿Cómo lo sabemos? Porque
cuanto más lejos está uno de una hoguera, menos calor tiene. En
verano, cuando Slaol está cerca, notamos su calor, pero en
invierno, cuando todo muere, su calor desaparece. Desaparece porque
está lejos de nosotros, de modo que si conseguimos traerlo de
vuelta no habrá más invierno —insistió—, ni más enfermedad, ni más
sufrimiento, ni más niños llorando en plena noche. —Tenía los ojos
arrasados en lágrimas, y Saban recordó la noche en que murió la
madre de Camaban y el niño contrahecho aulló como un lobezno.
— Ni saltarán más jóvenes a las llamas
—añadió Haragg en voz queda.
— Y tú —Camaban hizo caso omiso de las
palabras de Haragg y se volvió hacia Saban—, dejarás de ser
guerrero. —Le quitó el arco de tejo que llevaba colgado del hombro
y, con un esfuerzo que le hizo torcer el gesto, lo rompió contra la
rodilla. Lanzó el arco roto por el borde del acantilado para que
cayera al mar—. Serás un constructor, Saban, y ayudarás a Haragg a
desplazar el templo de Sarmennyn a Ratharryn para, de ese modo,
traer de nuevo al dios a nuestro lado.
— Si mi hermano lo permite —le recordó
Haragg, refiriéndose a Scathel.
— Con el tiempo —dijo Camaban sin asomo
de duda—, Scathel se sumará a nosotros porque comprenderá que hemos
visto la verdad. —Se hincó de rodillas y se humilló ante el Sol—.
Hemos visto la verdad —repitió con humildad—, y cambiaremos el
mundo.
Saban percibió la emoción. Cambiarían el
mundo. En ese momento, en el promontorio encima del mar, supo que
estaba en sus manos.
∗ ∗ ∗
En el período comprendido entre su
transformación en diosa y su muerte en la hoguera del Sol, Aurenna
tenía la obligación de recorrer la región y prestar oídos a las
oraciones de las gentes, que luego transmitiría a su marido. Partió
del asentamiento de Kereval escoltada por cuatro lanceros para
protegerla, dos mujeres para atenderla, tres sacerdotes para
guiarla y una docena de esclavos para servirla, así como de una
muchedumbre de personas que sólo deseaban seguir los pasos de la
prometida del Sol.
Kereval regía sobre tierras más extensas que
las de Ratharryn, aunque no tenían tantos asentamientos pues el
suelo de Sarmennyn era poco fértil. Aurenna contaba entre sus
deberes el de mostrarse ante toda la tribu y ante los muertos de
sus túmulos comunales. Cada noche una choza se vaciaba de gente y
animales para que la prometida del Sol durmiera en la intimidad, y
cada mañana había un gentío de suplicantes ante la cabaña. Las
mujeres le rogaban que les concediera hijos, los padres le
suplicaban que curara a sus descendientes, los guerreros le pedían
que les bendijera las lanzas y los pescadores se inclinaban ante
ella cuando imponía sus manos sobre embarcaciones y redes. Los
sacerdotes la llevaron de un templo a otro y de un túmulo funerario
a otro. Abrían las tumbas haciendo a un lado las enormes piedras de
la entrada para que Aurenna entrara encorvada en su cavernoso
interior y hablase con los muertos, cuyos huesos yacían apilados
entre las húmedas sombras.
Camaban y Saban también la acompañaban.
Siguieron a la áurea joven hasta los cobijados valles de la costa
sur de Sarmennyn, donde la gente cultivaba la tierra y salía a
pescar en sus largas embarcaciones de madera, y luego a las tierras
altas y peladas del norte, donde las vacas, las ovejas y la
elaboración de hachas de piedra permitían ganarse la vida
pobremente a los moradores de granjas dispersas. Y allí adonde
iban, Camaban inspeccionaba los templos en busca del que quería
trasladar a Ratharryn. Las gentes, al reconocer en él a un
hechicero, le saludaba con una reverencia.
— ¿Puedes hacer magia? —le preguntó
Saban cierto día.
— Te convertí en esclavo, ¿no? —replicó
Camaban.
Saban se miró la cicatriz en la mano.
— Eso fue una crueldad —aseguró.
— No digas tonterías —le espetó Camaban
en tono de hastío—. ¿Cómo si no iba a mantenerte con vida? Lengar
quería matarte, sin duda la opción más inteligente, pero yo tenía
la esperanza de que me resultaras de utilidad. Así que le conté una
historia absurda acerca de que los dioses se vengaban de aquellos
que mataban a sus hermanastros, y le di la idea de que hiciera de
ti un esclavo. Eso le gustó. Y yo quería que conocieras a
Haragg.
— Me cae bien —aseguró Saban
afectuosamente.
— A ti te cae bien la mayoría de la
gente —le respondió Camaban con desdén—. Haragg es muy inteligente
—continuó—, pero no se puede confiar en todas sus ideas. La muerte
de su hija tiene una absurda influencia sobre él. Desconfía de los
rituales, pero los rituales no tienen nada de malo. Demuestran a
los dioses que reconocemos su poder. Si hiciéramos caso de las
ideas de Haragg, no quemaríamos a Aurenna, y ¿qué sentido tiene la
existencia de la chica si no ha de morir en la hoguera?
Saban miró hacia donde Aurenna caminaba
entre los sacerdotes que la servían. En ese momento odió a Camaban,
pero no dijo ni palabra, y Camaban, que sabía exactamente lo que
pensaba su hermano, se echó a reír.
Esa tarde llegaron a otro templo, un
sencillo círculo de cinco piedras, típico de los santuarios en la
zona norte de Sarmennyn. Algunos, muy pocos, tenían hasta doce
piedras, pero ninguno de los mojones era tan grande como los que
había entre los muros de Cathallo. Las piedras de Sarmennyn rara
vez eran más altas que un hombre o más gruesas que la cintura de un
guerrero, pero prácticamente todas habían sido talladas hasta
convertirlas en elegantes pilares.
A Camaban no le gustaba ninguno de los
templos que había visto.
— Queremos un templo que cause asombro
—le dijo a Saban—. Tenemos que encontrar un templo que haga saber a
Slaol que hemos hecho un gran esfuerzo en su honor. ¿Qué proeza
supone llevar cuatro o cinco pedruscos a Ratharryn?
Saban era de la opinión de que desplazar una
sola piedra ya sería un logro, y había empezado a dudar de que
Camaban encontrara el templo que quería.
— ¿Por qué no escoges un templo
cualquiera? —le preguntó una noche—. Slaol se dará cuenta del gran
esfuerzo realizado para transportarlo.
— Si quisiera un trabajo hecho a la
ligera y de inmediato —aseguró Camaban—, te habría dejado elegir el
templo a ti en vez de malgastar mi tiempo en la búsqueda. No digas
tonterías, Saban. —Estaban comiendo en una choza abarrotada donde
se había dado la bienvenida a los acompañantes de Aurenna con
ofrendas de pescado, carne, pieles y vasijas de licor. Un vaso de
licor podía privar a un hombre del uso de brazos y piernas, pero a
Camaban no parecía afectarle. Lo bebía como si fuera agua,
eructaba, bebía más, y nunca se le trababa la lengua ni
tartamudeaba. Por la mañana, cuando a Saban le dolía la cabeza y
notaba palpitar el corazón en las sienes, Camaban estaba rebosante
de energía.
Esa noche estaban en la choza del jefe de un
clan, el señor de toda una comunidad cuyos miembros vivían al
socaire de una montaña. El jefe era un anciano desdentado que, en
honor a la llegada de Aurenna, llevaba un aro de oro en torno a su
descarnado cuello. Sus esposas habían atizado el humeante fuego
para preparar una cena asquerosa consistente en algas y mariscos y,
una vez hubieron comido, uno de sus hijos, tan anciano y desdentado
como el padre, cogió el caparazón pulido de una tortuga marina que
colgaba del techo y lo utilizó para marcar el ritmo mientras
entonaba una canción, al parecer interminable, sobre las hazañas de
su padre en las tierras allende el mar del oeste, donde había
acabado con infinidad de enemigos, hecho abundantes esclavos y
regresado con gran cantidad de oro.
— Probablemente, lo que significa
—susurró Camaban a Saban—, es que el viejo estúpido paseó por la
playa durante tres días y regresó con un par de guijarros a rayas y
una pluma de gaviota.
Se acercaron gentes de otras chozas mientras
continuaba la canción. Fueron entrando más y más personas, hasta
que Camaban y Saban se vieron encajonados contra la baja pared de
piedra de la choza. La gente debía de haber oído el relato muchas
veces, pues de tanto en tanto se sumaban al cántico y el anciano
asentía satisfecho cuando se oía el coro, pero entonces, de
repente, el tañido y la canción se interrumpieron. El anciano abrió
los ojos y pareció indignado por el silencio hasta que reparó en
que Aurenna, que había comido en la intimidad de su propia choza,
acababa de entrar. El jefe del clan sonrió e indicó que la
prometida del Sol podía sentarse a su lado, pero Aurenna negó con
la cabeza, paseó la mirada por la choza y pasó con delicadeza por
entre los cuerpos apiñados para sentarse junto a Saban. Hizo un
gesto al intérprete para indicarle que podía continuar, y el hombre
golpeó el caparazón de tortuga, cerró los ojos y retomó el hilo de
su historia.
Saban eran perfectamente consciente de la
proximidad de Aurenna. Había hablado con ella algunas veces
mientras recorrían los accidentados senderos de Sarmennyn, pero
ella nunca había buscado su compañía, y al verla sentarse a su lado
se sintió torpe, tímido y confuso. Le dolía mirar a Aurenna porque
pensaba en lo que iba a ocurrirle poco tiempo después. Su destino y
el de Derrewyn se habían entrelazado de tal modo en sus fantasías,
que tenía la impresión de que el alma de Derrewyn había entrado en
el cuerpo de Aurenna y ahora iban a arrancarla otra vez de su lado.
Cerró los ojos e inclinó la cabeza, en un intento de desterrar los
pensamientos de la violación de Derrewyn y la muerte inminente de
Aurenna.
Entonces la joven se ladeó hacia él para que
pudiera oír su voz por encima de la canción.
— ¿Habéis encontrado vuestro templo?
—le preguntó.
— No —contestó, tembloroso de
timidez.
— ¿Por qué no? —se interesó Aurenna—.
Debéis de haber visto un templo al día.
— Son muy pequeños —le explicó Saban,
sonrojándose. No la miraba por miedo a que se le trabara la
lengua.
— ¿Y cómo tenéis pensado mover el
templo? —le preguntó Aurenna— ¿Haréis que el dios lo lleve por los
aires hasta Ratharryn?
Saban se encogió de hombros.
— No lo sé.
— Deberíais hablar con Lewydd —dijo, al
tiempo que señalaba a uno de sus lanceros, que estaba acuclillado
junto al poste central de la choza—. Dice que tiene el método para
hacerlo.
— Eso si Scathel llega a permitirnos
que nos llevemos un templo —comentó Saban con pesimismo.
— Yo me impondré a Scathel —aseguró
Aurenna, con plena convicción.
Saban se atrevió a mirarla a los ojos en ese
momento. Eran oscuros, aunque el centelleo del fuego se reflejaba
en ellos, y de pronto le entraron ganas de llorar porque estaba
destinada a morir.
— ¿Te impondrás a Scathel?
—preguntó.
— Lo aborrezco —dijo en voz queda—. Me
escupió la primera vez que entré en mi templo. Por eso no le dejé
que te metiera en el hoyo. De modo que, cuando vaya a la hoguera,
le diré a mi marido que debe dejaros llevar un templo a Ratharryn.
—Apartó la mirada de Saban en el momento en que otro hombre cogía
el caparazón de tortuga e iniciaba otra canción, ésta en honor a la
prometida del Sol. Aurenna escuchó con atención por deferencia al
intérprete cuando empezó a describir la soledad del dios del Sol y
su anhelo de una prometida humana, pero al pasar a describir la
hermosura de la prometida del Sol, Aurenna perdió interés y se
volvió a inclinar hacia Saban—. ¿Es cierto que en Ratharryn no se
envía una prometida al dios?
— Así es.
— ¿Y en Cathallo tampoco?
— Tampoco.
Aurenna lanzó un suspiro y se quedó mirando
el fuego. Bajo la atenta mirada de sus guardias, Saban no le
quitaba ojo.
— Mañana —Aurenna se ladeó para acercar
su cara a la de Saban—, tengo que emprender el camino de regreso al
asentamiento de Kereval, pero tú deberías subir a la cima de la
colina que se alza detrás de este lugar.
— ¿Por qué?
— Porque allí hay un templo —le
explicó—. Eso me han dicho las gentes de aquí. Es el nuevo templo
de Scathel. El que construyó cuando se recuperaba de su locura.
Asegura que lo consagrará cuando se recuperen los tesoros.
Saban sonrió, pensando en lo furioso que se
pondría Scathel si supiera que su propio templo podía acabar en
Ratharryn.
— Iremos a verlo —le prometió Saban,
aunque preferiría haberse quedado con Aurenna; no habría sabido
decir con qué objetivo. Pronto habría muerto y partido hacia su
gloria en el cielo abrasador.
A la mañana siguiente, a medida que una
espesa niebla se alzaba procedente del mar, Aurenna inició su viaje
hacia el sur, pero Camaban y Saban se dirigieron hacia el norte,
colina arriba a través de la densa blancura de la niebla.
— Será una pérdida de tiempo —rezongó
Camaban—, otro indigno círculo de piedras. —Pero, aun así, fue por
delante de Saban por la abrupta ladera cubierta de hierba y las
pendientes sembradas de guijarros, hasta que, al cabo, salieron de
la nube a la gloriosa luz del sol. Ahora estaban por encima de la
niebla, que flotaba en torno a ellos como un mar blanco y
silencioso en el que el pico de la montaña era una isla de roca
astillada, tan escarpada y desigual como si un dios hubiera
martilleado la cima en un acceso de ira. Saban entendía ahora por
qué todos los pilares de los templos de Sarmennyn eran similares:
la roca, al desgajarse del pico, caía en mojones de por sí
rectangulares, y lo único que tenían que hacer los hombres era
transportar la roca desgajada montaña abajo.
No había ningún templo a la vista, pero
Camaban supuso que estaba oculto por la espesa niebla a sus pies,
y, por tanto, se sentó en una repisa de piedra a esperar. Saban se
puso a deambular arriba y abajo, y luego preguntó a Camaban:
— ¿Para qué íbamos a querer el templo
de Scathel si es nuestro enemigo?
— No es enemigo mío.
Saban se mofó de la respuesta:
— Entonces, ¿qué es?
— Es un hombre como tú, hermano
—respondió Camaban—, un hombre que odia que las cosas cambien. Pero
es un buen siervo de Slaol y con el tiempo será nuestro amigo. —Se
volvió y miró hacia el este, donde los picos de otras montañas se
alzaban como una línea de islas por encima de la blancura—. Scathel
desea la gloria de Slaol, y eso es bueno. Pero, ¿tú qué quieres,
hermano? Y no me contestes que a Aurenna —puntualizó—, porque
pronto habrá muerto.
Saban se azoró.
— ¿Quién dice que la quiero?
— Se ve en tu rostro. Te quedas
mirándola como una ternera sedienta mira la ubre.
— Es hermosa —señaló Saban.
— También lo era Derrewyn, pero ¿qué
importa la belleza? En una choza oscura, por la noche, ¿cómo vas a
percibir la diferencia? Da igual, dime lo que quieres.
— Una esposa —contestó Saban—, hijos.
Buenas cosechas. Ciervos en abundancia.
Camaban se echó a reír.
— Eres igual que nuestro padre.
— ¿Y qué tiene eso de malo? —replicó
Saban en tono desafiante.
— No tiene nada de malo —dijo Camaban
apesadumbrado—, pero, qué falta de ambición. ¿Quieres una esposa?
Pues búscala. ¿Hijos? Los tendrás tanto si quieres como si. no, y
la mitad te partirán el corazón y la otra mitad se morirán.
¿Cosechas y ciervos? Ya los tienes.
— Y tú, ¿qué es lo que tú quieres?
—preguntó Saban, aguijoneado por el desdén de su hermano.
— Ya te lo dije —respondió Camaban con
toda tranquilidad—. Quiero que todo cambie y después, una vez
hayamos hallado el equilibrio, que todo permanezca inmutable. El
Sol no se alejará de nosotros y no habrá más invierno, ni más
enfermedad, ni más lágrimas. Pero para conseguirlo tenemos que
erigir un templo como es debido a Slaol, y eso es lo que quiero. Un
templo que le haga justicia. —Tras pronunciar esas palabras guardó
silencio de repente y se quedó mirando con los ojos abiertos de par
en par hacia la niebla. Saban se volvió para ver qué había llamado
la atención a su hermano.
Al principio no vio más que niebla, pero
luego, poco a poco, del mismo modo que aparece la tierra cuando la
noche se aleja, emergieron unas formas de la blancura.
Y vaya formas. Era un templo, aunque en
absoluto similar a nada que hubiera visto Saban. En vez de un
círculo de piedras tenía dos, uno dentro del otro, y en un primer
momento Saban sólo alcanzó a ver las oscuras puntas de las piedras
entre la bruma. Intentó contar los pilares, pero había muchos, y en
el lado opuesto del doble círculo, de cara al punto en el horizonte
donde se pondría el Sol invernal, había una entrada constituida por
cinco pares de pilares de piedra que tenían otras piedras colocadas
al sesgo sobre sus ápices, de tal modo que formaban una serie de
cinco entradas para el Sol poniente. Saban se quedó mirando de hito
en hito, y, durante un instante mágico, le dio la impresión de que
todo el templo flotaba en la bruma, y entonces la niebla abandonó
el valle entre las montañas para dejar las piedras ancladas en la
tierra umbría.
Camaban permaneció allí, quieto, con la boca
abierta.
— Scathel no estaba loco —masculló, y
luego lanzó un grito, saltó de las rocas y se precipitó colina
abajo, dispersando en su carrera un rebaño de ovejas de lana
oscura. Saban lo siguió a paso más lento y se adentró entre los dos
círculos de piedra para encontrar a Camaban agazapado en el extremo
noreste, donde miraba por el túnel que constituían las piedras
adinteladas.
— Las puertas de Slaol —exclamó Camaban
maravillado.
El templo se había erigido en un elevado
valle de empinadas laderas que se asomaban a las tierras bajas
hacia el sur y, en pleno invierno, cuando el Sol estuviera en el
lejano horizonte, sus rayos atravesarían el mar y la tierra para
traspasar las puertas de piedra.
— Todo lo demás quedaría en la
oscuridad —señaló Camaban en voz queda—, todo quedaría ensombrecido
por las piedras, pero en el centro de la sombra habría un haz de
luz. ¡Es un templo de sombras! —Se llegó a la carrera hasta la
entrada opuesta y allí, de cara a la puerta del Sol, abrió los
brazos y se apoyó contra la roca como si la luz del Sol poniente lo
hubiera clavado contra el mojón—. Scathel es magnífico —exclamó a
voz en grito—. ¡Magnífico!
Los pilares, de por sí rectangulares, no
eran muy grandes. Los que estaban en la puerta del Sol eran un poco
más altos que Camaban, pero el resto no alcanzaban la altura de un
hombre y algunos no eran más altos que un niño pequeño. Todas las
rocas se habían arrancado con palanca o extraído por otros medios
de la cima quebrada de la montaña, para luego deslizarías ladera
abajo hasta este saliente llano, suspendido en las alturas, donde
las habían clavado sin profundizar demasiado en la somera capa de
tierra. Saban empujó una piedra y ésta se movió peligrosamente. El
mojón contra el que Camaban estaba apoyado constaba en realidad de
dos pilares, ambos muy finos, que habían sido unidos por el
procedimiento de tallar un entrante en uno de ellos y un saliente
en el otro, de modo que las piedras encajaran del mismo modo que el
hombre encaja en la mujer.
— Dos mitades del círculo —señaló
Camaban con todo respeto, al reparar en las piedras unidas—. El
lado del Sol —hizo un gesto hacia el sur para indicar las piedras
sobre las que viajaría el Sol en su recorrido diario—, y el lado de
la noche, que se unen aquí. Y la unión debe sellarse con sangre a
la muerte del Sol.
— ¿Cómo lo sabes? —preguntó Saban.
Había estado contando las piedras y llevaba ya más de
setenta.
— ¿Cómo, si no? —respondió Camaban
secamente—. Es evidente. —Se volvió impulsado por la emoción—. El
Templo del Mar para el solsticio de verano y el Templo de las
Sombras para el invierno. Scathel es maravilloso. Pero esto será
nuestro. ¡Será nuestro! —Echó a andar por el círculo, golpeando el
bastón contra las piedras, hasta que llegó a la puerta adintelada,
donde se agachó para mirar a través del túnel de cinco arcos de
piedra—. Un portal para Slaol —dijo maravillado, se incorporó y
lanzó un varazo a la piedra más cercana. La humedad de la niebla
había dejado sobre las rocas una pátina de color verde azulado que
empezó a ennegrecerse a medida que el Sol primaveral y el viento
marino las secaban. Camaban, para espanto de Saban, intentó empujar
uno de los dinteles como si tuviera esperanza de derribarlo, pero
no se movió—. ¿Cómo lo han fijado? —preguntó.
— ¿Cómo quieres que lo sepa?
— No esperaba que lo supieras —le
respondió Camaban sin ningún miramiento, y frunció el entrecejo—.
¿Te había dicho que Sannas ha muerto?
— No —Saban experimentó una extraña
conmoción, no porque guardara ningún cariño a la anciana, sino
porque durante toda su vida había formado parte de su mundo, y no
una parte cualquiera, sino la de una presencia imponente—. ¿Cómo?
—indagó.
— ¿Y yo qué sé? —replicó Camaban—.
Sencillamente, está muerta. Trajo la noticia un mercader, y era
enemiga de Slaol, de modo que es una buena nueva. Se volvió para
contemplar de nuevo el templo. Ahora, una vez desaparecida la
humedad de la niebla, era un doble círculo negro en un lóbrego
valle agazapado en el tenebroso seno de roca de la montaña. Era
espacioso y espléndido, el tributo de un sacerdote loco a su dios,
y a Camaban le afloraron las lágrimas—. Es nuestro templo —afirmó
en tono respetuoso—, y desterrará el invierno.
Debían encontrar el modo de convencer a
Scathel de que les permitiera llevárselo y después acarrearlo a
través de medio mundo hasta Ratharryn.
La espesa niebla
que había envuelto el Templo de las Sombras dio paso a días de
cálido Sol y tenues vientos. Mientras que los mayores estaban
maravillados ante un verano tan temprano y decían que no alcanzaban
a recordar nada semejante, Kereval aseguró que la clemencia del
tiempo era un indicio de la satisfacción del dios del Sol ante su
nueva prometida. Algunos pescadores, dueños de una pequeña choza
que hedía a sal junto al río, donde realizaban ofrendas a un dios
del tiempo llamado Malkin, predijeron terribles tormentas, pero un
día tras otro su pesimismo quedaba desmentido. La hechicera
preferida de Kereval, una ciega que comunicaba su sabiduría
mientras se veía aquejada de violentas sacudidas, también predijo
tormentas, pero los cielos permanecían tercamente despejados y los
vientos, suaves.
Kereval temía que los guerreros realizaran
sus incursiones estivales en los territorios vecinos para hacerse
con esclavos y reses; llegaron mercaderes de las tierras al otro
lado del mar del oeste cargados de oro, y las cosechas en ciernes
reverdecían la tierra. Todo iba bien en Sarmennyn, o así debería
haber sido, sólo que cuando Camaban y Saban regresaron al
asentamiento de Kereval encontraron a las gentes taciturnas.
Era el regreso de Scathel lo que había
aguado el ánimo de Sarmennyn. El sumo sacerdote predicaba iracundo
contra el acuerdo de Kereval con Ratharryn, afirmando que Lengar no
devolvería los tesoros a menos que se viera obligado a ello y, por
tanto, mientras Camaban y Saban estaban de viaje con Aurenna, el
sumo sacerdote había cavado un monstruoso hoyo delante de la choza
de Kereval y lo había cubierto con un entramado de gruesas ramas de
modo que sirviera de celda a Saban. Allí Scathel podría torturar a
Saban, convencido de que cada mutilación redundaría mágicamente en
las carnes de Lengar, pero las esperanzas de Scathel se vieron
frustradas, al negarse Kereval a dar su permiso. Kereval insistió
con terquedad en que Lengar devolvería los tesoros. Al jefe le
gustaba señalar los luminosos cielos y preguntar qué mejor presagio
podía desear la tribu. «El dios ya ama a su prometida —afirmaba
Kereval—, y cuando vaya a su encuentro, nos recompensará. No hay
necesidad de poner en práctica la magia del hermano».
Aun así, Scathel pregonaba la necesidad de
sacar los ojos y cortar las manos a Saban. Recorrió las chozas
dentro del asentamiento y visitó las comunidades que estaban a
medio día de camino. Arengó a las gentes de Sarmennyn y éstas le
prestaron oídos. «Ratharryn nunca nos arrebatará un templo
—despotricaba Scathel—, ¡nunca! Los templos son nuestros, los
construyeron nuestros ancestros, los erigieron con nuestra piedra.
Si Ratharryn quiere un templo, que apilen sus propios excrementos y
se humillen ante ellos».
«Si tu hermano nos enviara parte del oro,
sería una forma de mostrar su buena voluntad», le dijo Kereval a
Camaban, acuciado por la preocupación, pero éste meneó la cabeza y
dijo que en ningún momento había tomado parte en el acuerdo. El oro
sería devuelto, aseguró, cuando se trasladara el templo, aunque se
cuidó mucho de decir que era el templo del propio Scathel el que
quería, porque los ánimos de la tribu ya estaban bastante
caldeados. Kereval hizo todo lo que estuvo en su mano para
apaciguar las iras cada vez más a flor de piel. «La gente se
calmará cuando vea ascender a su gloria a la prometida del Sol»,
aseguró a Saban el preocupado jefe.
Día tras día, Saban visitaba el templo de la
prometida del Sol y observaba la sombra de la alta piedra que
descollaba del círculo. La sombra le producía pavor, pues iba
acercándose cada vez más a la piedra central, y cuando la sombra
tocara la piedra, Aurenna tendría que lanzarse a las llamas. La
propia Aurenna evitaba ir al templo, como si al hacer caso omiso de
la sombra fuera a prolongar su vida; en vez de eso, en los días que
faltaban para la ceremonia nupcial, trabó amistad con Haragg.
«Cuando vayas al encuentro de tu marido —le decía el mercader—,
debes convencerlo de que acabe con este derroche. ¡Tiene que
rechazar a las prometidas!». Sin embargo, del mismo modo que
Kereval vio frustrado su empeño de persuadir a sus súbditos de que
Lengar mantendría la palabra, Haragg fracasó a la hora de convencer
a la tribu de que renunciase al sacrificio anual, de modo que
Aurenna tendría que morir. A medida que los días iban alargando,
pasaba cada vez más tiempo con Haragg y Saban, y Haragg los dejaba
a solas porque era consciente de que Aurenna se sentía atraída por
el joven alto y moreno llegado de las tierras del interior, con un
dedo de menos y un único tatuaje en el pecho. Otros jóvenes se
jactaban de esos tatuajes indicativos de que habían dado muerte a
un enemigo, pero en vez de alardear, Saban le contaba historias. Al
principio le contó las mismas que le había contado a él su madre,
como la de Dickel, el hermano de Garlanna, que había intentado
robar la primera cosecha de la tierra, a raíz de lo cual Garlanna
lo había convertido en ardilla como castigo. A Aurenna le gustaban
las historias y no se cansaba de escucharlas.
Nunca estaban del todo a solas, pues la
prometida del Sol siempre se encontraba bajo vigilancia. Al margen
de la intimidad que le garantizaba su propia choza, no podía ir a
ninguna parte sin que los cuatro lanceros siguieran sus pasos, y
por tanto Saban se acostumbró a sus guardias e incluso trabó
amistad con uno de ellos. Lewydd era hijo de un pescador y había
heredado la constitución achaparrada de su padre. Tenía el pecho
fornido y brazos de una fuerza impresionante. «Desde que aprendí a
andar —le había dicho a Saban—, mi padre me hizo halar las redes.
Halar las redes y remar. Eso fortalece a cualquier hombre». Era
Lewydd quien había ideado una forma de transportar las piedras de
un templo a Ratharryn.
— Debéis llevarlas en barco —aseguró.
Lewydd era tres años mayor que Saban y ya había participado en dos
incursiones a los territorios del este para capturar esclavos—. Se
puede realizar por el agua prácticamente todo el viaje hasta
Ratharryn.
— Ratharryn está lejos del mar —le
recordó Saban.
— Por mar no, por río —explicó Lewydd—.
Se podría ir por mar hasta el río que nos llevaría al otro extremo
de Drewenna, y desde allí tendríamos que transportar barcos y
piedras a los ríos de Ratharryn. Pero está dentro de lo
posible.
Los barcos en Sarmennyn, al igual que las
embarcaciones fluviales en Ratharryn, se hacían con los troncos de
viejos árboles de gran tamaño. Había pocos bosques en Sarmennyn, de
modo que los sacerdotes marcaban ciertos árboles que debían
preservarse hasta que fueran lo bastante grandes para los
constructores de barcos, y cuando el tronco había crecido lo
suficiente se cortaba y se vaciaba el árbol. Un día, Lewydd llevó a
Saban al mar, pero éste escondió la cabeza entre las manos cuando
vio venir hacia él las grandes olas con su fragor, y Lewydd, entre
carcajadas, viró el bote y dejó que volviera a la calma del
río.
A Aurenna le gustaba cruzar el río en uno de
los botes vaciados. Ella y sus lanceros se adentraban en los
bosques de la ribera del este e, inevitablemente, ella buscaba una
gran roca de color verde grisáceo salpicada de puntitos brillantes
y pequeñas motas rosas. Se sentaba en la roca y contemplaba el
fluir del río. Cuando Saban la acompañaba, le pedía que le contara
más historias, y en cierta ocasión le relató cómo Arryn, el dios de
su valle, había perseguido a Mai, la diosa del río, y cómo ella
había intentado entorpecer sus pasos convirtiendo grandes
extensiones de tierra en ciénagas, y cómo Arryn había derribado
árboles para hacer un camino entre los pantanos y de ese modo la
había acorralado en la fuente donde brotaba de la tierra. Mai había
amenazado con convertirlo en piedra, pero Arryn acudió a Lakka, el
dios del aire, y éste envió una niebla para que Mai no pudiera ver
a Arryn, que la cogió por sorpresa y la hizo su esposa. Aun así, le
contó Saban, las mañanas de frío se alzaba una niebla desde el río
de Mai para recordar a Arryn que si había encontrado la felicidad
había sido por medio de malas artes.
— Los hombres se sirven de malas artes
—comentó Aurenna.
— Los dioses también.
— No —insistió ella—. Los dioses son
puros. —Saban no discutió, pues Aurenna era una diosa y él un
simple mortal.
En ocasiones, Saban hablaba mientras se
dedicaba a trabajar. Había encontrado en los bosques un tejo del
que había cortado una rama, para posteriormente recortar la corteza
y la mayor parte de la madera y darle la forma de un hermoso arco
largo para sustituir el que Camaban había lanzado al mar. Colocó en
los extremos del arco cuernos acabados en punta, lubricó la madera
con grasa de toro y Lewydd le facilitó fibras de ligamento con las
que hacer la cuerda. Aurenna, por su parte, se cortó unas hebras de
su dorado cabello, que Saban entretejió con las fibras para que la
cuerda del arco brillara como la luz del Sol. «Toma —le dijo entre
risas—, llevas el cabello de una diosa en el arco. No puedes
fallar».
El primer día que utilizó el arco, disparó
limpiamente por encima del río una flecha que fue a perderse en lo
más profundo de los lejanos bosques. Aurenna intentó probar el
arma, pero no tenía fuerza suficiente para tensar la cuerda ni
siquiera hasta la mitad de su recorrido. Lewydd consiguió tensarla
del todo, pero estaba acostumbrado al arco corto de los extranjeros
y la flecha salió girando torpemente para ir a caer al río.
«Cuéntame otra historia», exigió Aurenna a
Saban, y le contó la de Keri, la diosa de los bosques, de la que
estaba enamorado Fallag, el dios de la piedra; pero Keri lo había
desdeñado y, a resultas de ello, Fallag había tomado la forma de
las hachas que podían cortar los árboles de Keri. Y uno o dos días
después, agotadas ya las historias sobre dioses, Saban le habló a
Aurenna de Derrewyn y de cómo albergó esperanzas de casarse con
ella antes de que Lengar surgiera de la oscuridad y disparase una
flecha que le había cambiado la vida. Aurenna escuchó la historia
sin apartar la mirada de las aguas del río, que pasaban haciendo
cabriolas, y luego volvió la vista hacia él.
— ¿Lengar mató a su propio padre?
— Sí.
Aurenna se estremeció y después permaneció
un buen rato con el ceño fruncido.
— ¿Devolverá Lengar los tesoros?
—preguntó, rompiendo el silencio.
— Eso cree Kereval.
— ¿Y tú?
A Saban le llevó un rato responder.
— Sólo si se le obliga —confesó, al
cabo.
Aurenna sintió un escalofrío al oír la
respuesta, que a todas luces la había turbado.
— Erek le obligará —aseguró.
— O Scathel.
— Que quiere meterte en el hoyo.
Saban se encogió de hombros.
— Hará algo peor que eso. —Y entonces
recordó la suerte que debía correr Aurenna en cuestión de días. De
pronto, el corazón le dio un vuelco y no pudo pronunciar palabra.
La miró, maravillado ante el brillo de su pelo, el contorno de su
mejilla y la dulzura de su pálido rostro, y le asombró su
serenidad. Tendría que ir a la hoguera muy pronto, pero se
enfrentaba a su destino con una placidez que inquietaba a Saban en
la misma medida que lo impresionaba. Al no ser capaz de hallar otra
explicación, achacó su calma a la divinidad.
— Hablaré con Erek —le dijo Aurenna en
voz queda—, y le convenceré de que obligue a Lengar a mantener su
palabra.
— Lengar dirá que Erek le envió el oro
y que tiene derecho a quedárselo.
— Pero quiere un templo, ¿no es así?
—preguntó Aurenna.
Saban meneó la cabeza.
— Quien quiere desplazar el templo es
Camaban. Lengar me dijo que no cree que se pueda llevar a cabo.
Lengar ansia poder. Quiere dominar una gran región y que le rindan
pleitesía cientos de personas. Quien sueña con acercar al dios a la
Tierra es Camaban, no Lengar.
— De modo que Erek debe matar a Lengar,
¿no es así?
— Ojalá lo hiciera —replicó Saban,
tajante.
— Se lo pediré —aseguró Aurenna con voz
dulce.
Saban se quedó mirando las aguas. Era mucho
más ancho que el río Mai, y allí donde las mareas empujaban la
corriente de aquí para allá se formaban oscuros remolinos.
— ¿No estás aterrada? —indagó. No tenía
intención de formular la pregunta, pero se le escapó de los
labios.
— Claro —confesó Aurenna. Era la
primera vez que hablaban del matrimonio de la joven y, ahora,
también por primera vez, Saban veía lágrimas en sus ojos—. No
quiero arrojarme a la hoguera en honor al dios —dijo en un susurro,
para que los lanceros no la oyeran—. Todo el mundo dice que es muy
rápido. La pira es tan grande y feroz que no hay tiempo para sentir
nada aparte del abrazo de Erek, y después estaré en la gloria. Eso
es lo que me dicen los sacerdotes, pero a veces me gustaría seguir
con vida para presenciar la devolución de los tesoros. —Se
interrumpió y ofreció a Saban una triste sonrisa—. Seguir con vida
para ver a mis propios hijos.
— ¿Ha sobrevivido alguna prometida del
Sol? —preguntó Saban.
— Una sobrevivió —respondió Aurenna—.
Saltó a través de las llamas y cayó al mar. De algún modo, evitó la
muerte y llegó a una cala cerca del acantilado. Así que volvieron a
subirla al promontorio y la arrojaron a la hoguera. Pero su muerte
fue muy lenta porque, para entonces, el fuego ya había menguado.
—Se estremeció—. No tengo elección, Saban. Debo saltar a la hoguera
de Erek.
— Podrías… —comenzó Saban.
— ¡No! —replicó bruscamente, atajándole
antes de que tuviera oportunidad de decir nada más—. ¿Cómo iba a
oponerme a los deseos de Erek? ¿En qué me convertiría si huyese?
—Frunció el ceño al pensarlo—. Desde el momento en que empecé a
pensar por mí misma, supe que estaba destinada a ser alguien
especial. No importante, ni rica, sino especial. Los dioses me
quieren, Saban, y yo debo querer lo mismo que ellos. A veces me
atrevo a pensar que Erek se apiadará de mí y que podré realizar su
obra aquí en la Tierra, pero, si me quiere a su lado, seré la
persona más dichosa que haya nacido.
Saban se quedó con la mirada fija en la roca
sobre la que estaban sentados. Relucía bajo la luz vespertina como
si en la piedra de color verde pálido hubiera atrapados fragmentos
de luz de luna, mientras que los puntitos rojos daban la sensación
de que en la roca había atrapada sangre. Se acordó de Derrewyn.
Pensaba en ella a menudo, y eso le preocupaba porque no sabía cómo
reconciliar esos recuerdos con el cariño que profesaba a Aurenna.
Camaban le había dicho que Derrewyn estaba embarazada y se
preguntaba si ya habría dado a luz. Se preguntaba si se habría
reconciliado con Lengar. Se preguntaba si recordaría el tiempo que
pasaron juntos antes de la muerte de Hengall.
— ¿En qué piensas? —preguntó
Aurenna.
— En nada —aseguró Saban—, en
nada.
La tarde siguiente se sumó a los sacerdotes
para Ver hasta dónde había llegado la sombra de la piedra en el
templo de Aurenna. Scathel le escupió y se agachó para comprobar
que la sombra aún estaba a dos dedos de la piedra central. A Saban
le habría gustado coger un martillo de piedra y arremeter contra el
borde del pilar, pero en vez de eso se puso a rezar, aun a
sabiendas de que sus oraciones eran en vano. Buscó con la vista
algún presagio, pero no encontró nada bueno. Vio un mirlo que
alzaba el vuelo y lo consideró un buen augurio, pero un gavilán se
abalanzó sobre él y surgieron una nube de plumas y una rociada de
sangre.
Faltaba un día para el solsticio y el Sol
seguía alumbrando con toda su intensidad, aunque los pescadores,
que hacían sus ofrendas de musgo marino y laminaria ente el templo
de Malkin, juraron que el dios de la tormenta empezaba a
inquietarse. Camaban subió a una colina rebosante de polígala y
orquídeas moteadas de color carmesí y afirmó haber visto una línea
ocre en el horizonte hacia el oeste, aunque amenaza tan distante no
causó ni mucho menos el mismo revuelo que el regreso de cinco
jóvenes que habían formado parte del grupo de guerreros que
acompañaron a Lengar a Ratharryn. Los cinco lanceros habían
realizado un largo viaje, atravesando los bosques para eludir
tribus hostiles, y para cuando llegaron al asentamiento estaban
débiles y cansados.
Esa noche Kereval ordenó organizar un
banquete de bienvenida, y cuando los cinco jóvenes guerreros
hubieron comido, las gentes de la tribu acudieron a escuchar las
noticias. Se reunieron a la entrada de la gran choza de Kereval,
junto al hoyo que había cavado Scathel para Saban; los hombres de
la tribu se acuclillaron cerca de los narradores, mientras las
mujeres permanecían de pie un poco más alejadas. Ya estaban al
tanto de que Lengar había conseguido arrebatar Ratharryn a su
padre, pero ahora los cinco jóvenes hablaban de todo un año de
batallas que se habían librado en las tierras altas entre Ratharryn
y Cathallo. Contaron que las huestes de Ratharryn, con los
refuerzos del grupo de guerreros de Sarmennyn, habían infligido una
serie de derrotas a Cathallo. En las escaramuzas resultaron muertos
ocho hombres de Sarmennyn y una veintena quedaron heridos. Algunos
hombres de Ratharryn también habían salido mal parados, pero las
bajas de Cathallo, según dijeron los jóvenes, fueron
innumerables.
— Su gran hechicera había muerto
durante el invierno —explicó uno de los guerreros—, y semejante
presagio les mermó el ánimo.
— ¿Y qué se sabe de Kital, su jefe? —se
interesó Saban.
— Kital de Cathallo murió —respondieron
los lanceros—. Acabó con él Vakkal en una de las batallas. —Los
hombres que escuchaban golpearon la tierra seca con el cabo de la
lanza para manifestar su satisfacción al oír que un héroe de
Sarmennyn había matado al jefe enemigo—. Su sucesor nos envió
abundantes regalos con la esperanza de llegar a un
armisticio.
— ¿Se aceptaron esos regalos? —quiso
saber Kereval.
— A cambio de un asentamiento llamado
Maden.
— ¿Dónde están esos regalos? —preguntó
Scathel.
— La mitad los hemos dejado a buen
recaudo —respondió el guerrero—, y los traerán a Sarmennyn.
La tribu manifestó su contento ante la
noticia, pero Scathel silenció las muestras de aprobación
incorporándose en toda su estatura.
— ¿Y qué hay de nuestro oro? —preguntó
a los cinco guerreros—. ¿Nos ha hecho llegar Lengar de Ratharryn
parte del oro con vosotros?
— No —confesó el líder de los jóvenes—,
pero nos lo enseñó.
— Os lo enseñó. Qué amable por su
parte. —Scathel hablaba en tono burlón. El sumo sacerdote había
hecho honor a la celebración vistiéndose con un gran manto de lana
entreverado con cientos de plumas de gaviota, de tal modo que
parecía envuelto en tonos blancos y grises. Llevaba el cabello
lanudo atado con una tira de cuero en la que había metido más
plumas y en torno a su cuello colgaba una cadena de huesecillos—.
En Ratharryn tienen expuesto el oro de Erek —señaló con desdén—.
¿Todo el oro?
Esta última pregunta la había espetado con
furia y el tono hizo que cundiera un silencio expectante entre la
muchedumbre que escuchaba. Los cincos hombres estaban
desconcertados.
— Todo no —confesó su líder instantes
después—. Sólo había tres de las grandes piezas.
— Y algunas de las pequeñas también
habían desaparecido —añadió otro de los guerreros.
— ¿Dónde han ido a parar? —inquirió
Scathel con furia.
— Hengall se las había dado a alguien
—dijo el primer hombre—, antes de que llegáramos.
— ¿A quién? —preguntó Kereval,
conmocionado.
— A los de Cathallo.
— Derrotasteis a Cathallo, ¿no? —rugió
Scathel—. ¿No exigisteis que os devolvieran el oro?
— Aseguran que el oro ha desaparecido
—se justificó el joven en tono lastimero.
— ¿Que ha desaparecido? —gritó
Scathel—. ¿Desaparecido? —Se volvió hacia Kereval con una furia
ciega. El jefe, dijo Scathel, había incurrido en un estúpido exceso
de confianza. Había creído las promesas de Lengar, pero parte del
precioso oro estaba ya disperso como excrementos de pájaro. ¿Y
cuánto más oro repartirían todavía? Ahora toda la muchedumbre
estaba de parte de Scathel—. Muy pronto Lengar se creerá seguro
—afirmó Scathel a voz en cuello—. Ha obligado a su enemigo a
suplicar la paz, y de aquí a poco tiempo ya no necesitará de
nuestros hombres. Los masacrará y se quedará el oro. ¡Pero nosotros
lo tenemos a él! —Señaló a Saban—. En mi mano está que Lengar de
Ratharryn pida clemencia a gritos. Le puedo hacer sudar por la
noche, retorcerse de dolor, puedo hacer que le salgan llagas en la
piel, le puedo cegar. Primero un ojo y luego el otro, más tarde las
manos y después los pies, y, antes de arrancarle la vida, privarle
de su virilidad. ¿No creéis que Lengar rezará para que las águilas
vengan volando a devolvernos nuestro oro, conforme todas esas
heridas vayan siendo infligidas en su carne putrefacta?
Los hombres vitorearon su discurso golpeando
en el suelo con las lanzas.
Kereval levantó la mano para que se hiciera
el silencio.
— ¿Prometió Lengar devolvernos el
tesoro? —preguntó a los cinco guerreros.
— Dijo que nos lo daría a cambio del
templo —respondió su cabecilla.
— ¿Habéis escogido ya un templo?
—interpeló Kereval a Camaban.
Camaban pareció sorprenderse de que se
dirigieran a él, como si no hubiera prestado ninguna atención a la
caldeada discusión.
— Estoy seguro de que lo encontraremos
—dijo, como si no tuviera mayor importancia.
— Pero si lo encontráis —inquirió
Scathel con evidente sarcasmo—, y si conseguís trasladarlo, ¿nos
devolverá tu hermano el oro?
Camaban asintió en dirección al
sacerdote.
— Ha accedido a ello.
— Ha accedido —repitió Scathel—. Ha
accedido. Pero en ningún momento nos dijo que se había deshecho de
parte del oro. ¿Qué más nos oculta? ¿Qué más? —Y con esa pregunta,
el adusto sacerdote se acuclilló repentinamente y apoyó la cabeza
en las manos, dejando que su largo cabello cayera hasta el suelo
polvoriento. Gimoteó durante unos instantes, sacudiéndose al
parecer de dolor, y el gentío contuvo la respiración, sabedor de
que estaba hablando con Erek. Saban lanzó una mirada ansiosa a
Camaban, preguntándose por qué su hermano no hacía una exhibición
similar, pero Camaban se limitó a lanzar otro bostezo.
Scathel echó atrás la cabeza y aulló hacia
el despejado cielo de la tarde. El aullido se convirtió en un
gemido no muy distinto de un maullido, y el sacerdote volvió los
ojos de forma que sólo quedara a la vista la parte blanca.
— El dios habla-anunció con voz
áspera—, ¡habla! —Saban se encogió de terror al abrigar fundadas
sospechas de cuál era el mensaje que iba a enviar el dios. Volvió a
mirar a Camaban, pero éste había cogido un gatito perdido y lo
espulgaba con toda tranquilidad—. Debemos derramar sangre —aseguró
Scathel a voz en grito, y con esas palabras extendió una mano hacia
Saban—. ¡Cogedlo!
Una docena de guerreros saltaron a la
rebatiña para sujetar a Saban, que no tuvo tiempo de defenderse.
Haragg intentó apartar a algunos de ellos, pero un golpe propinado
con el cabo de una lanza le hizo caer. Cagan lanzó un gruñido y se
precipitó en apoyo de su padre, con tal energía que hicieron falta
seis hombres para echar al suelo al gigante mudo y mantenerlo boca
abajo junto al hoyo. Saban forcejeó, pero los lanceros lo sujetaron
con fuerza contra la pared de la choza de Kereval. Hicieron caso
omiso de las protestas del jefe, porque las noticias recibidas
acerca de que había desaparecido parte del oro les habían
enfurecido.
El sumo sacerdote se despojó del manto de
plumas de gaviota que llevaba sobre los hombros y quedó
desnudo.
— Erek —gritó—. Lo que haga a este
hombre, házselo a su hermano.
Saban no podía hacer otra cosa que observar
a Scathel acercarse a él. Una expresión de triunfo le iluminaba el
rostro de triunfo y exaltación, y Saban cayó en la cuenta de que
Scathel disfrutaba con aquella crueldad. Camaban no hacía ningún
caso de la confrontación, y se dedicó a rascarle la garganta al
gatito mientras Scathel cogía un filo de sílex a uno de los
sacerdotes.
— Arrebátale el ojo a Lengar —le gritó
Scathel al dios, y alargó la mano izquierda para coger a Saban por
un mechón de cabello. Los lanceros lo sujetaron con más fuerza y
Saban no pudo hacer otra cosa que intentar volver el rostro al ver
aproximarse la hoja.
— ¡No! —ordenó la voz de Aurenna.
El cuchillo se estremeció como una sombra en
el margen del campo de visión de Saban.
— ¡No! —volvió a decir Aurenna—. No
mientras esté yo viva.
Scathel lanzó un bufido y se volvió hacia
ella.
— No mientras esté yo viva —repitió la
joven con calma. Se había abierto paso por entre el gentío y ahora
miraba a Scathel con todo descaro—. Baja el cuchillo.
— ¿Qué te importa este necio? —inquirió
Scathel.
— Me cuenta historias —contestó
Aurenna. Se quedó mirando a Scathel a los ojos, y Saban, que creía
que el sacerdote era alto, vio que la prometida del Sol tenía casi
la misma estatura. Se enfrentaba a él en su esplendor blanco y
dorado y tenía la espalda erguida y el mismo gesto de aplomo que
siempre—. Y cuando me presente ante mi marido —le dijo al
sacerdote—, él os enviará una señal acerca del oro.
Scathel hizo un rictus de amargura. Le
estaba dando órdenes una joven, pero la joven era una diosa y no
tenía otra opción que obedecer; hizo un esfuerzo por humillar la
cabeza y retirarse. —Metedlo en el hoyo —ordenó a dos
lanceros.
Sin embargo, Aurenna volvió a
intervenir.
— ¡No! —se pronunció—. Todavía tiene
muchas historias que contarme.
— Debe ir al hoyo —insistió
Scathel.
— No hasta que yo me marche —dijo
Aurenna, y se quedó mirando a Scathel a los ojos hasta que el
sacerdote cedió e hizo señal a los lanceros de que soltaran los
brazos a Saban.
Y al día siguiente el pilar en el templo de
la prometida del Sol no proyectaba sombra alguna, porque había
gruesas nubes hacia el oeste, pero los sacerdotes decidieron que,
de todos modos, había llegado la hora. Al amanecer partirían hacia
el Templo del Mar y por la tarde enviarían a Aurenna a las
llamas.
Esa noche se levantó un viento que arremetía
contra las techumbres y sacudía los árboles. Saban yacía sobre su
pellejo sumido en la aflicción, y aunque habría jurado que no
durmió en absoluto, no oyó a Camaban moverse en lo más profundo de
la noche y salir a hurtadillas de la choza.
Camaban fue al templo de Malkin a rezarle al
dios del tiempo. Rezó durante largo rato mientras el viento
acometía contra la empalizada del asentamiento y coronaba de blanco
las pequeñas olas del río. Camaban se humilló ante el dios, besó
los pies ennegrecidos del ídolo y regresó a la cabaña de Haragg
para abrigarse con un manto de piel de oso. Oyó los ronquidos de
Cagan y los gemidos que profería Saban en sueños, y cerró los ojos
pensando en el templo en lo alto de las colinas, el Templo de las
Sombras: lo vio transportado como por arte de magia a la colina
verde junto a Ratharryn, y vio al dios del Sol suspendido sobre la
colina, abarcándolo todo en su enormidad resplandeciente; Camaban
se echó a llorar porque sabía que en su mano estaba alcanzar la
felicidad del mundo si no se lo impedían los necios. Y había muchos
necios. Pero él también acabó por dormirse.
Saban fue el primero en despertar al
amanecer. Salió a rastras por la puerta de la cabaña y vio que el
buen tiempo había tocado a su fin. El viento azotaba las copas de
los árboles y nubes de color gris negruzco surcaban el cielo a
escasa altura sobre las colinas.
— ¿Llueve? —preguntó Camaban.
— No.
— ¿Has dormido bien?
— No.
— Yo sí —se jactó Camaban—. De un
tirón.
A Saban le indignaba el buen humor de su
hermano, de modo que salió al asentamiento donde la tribu recién
levantada se preparaba para el día y la noche que tenían por
delante. Llevarían sacas de comida y pellejos de agua al Templo del
Mar porque la ceremonia iba a durar la mayor parte del día, y una
vez que la prometida se hubiera lanzado a las llamas bailarían por
el templo hasta que el fuego hubiera menguado lo suficiente para
que pudieran recoger los huesos carbonizados de Aurenna y
machacarlos hasta convertirlos en polvo.
Kereval, ataviado con un manto de piel de
castor y pertrechado de una enorme lanza con punta de bronce
pulido, ordenó a sus lanceros que abrieran la puerta del
asentamiento. Los guerreros se habían embadurnado los rostros de
almagre y atado el largo cabello con tiras de piel. Hoy no iba a
pescar nadie. Hoy prácticamente toda la tribu acudiría al Templo
del Mar. Procedentes de todo Sarmennyn, las gentes se reunirían
para enviar a la prometida del Sol a su viaje. Haragg observó los
preparativos y luego, incapaz de soportar la escena, se alejó
bruscamente.
— Ven a cazar conmigo —le dijo a
Saban.
— Tu hermano no me lo
permitiría-contestó Saban, al tiempo que señalaba con un gesto de
cabeza a los lanceros que lo vigilaban, siguiendo las órdenes de
Scathel. Hoy Saban iba a convertirse en rehén del sumo sacerdote.
Se preguntó por qué no había huido hacia el este por la noche, y
supo que había sido a causa de Aurenna. La amaba y no podía
abandonarla, aun a sabiendas de que quedándose no podría hacer nada
por ayudarla.
Haragg y Cagan cruzaron el río en un largo
bote y desaparecieron entre los árboles. Un instante después
Scathel salió de la enorme choza de Kereval. El sumo sacerdote
llevaba el manto de plumas, que se encrespaba y vibraba al viento.
Se había endurecido el cabello con fango rojo y llevaba al cuello
una cadena de dientes de monstruo marino. Lucía un cinturón en el
que llevaba envainados dos cuchillos. Leckan, el segundo sacerdote
de más rango, iba ataviado con una capa hecha de piel humana
curtida y los rostros de los dos hombres que habían sido desollados
colgaban a su espalda de tal modo que sus largos cabellos iban a
rastras. Otros sacerdotes llevaban cornamentas. Salieron danzando
de la cabaña y la tribu empezó a mecerse de un lado a otro. Un
tambor comenzó a golpear la piel de su instrumento y el movimiento
adquirió ritmo, al tiempo que alguien empezaba a cantar. Camaban se
sumó a la danza. Llevaba una túnica de piel de ciervo y se había
decorado la cara con franjas de hollín.
Scathel señaló a Saban. «Cogedlo», ordenó, y
una docena de guerreros pintados de rojo rodearon a Saban con sus
lanzas. Lo condujeron al borde del hoyo, pero antes de que lo
pudieran lanzar a sus profundidades apareció Aurenna.
Su blanco rostro estaba ojeroso y
ensombrecido, pero llevaba el sublime cuerpo cubierto con una
túnica de lana recién tejida y el oro renovado brillaba en su pecho
y en torno a su cuello. Le habían peinado el cabello de forma que
le cayera recto por la espalda, pero el viento se lo levantó de
inmediato en su lento caminar hacia los sacerdotes danzantes. No
miró a Saban, sino que mantuvo la vista baja, y cuando Scathel la
llamó, se volvió sumisa hacia la puerta. El gentío profirió un
hondo suspiro y los bailarines se sumaron a la procesión que la
llevaría hasta el Templo del Mar.
Scathel hizo un gesto con la cabeza a los
lanceros que custodiaban a Saban y dos de ellos le arrancaron el
manto de los hombros. Un tercero sacó un cuchillo, le rasgó la
túnica de arriba abajo y le arrancó la prenda de un tirón de modo
que quedara desnudo. «Salta», le ordenó el lancero.
Saban echó un vistazo en derredor por última
vez. Camaban no le miraba y Aurenna había cruzado la entrada. Uno
de los impacientes lanceros le amenazó con su arma y, resignado,
saltó al hoyo que había de ser su prisión. Era profundo y el
impacto de la caída fue doloroso. Al levantarse comprobó que no
podía alcanzar el borde del hoyo. Se colocó el gran entramado de
ramas encima de su celda y se fijó con estacas de madera, que
clavaron a martillazos en la tierra.
Después sólo quedó el suspiro del viento y
el retumbar del tambor, que se fue perdiendo a medida que salía la
tribu del asentamiento. Uno de los dos lanceros que se habían
quedado para vigilar a Saban introdujo un pellejo de agua por entre
las ramas y luego se alejó. Saban se acurrucó en una esquina con
los brazos en torno a las. rodillas y la cabeza enterrada en el
antebrazo.
Aurenna iba a morir. Él sería torturado,
cegado y tullido. Y todo porque el oro había ido a parar a
Ratharryn.
∗ ∗ ∗
En Ratharryn los sacerdotes también habían
decidido que ese día era el del solsticio de verano y, por tanto,
conforme se acercaba el atardecer, la tribu encendió hogueras y se
preparó para la danza del toro y el salto de las hogueras. Derrewyn
permanecía ajena a la exaltación. Se había acurrucado en un rincón
de la choza de Lengar, oculta de los hombres por una cortina de
cuero. Estaba desnuda. Lengar insistía en ello porque le gustaba
humillarla; se refería a ella como la puta de Cathallo. Era la
mujer de Lengar, desposada con él a la fuerza en el templo de
Slaol, pero en las últimas lunas cualquiera de los amigos de Lengar
podía llamar a su choza a Derrewyn y ella se veía obligada a
acudir, a menos que quisiera correr el riesgo de llevarse una
paliza. Tenía cicatrices en el rostro, los hombros y los brazos
allí donde los guerreros borrachos la habían zurrado. Jegar era el
que más se había ensañado con ella, pues era de quien más se reía.
Se mofaba de todos ellos porque no tenía mejor defensa que ésa.
Ahora permanecía agazapada junto a la cortina, escuchaba la
conversación de los tres hombres y notaba moverse a la criatura
dentro de su vientre. Sabía que era hijo de Lengar y estaba
convencida de que sería un niño. Nacería dentro de dos o quizá tres
lunas. Los hombres se interesaban menos por ella ahora que estaba
embarazada, pero, aun así, la insultaban. Sin embargo, ninguno de
ellos había detectado la furia que hervía en su interior. Estaban
convencidos de que la habían doblegado. Los tres hombres dentro de
la choza, Lengar, Jegar y Vakkal, hablaban de Cathallo. Vakkal era
el cabecilla guerrero de Sarmennyn que había ayudado a Lengar a
alzarse con la jefatura; ahora lucía cicatrices azules como los
guerreros de Ratharryn, y también hablaba su idioma. Era uno más de
los hombres que tenían permiso para llamar a Derrewyn a su lecho
cuando quisieran; el privilegio de los amigos de Lengar. Ahora
escuchaba mientras Lengar declaraba que Cathallo estaba a punto
para la derrota. La tribu no se había llegado a recuperar de la
muerte de Sannas y con ella había desaparecido la magia que, según
creía Lengar, protegía a la tribu de Cathallo. De modo que, a
finales del verano, anunció Lengar, Ratharryn volvería a atacar
Cathallo, sólo que esta vez arrasarían el asentamiento de su
enemigo. Derribarían su gran templo, hollarían el Túmulo Sagrado y
se mearían en los túmulos funerarios de los ancestros de
Cathallo.
— ¿Lo oyes, puta? —le espetó Jegar.
Derrewyn no respondió—. Mala zorra —la insultó Jegar, y al oír cómo
se le trababa la lengua, Derrewyn cayó en la cuenta de que estaba
bebiendo el licor de los extranjeros.
— Esta noche —decía Vakkal—, quemarán a
la prometida del Sol en Sarmennyn.
— Tal vez deberíamos quemar a Derrewyn
—sugirió Jegar.
— Slaol no la querría —señaló Lengar—.
Si ofrecemos a Slaol una puta, nos volverá la espalda.
— No se mostrará agradecido —les
recordó Vakkal—, si no contemplamos su ocaso esta noche. —Las
hogueras ya ardían en los campos de Ratharryn y los hombres toro
estaban preparados para bailar entre los postes de madera del
templo de Slaol.
— Debemos irnos —anunció Lengar—.
¡Quédate aquí, puta! —le gritó a Derrewyn detrás de la cortina, y
dejó a uno de sus jóvenes guerreros para que vigilara los tesoros
enterrados en el suelo y ocultos bajos las grandes pilas de
hermosas pieles—. Si esa puta te da algún problema —aconsejó Lengar
al joven lancero—, dale un buen mamporro.
El lancero se acomodó junto al fuego. Era
muy joven, aunque ya poseía dos cicatrices azules en conmemoración
de los dos guerreros de Cathallo que había matado en una batalla en
las lomas de Maden. Al igual que muchos jóvenes de la tribu, sentía
un profundo respeto por Lengar debido a que el nuevo jefe había
conseguido que sus lanceros fueran temidos y sus seguidores
obtuvieran grandes riquezas. El joven soñaba con tener muchas reses
y esposas. Soñaba con una gran cabaña de su propiedad y con que se
entonaran canciones heroicas basadas en sus hazañas.
Un ruido le hizo volver la cabeza y vio que
Derrewyn se había asomado por un lado de la cortina. Estaba
arrodillada, y cuando el guerrero la miró humilló la cabeza en
señal de sumisión. Se había peinado el largo cabello y se había
puesto un colgante de ámbar al cuello, pero por lo demás estaba
desnuda. Mantuvo la mirada baja y emitió un tenue gemido mientras
avanzaba a cuatro patas. El lancero desvió instintivamente la vista
hacia la puerta para ver si alguien miraba, pero no había nadie.
Sólo quedaban en Ratharryn los muy ancianos o los enfermos; el
resto de la tribu estaba en el templo de Slaol, donde los hombres
toro cubrían a las jóvenes en honor al dios del Sol.
El lancero observó acercarse a Derrewyn. La
hoguera tornó lívidas las sombras de sus pequeños pechos e iluminó
su vientre hinchado. Entonces levantó la vista hacia él y en sus
grandes ojos se reflejó una inmensa tristeza. Lanzó un lastimero
gemido y continuó avanzando hacia el calor de la hoguera. El
guerrero frunció el ceño.
— Vuelve atrás —la instó,
nervioso.
— Abrázame —le rogó ella—. Estoy sola.
Abrázame.
— Tienes que volver a tu sitio
—insistió. Temía que aquel vientre reluciente y henchido reventara
si la obligaba por la fuerza a regresar detrás de la cortina.
— Abrázame —repitió ella, y con sumo
cuidado le apartó la lanza y le rodeó el cuello con el brazo
izquierdo—. Abrázame, por favor.
— No —se resistió él—, no. —Pero la
mujer le asustaba demasiado como para apartarla, de modo que le
permitió que acercara su rostro al de ella y le olió el cabello—.
Debes volver ahí —insistió.
Derrewyn metió la mano derecha entre los
muslos, donde tenía escondido el cuchillo con hoja de bronce, y con
un fuerte golpe de abajo arriba se lo clavó en pleno estómago al
joven lancero, que soltó un grito sofocado con los ojos abiertos de
par en par, mientras ella removía el filo en sus entrañas y de un
buen tajo atravesaba la franja de músculo bajo sus pulmones hasta
llegar al entramado de tubos sanguíneos en torno a su corazón, para
notar cómo al joven guerrero se le escapaba la vida a borbollones,
que caían sobre sus muñecas y muslos. Intentó apartarla, pero se
había quedado sin fuerzas. Derrewyn oyó el gorgoteo que emitía su
garganta y vio que se le enturbiaban los ojos, y por primera vez
desde el regreso de Lengar fue auténticamente dichosa. Era como si
el desasosegado espíritu de Satinas hubiera vuelto para colmarla, y
esa idea la hizo quedarse muy quieta; pero entonces el cadáver se
desplomó sobre ella con todo su peso, y la joven arrancó el puñal
ensangrentado y echó al muerto a un lado de modo que la cabeza
cayera sobre el fuego. El cabello, grasiento debido a que se había
limpiado los dedos en sus mechones después de comer, chisporroteó y
llameó intensamente en la penumbra.
Derrewyn ya estaba al otro lado de la choza.
Se acercó al montón de pieles que era el lecho de Lengar, hizo las
pieles a un lado y empezó a cavar en el suelo con el filo
ensangrentado. Abrió la tierra a tajos y ahondó hasta que el
cuchillo chocó contra el cuero, y entonces retiró la tierra con las
manos y sacó un zurrón a la luz de la hoguera.
El zurrón contenía uno de los rombos de
mayor tamaño de Sarmennyn y dos de los pequeños. Esperaba que todo
el oro estuviera allí, pero Lengar debía de haber dividido el
tesoro y escondido las demás piezas en otros puntos de la cabaña.
Durante un instante se planteó la posibilidad de poner patas arriba
toda la choza, remover las pieles y escarbar en el suelo, pero ya
había encontrado tres piezas y sin duda tendría más que
suficiente.
Se puso una túnica de Lengar, se calzó unos
zapatos de cuero y cogió la preciada espada de bronce de Lengar,
que colgaba de uno de los postes de la choza. Se hizo con el zurrón
que contenía las tres piezas de oro y fue hasta la puerta, donde
hizo un alto. Aún no había oscurecido del todo, pero no vio a
nadie, de modo que se remangó los pliegues de la túnica y se agachó
para salir por debajo del dintel.
Había lanceros de vigilancia en los dos
senderos elevados que atravesaban el gran terraplén de Ratharryn,
así que Derrewyn se llegó a la carrera hasta la zanja que había a
medio camino entre las entradas. Ese verano había llovido y el
fondo de la zanja estaba fangoso, pero se arrastró entre el barro y
trepó el enorme terraplén. Avanzó lentamente para confundirse entre
las sombras y, o bien los guardias de las entradas no la vieron, o
Lahanna velaba por Derrewyn esa noche, porque llegó inadvertida a
la cresta del terraplén. Se detuvo allí un instante y volvió la
cabeza para ver que el Sol relumbraba con intensidad a través de
una ranura en los oscuros nubarrones que tapaban el resto del
horizonte hacia el sudoeste. Mientras la tribu bailaba en torno a
los postes del templo, a lo lejos, en las tierras más elevadas, el
nuevo Templo del Cielo se erguía otra vez vacío.
Lanzó un bufido al Sol como si fuera una
gata. Lengar adoraba a Slaol, de modo que Slaol era enemigo de
Derrewyn. Se agazapó sobre las calaveras que coronaban el terraplén
y escupió contra el Sol, que había teñido todas las nubes
amoratadas de rojo y oro. Entonces, de pronto, se esfumó su
esplendor. Y Derrewyn se desvaneció con él. Se deslizó por la
ladera exterior del terraplén y por entre los oscuros árboles hasta
alcanzar el río, donde viró hacia el norte, y al pasar junto a la
isla donde yaciera por vez primera con Saban pensó en él, pero en
su recuerdo no había ni rastro de cariño. Había desterrado de sí el
cariño junto con la bondad, la risa y la compasión, que habían
desaparecido disueltas en sus lágrimas. Se había convertido en la
puta de Cathallo y ahora se iba a cobrar la venganza de
Cathallo.
Cayó la breve noche del solsticio de verano,
y ella continuó camino en dirección al norte.
Después, mucho más tarde, oyó los ladridos
de los sabuesos tras sus pasos, pero iba vadeando el río y los
perros no pueden seguir un espíritu a través del agua, de modo que
Derrewyn se sabía segura. Aún tenía que eludir a los lanceros que
guarnecían Maden y atravesar los pantanos, pero se sentía llena de
confianza y energía porque Lahanna brillaba en las alturas y en su
mano tenía parte del preciado poder del dios del Sol, que
entregaría a Lahanna.
Había escapado, llevaba en su vientre el
hijo de Lengar, y ahora iba a hacer la guerra.
∗ ∗ ∗
En Sarmennyn empezó a llover por la tarde.
El viento ganaba fuerza, la lluvia caía con mayor intensidad y a
través del entramado de ramas Saban alcanzó a ver que el cielo se
había tornado de un turbulento color gris moteado de negro. El
viento arrancaba ramitas de la techumbre de las chozas y la lluvia
empezó a inundar el hoyo.
Cuando resonó el primer trueno, Saban echó
la cabeza atrás y lanzó un grito al dios del trueno. Escarbó en los
costados del hoyo por los que caía el agua a chorro hasta que
encontró una piedra afilada que utilizó para cavar un apoyo en la
tierra. Cavó a tajos un segundo apoyo, un tercero, e intentó
servirse de ellos para subir, pero los pies descalzos resbalaban
sobre la tierra húmeda y caía una y otra vez contra el agua, cada
vez más crecida.
Lloró de impotencia, volvió a encontrar la
piedra e intentó agrandar los apoyos. El agua le llegaba ya a los
tobillos. La lluvia azotaba el entramado y le caía sobre el rostro,
el viento era un constante ulular y el ruido era tan intenso que no
oyó astillarse el armazón de ramas cuando lo retiraron de la boca
del hoyo. Sólo entendió que lo rescataban cuando bajaron hasta su
altura un manto empapado y la voz de Haragg le gritó que se
agarrara.
Saban distinguió a Haragg y Cagan en la
penumbra sobre su cabeza. Se aferró al manto y Cagan lo alzó como
si fuera un niño, levantándolo por los aires para sacarlo del hoyo
y posarlo desmadejado sobre la hierba. Se quedó allí mismo,
empapado y tembloroso, mirando el ojo de la tormenta que había
venido del mar para arremeter embravecida contra la costa. Los
árboles se mecían bajo la fuerza de la imponente tempestad,
mientras brazadas enteras de techumbre eran arrancadas de las
chozas y arrastradas hasta más allá del río. No había ni rastro de
los hombres que se habían quedado para vigilar a Saban.
— Debemos irnos —anunció Haragg, al
tiempo que levantaba a Saban de la hierba, pero Saban se zafó de la
mano del mercader. En vez de eso, fue a la choza de Kereval e hizo
a un lado la cortina casi con la esperanza de encontrar allí a sus
vigilantes, pero la cabaña estaba vacía. Se secó rodando sobre una
gruesa piel y se puso una túnica de pellejo de ciervo.
Haragg le siguió al interior de la
choza.
— Debemos irnos-repitió.
— ¿Adonde?
— Lejos. La locura se ha desbordado.
Debemos alejarte de Scathel.
— Ésta es la locura de Erek —señaló
Saban, mientras se ponía unas botas y un manto y se hacía con una
de las lanzas con punta de bronce de Kereval—. Debemos ir al Templo
del Mar —le dijo a Haragg.
— ¿Para verla morir? —preguntó el
mercader.
— Para ver qué señal envía Erek —aclaró
Saban, y apartó de su camino la cortina de cuero para salir bajo la
estrepitosa lluvia. Uno de los lanceros se encontraba ahora en el
centro del asentamiento, donde miraba en el interior del hoyo
vacío. Al volverse para alertar a su compañero, vio a Saban y echó
a correr hacia él con la lanza en alto.
— Métete en el hoyo —le ordenó, aunque
sus palabras se las llevó la furia del viento.
Saban blandió la lanza. El guardia meneó la
cabeza como para indicar que no tenía intención de atacar a Saban,
sino que sólo quería que volviera de buen grado al hoyo de Scathel.
En vez de eso, Saban echó a andar hacia la entrada del poblado y el
guardia se precipitó a cortarle el paso, pero Saban le apartó la
lanza de un golpe. De pronto, se apoderó de él todo el sufrimiento
de las últimas semanas, la indefensión que había sentido al ver que
Aurenna marchaba tan plácidamente a su muerte, y arremetió contra
el guardia meciendo su propia lanza como un hacha, de tal modo que
el filo le abrió un corte sesgado en el rostro. Empezó a manar
sangre y el viento la dispersó en un surtidor rojizo. Sin dejar de
proferir imprecaciones, le hincó la lanza en el vientre y siguió
asestándole lanzazos hasta que el guardia cayó de espaldas sobre el
barro, y Saban tuvo que apoyar sobre el vientre del guerrero
agonizante la bota que llevaba calzada para sacarle el filo.
Entonces echó a correr y Haragg y Cagan le
siguieron. Saban no huía por miedo al espíritu del hombre a punto
de morir, sino porque el largo día ya tocaba a su fin, aunque
supuso que la oscuridad se debía a las nubes de tormenta más que a
la puesta de Slaol. Y, a su juicio, aquélla era una tormenta como
la que había traído el oro a Ratharryn, una tormenta provocada por
una guerra entre los dioses. Una fuerte ráfaga de viento hizo
tambalear a Saban y casi le arrancó el manto, que batía el aire
sujeto a sus hombros como las alas de un monstruoso murciélago.
Soltó el nudo que lo sujetaba a su cuello y observó alejarse el
cuero aleteando sobre una tierra surcada de torrentes. Continuó su
camino bajo la lluvia, prácticamente cegado y ensordecido por el
viento.
Llegó a las pendientes que se asomaban al
mar y observó sobrecogido cómo el océano intentaba quebrar en
pedazos la Tierra. Las desordenadas olas de crestas blancas tenían
el tamaño de colinas, y su espuma reventaba contra las rocas y
salía disparada contra las negras nubes antes de cernerse hacia el
interior empujada por la tormenta. Saban siguió adelante con la
cabeza gacha, zaherido por la sal y abofeteado por el viento. El
cielo estaba más oscuro que nunca. Haragg y Cagan iban a su lado.
Sin duda Slaol no volvería a aparecer esa jornada, y tal vez, pensó
Saban, no volviera a asomar nunca. Tal vez había llegado el fin del
mundo, y al pensar en ello no pudo menos que lanzar un fuerte
grito.
Un relámpago surcó el cielo con un siseo
para perderse a lo lejos, en el mar, tornando el mundo entero
blanco y negro, y a continuación se oyó el retumbar del trueno en
las alturas, y Saban se estremeció temeroso de los dioses. Subía
por una pequeña colina y otra descarga mellada se desprendió del
cielo en el momento en que alcanzaba la cima, y bajo su cruel
resplandor vio el Templo del Mar a sus pies. En un primer momento,
le pareció que estaba vacío, pero luego reparó en la muchedumbre
que se había dispersado por los campos, donde estaban acurrucados
al abrigo de rocas ladeadas. Sólo unos cuantos hombres permanecían
dentro del círculo del templo y su presencia animó a Saban a
continuar. Haragg y Cagan se quedaron en la cresta de la colina,
refugiados entre las rocas.
Un mar imponente se desgajaba para sumirse
en el olvido a los pies del precipicio, y la espuma salía
proyectada por encima del borde del acantilado para empapar las
piedras del templo. En la repisa, debajo de la cima del acantilado
donde debería haber estado ardiendo una gran hoguera, no había más
que jirones de vapor o humo. Los sacerdotes y los lanceros
permanecían agazapados en el círculo de piedra y, conforme Saban
fue acercándose, vio el vestido blanco de Aurenna entre
ellos.
Seguía con vida.
Algunos lanceros llevaban madera al borde
del precipicio y lanzaban los troncos empapados sobre el fuego ya
casi apagado. Scathel gritaba erguido, su manto despojado de las
plumas por la furia del viento, y si vio la llegada de Saban no
reparó en ella. Kereval parecía horrorizado, temeroso de lo que
significaba aquel presagio.
Camaban vio a Saban, y fue entonces cuando
el joven hechicero comenzó con los rituales. Arrastró a Aurenna
hasta el inicio del sendero que desembocaba en la hoguera, y se
sacó un cuchillo del cinturón para arrancarle las piezas de oro que
había comprado Kereval para sustituir los tesoros perdidos de Erek.
Daba la impresión de que Aurenna estaba sumida en un trance.
Scathel arrostró el viento para proferir un bramido de protesta
contra Camaban, pero éste le gritó algo como respuesta y fue
Scathel quien se hizo a un lado, y entonces Saban se encontró junto
a su hermano.
— Debe ir a las llamas —afirmó Camaban
a voz en cuello.
— No hay llamas.
— Debe ir a las llamas, necio —insistió
Camaban. Asió el cuello del empapado vestido de Aurenna y le lanzó
un tajo con el cuchillo.
Saban sujetó la mano de su hermano para
detenerlo, pero Camaban se zafó de él.
— Así es como se hace —aulló Camaban
por encima de la furia de la tempestad—. Y debe hacerse como es
debido. ¿No lo entiendes? Debe hacerse como es debido.
Y de pronto Saban lo comprendió. Aurenna
debía cumplir su cometido y lanzarse al fuego; y si no lo había, no
era problema suyo. De modo que Saban se hizo a un lado y observó a
su hermano rasgar el largo vestido de Aurenna. La pesada lana
aleteó con fuerza al quedar desgarrada, y entonces Camaban tiró del
paño empapado y volvió a tirar hasta que cayó a los pies de Aurenna
dejándola en carnes vivas.
Estaba desnuda porque así era como acudía
una prometida ante su marido, y ya era hora de que Aurenna se
presentara ante Slaol. «¡Adelante, adelante!», la instó Camaban a
voz en grito. Y Aurenna avanzó, aunque no le resultara fácil, pues
los elementos arremetían contra su esbelta figura, pero, como si
siguiese en trance, se esforzó por continuar adelante y Camaban fue
tras sus pasos, urgiéndola a que continuara mientras los
sacerdotes, aterrorizados, contemplaban la escena desde el círculo
de piedra del templo.
Algún jirón de humo o vapor seguía asomando
por el borde del acantilado para verse reducido a la nada al
instante. Saban caminaba a la altura de Aurenna, pero se mantenía
al otro lado de las piedras que marcaban el sendero sagrado. El
viento incrementó su ferocidad al acercarse la joven al borde. Los
pies le resbalaban sobre la hierba mojada y el cabello empapado
ondeaba a sus espaldas, pero se encorvó y continuó su avance hacia
la tormenta. «¡Adelante! —le gritaba Camaban—. ¡Adelante!»
Al borde del acantilado, Saban vio que
quedaban algunas llamas acechando entre la madera. La pila de
troncos había sido enorme y debían haberla encendido al mediodía y
alimentado con combustible para que el calor fuera más intenso si
cabe, pero el viento, la espuma y la lluvia habían acobardado al
fuego, habían arremetido contra él y lo habían reducido a un montón
de troncos negros, chamuscados y húmedos, aunque en el centro, en
lo más profundo, algunos rescoldos seguían luchando contra la
tempestad.
«¡Venga! —gritaba Camaban exultante—.
¡Venga!» Y Saban y Aurenna levantaron la cabeza para ver que hacia
el sudoeste el horizonte no estaba negro por completo, sino que
había una hendidura con una pequeña herida de color rojo. Allí
estaba el dios del Sol. Observaba la escena y su sangre se veía
reflejada en las nubes. «¡Salta, ahora!», le gritó Camaban a
Aurenna.
El martillazo de un trueno ensordeció el
mundo. Los relámpagos zigzagueaban sobre los acantilados.
«¡Salta!», volvió a gritar Camaban, y Aurenna profirió un grito
aterrorizado, o tal vez triunfal, al lanzarse desde el borde del
acantilado para ir a caer entre los restos de la hoguera empapados
de lluvia y agua de mar. Trastabilló al entrar en contacto con el
suelo, su equilibrio perturbado por la tempestad y los troncos
ennegrecidos que se partieron bajo sus pies, y a continuación se
precipitó contra la pared del acantilado y Saban vio un último
remolino de chispas; de pronto, se extinguió el fuego. Aurenna
había hecho lo que debía y el dios la había rechazado.
Saban saltó a la repisa. Se quitó la túnica
y se la pasó a Aurenna por la cabeza. Al parecer, la joven era
incapaz de alzar los brazos, de modo que le enfundó la prenda para
protegerle el cuerpo de la lluvia. Fue entonces cuando Aurenna le
miró a los ojos y el joven guerrero la rodeó con sus brazos
desnudos y la estrechó con fuerza contra sí, y ella, agotada,
rompió a llorar sobre su hombro al borde del mar azotado por la
tormenta.
Pero Aurenna seguía con vida. Había hecho lo
que se esperaba de ella y el infortunio se había cernido sobre
Sarmennyn.
∗ ∗ ∗
La tempestad empezó a amainar. El mar seguía
arremetiendo contra los acantilados para fundirse, convertido en
blanca espuma, con el aire cada vez más oscuro, pero la tormenta
mermó hasta quedar reducida a meras ráfagas y la lluvia caía fina
en vez de volar al sesgo.
Saban ayudó a Aurenna a subir al borde del
acantilado. Había pasado los brazos por las mangas de la túnica, y
ahora se aferraba a él como si estuviera en un sueño. «¡Se ha
lanzado!», gritaba Camaban a los sacerdotes.
Haragg había descendido de la colina para
sumar su voz a la de Camaban: «¡Se ha lanzado!»
Kereval estaba desolado. Todos sabían que la
suerte de la prometida del Sol presagiaba la fortuna de la tribu
durante el año venidero, y nadie había visto a una prometida
lanzarse al fuego y salir caminando por su propio pie.
Scathel profirió un grito agónico y,
empujado por la furia, arrebató la lanza a uno de los guerreros y
avanzó hacia Camaban. «Has sido tú —le gritó—. Ha sido obra tuya.
Tú has traído la tormenta. Te vieron en el templo de Malkin anoche.
Tú has traído la tormenta.» Al oír aquello, una docena de guerreros
acudieron junto al sumo sacerdote y avanzaron hacia Camaban con
expresión asesina.
Saban había dejado caer la lanza para ayudar
a Aurenna. En ese momento, la joven se aferró a él para que no
pudiera hacer nada por ayudar a su hermano, pero Camaban no
necesitaba ninguna ayuda.
Se limitó a levantar una mano. Con esa mano
sujetaba un rombo de oro; el rombo de gran tamaño que había salido
de la cabaña de Sannas.
Scathel se detuvo. Se quedó mirando el
fragmento de oro y alzó una mano para que se detuvieran los
lanceros.
— ¿Quieres que lance el tesoro al mar?
—amenazó Camaban. Abrió la otra mano para mostrar once rombos
pequeños—. A mí me da igual. —De pronto rompió a reír con
carcajadas de lunático—. ¿Qué me importa a mí el oro de Erek? ¿Qué
te importa a ti? —preguntó a gritos—. Dejaste que te lo
arrebataran, Scathel. Ni siquiera fuiste capaz de proteger tus
tesoros. Despídete de él otra vez. Devuélveselo al mar. —Y se
volvió para amagar que lanzaba los tesoros al viento, cada vez
menos intenso.
— ¡No! —suplicó Scathel.
Camaban volvió a mirarle.
— ¿Por qué no? Lo perdiste, Scathel.
Perdiste el oro de Erek, maldita boñiga reseca de lagarto. Y yo he
traído parte del tesoro. —Alzó bien alto los fragmentos de oro—.
Soy un hechicero, Scathel de Sarmennyn —afirmó con voz rotunda—.
Soy un hechicero y tú no eres digno de la tierra que pisan mis
pies. Hice que los espíritus del aire y los espíritus del viento
viajaran hasta Cathallo para recuperar este oro, oro que ha
regresado a Sarmennyn a pesar de que ibas a quebrantar el acuerdo
que tu jefe estableció con mi hermano. Tú, Scathel de Sarmennyn,
has desafiado a Erek. Quiere que traslademos su templo y le
devolvamos la gloria que le corresponde, y ¿qué hace Scathel de
Sarmennyn? Se cruza en el camino del dios como un cerdo baboso ante
un ciervo. Te opones a los deseos de Erek. ¿Por qué iba a
devolverte el oro que te arrebató Erek? Irá a parar al mar. —Se
acercó al borde del acantilado sobre la hoguera consumida y volvió
a amagar que lanzaba el oro a las encrespadas olas.
— ¡No! —gritó Scathel de nuevo. Miraba
el oro como si se tratara del propio Erek. Ahora le caían lágrimas
por el rostro desvaído y había asomado a sus ojos una mirada de
absoluta admiración. Se hincó de rodillas—. No, por favor —rogó a
Camaban.
— ¿Trasladarás un templo a Ratharryn?
—le preguntó entonces Camaban.
— Trasladaré un templo a Ratharryn
—respondió Scathel con humildad, todavía de rodillas.
Camaban señaló hacia el norte.
— En tu locura, Scathel —dijo—,
construiste en las montañas un doble anillo de piedra. Ése es el
templo que quiero.
— Entonces, lo tendrás —aseguró
Scathel.
— ¿Estamos de acuerdo? —preguntó
Camaban a Kereval.
— Estamos de acuerdo —convino
Kereval.
Camaban seguía sosteniendo en alto el rombo
de mayor tamaño.
— Erek ha rechazado a la prometida
porque tú rechazaste su voluntad. Erek quiere que su templo se
erija en Ratharryn. —Las gentes habían salido de sus refugios y
escuchaban a Camaban, que se alzaba alto e imponente al borde del
oscuro precipicio donde el viento le revolvía el largo cabello
moreno y hacía tabletear los huesos atados a los extremos de sus
guedejas—. Nada se hace sin una razón —explicó a voz en cuello—. La
pérdida de vuestro oro fue una tragedia, pero una tragedia con
significado, y ¿cuál es ese significado? Pues que Erek aumentará su
poder. Propagará su luz hasta el centro del mundo. Reclamará a su
auténtica prometida, la propia Tierra. Nos traerá vida y dicha,
pero sólo si cumples sus deseos. Y si trasladáis su templo a
Ratharryn, todos vosotros seréis igual que dioses. —Se dejó caer,
agotado—. Todos vosotros seréis igual que dioses —repitió.
— Gracias por salvarla —le dijo Saban,
que rodeaba a Aurenna con un brazo.
— No digas tonterías —replicó Camaban
apesadumbrado. Se adelantó y se hincó de rodillas ante Scathel.
Dejó el oro, las doce piezas, sobre la hierba delante de él, y los
dos hombres se abrazaron como hermanos que no se viesen desde mucho
tiempo atrás. Ambos rompieron a llorar y juraron plegarse a la
voluntad del dios del Sol.
Así que Aurenna sobrevivió; Camaban había
triunfado y Ratharryn tendría su templo.
Scathel no sabía
qué hacer con Aurenna: había recorrido el sendero hasta la hoguera
y sobrevivido, algo inusitado para una prometida. Mientras que la
primera reacción de Scathel fue matarla, Kereval se propuso
desposarse con ella, pero Camaban, cuya autoridad no tenía
prácticamente rival en Sarmennyn, decidió que debía quedar libre.
«Erek le ha permitido seguir con vida —anunció a la tribu—, y eso
significa que debe tener un cometido para ella. Si la matamos o la
obligamos a casarse, desafiaremos a Erek».
De modo que Aurenna se fue camino del norte,
donde vivían sus padres, y se quedó allí a pasar el invierno, pero
en primavera regresó al sur con dos de sus hermanos.
Los tres llegaron en una embarcación
elaborada con ramas de sauce combadas para formar un concavidad y
recubiertas de pieles. Aurenna iba vestida con pieles de ciervo y
llevaba el cabello dorado atado en la nuca. Llegó al asentamiento
de Kereval a última hora de la tarde, y el Sol poniente iluminó su
rostro mientras caminaba por entre las cabañas, donde las gentes se
apartaban a su paso. Algunos creían que seguía siendo una diosa,
otros estaban convencidos de que el rechazo de Erek la había
convertido en un espíritu maligno; sea como fuere, todos temían su
poder.
Se agachó a la entrada de la choza de
Haragg. Saban era el único que estaba dentro, tallando sílex para
obtener puntas de flecha. Le gustaba la tarea porque le producía
satisfacción ver salir lascas afiladas de los nudos de piedra
amorfa, pero la luz bajo la que trabajaba quedó bloqueada, y
levantó la vista irritado. No reconoció a Aurenna, pues no era más
que una silueta en contraste con la luz menguante del
exterior.
— Haragg no está aquí —dijo.
— He venido a verte a ti —respondió
Aurenna, y fue entonces cuando Saban la reconoció, y de pronto notó
el corazón demasiado henchido para hablar. Había soñado con volver
a verla, pero temía que su sueño no llegaría cumplirse; ahora la
tenía ante sí. Ella se agachó para entrar en la choza y tomó
asiento delante de él, mientras sus dos hermanos se acuclillaban al
otro lado de la puerta—. He rezado a Erek —continuó en tono grave—,
y me ha dicho que te ayude a trasladar el templo. Ése es mi
destino.
— ¿Tu destino? ¿Trasladar piedras?
—Saban estuvo a punto de esbozar una sonrisa.
— Estar contigo —aclaró Aurenna, y le
miró inquieta como si creyera que Saban fuera a rechazar su
ayuda.
El joven no sabía qué decir.
— ¿Estar conmigo? —preguntó nervioso,
barruntando a qué se referiría exactamente.
— Si me aceptas —añadió, y se sonrojó,
aunque en el interior de la choza no había luz suficiente para que
Saban llegara a apreciarlo—. Estuve todo el invierno rezando a Erek
—continuó Aurenna con voz tenue—, y le pregunté por qué no me había
aceptado y había humillado a toda mi familia. Hablé con nuestro
sacerdote y me dio a beber un cuenco de líquido que me provocó un
violento sueño en el que Erek me comunicó que voy a ser madre del
guardián de su nuevo templo en Ratharryn.
— ¿Vas a ser madre? —inquirió Saban,
sin atreverse apenas a dar crédito a lo que con tanta calma
proponía la doncella.
— Si me aceptas —añadió de nuevo con
humildad.
— No he soñado con otra cosa —confesó
Saban.
Aurenna sonrió.
— Bien —dijo—, entonces me quedaré
contigo, y mis hermanos trasladarán tus piedras. —Le explicó que
sus hermanos, Caddan y Makin, estaban acostumbrados a transportar
grandes trozos de roca de las accidentadas cimas de las montañas
hasta las tierras bajas, donde las familias quebraban los cantos
rodados y elaboraban hojas de hacha—. Y según he oído —continuó con
toda franqueza—, la tarea de trasladar las piedras no os está
resultando nada fácil, ¿verdad?
No era Saban quien estaba teniendo problemas
con la tarea, sino Haragg. Kereval había encomendado al mercader el
traslado del templo, y el hombretón parecía perplejo ante los
problemas concomitantes. Había pasado todo el verano y el otoño
anteriores yendo de aquí para allá, entre el templo de Scathel y el
asentamiento del jefe, y todavía no había decidido cómo iban a
transportarse las piedras o, de hecho, si realmente podían moverse.
Se devanaba los sesos, escuchaba las sugerencias y después se sumía
en la indecisión. Lewydd y Saban estaban convencidos de haber dado
con el método más adecuado, pero Haragg temía aceptar su
consejo.
— Puede hacerse —le dijo Saban a
Aurenna—, pero sólo cuando Haragg decida confiar en Lewydd y en
mí.
— Le diré que confíe en vosotros
—aseguró Aurenna—, le contaré mi sueño y obedecerá al dios.
El regreso de Aurenna inquietó a los
sacerdotes porque temían que el poder de la joven rivalizara con el
suyo, de modo que Saban le construyó una choza al otro lado del
río, más cerca del mar, donde fueron a vivir él y Aurenna. Las
gentes acudían hasta allí desde todo Sarmennyn, e incluso desde las
tierras que bordeaban las fronteras de la región, para que ella les
impusiera las manos. Los pescadores traían sus barcos para que los
bendijera, y las mujeres yermas acudían para que se les otorgara la
bendición de los hijos. Aurenna negaba tener poder alguno, y sin
embargo seguían viniendo e incluso algunos fueron construyendo sus
propias chozas en torno a la de ella hasta que el lugar acabó por
conocerse como el asentamiento de Aurenna. Lewydd, el lancero hijo
de un pescador, también se trasladó a vivir allí con su esposa, y
los hermanos de Aurenna construyeron sus chozas junto a la de éste
y tomaron esposa. Haragg y Cagan también acudieron. Haragg presentó
sus respetos a Aurenna, y se le quitó un peso de encima cuando la
joven le comunicó que Erek había decretado que Saban y Lewydd
trasladarían las piedras del templo. «Mis hermanos desplazarán las
piedras montaña abajo —le dijo a Haragg—, Saban construirá
embarcaciones para transportar las piedras y Lewydd llevará esas
embarcaciones hasta Ratharryn».
Haragg aceptó la palabra de Aurenna y a
partir de ese momento se sumó a Clamaban, que viajaba por todo
Sarmennyn predicando la visión que había tenido, pues para la tarea
de mover las piedras iba a hacer falta la ayuda de la tribu y, por
tanto, había que convencer a todos sus miembros. Al principio de
los tiempos, sermoneaba Camaban, los dioses habían bailado juntos y
las gentes de la Tierra habían vivido bajo su dichosa sombra, pero
los hombres y las mujeres empezaron a adorar a la diosa de la Luna
y la diosa de la Tierra más que al propio Erek y, como
consecuencia, Erek puso fin a la danza. Sin embargo, si conseguían
traer de regreso a Erek recuperarían la antigua dicha. No habría
más inviernos, ni más enfermedad, ni más huérfanos llorando en la
oscuridad. Haragg predicó las mismas creencias y las promesas
fueron recibidas con asombro y esperanza. En apenas un año, la
terca oposición de la tribu a trasladar un templo se tornó en apoyo
entusiasta.
Una cosa era convencer a los súbditos de
Kereval de que desplazaran las piedras y otra asegurarse de que
Lengar aceptara el templo, de modo que Scathel, que ahora había
jurado lealtad a Camaban, fue a Ratharryn en primavera.
— Dile a Lengar que el templo que
enviamos es un templo de la guerra —aconsejó Camaban al sumo
sacerdote.
— Pero no es así —protestó
Scathel.
— Si cree que es un templo de la guerra
—le explicó Camaban con flema—, se mostrará mejor dispuesto a
aceptarlo. Dile que si cambia el oro por las piedras, sus lanceros
se tornarán invencibles. Dile que el trueque lo convertirá en el
mayor guerrero de todo el mundo. Dile que los cánticos de sus
hazañas resonaran un año tras otro hasta el final de los
tiempos.
De modo que Scathel fue a Ratharryn y contó
a Lengar esas mentiras, y a Lengar le causó tal sensación el
sacerdote alto y desvaído y sus promesas de imbatibilidad que le
hizo entrega de media docena más de pequeños rombos, aunque no dijo
nada acerca de los que había robado Derrewyn.
Cuando Scathel regresó de Ratharryn, se
llevó al hijo de Galeth, Mereth, para ayudar a Saban. Mereth era un
año menor que Saban, y había heredado la fuerza y los conocimientos
de su padre. Sabía dar forma a la madera, levantar una piedra,
alzar el poste de un templo o cincelar el sílex, y todo ello lo
hacía con destreza, rapidez y pericia. Al igual que su padre, tenía
grandes manos y un corazón generoso, aunque a su llegada a
Sarmennyn ese corazón iba apesadumbrado por la noticia de que la
madre de Saban había muerto.
Saban la lloró mientras Mereth le relataba
cómo habían llevado su cadáver al Pabellón Funerario.
— Rompimos vasijas en su honor en el
templo de Lahanna —le contó Mereth—. Lengar quiere derribar el
templo.
— ¿Quiere destruir el templo de
Lahanna? —Saban estaba anonadado.
— Cathallo adora a Lahanna, de modo que
Ratharryn ya no puede seguir haciéndolo —le explicó Mereth, y
añadió que Derrewyn había replegado a las gentes de Cathallo.
Yeso también era nuevo para Saban. Derrewyn
había escapado a Cathallo con una criatura en su vientre. Saban
instó a Mereth a que le revelara tantos detalles como pudiese, pero
éste no sabía mucho más de lo que ya le había dicho. La noticia
provocó una satisfacción arrebatadora a Saban, y eso, a su vez, le
hizo sentirse culpable por Aurenna.
— Derrewyn ya debe de haber dado a luz
a la criatura, ¿no? —indagó.
— No he oído nada —respondió
Mereth.
Mientras Mereth y Saban construían narrias y
embarcaciones, Caddan y Makin, los hermanos de Aurenna, fueron a la
montaña para bajar las piedras del templo de Scathel del valle en
las alturas. Utilizaron narrias, cada una del doble de longitud que
la altura de un hombre y la mitad de ancha, compuesta por dos
sólidos patines de roble sobre los que iban cruzadas vigas de
madera. Ese primer año Saban construyó una docena de narrias, y
Lewydd las transportó río arriba desde el asentamiento de Aurenna
en una embarcación hecha con dos cascos unidos por travesanos de
madera. El río serpenteaba por entre los bosques, pasando junto al
asentamiento de Kereval para adentrarse en la parte más inhóspita
de la región, donde los árboles eran escasos y estaban torcidos por
acción del viento, y después dirigirse hacia el norte hasta que
dejaba de ser lo bastante profundo para la embarcación de Lewydd;
pero, para entonces, ya estaba a la sombra de la montaña, donde se
erigía el templo.
Los hermanos de Aurenna necesitaban docenas
de hombres para. mover las piedras, pero Camaban y Haragg habían
concienciado a las gentes de Sarmennyn, y no había escasez de
ayudantes. Las mujeres cantaban mientras los hombres arrastraban
las narrias montaña arriba. Se retiró la mezcla de guijarros y
tierra que mantenían las primeras piedras encajadas en sus fosas y
las fueron descolgando sobre las narrias. Los hermanos de Aurenna
empezaron por las piedras más pequeñas, pues no hacía falta más de
una docena de hombres para levantarlas y dos piedras de ese tamaño
cabían en una sola narria. Una docena de hombres arrastraron la
primera narria hasta el inicio de la pendiente del valle. El peso
de las piedras venció la narria e hicieron falta treinta hombres no
para tirar de ella, sino para evitar que se precipitara desbocada
pendiente abajo. Necesitaron toda una jornada para descender la
ladera con las dos primeras piedras y otra jornada entera para
arrastrar la narria desde las faldas de la montaña hasta la ribera
del río. Les llevaría otros dos años trasladar todo el templo
colina abajo, y en todo ese tiempo sólo una narria se precipitó por
la ladera fuera de control, para luego volcar y partirse con tal
violencia que el pilar que transportaba acabó hecho mil pedazos.
Las piedras de mayor tamaño, ésas que hacía falta treinta o
cuarenta hombres para levantar, se almacenaban junto al río, encima
de sus respectivas narrias, mientras los pilares más pequeños, los
que podían manejar una docena de hombres, se dejaban sobre la
hierba.
Puesto que el templo iba a ir por el río la
mayor parte del trayecto y Lewydd era marinero, sería él el
encargado de transportar las piedras a Ratharryn. El primer año,
después de que hubieran traído las primeras piedras montaña abajo,
cargó dos de las más pequeñas en la misma embarcación que había
transportado las narrias corriente arriba. Destinó una docena de
remeros a los dos cascos e inició la travesía río abajo. La
embarcación, arrastrada por la corriente, iba a buen ritmo, y
Lewydd se confió lo bastante como para llevar las piedras hasta
donde el cauce del río se ensanchaba al ir a morir al mar. Quería
descubrir cómo respondía la embarcación con olas más fuertes, pero
en cuanto las verdes aguas del mar arremetieron contra las proas,
el peso de las piedras hizo que los cascos se separaran y la
embarcación se partió en dos y se hundieron los dos pilares. Haragg
se lamentó a voz en cuello, convencido de que la tarea se estaba
realizando mal, pero Camaban aseguró a los hombres que miraban
desde los acantilados que Dilan, el dios del mar, se había cobrado
su tarifa y ya no se perderían más piedras. Se sacrificó un ternero
en la playa dejando que su sangre corriera hasta el agua, y poco
después se avistaron tres marsopas frente a la costa, indicio que
llevó a Scathel declarar que Dilan había aceptado el
sacrificio.
— Tres cascos, no dos —aconsejó Lewydd
a Saban. Lewydd y su tripulación habían alcanzado la orilla sin
novedad, y el joven marinero decidió que no había sido Dilan quien
provocó el hundimiento de las piedras, sino lo desacertado de la
embarcación—. Quiero que cada embarcación tenga tres cascos
—explicó—, uno junto al otro. Y quiero diez embarcaciones; más, si
encontráis árboles.
— Treinta cascos —exclamó Saban,
preguntándose si habría árboles suficientes en los despoblados
bosques de Sarmennyn para construirlos. Había sopesado la
posibilidad de utilizar embarcaciones que ya tenía la tribu, pero
Camaban insistió en que los barcos debían ser nuevos y dedicarse
únicamente a la gloria de Erek. Una vez transportadas las piedras
al este, se quemarían.
Ese verano fue a la hoguera la nueva
prometida de Slaol y murió en una llamarada de gloria. Las gentes
de Sarmennyn no habían visto nunca a Erek tan rojo, tan henchido y
majestuoso como la noche del solsticio de ese verano, y la
prometida murió sin proferir un solo grito. Aurenna no fue al
Templo del Mar para la ceremonia, sino que se quedó en su choza.
Estaba embarazada.
La criatura nació a principios del año
siguiente. Era un chico y Aurenna lo llamó Leir, que significa «El
que fue salvado», y lo llamó así porque ella se había salvado de
las llamas.
— Lo cierto es que nunca creí que fuera
a morir —le confesó Aurenna a Saban, una tarde de invierno tras el
nacimiento de Leir. Estaban sentados en su piedra, la roca verdosa
con motas rosadas en la orilla del río cerca de su cabaña, y
compartían una piel de oso para protegerse del frío.
— Yo estaba convencido de que morirías
—admitió Saban.
Ella esbozó una sonrisa.
— Acostumbraba a rezar a Erek todos los
días, y, de algún modo, tenía el convencimiento de que me
permitiría seguir con vida.
— ¿Por qué?
Meneó la cabeza casi como si la pregunta de
Saban no tuviera mayor importancia.
— Sencillamente, lo tenía —aseguró—,
aunque apenas si me permitía a mí misma a creerlo. Como es natural,
quería ser su prometida —añadió precipitadamente, con el ceño
fruncido—, pero también quería servirle. Cuando era diosa tuve
sueños, y en esos sueños Erek me dijo que se acercaba la hora del
cambio. Que los tiempos de su soledad estaban tocando a su
fin.
A Saban le incomodaba que le hablara de que
había sido diosa. No estaba seguro de creerla, pero también era
cierto, se decía a sí mismo, que no había crecido en Sarmennyn, y
por tanto no estaba acostumbrado a la noción de que una chica
pudiera convertirse en diosa y mucho menos de que ese cambio
pudiera revertirse.
— Recé para que sobrevivieras.
— Aún tengo esos sueños —aseguró
Aurenna, haciendo caso omiso de sus palabras—. Creo que me cuentan
el futuro, sólo que es como mirar a través de la niebla. Es igual
que como tú me contaste que viste el templo de Scathel por primera
vez, como una forma entre la niebla, y así es como son mis sueños,
pero creo que se irán aclarando. —Se interrumpió—. Espero que se
aclaren —continuó—, pero al menos sigo oyendo la voz de Erek en mi
cabeza, y a veces creo que estoy casada con él, que tal vez soy la
prometida que dejó en la Tierra para hacer su voluntad.
— ¿Para trasladar el templo? —preguntó
Saban, repentinamente celoso de Erek.
— Para poner fin al invierno —aseguró
Aurenna—, y para acabar con el sufrimiento. Por eso vino tu hermano
a Sarmennyn y por eso te salvó de Lengar. Tú y yo, Saban, somos
siervos de Erek.
Ese invierno, Saban y Mereth recorrieron los
bosques al sur de Sarmennyn y dieron con los robles y olmos más
rectos y altos, más altos incluso que los postes más elevados de
los templos de Ratharryn. Apoyaron la frente contra los troncos
suplicando el perdón de los espíritus de los árboles y luego los
talaron, cortaron las ramas y con una reata de bueyes arrastraron
los troncos hasta el asentamiento de Aurenna. Allí dieron forma de
cascos con doble proa a los imponentes árboles. Primero labraron la
parte exterior de los cascos para después dar la vuelta a los
troncos y vaciarlos con azuelas de sílex, piedra o bronce. Una
docena de hombres trabajaban en la ribera del río, cantando sin dar
descanso a los filos de sus hachas y sembrando el suelo de astillas
de madera. A Saban le encantaba el trabajo, porque estaba
acostumbrado a la talla y disfrutaba al ver tomar forma a la suave
madera de color dorado con vetas blancas. Aurenna y las demás
mujeres trabajaban cerca, entonando cánticos mientras cortaban en
tiras las pieles que se utilizarían para sujetar los travesaños a
los cascos y las piedras a los travesaños. Aquéllos fueron días
felices para Saban. Lo habían aceptado como cabecilla del
asentamiento de Aurenna, y todo el mundo trabajaba con un objetivo
común y disfrutaba al ver cómo progresaba su obra. Corrían buenos
tiempos, rebosantes de alegría y trabajo honrado.
Cuando estuvieron terminados los tres
primeros cascos, Lewydd talló un ojo en cada proa para que el dios
que protegía los barcos se mantuviera ojo avizor ante tormentas y
rocas, y luego hizo que colocaran los tres botes uno junto a otro.
Cada embarcación tenía la longitud de tres hombres, y la anchura de
los tres barcos juntos equivalía a la mitad de la longitud de los
cascos, que Saban unió con dos grandes travesaños de roble, más o
menos del grosor de la cintura de un guerrero. Rebajaron los
travesaños con sílex y bronce y encajaron la mitad inferior de cada
uno de ellos en hendiduras practicadas en las regalas de los tres
cascos. Una vez estuvieron insertados los travesaños en los cascos,
los ataron firmemente con largas tiras de piel. Aquel primer barco
era algo monstruoso, y los pescadores sacudieron la cabeza y
comentaron que no flotaría, pero no fue así. Veinte hombres lo
empujaron ribera abajo hasta el fango cuando la marea estaba baja,
y al subir otra vez la marea levantó sin dificultad el triple
casco. Pusieron al barco el nombre de Molot, que significaba
«monstruo», y Lewydd estaba convencido de que soportaría el peso de
la piedra más grande sin sucumbir a la malevolencia del mar.
Camaban viajó hasta Ratharryn a finales del
invierno y regresó a Sarmennyn justo en el momento en que se
terminaba la construcción del Molot. Quedó admirado ante la enorme
embarcación, echó un vistazo a los demás cascos que se estaban
ultimando y se acuclilló a la salida de la choza de Saban para
transmitirle noticias de su hogar. Lengar, le dijo, ostentaba más
poder que nunca, pero Melak de Drewenna había muerto y se habían
disputado la jefatura el hijo de Melak y un guerrero llamado
Stakis. Había salido victorioso Stakis.
— Yeso no nos beneficia en absoluto
—aseguró Camaban. Aceptó un cuenco de gachas que le ofrecía Aurenna
y asintió en ademán de agradecimiento.
— ¿Qué tiene de malo ese Stakis?
—preguntó Saban.
— Nuestras piedras deben pasar flotando
por las aguas que surcan su territorio —le explicó Camaban—, y es
posible que no se muestre amistoso. No obstante, ha accedido a
recibirnos.
— ¿Recibirnos?
— A todos nosotros —respondió Camaban
vagamente, haciendo un gesto con la mano que podría haber abarcado
todo el mundo—. Una reunión de las tribus. Nosotros, Ratharryn y
Drewenna. Una luna antes del solsticio de verano. El problema es
—se interrumpió para coger un puñado de gachas—, el problema
—continuó con la boca llena—, es que a Stakis no le cae nada bien
Lengar. No se lo echo en cara. Nuestro hermano tiene que tener
ocupados a sus lanceros, de modo que ha estado realizando
incursiones para robar el ganado de Drewenna.
— ¿No lucha contra Cathallo?
— Continuamente, sólo que se esconden
tras sus pantanos y su nuevo jefe es un buen guerrero. Es uno de
los hijos de Kital: Rallin.
— El primo de Derrewyn —señaló Saban al
recordar el nombre.
— El cachorro de Derrewyn, más bien
—replicó Camaban en tono vengativo—. Se llama a sí misma hechicera
y vive en la antigua choza de Sannas, donde invoca a Lahanna entre
gimoteos. Rallin no osa ni mear sin su permiso. Es raro —hizo un
alto para comer más gachas—, lo mucho que a la tribu de Cathallo le
gusta ser gobernada por una mujer, ¿verdad? Primero Sannas y ahora
Derrewyn. Una hechicera, nada menos. Remueve la tierra en busca de
hierbas y lanza amenazas. Eso no es hechicería.
— ¿Dio a luz al hijo de Lengar?
—preguntó Saban. De pronto recordó una cara morena enmarcada por
una mata de cabello oscuro, recordó el rostro risueño de Derrewyn,
y después ese mismo rostro llorando y gritando. Lo recorrió un
escalofrío.
— El niño murió —respondió Camaban sin
darle mayor importancia, y lanzó un bufido—. ¿Qué clase de
hechicera es incapaz de mantener con vida a su propio hijo? —Dejó
el cuenco vacío—. Lengar quiere que lleves a Aurenna a la reunión
de las tribus.
— ¿Por qué?
— Porque le dije que es hermosa
—contestó Camaban—, razón más que suficiente para dejarla
aquí.
— Lengar no sería capaz de ponerle un
dedo encima —aseguró Saban.
— Se hace con toda mujer que se le
antoja —replicó Camaban—, y nadie se atreve a plantarle cara por
miedo a sus lanceros. Nuestro hermano, Saban, es un tirano.
Kereval, Scathel, Haragg, Camaban y una
docena de ancianos y sacerdotes acudieron a la reunión de las
tribus. Hicieron falta siete embarcaciones para transportar a la
delegación, y Saban fue con Lewydd en un barco de pesca impulsado
por ocho remeros. El tiempo se anunciaba tempestuoso y la mar se
presentaba crecida, pero eso no preocupaba a Lewydd. «Dilan velará
por nosotros», prometió a Saban, que se enfrentaba a su primer
viaje por mar a carta cabal con cierto nerviosismo.
La flota partió un alba de verano, remando
río abajo hasta que alcanzaron el mar, donde esperaron al socaire
de un promontorio.
— Las mareas —anunció Lewydd, como
justificación de la pausa.
— ¿Qué ocurre con ellas?
— Las mareas no sólo suben y bajan,
sino que son como vientos en el agua. Fluyen arriba y abajo por la
costa, pero, a diferencia de los vientos, se ciñen a un ritmo.
Iremos hacia el este con el viento acuático y cuando se vuelva
contra nosotros descansaremos hasta que vuelva a sernos
propicio.
Lewydd había sacrificado un cochinillo en el
templo de Malkin y untado con la sangre del animal la proa del
bote, y ahora lanzó el cadáver del animal por la borda. Las
tripulaciones de las otras seis embarcaciones hicieron lo
propio.
Cuando cambió la marea, Saban no se dio
cuenta, pero Lewydd mostró su satisfacción y sus ocho remeros
lanzaron un grito y llevaron la embarcación mar adentro. Se
alejaron un buen trecho de la costa antes de virar hacia el este.
Ahora que tenían el viento a sus espaldas, Lewydd ordenó izar una
vela hecha con dos pieles de buey colgadas de una pequeña verga
suspendida de la punta de un achaparrado mástil, y, una vez que el
viento hubo henchido el cuero, a Saban le pareció que la
embarcación volaba, a pesar de que las olas seguían siendo más
rápidas. Los imponentes mares se levantaban tras ellos y Saban
temía que fueran a arrollar el barco, pero entonces se alzaba la
popa, los remeros redoblaban sus esfuerzos, y durante un instante
aterrador la ola hacia avanzar la embarcación con una furiosa
embestida antes de que la cresta pasara por debajo del casco y el
barco volviera a caer al seno de las aguas y la vela restallara
como un látigo. Las demás tripulaciones se mantenían a su altura, y
remaban con tal fuerza que la espuma salía disparada hacia las
alturas. Entonaban cánticos mientras remaban, rivalizando tanto en
la música como en la velocidad, aunque en ocasiones los cantos se
interrumpían mientras los tripulantes achicaban agua de las
embarcaciones con conchas marinas.
A última hora de la mañana, los siete botes
viraron hacia la costa. La marea, explicó Lewydd, estaba cambiando,
y aunque con los remos y la vela aún podían sobreponerse a la
fuerza de la corriente, su avance sería mínimo en comparación con
el esfuerzo, de modo que buscaron refugio en una pequeña bahía. No
desembarcaron, sino que se limitaron a fondear sirviéndose de una
pesada piedra a la que se había practicado un agujero y que
permanecía unida a la embarcación por un largo cabo de tiras de
piel entrelazadas. Las siete embarcaciones pasaron la tarde en el
refugio natural. La mayoría de los hombres de las tripulaciones se
echaron a dormir, pero Saban permaneció despierto y vio aparecer en
los acantilados de la pequeña ensenada hombres con lanzas y arcos
que se quedaron mirando los barcos, pero no hicieron ningún intento
de entrometerse.
Las tripulaciones despertaron bien entrada
ya la tarde y se alimentaron con pescado desecado y agua. Luego
levaron las piedras del lecho marino, izaron las velas y volvieron
a hundir los remos en el mar. Slaol se puso en un resplandor rojo
surcado de nubes veteadas, y todo el encrespado mar a sus espaldas
estuvo brillando impregnado del mortecino matiz sanguinolento hasta
que desapareció el último rastro de color, el gris dio paso al
negro y se encontraron navegando en plena noche. Al principio no
había Luna, y la Tierra se veía oscura, pero daba la impresión de
que el cielo nunca había albergado tantas estrellas. Lewydd mostró
a Saban cómo iba siguiendo una estrella en el grupo que los
extranjeros llamaban el Becerro de la Luna y las gentes de
Ratharryn conocían como el Venado. La estrella surcaba el cielo,
pero Lewydd, al igual que todos los pescadores, conocía su
trayecto, del mismo modo que reconocía los oscuros contornos de las
bajas colinas en la costa norte que, para Saban, no eran más que
meros borrones. Más tarde, cuando Saban despertó del sopor en que
se había sumido, vio que había tierra a ambos lados porque el
inmenso mar se estaba estrechando. Había salido una Luna casi llena
y Saban vio otras embarcaciones a los dos costados en cuyos remos
se reflejaba rítmicamente la luz de Lahanna.
Volvió a dormirse y no despertó hasta el
amanecer. Los remeros impulsaban sus botes hacia el Sol naciente. A
ambos lados había grandes extensiones de fango reluciente y las
gentes caminaban sobre los pliegues del fango y contemplaban las
embarcaciones.
— Están pescando marisco —dijo Lewydd,
y levantó la lanza porque de la orilla sur habían salido una docena
de embarcaciones.
— Muéstrales tu arco —dijo Lewydd, y
Saban enseñó el arma obedientemente. Todos los hombres en las
embarcaciones de Sarmennyn blandieron lanzas o arcos y los botes de
los desconocidos se apartaron de su rumbo.
— Probablemente no son más que
pescadores —supuso Lewydd.
El mar se estrechó entre las amplias
planicies de fango sobre las que complejas trampas de pesca,
trenzadas con cientos de ramitas, constituían oscuros entramados.
Saban, que miraba por la borda, vio estremecerse el lecho
marino.
— Anguilas —le explicó Lewydd—, no son
más que anguilas. Son muy sabrosas. —Pero no había tiempo para
pescar porque la marea ya estaba cambiando, y los remeros cantaban
a voz en cuello, mientras impulsaban las embarcaciones hacia la
desembocadura de un río que iba a morir al mar entre las
relucientes riberas. Lewydd dijo que era el río Sul, el mismo
nombre que se le daba en Ratharryn. Multitud de pájaros alzaron el
vuelo de las orillas fangosas como protesta ante la intrusión de
los botes, y el cielo se llenó de alas blancas y chillidos
estridentes.
Aguardaron a que cambiara la marea otra vez
y luego dejaron que los adentrara en el río Sul. Esa noche
durmieron en tierra, y a la mañana siguiente, libres ya del influjo
de la marea, remaron corriente arriba pasando por debajo de enormes
árboles que a veces se arqueaban sobre sus cabezas para dar lugar a
un túnel verde.
— Esta es la tierra de Drewenna
—anunció Lewydd.
— ¿Has estado aquí alguna vez?
— Cuando iba a la caza de vuestros
jóvenes en sus pruebas —respondió Lewydd con una mueca
socarrona.
— Quizá te vi —aventuró Saban—, pero tú
no me viste a mí.
— O tal vez te vimos —repuso Lewydd—, y
decidimos que no merecía la pena atrapar a un redrojo como tú. —Se
echó a reír y sacó por la borda el asta de la lanza para comprobar
la profundidad del río—. Éste es el camino que seguiremos para
llevar las piedras —dijo.
— ¿Sólo tres días de viaje? —preguntó
Saban, contento de que el viaje hubiera sido tan corto.
— Con las piedras nos costará mucho más
—le previno Lewydd—. Su peso hará que las embarcaciones vayan más
lentas y tendremos que esperar a que haga buen tiempo. Seis días,
tal vez siete. Y más para transportar las piedras río arriba.
Tendremos suerte si conseguimos hacer un viaje al año.
— ¿Sólo uno?
— Si no queremos morir de hambre
—replicó Lewydd, refiriéndose a que los remeros no podían abandonar
sus tareas de pescadores o granjeros durante mucho tiempo—. Tal
vez, en un buen año, podamos realizar dos viajes. —Utilizó el asta
de la lanza no para medir la profundidad, sino para impulsar la
embarcación. Ahora los siete barcos se enfrentaban a la intensa
corriente del río y la mayor parte de las tripulaciones habían
dejado los remos y estaban de pie sirviéndose de la lanza del mismo
modo que Lewydd. De vez en cuando, alcanzaban a ver entre los
árboles campos de trigo y cebada, o pastos con vacas. Los cerdos
hozaban en la ribera del río, donde las garzas anidaban en las
copas de los árboles. Los martines pescadores salían de ambas
riberas en un zumbido resplandeciente.
— ¿Y desde aquí a Ratharryn? —se
planteó Lewydd—. No sé cuánto nos llevará.
Explicó que seguirían el Sul hasta que no
hubiera profundidad suficiente para las embarcaciones, y, a partir
de allí, habría que llevar las piedras a la orilla y arrastrarlas
sobre narrias hasta otro río, quizás a un día de camino. Ese río
desembocaba en el Mai, y una vez en sus aguas las embarcaciones
podrían ir corriente arriba hasta llegar a Ratharryn.
— ¿Más narrias? —preguntó Saban.
— Las construirán las gentes de
Ratharryn. O las de Drewenna —aseguró Lewydd. Ésa era la razón de
que el jefe de Drewenna hubiera convocado la reunión de tribus. Las
piedras debían pasar a través de sus tierras y la operación iba a
requerir su ayuda. Sin duda, Stakis querría una buena recompensa
por ordenar que sus lanceros permitieran el paso de los mojones sin
ningún percance.
El río se iba estrechando bajo el verdor de
los árboles, y ahora cada una de las embarcaciones llevaba una rama
frondosa en la proa para demostrar que los hombres de Sarmennyn
venían en son de paz, y, aun así, los pocos que los veían se
escondían y emprendían la huida.
— ¿Has estado en Sul? —le preguntó
Saban a Lewydd.
— Nunca —respondió éste—, aunque
algunas veces realizamos incursiones en sus inmediaciones. —Explicó
que el asentamiento de Sul era muy grande y estaba muy bien
protegido, y por este motivo las algaras de Sarmennyn siempre se
mantenían alejadas.
El asentamiento era famoso por ser la morada
de una diosa, Sul, que extraía agua caliente del suelo, y, por
tanto, habían dado su nombre al río que serpenteaba por la
hendidura entre las rocas donde burbujeaba su maravilloso
manantial. Drewenna gobernaba el asentamiento y lo protegía con
ferocidad, pues Sul atraía docenas de personas en busca de curación
y los suplicantes debían traer regalos si querían tener acceso a
las aguas. Saban había oído muchas historias acerca de Sul; su
madre le había contado que antaño había sido la guarida de un
monstruo, una bestia inmensa, más grande que un uro, con la piel
dura como el hueso, un enorme cuerno en la frente y tremendas
pezuñas más pesadas que piedras. Cualquiera que quisiese llegar
hasta el agua caliente tenía que eludir al monstruo, y nadie lo
conseguía, ni siquiera el gran héroe Yassana, que era hijo de Slaol
y de cuyas entrañas habían salido las gentes de Ratharryn, pero Sul
entonó una nana y el monstruo apoyó su imponente cabeza en el
regazo de la diosa, que entonces le había vertido un líquido en el
oído, pero al convertirse la bestia en piedra la había atrapado. El
monstruo y la diosa seguían allí, y por la noche, había relatado la
madre de Saban, se oía su triste nana procedente de las rocas de
las que fluía el agua caliente.
El famoso asentamiento se erigía en la
ribera norte del río. Corriente abajo, talados los bosques que
antaño cubrieran el fértil valle, se prolongaban los campos. En la
orilla había varadas una docena de embarcaciones, y algo más allá
Saban vio columnas de humo que se alzaban de las techumbres de
paja. Las colinas se levantaban no muy lejos a ambos lados. Las
laderas eran pronunciadas, pero tenían un aspecto verde y frondoso
comparadas con las pendientes de Sarmennyn estregadas por el
viento.
Las gentes de Sul habían oído que llegaban
embarcaciones por el río, y un grupo de bailarinas aguardaba en la
orilla para dar la bienvenida a Kereval y sus hombres. El
sacerdote, que iba desnudo y blandía un enorme hueso curvado, la
costilla de un monstruo marino, se puso a cuatro patas sobre el
fango, olisqueó el aire en busca de peligro y dio tres vueltas
antes de declarar que el lugar no revestía peligro.
Stakis, un joven guerrero cubierto de
cicatrices que era el nuevo jefe de Drewenna, recibió a los
extranjeros, y Saban se vio en la obligación de traducir las
retóricas salutaciones. Stakis abrazó a Saban y aseguró que le
alegraba conocer al hermano del poderoso Lengar, aunque Saban notó
que su placer era una pose. De hecho, se rumoreaba que Stakis se
había hecho con la jefatura de Drewenna únicamente porque se le
creía lo bastante fuerte como para resistir a las insistentes
exigencias de Ratharryn, mientras que el hijo de Melak, que
confiaba en suceder a su padre, se había mostrado irresoluto.
Lengar no había llegado todavía, aunque un jirón de humo en el
cielo despejado sobre las colinas del este era indicio de que su
partida había sido avistada.
Las bailarinas acompañaron a los visitantes
de Sarmennyn a unas nuevas chozas erigidas especialmente para la
reunión de las tribus, y más allá de las cabañas, en los pastos al
norte del asentamiento, había un tropel de refugios para las gentes
que habían acudido a presenciar la reunión. Había malabaristas
entre la muchedumbre y gente que había domado fieras salvajes:
lobos, martas y un osezno. Un oso de mayor tamaño, un macho grande
y viejo con la piel surcada por cicatrices y las garras del color
de la madera quemada, estaba encerrado en una jaula de troncos, y
Stakis prometió que cuando llegaran los hombres de Lengar se
celebraría un combate entre el oso y sus mejores perros. Una
veintena de esclavas esperaban en las chozas. «Son vuestras.
Disfrutadlas», anunció Stakis.
Lengar llegó esa tarde. Los tambores
anunciaron su arribada y todo el gentío se desplazó hacia el este
para dar la bienvenida a su procesión. A la cabeza iban seis
bailarinas, todas desnudas de cintura para arriba, que barrían la
tierra con ramas de fresno. Las seguía una docena de sacerdotes con
la piel emblanquecida de creta y la cabeza coronada por una
cornamenta. Neel, a quien Saban recordaba como el sacerdote más
joven de Ratharryn, lucía ahora la cornamenta más vistosa como
señal de que era el sumo sacerdote.
Detrás de los sacerdotes venía un grupo de
guerreros, y fueron esos hombres los que provocaron la admiración
de la muchedumbre, pues, a pesar del calor del día, llevaban mantos
de piel de zorro y altos gorros de esa misma piel adornados con
plumas de cisne. Portaban lanzas con punta de bronce y espadas del
mismo material, y todos tenían un aspecto similar, cosa que les
daba una apariencia extraña y formidable. Entre ellos iban los
señores de la guerra de Ratharryn, sus caudillos de batalla,
encabezados por su renombrado jefe. Lengar estaba más corpulento y
llevaba una poblada barba, lo que le hacía guardar un gran parecido
con su padre, pero la mirada de sus ojos con cuernos tatuados era
igual de penetrante y taimada que siempre. Llevaba la túnica de
cuero sobre la que relumbraban unas placas de bronce y se había
tocado la cabeza con un yelmo de bronce del que Saban no había
visto igual. Esbozó una sonrisa furtiva al ver a Saban y se fue a
saludar a Stakis. Las bailarinas de Drewenna rodearon a los recién
llegados, levantando una pequeña nube de polvillo con sus pies.
Detrás de los guerreros iba un grupo de esclavos, algunos con
pesados sacos a la espalda que Saban supuso debían ir cargados de
regalos para Stakis.
Lengar se llegó hasta Saban cuando las
salutaciones hubieron concluido.
— Hermanito —le dijo—, ya no eres un
esclavo.
— No ha sido gracias a ti —replicó
Saban. No había abrazado ni besado a su hermano; ni siquiera le
había ofrecido la mano, pero, al parecer, Lengar no esperaba un
recibimiento cariñoso.
— Si estás vivo, Saban, es gracias a mí
—le espetó Lengar, y se encogió de hombros—. Pero ahora podemos ser
amigos. ¿Está aquí tu mujer?
— No podía viajar.
Lengar entornó los ojos amarillentos.
— ¿Cómo es eso?
— Está embarazada-mintió Saban.
— Y qué. Si pierde un cachorro tendrías
el placer de hacerle otro —se mofó Lengar—. He oído que es
preciosa.
— Eso dicen los hombres.
— Deberías haberla traído. Eso te
ordené, ¿no es así? ¿Has olvidado acaso que soy tu jefe? —Se le iba
encrespando el ánimo, pero meneó la cabeza como para controlarlo—.
Tu mujer puede esperar a otra ocasión —aseguró, y dio una palmada
al tatuaje azul que llevaba Saban en su pecho desnudo—. ¿Nada más
que una cicatriz, hermanito? Y sólo un hijo, según tengo entendido.
Yo he reconocido a siete, pero hay muchos más por ahí. —Cogió a
Saban por la túnica y lo condujo hacia las chozas levantadas aparte
para las gentes de Ratharryn—. Ese templo —le preguntó en voz
queda—, ¿es de veras un templo de la guerra?
— Es el gran templo de la guerra de
Sarmennyn —le aseguró Saban—. Su templo secreto.
Lengar se mostró impresionado.
— ¿Y nos traerá la victoria?
— Te convertirá en el señor de la
guerra más grande de todos los tiempos —afirmó Saban.
Lengar parecía satisfecho.
— ¿Y qué harán las gentes de Sarmennyn
si me llevo su templo y me quedo con su oro?
— Es posible que no hagan nada-contestó
Saban—, pero Slaol te castigará.
— ¿Me castigará? —se ofendió Lengar, y
dio un paso atrás—. Pareces Camaban. ¿Dónde está?
— Ha ido a echar un vistazo al
santuario de la diosa. —Saban señaló con un gesto de cabeza hacia
la alta empalizada de madera que rodeaba el asentamiento y vio que
Jegar se acercaba.
A Saban le asombró cómo el odio se volvía a
apoderar de él al ver a Jegar y, por un instante, toda la aflicción
que le había provocado la suerte de Derrewyn, y que ya creía
olvidada, lo engulló. Debió reflejarse en su rostro, porque a
Lengar lo alegró su reacción.
— Te acuerdas de Jegar, ¿verdad,
hermanito? —le preguntó.
— Me acuerdo de él —contestó Saban,
mirando a los ojos a su enemigo. Jegar se había enriquecido, pues
iba ataviado con un elegante manto de piel de nutria, en torno a su
cuello colgaba una cadena de oro y lucía una docena de anillos de
oro en los dedos, pero, según advirtió Saban, los dedos de su mano
derecha seguían retorcidos en un nudo inútil. Llevaba el cabello
veteado de ocre y la barba trenzada.
— ¿Sólo una cicatriz de muerte, Saban?
—se mofó Jegar.
— Podría tener otra si quisiera
—respondió Saban en tono desafiante.
— ¡Otra! —Jegar fingió estar
impresionado, y a continuación se deshizo del manto de nutria para
mostrar el pecho cubierto de tatuajes. Cada cicatriz azul era una
hilera de puntos practicados en la piel con un martillo y un peine
de hueso—. Todas y cada una de estas cicatrices son el espíritu de
un hombre —se jactó Jegar—. Y cada punto de cada una de las
cicatrices es una mujer tumbada de espaldas. —Puso el dedo sobre
una marca azul—. Esta mujer la recuerdo bien porque se resistió y
gritó. —Miró a Saban con malicia—. ¿Te acuerdas de ella? —Saban
permaneció callado y Jegar sonrió—. Y después, mientras lloraba, me
prometió que la vengarías.
— Mantengo las promesas que se hacen en
mi nombre —aseguró Saban con frialdad.
Jegar se echó a reír a carcajadas, y Lengar
propinó un pequeño puñetazo a Saban en el pecho.
— Deja a Jegar en paz —le previno—.
Mañana hablará por mí. —Hizo un gesto en dirección al amplio
espacio despejado y marcado por un círculo de finos postes de
madera donde se celebrarían las negociaciones entre las tres
tribus.
— ¿No vas a hablar por ti mismo?
—preguntó Saban, sorprendido.
— Me han dicho que ronda un uro por los
bosques al norte de aquí —comentó Lengar con despreocupación—, y
tengo previsto darle caza. Jegar ya sabe qué decir a Stakis.
— Stakis se sentirá insultado —protestó
Saban.
— Muy bien. Él representa a Drewenna y
yo a Ratharryn. Se merece ese insulto. —Lengar empezó a alejarse y
luego se volvió—. Siento que no trajeras a tu mujer, Saban. Me
habría gustado descubrir si es tan hermosa como dice todo el
mundo.
— Sin duda lo es —replicó Jegar,
desafiando a Saban—. La última era hermosa. ¿Sabías que ahora es
hechicera en Cathallo? Lanza maldiciones contra nosotros, pero,
como ves, seguimos con vida. Y vivimos muy bien. —Hizo una pausa—.
Tengo ganas de conocer a tu mujer, Saban. —Esbozó una sonrisa y se
fue tras los pasos de Lengar, ambos riendo a carcajadas.
El oso mató siete perros y después murió.
Tres hombres resultaron asesinados en peleas causadas por el fuerte
licor que Stakis había repartido, y los sacerdotes, temerosos de
que se crearan odios de sangre, mataron a sus asesinos. Luego cayó
la noche y Lahanna vio desde un cielo rebosante de estrellas cómo,
uno tras otro, todos los guerreros borrachos caían dormidos y la
paz se cernía sobre el valle.
∗ ∗ ∗
Camaban no asistió a la reunión de las
tribus. En vez de eso se retiró con Neel, el nuevo sumo sacerdote
de Ratharryn, y le dio instrucciones acerca de cómo debía llevarse
a cabo la construcción del templo. Camaban había traído astillas de
madera a las que Saban había dado forma para que representaran las
piedras, y las hincó en el suelo para construir el doble anillo de
piedras con el pasillo de entrada orientado hacia el lugar por
donde salía el Sol en el solsticio de verano.
— En Sarmennyn las puertas del Sol
estaban de cara a poniente —explicó Camaban—, pero en Ratharryn
deben mirar hacia su lugar de salida.
— ¿Por qué? —indagó Neel.
— Porque queremos dar al bienvenida al
Sol, no despedirlo.
Neel se quedó mirando las astillas de
madera.
— ¿Por qué no vienes y lo construyes
por nosotros? —le preguntó con petulancia. No estaba a gusto con
Camaban porque lo recordaba de cuando era un niño tullido, patético
y mugriento, y Neel no era capaz de reconciliar aquel recuerdo con
el hechicero tan seguro de sí mismo que ahora le daba órdenes—. No
soy constructor —se quejó.
— Eres una sabandija —le reprendió
Camaban—, que le cuenta a mi hermano lo que quiere oír en vez de lo
que de verdad dicen los dioses, pero, si haces lo que te diga,
quizá los dioses se avengan a soportar tu hedor. ¿Por qué habría de
ir a Ratharryn? Cuentas con constructores suficientes sin necesidad
de hacerme perder el tiempo. —Camaban quería visitar las tierras
allende el mar del oeste porque había oído que sus sacerdotes y
hechiceros sabían cosas que aún no habían sido reveladas a las
gentes del continente, y le aburría lo indecible el aspecto
práctico de trasladar o levantar piedras—. No será muy difícil
construirlo —aseguró, y enseñó a Neel cómo se colocaban las piedras
según su altura: las más altas a las puertas del Sol y las de menor
tamaño en el lado opuesto. A continuación, sacó una bolsita de
cuero que contenía una larga tira de tendón—. Cuídalo bien —le
advirtió.
— ¿Qué es?
— La medida del templo. Fija el tendón
en el centro del Viejo Templo y traza un círculo con el otro
extremo. Ese círculo señala el borde externo del círculo de piedra
exterior. El anillo interior está un paso en dirección hacia el
centro.
Neel asintió.
— ¿Qué hacemos con el templo que hay
ahora?
— Dejadlo —respondió Camaban sin darle
mayor importancia—. No hace ningún daño.
A continuación instó a Neel a repetir todas
sus instrucciones y luego a repetirlas una vez más porque quería
tener la seguridad de que el nuevo templo se construiría
exactamente igual que en el valle suspendido entre las montañas en
Sarmennyn.
Mientras Camaban y Neel hablaban se
reunieron las tres tribus. Lengar, tal como había prometido, se fue
a cazar y llevó consigo una docena de hombres, unos cuantos
esclavos y una veintena de perros, de modo que fue Jegar,
pertrechado con su grueso manto de piel de nutria a pesar del calor
del día, quien encabezó la comitiva de los hombres de Ratharryn
hasta el lugar de encuentro.
Se realizó un intercambio de regalos. No es
de extrañar que Stakis se mostrara generoso con sus invitados, pues
tenía intención de pedir un alto precio por el privilegio de
permitir el paso de las piedras de Sarmennyn por su territorio.
Agasajó a Kereval con vellones, pieles, puntas de sílex, vasijas y
una bolsa de precioso ámbar. Le entregó peines, broches y un
hermoso hacha con una hoja de piedra verdosa pulida, y a cambio
recibió un caparazón de tortuga, dos hachas de bronce, ocho vasijas
de licor decoradas y un collar de dientes afilados provenientes de
una extraña criatura marina.
Stakis hizo entrega a Jegar exactamente de
los mismos regalos que había ofrecido a Kereval, y si le ofendió
que fuera Jegar quien los recibía en vez de Lengar, disimuló su
ira. Una vez hechas sus ofrendas, y después de que Jegar hubiera
pronunciado un retórico discurso de agradecimiento, Stakis volvió a
tomar asiento en la parte sur del círculo y dos guerreros de
Ratharryn llevaron los regalos de Lengar al nuevo jefe de Drewenna.
Trajeron las ofrendas en un zarzo de ramas de sauce cubierto con
una piel y lo posaron delante de Stakis, para después retirar la
piel y mostrar toda una cesta llena de puntas de lanza de bronce.
Después llevaron un segundo zarzo sobre el que, al ser descubierto,
se vio que reposaban una espada de bronce, un manojo de flechas y
más de una docena de hachas de piedra. Los hombres que presenciaban
la entrega quedaron impresionados, pues los regalos de Lengar
sobrepasaban las expectativas de cualquiera, pero aún no se había
hecho entrega de todos los obsequios: los dos guerreros llevaban
ahora un tercer zarzo sobre el que resultó haber seis hachas de
bronce, dos cuernos de uro y un montón de pellejos de tejón y
pieles de lobo. Stakis quedó encantado, sobre todo con el más
grande de los cuernos de uro, que cogió en su regazo y observó con
los ojos como platos mientras sacaban de las chozas de Lengar un
cuarto zarzo, el más pesado de todos. Sin embargo, este último lo
posaron en el suelo delante de Jegar y dejaron en su sitio la piel
que lo cubría, dando a entender que el último presente sólo se
entregaría cuando Stakis ofreciera lo que quería Ratharryn.
A Saban le pareció que, para ser un hombre
reacio a hacer regalos, su hermano se había mostrado notablemente
generoso. Scathel, por una vez, estaba satisfecho; de hecho estaba
radiante, porque, ¿cómo iba ahora el nuevo jefe de Drewenna a poner
impedimentos al paso de las piedras? Y cuanto antes estuvieran las
piedras en Ratharryn, antes regresaría el oro de Erek a Sarmennyn.
Sin embargo, Stakis, a pesar de estar agradecido por los obsequios
de Lengar, quería más. Quería contar con la ayuda de Ratharryn para
dar caza al hombre que había sido su rival a la hora de hacerse con
la jefatura de Drewenna. Se decía que el hijo de Melak era un
proscrito oculto en los bosques, pero que se había llevado con él
más de medio centenar de guerreros, y esos hombres realizaban
constantes incursiones en los territorios de Stakis.
— Traedme la cabeza de Kellan en una
cesta —propuso Stakis—, y podréis atravesar mis tierras con todas
las piedras de Sarmennyn.
Haragg se acercó a Jegar y le instó a que
aceptara la oferta, pero Jegar no las tenía todas consigo. Quería
saber dónde estaba Kellan, exactamente cuántos hombres tenía y
cuáles eran sus armas. Y cómo era que Stakis no podía dar caza a su
rival.
Stakis explicó que lo había intentado, pero
Kellan se replegaba una y otra vez hacia el sur de Ratharryn.
— Si vuestros hombres vienen hacia el
oeste —aseguró—, y los míos van hacia el este, lo
atraparemos.
Parecía una propuesta bastante sencilla, y
sin embargo Jegar no lo veía claro. ¿Cómo podía estar seguro Stakis
de que Kellan no había ido hacia el sur y luego hacia el oeste
hasta la tribu de Duran? ¿Había hablado Stakis con el jefe de
Duran?
— Claro —respondió Stakis—, y no ha
visto a Kellan.
— Nosotros tampoco le hemos visto
—aseguró Jegar—. Podríamos buscarle, pero si un hombre no quiere
que lo encuentren, los bosques. pueden ocultarlo indefinidamente.
Mi amigo Saban —ofreció entonces una sonrisa burlona—, quiere
trasladar las piedras pronto. Quizá pueda traer algunas este mismo
verano. Pero si ha de esperar mientras registramos cada árbol y
zarandeamos cada arbusto, las piedras no llegarán nunca. Además, es
posible que Kellan haya muerto.
— Está vivo —aseguró Stakis—. Pero a mí
me basta con que accedáis a dar caza a Kellan —cedió—. Prométemelo,
Jegar, y permitiré que las piedras pasen por mi territorio.
— ¿Sin ninguna otra retribución?
—preguntó Jegar, sin dar una respuesta en firme acerca del asunto
de Kellan.
— Un hombre debe ser retribuido por el
paso de mercancías a través de sus tierras —le recordó Stakis,
volviéndose hacia los emisarios de Sarmennyn—. Por cada piedra que
entre en Drewenna debéis pagarme una pieza de bronce lo bastante
grande como para hacer una punta de lanza, y por cada diez piedras
me pagaréis otra punta de lanza.
— Te daremos una punta de lanza de
bronce por cada diez piedras —ofreció Saban. No tenía derecho a
hablar en nombre de Kereval, pero estaba seguro de que el precio de
Stakis era exorbitante. Tradujo sus palabras al jefe de Sarmennyn,
que asintió a modo de aprobación.
— ¿Cuántas piedras hay? —preguntó
Stakis.
— Diez veces siete —respondió Saban—, y
dos.
Se oyó un grito sofocado proferido por los
hombres de Drewenna. Habían supuesto que tal vez Sarmennyn fuera a
hacer entrega de dos o tres docenas de piedras, pero no de más del
doble de esa cantidad.
— Quiero una punta de lanza de bronce
por cada piedra-insistió Stakis.
— Déjame que hable con Kereval —dijo
Saban, que se inclinó hacia el jefe y pasó a hablar en la lengua de
los extranjeros—. Pide demasiado.
— Le daré diez puntas de lanza —se
plantó Kereval—, ni una más. —Desvió la mirada hacia los regalos al
otro lado del círculo—. Ya tiene una cesta de puntas de lanza. ¿Es
que quiere armar a todos sus hombres con lanzas de metal?
— Por cada diez piedras —propuso Saban
a Stakis—, te daremos una punta de lanza. Eso es todo.
Jegar presenciaba el toma y daca con
regocijo. Antes de que Stakis tuviera oportunidad de responder a la
oferta de Saban, resonó un cuerno en las colinas boscosas al norte
del lugar donde se celebraba la reunión. Stakis frunció el ceño al
oírlo, pero Jegar sonrió con toda calma.
— Lengar está de caza —explicó.
— No hay uros tan cerca de Sul —aseguró
Stakis, mirando hacia los árboles.
— Quizá se ha visto obligado a huir
hasta aquí —sugirió Jegar—, del mismo modo que quieres obligar a
Kellan a huir hacia tus puntas de lanza de bronce.
— ¿Estáis dispuestos a hacerlo?
—inquirió Stakis con creciente impaciencia.
Justo en ese momento resonó el cuerno por
segunda vez, y Jegar se inclinó hacia delante y retiró la cobertura
de piel del cuarto zarzo. Éste no contenía regalos, sino armas. Los
hombres siempre acudían a las reuniones desarmados, pero en ese
momento los guerreros de Ratharryn se precipitaron a recoger lanzas
y arcos, y de pronto un horda de lanceros salió a la carrera de
entre los árboles y las primeras flechas surcaron el aire sobre sus
cabezas para ir a caer entre los hombres de Stakis.
— ¡Atrás! —le gritó Jegar a Saban—.
Regresad a vuestras chozas. No tenemos ninguna pendencia con
Sarmennyn. —Se había despojado de su manto y Saban vio que blandía
una espada de bronce con la mano tullida. La llevaba sujeta con
tiras de cuero, lo que explicaba que hubiera permanecido toda la
reunión arropado con el grueso manto de piel de nutria bajo el que
escondía el arma—. ¡Atrás! —repitió.
Lengar no había salido de caza en absoluto,
sino que había ido al encuentro del resto de sus lanceros en los
bosques al norte de Sul, y ahora atacaba a los hombres desarmados
de Drewenna, y con él iba Kellan y sus guerreros renegados. Stakis
había sido traicionado, engañado y sorprendido, y ahora iba a
morir.
Saban se precipitó hacia las cabañas junto
con el resto de los guerreros desarmados de Sarmennyn. Cogió el
arco y un carcaj lleno de flechas, pero Kereval le agarró por el
brazo.
— Esta lucha no nos concierne —le
previno el jefe.
No fue una lucha en absoluto, sino una
matanza. Algunos hombres de Stakis habían huido hacia el río, donde
intentaban botar unas embarcaciones, pero un grupo de arqueros de
Lengar se cebaron con ellos desde un punto más elevado de la ribera
y sólo dejaron de disparar flechas cuando los lanceros de Ratharryn
llegaron al río y acabaron con los pocos supervivientes. Los perros
aullaban, las mujeres gritaban y los agonizantes lanzaban gemidos.
El propio Stakis, con la mayoría de sus seguidores, había huido
hacia el asentamiento de Sul con Jegar y Lengar tras sus pasos.
Unos cuantos hombres de Drewenna, muy pocos, se precipitación en
dirección a sus atacantes y consiguieron escurrirse entre los
grupos de agresores para alcanzar la arboleda. Cuando Lengar vio
que escapaban, ordenó a Jegar que les diera caza. Lengar se
encaramó de un salto a la cima de la empalizada que rodeaba el
asentamiento y pasó ágilmente al otro lado. Un torrente de sus
lanceros intentaron seguirle, y entonces a alguien se le ocurrió
abrir la empalizada con un hacha y un número todavía mayor de
hombres ensancharon la abertura y se desplegaron por entre las
chozas con techado de paja que bordeaban el río sagrado. Kellan y
sus hombres se sumaron a la matanza en el interior de la cerca
astillada.
Los hombres de Sarmennyn miraban inquietos
desde sus chozas, donde Camaban se habían sumado a ellos.
— Eso es cosa de Lengar —dijo—, no
nuestra. Lengar no tiene ningún asunto pendiente con
Sarmennyn.
— Es una vergüenza —exclamó Saban,
furioso. Oía las invocaciones a sus dioses de los hombres
agonizantes, veía mujeres llorar sobre los muertos y las aguas del
río teñidas por regueros de sangre. Algunos de los atacantes
danzaban jubilosos mientras otros permanecían de guardia junto a
los regalos que Jegar había hecho a Stakis con ánimo traicionero—.
Es una vergüenza —repitió Saban.
— Si tus gentes rompen una
tregua-comentó Scathel en tono desdeñoso—, no es asunto nuestro,
aunque nos beneficia. Sin duda, Kellan nos permitirá atravesar sus
tierras con nuestras piedras sin pagar tributo alguno.
Jegar se había perdido entre los árboles con
una docena de lanceros en pos de los últimos fugitivos de Drewenna.
Saban recordó la promesa que había hecho Derrewyn en su nombre y
también sus juramentos de venganza, así que decidió tomar una
lanza.
— ¿Qué haces? —le espetó Lewydd, y
cuando Saban intentó apartarse, Lewydd lo cogió por el brazo—. Esta
lucha no te concierne —insistió Lewydd.
— Sí me concierne —afirmó Saban.
— No conviene enzarzarse en peleas con
lobos —le advirtió Camaban.
— He hecho una promesa —dijo Saban, y
apartó la mano a Lewydd para echar a correr hacia los bosques.
Lewydd cogió su. propia lanza y le siguió.
Entre los árboles yacían cadáveres y hombres
agonizantes. Al igual que todos los que habían asistido a la
reunión de las tribus, los guerreros de Stakis iban ataviados con
todas sus galas y ahora los hombres de Jegar les estaban despojando
de collares, amuletos y ropas. Levantaron la vista sobresaltados al
ver aparecer a Saban y Lewydd, pero la mayor parte conocían a Saban
y nadie temía a Lewydd, pues el extranjero con tatuajes grises no
era su enemigo aquella jornada.
Saban subió la colina en busca de Jegar y,
al oír un grito a su derecha, corrió entre los árboles para ver a
su enemigo lanzar tajos con su espada a un hombre agonizante. Jegar
llevaba la espada atada a la mano tullida, pero aun así la blandía
con una fuerza sobrecogedora.
Jegar! —gritó Saban, alzando la lanza. Le
habría sido más fácil lanzar una flecha desde la dorada cuerda de
su arco, pero eso habría sido una cobardía—. Jegar! —volvió a
gritar.
Jegar se volvió con los ojos encendidos de
exaltación, y al ver la lanza de caza que Saban tenía en su mano
cayó en la cuenta de que no era un aliado, sino un enemigo. En un
primer momento pareció sorprendido, y luego se echó a reír. Se
inclinó, recogió su pesada lanza de guerra y se irguió para
enfrentarse a Saban con ambas armas.
— He matado a sesenta y tres hombres
—se jactó—, y algunos tenían más cicatrices de muerte que yo.
— Yo he matado a dos, hasta donde sé
—replicó Saban—, pero ahora serán tres. Sesenta y tres espíritus
estarán en deuda conmigo en el más allá y Derrewyn me lo
agradecerá.
— Derrewyn —repitió Jegar con desdén—.
Vaya puta. ¿Morirías por una puta? De pronto se abalanzó contra
Saban, arremetió contra él con la lanza y profirió una carcajada al
ver que Saban se apartaba torpemente—. Vete a casa, Saban —le
aconsejó Jegar, bajando la punta de su lanza—. ¿Cómo iba a
enorgullecerme de matar a un novillo castrado como tú?
Saban le amenazó con la lanza, pero el
guerrero le apartó la punta con un gesto de desprecio. Jegar volvió
a carcajearse, casi con indiferencia; Saban le apartó la lanza de
un golpe, y al ver que la espada se le echaba encima desde el otro
lado tuvo que dar un salto atrás para zafarse de la rápida
acometida. Entonces volvió a arremeter contra él la lanza, y luego
la espada, y se vio retrocediendo desesperadamente a través del
manto de hojas, hipnotizado por los filos relucientes que con tanta
destreza y seguridad manejaba Jegar. La lucha era la vida de Jegar
y se entrenaba con armas todos los días, de modo que había
aprendido mucho tiempo atrás a compensar la desventaja que suponía
su mano tullida. Jegar volvió a acometerle con la lanza y luego, de
pronto, interrumpió su hostigamiento para menear la cabeza de un
lado a otro.
— No merece la pena matarte —se mofó.
Algunos de sus hombres se habían acercado colina arriba para ver la
lucha y Jegar les indicó con un gesto que se marcharan—. Esto es
entre él y yo —les dijo—, pero ya ha acabado.
— No ha acabado —le contradijo Saban, y
acometió con la lanza para retirarla en cuanto Jegar hizo amago de
eludirla; luego volvió a atacarle con ella, esta vez con su
garganta como objetivo, pero Jegar se hizo a un lado y desvió el
arma con la espada.
— ¿De veras quieres morir, Saban? —le
preguntó Jegar—. Porque no lo vas a conseguir. Si te enfrentas a
mí, no voy a matarte, sino que voy a obligarte a caer arrodillado
ante mí y te voy a mear encima, tal como ya hice una vez.
— Seré yo quien mee sobre tu cadáver
—le amenazó Saban.
— Necio —replicó Jegar. A la velocidad
de una serpiente, lanzó un embate con la punta de la lanza que hizo
retroceder a Saban, y luego volvió a arremeter contra él. Saban se
subió de un salto a una roca para quedar por encima de Jegar, pero
el guerrero le lanzó un tajo a las piernas con la espada y le
obligó a subir más arriba todavía. Jegar se echó a reír cuando vio
el miedo reflejado en el rostro de Saban, dio un paso adelante para
ensartarlo en su lanza y entonces fue alcanzado por Slaol.
El haz de luz cayó por entre una miríada de
hojas verdes mecidas por el viento. Fue un lanzazo de luz que se
deslizó entre las ramas para ir a parar a los ojos de Jegar y
deslumbrarlo. El destello sólo duro un instante, pero Jegar vaciló
y volvió la cara, y en ese momento Saban saltó de la roca y hundió
la lanza en la garganta de Jegar. Lanzó un grito mientras lo hacía,
y ese grito era por el tormento que había sufrido Derrewyn y por su
propia victoria, así como por el júbilo que sintió al ver brotar la
sangre de su enemigo a lustrosos borbotones.
Jegar se desplomó. Había dejado caer la
lanza y se cogía la garganta allí donde su respiración burbujeaba
mezclada con sangre oscura. Le recorrió un espasmo, subió las
rodillas hasta el vientre y se le pusieron los ojos en blanco
mientras Saban hacía girar la hoja de bronce una vez y luego otra,
provocando que cayera más sangre sobre las hojas. Sacó la lanza de
la herida, y Jegar le miró con incredulidad. Saban hundió la hoja
en el vientre de su enemigo.
Jegar se estremeció y luego quedó inmóvil.
Saban, con los ojos abiertos de par en par y falto de aliento, se
quedó mirando a su enemigo sin apenas atreverse a creer que Jegar
estaba muerto. Se había creído superado por su contrincante, y así
había sido, pero entonces había intervenido Slaol. Sacó la lanza
del cadáver y se volvió para mirar a los conmocionados guerreros de
Ratharryn.
— Id a decirle a Legar que Derrewyn ha
sido vengada —les encomendó—, y escupió sobre el cadáver de
Jegar.
Los hombres de Jegar se alejaron y Saban se
agachó para desatar las tiras de cuero que sujetaban la espada a la
mano inerte del guerrero.
— ¿Cuánto te quedarás en Sul? —le
preguntó a Lewydd, que había permanecido cerca de Saban durante la
breve contienda.
— No mucho —respondió Lewydd—. Debemos
estar de regreso para el solsticio de verano. ¿Por qué lo
preguntas?
— Regresaré aquí dentro de cuatro días
—dijo Saban—, e iré a Sarmennyn contigo. Espérame.
— Cuatro días —repitió Lewydd, y sintió
un escalofrío al ver lo que hacía Saban—. ¿Adonde vas?
—indagó.
— Regresaré dentro de cuatro días
—insistió Saban, y no quiso decirle nada más. Después recogió su
carga y se fue caminando colina arriba.
La matanza de Sul había tocado a su
fin.
Saban estaba
cansado, hambriento y dolorido. Había caminado durante la mayor
parte de una noche y un día, primero rumbo al este, hacia Sul, y
después siguiendo un hollado sendero de mercaderes que llevaba
hacia el norte a través de unos bosques interminables. Ahora, la
segunda tarde tras su partida de Sul, subía por una colina de suave
pendiente cuyos árboles habían sido talados, aunque hacía ya tiempo
que el helecho había ocupado el lugar de las cosechas que crecieran
sobre aquella ladera. No había cerdos, el único animal que comía
helechos, ni ningún otro ser vivo a la vista. Incluso el aire de
aquella tarde cálida y opresiva se había despoblado de aves, y
cuando se detuvo a aguzar el oído no oyó nada, ni siquiera el
viento entre los helechos, y supo que así era como debía haber sido
el mundo antes de que los dioses crearan a los animales y al
hombre. Las nubes, amoratadas y henchidas en torno al Sol en
lontananza, ensombrecían toda la tierra tras él.
Saban había dejado a Lewydd el arco, el
carcaj y la lanza, y sólo llevaba consigo la túnica de Jegar
manchada de sangre con su pesada carga. Estaba sucio y llevaba el
pelo lacio. Desde que saliera de Sul había estado preguntándose por
qué realizaba aquel viaje y no había dado con ninguna buena
respuesta, aparte de los dictados del instinto y el deber. Tenía
una deuda y la vida estaba llena de deudas que debían saldarse para
que el destino se mostrara favorable. Todo el mundo lo sabía. Si a
un pescador se le concedía una buena pesca, debía ofrecer algo a
los dioses como compensación. Si una cosecha era abundante, había
que sacrificar parte de ella. Un favor engendraba otro favor y una
maldición era tan peligrosa para la persona que la pronunciaba como
para la persona contra la que iba dirigida. Todo lo bueno y lo malo
del mundo estaba equilibrado, y por eso las gentes prestaban tanta
atención a los presagios; aunque ciertos hombres, como Lengar,
hacían caso omiso del desequilibrio. Se limitaban a acumular mal
sobre mal y como consecuencia desafiaban a los dioses, pero Saban
no podía permitirse ser tan inconsciente. Le preocupaba que una
parte de su vida estuviera descompensada, y por tanto había
recorrido aquel largo camino hasta la colina cubierta de helechos
donde nada se movía ni nada emitía sonido alguno. Había un bosque
en la cima de la colina y le arredró la posibilidad de adentrarse
entre sus sombras cada vez más oscuras a medida que se cernía la
noche. Su miedo se acrecentó al acercarse a los árboles, porque
allí donde empezaba el bosque se erguían dos postes de escaso
grosor con cabezas humanas, uno a cada lado del sendero como si
fueran guardianes.
Ya no eran más que meras calaveras porque
los pájaros habían arrancado a picotazos los ojos y la carne,
aunque en una de ellas todavía quedaban restos de cabello unidos a
un cráneo amarillento. Las cuencas de los ojos proyectaban una
ominosa advertencia colina abajo. Da media vuelta, decían las
cuencas, da media vuelta y vete.
Saban siguió adelante.
Entonaba un cántico mientras caminaba. Le
quedaba poco aliento para cantar, pero no quería que una flecha
saliera de entre las hojas con un silbido, de modo que era mejor
anunciar su presencia a los lanceros que vigilaban aquel
territorio. Cantaba la historia de Dickel, el dios de la ardilla.
Era un cántico infantil con una animada melodía que narraba cómo
Dickel quiso engañar al zorro para que le diera su fuerte mandíbula
y sus afilados dientes, pero el zorro se había vuelto en el momento
en que Dickel lanzaba su encantamiento y la ardilla sólo consiguió
la cola roja y espesa del zorro. «Cola inquieta, cola inquieta»,
cantaba Saban, recordando a su madre cantarle las mismas palabras a
él; y entonces oyó un ruido a su espalda, una pisada entre las
hojas, y se detuvo.
— ¿Quién eres, cola inquieta? —preguntó
una voz burlona.
— Soy Saban, hijo de Hengall
—respondió. Oyó que el hombre a sus espaldas contenía la
respiración y supo que estaba sopesando la posibilidad de darle
muerte. Había anunciado que era hermano de Lengar, lo que en
aquellas tierras era razón suficiente para condenarlo, de modo que,
al tiempo que levantaba el bulto cubierto de sangre coagulada que
llevaba en la mano, dijo—: Traigo un regalo.
— ¿Un regalo para quién? —se interesó
el hombre.
— Para tu hechicera.
— Si no le agrada el regalo —le previno
el hombre—, te matará.
— Si no le agrada este regalo —contestó
Saban—, merezco la muerte.
Se volvió para ver que no se trataba de un
hombre, sino de tres, todos con cicatrices de muerte en el pecho,
todos pertrechados con arcos y lanzas, y todos con la expresión
amarga y recelosa de quien libra una batalla interminable pero la
libra con apasionamiento. Vigilaban una frontera protegida por las
calaveras, y Saban se preguntó si todo el territorio de Cathallo
estaba rodeado por las cabezas de sus enemigos.
Los hombres vacilaron y Saban comprendió que
aún se veían tentados de matarle, pero iba desarmado y no mostraba
temor, de modo que, a regañadientes, le dejaron vivir. Dos
guerreros lo acompañaron rumbo al este mientras el tercero se
adelantaba para anunciar la llegada de un intruso. Los dos hombres
apremiaron a Saban, pues la noche ya se les echaba encima, pero el
crepúsculo estival era largo y aún quedaba una tenue luz en el
cielo cuando llegaron a Cathallo.
Rallin, el nuevo jefe, esperaba a Saban a la
salida del asentamiento. Una docena de guerreros permanecían a su
lado, mientras que toda la tribu se había reunido a sus espaldas
para ver al hermano de Lengar que había osado ir a su casa. Rallin
no era mayor que Saban, pero tenía un aspecto formidable porque era
un hombre de gran estatura con anchos hombros y un rostro adusto
recorrido por una cicatriz que iba desde la barba hasta el rabillo
del ojo izquierdo.
— Saban de Ratharryn —saludó Rallin al
recién llegado con parquedad.
— Ahora soy Saban de Sarmennyn
—respondió Saban con una respetuosa inclinación.
Rallin no hizo caso de las palabras de
Saban.
— Aquí matamos a los hombres de
Ratharryn —aseguró—. Los matamos allí donde los encontramos y les
arrancamos la cabeza para ensartarla en un poste. —Un murmullo
recorrió la muchedumbre, y alguien manifestó que la cabeza de Saban
debía sumarse a sus trofeos.
— ¿De verdad es Saban? —preguntó otra
voz, y Saban se volvió para ver a Morthor, el sumo sacerdote con
las cuencas de los ojos vacías, de pie entre el gentío. Ahora tenía
la barba cana.
— Me alegro de verte, Morthor —dijo
Saban, y se arrepintió de haber recurrido a semejante
expresión.
Sin embargo, Morthor sonrió.
— Me alegro de oírte —respondió, y
volvió sus ojos de invidente hacia Rallin—. Saban es un buen
hombre.
— Es de Ratharryn —respondió Rallin con
frialdad.
— Esto me lo hizo la tribu de Ratharryn
—respondió Saban, alzando la mano izquierda con el muñón del dedo—.
Ratharryn me convirtió en esclavo y me desterró. No vengo de
Ratharryn.
— Pero te criaron allí —insistió
Rallin, obstinadamente.
— Si nace un ternero en tu choza,
Rallin —preguntó Saban—, ¿se convierte por ello en tu hijo?
Rallin sopesó la pregunta durante un
instante.
— Entonces, ¿a qué vienes aquí? —exigió
saber.
— A traer un obsequio a la hija de
Morthor.
— ¿Qué obsequio?
— Esto —respondió Saban. Levantó el
bulto pero se negó a desenvolverlo, y entonces resonó un grito como
el chillido de una arpía, y Rallin se volvió para mirar en
dirección al gran terraplén en torno al santuario.
Una figura pálida y delgada se alzaba en
solitario entre la oscuridad del templo. Hizo una seña, y Rallin,
sumiso a su requerimiento, se hizo a un lado para que Saban se
dirigiera hacia la mujer que le esperaba donde las piedras
emparejadas del sendero oeste iban a morir en el terraplén del
templo. Era Derrewyn, y Lahanna brillaba sobre ella para
embellecerla. Llevaba una sencilla túnica de piel de ciervo que le
caía hasta los tobillos y una cadena de huesos en torno al tobillo,
y parecía casi blanca a la luz de la luna. Pero conforme se iba
acercando, Saban vio que su belleza era poco más que el reflejo de
la luna, pues estaba más delgada y su expresión era más airada y
amarga, y su rostro tenía los rasgos más marcados. Llevaba el
cabello moreno recogido en un tirante moño, y su boca, antaño de
sonrisa fácil, era una hendidura de finos labios. Llevaba en la
mano derecha el fémur que acostumbraba a blandir Sannas y lo
levantó al llegar Saban a la altura del último par de piedras de la
avenida.
— ¿Te has atrevido a venir?
—inquirió.
— Para traerte un regalo —respondió
Saban.
Derrewyn miró el bulto, hizo un brusco gesto
de asentimiento y Saban desató la túnica y dejó caer su contenido
sobre la tierra desnuda iluminada por la luz de la luna entre
ambos.
— Jegar —dijo Derrewyn, que reconoció
la cabeza a pesar de la sangre que le tupía la barba y le manchaba
la piel.
— Es Jegar —confirmó Saban—. Le corté
la cabeza con su propia espada.
Derrewyn se quedó mirando la cabeza y torció
el gesto.
— ¿Por mi causa?
— ¿Por qué, si no, iba a traerte la
cabeza?
Miró a Saban y dio la impresión de que una
máscara se desprendía de su rostro, pues esbozó una sonrisa
hastiada.
— ¿Ahora eres Saban de Sarmennyn?
— Así es.
— ¿Y tienes una esposa? ¿Una devota de
Slaol?
Saban hizo caso omiso de la acritud de la
pregunta.
— Todos los extranjeros adoran a Slaol
—respondió.
— Pero acudes a mí —señaló Derrewyn,
con la máscara de furia otra vez en su sitio—, te arrastras hasta
mí con un obsequio. ¿Por qué? ¿Porque necesitas protección de
Lengar?
— No —protestó Saban.
— Pero la necesitas —insistió
Derrewyn—. Mataste a su amigo. ¿No crees que te devolverá el favor?
Toca a uno de esos gusanos de Ratharryn y el resto te perseguirán.
—Frunció el entrecejo—. ¿No crees que Lengar te matará? ¿No crees
que se hará con tu mujer del mismo modo que se hizo conmigo? ¡Le
has hecho daño!
— He venido para traerte esto —dijo
Saban, señalando con un gesto la cabeza de Jegar—, y nada más. —Lo
cierto era que no había pensado mucho en la reacción de Lengar a la
muerte de Jegar. Su hermano estaría furioso, de eso no le cabía
duda, y probablemente querría vengarse, pero Saban suponía que
estaría a salvo en Sarmennyn.
— De modo que me has traído tu regalo y
ya está —le espetó Derrewyn—. ¿Qué esperabas, Saban? ¿Mi gratitud?
—Cogió sus faldas de piel de ciervo y las levantó casi hasta la
cintura—. ¿Es esto lo que quieres?
Saban volvió la vista para mirar hacia los
campos oscuros.
— Quería que supieras que no lo había
olvidado.
Derrewyn dejó caer las faldas.
— Que no habías olvidado, ¿qué?
—preguntó con acritud.
— Que fuimos amantes —respondió Saban—,
y que contigo conocí la felicidad. Y que, desde entonces hasta el
presente, no ha habido un solo día en que no haya pensado en
ti.
Derrewyn le miró fijamente durante un buen
rato y después lanzó un suspiro.
— Sabía que no lo habías olvidado
—dijo—, y nunca perdí la esperanza de que regresaras. —Se encogió
de hombros—. Ahora ya estás aquí. Y bien, ¿vas a quedarte? ¿Nos
ayudarás a combatir contra tu hermano?
— Regresaré a Sarmennyn —respondió
Saban.
Derrewyn lanzó un bufido.
— ¿Para trasladar tu famoso templo?
¿Ese templo que atraerá al gran Slaol a Ratharryn abrasando el
cielo al acudir a vuestra llamada? ¿De veras crees que
vendrá?
— Sí —afirmó Saban—, lo creo.
— ¿Con qué objeto? —Esta vez Derrewyn
se manifestó con claro desdén.
— El que promete Camaban —señaló
Saban—. No habrá más inviernos, ni más enfermedades, ni más
tristeza.
Derrewyn se le quedó mirando, echó la cabeza
atrás y estalló en carcajadas. Su burla resonó en el extremo más
alejado del gran terraplén de creta, que relucía a la luz de la
Luna.
— No habrá más inviernos. No habrá más
tristeza. ¿Lo oyes, Sannas? ¿Lo oyes? ¡Ratharryn proscribirá el
invierno! —Había estado bailando mientras se mofaba, pero
interrumpió la danza y señaló a Saban con el fémur—. No hace falta
que se lo diga a Sannas, ¿verdad? Sabe lo que quiere Camaban porque
él le arrebató la vida. —No esperó respuesta, sino que escupió con
violencia y se adelantó para recoger la cabeza de Jegar por su
ensangrentada coronilla—. Acompáñame, Saban de Sarmennyn —le
invitó—, y averiguaremos si vas a conquistar el invierno con tus
maravillosas piedras del oeste. Ojalá pudieras. Entonces todos
volveríamos a ser felices. Seríamos jóvenes y dichosos, sin dolores
que aquejasen nuestros huesos.
Le llevó hasta el interior del santuario. No
había nadie más, sólo la Luna en cuarto creciente que brillaba
sobre los enormes mojones en los que parecía haber incrustados
minúsculos flecos de luz de estrella. Derrewyn condujo a Saban
hasta la antigua choza de Sannas, que seguía siendo el único
edificio en el interior del terraplén, y una vez allí lanzó la
cabeza de Jegar junto a la entrada antes de levantarse la túnica y
sacársela por la cabeza. Dejó caer el collar de huesos sobre la
prenda.
— Tú también —le instó, indicándole con
un gesto que se quitase la túnica—. No voy a violarte, Saban, sólo
quiero hablar con la diosa. Le gusta que estemos desnudos, del
mismo modo que tus sacerdotes van desnudos para que nada se
interponga entre ellos y sus dioses. —Se agachó y entró en la
choza.
Saban se quitó la túnica y las botas y la
siguió. Alguien, presumiblemente Derrewyn, había colocado un cráneo
de niño encima de la puerta. Debía de haber muerto a muy corta
edad, pues aún se apreciaba la fontanela en la bóveda del cráneo.
El interior de la choza no había cambiado. Había los mismos bultos
colgados de la techumbre en penumbra y los mismos montones de
pieles, cestas de huesos y vasijas con hierbas y ungüentos.
Derrewyn se acomodó con las piernas cruzadas
a un lado de la hoguera e indicó a Saban que se sentara frente a
ella. Alimentó el fuego, que al arder con más fuerza empezó a
proyectar ominosas sombras sobre las alas de murciélago y las
cornamentas suspendidas del poste que sostenía la techumbre. Las
llamas iluminaron el cuerpo de Derrewyn, y Saban advirtió que había
adquirido una extrema delgadez.
— Ya no soy hermosa, ¿verdad?
—preguntó.
— Sí lo eres —respondió Saban.
Ella sonrió al oírlo.
— Mientes, igual que tus
hermanos.
Metió la mano en una vasija de gran tamaño y
sacó unas hierbas secas que lanzó al fuego. Siguió alimentando el
fuego con ellas, un puñado tras otro, de tal modo que las hojitas
pálidas provocaron primero intensas llamaradas y luego empezaron a
ahogar el fuego. Menguó la luz y la choza empezó a llenarse de un
espeso humo.
— Inhala el humo —le ordenó Derrewyn, y
Saban se echó hacia delante e inspiró. Estuvo a punto de
atragantarse y la cabeza empezó a darle vueltas, pero hizo un
esfuerzo por volver a inspirar y apreció algo dulce y empalagoso en
el resquemor del áspero humo.
Derrewyn cerró los ojos y empezó a mecerse
de un lado a otro. Respiraba por la nariz, pero de vez en cuando
dejaba escapar un suspiro, y luego, de repente, se echó a llorar.
Comenzaron a movérsele espasmódicamente los descarnados hombros, se
le desencajó el rostro y empezó a verter lágrimas. Era como si
tuviera el corazón partido. Gemía, suspiraba y sollozaba, y las
lágrimas le surcaban el rostro. Se dobló hacia delante como si
fuera a vomitar y Saban temió que metiese la cabeza entre las
brasas, pero entonces, con la misma brusquedad, arqueó el cuerpo
hacia atrás y se quedó mirando hacia la techumbre acabada en punta
mientras jadeaba intentando recuperar el aliento.
— ¿Qué ves? —le preguntó a Saban.
— No veo nada —respondió éste. Se
sentía mareado, como si hubiera bebido mucho licor, pero no veía
nada. Ni sueños, ni visiones, ni apariciones. Había temido ver a
Sannas de regreso de entre los muertos, pero no había sino sombras,
humo y el cuerpo blanco de Derrewyn con sus marcadas
costillas.
— Veo muerte —susurró Derrewyn. Las
lágrimas seguían cayéndole por las mejillas—. Habrá muchas muertes
—dijo en un murmullo—. Estáis construyendo un templo de
muerte.
— No —protestó Saban.
— El templo de Camaban —continuó
Derrewyn con una voz poco más intensa que el suspiro de un
vientecillo al acariciar los postes de un templo—, el santuario del
invierno, el Templo de las Sombras. —Se meció de lado a lado—. De
sus piedras manará la sangre como una niebla.
— ¡No!
— Y allí morirá la prometida del Sol
—canturreó Derrewyn.
— No.
— Tu prometida del Sol. —Derrewyn
miraba a Saban de hito en hito, pero ésta no le veía porque se le
habían quedado los ojos en blanco—. Morirá allí y su sangre se
derramará sobre la piedra.
— ¡No! —insistió Saban, y su vehemencia
la sacó de su estado de trance.
Enfocó la mirada y compuso un gesto de
sorpresa.
— Sólo digo lo que veo —se justificó
con toda tranquilidad—, y lo que Sannas me permite ver, y ella ve a
Camaban con toda claridad, porque tu hermano le arrebató la
vida.
— ¿Le arrebató la vida? —preguntó
Saban, perplejo.
— Le vieron, Saban —explicó Derrewyn
con voz de hastío—. Un niño vio a un hombre que cojeaba salir del
santuario al amanecer, y esa misma mañana encontraron muerta a
Sannas. —Se encogió de hombros—. De modo que, hasta que Camaban la
libere, Sannas no puede acudir a sus ancestros, y yo no puedo matar
a Camaban porque mataría a Sannas con él y compartiría su suerte.
—Puso gesto de estar acongojada y meneó la cabeza de lado a lado—.
Quiero ir con Lahanna, Saban. Quiero estar en el cielo. En esta
tierra no hay dicha.
— La habrá —la contradijo Saban con
firmeza—. Traeremos a Slaol de regreso y no habrá más inviernos ni
más enfermedades.
Derrewyn esbozó una triste sonrisa.
— No habrá más inviernos —repitió con
melancolía—, y todo, simplemente, restableciendo el canon. —La
sorpresa de Saban le produjo una enorme satisfacción—. Nos
enteramos de todo lo que ocurre en Sarmennyn —le dijo—. Los
mercaderes vienen a hablar con nosotros. Estamos al tanto de
vuestro templo y vuestras esperanzas. Pero, ¿cómo sabéis que se ha
roto el canon?
— Sencillamente, lo sabemos.
— Sois igual que ratones —le espetó con
desdén—, que creen que el trigo crece en provecho suyo y que por
medio de rezos pueden evitar la cosecha. —Derrewyn contemplaba la
incandescencia mate del fuego y Saban la miraba a ella. Intentaba
reconciliar a aquella resentida hechicera con la chica que conoció;
y quizás ella estaba pensado lo mismo, porque de repente levantó la
vista hacia él—. ¿A veces no deseas que todo fuera como antes? —le
preguntó.
— Claro —respondió Saban—, en todo
momento.
Derrewyn sonrió al oír el fervor de su
voz.
— Yo también —confesó en voz queda—.
Éramos felices, ¿verdad?, tú y yo. Pero también éramos unos crios.
Lo cierto es que no hace tanto tiempo, pero ahora tú trasladas
templos y yo dicto los actos de Rallin.
— ¿Qué le dices?
— Que acabe con todo lo proveniente de
Ratharryn, claro. Que mate y vuelva a matar. Nos atacan una y otra
vez, pero los pantanos nos protegen, y si intentan rodearlos les
cortamos el paso en los bosques y los matamos uno por uno. —Su voz
rezumaba sed de venganza—. Y, ¿quién inició la matanza? ¡Lengar! Y,
¿a quién adora Lengar? ¡A Slaol! Regresó a Sarmennyn y se inició en
la adoración de Slaol por encima de cualquier otro dios. Desde
entonces no ha habido cese en las hostilidades. Se ha desatado la
furia de Slaol, Saban, y trae sangre.
— Es nuestro padre —protestó Saban—, y
nos ama.
— ¡Nos ama! —le espetó Derrewyn—. Es
cruel, Saban, y, ¿por qué iba a acabar un dios cruel con nuestro
invierno? ¿O a librarnos de la tristeza? —Se estremeció—. Cuando se
adora a Slaol como a cualquiera de las demás deidades, se le
mantiene a raya, todo permanece en equilibrio. Pero le habéis
puesto a la cabeza de los dioses y ahora va a utilizar su látigo
contra vosotros.
— No —reiteró Saban.
— Y yo me opondré a él —le aseguró
Derrewyn—, pues ése es mi cometido. Y ahora soy enemiga de Slaol,
Saban, porque habrá que poner remedio a su crueldad.
— No es cruel —insistió Saban.
— Díselo a las chicas que quema año
tras año en Sarmennyn —argüyó Derrewyn sin remilgos—, aunque a tu
Aurenna la perdonó, ¿no es así? —Sonrió—. Sé su nombre, Saban. ¿Es
una buena mujer?
— Lo es.
— ¿Cariñosa?
— Sí.
— ¿Y hermosa? —preguntó Derrewyn con
intención. —Sí.
— Pero se la mostraron a Slaol,
¿verdad? ¡Se la ofrecieron! —Pronunció las tres últimas palabras en
un siseo—. ¿Crees que la olvidará? Está marcada, Saban, marcada por
un dios. Camaban también fue marcado. Tiene una medialuna en el
vientre. No confíes en aquellos marcados por los dioses.
— Aurenna no estaba marcada —protestó
Saban.
Derrewyn sonrió.
— Su marca es la belleza, Saban. Lo sé
porque una vez fui hermosa.
— Aún lo eres —señaló Saban con toda
sinceridad, pero ella se rió en su cara.
— Más os valdría construir un centenar
de templos a un centenar de dioses, o construir un templo a un
millar de dioses, que construir ese templo. Más os valdría coger
las piedras y lanzarlas al mar. —Meneó la cabeza como si supiera
que su consejo iba a caer en saco roto—. Tráeme el collar que he
dejado fuera —le ordenó.
Saban obedeció y salió para recoger los
huesos ensartados en un tendón. Se llevó un sobresalto al reparar
que eran los huesos de un niño, costillas menudas y frágiles dedos.
Se los entregó por encima de las ascuas incandescentes, y Derrewyn
cortó el tendón de un mordisco y sacó una vértebra de la sarta. La
hechicera se volvió para coger una vasija roja con una amplia
abertura sellada con cera de abeja. Se sirvió de un cuchillo para
retirar el tapón de cera y de inmediato se propagó por la choza un
terrible hedor que enmascaró incluso los residuos del humo acre,
pero a Derrewyn, que tenía la cabeza directamente encima de la
horrible peste, no pareció importarle. Introdujo el huesecillo en
la vasija, lo sacó y Saban vio que estaba untado de una cola pálida
y pegajosa.
Dejó la vasija a un lado y arrastró hacia sí
una cesta plana entre cuyos contenidos rebuscó hasta dar con las
dos mitades de una cáscara de avellana. Metió el hueso dentro de la
cascara y, con el ceño fruncido de concentración, cerró la cáscara
y la envolvió con una fibra de tendón. Rodeó la cáscara de avellana
una y otra vez con la fibra y luego cogió un cordón de cuero y
convirtió la avellana envuelta en un amuleto que Saban pudiera
llevar colgado del cuello. Se lo entregó y le instó a que se lo
pusiera.
— ¿Qué es? —preguntó Saban, al tiempo
que aceptaba el amuleto con gesto nervioso.
— Un hechizo —contestó sin darle mayor
importancia, mientras cubría la apestosa vasija con un trozo de
cuero.
— ¿Qué clase de hechizo?
— Lengar me dio un hijo —le explicó con
toda tranquilidad—. El hueso que hay dentro de la cáscara es un
hueso de ese niño y el ungüento es lo que queda de su piel.
Saban sintió un escalofrío.
— ¿Un hueso de tu propio hijo?
— Del hijo de Lengar —puntualizó
Derrewyn—. Lo maté del mismo modo que tú matarías una sabandija.
Nació, Saban, lloró pidiendo leche y le corté el gaznate. —Se quedó
mirando sin parpadear a Saban, que volvió a estremecerse e intentó
imaginar el odio que había inundado el alma de Derrewyn—. Sin
embargo, volveré a tener una criatura —continuó—. Tendré una hija y
la educaré para que sea una hechicera como yo. Esperaré hasta que
Lahanna me diga que ha llegado el momento adecuado, y entonces me
acostaré con Rallin y alumbraré una niña que sirva de guía a esta
tribu cuando yo haya muerto. —Lanzó un suspiro e indicó con un
gesto de cabeza el amuleto de la cáscara de avellana—. Dile a
Lengar que su vida está atrapada dentro de esa concha, y si te
amenaza, te ataca o tan siquiera te ofende, destruye el amuleto.
Aplástalo con una piedra o quémalo y morirá. Díselo.
Saban se colgó la cáscara de avellana al
cuello junto al colgante de ámbar que le había regalado su
madre.
— Si tanto le odias —dijo—, ¿por qué no
aplastas el amuleto tú misma?
Derrewyn sonrió.
— También era hijo mío, Saban.
— Así que… —comenzó Saban, pero no fue
capaz de continuar.
— Aplasta el amuleto —insistió—, y
también me harás daño a mí. Quizá no me mates, pues la magia ha
salido de mí y en mi mano está hacer encantamientos para
contrarrestarla, pero me hará daño. Me hará daño. ¡No! —Había visto
que iba a quitarse el amuleto—. Lo necesitarás, Saban. Me has
traído un regalo y ahora debes llevarte el mío. Me has entregado la
vida de Jegar, de modo que ahora te hago entrega de la vida de tu
hermano porque, créeme, él quiere la tuya. —Se frotó los ojos y
pasó por su lado para salir al aire libre. Saban la siguió.
Derrewyn se puso la túnica de piel de ciervo
por la cabeza y se inclinó para observar de cerca de la cabeza de
Jegar. Le dio la vuelta y escupió sobre sus ojos.
— La ensartaré en un poste delante de
la entrada de esta cabaña —aseguró—, y un día, tal vez ponga la
cabeza de Lengar junto a ésta.
Saban se vistió.
— Me iré al amanecer —anunció—, con tu
permiso.
— Con mi ayuda —señaló Derrewyn—.
Ordenaré a algunos lanceros que te acompañen para que no sufras
ningún contratiempo. —Metió la cabeza de Jegar dentro de la choza
de un puntapié—. Volveremos a encontrarnos, Saban —dijo, y
entonces, de repente, se volvió y lo abrazó, enterrando el rostro
en su túnica y aferrándose a él con una fuerza inusitada. Saban la
notó temblar y la rodeó con sus brazos.
De inmediato, ella se apartó.
— Te daré comida —le dijo con
frialdad—, y un lugar donde dormir. Y por la mañana puedes
partir.
Por la mañana, partió.
∗ ∗ ∗
Lengar ya había vuelto a Ratharryn cuando
Saban regresó a Sul.
— Creyó que habías huido —le dijo
Lewydd a Saban.
— ¿No le dijiste que iba a
regresar?
— No le dije nada. ¿Por qué iba a
hacerlo? Pero cuanto antes regreses a tu hogar en Sarmennyn, mejor.
Quiere verte muerto.
Saban se llevó la mano al bulto de la
cáscara de avellana bajo su túnica, pero no dijo nada al respecto.
No tenía la certeza de que fuera a funcionar ni sabía si llegaría a
necesitarlo siquiera. Si permanecía en la lejana Sarmennyn, no le
haría falta enfrentarse a Lengar nunca más, y por tanto se alegró
cuando, un día después de su regreso de Cathallo, Kereval salió por
fin del manantial de agua caliente en el que había permanecido a
remojo porque, según decía, le aliviaba el dolor de los huesos. El
regreso por mar rumbo al oeste fue mucho más duro porque los barcos
tenían el viento de cara y, aunque las mareas seguían impulsándolos
la mitad del tiempo, el viaje requirió mucho más esfuerzo por parte
de los remeros y les llevó una jornada más que a la ida. Sea como
fuere, al cabo, los botes viraron al alcanzar el promontorio y las
tripulaciones entonaron sus cánticos mientras la marea los empujaba
río arriba hacia el asentamiento de Kereval.
Al día siguiente, Saban recogió glasto de
una ladera y Aurenna lo hirvió en agua, y cuando el tinte estuvo
preparado, practicó un segundo tatuaje de muerte en el pecho de
Saban. Grabó las marcas con un peine introduciendo bien adentro el
tinte a golpe de martillo. Mientras realizaba la tarea, Saban le
contó lo ocurrido en Sul y cómo le había llevado la cabeza de Jegar
a Derrewyn. Después, mientras la sangre se secaba sobre su pecho,
él y Aurenna se sentaron a la orilla del río y ella empezó a
juguetear con la cáscara de avellana.
— Háblame de Derrewyn —le pidió.
— Ahora está delgada —le contó Saban—,
y amargada.
— No se le puede culpar —se compadeció
Aurenna. Miró la cáscara y frunció el ceño—. No me gusta. Al dar
rienda suelta a una maldición puede salir perjudicado quien la
lanza.
— Es posible que me mantenga con
vida-señaló Saban, al tiempo que se la cogía—. Conservaré el
amuleto hasta que muera Lengar y después lo enterraré. —Se lo
volvió a colgar al cuello. No se atrevía a enseñárselo a Camaban
por miedo a que su hermano lo utilizara para hacer daño a Derrewyn,
de modo que lo mantenía a buen recaudo. También temía que Camaban
le preguntara por su viaje a Cathallo y le tildara de necio por
haberlo llevado a cabo, pero Camaban estaba inmerso en la
preocupación de encontrar un mercader que le llevara a la isla
allende el mar del oeste. Acabó por dar con unos hombres que iban a
emprender el viaje con un cargamento de puntas de sílex y se fue de
Sarmennyn.
— Aprenderé los secretos de sus
sacerdotes —le dijo a Saban—, y regresaré cuando haya llegado la
hora.
— ¿Y cuándo será eso?
— Cuando regrese, claro está-replicó
Camaban, mientras subía a bordo de la embarcación. Uno de los
mercaderes le entregó un remo, pero Camaban lo apartó
desdeñosamente de un manotazo—. Yo no remo —anunció—. Me siento y
vosotros remáis. Ahora, llevadme. —Se cogió a las regalas de la
embarcación y la corriente lo llevó río abajo hacia el mar.
Había preparados diez barcos para
transportar los pilares del templo, todos ellos con triple casco y
bien trincados. Los remolcaron río arriba hasta donde crecía la
alta hierba en torno a las pilas cada vez mayores de piedras para
la construcción del templo. Una embarcación tenía espacio para dos
de las piedra más pequeñas, las que alcanzaban la estatura de un
hombre, pero las más grandes ocupaban todo un bote, y Saban
emprendió la carga de uno de aquellos inmensos mojones. Durante la
marea alta, remolcaron una de las embarcaciones hasta la orilla del
río y amarraron firmemente la proa a la ribera. Saban ordenó alzar,
por medio de una palanca, uno de los extremos de la piedra, que
continuaba apoyada sobre la narria, y deslizó un travesaño debajo
de ella. Alzaron el otro extremo para meter tres travesaños más
debajo de la piedra, y acto seguido cuarenta hombres asieron los
maderos y emprendieron el trayecto hasta la embarcación. Los
hombres sólo tenían que recorrer unos pasos cargados con el enorme
peso, pero, aun así, cundió el nerviosismo cuando se adentraron en
el agua y fue necesaria otra docena de hombres para estabilizar la
piedra. Sudaban a raudales, pero poco a poco fueron avanzando hasta
que la piedra quedó suspendida sobre los maderos cuadrados que
abarcaban los tres cascos. Bajaron la carga y el barco se hundió
tanto en el agua que uno de los cascos encalló en el lecho del río.
Lewydd y doce hombres desencallaron la embarcación y Saban vio el
escaso francobordo que tenía el casco. No obstante, Lewydd aseguró
que sobrevivirían al viaje a Ratharryn si Malkin, el dios del
tiempo, se mostraba propicio. Él y una docena hombres subieron a
bordo y remaron río abajo. Una horda exaltada los siguió por la
orilla.
Les llevó tres días cargar los diez botes.
Mientras cinco de las embarcaciones llevaban piedras de gran
tamaño, otras cinco daban cabida a dos de las más pequeñas, y una
vez estuvieron atadas las piedras a los maderos, los barcos se
pusieron en camino río abajo. Había dos tramos del río en que el
agua no tenía la profundidad suficiente, y los hombres tuvieron que
acarrear los botes como si fueran narrias para vadearlos, pero dos
días después todas las embarcaciones llegaban sanas y salvas al
asentamiento de Aurenna, donde las amarraron a árboles. Cuando
bajaba la marea, los grandes cascos reposaban sobre el fango, y
cuando volvía a subir flotaban en el agua y lanzaban inquietos
tirones a sus amarras.
Era el tiempo adecuado lo que esperaban. Ya
estaban a finales de verano, pero Lewydd rezaba en el santuario de
Malkin todas las mañanas y luego subía a la cima de las colinas
detrás del asentamiento para escudriñar el horizonte hacia el
oeste. Esperaba a que amainara el viento y el mar se encalmase,
pero esos últimos días estivales el viento parecía imparable y las
olas grises rugían interminablemente desde el oeste para quebrarse
en espuma blanca contra la costa rocosa.
Se recogieron las cosechas y comenzaron las
lluvias, que, procedentes del océano, arremetían en aguaceros
torrenciales de tal intensidad que Saban se veía obligado todos los
días a achicar el agua de lluvia de los barcos amarrados. Los
cielos continuaban encapotados y empezó a perder las esperanzas de
que pudieran llegar a transportar las piedras, pero Lewydd no
perdió el ánimo en ningún momento y su optimismo quedó justificado
cuando una mañana Saban despertó para encontrarse con una extraña
calma. El día era cálido, los vientos habían amainado y los
pescadores aseguraban que el buen tiempo duraría. Ocurría a menudo,
dijeron, que, entrado ya el año, justo antes de que el otoño
trajera terribles tempestades, Malkin enviaba largos días de
bienaventurada calma. Así que cargaron las diez embarcaciones con
pellejos de agua recién caída, sacos de pescado desecado y cestas
de tortas de pan cocinado sobre piedras calientes, y Scathel roció
cada uno de los barcos con la sangre de un novillo castrado que
acababan de sacrificar. A mediodía, con una docena de remeros a
bordo de cada embarcación, se hicieron a la mar las primeras
piedras del templo.
Muchos hombres de la tribu estaban
convencidos de que no volverían a ver a las tripulaciones. Una vez
mar adentro, las embarcaciones se anegarían y el peso de las
piedras las arrastraría hasta donde aguardaban los monstruos grises
de las profundidades. Saban y Aurenna se acercaron a la costa para
ver los diez botes, escoltados por dos pequeñas embarcaciones de
pesca, volver el promontorio y adentrarse en el mar impulsados por
la fuerza de los remos. Los pesimistas andaban errados. Las diez
embarcaciones surcaron las pequeñas olas sin dificultad y luego se
desplegaron las velas de cuero sobre las piedras, los remos
arreciaron su cadencia y la pequeña flota permitió que el viento y
la pleamar la arrastrara hacia el este.
Ahora Saban no podía sino aguardar el
regreso de Lewydd. Esperó mientras las jornadas menguaban, el
viento ganaba fuerza y el aire se volvía frío. Algunos días Saban y
Aurenna iban caminando hasta el promontorio sur, donde escudriñaban
el horizonte desde la cima del acantilado en busca de las
embarcaciones de Lewydd, pero, aunque alcanzaban a ver barcos de
pesca con hombres de pie sobre la cubierta que lanzaban al agua
pequeñas redes, y aunque veían abundantes botes de mercaderes
cargados de artículos, no atisbaban ninguno de los barcos de triple
casco que se habían llevado las piedras. Día tras día, el viento
iba encrespando el mar, hacía chocar el agua contra las rocas y
coronaba de blanca espuma las crestas de las olas, y Lewydd seguía
sin regresar. Había jornadas en las que los pescadores no salían
porque el agua y el viento estaban demasiado encrespados, y esos
días Saban temía por la suerte de Lewydd.
Llegaron las primeras heladas y después las
primeras nieves. Aurenna estaba otra vez encinta y algunas mañanas
se despertaba llorosa, aunque siempre negaba que sus lágrimas se
debieran a Lewydd.
— Sigue con vida —insistía—, sigue con
vida.
— Entonces, ¿por qué lloras? —le
preguntó él un día.
— Porque es invierno —respondió—, y
Erek muere en invierno. Yo estoy tan próxima a él que siento su
dolor. —Se estremeció cuando Saban le tocó la mejilla. Había
ocasiones en que notaba que se estaba distanciando de él para ir en
pos de Erek. Se sentaba en su piedra junto al río, con las manos
extendidas a ambos lados, y aseguraba estar escuchando a su dios, y
Saban, que no oía ninguna voz en su cabeza, se ponía celoso.
— Llegará la primavera-la
tranquilizó.
— Como siempre —dijo Aurenna, y se
volvió.
Saban y Mereth construyeron más
embarcaciones. Dieron con los últimos grandes robles en los bosques
más próximos y calcularon que con esos troncos podrían hacer como
máximo cinco embarcaciones más. Si Lewydd regresaba y traía sus
barcos consigo, tendrían quince en total, y con quince
embarcaciones podrían transportar todas las embarcaciones hacia el
este en cuatro viajes. Pero en el caso de que no regresara Lewydd,
no tendrían posibilidad de trasladar el templo y, a medida que un
día sucedía a otro, y conforme el invierno se cernía implacable
sobre las tierras, seguía sin haber noticias ni atisbo de
Lewydd.
La larga ausencia de Lewydd empezó a
inquietar a las gentes de Sarmennyn. Se propagaron rumores. Un
relato aseguraba que los diez barcos se habían ido a pique y sus
tripulaciones se habían ahogado, arrastradas por las piedras porque
Erek no quería que cambiaran de lugar. Otros aseguraban que Lewydd
y sus hombres habían sido asesinados por miembros de la tribu de
Drewenna que, en vez de facilitarles narrias como había prometido
su jefe después de la matanza de Sul, habían decidido quedarse las
piedras para sí. Los rumores se alimentaban de otros rumores y, por
primera vez desde que Aurenna saliera incólume del fuego, se empezó
a murmurar que Camaban y Kereval se habían equivocado. Haragg
intentó mantener la fe de la tribu, pero cada vez había más
partidarios de la opinión de que el templo no debería haberse
cedido. Más de un centenar de jóvenes se habían ido en las
embarcaciones, y la tribu temía no volver a verlos. Habían dejado
viudas y huérfanos, habían dejado Sarmennyn en una posición
peligrosamente debilitada por la escasez de lanceros, y, puesto que
muchos de los que se habían ido eran pescadores, ese invierno el
hambre se cebaría en Sarmennyn; todo por culpa de los partidarios
de transportar el templo a otro lugar. Scathel, Haragg y Kereval
intentaron aplacar la ira aconsejando a las gentes que esperaran a
recibir noticias, pero los rumores seguían cundiendo, y una tarde
de invierno dieron lugar a un repentino estallido de furia, cuando
un grupo de hombres resentidos salieron del asentamiento de Kereval
y cruzaron el río con antorchas encendidas camino del sur, en
dirección al asentamiento de Aurenna.
Scathel fue en un bote río abajo para
advertir a Saban de que unos hombres iban a quemar el asentamiento
y destruir los nuevos barcos. Kereval había intentado pararles los
pies, dijo el sumo sacerdote, pero estaba achacoso y su autoridad
se había visto debilitada.
— ¿Quién los encabeza? —preguntó Haragg
a su hermano, en un arrebato de furia. Scathel le dio los nombres
de algunos de los que iban de camino y Haragg se estremeció de
ira—. Menudos gusanos —bufó en tono desdeñoso, y cogió una
lanza.
— Déjame que hable con ellos —le
propuso Saban.
— No conseguirás detenerlos con
palabras —respondió Haragg, que ya había echado a andar sendero
adelante con la lanza en la mano y Cagan a su lado.
Saban ordenó a Mereth que desalojara a las
mujeres del asentamiento y las llevara al bosque. Echó a correr
tras los pasos de Haragg y dio alcance al hombrachón justo cuando
se enfrentaba a la muchedumbre en el estrecho sendero iluminado por
la luz de las antorchas. Haragg levantó la lanza. «Estáis
contraviniendo los deseos de Erek», les dijo a voz en cuello, pero,
antes de que tuviera oportunidad de decir una sola palabra más, una
flecha salió disparada de entre el gentío y le alcanzó en el pecho.
Haragg retrocedió unos pasos para ir a caer contra un roble. Cagan
lanzó un aullido angustiado, blandió la lanza de su padre y
arremetió contra la muchedumbre, que lo recibió con más flechas y
una lluvia de piedras, aunque los proyectiles podrían igualmente
haber ido dirigidos a un uro. El gigante sordomudo blandió la lanza
torpemente e hizo retroceder a los hombres con ella. Saban se
apresuró a ayudarle, pero alguien hizo tropezar a Cagan, que cayó
al suelo. El gentío se abalanzó sobre el hombretón y sus lanzas
empezaron a subir y bajar mientras él se retorcía bajo las puntas.
Saban cogió a Haragg por el brazo, hizo ponerse en pie al mercader
y se lo llevó a rastras para que no presenciara la muerte de su
hijo.
— ¡Cagan! —gritó Haragg.
— ¡Corre! —le apremió Saban. Una flecha
pasó silbando junto a su oreja y otra se clavó en un árbol.
La muerte de Cagan no había hecho más que
encender la sangre a la muchedumbre, que fue tras sus pasos. Les
arrojaron una lanza que, tras caer al suelo, continuó deslizándose
por el sendero y a punto estuvo de alcanzar a Saban en el tobillo.
Entonces el joven vio a Aurenna en el camino.
— ¡Atrás! —le gritó Saban, pero ella le
indicó con un gesto que se apartara. Llevaba suelto el cabello
dorado y, al estar encinta, su vientre henchía la túnica de piel de
ciervo—. ¡Huye! —la instó Saban—. Han matado a Cagan. ¡Huye!
—Intentó hacerla retroceder, pero Aurenna le apartó la mano y se
negó a moverse. Aguardó en calma, con la misma placidez que cuando
esperaba soportar el fuego destinado a la prometida del Sol, y
entonces, cuando apareció la muchedumbre sedienta de sangre, les
salió lentamente al paso.
No levantó las manos ni pronunció palabra,
sino que permaneció en su sitio y los atacantes se detuvieron.
Habían matado a un hombre, pero ahora se enfrentaban a una
prometida de Erek, una mujer que era una diosa o una hechicera, una
mujer poderosa, y nadie tuvo el coraje de atacarla, aunque un
individuo salió de entre el gentío para plantarle cara. Se llamaba
Kargan, era sobrino de Kereval y un afamado guerrero de Sarmennyn.
Llevaba alas de cuervo en el cabello y plumas del mismo pájaro
atadas al asta de una lanza, que era más larga y pesada que
cualquier otra de Sarmennyn. Tenía una mandíbula protuberante, ojos
amenazadores y gruesas cicatrices grises que pregonaban las almas
que había masacrado en el campo de batalla, pero humilló
respetuosamente la cabeza ante Aurenna.
— No tenemos nada contra ti, señora —le
dijo.
— Entonces, ¿contra quién, Kargan?
—preguntó Aurenna pausadamente.
— Contra los hombres que se llevaron a
nuestros jóvenes —respondió Kargan—. Contra los necios que se
propusieron recorrer el mundo con un templo a cuestas.
— ¿Quién se llevó a vuestros jóvenes,
Kargan? —indagó entonces Aurenna.
— Ya sabes quién, señora.
Aurenna esbozó una sonrisa.
— Nuestros jóvenes regresarán mañana
—aseguró—. Llegarán en sus barcos y sus cánticos se oirán por el
río. Mañana renacerá la dicha, de modo que, ¿por qué provocar más
tristeza esta noche? —Hizo una pausa, a la espera, pero nadie la
rompió—. Regresad —instó a la muchedumbre—. Nuestros hombres
volverán mañana. Así lo ha prometido Erek. —Luego, con una última
sonrisa serena, se volvió y se fue por donde había venido.
Kargan vaciló, pero el aplomo de Aurenna
había aplacado la ira de la muchedumbre y la obedecieron. Saban los
vio marcharse y siguió los pasos de Aurenna.
— Y cuando mañana no lleguen los barcos
—le preguntó—, ¿cómo impediremos que nos maten?
— Los barcos llegarán mañana —le
confirmó Aurenna—. Erek me lo ha dicho en un sueño. —Estaba
completamente segura, asombrada incluso de que Saban dudara de su
revelación—. Las brumas de los sueños se han disipado —le dijo con
satisfacción—, y veo el futuro de Erek. —Le sonrió y después llevó
a Haragg a su cabaña, donde alivió la aflicción del mercader. Le
costaba respirar porque la flecha se le había clavado muy adentro y
le brotaba sangre rosada de la boca, pero Aurenna le aseguró que
sobreviviría y le dio a beber una poción antes de arrancarle el
astil de la flecha.
A la mañana siguiente, tras incinerar el
cadáver de Cagan en una pira, prácticamente toda la tribu se
dirigió hacia el sur, camino del promontorio donde el río iba a
morir al mar, y allí aguardaron sobre las aguas grises. Los pájaros
blancos daban vueltas sobre sus cabezas y sus chillidos eran como
los gritos de espíritus ahogados. Saban estaba en la cima del
acantilado con Scathel y Mereth, y Kargan había venido con los
hombres que le habían seguido la noche anterior, pero Aurenna no
acudió. «Llegarán las embarcaciones —le había dicho a Saban esa
misma mañana—, y no tengo ninguna necesidad de verlas». Se quedó
con Haragg.
Transcurrió la mañana y lo único que llegó
fue un turbión. La lluvia caía a raudales sobre el mar y el frío
viento azotaba los rostros del gentío que se había reunido. Scathel
rezaba, Saban estaba sentado con el cuerpo doblado sobre el
saliente de una roca y Kargan se paseaba arriba y abajo por la
cresta del acantilado aplastando la pálida hierba con su pesada
lanza. El Sol permanecía oculto tras las nubes.
Al cabo, Kargan se enfrentó a Saban:
— Tú y tu hermano habéis traído la
locura a Sarmennyn —le acusó fríamente.
— Yo no he traído nada —respondió
Saban—. Vuestra locura llegó cuando perdisteis el oro.
— El oro fue robado —respondió Kargan,
iracundo.
— No fuimos nosotros quienes lo
robamos.
— Y un templo no se puede
trasladar.
— Habrá que trasladar el templo
—replicó Saban en tono de hastío—, o tú y yo no volveremos a
conocer la felicidad.
— ¿La felicidad? —bufó Kargan—. ¿Crees
que los dioses desean nuestra felicidad?
— Si quieres saber lo que desean los
dioses —dijo Saban—, pregúntaselo a Scathel, que es sacerdote —e
hizo un gesto en dirección al hombre desvaído que había estado
rezando al borde del acantilado, pero Scathel ya no tenía los
brazos alzados hacia el cielo. En vez de eso, tenía la cabeza
vuelta hacia el este y miraba las cortinas de lluvia grises y
volubles, y, de pronto, profirió un grito. Volvió a gritar, señaló
el horizonte con su bastón y todos los presentes se volvieron para
mirar en la misma dirección que el sumo sacerdote. Vieron unas
embarcaciones.
Vieron una flota de barcos: una flota que,
enfrentándose a la lluvia y el viento, regresaba a casa a todo
trapo ayudada por el último reflujo de la marea. Lewydd había
dividido los grandes cascos de forma que cada triple embarcación
era ahora tres, y los travesanos que habían utilizado como sostén
de la piedras estaban almacenados en el interior de los cascos
impulsados por remeros ateridos que ansiaban estar de nuevo en
casa. La muchedumbre que la noche anterior había asesinado a Cagan
y se había mostrado dispuesta a masacrar a todos los habitantes del
asentamiento de Aurenna, estalló en gritos de júbilo. Lewydd, en el
bote que iba en primer lugar, movió el remo por encima de su
cabeza. Saban contó los botes y vio que estaban todos, hasta el
último. Llegaron sobre las olas encrespadas para refugiarse al
socaire del promontorio, en la desembocadura del río, donde los
agotados remeros esperaron a que cambiara la marea.
La marea vespertina trajo a la flota río
arriba y, tal como había prometido Aurenna, las tripulaciones
entonaron cánticos mientras conducían las embarcaciones hasta su
asentamiento. Entonaron la canción de Dilan, el dios del mar,
moviendo los remos al ritmo de la melodía, y el gentío, que los
había seguido corriente arriba, cantó con ellos.
Lewydd saltó a la orilla y fue recibido con
efusión, pero se abrió paso a través de la muchedumbre para
fundirse con Saban en un abrazo. «Lo hemos conseguido —farfulló
exultante—, lo hemos conseguido».
Saban había hecho una gran hoguera en la
zona despejada junto a los barcos medio acabados. Las mujeres
habían molido raíces y cereales, y Saban había ordenado que se
asara carne al fuego. Se entregó pieles secas a las tripulaciones y
Kargan regresó del asentamiento de Kereval con vasijas de licor y
más gente; tanta, que a Saban le dio la impresión de que todo
Sarmennyn se había reunido en torno a su hogar para escuchar la
historia de Lewydd. La contó con pericia y quienes escuchaban
mascullaron, gimieron o jalearon conforme describía cómo los barcos
habían llevado las piedras al río Sul al final del verano. No
habían tenido dificultades durante el viaje, aseguró. Los barcos
surcaron los mares sin problemas, las piedras no se desplazaron y
alcanzaron el río sanos y salvos, pero entonces empezaron las
desgracias.
Los seguidores de Stakis, que habían sido
derrotados por Lengar, deambulaban todavía por Drewenna, y algunos
de ellos exigieron un tributo que Lewydd no podía satisfacer. De
modo que permaneció en la desembocadura del Sul, donde construyó
una empalizada y aguardó a que acudieran hombres de Relian, el
nuevo jefe de Drewenna, y expulsaran a los vagabundos.
Los lanceros de Kellan escoltaron los barcos
río arriba, pero cuando llegaron a aguas poco profundas por las que
los botes ya no podían navegar, no les estaban esperando con las
narrias. Kellan les había prometido construir narrias, pero había
roto la promesa, y Lewydd se vio obligado a ir a Ratharryn y
discutir largo y tendido con Lengar, que, al cabo, accedió a
convencer a Kellan. No obstante, para entonces los vientos otoñales
soplaban ya fríos y la lluvia arreciaba, de modo que les llevó
largas jornadas de trabajo agotador talar los árboles, desbastar
los troncos y construir las grandes narrias sobre las que colocaron
las piedras y después las embarcaciones.
Tiros de bueyes arrastraron barcos y narrias
hasta cruzar las colinas para llegar al río que corría hacia el
este, donde volvieron a botar las embarcaciones y a cargar las
piedras, y entonces Lewydd llevó la flota hacia el este hasta que
llegaron al río Mai, por el que avanzaron ayudándose de los remos a
modo de pértigas con Ratharryn como punto de destino.
Y allí había dejado las piedras. Había
dividido las grandes embarcaciones en sus tres cascos y desandado
el trayecto, arrastrando los botes por la divisoria de aguas para
volver a botarlos en el Sul, pero cuando alcanzó la desembocadura
de ese río el invierno ya había adquirido crudeza. Al no osar
emprender su regreso a casa a través de un mar profundamente
turbulento, aguardó en la desembocadura del Sul a que mejorara el
tiempo.
Ahora él y todos sus hombres estaban otra
vez en casa. Las primeras piedras se encontraban en Ratharryn, y
Saban rompió a llorar porque Cagan había fallecido y habían
incinerado su cuerpo, pero también porque la dicha se propagaría
por toda la Tierra. Estaban trasladando el templo.
La segunda
criatura de Aurenna fue una niña, y Aurenna la llamó Lallic, que
significaba «La Elegida» en la lengua de los extranjeros. Al
principio el nombre no agradó a Saban, pues le dio la impresión de
que imponía un destino a la niña antes de que éste hubiera tenido
tiempo de decidir su vida, pero Aurenna insistió y Saban se
acostumbró a llamarla así. Aurenna no volvió a concebir, y tanto su
hijo como su hija crecieron fuertes y sanos. Vivían junto al río, y
Leir aprendió a nadar casi antes que a andar. Aprendió a remar,
lanzar con arco y pescar con arpón en aguas poco profundas. Y, a
medida que hermano y hermana crecían, iban viendo pasar las piedras
por delante de su choza en dirección al mar.
Les llevó cinco años trasladarlas todas.
Lewydd había confiado en que les costaría menos, pero no estaba
dispuesto a sacar al mar una flota tan difícil de manejar como la
suya, a no ser que el tiempo fuera perfecto. Como consecuencia, un
año no se trasladó ni una sola piedra, y el siguiente sólo se pudo
realizar un viaje; pero cuando los barcos se hicieron a la mar, los
dioses se mostraron propicios y no se perdieron más piedras ni se
ahogó un solo tripulante.
Lewydd trajo noticias de Ratharryn acerca de
cómo se estaba rehaciendo el templo, y también sobre el desarrollo
de la guerra entre Lengar y Cathallo.
— No puede ganar ninguno de los bandos
—aseguró Lewydd—, y ninguno de los dos está dispuesto a ceder, pero
tu hermano está convencido de que el templo le traerá buena
fortuna. Todavía cree que es un templo de la guerra.
Un año vino con la noticia de que Derrewyn
había alumbrado una criatura.
— Una hija —sentenció Saban.
— ¿Te habías enterado? —le preguntó
Lewydd.
Saban negó con la cabeza.
— Lo he supuesto. ¿Se encuentra
bien?
Lewydd se encogió de hombros.
— No lo sé. Sólo he oído que los
sacerdotes de tu hermano han lanzado una maldición contra madre e
hija.
Esa noche Saban fue al templo de la
prometida del Sol en el asentamiento de Kereval y enterró el
colgante de ámbar de su madre junto a una de las piedras. Se
humilló ante Slaol y pidió al dios que levantase la maldición
lanzada desde Ratharryn contra Derrewyn y su hija. Su madre, de eso
estaba convencido, le perdonaría, aunque no estaba tan seguro de
que Aurenna fuera a mostrarse igual de comprensiva: cuando le
preguntó qué había ocurrido con el amuleto, fingió que el tendón se
había roto y el ámbar había caído a las aguas del río.
Fue en la primavera del quinto año cuando
las últimas piedras del Templo de las Sombras se llevaron río
abajo. Sólo quedaban once oscuros pilares, que se cargaron en los
botes de triple casco y se trasladaron corriente abajo hasta un
amarradero frente al asentamiento de Aurenna. Lewydd estaba ansioso
por llevar el último cargamento al este, pero tanto Scathel como
Kereval querían ir con las piedras porque, con el traslado sin
incidencias de los últimos mojones, quedaría cumplida la parte del
trato que correspondía a Sarmennyn, y Lengar tendría que hacerles
entrega del resto del tesoro de Erek. Scathel y Kereval deseaban
estar presentes cuando devolviera los tesoros a su tribu.
Insistieron en que les acompañara un pequeño ejército de treinta
lanceros, y les llevó cierto tiempo recoger y cargar la comida que
necesitarían tantos hombres.
En cuanto se hubieron aprovisionado las
embarcaciones adicionales, el viento viró repentinamente hacia el
este para traer fríos turbiones y mares embravecidos. Lewydd se
negó a poner en peligro los barcos y, por tanto, aguardaron en el
río, meciéndose en el amarradero bajo el embate del viento racheado
y las mareas cambiantes. Día tras día el viento seguía siendo frío,
y, cuando al fin viró hacia el oeste, soplaba con demasiada fuerza
y Lewydd se mantuvo firme en su decisión de que la flota no se
hiciera a la mar.
De modo que esperaron, y un día, hacia el
final de la primavera, un día en que el viento ululaba entre las
copas de los árboles y el mar rompía contra los acantilados
convirtiéndose en espuma blanca, apareció una embarcación por el
oeste, procedente de las tierras allende el mar. El bote iba
tripulado por una docena de remeros que intentaban sortear la
tormenta. Proferían gritos contra ella, achicaban el barco, volvían
a remar, maldecían al dios del viento y rezaban al dios del mar y,
no se sabe cómo, lograron atravesar con su frágil embarcación la
encrespada línea de olas que rompían contra el promontorio y entrar
en el río. Demasiado furiosos para aguardar el flujo, siguieron con
su casco río arriba contra el reflujo de la marea. Cantaban
mientras remaban, jactándose de haber vencido a la tormenta.
El barco traía a Camaban de regreso a
Sarmennyn.
Él era el único que no había mostrado ningún
miedo al mar. Era el único que no había achicado, remado, maldecido
ni cantado, sino que había permanecido silencioso y tranquilo, y
ahora, al llegar el bote al asentamiento de Aurenna, saltó a tierra
con aparente indiferencia. Trastabilló levemente, como si esperara
todavía que el suelo fuera a mecerse de aquí para allá, y se
dirigió hacia la choza de Aurenna.
Al principio Saban no reconoció a su
hermano. Camaban seguía delgado como un pimpollo y desvaído como un
filo de sílex, pero ahora su semblante resultaba aterrador porque
lucía en las mejillas y la frente profundos cortes verticales que
había frotado con hollín para que las cicatrices le surcaran el
rostro como barras negras. Llevaba el largo cabello arreglado en un
centenar de finas trenzas que se agitaban como víboras e iban
adornadas con los nudillos de un niño. Leir y Lallic se apartaron
del desconocido, que tomó asiento junto a la hoguera de Saban sin
decir palabra ni responder siquiera cuando Aurenna le ofreció
comida.
Permaneció allí sentado toda la noche, sin
pronunciar palabra ni comer, despierto.
Por la mañana, Aurenna atizó el fuego y
calentó piedras para meterlas en el caldo, pero Camaban seguía sin
hablar. El viento jugueteaba, con las techumbres de las chozas,
mecía las embarcaciones amarradas y trajo lluvia al asentamiento,
donde la tripulación del barco de Camaban había encontrado
cobijo.
Saban ofreció comida a su hermano, pero
Camaban se limitó a contemplar el fuego. Una única lágrima le cayó
en una ocasión por una de las cicatrices negras, aunque tal vez se
debiera a que el humo azotado por el viento le había irritado un
ojo.
No fue hasta media mañana cuando volvió en
sí. Primero frunció el entrecejo, se apartó luego el cabello del
rostro y parpadeó como si se acabara de despertar de un
sueño.
— En las tierras al otro lado del mar
tienen un gran templo —dijo de repente.
Mientras que Aurenna se quedó mirando a
Camaban como si hubiera entrado en trance, Saban se limitó a torcer
el gesto, temeroso de que su hermano exigiera el traslado por barco
de aquel nuevo santuario.
— Un gran templo —repitió Camaban con
un deje de temor reverencial en la voz—, un templo de los
muertos.
— ¿Un templo en honor a la diosa
Lahanna? —indagó Saban, ya que Lahanna siempre había sido
considerada guardiana de los muertos.
Camaban negó con la cabeza. Un piojo le
saltó del cabello a la barba, que llevaba trenzada igual que el
pelo de la cabeza y decorada con más nudillos diminutos. Olía a
mar.
— Es un templo en honor a Slaol
—susurró—, a los muertos que se reúnen con Slaol. —Sonrió de
pronto, y a los hijos de Saban aquella sonrisa les pareció tan
lobuna que se alejaron más todavía de su extraño tío. Camaban imitó
la forma de un túmulo de escasa altura con las manos—. El templo es
una colina, Saban —continuó con entusiasmo—, rodeada de piedra y
excavada, con un pabellón funerario de piedra en el centro. Y el
día de la muerte de Slaol, el Sol se derrama por un pozo revestido
de piedra hasta el centro del pabellón. Me senté en su interior.
Estuve sentado entre las arañas y los huesos y Slaol me habló.
—Frunció el ceño sin apartar la mirada del fuego—. Claro que no
está construido en honor a Lahanna —dijo en tono irritado—. Nos ha
robado nuestros muertos y debemos reclamarlos.
— ¿Lahanna nos ha robado nuestros
muertos? —preguntó Saban, perplejo al oír algo semejante.
— ¡Claro! —gritó Camaban, volviendo el
rostro con sus horripilantes cicatrices hacia Saban—. ¿Cómo no me
apercibí antes? ¿Qué ocurre cuando morimos? Vamos a los cielos,
claro, para vivir con los dioses, pero vamos con Lahanna. Nos ha
robado nuestros muertos. Somos como niños sin padres. —Se
estremeció—. En cierta ocasión conocí a un hombre que creía que los
muertos quedan reducidos a la nada, que se pierden en el abismo
entre las estrellas, y me reí de él. Pero quizá tiene razón. Cuando
tomé asiento en el pabellón funerario, rodeado de huesos por todas
partes, oí que me llamaban los cadáveres de Ratharryn. Quieren ser
rescatados, Saban, quieren reunirse con Slaol. ¡Tenemos que
salvarlos! ¡Debemos devolverlos a la luz!
— Tienes que comer —le instó
Aurenna.
— Debo irme —replicó Camaban. Volvió a
mirar a Saban—. ¿Han empezado a construir el templo en
Ratharryn?
— Eso dice Lewydd —le confirmó
Saban.
— Debemos cambiarlo —anunció Camaban—.
Es necesario un pabellón funerario. Tú y yo lo reconstruiremos. Sin
túmulo, claro. Las gentes del otro lado del mar se equivocan a ese
respecto. Pero debe ser un lugar que arrebate los muertos a
Lahanna.
— Tú puedes reconstruirlo —replicó
Saban—, pero yo me quedaré aquí.
— ¡Irás! —gritó Camaban, y Aurenna fue
a toda prisa a consolar a Lallic, que se había echado a llorar.
Camaban señaló con un dedo huesudo a Saban—. ¿Cuántas piedras hay
que llevar todavía?
— Once —le informó Saban—. Sólo ésas
que ves en el río.
— Y tú irás con ellas —afirmó Camaban—,
porque es tu deber para con Slaol. Lleva las piedras a Ratharryn y
me reuniré allí contigo. —Frunció el ceño—. ¿Se encuentra aquí
Haragg?
Saban hizo un gesto con la cabeza para
indicar que el hombretón estaba en su cabaña.
— Su hijo murió —le informó
Saban.
— Lo mejor que podía pasarle —replicó
Camaban.
— Y Haragg resultó herido —continuó
Saban—, pero se recuperó, aunque sigue llorando a Cagan.
— Entonces hay que darle algo que hacer
—contestó Camaban, que se levantó y salió por la puerta al viento y
la lluvia—. Tienes el deber de regresar a Ratharryn, Saban.
Conseguí que Aurenna conservara la vida. Me encargué de que la
conservaras tú también. No lo hice para que te pudrieras en esta
ribera, lo hice por Slaol, y le devolverás el favor construyendo su
templo. —Se dirigió hacia la choza de Haragg y golpeó con el puño
la techumbre mohosa—. Haragg —gritó—. Te necesito.
Haragg salió con expresión de alarma. Ahora
estaba calvo por completo y tenía una delgadez fuera de lo normal,
tanto así que parecía haber envejecido antes de hora. La flecha le
había dejado postrado durante una buena temporada y hubo días en
los que Saban estuvo convencido de que el aliento iba a estancarse
en la garganta del gigante, pero Haragg había sobrevivido. Sin
embargo, Saban se daba cuenta de que su espíritu había sufrido una
herida mucho más grave que su cuerpo. Haragg se quedó mirando a
Camaban y, por un instante, no reconoció al hombre con el rostro
listado, pero luego sonrió.
— Has regresado —dijo.
— Claro que he regresado —saltó
Camaban—. Siempre dije que regresaría, ¿no es así? No te quedes ahí
pasmado, Haragg, ven conmigo. Tú y yo tenemos mucho de que hablar y
un largo viaje que hacer.
Haragg vaciló un instante, pero luego
asintió bruscamente y, sin siquiera volver la vista hacia su choza,
y mucho menos coger nada que fuera a necesitar, siguió a Camaban
hacia los árboles.
— ¿A dónde vais? —gritó Saban a sus
espaldas.
— A Ratharryn, claro —replicó
Camaban.
— ¿Andando? —se extrañó Saban.
— No quiero volver a ver un barco en mi
vida —respondió Camaban de todo corazón, y sin más, continuó su
camino. Para hacer su nuevo templo más grande incluso. Para amarrar
a Slaol a los vivos y los muertos a Slaol. Para construir un
sueño.
∗ ∗ ∗
— Camaban tiene razón —dijo Aurenna esa
tarde.
— Ah, ¿sí?
— Erek nos salvó —razonó—, de modo que
debemos ir adonde él quiera. Es nuestro deber.
Saban se mecía adelante y atrás sobre los
talones. Era de noche, los niños dormían y la hoguera ardía con
escasa llama llenando la choza de humo. El viento había amainado y,
aunque la lluvia había escampado, de los aleros de la techumbre
seguían cayendo gotas.
— Camaban no ha dicho nada de que tú
fueras a Ratharryn —señaló Saban.
— Erek me quiere allí —replicó
Aurenna.
Saban gruñó para su coleto porque sabía que
ahora iba a tener que discutir con el dios.
— El mayor deseo de mi hermano Lengar
es que te lleve a Ratharryn. Te verá, se encenderá su lascivia y se
hará contigo. Lucharé por ti, claro, pero sus guerreros me
someterán y tú te verás tumbada boca arriba sobre sus pieles, y
violada.
— Erek no lo permitirá —respondió
Aurenna con toda tranquilidad.
— Además —respondió Saban con
petulancia—, no quiero ir a Ratharryn. Soy muy feliz donde
estoy.
— Pero tu trabajo aquí ha concluido
—señaló Aurenna—. Ya no hay que construir más barcos ni trasladar
más piedras montaña abajo. La tarea de Erek se traslada ahora a
Ratharryn. El salvó nuestras vidas, de modo que allí iremos.
—Sonrió—. Iremos a Ratharryn y haremos que el mundo retroceda hasta
sus inicios.
Era una discusión que Saban no tenía ninguna
posibilidad de ganar porque Erek estaba en su contra, de modo que
Aurenna se preparó y dispuso a los niños para el viaje. Sin
embargo, los vientos marinos no amainaban y las grandes olas
seguían rompiendo blancas y furiosas contra el promontorio. Un día
sucedió a otro hasta que el verano trajo la flor de la zarza y la
brionia, la enredadera y la verónica, y Lewydd seguía sin decidirse
a correr el riesgo de emprender el viaje.
— Los dioses —se lamentó Lewydd una
noche—, nos retienen.
— Son las piedras que faltan —aseguró
Aurenna—. Las dos que perdimos en el río y la que se rompió en la
montaña. Si no sustituimos esas piedras, el templo no quedará
completo.
Saban no dijo nada, aunque miró a Lewydd de
soslayo para ver cómo respondía a la perspectiva de coger más
piedras de las montañas.
Aurenna cerró los ojos y se meció adelante y
atrás.
— Es un templo en honor a Erek —dijo en
voz queda—, pero lo estamos construyendo para atraerlo de modo que
regrese junto a Modron. —Modron era el nombre que daban los
extranjeros a Garlanna—. Creo que deberíamos enviar una piedra para
ella. Una gran piedra para sustituir las tres que perdimos.
— Podríamos coger otra piedra de la
montaña —accedió Lewydd a regañadientes.
— De la montaña, no —replicó Aurenna—,
sino de aquí mismo.
Por la mañana mostró a Lewydd la piedra
verdosa junto al río donde ella y Saban acostumbran a sentarse, la
gran piedra con motas relucientes y brillos rosados incrustados en
su corazón. La piedra madre, la llamaba Aurenna, pues yacía en el
oscuro regazo de la madre Tierra mientras los demás mojones le
habían sido arrancados al valle suspendido en los cielos de
Erek.
La piedra madre era inmensa, con el doble de
peso que el mayor de los pilares del templo, y estaba profundamente
incrustada en la ribera cubierta de hierba. Saban contempló la
piedra durante dos días en un intento de dilucidar cómo arrancarla
del suelo, y luego Mereth y él se adentraron en los bosques y
dieron con seis altos árboles que talaron. Tallaron los troncos
hasta convertirlos en postes pulidos y los dividieron en dieciocho
maderos más cortos.
Al día siguiente, desgajaron la piedra madre
de la tierra con palancas de roble. Saban cavó hondo a ambos lados
de la piedra hasta conseguir agujeros como madrigueras de tejón
bajo la roca. Después introdujeron las palancas en la tierra y
levantaron el extremo delantero de la piedra con seis hombres a
cada lado. Salió a duras penas, y los hombres tuvieron que escarbar
la tierra debajo de la roca para liberarla de las garras del suelo,
pero al cabo se alzó y Mereth pudo insertar uno de los rodillos de
menor longitud bajo el mojón.
Durante tres días tiraron de palanca hasta
que la piedra reposó sobre los dieciocho rodillos y Lewydd pudo
traer uno de los barcos de triple casco vacíos a la orilla. Amarró
la embarcación con las proas de cara a la piedra y aguardó a que se
retirara la marea, de modo que el barco quedara varado en el barro.
Una vez estuvo el barco situado, los hombres de Saban desplazaron
la roca hacia delante, ayudándose de palancas, mientras otros
permanecían entre el fango de la ribera y tiraban de sogas para
arrastrar la piedra madre sobre los rodillos. El mojón tenía casi
tres veces la altura de un hombre, pero era estrecho, y rodó sin
mayores problemas. Los hombres cogían los rodillos a medida que
iban emergiendo por detrás de la roca y los colocaban al paso de la
misma, y de tal guisa, palmo a palmo, arrastraron y empujaron la
gran losa hasta que un extremo de la misma sobresalió de la ribera
quedando suspendida sobre el barco varado.
— Ahora con cuidado —advirtió Lengar.
Habían colocado uno de los rodillos sobre el barco y un par de
hombres lo sujetaban en su sitio mientras otros doce hacían palanca
en el otro extremo de la piedra.
— Otra vez —ordenó Saban, y la gran
losa avanzó un poco y empezó a inclinarse hacia delante—. Dejad que
caiga. Dejad que caiga, —gritó Saban, y vio cómo un extremo de la
piedra se precipitaba para ir a caer sobre el barco. Los tres
cascos produjeron un alarmante crujido bajo el peso de la piedra.
Se colocaron más rodillos sobre el bote y los hombres volvieron a
aplicarse con las palancas y, mientras la lluvia moteaba el río,
las mujeres observaban y subía la marea, la inmensa lengua de
piedra subió a lomos de la embarcación. La piedra madre era tan
larga que casi ocupó toda la eslora del barco.
— Ahora veremos si flota —advirtió
Lewydd, y tanto él como Saban y Aurenna aguardaron en la ribera del
río mientras caía la noche y la marea continuaba subiendo.
Encendieron una hoguera, y a su luz vieron subir el nivel del agua
oscura en torno a los tres cascos de la embarcación. El nivel del
río fue creciendo poco a poco hasta que Saban creyó que iba a
superar las regalas del barco e inundar los cascos, pero entonces
el fango debajo de la embarcación lanzó un ruido de ventosa y los
tres cascos quedaron a flote en la corriente.
— Estaba convencido de que no
conseguiríamos mover esa piedra —confesó Lewydd con
perplejidad.
— Aún tenemos que llevarla hasta
Ratharryn —le recordó Saban.
— Erek nos ayudará —terció Aurenna sin
atisbo de duda.
— La línea de flotación del barco está
muy baja —señaló Lewydd con cierta preocupación, y explicó que en
el mar las olas superaban inevitablemente las regalas de los cascos
e inundaban los botes. Los cascos exteriores en los que iban los
remeros se podían achicar sin mayores problemas, pero la piedra
madre era tan larga que difícilmente había sitio para un hombre
agazapado en el casco central.
«Mete un chico», sugirió Saban, y por la
mañana descubrieron que había justo el espacio suficiente para un
niño agazapado delante de la piedra y otro detrás, y Lewydd calculó
que si los dos chicos achicaban agua de mar sin parar tal vez la
piedra madre sobreviviera al viaje. «Siempre y cuando el tiempo se
muestre clemente», añadió.
Sin embargo, el tiempo seguía siendo
intempestivo. Los barcos esperaban y los guerreros estaban listos
para viajar, pero los vientos encrespaban los mares y traían más
lluvias torrenciales. Pasó otra luna, el verano estaba concluyendo,
y Saban empezó a albergar temores de que no podrían hacerse nunca a
la mar. O a albergar esperanzas de que no podrían partir nunca, ya
que en realidad no tenía ningún deseo de regresar a Ratharryn. Su
hogar estaba en Sarmennyn, junto a aquel río, donde había creído
que transcurriría su vida, vería crecer a sus hijos y se
convertiría en miembro de la tribu de Kereval. Llevaría las
cicatrices de Sarmennyn en su rostro y las frotaría con ceniza para
que se vieran grises. Sólo que ahora Camaban y Aurenna insistían en
que regresara al interior y Saban no quería ir, de modo que recibía
con agrado el mal tiempo que lo mantenía junto al río de Sarmennyn,
donde él y Mereth pasaban el tiempo de espera vaciando y dando
forma a un tronco que habían descartado por corto para convertirlo
en uno de los cascos para el transporte de piedras, pero que sería
un buen bote de pesca. Tenían pensado ofrecer la embarcación a
Lewydd como recompensa por trasladar el templo.
Mereth había tomado por esposa a una mujer
de Sarmennyn y también se debatía entre ir o quedarse.
— Me gustaría volver a ver a mi padre y
Rai quiere ver Ratharryn —aseguró. Rai era su esposa.
Saban vertió una bolsa de arena de playa en
el interior del nuevo bote y la restregó arriba y abajo con una
piedra para pulir la madera.
— Será una alegría ver de nuevo a
Galeth —reconoció Saban, y pensó que también le gustaría visitar la
tumba de su padre, pero no consiguió dar con ninguna otra razón
para regresar al hogar de su infancia. Palpó la cáscara de avellana
bajo su jubón, se meció adelante y atrás sobre los talones y se
preguntó por qué tenía tan pocas ganas de regresar. Como es
natural, había que tener en cuenta el temor que le producía Lengar,
pero Saban poseía el amuleto de la cáscara y estaba convencido de
que daría resultado, así que, ¿por qué temía tanto regresar a casa?
Si se construía el templo, Slaol regresaría y todo iría bien. Echó
un vistazo hacia el río, donde flotaban las piedras en sus
embarcaciones. Cuando aquellas piedras alcanzaran el Templo del
Cielo, el sueño se habría cumplido, y luego, ¿qué? ¿Cambiaría todo?
¿Abrasaría Slaol los cielos con sus rayos para acabar con el
invierno y la enfermedad? ¿O cambiaría el mundo poco a poco?
¿Llegaría acaso a ocurrir algo?
— Pareces preocupado —observó
Mereth.
— No es nada-contestó Saban, a pesar de
que lo estaba. Le preocupaba su propio escepticismo. Camaban creía,
Scathel creía y Aurenna también, de hecho la mayor parte de los
miembros de la tribu de Kereval no albergaban la más mínima duda de
que estaba cambiando el mundo, pero Saban no estaba seguro de
compartir su fe. Tal vez, decidió, se debía a que él era el único
que había conocido a Camaban cuando era un niño tullido, un paria
balbuciente, el hijo rechazado. O quizá se debía a que se había
enamorado de aquel río y sus riberas—. Estaba pensando —dijo—, que
tal vez podría compartir este bote con Lewydd y dedicarme a la
pesca.
— Lo único que cogerías es un resfriado
—se mofó Mereth. Cepilló una viruta de madera para que la curva
ascendente de la proa quedara perfecta—. No —continuó—. Creo que tú
y yo vamos a regresar a casa, Saban, y más vale que nos vayamos
haciendo a la idea. Es lo que quieren nuestras mujeres, y las
mujeres acostumbran a conseguir lo que desean.
Transcurrió el verano y los vientos no
amainaron. Saban dudaba que las piedras fueran a abandonar el río
ese año, pero entonces, tal como había ocurrido el primer año, el
otoño en ciernes trajo un remanso de mares en calma y vientos
suaves. Lewydd aguardó dos días, habló con los pescadores, rezó en
el santuario de Malkin y declaró que la pequeña flota podía hacerse
a la mar. Aprovisionaron los botes con comida y agua, los guerreros
ocuparon sus lugares y Mereth y Saban acomodaron a sus familias en
dos de las largas embarcaciones de un solo casco que escoltarían
las piedras rumbo al este. Scathel sacrificó un ternero y roció con
su sangre las piedras firmemente amarradas, Kereval besó a sus
muchas esposas y llegó el momento de partir.
Los botes fueron corriente abajo con su
pesada carga hasta quedar al socaire del promontorio en la
desembocadura del rio, mientras los remeros entonaban un cántico en
honor a Erek. Las gentes que quedaban atrás permanecieron en la
orilla del río y oyeron perderse las fuertes voces. Escucharon
hasta que no hubo otro sonido que el correr del agua del río y el
suspiro del viento. Sarmennyn había cumplido su palabra. Había
enviado su templo a Ratharryn, y lo único que podían hacer los
miembros de la tribu era aguardar el regreso de su jefe, su sumo
sacerdote y sus tesoros.
El tiempo era plácido, y así debía ser, pues
el barco que llevaba la piedra madre era lento y torpe. La primera
vez que Saban realizó aquel trayecto le había parecido corto, pero
en aquella ocasión había ido a bordo de un barco de un solo casco
que había surcado las aguas como un cuchillo que cortara carne. Sin
embargo, los grandes botes de triple casco avanzaban a trompicones
sobre las olas. La marea los arrastraba y los remeros se empleaban
hasta la extenuación, pero el viaje seguía su curso a un ritmo
agónicamente lento. Saban y su familia compartían uno de los botes
que transportaban a los guerreros de Kereval, cosa que era motivo
de frustración porque, aunque el barco podría haberse adelantado al
resto de la flota, tenía que permanecer con las parsimoniosas
embarcaciones cargadas de piedras. La piedra madre era la más
lenta, y los dos muchachos en el casco central tenían que achicar
agua sin descanso. Si se hundiera el barco, les había advertido
Scathel, serían considerados culpables y abandonados a las aguas, y
la advertencia les hacía aplicarse con todas sus fuerzas a achicar
agua con conchas. Aurenna tenía cogida a Lallic con todas sus
fuerzas, y Leir iba amarrado por la cintura para que, en caso de
caer al agua, lo pudieran halar como a un pez. El Sol brillaba,
prueba de que Erek aprobaba su viaje.
Fondeaban cada vez que cambiaba la marea y
se ponían en marcha cuando el agua volvía a fluir rumbo al este.
Daba igual que el cambio se produjera de día o de noche, que
durmieran entre mareas y, las más de las veces, viajaran bajo las
estrellas. La Luna era una hoz a escasa altura en el cielo, de modo
que no parecía haber gran peligro de que los celos de Lahanna
desbaratasen el viaje. Un día tras otro, una noche tras otra, las
piedras avanzaban hacia el este hasta que, al cabo, tras nueve días
con sus respectivas noches, el Sol salió para iluminar las verdes
colinas próximas a cada una de las riberas, con las enormes y
relucientes marismas, que se iban secando lentamente a medida que
se retiraba el río. Remaron con todas sus fuerzas, apresurándose
para mantenerse a la altura de la marea a punto de cambiar, y
rivalizando unos con otros conforme se acercaban las riberas y
quedaba a la vista la desembocadura del Sul. Los remeros
introdujeron las embarcaciones por el brazo más estrecho entre las
amplias marismas y dejaron atrás trampas para peces y anguilas
antes de llegar adonde un pequeño asentamiento de pescadores tenía
erigidas sus cabañas, cerca de la empalizada que había construido
Lewydd en su primer viaje con piedras, y por fin tuvieron
oportunidad de descansar. Scathel hizo entrega de un hacha con la
hoja de piedra al jefe del asentamiento a cambio de una raquítica
cabra que sacrificó a Erek para agradecer que ya habían acabado la
parte más peligrosa del trayecto. Los habitantes del asentamiento
de pescadores observaron perplejos la danza de los guerreros
extranjeros a la puesta del Sol. En otros tiempos no habría habido
otra cosa que enemistad entre ambos grupos, pero el asentamiento
había jurado lealtad a Drewenna y las gentes del río se habían
acostumbrado al paso de las piedras.
Lewydd envió a uno de los pescadores con un
mensaje para Kellan, el jefe de Drewenna, con la petición de que
enviara hombres para arrastrar las narrias que esperaban al cabo
del trayecto por el primer río, y a la mañana siguiente se pusieron
en marcha por el cauce del río Sul con la marea ascendente. Esa
primera jornada transcurrió sin mayores contratiempos, pero, a
partir de entonces, la marea fue de escasa ayuda y tuvieron que
continuar río arriba usando los remos como pértigas. Les llevó tres
días alcanzar Sul, donde Kereval decretó que descansarían un par de
días. Aurenna y Saban llevaron a los niños a chapotear en el
manantial de agua caliente que burbujeaba sobre las rocas en un
remanso entre helechos y musgo. Las rocas que se asomaban al
remanso estaban sembradas de jirones de lana donde los suplicantes
habían dejado sus ruegos a la diosa, y, a lo largo de todo el día,
fue llegando al templo una sucesión de lisiados, tullidos y
enfermos para rogar la ayuda de Sul. Aurenna se lavó el pelo en el
manantial y Saban se lo peinó mientras las gentes de Sul
contemplaban con asombro su estatura, pulcritud y serenidad. Un
hombre preguntó a Saban si era una diosa, y otro le ofreció siete
bueyes y dos hojas de hacha, una lanza de bronce y tres de sus
hijas si le entregaba a Aurenna para que se convirtiese en su
esposa.
Pasaron esa noche en una de las chozas que
había construido Stakis para la reunión de las tribus. Saban
encendió una hoguera sobre la que asaron truchas y después
contempló a Aurenna hasta que ella se cansó de su mirada.
— ¿Qué ocurre? —le preguntó.
— ¿Eres una diosa? —inquirió
Saban.
— ¡Saban! —le contestó en tono de
reproche.
— Creo que eres una diosa.
— No —contestó ella con una sonrisa—,
pero Erek me quiere para un fin especial. Por eso viajamos. —Sabía
que su marido se preocupaba por ella, de modo que se inclinó hacia
él y le acarició la mano—. Y Erek nos protegerá, ya lo verás.
Saban despertó al amanecer para encontrarse
con que durante la noche había llegado al santuario una partida de
guerreros de Ratharryn. El cabecilla del grupo era Gundur, uno de
los compañeros más fieles de Lengar y el hombre que había sacado a
rastras a Saban de su choza la mañana que fue entregado a Haragg
como esclavo. Gundur había venido del sur del río procedente de
Drewenna, y Saban vio que Gundur y sus hombres se pavoneaban entre
las cabañas de Sul. Aquel era territorio de Kellan, pero los
lanceros de Ratharryn se comportaban como dueños y señores. Saban
comió con los hombres de Gundur y escuchó sus relatos sobre las
guerras de Lengar: cómo se había hecho con un rebaño de bueyes de
Cathallo, cómo se había internado en las tierras de la tribu al
este de Ratharryn y cómo había exigido un fuerte tributo a las
gentes que vivían junto al mar en la desembocadura del río Mai.
Ahora, dijo Gundur, mientras hablaban, Lengar estaba en Drewenna.
Había ido, explicó Gundur, al encuentro de los lanceros de
Kellan.
— Ya se ha recogido la cosecha —explicó
Gundur—, de modo que, ¿qué mejor momento para atacar Cathallo?
Acabaremos con ellos de una vez por todas. Te puedes unir a
nosotros, Saban, y compartir el botín, ¿eh? —Gundur sonrió mientras
le dirigía la invitación. Se mostró amable como forma de dar a
entender que la antigua enemistad entre Saban y Lengar había caído
ya en el olvido.
— ¿Qué te trae a Sul? —indagó
Saban.
— Tú —respondió Gundur—. Llegó a oídos
de Lengar que habían llegado las últimas piedras y nos envió para
averiguar si era cierto.
— Lo es —le aseguró Saban, al tiempo
que hacia un gesto hacia las embarcaciones—, y deberías decirle a
Lengar que Kereval de Sarmennyn ha venido con ellas para recibir
los tesoros.
— Así se lo diré —prometió Gundur, y se
volvió para contemplar a Aurenna caminar de las chozas al río. Iba
provista de un pellejo de agua que se agachó para llenar y después
acarreó de regreso, y Gundur no perdió detalle—. ¿Quién es ésa?
—preguntó con voz de admiración.
— Mi esposa —respondió Saban con
frialdad.
— Le diré a Lengar que estáis aquí los
dos. Se alegrará de saberlo. —Gundur se incorporó. Vaciló un
instante y Saban se preguntó si estaba a punto de mencionar la
muerte de Jegar, que se había producido muy cerca de donde habían
comido, pero Gundur se limitó a preguntar a Saban si tenía
intención de llevar las piedras río arriba ese mismo día.
— Así es —le aseguró Saban.
— Entonces, os veremos en Ratharryn
—dijo Gundur, y llevó a sus hombres hacia el sur, mientras Saban y
su familia volvían a las piedras y continuaban su fatigoso viaje,
impulsando a contracorriente los pesados botes con los remos. De
modo que ahora Lengar estaba al tanto de que Aurenna había ido al
interior, y le constaba que era hermosa; Saban palpó a hurtadillas
la cáscara de avellana que llevaba colgada del cuello.
El viaje empezó a resultar mucho más
sencillo media jornada después de su partida de Sul, porque ahora
el río era lo bastante poco profundo como para que los hombres lo
pudieran vadear y tirar de las embarcaciones. Al día siguiente
llegaron a un lugar donde un río de menor caudal, procedente del
sur, se unía al Sul, y Lewydd hizo que los barcos virasen hacia ese
cauce más estrecho. La corriente era menos fuerte, casi plácida, y
avanzaron a tan buen ritmo que esa misma tarde llegaron al lugar en
que el agua perdía definitivamente la profundidad necesaria para
seguir por barco y donde aguardaban las grandes narrias. Al día
siguiente llegaron hombres de Drewenna, que trasladaron las once
piedras de menor tamaño de los botes a las narrias, y después
acomodaron las propias embarcaciones sobre narrias más grandes
incluso.
Sólo quedaba la piedra madre, y les llevó
toda una jornada alinear el bote con una narria en la orilla y
talar más rodillos. Al día siguiente, sirviéndose de bueyes para
arrastrar el mojón, trasladaron la piedra madre de la embarcación a
la narria. El barco lo sacaron del agua un día después, y para
entonces las primeras piedras ya iban camino del este.
Les llevó tres días cruzar la divisoria de
aguas. Siguieron un sendero cubierto de hierba que ascendía en
suave pendiente y después descendía, con la misma suavidad, hasta
la ribera del río que corría en dirección al este. Una vez allí
alzaron las embarcaciones de las narrias y las botaron de nuevo
para volver a colocar las piedras sobre ellas. Lewydd y sus hombres
llevaban haciéndolo cinco años. Cinco años de levantar y tirar de
palanca, de arrastrar y sudar, y ahora la gran tarea estaba a punto
de ser culminada. Les llevó tres días trasladar las piedras de las
narrias a las embarcaciones, pero al cabo concluyeron el trabajo y
ya no tendrían que volver a hacerlo nunca más.
A la mañana siguiente llevaron las
embarcaciones río abajo; los hombres entonaron cánticos mientras se
dejaban arrastrar por la corriente. No se apresuraron, y el único
esfuerzo que llegaron a necesitar fue el empellón ocasional con un
remo para que un bote sorteara algún obstáculo. El Sol brillaba y
se filtraba por entre las últimas hojas verdes, a medida que el río
serpenteaba lentamente entre riberas rebosantes de plumosas
adelfas. Los guiones de las codornices lanzaban su áspera llamada
en los campos y los pájaros carpinteros emitían su entrecortado
repiqueteo entre los árboles. Cuando pasaron por Cheol, el
asentamiento de Ratharryn situado más al sur, las gentes
abarrotaron la ribera del río para bailar y cantar como acto de
bienvenida a las piedras. «¡Mañana! —les aseguró Saban—.
¡Llegaremos a Ratharryn mañana! ¡Anunciadles nuestra
llegada!»
Una vez hubieron dejado Cheol atrás, el río
volvió a internarse entre los árboles. La corriente corría ahora
con más fuerza, tanto así que los hombres que habían optado por ir
andando por la orilla tuvieron que ir al trote para mantenerse al
ritmo de la flota. Había un ambiente de exaltación. La gran obra
estaba cerca de su culminación y Saban ansiaba anunciar a gritos su
triunfo al Sol. Todo se había hecho en honor a Slaol, y sin duda la
enemistad de Lengar palidecería frente a lo glorioso de la
aprobación de Slaol. Saban no estaba seguro del modo en que se
manifestaría esta aprobación, pero sus dudas acerca del sueño de
Camaban se estaban despejando. Era el propio viaje lo que le había
devuelto la fe, pues había visto por sí mismo el enorme esfuerzo
necesario para trasladar las embarcaciones y las piedras, y se
resistía a creer que cinco años tan duros estuvieran exentos de un
propósito. Slaol debía responder. Del mismo modo que una corta
palanca de madera podía mover una gran roca, los humildes hombres
eran capaces de propiciar la actuación de un inmenso dios. Sin
duda, Camaban estaba en lo cierto.
«No dejéis que se las lleve la corriente»,
gritaba Lewydd, y Saban se vio arrancado de su feliz
ensimismamiento para ver que el cauce casi había llegado a la
confluencia con el río Mai, de mayor caudal, y que era hora de
llevar las embarcaciones hacia la orilla y amarrarlas para pasar la
noche. A la mañana siguiente tendría que arrastrar las piedras río
arriba, enfrentándose a la corriente del Mai hasta Ratharryn, de
modo que pasarían la última noche del viaje entre los árboles que
crecían en el delta que se formaba entre los dos ríos.
Amarraron los barcos a la orilla y
encendieron hogueras. Era una noche cálida y seca, no había
necesidad de refugios, pero levantaron un cordón de hogueras de una
ribera a otra con objeto de mantener alejados a los espíritus
malévolos, y los guerreros de Kereval se apostaron junto a las
hogueras para alimentar las llamas mientras durase la oscuridad. El
resto de los viajeros se reunieron y cantaron hasta que el
cansancio los dejó rendidos, y entonces se envolvieron en sus
mantos y se echaron a dormir bajo los árboles. Saban escuchó los
sonidos del río hasta que llegaron los sueños. Soñó con su madre:
la vio intentando clavar un estaca en el poste de su choza, y
cuando le preguntó por qué lo hacía, ésta no supo qué
responderle.
Y, de pronto, el sueño se vio invadido de
nuevos ruidos, de gritos de terror, y al despertar cayó en la
cuenta de que no era un sueño en absoluto; se incorporó para oír
aullidos provenientes del otro lado del cordón de fuego y un
extraño sonido que se desgajaba sobre sus cabezas. Algo se clavó en
un árbol; vio que era una flecha y el sonido que se desgajaba eran
otras flechas que atravesaban las hojas con un destello. Cogió el
arco y el carcaj y se precipitó hacia el cordón de fuego. De
inmediato, dos flechas salieron silbando de la oscuridad y
rozándole al pasar, y cayó en la cuenta de que las llamas lo habían
convertido en un blanco, de modo que se escondió detrás de unos
arbustos donde habían buscado cobijo Mereth y Kereval.
— ¿Qué ocurre? —preguntó Saban.
Ninguno de los dos lo sabía. Dos guerreros
de Kereval habían caído heridos, pero nadie había visto al
adversario ni sabía de qué enemigo se trataba; pero entonces,
Kargan, el sobrino de Kereval, llegó corriendo y llamando a gritos
a su tío, y su voz provocó la salida de la oscuridad de otra
andanada de flechas.
— Están robando una de las piedras
—aseguró Kargan.
— ¿Roban una piedra? —Saban no daba
crédito a lo que oía.
— Se llevan uno de los barcos río
arriba —informó Kargan.
Se oyó la voz de Scathel:
— Tenemos que seguirles —gritó.
— ¿Y qué hay de las mujeres y los
niños? —inquirió Kereval—. No podemos dejarlos aquí.
— ¿Por qué iban a robar una piedra?
—preguntó Mereth.
— ¿Por su poder? —sugirió Saban.
Remitieron los ruidos en el bosque y no
salieron más flechas de la oscuridad.
— Deberíamos seguirlos —insistió
Scathel, pero cuando Saban y Kargan se aventuraron hacia la
oscuridad más allá del cordón de fuego, no encontraron nada. El
enemigo había desaparecido, y por la mañana, con una espesa niebla
suspendida sobre los ríos, descubrieron que se habían llevado una
de las embarcaciones de triple casco. Iba cargada con una de las
piedras más pequeñas, pero había desaparecido. Uno de los dos
heridos falleció esa mañana.
Saban vio que la Luna permanecía en el cielo
después del amanecer y recordó que había soñado con su madre, que
adoraba a Lahanna. La diosa, se temió, contraatacaba, pero entonces
encontró algunas flechas y reparó en que llevaban plumas de cuervo.
Plumas negras, como las que usaban los hombres de Ratharryn; no
dijo nada de sus sospechas porque la gran obra casi estaba
concluida.
∗ ∗ ∗
La última parte del viaje consistía en
remontar el Mai. El Sol brillaba y caldeaba el ambiente, pero el
ánimo era sombrío y el recuerdo de las flechas en plena noche les
provocaba escalofríos. Los hombres observaban con recelo las
riberas arboladas, mientras tiraban de las embarcaciones por un
cauce que les llegaba a la cintura con el cadáver del lancero
acostado sobre la larga piedra madre. Scathel había insistido en
que llevaran el cadáver a Ratharryn porque quería colocar los
tesoros apoyados contra la piel del muerto para que su difunto
espíritu supiera que su viaje y su muerte no habían sido en
vano.
Saban caminaba por la orilla del río de la
mano de Leir. Aurenna llevaba a Lallic y escuchaba a Saban hablar
de las colinas que atravesaban. Allí era donde habían matado un
gran oso, y allí donde Rannos, el dios del rayo, había alcanzado a
un ladrón, y ahí, decía al tiempo que señalaba una boscosa ladera a
su izquierda, donde estaba el Pabellón Funerario.
— ¿El Pabellón Funerario? —preguntó
Leir.
— En Ratharryn no quemamos a nuestros
muertos —le explicó Saban—, sino que los dejamos en un pequeño
templo para que los pájaros y los animales puedan comerse su carne.
Después enterramos los huesos, o, si no, los ponemos en un
túmulo.
Leir torció el gesto.
— Preferiría arder a que me
devoraran.
— Mientras te reúnas con los
antepasados —le dijo Saban—, ¿qué más da?
Volvieron el recodo de la colina y, un poco
más adelante, en la ribera del río, encontraron una gran
muchedumbre que empezó a entonar cánticos de bienvenida cuando
apareció el primero de los barcos.
— ¿Cuál es Lengar? —indagó
Aurenna.
— No le veo —respondió Saban, y a
medida que fue acercándose constató que Lengar no se encontraba
allí. Estaban los hermanastros menores de Mereth y las hermanas de
Saban, así como multitud de personas que recordaba y que cuando se
aproximaba salieron a su encuentro y tendieron los brazos para
tocarlo como si tuviera el poder de un hechicero. La última vez que
lo habían visto era poco más que un chico, pero ahora se había
convertido en todo un hombre, alto, barbado y erguido, de rostro
endurecido y con un hijo propio. Se quedaron mirando a Aurenna con
admiración, impresionados por su cabello dorado y su dulce rostro,
milagrosamente incólume de las cicatrices de cualquier enfermedad.
Lengar, le dijeron las gentes a Saban, seguía en Drewenna, y
entonces se apartó la muchedumbre para dejar paso a Galeth. Ya
estaba viejo y canoso. Tenía un ojo de color blanco lechoso, la
espalda encorvada y la barba poco poblada. En primer lugar abrazó a
Mereth, su primogénito, y después tomó entre sus brazos a
Saban.
— ¿Has regresado de una vez por todas?
—preguntó Galeth a Saban.
— No lo sé, tío.
— Deberías quedarte —le dijo Galeth en
voz queda—, quedarte y ser jefe.
— Ya tenéis jefe.
— Tenemos un tirano —replicó Galeth
ferozmente, con las manos apoyadas en los hombros de Saban—.
Tenemos un hombre al que le gusta más la guerra que la paz, un
hombre que cree que toda mujer le pertenece. —Miró a Aurenna—.
Llévatela, Saban —añadió—, y no la traigas hasta que te hayas
convertido en jefe de esta tribu.
— ¿Ha construido Lengar el
templo?
— Está en proceso de construcción
—respondió Galeth—, pero Camaban llegó en primavera y se enzarzó en
una discusión con Lengar. Camaban vino con Haragg y ambos dijeron
que había que cambiar el templo, pero Lengar insistió en que debía
terminarse tal como es porque le dará poder, de modo que Camaban y
su compañero se marcharon. —Galeth volvió a mirar a Aurenna—.
Llévatela, Saban. Llévatela. La verá y la tomará para sí.
— Primero quiero ver el templo —replicó
Saban, y llevó a Aurenna colina arriba, por un amplio sendero
hollado en el prado con el paso de las narrias que transportaban
las piedras desde el río. Kereval y sus hombres les siguieron,
deseosos de ver el aspecto del templo en su nuevo hogar.
— Lengar nos asegura que es un gran
templo de la guerra —contó Galeth, que cojeaba junto a Saban—. Cree
que Slaol no es sólo el dios del Sol, sino también el dios de la
guerra. Le dije que ya teníamos un dios de la guerra, pero Lengar
asegura que Slaol es el gran dios de la guerra y las matanzas. Cree
que acabará su templo, Saban, y después someterá el mundo
entero.
Saban sonrió.
— Es posible que el mundo no esté de
acuerdo.
— Lengar consigue lo que desea —señaló
Galeth, ceñudo, al tiempo que miraba de soslayo a Aurenna una vez
más.
Saban palpó la cascara de avellana.
— Estaremos a salvo, tío —aseguró—,
estaremos a salvo.
El sendero llevaba primero hacia el norte,
ascendiendo entre campos cosechados, para pasar junto a los altos
árboles tras los que estaba oculto el Pabellón Funerario, y después
viraba hacia el oeste. Saban vio el gran muro de tierra de
Ratharryn hacia su derecha. Mostró el terraplén a Leir y le explicó
que allí era donde había crecido. Ahora había túmulos funerarios de
antepasados a ambos lados, y Saban se hincó de rodillas y humilló
la cabeza hasta tocar la hierba, en ademán de agradecimiento por la
protección que le habían brindado a lo largo de los años.
Una vez pasados los túmulos, el sendero se
dirigía hacia el sur para descender hacia un pequeño valle y luego
iba a morir al sendero sagrado que Gilan había ordenado construir
cuando llegaron las primeras piedras de Cathallo. La colina se
pandeaba y, tal como ocurría en el sendero sagrado de Cathallo, se
constituía en una doble encorvadura que ocultaba el templo hasta el
último momento. Saban sintió que crecía la emoción en su interior a
medida que ascendía entre la zanja y los márgenes de creta. Había
visto por última vez el Templo de las Sombras en las alturas del
valle de Sarmennyn, pero ahora iba a volverlo a ver, aunque
trasladado como por arte de magia a través de un extenso territorio
y un mar verde y frío. Aferró la mano a Aurenna y ella le devolvió
una sonrisa de expectación compartida.
Lo primero que vieron del templo fue la
única piedra solar restante, que se erigía cuan alta era en el
sendero sagrado, y después aparecieron ante sus ojos los pilares
emparejados en la entrada del santuario encarada al Sol, y cuando
culminaron la pendiente de la colina vieron el templo ante
sí.
La obra iba bastante avanzada. El pasillo de
entrada con piedras adinteladas estaba acabado y también se había
concluido la construcción de dos terceras partes del doble círculo
de pilares, que rodeaba el centro del templo y estaba flanqueado
por las cuatro piedras lunares. Saban calculó que sólo habría que
erigir unas treinta piedras más y vio que ya se habían cavado los
huecos para esos pilares. A un lado del templo, a cierta distancia
más allá de la zanja y los márgenes, aguardaban su colocación un
montón de piedras de Sarmennyn. Lo único que faltaba para dar por
terminada la construcción del templo era arrastrar aquellos pilares
por el sendero elevado de la entrada y traer las últimas piedras
desde el río. Pero ya estaba lo bastante próximo a su conclusión
como para ver el aspecto que tendría el templo cuando se plantara
la última piedra. Saban se detuvo junto a la piedra solar cubierta
de liquen y contempló lo que él y Lewydd y tantos otros habían
logrado a lo largo de los cinco años anteriores.
— ¿Y bien? —le preguntó Galeth.
Saban no contestó. Llevaba mucho tiempo
esperando ese momento y estaba recordando el temor reverencial que
le invadió al ver por vez primera el doble círculo tomar forma
entre la niebla de Sarmennyn, y sin embargo, allí, en Ratharryn, no
sentía ninguna clase de admiración. Creía que la visión del templo
lo abrumaría, que tal vez cayera de rodillas en un espontáneo
ademán de adoración, y sin embargo, en aquel emplazamiento, los dos
anillos parecían más pequeños y sus piedras menguadas. En
Sarmennyn, acunado por el tenebroso valle y asomado a una sima, las
piedras cobraban un poder impresionante gracias al cielo ventoso,
encaradas como estaban hacia un vasto territorio donde el Sol se
ponía hundiéndose en la lejanía del mar. En Sarmennyn las piedras
constituían una trampa para atrapar a un dios, pero aquí los
pilares quedaban empequeñecidos por los amplios pastos, y también
por las siete piedras, más pálidas y de mayor altura, de
Cathallo.
— ¿Y bien? —volvió a indagar
Galeth.
Saban no quería responder a la
pregunta.
— Anoche nos atacaron —dijo en vez de
hacerlo.
Galeth se llevó la mano a la ingle.
— ¿Proscritos?
— No sabemos quién —aseguró Saban, y
recordó las flechas con plumas negras.
— Los proscritos cada vez son más
osados —dijo Galeth. Posó una mano sobre el brazo de Saban y bajó
la voz—. Muchos han huido.
— ¿De los proscritos?
— De Lengar —Galeth se inclinó hacia
él—. Corren rumores, Saban, de que los espíritus de los muertos se
han dado cita para matar a Lengar. La gente está asustada.
— Anoche no vimos ningún muerto
—replicó Saban, y se adelantó para colocarse entre los pilares de
la entrada llegados de Cathallo. Mientras que las piedras más altas
de los nuevos círculos no eran más altas que el propio Saban, y
algunas alcanzaban incluso menor altura, tuvo que echar la cabeza
atrás para mirar la cima de aquellas piedras—. ¿Qué dijo Camaban
del templo? —le preguntó a Galeth.
— Quería que lo rehiciéramos —respondió
Galeth, y meneó la cabeza de lado a lado—. No sé qué más quería,
pero desde luego no parecía satisfecho. Lengar le gritó, se
enzarzaron en una discusión, y Camaban y su compañero se
fueron.
— Así es como estaba en Sarmennyn —dijo
Saban, contemplando todavía las piedras.
— ¿Estás desilusionado? —indagó
Aurenna.
— No es mi desilusión lo que importa
—contestó Saban—, sino lo que piense Slaol. —Ahora miraba más allá
del templo, hacia los túmulos funerarios al sur arracimados en la
cresta de la colina. Había algunos de nueva planta, con sus flancos
de creta blancos bajo la luz. del Sol, y supuso que una de aquellas
tumbas más recientes pertenecía a su padre—. ¿Dónde está ahora
Camaban? —preguntó a su tío.
— No le hemos visto en todo el verano
—respondió el anciano.
— Me instó a que viniera para acabar el
templo —le informó Saban.
— ¡No! —insistió Galeth con
vehemencia—. Debes irte, Saban. Coge a tu mujer, y marchaos. —Se
volvió hacia Aurenna—. No dejes que os retenga aquí, te lo
ruego.
Aurenna sonrió.
— Es nuestro deber estar aquí. Erek…
—se corrigió—, Slaol quiere que estemos aquí.
— Camaban insistió en que viniéramos
—recalcó Saban.
— Pero ahora no está —apuntó Galeth—.
Hace cuatro lunas que no está aquí. Deberíais seguirle.
— ¿Adonde? —inquirió Saban.
Llevó a Aurenna en torno al margen del
templo, siguiendo el pequeño ribazo en la parte exterior de la
zanja, hasta que llegaron al lugar donde se sentara sobre la hierba
con Derrewyn en aquel lejano día tras sus pruebas. Recordó que la
joven había trenzado una guirnalda de margaritas, y de pronto lo
abrumó la tristeza propiciada por la sensación de que aquellos
cinco años de trabajo habían sido en vano. Habían trasladado el
templo, pero Slaol nunca se sentiría atraído por aquellos
pedruscos. La mayor parte apenas si alcanzaban la estatura de un
niño. El templo tenía como objetivo atraer al dios a la Tierra,
pero aquel conjunto de piedras pasaría desapercibido a la mirada de
Slaol igual que una hormiga al ojo del águila. No era de extrañar,
pensó Saban, que Camaban se hubiera ido, pues todo su trabajo había
sido en vano.
— Tal vez deberíamos regresar a casa
—le dijo a Aurenna.
— Pero Camaban insistió en que…
—comenzó ésta.
— ¡Camaban se ha ido! —replico Saban
con aspereza—. Se ha ido, y no hay necesidad de que nos quedemos si
no está aquí. Regresaremos a nuestro hogar en Sarmennyn. —La música
de Sarmennyn se había convertido en su música, las historias de su
tribu en las suyas, su idioma en su lengua, y no sentía ningún
vínculo con aquel arredrado lugar y su raquítico templo. Dio media
vuelta y regresó hacia donde estaba Kereval junto a la piedra
solar—. Con tu permiso —le dijo Saban al jefe—, regresaré a casa
contigo.
— Me entristecería que no lo hicieras
—respondió Kereval con una sonrisa. El jefe tenía ya el cabello
entrecano y andaba encorvado, pero había vivido lo suficiente para
cumplir su palabra y eso lo llenaba de satisfacción.
— Pero no regresaremos —terció
Scathel—, hasta que nos devuelvan el oro y los demás tesoros.
— Mi hermano está al tanto de ello
—aseguró Saban, y justo en ese momento un grito de advertencia le
hizo darse la vuelta para ver que habían aparecido seis jinetes
entre los túmulos funerarios al sur. Todos blandían lanzas y
llevaban colgados a la espalda los arcos cortos de los extranjeros,
y todos eran guerreros que, tiempo atrás, habían acudido a
Ratharryn para ayudar a Lengar a hacerse con la jefatura. El
cabecilla era Vakkal. Su rostro presentaba las cicatrices
cenicientas de Sarmennyn, pero sus brazos lucían ahora las marcas
azules de Ratharryn. Era un hombre de elevada estatura, con un
rostro curtido y una barba negra y rala con un veta canosa. Vestía
una túnica de cuero reforzada con tiras de bronce, llevaba una
espada de bronce al cinto y colas de zorro entreveradas en su largo
cabello trenzado. Desmontó al llegar a la altura de Kereval y se
hincó de rodillas en señal de sumisión.
— Lengar te envía saludos —anunció
Vakkal al jefe.
— ¿Viene tras tus pasos? —preguntó
Kereval.
— Llegará mañana —aseguró Vakkal, y
luego se hizo a un lado mientras sus cinco guerreros extranjeros se
acercaban a saludar a su jefe. Saban vio apartarse a las gentes de
Ratharryn para dejar paso a los hombres, y reparó en que retiraban
precipitadamente como si de pronto trajera mala suerte estar cerca
de un lancero. Vakkal miraba de hito en hito a Aurenna, que,
incomoda ante su escrutinio, se acercó a Saban—. No te conozco —le
dijo Vakkal a Saban en tono de desafío.
— Nos vimos en una ocasión —respondió
Saban—, la primera vez que viniste a Ratharryn.
Vakkal sonrió, aunque sus ojos oscuros no
reflejaron ninguna alegría.
— Eres Saban —afirmó—, el asesino de
Jegar.
— Y mi amigo —dijo Kereval en tono bien
audible.
— Todos somos amigos —aseguró Vakkal,
sin apartar la mirada de Saban.
— ¿Nos trae Lengar el oro? —exigió
saber Scathel.
— Así es —contestó Vakkal, desviando
por fin la mirada de Saban—. Trae el oro, y hasta que llegue no
pide sino que tú y tus hombres seáis sus huéspedes. —Se volvió e
hizo un gesto en dirección a Ratharryn—. Dice que sois bienvenidos
en su casa y que se celebrará una fiesta en vuestro honor.
— ¿Y recibiremos el oro? —preguntó
Kereval con claros signos de ansiedad.
— En su totalidad —prometió Vakkal con
una sonrisa sincera—, en su totalidad.
Kereval se hincó de rodillas en ademán de
gratitud. Había enviado un templo y mantenido la promesa a su dios,
y ahora los tesoros iban a ser devueltos a la tribu.
— Mañana —anunció satisfecho—, mañana
cogeremos nuestro oro y regresaremos a casa.
A casa, pensó Saban, a casa. Mañana. Habría
acabado todo y podrían regresar a casa.
Ratharryn había
crecido. Había más del doble de chozas que cuando partió Saban. De
hecho, había tantas que ahora ocupaban más de la mitad del espacio
dentro del muro circundante y se había construido todo un nuevo
asentamiento al otro lado del terraplén, en las tierras altas cerca
del templo de madera de Slaol. Sin embargo, el cambio más
impresionante era que el templo de Lahanna había sido sustituido
por un gran edificio con techumbre de paja.
— Antes era el templo —le dijo Galeth a
Saban—, pero ahora es la residencia de Lengar.
— ¿Su residencia? —Saban estaba
indignado. Le parecía un escándalo transformar un templo en una
residencia.
— Derrewyn adora a Lahanna en Cathallo
—explicó Galeth—, de modo que Lengar decidió insultar a la diosa.
Abatió la mayor parte de los postes, lo cubrió y ahora celebra allí
sus banquetes. —Galeth había hecho pasar a Saban a través de la
inmensa entrada de la cabaña hasta un interior cavernoso mucho más
alto y amplio que el gran edificio de Kereval en Sarmennyn.
Quedaban una docena de los postes del Viejo Templo, sólo que ahora
sostenían una alta techumbre de paja que ascendía hacia un agujero
en el ápice por donde salía el humo, aunque la abertura apenas
resultaba visible debido a la multitud de lanzas y calaveras
ennegrecidas por el humo que colgaban de las vigas—. Las lanzas y
los cráneos de sus enemigos —le dijo Galeth a Saban en voz queda—.
No me gusta este lugar.
A Saban le pareció abominable y sin duda
pensó, Lahanna, buscaría vengar la profanación de su santuario. La
residencia era tan grande que podía albergar a todos los hombres de
Kereval, un centenar largo, sobre el suelo recubierto de juncos y
helechos. Aquella noche cenaron todos allí y se dieron un banquete
de cerdo, trucha, lucio, pan, acedera, champiñones, peras y moras.
Saban y Aurenna comieron en la choza de Galeth, donde escucharon
relatos acerca del mandato de Lengar. Oyeron historias sobre
incursiones interminables, la matanza de forasteros, el
enriquecimiento de los guerreros y la reducción a esclavos de
innumerables miembros de tribus vecinas, y Cathallo, dijo Galeth,
había resistido en todo momento. «Quienes aborrecen Ratharryn
—aseguró—, se alian con Cathallo». De modo que Cathallo y Ratharryn
seguían luchando, aunque era la tribu de Ratharryn la que más se
adentraba en territorio enemigo. Ningún muchacho se convertía en
hombre en Ratharryn a menos que trajera una cabeza que sumar a las
que tenía Lengar en su gran cabaña.
— Hoy en día, no basta con sobrevivir
en los bosques —le informó Galeth—. Un chico también debe demostrar
su valor en la batalla, y, si se le considera un cobarde, pasará
todo un año vestido de mujer. Deberá acuclillarse para mear e ir a
por agua con las esclavas. Hasta sus propias madres los desprecian.
—Meneó la cabeza de lado a lado y profirió un lamento.
— Y, sin embargo, Lengar está
construyendo el templo, ¿no es así? —preguntó Aurenna, asombrada de
que un hombre al que tanto apasionaba la guerra erigiera un templo
que tenía como objetivo dar comienzo a una era de paz y
dicha.
— Es un templo de la guerra —le recordó
Galeth—. Proclama que Kenn y Slaol son uno y el mismo.
— ¿Kenn? —inquirió Aurenna.
— El dios de la guerra-le aclaró
Saban.
— Slaol es Kenn y Kenn es Slaol
—explicó Galeth, negando con la cabeza—. Pero Lengar también
asegura que un gran líder debe tener un gran templo, y por tanto se
jacta de que ha arrebatado un templo que se encontraba en el otro
extremo del mundo.
— ¿Que lo ha arrebatado? —preguntó
Aurenna con el ceño fruncido—. Lo ha trocado por el oro.
— Lo está construyendo para
glorificarse a sí mismo —señaló Galeth—, aunque corren rumores de
que el templo no se terminará nunca.
— ¿Qué rumores son ésos?
El anciano se meció adelante y atrás. La
hoguera le iluminaba el rostro desvaído y proyectaba su sombra en
el envés de la techumbre de paja.
— Se han observado presagios —dijo en
un susurro—. Hay más proscritos que nunca entre los árboles y cada
vez son más osados. Lengar dirigió a todos sus lanceros en una
batida contra ellos, pero no encontraron sino cadáveres colgados de
los árboles. Dicen que los proscritos tienen un jefe, y ahora
nuestros lanceros no se atreven a enfrentarse a ellos a menos que
les acompañe un sacerdote para obrar encantamientos y hechizos.
—Lidda, la esposa de Galeth, que ahora estaba achacosa y
desdentada, lanzó un grito e introdujo la mano debajo de la piel
que vestía para tocarse la ingle. Han muerto niños sanos —continuó
Galeth—, y un rayo alcanzó el templo de Arryn y Mai. Uno de sus
postes ha quedado ennegrecido y astillado.
Lidda lanzó un suspiro.
— Se han visto cadáveres andando más
allá del Templo del Cielo —gimió—, y no tenían sombra.
— Ahora no es un Templo del Cielo
—señaló Saban con amargura. El achaparrado círculo de los mojones
de Sarmennyn había acabado con la levedad etérea de las primeras
piedras. No era siquiera un Templo de las Sombras, sino un engendro
arrumbado fuera de lugar.
— Talaron un fresno en el bosque y
lloró igual que un niño agonizante —les contó Galeth—. Aunque yo no
lo oí —añadió—. Las hachas están desafiladas antes de
utilizarlas.
— La Luna salió con un color como el de
la sangre —perseveró Lidda en su lamento—, y un tejón mató un
perro. Nació una criatura con seis dedos.
— Hay quien dice —Galeth bajó la voz y
miró cauteloso a Aurenna—, que el templo de los extranjeros ha
traído la mala fortuna. Y cuando vino Camaban en primavera, dijo
que había que reconstruir el templo, que todo estaba
equivocado.
— ¿Y Lengar se mostró en desacuerdo?
—preguntó Saban.
— Lengar dice que Camaban ha perdido la
cabeza —aseguró Galeth—, y que los enemigos de Slaol intentan
evitar que se culmine la construcción del templo. Llamó a Camaban
enemigo de Slaol. De modo que Camaban se fue.
— ¿Y los sacerdotes? —indagó Saban—.
¿Qué dicen?
— No se manifiestan. Temen a Lengar.
Mató a uno de ellos.
— ¿Mató a un sacerdote? —preguntó
Saban, escandalizado.
— El sacerdote intentó impedir que
convirtiera el templo de Lahanna en una choza, de modo que Lengar
acabó con él.
— ¿Y Neel? —se interesó Saban—. ¿Qué
hizo?
— ¡Neel! —bufó Galeth al oír el nombre
del sumo sacerdote—. No es sino un acólito de Lengar. —Galeth se
volvió hacia Aurenna—. Tienes que marchar, señora, antes de que
regrese Lengar.
— Lengar no se atreverá a tocarme
—replicó Aurenna en la lengua de Ratharryn, que había aprendido de
Saban.
— Estamos en compañía de guerreros de
Sarmennyn —le explicó Saban—, y la protegerán. —Palpó la cascara de
avellana que llevaba debajo de la túnica.
Galeth recibió la afirmación con un gesto de
duda.
— Cuando mi hermano era jefe —le dijo a
Aurenna—, reinaba la felicidad.
— Reinaba la felicidad —repitió Lidda
como un eco.
— Vivíamos en paz —aseguró Galeth—, o
al menos lo intentábamos. Había hambre, claro, siempre la hay, pero
mi hermano sabía distribuir los alimentos. Sin embargo, ha cambiado
todo; ha cambiado todo.
A la mañana siguiente, bajo un cielo
despejado y un cálido Sol, un centenar de hombres trasladaron la
piedra madre a la orilla y la subieron haciendo palanca a una
narria a la que iban atados dieciséis bueyes. Mientras las bestias
arrastraban la piedra desde la ribera del rio, Galeth llevó a Saban
y Aurenna al Templo del Cielo y les preguntó dónde debía colocarse
el pilar. Fue Aurenna quien decretó que debía erigirse solo en el
centro del doble anillo y frente a la puerta dintelada del Sol. De
ese modo, dijo, el Sol naciente del solsticio de verano tocaría la
piedra madre como símbolo de la unión entre la Tierra y el Sol. No
había otra persona para tomar esa decisión, de modo que Galeth
ordenó a una docena de hombres que cavaran un hoyo donde había
indicado Aurenna.
Galeth observó cómo retiraban la hierba y
arremetían con picos de cuerna contra la capa de creta que yacía
debajo.
— Ya no puedo cavar —confesó a Saban—.
Me duelen los huesos. Ni siquiera puedo utilizar el hacha.
— Ya has trabajado bastante —le animó
Saban.
— Un hombre que no trabaja, no debería
comer, ¿eh? —dijo Galeth, y se volvió para seguir con la vista a
los bueyes que arrastraban la piedra madre, cuya longitud era tal
que sobresalía de la narria por ambos extremos. Detrás iban tres
piedras de menor tamaño en narrias tiradas por hombres—. Son todos
esclavos —le dijo a Saban—. Nuestros hombres realizan constantes
incursiones en busca de esclavos y comida. Ahora traficamos con
esclavos para que Lengar se enriquezca.
Resonó un cuerno hacia el sur. El ruido era
atronador pero trémulo, debido al cálido viento otoñal. Saban lanzó
una mirada penetrante a Galeth, que asintió.
— Tu hermano —dijo en tono
hastiado.
Saban cruzó los márgenes y la zanja en
dirección a Aurenna. La rodeó con un brazo y colocó la otra mano
sobre el hombro de su hijo. Resonó otra vez el cuerno y se produjo
un largo silencio. Saban observó la cresta más próxima, cuya
superficie se veía interrumpida por los lomos de las tumbas. Más
allá, borrosos debido a la calina, los árboles oscurecían el lejano
horizonte.
Aguardaron sin que apareciera nada en la
cima. Una ráfaga de viento levantó el largo cabello de Aurenna e
hizo que la hierba se combara, como recorrida por una ola,
volviéndola pálida durante un momento para después recobrar su tono
pardo. Lallic se meneaba en los brazos de su madre, y Aurenna
tranquilizó a la criatura. Los hombres que cavaban el hoyo para la
piedra madre habían dejado caer los picos de cuerna y miraban en
dirección al sur. Hasta los bueyes que tiraban del mojón se habían
detenido con la cabeza gacha y los flancos sangrantes a causa de
los aguijadas con que los hostigaban. Un halcón planeó sobre el
sendero sagrado y su negra sombra se proyectó nítida y fugaz a un
tiempo sobre los ribazos de creta.
— ¿Viene un hombre malo? —le preguntó
Leir a su padre.
Saban esbozó una sonrisa.
— Es tu tío —le dijo, revolviéndole el
cabello—, y debes dirigirte a él con respeto.
Resonó una vez más el cuerno de buey, mucho
más fuerte y próximo, y Leir se estremeció bajo la mano de su padre
ante el estruendo, del toque, aunque en la cima de la colina seguía
sin asomar nada. El cuerno de buey resonó por cuarta vez y un
hombre subió a la carrera a uno de los túmulos funerarios. Llevaba
una larga asta de la que colgaba un estandarte de rabos de zorro y
colas de lobo. El portaestandarte llevaba un manto de piel de lobo
sin recortar y el hocico del lobo asomaba por encima de su cabeza
como un segundo rostro. Se irguió, perfilado en contraste con el
cielo, y meció el estandarte. Un instante después toda la cima se
llenó de hombres.
Habían llegado en una larga hilera, y, si su
intención había sido causar impresión, lo habían logrado. La cresta
estaba despoblada, y en un abrir y cerrar de ojos la había tomado
toda una línea de batalla de lanceros; tantos que Saban cayó en la
cuenta de que debía de tener ante sí una combinación de los
ejércitos de Ratharryn y Drewenna. Sus lanzas constituían un seto
mellado y su repentino griterío amedrentó a Lallic. Era una
demostración de inmenso poderío, sólo que este ejército no se
encontraba formado frente a un enemigo, sino ante el hogar del
propio Lengar. Lengar debía de saber que Cathallo oiría a su horda
y quería que temiesen su fuerza.
El propio Lengar, alto y cubierto con un
manto, lanza en mano y con una espada al cinto, apareció en el
centro de su ejército. Lo rodearon una docena de hombres, sus jefes
guerreros, y a su lado, bajo y rechoncho en comparación, se
encontraba Kellan, jefe de Drewenna y siervo de Lengar. El caudillo
permaneció un instante inmóvil, y a continuación dio a su escolta
orden de avanzar.
— ¿Cómo alimentan a todos esos hombres?
—se maravilló Aurenna en voz alta.
— En verano es fácil —explicó Saban—.
Hay ciervos y cerdos. Más cerdos de los que puedas imaginar. La
región nada en la abundancia. En invierno —continuó—, saquea a los
vecinos.
Lengar vio a Saban y se desvió bruscamente
hacia él. El jefe de Ratharryn vestía su larga túnica de cuero
reforzada con placas de bronce, un manto de lana colgaba de sus
hombros y llevaba en la mano una enorme lanza con punta de bronce
pulido. Del asta de la lanza colgaban tiras de piel de zorro, y
llevaba bandas semejantes enrolladas en torno a piernas y brazos.
Lucía plumas de águila entreveradas con el cabello untado de
aceite, de forma que le quedara pegado al cráneo, lo que a Saban le
trajo a las mientes aquel lejano día en que había muerto el
forastero y Lengar le había perseguido hasta el asentamiento.
Mientras las cicatrices de muerte se prolongaban ahora para cubrir
el dorso de las manos y los dedos de Lengar, los cuernos tatuados
en el rabillo de ambos ojos dotaban su mirada de una intensidad
aterradora. Saban notó que Leir se estremecía involuntariamente y
le palmeó la cabeza con suavidad para tranquilizarlo.
Lengar se detuvo a unos pasos de ellos.
Durante un instante, se quedó mirando fijamente a Saban, y después
dijo en tono burlón:
— Hermanito, creía que no ibas a
atreverte a volver a casa.
— ¿Por qué iba alguien a tener miedo de
regresar a casa? —replicó Saban.
Sin embargo, Lengar ya no le escuchaba, sino
que miraba a Aurenna de hito en hito. Seguía siendo tan alta,
delgada y garbosa como el día que la conociera Saban, una mujer que
aún podría haber hecho cruzar los mares a jefes de tribus, y
devolvió la mirada a Lengar con toda tranquilidad mientras éste
parecía auténticamente asombrado, como si no diera crédito a lo que
veían sus ojos. No apartaba la mirada de Aurenna, la devoró con los
ojos de abajo arriba y después en sentido contrario.
— ¿Es ésta Aurenna? —preguntó.
— Mi esposa, Aurenna —respondió Saban,
sin apartar el brazo que rodeaba a su mujer.
— Gundur me dijo la verdad —masculló
Lengar.
— ¿Sobre qué? —inquirió Saban.
Lengar seguía con los ojos clavados en
Aurenna.
— Sobre tu mujer, claro —respondió sin
miramientos.
Sus jefes guerreros estaban a su espalda,
como mastines atados, todos ellos de gran estatura y con largas
lanzas, largos mantos, largas melenas trenzadas y luengas barbas, y
ellos también miraban con avidez a la alta y rubia mujer de
Sarmennyn. Al cabo, Lengar hizo un esfuerzo por desviar la mirada
de Aurenna.
— ¿Es tu hijo? —preguntó Angar, al
tiempo que indicaba con un gesto de cabeza a Leir.
— Se llama Leir, hijo de Saban, hijo de
Hengall.
— ¿Y esa criatura es hija tuya? —Lengar
asintió en dirección a Lallic, que seguía en brazos de
Aurenna.
— Se llama Lallic —respondió
Saban.
Una sonrisa burlona iluminó el rostro de
Lengar.
— ¿Sólo un hijo, Saban? Yo tengo siete.
—Miró otra vez a Aurenna—. Podría darte muchos hijos.
— Estoy satisfecha con el hijo de tu
hermano —replicó con firmeza Aurenna.
— El hijo de mi hermanastro —respondió
Lengar, en tono de mofa—; y si el chico muriera, tu vida habrá sido
en vano. ¿De qué sirve una mujer que sólo alumbra un hijo?
¿Alimentarías a una cerda que sólo pariera un cochinillo? Y los
hijos mueren. —Seguía con la mirada fija en Aurenna; de hecho,
parecía incapaz de mirar a otra parte. La repasó de arriba abajo
sin molestarse en disimular su admiración—. ¿Recuerdas, Saban
—preguntó sin desviar la mirada de Aurenna—, que nuestro padre
siempre nos decía que nos casáramos con chicas amplias de caderas?
Las mujeres son como las reses, solía decir. No merece la pena
conservar las delgadas. Sin embargo, tú la escogiste a ella. Tal
vez tendrías más hijos si siguieses el consejo de Hengall.
— No quiero ninguna otra esposa
—respondió Saban.
— Ahora que estás en Ratharryn, harás
lo que se te ordene, hermano —le espetó Lengar. —Se volvió y señaló
con la lanza hacia una tumba reciente en la apaisada cima—. Ése es
el túmulo de Jegar. ¿Crees que le he olvidado?
— Un hombre debe recordar a sus amigos
—aseguró Saban.
Ahora la lanza señalaba a Saban.
— Debes a la familia de Jegar el precio
de una muerte. Serán muchos bueyes, muchos cerdos. Se lo tengo
prometido.
— ¿Y cumples tus promesas? —le
interpeló Saban.
— Tú cumplirás ésta —afirmó—, o te
arrebataré algo de gran valor, hermano. —Miró a Aurenna e hizo un
esfuerzo por sonreír—.
Pero no discutamos. Hoy es un día para
regocijarse. Has regresado, has traído las últimas piedras y se
pondrá fin a la construcción del templo.
— Y tú devolverás los tesoros robados a
nuestra tribu —le recordó Aurenna.
A Lengar se le torció el gesto. No le
gustaba que una mujer le dijera lo que tenía que hacer, pero dio su
conformidad con un asentimiento.
— Devolveré los tesoros —afirmó
secamente—. ¿Se encuentra aquí Kereval?
— Está en el asentamiento —le informó
Saban.
— Entonces, no deberíamos hacerle
esperar. Vamos. —Lengar extendió los brazos para invitar a Aurenna
a seguirle, pero ella se negó a apartarse de Saban, y Lengar
prefirió no darse por airado.
Los lanceros pasaron en tropel por delante
de Saban y su esposa.
— Creo que deberíamos irnos ahora
—murmuró Saban—. Deberíamos marcharnos sin más ni más.
Aurenna negó con la cabeza.
— Tenemos que permanecer aquí —le
recordó.
— Únicamente porque Camaban nos dijo
que viniéramos —protestó Saban—. Pero se fue. Huyó. Deberíamos
seguir su ejemplo.
— Erek… Slaol nos ordenó que
viniéramos. Con Camaban o sin él, es aquí donde debo estar. —Desvió
la mirada hacia las achaparradas piedras del templo inacabado—.
Slaol se ha manifestado con más claridad en mis sueños —dijo en un
susurro—, y quiere que me quede aquí. Por eso me perdonó la vida,
para traerme aquí. —Saban quería discutir, pero era inútil
contravenir los deseos de un dios. Él no hablaba a ninguna deidad
en sueños Aurenna se volvió y torció el gesto con la mirada puesta
en la muchedumbre de lanceros que marchaban hacia el asentamiento—.
¿Para qué necesita tu hermano tantos hombres? —preguntó.
— Para atacar Cathallo —aseguró Saban—.
Hemos llegado a tiempo de ver una guerra.
Regresaron paseando al asentamiento. Unos
chicos conducían una piara de cerdos desde el bosque a un claro
cercano al antiguo templo de Slaol, donde estaban dando muerte a
las bestias. Las mujeres y los niños separaban la carne de los
huesos, mientras los perros merodeaban agazapados entre ellos con
la esperanza de hacerse con las asaduras, pero las estaban majando
en morteros para mezclarlas con cebada y embutirlas en los
intestinos de los cerdos que luego asarían sobre las brasas. Los
chillidos de los animales agonizantes eran constantes, y la sangre,
con su intenso olor acre, suficiente para correr pendiente abajo en
pequeños riachuelos que los perros hambrientos acudían a lamer. En
el interior del asentamiento la fetidez era peor incluso, porque
las mujeres estaban mezclando en vasijas el veneno glutinoso con
que irían untadas las puntas de las lanzas de los guerreros en su
ataque a Cathallo. Otras mujeres preparaban el banquete de la
noche. Desplumaban gansos, asaban cerdos y pulverizaban cereales en
molinillos de mano. Los fosos de los curtidores, rebosantes de
heces y orina, aportaban su hediondez. Los hombres ataban puntas de
sílex a los astiles de las flechas y martillaban los filos de las
lanzas para hacerlos más cortantes.
Aurenna se fue a la choza de Galeth para dar
de comer a los niños, mientras Saban se paseaba por el asentamiento
en busca de viejos amigos. Fue a visitar el templo de Arryn y Mai,
donde se maravilló ante el poste ennegrecido y astillado que había
resultado alcanzado por un rayo, y se topó con Geil, la viuda más
anciana de su padre, que posaba un montoncillo de plumosas flores
de helecho a la entrada del templo. La anciana abrazó a Saban y se
echó a llorar.
— No deberías haber regresado
—sollozó—. Mata todo lo que le desagrada.
— Habría merecido la pena volver
—aseguró Saban—, sólo para verte.
— No sobreviviré al próximo invierno
—se lamentó la anciana, mientras se enjugaba las lágrimas con la
punta de un mechón de pelo blanco—. Tu padre era un buen hombre.
—Se quedó mirando las flores que había posado junto a los mojones
de la entrada—. Mueren todos nuestros hijos —añadió apesadumbrada;
suspiró, y se fue cojeando hacia su choza.
Saban entró en el templo y apoyó la frente
contra un poste que Galeth y él habían levantado muchos años antes.
Entonces ni siquiera era un hombre todavía. Cerró los ojos y tuvo
una fugaz visión de Derrewyn saliendo del rio desnuda y con el
cabello empapado. ¿Acaso le había enviado la visión Mai, la diosa
del río? ¿Y qué significaba? Rogó a Mai que librara a su familia de
todo peligro, y golpeó el poste con los nudillos para llamar la
atención de la diosa sobre el ruego que acababa de hacer, cuando un
grito le hizo darse media vuelta.
— ¡Saban! —Era la voz de Lengar—.
¡Saban!
Lengar se acercaba a largas zancadas por
entre las cabañas, con dos lanceros que a todas luces eran sus
guardias.
— ¡Saban! —volvió a gritar Lengar. En
ese momento vio a su hermano en el templo y apresuró el paso hacia
él. Las gentes que estaban en las inmediaciones del templo se
hicieron a un lado.
Lengar estaba furioso. Su mano derecha
reposaba sobre la empuñadura de madera de la espada de bronce que
llevaba al cinto.
— ¿Por qué no me dijiste que robaron
una de las piedras por la noche? —exigió saber.
Saban se encogió de hombros.
— Fue obra de hombres que lanzaban
flechas con plumas negras —respondió—. ¿Por qué iba a decirte lo
que ya sabes?
Lengar reaccionó como si la noticia lo
cogiera de improviso.
— ¿Insinúas que…?
— Ya sabes lo que insinúo —le
interrumpió Saban.
Lengar le hizo callar de un grito.
— He hecho un trato con Sarmennyn
—bufó—. Y ese trato consistía en que me trajeran todo un templo. No
una parte del mismo.
— Fueron tus hombres quienes se
llevaron la piedra —le acusó Saban.
— ¡Mis hombres! —replicó con
desprecio—. Mis hombres no hicieron nada. La piedra la perdiste tú.
—Propinó un puñetazo en el pecho a Saban—. ¡La perdiste tú,
Saban!
Los dos lanceros observaban a Saban con
recelo por si respondía a la ira de su hermano con la suya propia,
pero Saban se limitó a menear la cabeza apesadumbrado.
— ¿Crees que te han engañado porque
falta una piedra? —preguntó—. ¿Una piedra entre tantas?
— Si te corto la polla, hermano, ¿no la
echarías de menos? Sin embargo, no es más que un trocito de carne
—le espetó Lengar—. Dime, cuando te atacaron esos hombres de las
flechas con plumas negras, ¿mataste alguno? ¿Cogiste algún
prisionero?
— No.
— Entonces, ¿cómo sabes quiénes
eran?
— No lo sé —confesó Saban—, pero sólo
se utilizan flechas con plumas negras en Ratharryn. En Cathallo
mezclan las plumas azules de los arrendajos con las negras de los
cuervos, y en Drewenna confeccionan las flechas con una mezcla de
plumas blancas y negras.
— No lo sabes —se mofó Lengar—, porque
no les plantaste cara, ¿no es así? —Apartó de un tirón el
dobladillo superior de la túnica de Saban—. ¿Sólo dos cicatrices,
Saban? ¿Sigues siendo un cobarde?
— Una cicatriz es la de Jegar
—respondió Saban en tono desafiante—, y a él no le parecí
cobarde.
Sin embargo, Lengar no mordió el anzuelo. En
vez de eso, había encontrado la cáscara de avellana colgada del
cordel de cuero y, antes de que Saban tuviera oportunidad de
detenerlo, se la sacó de debajo de la túnica.
— Cathallo esconde sus hechizos en el
interior de cáscaras de avellana —dijo en una voz peligrosamente
queda, y levantó la mirada hacia los ojos de Saban—. ¿Qué amuleto
es éste?
— Representa una vida.
— ¿La de quién?
— Es el hueso del hueso de alguien
—continuó Saban—, y la carne de su carne.
Lengar vaciló mientras sopesaba la
respuesta, y a continuación dio un fuerte tirón al cordel de cuero.
Saban se vio arrastrado hacia delante, pero la cáscara se separó de
su cuello.
— He preguntado de quién es esta vida
—insistió.
— Tuya, hermano —respondió Saban.
Lengar sonrió.
— ¿Creías, hermanito, que esta cascara
de avellana protegería a tu mujer?
— A Aurenna la protegerá Slaol.
— Pero este hechizo, hermanito —dijo
Lengar, alzando la cascara delante de los ojos de Saban—, no
proviene de Slaol, sino de Lahanna. ¿Volviste a rastras a
Derrewyn?
— No volví a rastras —replicó Saban—.
Regresé con un regalo para ella.
— ¿Un regalo a mi enemigo?
— Le entregué la cabeza de Jegar
—continuó Saban. Era consciente del peligro que encerraba provocar
a Lengar, sobre todo teniendo en cuenta que no iba armado, pero no
pudo evitarlo.
Lengar dio un paso atrás y llamó a Neel, el
sumo sacerdote, a voz en grito.
— Neel. Ven aquí. ¡Neel!
El sacerdote salió agachado por la puerta de
su choza. Cojeaba debido al flechazo que había recibido en el muslo
la noche que Lengar matara a Hengall. Llevaba el cabello emplastado
con barro seco, un collar de huesos en torno al cuello y de su
cinturón colgaban bolsitas de cuero en las que guardaba hierbas y
amuletos. Hizo una reverencia ante Lengar, que le entregó la
cáscara de avellana.
— Es un hechizo contra mi vida —le
explicó Lengar—, obra de Derrewyn. Dime cómo lo hizo.
Neel lanzó una mirada nerviosa a Saban y
luego sacó una pequeña hoja de sílex de un saquete y cortó las
fibras de tendón que mantenían cerrada la cáscara. Separó las dos
mitades y olió el contenido. Torció el gesto debido al hedor y tocó
el minúsculo hueso con la yema de un dedo.
— Debe de pertenecer a la criatura de
Derrewyn —decidió.
— También era mi hijo —señaló
Lengar.
— Derrewyn lo mató —dijo Neel—, y
utilizó sus huesos y su carne para lanzar una maldición contra
ti.
— ¿Una maldición de Lahanna?
— No recurriría a ningún otro dios
—confirmó Nell.
Lengar volvió a coger la cáscara y juntó
minuciosamente sus dos mitades.
— ¿Funcionará? —le preguntó al
sacerdote.
Neel vaciló.
— Lahanna no tiene ningún poder en
nuestro territorio —respondió azogado.
— Eso me dices una y otra vez —replicó
Lengar—. Ahora podremos poner a prueba tu opinión. —Miró a Saban—.
Para matarme, hermanito, ¿qué debes hacer? ¿Aplastarlo?
Saban no dijo nada y Lengar rompió a
reír.
— Algún día echaré tu carne a los
cerdos y utilizaré tu cráneo como orinal.
Las palabras eran desafiantes, pero su
rostro delató cierto nerviosismo mientras colocaba la cáscara entre
la base de ambos pulgares y empezaba a ejercer presión. Se detuvo,
a toda luces preguntándose si su desafío a la diosa era lo más
adecuado, pero Lengar no había convertido Ratharryn en una tribu
temida a base de ser cauto. Un hombre debía correr riesgos si
quería alcanzar la grandeza, y Lengar estaba dispuesto a apostar su
vida por una recompensa lo bastante grande, de modo que volvió a
apretar. Le hizo falta más fuerza de lo que esperaba, pero al cabo
cedió la cáscara y el amuleto quedó aplastado. Mantuvo los
fragmentos pegajosos entre las manos y contuvo la respiración, a la
espera. No ocurrió nada.
Lanzó una tenue risilla y juntó
cuidadosamente los restos del amuleto sobre la palma de una mano
para entregárselos a Neel.
— Échalos a la hoguera más cercana
—ordenó, y siguió con la vista al sacerdote, que se llegó obediente
al fuego de cocina más próximo y lanzó el amuleto a las llamas. Se
produjo una pequeña llamarada y la grasa chisporroteó un instante.
Lengar seguía con vida.
— ¿Por qué iba a preocuparme la
maldición de Lahanna? —inquirió Lengar a gritos—. Vivo en su templo
y no hace nada al respecto. ¡Somos el pueblo de Slaol! ¡El pueblo
de Kenn! —Lo dijo a voz en cuello, lo que hizo que los presentes le
miraran con nerviosismo, mientras se frotaba las palmas de las
manos—. Mira lo que me importa la maldición de Derrewyn —se jactó
ante Saban—. ¿O acaso estoy muerto?
A Neel le hizo gracia la chanza.
— No estás muerto —gritó el sumo
sacerdote.
Lengar se palpó el cuerpo a fuertes
manotazos.
— Me parece que sigo vivo.
— Lo estás —afirmó el sacerdote entre
risotadas.
— Pero Derrewyn sufre, ¿no es así? —le
preguntó Lengar al sacerdote.
— Desde luego —respondió Neel—. Claro
que sí. Sufre. —Se contorció para demostrar el dolor que debía
estar atormentando a Derrewyn—. ¡Sufre!
— Y Saban se ha llevado una decepción
—señaló Lengar en tono lastimero, y lanzó a su hermano una mirada
tan aterradora que Saban temió que sacara la espada y se la
enterrara en el vientre. Sin embargo, sorprendentemente, Lengar
sonrió—. Voy a hacerte una propuesta, hermanito. Tengo razones para
matarte, pero, ¿qué mérito hay en matar a un cobarde? Por tanto,
voy a dejarte regresar a Sarmennyn con el rabo entre las piernas;
pero si vuelvo a verte la cara, te cortaré el cuello.
— No hay nada que desee más que
regresar a Sarmennyn —dijo Saban.
— Pero te irás sin tu esposa —matizó
Lengar—. Y para que no te quede mal sabor de boca, hermano, te la
compraré. Su precio es el coste de la vida de Jegar.
— Aurenna no está en venta —respondió
Saban—, y su gente es el pueblo de Sarmennyn. ¿Crees que se
avendrán a desprenderse de ella para saciar tu apetito?
Lengar recibió la pregunta con una mueca
burlona.
— Lo que creo, hermanito, es que esta
noche tu esposa será mía, y que tú mismo la traerás ante mí.
—Lengar le hincó un dedo en el pecho—. ¿Me has oído? La traerás
ante mí. Olvidas, Saban, que te encuentras en Ratharryn, donde yo
ostento el mando y soy el favorito de los dioses. —Hizo ademán de
darle la espalda, pero luego se volvió con una sonrisa en los
labios—. O podrías erigirte en jefe. Lo único que tienes que hacer
es matarme. —Esperó un instante, como si esperara que Saban fuese a
atacarle, y luego alargó el brazo y palmeó el rostro a Saban antes
de marcharse a la cabeza de sus sonrientes lanceros.
Saban echó a correr en busca de Aurenna y
sintió un profundo alivio al encontrarla sana y salva.
— Debemos irnos —le dijo, pero Aurenna
se burló de su terror.
— Mi deber es estar aquí —le recordó—.
Erek quiere que permanezca aquí. Hemos venido para hacer algo
grande.
La cascara de avellana no había dado
resultado, Aurenna seguía inmersa en su sueño del dios del Sol y
Saban estaba atrapado.
∗ ∗ ∗
Esa noche Lengar organizó un gran banquete
para los hombres de Sarmennyn. Fue un opíparo festín de ostras,
ganso, trucha, cerdo y venado. Sus esclavos lo sirvieron en la
residencia del jefe, y éste surtió a sus invitados con generosas
vasijas de un licor embriagante.
Los propios hombres de Lengar, al igual que
los guerreros de Drewenna, comieron fuera porque no había sitio
suficiente para tantos en la residencia y, además, se estaban
preparando para entrar en batalla y se habían reunido primero en el
viejo templo de Slaol, donde sacrificaron un ternero y se
consagraron a la masacre en ciernes. Luego cogieron sus vasijas de
licor y bebieron con ganas porque estaban convencidos de que la
ardiente bebida infundía valor. Las mujeres se reunieron en el
templo de Arryn y Mai, donde rezaron por los hombres.
Aurenna y Saban comieron con Kereval y sus
hombres. Scathel se quejó de que entrara una mujer en la residencia
donde se estaba celebrando un banquete, pero Kereval calmó los
ánimos al quejumbroso sacerdote. «Es de los nuestros —aseguró—, de
los nuestros, y sólo será por esta noche. Además ¿no va unida la
suerte de Aurenna al regreso de los tesoros?».
Lengar llegó a la residencia después de
oscurecer. El cavernoso edificio estaba iluminado por dos grandes
hogueras que enviaban su humo hacia los cráneos teñidos de rojo por
la luz de las llamas. El humo serpenteaba y formaba espirales en
torno a las calaveras antes de salir por el agujero en la cúspide
del tejado. La comida había sido abundante, el licor, fuerte, y los
hombres de Kereval estaban de un humor inmejorable cuando llegó
Lengar escoltado por seis lanceros. El jefe de Ratharryn iba
vestido para entrar en batalla, con el brillo del bronce sobre su
túnica y plumas de águila colgando de la punta de la lanza. Golpeó
el poste de la puerta con el asta de la lanza para que se hiciera
el silencio.
— Hombres de Sarmennyn —bramó en la
lengua de los extranjeros—. Habéis venido en busca de vuestro oro,
de vuestros tesoros, y yo los tengo en mi poder.
Se oyeron murmullos de aprobación. Lengar
dejó que continuaran y esbozó una sonrisa.
Sin embargo, accedí a devolver los tesoros
cuando me hubierais traído un templo.
— ¡Te lo hemos traído! —señaló Scathel
a voz en cuello.
— Habéis traído la mayor parte
—puntualizó Lengar—, pero aún falta una piedra. Os robaron una
piedra.
Los murmullos se tornaron furiosos, tanto
así que los lanceros detrás de Lengar se adelantaron para proteger
al jefe, pero Lengar les hizo retroceder con un gesto.
— ¿Tendrá poder el templo si falta un
piedra? —preguntó Lengar—. Cuando enterramos el cadáver de un
enemigo le cortamos una mano, o el pie, para que quede incompleto.
¿Por qué? Pues para que el espíritu del muerto carezca de poder. Y
ahora mi templo está incompleto. Es posible que Erek no lo
reconozca, ¿no es cierto?
— ¡Lo reconocerá! —insistió Scathel. El
desvaído sacerdote se había puesto en pie, tenso de ira—. Nos ha
visto trasladarlo. Ha visto nuestro trabajo.
— Pero supón que está furioso porque
falta una piedra —sugirió Lengar, y meneó la cabeza de un lado a
otro con tristeza—. Le he dado muchas vueltas y he hablado con mis
sacerdotes, y juntos hemos dado con la respuesta que os permitirá
llevaros el oro de regreso a vuestra región. ¿No es ésa la razón de
que hayáis venido? ¿Llevaros el oro a casa y ser felices
allí?
Hizo una pausa. Scathel estaba perplejo y no
dijo nada, de modo que Kereval se puso en pie.
— ¿Cuál es esa respuesta? —indagó
Kereval cortésmente.
Lengar sonrió.
— Debe atraer a Erek a su templo. A un
templo que no está completo. Y, ¿qué mejor modo de atraerle que su
prometida? —Señaló a Aurenna—. Dadme esa mujer —propuso—, y os
devolveré el oro. Os daré incluso más. Os enviaré de regreso con
más riquezas de las que teníais antes de que os robaran el oro,
esta misma noche. Os daré el oro, pero sólo si mi hermano me cede
su prometida. —Señaló a Saban con la lanza y sonrió—. Debes hacerme
entrega de Aurenna.
— ¡No! —gritó Saban. Ahora entendía la
razón de que Lengar hubiera enviado a sus hombres a robar la
piedra, y sabía también que nadie creería su versión—. ¡No!
—repitió.
— Entrégamela —le dijo Lengar a
Kereval—, y te devolveré los tesoros —y sin más, volvió a salir,
arrancando a su paso la cortina de cuero que colgada del sobrecejo
de la puerta.
— ¡No! —gritó Saban por tercera
vez.
— ¡Sí! —gritó Scathel con voz más
fuerte incluso—. ¡Sí! ¿Por qué, si no, le perdonó la vida Erek en
el Templo del Mar? En toda la historia de nuestra tribu no ha sido
rechazada ninguna prometida, ni una sola. Aquel rechazo tenía un
propósito, y ahora lo conocemos.
— No la quiere para Erek —replicó Saban
a voz en cuello—, sino pata sí mismo. —Ahora Lewydd se encontraba
junto a Saban y había sumado su voz a la protesta. Algunos de los
remeros de Lewydd, los hombres que habían trabajado durante cinco
años para cruzar mar y tierra con las piedras, empezaron a golpear
los juncos del suelo como muestra de apoyo a Saban, pero los
guerreros, los hombres que habían venido para escoltar los tesoros
de regreso a casa, no miraban a Saban ni a Aurenna. Habían bajado
la vista al suelo.
Scathel escupió.
— Durante cinco años —gritó—, hemos
trabajado como esclavos para recuperar nuestros tesoros. Hemos
derramado nuestra sangre y sufrido penurias. Hemos conseguido lo
que la mayoría de los hombres creía imposible, ¿y ahora se nos
niega nuestra recompensa? —Señaló a Saban con un dedo huesudo—.
¿Por qué le perdonó la vida Erek a Aurenna? ¿Qué propósito tenía,
si no era este momento?
— Buena pregunta —reconoció Kereval en
voz queda.
— El motivo no reside en la gloria de
Erek, sino en la lujuria de mi hermano —gritó Saban, pero los
gritos de los guerreros acallaron su protesta. Lo que les importaba
era el oro, nada más.
Aurenna se puso en pie con Lallic en uno de
sus brazos, y le tocó la mano a Saban.
— No importa —le susurró—, mira.
—Levantó la vista más allá de las calaveras que relumbraban a la
luz del fuego, hasta donde el humo desaparecía por el agujero en la
techumbre.
— ¿Qué? —preguntó Saban.
Aurenna le ofreció una de sus hermosas
sonrisas.
— Es de noche —dijo en voz queda—, y
una maldición de Lahanna no puede funcionar bajo la luz del Sol,
¿no es así? —Sabía que Lengar había destruido el amuleto de
Derrewyn y se le había torcido el gesto al enterarse. «Caerá en
desgracia», había dicho en ese momento, y ahora intentaba
tranquilizar a Saban—. Se ha enfrentado a los dioses, y a los
dioses no les gusta que les desafíen.
— ¡Sacadla de aquí! —gritó Scathel,
impaciente a causa de la demora, y Kargan, el cabecilla de los
lanceros de Kereval, hizo una seña a sus compañeros más
próximos.
— ¡Dejadla! —ordenó Kereval.
Aurenna seguía mirando a Saban a los
ojos.
— Todo irá bien —le aseguró, y se
dirigió hacia la puerta de la residencia con Lallic en brazos.
Lewydd recogió a Leir, cuando Saban echó a andar tras los pasos de
su esposa y la agarró por el brazo para retenerla. Aurenna le
frunció el ceño—. Ahora no me puedes detener —dijo, zafándose de
él.
— Preferiría matarte antes que
entregarte a él —reconoció Saban. Nunca se había perdonado la
suerte que corrió Derrewyn, y ahora no estaba dispuesto a permitir
que Aurenna acudiera sin más ni más al lecho de su hermano.
— Erek quiere que me quede aquí —afirmó
Aurenna.
— ¿Quiere Erek que te violen? —le
preguntó Saban con furia.
— Confío en Erek —respondió Aurenna con
toda placidez—. ¿No es mi vida entera regalo suyo? ¿Cómo puede ser
malo nada de lo que me ocurra? No me violarán. Erek no lo
permitirá.
Kereval se adelantó para cortarles el paso,
pero el jefe no tenía nada que decir. Profesaba un gran cariño
tanto a Saban como a Aurenna, pero su tribu había hecho grandes
sacrificios para recuperar el oro y ahora debía debían seguir
haciéndolos. Le habría gustado decir que lo sentía, pero no le
salieron las palabras, de modo que se dio media vuelta. Scathel
estaba en lo cierto, pensó el jefe. Aurenna siempre había estado
destinada a morir por Erek y había ganado unos años de vida al
escapar en el Templo del Mar. Quizá no fuera tan trágico como
parecía. El propósito del dios había permanecido oculto, había
resultado misterioso incluso, pero ahora quedaba claro. El destino
era inexorable.
Reinaba el silencio en la residencia del
jefe cuando Aurenna hizo a un lado la cortina. Se agachó para pasar
por debajo del cuero y Lewydd y Saban la siguieron hacia la noche
para ver a Lengar, que esperaba a unos pasos de allí. Estaba
flanqueado por sus guerreros revestidos de bronce, que rodeaban la
cabaña donde se había celebrado el banquete pertrechados de lanzas
y arcos. Algunos llevaban antorchas encendidas para iluminar la
oscuridad sin Luna. Se mofaron con voz ebria de Saban, que levantó
la vista hacia el cielo.
— No hay Luna —señaló.
— Todo irá bien —insistió Aurenna en
voz queda—. Lo sé. Erek no me ha abandonado.
— Tráemela —ordenó Lengar.
Saban vaciló, pero Aurenna tiró de él y se
dirigió con toda tranquilidad hacia la imponente figura de Lengar,
cuyo rostro era la viva imagen del triunfo.
— Dije que me la traerías, Saban —le
recordó Lengar—. Qué borrego estás hecho. —Hizo un gesto con la
cabeza y cuatro de sus hombres apartaron a Aurenna de Saban con las
lanzas. Mientras éstos la empujaban hacia Lengar, otros hombres,
con el hedor de la bebida en el aliento, cogieron a Lewydd y a
Saban y se los llevaron a través del cordón de guerreros. Saban
volvió la vista para ver que Aurenna estaba entre dos guardias
justo a espaldas de Lengar.
Sin embargo, de momento Lengar no le hacía
ningún caso. Tenía la mirada fija en la cabaña donde se había
celebrado el banquete y levantó la lanza. «¡Ahora! —gritó con
júbilo—, ¡Ahora!», y unos cuantos guerreros provistos de antorchas
las arrojaron sobre la techumbre de la cabaña, mientras otros
introducían los palos rematados en bolas de paja ardiente entre las
amplias vigas de la residencia del jefe. Las llamas cundieron por
la techumbre inclinada con pavorosa rapidez, y en cuestión de
instantes los primeros hombres alertados intentaron huir de las
llamas, pero en cuanto asomaron por la puerta los recibieron con
flechazos que los tumbaron de espaldas con una fuerza brutal. La
paja del techado empezó a caer al interior del recinto, cada vez
más lleno de humo. Hacía tiempo que no había llovido y la
residencia ardía como un pajar. Lanzaron más antorchas sobre el
techo inclinado, que ahora era un entramado de llamas y oscuridad,
y los diversos focos se propagaron hasta unirse en resplandecientes
llamaradas, mientras los hombres aullaban bajo las calaveras
colgadas de las vigas. Algunos hicieron intento de abrirse paso a
través de las paredes, pero las flechas se lo impidieron. Un hombre
logró escapar, pero fue alcanzado por media docena de flechas y el
filo de un hacha de bronce puso fin a su huida.
Aurenna contemplaba la escena con ojos de
terror y una mano sobre la boca, y mantenía a su hija asida bien
fuerte contra su propio cuerpo para que Lallic no viera la
carnicería. Los muros también estaban envueltos en llamas. El largo
cabello de un hombre muerto que había quedado atrapado en un hueco
de la pared ardió de repente. Parte de la techumbre se vino abajo,
lanzando un reguero de chispas hacia la noche. Las calaveras se
desplomaron, al tiempo que briznas de paja ardientes ascendían
hacia las estrellas. Los guerreros de Lengar observaban la escena
embelesados. Entre los espectadores se encontraban los hombres de
Kereval, los guerreros que habían seguido a Vakkal hasta Ratharryn
y que ahora juraban fidelidad a su tenebroso jefe, y esos
extranjeros lanzaban vítores con los demás. A través de aberturas
festoneadas de llamas, veían hombres trastabillar envueltos en
fuego. Un chico, uno de los dos que se había dedicado a achicar el
casco sobre el que iba la piedra madre, lanzaba gritos frenéticos.
Saban alcanzaba a oler la carne quemada. Los gritos fueron muriendo
poco a poco, aunque de vez en cuando se apreciaban las sacudidas de
alguna figura ennegrecida entre el humo y el fuego, pero apenas
instantes después no se veía otro movimiento que el desplome de las
vigas y los últimos coletazos de chispas, fuego y humo. Se derrumbó
toda la techumbre, con lo que sólo quedaron en pie los doce postes
del templo. Las llamas lamían los gruesos troncos. Una calavera
humeante rodó sobre la hierba. Lewydd había dejado en el suelo a
Leir y se retorcía entre los brazos de dos lanceros, pero de pronto
se vino abajo, se hincó de rodillas y enterró la cabeza entre las
manos. Saban se acuclilló a su lado.
— Lo siento —dijo, al tiempo que pasaba
el brazo sobre los hombros de su amigo. Atrajo a Leir hacia sí—.
Debería haberlo sabido. Debería haberme dado cuenta.
— ¿Siguen vivos esos dos? —resonó la
voz de Lengar, a espaldas de Saban—. Estranguladlos. No, mejor
lanzadlos a las llamas.
Los lanceros se abalanzaron sobre Saban y
Lewydd. La Luna acababa de aparecer hacia el oeste, asomando entre
los árboles en las tierras altas. Era casi llena, vasta, aplanada y
roja, una Luna henchida, monstruosa en la noche asesina, pero su
luz palidecía ante las llamas que se elevaban hacia las alturas.
Sin embargo, a la luz de Lahanna, allí donde atravesaba la oscura
franja de árboles, Saban vio de pronto siluetas en la cresta del
terraplén. Vio deslizarse sombras entre las calaveras blancas que
protegían el asentamiento de los espíritus, y esas sombras cruzaban
el muro de tierra; se volvió hacia el este, forcejando con los
lanceros que intentaban mantenerlo erguido, y vio más siluetas en
movimiento, pero en Ratharryn nadie más se había apercibido de su
presencia porque todos tenían la vista puesta en el infierno donde
un centenar de hombres de Sarmennyn se habían ahogado y ahora
ardían bajo un manto de cráneos carbonizados y techumbre en
llamas.
Los lanceros consiguieron al fin poner en
pie a Saban y Lewydd, y justo entonces relumbraron las primeras
flechas a la luz de las llamas. Un hombre se desplomó cerca de
ellos con el oscuro astil de una flecha clavado en la garganta.
Saban echó el codo atrás con todas sus fuerzas y, al oír que el
guerrero que lo mantenía preso se quedaba sin aliento, se zafó de
él. Más flechas alcanzaron sus objetivos, mientras Saban se
acuclillaba y protegía a Leir entre sus brazos. Apenas oía nada por
encima del fragor del fuego, pero vio que las flechas surcaban el
aire iluminadas por la luz de las llamas. Lewydd había quedado
libre al alcanzar una flecha al guerrero que lo tenía asido. Los
lanceros de Lengar habían perdido reflejos a causa del licor
ingerido y aún no habían visto a los atacantes que descendían desde
la cresta del terraplén hacia las sombras, donde ahora disparaban
una flecha tras otra. Las puntas de sílex se clavaban en la carne.
Algunas alcanzaron las chozas y otras tantas se perdieron entre las
llamas.
Saban tiró de Lewydd. «¡Venga!» Cogió a Leir
y corrió hacia Aurenna, que todavía no se había apercibido del
peligro. Los hombres de Lengar, borrachos, apenas empezaban a
reparar en el ataque y aún no sabían cuál era su procedencia. Saban
extendió el brazo hacia Aurenna, pero uno de los guardias de ésta
lo vio y se cruzó en su camino; sin embargo, al abrir la boca para
alertar a Lengar, una flecha se ensartó en su gaznate. El hombre
trastabilló hacia atrás, ahogándose mientras le caía sangre a
borbollones por la barba, y se desplomó. Lengar se volvió de todos
modos y Saban le propinó un puñetazo con la mano libre. Fue un
golpe furioso y desesperado, pero alcanzó a Lengar en la mejilla y
lo tumbó. Saban cogió a Aurenna con la mano dolorida y la arrastró
hacia las sombras, entre las chozas donde gritaban las mujeres y
aullaban los perros. «¡Corre! —la urgió Saban a voz en grito—.
¡Corre!»
Sin embargo, no había adonde huir. Los
enemigos habían cruzado el flanco norte del terraplén y ya estaban
en los fosos de los curtidores. Sus flechas se clavaban en las
techumbres cercanas a Saban, que, frenético, viró bruscamente hacia
la choza de Galeth. Hizo entrar a Aurenna y Lallic, después a Leir,
y por último entró él mismo. «Un arma», urgió a Galeth, que se
había negado a presenciar el sanguinario incendio.
Cogió la vieja lanza de Galeth, aquella
lanza grande y pesada, y entregó otra a Lewydd. Fuera se oían
gritos. Pasaron unos lanceros a la carrera en el momento en que
Saban salía bajo la luz de la Luna sin que nadie reparara en él.
Lewydd y Saban no eran más que otros dos lanceros en el caos de la
noche. Un puñado de gente intentaba sofocar los numerosos fuegos
que habían empezado a arder en las techumbres de las chozas allí
donde el viento había arrastrado briznas de paja encendidas desde
la gran residencia devorada por el incendio, pero la mayor parte de
la muchedumbre, amedrentada y ebria, buscaba al enemigo, y cuando
los guerreros de Ratharryn descubrieron a los arqueros y
arremetieron contra ellos, los atacantes saltaron el terraplén en
sentido inverso y se replegaron en la oscuridad.
— ¿Quiénes son? —le preguntó Lewydd a
Saban a gritos.
— ¿La tribu de Cathallo? —aventuró
Saban. No se le ocurría ningún otro enemigo, pero dedujo que
Rallin, sabedor de que iban a atacarle al día siguiente, había
enviado a sus arqueros al abrigo de la noche para azuzar y humillar
a los hombres de Lengar.
Habían desaparecido todos los arqueros.
Habían llegado, se habían dedicado a herir y matar, y ahora se
habían esfumado, pero el pánico no menguó. Algunos guerreros de
Ratharryn atacaron a los hombres de Drewenna tomándolos por el
enemigo, y los lanceros de Drewenna contraatacaron mientras Lengar
deambulaba entre ellos gritándoles que se detuvieran. Saban fue
tras sus pasos.
La lucha fue amainando poco a poco. Hombres
y mujeres intentaban sofocar las llamas en las techumbres de las
chozas con mantos y pieles, o retiraban la paja ardiente del
techado de sus cabañas. Los heridos se arrastraban o yacían
sangrantes. Los doce postes del templo se erguían chamuscados y
humeantes por encima del fuego que todavía consumía el recinto
donde se había celebrado el banquete. Lengar separó a dos guerreros
enzarzados en una pelea cuerpo a cuerpo y se volvió cuando uno de
los postes del templo cayó, provocando intensas llamaradas que
iluminaron todo el asentamiento. En ese momento vio a Saban, reparó
en la lanza que llevaba entre las manos y sonrió.
— ¿Quieres ser jefe, hermanito?
¿Quieres acabar conmigo?
— Deja que lo mate —le pidió Lewydd, en
tono vengativo—. ¡Déjame!
— No. —Saban hizo a Lewydd a un lado y
avanzó.
Lengar tiró la lanza que llevaba y
desenvainó la espada. Parecía hastiado, como si la tarea de matar a
Saban no tuviera mayor importancia. La seguridad de su hermano
debería haber hecho que Saban se mostrara precavido, pero estaba
demasiado furioso para andarse con miramientos. Sencillamente,
quería matar a su hermano, y Lengar lo sabía, del mismo modo que
sabía que su furia lo convertiría en un contrincante desmañado y
una presa fácil.
— Venga, hermanito —le azuzó.
Saban blandió la lanza, respiró hondo y se
dispuso a realizar un furioso embate alimentado por la ira, pero
entonces un hombre lanzó un grito y señaló hacia la entrada sur del
asentamiento. Tanto Lengar como Saban se volvieron en aquella
dirección. Ambos se quedaron mirando con la boca abierta de par en
par y ambos, durante un instante, olvidaron su pendencia, pues un
muerto caminaba bajo la noche.