Capítulo 7
Alisa despertó temprano, después de haber pasado casi toda la noche despierta pensando en el conde. Se daba cuenta de que para su amor no había esperanza, ya que si él había decidido quedarse soltero, nadie le obligaría a cambiar de opinión.
Ahora comprendía por qué las mujeres de su vida eran como Madame Vestris y ocupaban la posición que le había ofrecido a ella.
«¡Le amo!», se dijo.
Sabía que ya no sería feliz asistiendo a fiestas ni bailes, cuando lo único que deseaba era estar a solas con él.
Aunque supuso que Penélope dormiría hasta tarde después de los sucesos de la noche anterior, la encontró despierta cuando fue a su habitación, preciosa con el cabello suelto sobre los hombros y los ojos brillantes de emoción.
—¡He recibido una carta de Jimmy! —anunció en cuanto vio a Alisa.
—¿Qué te dice?
—Que me ama y que nos casaremos tan pronto como pueda arreglar todo. ¡Oh, Alisa, soy tan feliz!
—Me alegro, querida. Pero ni siquiera tenía idea de que te gustaba el mayor Coombe.
—Traté de odiarlo porque me hacía sentirme de una forma diferente que los demás hombres. Además, estaba decidida a convertirme en duquesa.
Penélope rió como si se burlara de sí misma.
—¿Cómo he podido ser tan tonta? ¿Por qué creí que poseer un ducado sería más emocionante que los besos de Jimmy?
—¡Estoy tan contenta por ti! Pero, por favor y recuerda que no podemos gastar mucho en tu equipo nupcial porque me costaría mucho tiempo pagarlo.
—¿Qué importa lo que me ponga? —replicó Penélope—, Jimmy dice que estoy bonita con cualquier cosa que me ponga.
Alisa suspiró pensando en todo el alboroto que habían hecho para tener vestidos nuevos. Temía pensar en lo que aún debían a la señora Lulworth. Estaba a punto de preguntarlo cuando Penélope dijo:
—Jimmy ha planeado que comamos hoy con el conde. Después iremos los dos solos a comprar mi anillo de compromiso.
—Debes tener cuidado de no elegir nada demasiado caro.
Penélope asintió con la cabeza.
—Ya lo había pensado. Sé que para Jimmy es difícil estar en ese regimiento tan costoso. Por eso era por lo que, como el conde, había decidido no casarse nunca.
Alisa sonrió.
—Sin embargo, anoche parecía ansioso de hacerlo.
—Es que me ama.
Como haciendo un esfuerzo para mostrarse sensata, Penélope agregó:
—Tal vez tengamos que vivir en una granja, pero sé que tú siempre me ayudarás y, en cuanto te cases con el duque, al menos me podrás regalar los vestidos que ya no uses.
Alisa se puso tensa, pero Penélope, sin advertirlo, continuó:
—Jimmy dice que es uno de los nobles más ricos de país. Gasta miles de libras al año en sus caballos, así que no será avaro contigo… tal vez, querida, si se los pides con mucho tacto, me regale mi vestido de novia. Me gustaría estar bonita para Jimmy.
—No… no deseo casarme con el duque —balbuceó Alisa.
—¿Estás loca? ¡Debes casarte con él! No es un bruto borracho como el duque de Hawkeshead y, aunque es algo mayor que tú, todos hablan muy bien de él y dicen que es amable y considerado con su familia y con sus empleados.
Alisa se dirigió a la ventana. Penélope la observaba intrigada.
—Por favor, querida Alisa —suplicó—, procura ser sensata. Sé que has sido más idealista en el amor que yo hasta ahora, pero no hay otro como Jimmy, no puede haberlo. ¡Y serás una duquesa de Exminster tan guapa…!
—No quiero hablar más de esto —dijo Alisa y salió de la habitación.
* * *
En el carruaje que el conde mandó a recogerlas, Alisa se percató de que Penélope estaba ansiosa por tratar de nuevo el tema de su boda con el duque de Exminster.
Empezó a hablar de lo mucho que le gustaban los caballos a Jimmy y lo duro que le resultaba no poder tenerlos de buena raza.
—El conde es muy bueno con él y se los presta, incluso su faetón, pero le resultaría más sencillo pedírselos a su cuñado el duque.
Alisa nada dijo y su hermana continuó enumerando los beneficios que ella y Jimmy obtendrían si se casaba con el duque.
Como Alisa siempre había dejado que Penélope se saliera con la suya, sentía como si hubiera perdido la voluntad y ya no tuviese fuerzas suficientes para oponerse.
Ya había escrito una carta al duque rechazando la proposición. La tenía lista para echarla al correo en cuanto pudiera dejar sentado con Penélope que no tenía intenciones de casarse con él.
—Una de las cosas que siempre he deseado —decía la jovencita—, es usar una diadema y las joyas de los Exráinster son famosas… sé, querida, que alguna vez me prestarás alguna de las tuyas.
Alisa aspiró hondo.
—Penélope no puedo. Yo no…
En aquel momento, el vehículo se detuvo frente a la casa del conde, situada en la plaza Berkeley.
—¡Llegamos! —La interrumpió Penélope—. Estoy segura de que Jimmy nos espera ya.
Se abrió la portezuela del carruaje y ella saltó apresurada antes que Alisa y subió a la carrera la escalinata que llevaba al vestíbulo, como si no pudiera resistir un momento más sin ver al hombre amado.
James estaba con el conde en la biblioteca y, en cuanto anunciaron a las dos hermanas, Penélope corrió hacia él.
—¡Gracias por la preciosa carta que he recibido esta mañana! La he leído hasta aprendérmela de memoria.
James sonrió llevándose una mano de ella a los labios.
Alisa pensó que Penélope era un poquito grosera al ignorar al dueño de la casa y, avergonzada, le hizo una reverencia a éste.
—Buenos días, Alisa. Espero que haya dormido bien —le dijo el conde.
—Sí, muchas gracias.
Trataba de hablar tranquila, pero le parecía que él se daba cuenta de que su corazón latía desacompasadamente y, por eso, se le hacía difícil mirarle.
—Tengo buenas noticias para ustedes —declaró el conde.
—¿Cuáles?
—Me han informado de que anoche nuestro anfitrión fue asaltado por un ladrón que entró en su salita privada y, después de golpearle hasta dejarlo inconsciente, le robó. Hace una hora aproximadamente, he mandado un lacayo a preguntar por el estado de salud de su gracia. Los doctores dicen que su estado no es grave, aunque se halla bastante maltrecho.
—¿No cree que dirá quién le golpeó? —preguntó Alisa tras lanzar un suspiro de alivio.
—Creo que ningún hombre admitiría que una mujer, especialmente si es tan joven y frágil como su hermana, lo ha golpeado hasta dejarle inconsciente.
—¿Está seguro?
—Por completo. De je de preocuparse.
Era casi una orden y Alisa respondió humilde:
—Lo intentaré.
James se había encargado de darle la misma noticia a Penélope, así que a la hora de la comida, todos estaban del mejor humor. Al final, el conde levantó su copa y les ofreció un brindis a los novios.
—Por su felicidad —dijo—, que el futuro sea tan dorado como el presente.
—¡Qué bonito brindis! —exclamó Penélope—. Y ya sabe que todo lo bueno que ha sucedido se lo debemos a usted.
El conde arqueó una ceja y ella continuó:
—Le he contado a Jimmy que fue gracias a sus cincuenta libras como pudimos comprarnos vestidos para visitar a la marquesa de Conyngham.
Oyó la exclamación de enfado de Alisa y se excusó de inmediato y añadió con rapidez:
—Lo siento, querida, debí preguntarte primero si podría contárselo a Jimmy, pero no puedo tener secretos para él. Perdóname.
—Está bien, te perdono.
No obstante, a Alisa le resultaba imposible engañar a James Coombe sabiendo que Penélope le había explicado la razón de que el conde le entregara una suma tan alta. Había confiado en que nadie más supiera aquello.
Como para librarla de aquel momento embarazoso, el conde comentó:
—Me parece que entonces Penélope dijo que era algo así como un regalo de los dioses. Por lo tanto debemos agradecerles a ellos que ustedes se hayan conocido.
—¡Claro, un regalo de los dioses! —exclamó Penélope—. Y el regalo que yo he recibido es Jimmy.
El conde se puso en pie.
—Si van a ir de compras, ordenaré que preparen un carruaje. Les sugiero que se apresuren antes de que haya mucha gente en la calle Bond. En caso contrario, se descubrirá su secreto sin que sus familiares hayan tenido tiempo de asimilar la buena nueva.
—Sí, desde luego —James también se puso en pie.
Penélope se cogió de un brazo de Alisa y salieron juntas del comedor.
—¿Has recibido algo del duque esta mañana? —le preguntó mientras se dirigían al salón.
—Unas flores —respondió Alisa.
—¡Estupendo! Así tienes un pretexto para escribirle agradeciéndoselas y aprovechas para hablarle de mí y de Jimmy. No hay nada más contagioso que el compromiso matrimonial de alguien a quien uno conoce. Estoy segura de que esta noche te visitará para declararse.
Alisa no contestó. Sabía que si le decía que ya lo había hecho y que tenía escrita una carta en la cual rechazaba su proposición, su hermana haría una escena.
Tras ponerse Penélope el sombrero, se reunieron con los caballeros en la biblioteca.
—No tardaremos —avisó James al conde—. Cuida a Alisa mientras volvemos.
—Sí, por favor —añadió Penélope—, y trate de convencerla para que sea sensata. Se porta como una niña absurda.
—¿Por qué? —preguntó el conde.
Penélope sonrió.
—¡Oh! Ella es la encargada de remediar mi fallo por el plan que hicimos.
No dijo nada más y salió junto con James.
Ya a solas con el conde, Alisa se sintió turbada y, al mismo tiempo, como estaba cerca de él, extraordinariamente apuesto aquella mañana, su corazón empezó a palpitar acelerado.
No podía evitar recordar que en aquella misma estancia era donde la había besado.
Allí mismo se había dado cuenta ella de lo que podía sentirse con un beso: aquel embeleso que parecía alejarla del suelo y la elevaba hasta las estrellas.
Temiendo que él adivinara sus pensamientos, se dirigió a uno de los estantes para mirar los libros, como había hecho la primera vez que estuvo allí.
—Supongo que el plan al que su hermana se ha referido —oyó que decía él a sus espaldas—, era el de ser las hermanas Gunning actuales.
—Eso era lo que Penélope quería que hiciéramos… ¡pero se ha enamorado!
—¿Quiere decir que ninguna de ustedes se ha dado cuenta de lo cerca que sigue Penélope los pasos de Elizabeth Gunning?
Alisa se volvió hacia él.
—Lo habría hecho si, como era su intención, se hubiera casado con el duque —manifestó—. Pero al enamorarse de un militar se ha dado cuenta de que él puede ofrecerle mucho más que un ducado.
Había una sonrisa en los labios del conde cuando dijo:
—James ha sido mucho más astuto de lo que yo creía. Siempre ha deseado que le amen por sí mismo y lo ha conseguido al fin.
—Por supuesto, y aunque sean pobres, tienen lo único que realmente importa.
Su voz tembló ligeramente al pronunciar la última palabra. Después preguntó:
—¿A qué se refería al decir que Penélope sigue los pasos de Elizabeth Gunning?
—Su hermana sin duda se enterará cuando conozca a la madre de James, pero yo le diré a usted algo que, por lo visto, ignora: James es el heredero del duque de Roehampton.
Alisa miró a su interlocutor con incredulidad.
—¿Y por qué no se lo ha dicho a Penélope?
—Supongo que porque a Jimmy eso no le interesa mucho. Pero el duque actual es muy viejo y está gravemente enfermo. Es soltero y sus hermanos sólo tuvieron hijas, con el resultado de que el padre de Jimmy, que era primo lejano del duque, de estar vivo habría heredado el título. Así que ahora el ducado será de James en un futuro no muy lejano.
Alisa lanzó una exclamación de alegría.
—¡Será maravilloso para Penélope! Además, así yo ya no… se detuvo al darse cuenta de que había estado a punto de decir, impulsada por la emoción, algo que debía ocultar.
—Me interesa conocer el final de esa frase.
Alisa se volvió de nuevo hacia los estantes, dándole a él la espalda.
—No era nada importante.
—Me parece que sí lo era.
El conde se acercó más a ella antes de agregar:
—¡Dese la vuelta, Alisa! Quiero saber qué estaba a punto de decir.
—No… no tiene nada que ver con usted.
Las manos del conde se posaron en sus hombros y la obligaron a darse la vuelta.
Alisa se percató de que la miraba de aquella forma penetrante que siempre la turbaba.
Pero al mismo tiempo, como la tocaba con sus manos, la invadía una profunda emoción y pensó aturdida que, si la besaba de nuevo, sería la cosa más maravillosa que podía sucederle.
—Quiero que me responda con sinceridad: ¿piensa aceptar a Exminster? —preguntó él.
Su voz reflejaba intenso disgusto y sus dedos se clavaban dolorosamente en los hombros de Alisa, que temblaba sin poder contenerse.
—Penélope insistía en que tengo que hacerlo… para poder ayudarla.
—Así que ha dado el sí.
—¡No, no! —Casi gritó Alisa—. No puedo casarme con él… le he escrito una carta diciéndoselo así.
El conde la soltó.
—¿Y qué piensa hacer cuando Penélope se case?
—Volveré a casa con mi padre.
—¿Y eso la hará feliz? Después de todo, Exminster no es el único hombre del mundo, aunque dudo que reciba usted una proposición matrimonial tan ventajosa como la suya.
—Sin embargo, yo no podría casarme con nadie a menos que le amara igual que Penélope a James Coombe.
—¿Y cree que es imposible que encuentre a quién amar?
Alisa contuvo el aliento.
Se preguntó qué diría el conde si le confesara que había alguien a quien amaba locamente, con todo su corazón, y por eso era imposible que ningún otro hombre significara lo mismo para ella.
—Estaré bien.
—Eso no es lo que le he preguntado.
Ella fue incapaz de responderle.
—¿Qué le hizo decidir que no se casaría con Exminster? —inquirió el conde.
Era una pregunta fácil de responder, pensó Alisa.
—Sencillamente, no le quiero.
—¿Y cómo lo sabe?
Le miró sorprendida porque le pareció una pregunta absurda.
Pero la forma en que él la miraba hizo que sus mejillas enrojecieran.
—Cuando la besé la primera vez que vino aquí, me di cuenta de que era muy inexperta e inocente. Estaba seguro de que no sabía nada de los hombres ni del amor.
—Es… es verdad —murmuró Alisa.
—Y sin embargo, ahora sabe que no quiere a uno de los hombres más codiciados de la alta sociedad. ¿Cómo lo ha descubierto?
Alisa hizo un ademán de impotencia con las manos.
—¡Respóndame! —exigió el conde.
—Es difícil explicarlo —balbuceó ella—, pero sé que no quiero que el duque de Exminster me toque y sé que, si lo hiciera, no me sentiría como…
Calló porque lo que iba a decir resultaría sumamente revelador.
—… como cuando yo la besé —terminó la frase el conde y la rodeó con sus brazos.
Ella lanzó una leve exclamación, pero no forcejeó para soltarse.
—¿Averiguamos si nuestro segundo beso resulta tan maravilloso como el primero? —preguntó él y no esperó la respuesta.
Al sentir sus labios, Alisa comprendió que aquello era lo que anhelaba, aunque había creído que jamás lo viviría de nuevo.
La fuerza de los brazos del conde, que la mantenían unida a él, y la maravilla del beso, hicieron que surgiera de nuevo aquella fascinante sensación que brotaba de su pecho y afloraba a sus labios.
Después fue como si se elevasen hasta el cielo y se convirtiesen juntos en una estrella más.
Sensaciones desconocidas, ni siquiera sospechadas por ella, recorrían todo su cuerpo, haciéndole estremecerse en una especie de éxtasis tan intenso, que resultaba casi doloroso físicamente.
Cuando él levantó la cabeza al fin, le preguntó con voz enronquecida por la pasión:
—¿Es éste el tipo de amor que deseas?
Aturdida como estaba, emocionada y feliz, Alisa apenas podía ya pensar y sólo balbuceó:
—Te amo a ti… y no hubiera podido casarme con nadie más.
El conde apresó de nuevo sus labios y ella deseó permanecer para siempre en aquel cielo adonde la elevaba, sin tener que volver nunca a la tierra.
Poco o mucho tiempo después, le era imposible saberlo, el conde mirando sus radiantes ojos y su boca suave encendida por los besos, le dijo:
—Eres tan asombrosamente bella e indefensa, que alguien tiene que cuidarte.
Alisa pensó de pronto que quizá iba a hacerle la misma proposición de la primera vez y se puso rígida.
Comprendiendo lo que pensaba, el conde rió al decir:
—Sabes que María Gunning se casó con un conde y debemos seguir su historia al pie de la letra.
—¿Se… se casó?
—¿Debo declararme con toda formalidad? ¿Quieres casarte conmigo, mi adorable y pequeña Alisa? Es lo menos que puedes hacer cuando tu recuerdo me ha perseguido hasta que me resultó imposible apartarte de mis pensamientos. Estás siempre en mi mente y en mi corazón.
—¿Trataste de olvidarme?
—Desapareciste y creí que jamás te volvería a encontrar.
—¿Me buscaste?
—Mandé a media docena de mujeres por lo menos a preguntarle a la señora Lulworth por la muchacha que fue a vender cremas a Madame Vestris.
—Ella no sabía quién era yo exactamente.
—Tampoco yo lo sabía.
—¿Y de verdad te importaba?
—Desde que te conocí he sido incapaz de ver, escuchar y ni siquiera notar que existen otras mujeres en el mundo. ¿Qué me has hecho amor mío? Hubiera apostado mi fortuna a que ninguna mujer podía hacerme sentir como me siento ahora.
—¿Me quieres de verdad?
—¡Te adoro! ¡No puedo vivir sin ti! ¿Es lo que deseas escuchar?
—¡No puedo creerlo! Te he amado desde que me besaste por primera vez, pero nunca pensé que tú me quisieras.
El conde no contestó. Prefirió besarla de nuevo.
Cuando por fin la soltó, las mejillas de Alisa estaban cubiertas de rubor. La joven sentía como si hubiera vuelto a la vida, pero ya no era ella misma, sino parte del hombre que amaba.
—¿Cómo puede ser todo tan maravilloso? —musitó—. Penélope ha encontrado a quien amar… y tú me quieres a mí.
—Estoy seguro de que se trata de un regalo de los dioses. Un regalo que atesoraré, protegeré, amaré y del que estaré muy celoso el resto de mi vida.
La estrechó con más fuerza entre sus brazos y agregó:
—¿Cómo te atreviste a pensar siquiera en casarte con el duque? Eres mía desde el principio de los tiempos. Y si hubiera sido un poco más sensato, te habría mantenido aquí prisionera desde el primer día que viniste, sin dejarte escapar jamás.
La firmeza de su voz y la manera en que la abrazaba, provocaban en Alisa la sensación de que ardientes rayos de sol la recorrían por dentro.
El conde era lo que siempre había soñado que debía ser un hombre: autoritario, imperativo, pero a la vez amable, comprensivo y, en caso necesario, un refugio seguro.
—¡Eres tan maravilloso…! ¿Cómo he tenido tanta suerte en encontrarte?
—En un lugar poco recomendable —señaló él con cierta sequedad.
Alisa comprendió que se refería al camerino de Madame Vestris.
—Si no hubiera sido por tres tarros de crema, nunca habría ido allí y no te habría conocido. ¡Es extraordinario que algo tan pequeño haya dado lugar a este sueño perfecto y maravilloso!
—Estoy profundamente agradecido a esas dichosas cremas, pero venderlas y visitar camerinos es algo que nunca volverás a hacer.
—Todo parece un cuento de hadas.
—Que algún día contaremos a nuestros nietos.
Observó cómo se ruborizaba Alisa y sonriendo, añadió con una inconfundible nota triunfal en su voz:
—El regalo de los dioses es, preciosa mía, este amor que jamás perderemos, que es nuestro hoy y lo será eternamente.
La besó con fiereza y pasión, posesivamente, hasta que Alisa sintió que ya no eran humanos, sino que gracias a su amor habían pasado a convertirse ellos mismos en parte de la divinidad.
FIN