Capítulo 6
Lord Warburton estaba enamorado.
Luchó contra aquello, lo negó y se dijo que era un tonto, pero finalmente capituló.
Lo que sentía por Corena era diferente de todo cuanto había sentido antes en su vida.
Al principio estaba seguro de que simplemente era fascinación por su bonita cara y, como todavía sospechaba de ella, trató de atraparla de muchas maneras diferentes.
El conocimiento que Corena tenía acerca de los historiadores griegos era extraordinario, admitió.
Y, a medida que el yate continuaba su camino, rompiendo todos los récords, él descubrió que se iba a la cama pensando en Corena y despertaba aún pensando en ella.
La encontraba deliciosa y el sentimiento que sentía por ella jamás lo había inspirado ninguna otra mujer.
Casi siempre las bellezas mundanas con las cuales había sostenido algunos romances no significaron nada para él.
Otras mujeres con las que se relacionó en el extranjero lo habían impresionado muy poco.
Ahora ya no podía recordar sus nombres ni cómo eran sus rostros.
Parecía como si día a día, la belleza griega de Corena se grabara cada vez más, no sólo en su mente, sino también en su corazón.
Había pensado que le sería fácil convencerla para que le dijera lo que quería saber. Sin embargo, se encontró frente a una barrera que no comprendía, pero que era muy real.
Corena lo escuchaba mirándolo con sus extraños ojos verdes y en algunos momentos a él le pareció ver en ellos la expresión que estaba buscando.
Tenía demasiada experiencia como para no advertir cuando una mujer se sentía atraída hacia él y pensaba que Corena lo amaba, mas no podía afirmarlo.
Después de aquella primera noche cuando ella huyó, él había tenido mucho cuidado de no volver a perturbarla.
Le hablaba acerca del amor, tema que era muy fácil cuando discutían a las diosas y los dioses griegos.
Sin embargo, la situación nunca se volvió lo suficientemente personal como para que pudiera envolverla en sus brazos y la besara tal como deseaba hacerlo.
No lo sabía, pero por primera vez en su vida, Lord Warburton estaba persiguiendo a una mujer en lugar de que ésta se rindiera en sus brazos sin que él ni siquiera supiera cuál era su nombre.
También era la primera vez que tomaba en cuenta los sentimientos de ella por encima de los propios.
Como Corena era tan etérea y vulnerable, tenía miedo de molestarla y de que en su cara apareciera una expresión de disgusto en lugar de la que él deseaba ver.
Sabía que tenía miedo, pero no había podido averiguar de qué o por qué.
Cuando hablaban en griego los ojos de ella brillaban por la emoción.
Y en su risa, que era como el canto de las aves, no había nada misterioso.
—¡La amo! —se dijo él cuando pasaron junto a Gibraltar y entraron en el Mediterráneo.
Para cuando llegaron a Sicilia estaba seguro de que darla todo cuanto poseía por poder estrechar a Corena en sus brazos y sentir que era suya.
Era consciente de que a medida que se acercaban más y más a Grecia, algo la turbaba a ella cada vez mayormente.
El veía una mirada de miedo en sus ojos y aquello lo hacía sentir un secreto dolor.
No obstante, era lo suficientemente inteligente como para saber que si trataba de presionarla a que confiara en él, podía alejarla más.
Ambicionaba que ella confiara en él; quería que se diera cuenta de su afán por protegerla contra cualquier cosa, por terrible que fuera.
Los días estaban soleados, por lo que habían extendido un toldo sobre la cubierta.
Ambos se sentaban a la sombra en dos sillas de mimbre y hablaban animadamente acerca de Grecia.
En las noches, cuando se encontraba a solas en su camarote era cuando Lord Warburton comprendía que Corena lo cegaba con su belleza. Pero también lo estimulaba y lo inspiraba con su mente.
Sabía que no era exclusivamente porque ella había leído mucho, sino porque la joven siempre se enfrascaba en lo que estaban discutiendo.
Para ella esas discusiones significaban tanto como para otras mujeres significaba que él les hiciera el amor. Y en cierta forma eso es lo que él estaba haciendo. Trataba de atraerla con su mente.
Como consecuencia, se encontró pensando de una manera que él estaba seguro que los griegos lo habían hecho en la antigüedad.
Consideraba que su mente estaba conectada con la de Corena, pero deseaba mucho más, aunque no sabía cómo obtenerlo.
Mil veces estuvo a punto de hablarle de su amor. Quería tomarla en sus brazos y besarle los labios, pero algo en Corena parecía detenerlo.
Ella tenía un aura de pureza y de espiritualidad que él pensó debió de haber envuelto a las jóvenes sacerdotisas que se convertían en el oráculo de Delfos.
En la oscuridad de su camarote, Lord Warburton podía ver a Corena ocupar su lugar frente al trípode; sin duda se habría bañado en las aguas de Castalia y habría bebido del manantial sagrado. También habría vestido las túnicas especiales para después ser conducida al templo de Apolo.
Habría pasado a través de todos los salones hasta llegar a la parte más sagrada del templo y donde sólo los sacerdotes podían entrar.
Pudo ver todo aquello sucediendo delante de sus propios ojos y pensó que quizá él también había sido un sacerdote en Delfos.
Por eso, cuando conoció a Corena, supo que él ya la había visto cientos de años antes.
Él había percibido cómo ella caía en un trance cuando el dios se hacía presente dentro de ella.
La primera vez que tuvo esa visión había sido durante la noche y al día siguiente lo comentó con Corena.
Ella lo escuchó con interés y después dijo casi como si estuviera hablando consigo misma:
—La música sonaba… el incienso ardía… y Pythia llevaba en las manos una rama del laurel sagrado.
Habló casi como en un sueño y entonces Lord Warburton le preguntó:
—¿Cómo sabes todo eso? Yo no lo recuerdo.
—Debo haberlo leído… alguna vez —contestó Corena—. Ellos también le colocaban en las manos una de las cintas sagradas que la unían con el ombligo del mundo.
Su voz se hizo más grave al proseguir diciendo:
—Eso hombres consideraban que éste era el centro del universo y la fuente de toda la actividad creativa.
Lord Warburton la miraba fijamente, se daba cuenta de que los ojos de ella no lo estaban viendo a él ni al salón que los rodeaba.
La joven estaba mirando al pasado y recordando cómo los sacerdotes esperaban que ella les diera el mensaje de Apolo. Todo era muy extraño.
Sin embargo, en otras ocasiones, ella se reía con la espontaneidad de un niño cuando le narraba historias acerca del comportamiento de los dioses.
Éstos solían hacerles jugarretas a los mortales que los adoraban.
A Lord Warburton le encantaba la risa cantarina de la joven, por lo que trataba de recordar anécdotas que fueran divertidas y cuentos de los que no se había acordado durante años.
Aunque en realidad sólo deseaba hablarle de su amor.
Sentía cómo el amor crecía, cada vez más, dentro de su ser, mas no se atrevía a expresarlo por miedo a que Corena huyera de él tal como Dafne lo había hecho con Apolo.
—¿Qué puedo hacer? —se preguntaba él cada noche cuando se retiraban a sus respectivos camarotes—. ¿Cómo puedo hacer que ella confíe en mí y me cuente sus inquietudes?
Parecía estar totalmente convencido de que no era la salud de su padre lo que a veces la hacía mostrarse distante.
Supuso que conocería la verdad cuando llegaran a Crisa.
Pero también tenía miedo de que una vez que llegaran, la joven corriera al lado de su padre y ya no la volviera a ver jamás.
Aquella sola idea lo hacía apretar los puños.
Por primera vez era consciente de que el amor no era aquella cosa dulce, tibia y sentimental que sintiera en el pasado.
También podía ser una sensación dolorosa que lo hacía sufrir como si le clavaran una daga en el corazón.
Desplegó todos sus encantos para hacer que Corena hablara. No podía comprender la expresión de angustia en los ojos de ella, quien miraba hacia otra parte como si temiera cruzar con él su mirada; en ocasiones, cuando eso sucedía, ambos quedaban como hechizados.
Pero de nuevo Corena hacía un esfuerzo y comenzaba a hablarle de otra cosa, con lo cual se rompía el encanto, dejándole una amarga sensación de derrota.
Lo único que sabía era que la amaba y que el tiempo estaba pasando mucho más rápido de lo que había pensado.
Tenía miedo de perderla al llegar a Grecia y sufrir la agonía de su ausencia.
La última noche del viaje, cuando el yate entró en el Mar de Corinto, Lord Warburton le ordenó al chef que preparara una cena muy especial.
Después, los dos conversaron durante largo rato cuando los sirvientes ya se habían retirado.
La única iluminación provenía de las velas colocadas sobre la mesa.
Cuando las estrellas comenzaron a surgir en el cielo, él le dijo:
—Mañana verás a tu padre, Corena…
Pudo ver que los ojos de ella se iluminaron por un instante, pero que de inmediato volvieron a nublarse con una oscuridad que él no podía comprender.
—¿Te estará esperando alguien en el puerto?
Corena hizo un pequeño gesto de impotencia con las manos y respondió:
—Yo… no lo… sé. Quizá alguien venga para… informarme dónde está…
—Si está muy enfermo, es poco probable que todavía se encuentre en Delfos —insistió Lord Warburton—. ¿En dónde te dijo tu informante que se encontraba?
—El simplemente me dijo que… papá estaba muy enfermo y que me necesitaba.
Las palabras parecieron brotar con mucho trabajo de los labios de Corena.
Lord Warburton sabía que aquel tema resultaba muy doloroso para ella, pero necesitaba saber más.
—Yo te llevaré hasta donde se encuentre tu padre lo antes posible —le ofreció Lord Warburton.
—Gracias.
—Lo que no puedo entender es quién cuida de él o cómo se enterará de que tú has llegado a Crisa.
Corena no podía responder a aquella pregunta, así que dijo:
—Por favor, no hablemos de eso ahora. Es algo muy triste. Ya mañana tendremos las respuestas a todas nuestras preguntas.
Entonces hizo una breve pausa antes de decir con un tono que sin lugar a dudas era índice de temor:
—¿A qué hora… llegaremos?
—Ya le he dado instrucciones al capitán para que esta noche la pasemos en alguna bahía tranquila. Llegaremos a Crisa por la mañana, alrededor de las diez y espero que recibas buenas noticias acerca de tu padre.
—¿Y tú qué… harás?
Lord Warburton la miró directamente a la cara cuando respondió:
—Eso depende de qué tanto me necesites y de si hay algo que yo pueda hacer para ayudarte.
La manera como le habló hizo que Corena contuviera la respiración. Y una vez más se miraron directamente a los ojos y a ambos les fue imposible mirar hacia otra parte.
Carena se levantó de la mesa temiendo que aquel silencio resultara más elocuente que las palabras.
Sin darse cuenta de lo que hacía, salió a cubierta y Lord Warburton la siguió.
Ella se acercó a la barandilla y vio que los últimos vestigios del sol ya hablan desaparecido. Las estrellas brillaban cada vez más y se reflejaban sobre las tranquilas aguas del mar.
Por unos momentos permanecieron en silencio, de pronto, Corena miró al cielo y expresó:
—Veo a Orión que esta noche… brilla con más intensidad como si… lo hiciera especialmente… para ti.
Lord Warburton sabía que ella había hablado por romper la tensión que flotaba entre ellos y repuso:
—Ese brillo especial es para ti.
A él le pareció que un leve estremecimiento la recorrió antes de poder decir:
—Tú eres tan fuerte y tan inteligente que… nadie puede… hacerte daño, ¿verdad?
Él se preguntó la razón de aquella pregunta y respondió:
—Hay muchas maneras de sufrir daño y hieren mucho más que un daño físico.
Estaba pensando en el amor que ardía dentro de su pecho y en que quizá era un tonto por no abrazarla y declararle la verdad.
Pensó que ella no había entendido 10 que le había tratado de decir y después de un momento continuó:
—Carena, yo creo que ambos hemos vivido una experiencia poco común durante estos últimos días. ¿Me extrañarás una vez que estés con tu padre?
Hubo una pausa antes que la joven respondiera:
—Voy a extrañar… nuestras conversaciones. Nunca pensé que fuera posible hablar con un hombre… como lo he podido hacer… contigo.
—¿Sólo eso echarás de menos?
Ambicionaba que ella le dijera que lo iba a extrañar; sin embargo, ella respondió:
—Tú le has abierto… nuevos horizontes a mí… mente y me has hecho entender cosas que… nunca había comprendido aún. Y Grecia estará viva en mi corazón aunque no llegue a conocerla personalmente.
Ella habló con el mismo tono tranquilo y suave que había utilizado cuando habló acerca del oráculo de Delfos.
Lord Warburton sintió que una vez más se le había escapado y que no le era posible retenerla.
—Hay algo que deseo decirte, Corena —respondió él.
Ella lo interrumpió antes de que pudiera continuar.
—Debo irme a la… cama —agregó Corena—. Mañana no será lo mismo y quizá tenga que darle… algo de mis fuerzas a… mi padre.
No esperó a que Lord Warburton hablara más y continuó:
—Quizá… mañana pueda darte las gracias por… todo lo que has hecho… por mí. Esta noche me es imposible… encontrar las palabras adecuadas.
Su voz tembló y él tuvo la sensación de que estaba al borde de las lágrimas.
—¿Pero, por qué? ¿Por qué?
¿Por qué no le era posible decirle cuál era su problema, para que el la pudiera ayudar?
El levantó la mano como para evitar que la joven se marchara pero ya era demasiado tarde. Había desaparecido.
Lord Warburton se quedó solo con el mar, el cielo y la agonía ante el temor de perderla para siempre.
Cuando regresó a su camarote trató de convencerse de que sus temores carecían de fundamento.
Cuando viera a Sir Priam, si era necesario lo llevaría en su yate hasta Nápoles, desde donde podría regresar por tren hasta Inglaterra, y le haría saber lo que él sentía por su hija.
Entonces todas las dificultades que existían entre ellos y que él no podía definir, desaparecerían para siempre.
Sabía que una de las razones por las cuales no le había declarado su amor a Corena era porque ésta viajaba en su yate, sin la compañía de una acompañanta. Él se sentía comprometido ante alguien tan joven e inexperta.
Sin embargo, todo su ser vibraba por ese amor.
Lo único que tenía que hacer era abrir la puerta del camarote de Corena y expresarle su sentir; tal vez ella lo entendería.
Así, en los ojos de la joven brillaría la luz que algunas veces le había parecido ver: la luz del amor.
—¡Me ama, yo sé que me ama! —se dijo, aunque en realidad no estaba seguro.
Una vez más, la desesperación se apoderó de él y recordó las palabras de Píndaro:
Y las esperanzas de los hombres
Ahora cabalgan en lo alto, después se hunden en lo profundo,
abriéndose camino a través de mares de falsas ilusiones.
¿Realmente era falsa aquella ilusión?
La única persona que le podía responder estaba en el camarote contiguo al suyo.
Cuando Hewlett lo dejó solo, Lord Warburton abrió la claraboya de su camarote. Descorrió las cortinas y dejó que la luz de la luna penetrara.
Aquello lo hizo pensar en Corena y se la imaginó como Afrodita que venía a él sobre un rayo de luna.
Y sintiendo que le era imposible soportar la belleza de la noche, se metió en la cama.
Pensó que era muy difícil que pudiera dormir.
El yate ya se encontraba anclado y sólo se escuchaba el leve golpeteo de las olas contra el casco. El silencio de la noche parecía hablarle de su amor.
—¿Cómo puedo conquistarla, Dios mío? —preguntó él.
* * *
Corena se encontraba muy inquieta en la cama de su camarote.
Casi se había traicionado a sí misma frente a Lord Warburton cuando estuvieron juntos en cubierta.
Había tenido que luchar contra un impulso casi invencible de advertirle sobre los planes del griego.
Ella desconfiaba de las promesas de éste, quien parecía volar siempre sobre ella como un ave de mal agüero.
—¡Tengo que salvar a papá… debo hacerlo! —se repetía una y otra vez para tratar de asegurarse de que estaba haciendo lo correcto.
Pero a medida que la noche se cerró a su alrededor, supo que entregar a Lord Warburton al señor Thespidos era algo que estaba en contra de todos sus principios.
No pensaba en él como Orión sino como Apolo, el dios que era una parte integrante de Grecia y que había llegado a las costas de Crisa a las cuales ellos llegarían también mañana.
Apolo le había traído la luz al mundo. Los griegos lo adoraron y ella pensó que debió poseer la misma magnificencia de Lord Warburton.
Corena nunca había disfrutado tanto como al hablar con él, estar a su lado y escuchar su amena charla.
Al principio había sido como conversar con su padre. Pero después se había dado cuenta de que era diferente, no sólo porque Lord Warbirton era el hombre más apuesto que había conocido, sino también porque era joven.
Aunque ella intentaba negarlo, a ambos los unía una vibración que no podía explicarse en palabras y que era como si se hablaran en el lenguaje de los dioses.
Él era tan fuerte, tan refinado y a la vez tan perceptivo, que Corena sabía cuán difícil le sería dejarlo.
Entonces se percató de que él la iba a odiar y a despreciar por haberlo entregado como rehén al señor Thespidos.
—El entenderá… por supuesto que entenderá que yo tenía que… salvar a papá —se dijo.
Después continuó pensando:
«El señor Thespidos pedirá una enorme recompensa por él y una vez que la hayan pagado, Lord Warburton quedará libre».
Súbitamente recordó la perversa expresión del señor Thespidos y comprendió que un tipo así no se contentaría con dinero solamente. Querría humillar a Lord Warburton quitándole no sólo su dinero, sino también sus tesoros coleccionados a través de los años.
¡Y quizá aquello tampoco fuera suficiente!
Era posible que el señor Thespidos lo torturara por el placer de verlo sufrir, o para probar que su distinguida presa sufría como cualquier hombre cuando se encontraba indefenso.
—¡No puedo… soportarlo! —se dijo Corena.
Como si varias voces extrañas le estuvieran hablando, se cubrió los oídos y ocultó el rostro en la almohada.
—¡Necesito salvar… a papá… necesito salvarlo!
Y repitió esas palabras en voz alta.
Podía recordar muy bien cómo el señor Thespidos le había dicho que si Lord Warburton se enteraba de lo que ella estaba haciendo, su padre moriría martirizado.
Pero si no era su padre quien moría, entonces sería Lord Warburton.
Y al pensar en la posibilidad de que él sufriera, descubrió que lo amaba más que a nadie en el mundo. Amaba la sensibilidad de sus manos, lo ancho de sus hombros y los movimientos atléticos de su cuerpo.
Amaba la profundidad de su voz y la manera como algunas cosas que él le decía, provocaban en ella una honda emoción.
—¡Lo amo! —exclamó Corena con desesperación.
Sin darse cuenta de su proceder se levantó de la cama y se dirigió hacia la claraboya. Estaba abierta para dejar entrar el aire fresco de la noche.
Cuando descorrió la cortina pudo ver la constelación de Orión que brillaba encima de ella.
Orión o Apolo, cualquiera de los dos que fuese, era un dios y ella no podría destruirlo.
Apolo ya no tiene abrigo,
ni hojas del laurel sagrado;
Las fuentes están silenciosas;
la voz calla.
Las palabras parecían ser susurradas por el mar.
Era consciente de que si Lord Warburton moría a manos del señor Thespidos, sería ella quien indirectamente lo habría matado.
Era el dios de la luz a quien todo el mundo adoraba, y con ese pensamiento cerró los ojos.
Y al mirar a las estrellas comprendió que ellas le sugerían qué debería hacer y no se atrevió a desobedecerlas.
Sin pensarlo, impulsada por un sentimiento de urgencia, de miedo y a la vez de amor, abrió la puerta de su camarote.
Todo estaba tranquilo y oscuro cuando abrió también la puerta del camarote de Lord Warburton y entró.
Éste permanecía despierto, pensando en Corena y en su amor por ella y de pronto descubrió que la joven estaba allí, a unos cuantos pasos.
La luz de la luna le iluminaba los cabellos que caían sobre el camisón que llevaba puesto.
De pronto pensó que estaba viendo una imagen de Afrodita que había venido a verlo.
Súbitamente, Corena corrió hasta la cama y cayó de rodillas junto a ésta.
—¡Tengo que… decírtelo! —exclamó con una nota de temor—. ¡Estás en… peligro! ¡Mañana un hombre te estará esperando; mas… yo no puedo hacerlo! ¡Ahora comprendo que no… puedo hacerlo!
La voz se le quebró y las lágrimas le corrieron por las mejillas.
—¿Qué me estás diciendo, Corena? —preguntó Lord Warburton.
—¡Ese tipo me amenazó diciéndome que si yo no venía contigo a… Crisa iba a matar a papá y sé que ya lo ha… torturado!
Luchó por recobrar el aliento y añadió:
—¡Ahora te lo hará… a ti!
Las lágrimas hicieron que ya no pudiera hablar más, así que puso la cabeza sobre la almohada y lloró desconsoladamente.
Toda la terrible presión acumulada durante la última semana brotó, haciendo que ya no pudiera pensar.
Sentía que ella era una asesina que iba a matar no sólo a su padre, sino también al hombre que amaba, Lord Warburton.
No advirtió que él se había levantado de la cama por el otro lado y poniéndose una bata se había aproximado a ella.
Él se inclinó y la levantó con sumo cuidado. Corena seguía llorando sin poder dominarse.
Se sentó y la rodeó con sus brazos y ella continuó llorando sobre su hombro.
La sostuvo muy cerca y aunque Corena no se dio cuenta, rozó sus cabellos con los labios.
Enseguida dijo:
—Deja de llorar, amor mío y explícame de qué se trata todo esto.
La voz de Lord Warburton, aunque tranquila, sonaba firme y logró penetrar a través de la tristeza de Corena. Ésta podía sentir la fuerza de sus brazos y por el momento se sintió segura y protegida.
Con extrema delicadeza, tan sutil que ella casi no se dio cuenta de lo que estaba sucediendo, le puso los dedos debajo del mentón y le levantó la cara.
Podía verla con toda claridad a la luz de la luna.
Las lágrimas le corrían por las mejillas, los labios le temblaban y mantenía los ojos cerrados, pues no se atrevía a mirarlo.
Por un momento, él la miró y luego sus labios capturaron los de ella.
Para Corena aquello no fue sorpresivo. Era como si todo lo que estaba ocurriendo fuera inevitable y hubiera sido previsto desde el principio de los tiempos.
En un principio los besos viriles fueron suaves y tiernos, como para consolarla. Mas cuando la pureza de los labios de Corena le dio más seguridad, la presión aumentó.
La besó de una manera apasionada, como si quisiera hacerla suya. Ella supo entonces que aquello era lo que había estado anhelando sin saberlo.
Sin explicárselo, sintió que todo su ser se convertía en una parte de él. Tal vez aquello era algo que no debía hacer; sin embargo, le entregó su alma y su corazón.
Ahora ya no estaría sola, estaba bajo el amor y la protección de Lord Warburton.
La besó y por fin sus lágrimas cesaron.
Cuando Corena abrió los ojos vio que las estrellas brillaban en lo alto y que él ya no era un ser humano sino Orión, y ambos formaban ya parte del cielo y de los dioses.
—¡Te amo! —susurró la joven y no le pareció mal haberlo expresado.
El amor vibraba dentro de su ser, haciendo que ya no pudiera pensar sino simplemente sentir.
—¡También yo te amo! —repuso Lord Warburton—. ¿Cómo pudiste torturarme tanto, haciéndome sentir que podía perderte?
Sin esperar una respuesta, comenzó a besarla una vez más intensa y apasionadamente, como si desafiara al mundo a que intentara arrebatársela.
Todo era tan perfecto que Corena sintió que las estrellas no sólo estaban a su alrededor, sino también dentro de ella.
Con un estremecimiento de horror, ella volvió a la realidad.
—Tú no me… entiendes —exclamó desesperada—. ¡Tienes que escucharme!
—Mi preciosa y maravillosa Afrodita —dijo Lord Warburton—, lo único que importa es que tú me amas tanto como yo te amo a ti.
Intentó besarla una vez más, pero ella hizo un esfuerzo y apartó la cara.
—Necesito confesártelo todo —insistió Corena—, y quizá después… ya no me ames.
Lord Warburton sonrió ante lo absurdo de aquella idea y le dijo:
—Te escucho, mi preciosa, pero me resulta imposible no besarte cuando creí enloquecer durante estos últimos días. ¡Jamás me había sentido tan frustrado en toda mi vida!
—Yo pensé que podía… actuar equivocadamente —murmuró Corena—, mas ahora sé que es imposible; sin embargo, ¿cómo permitir qué mataran a papá?
La agonía había vuelto a aparecer en su voz y Lord Warburton la percibió. La acercó contra él un poco más antes de pedirle:
—Dímelo todo, mi amor, y no tengas miedo.
Hubo una ligera pausa. Instantes después, Carena dijo con una voz que él casi no pudo escuchar:
—Cuando sepas lo que he hecho… me dejarás de… amar.
—¡Eso es imposible! Nosotros nos hemos amado desde el principio de los tiempos —declaró Lord Warburton—, y nada que digas o hagas evitará que yo te adore para siempre.
Corena sollozó y ocultó su rostro en el hombro de él.
—Dime —expresó Lord Warburton—. Sé bien que has estado ocultando un secreto que no deseabas compartir conmigo.
Con el rostro humedecido por las lágrimas y atropellando las palabras, Corena le contó cómo el señor Thespidos llegó a su casa y cómo le advirtió, bajo velada amenaza, que sólo había una manera para salvar a su padre.
Ella dudó un poco antes de continuar diciendo:
—Me dijo que… tenía que tratar de atraerte con palabras… malintencionadas. Por eso cuando fui a visitarte a tu casa me puse los lentes de papá para no parecerte… atractiva.
—Debí de haber comprendido que no había escapatoria para ninguno de los dos —comentó Lord Warburton.
Corena le contó, también, cómo el señor Thespidos le advirtió que tenía que subir a bordo escondida en la caja y cómo la había drogado con el café. Después de aquello, ya no fue consciente de nada hasta despertar a bordo del yate.
Su forma de hablar y de esconder el rostro en su hombro, le dijo a Lord Warburton todo cuanto deseaba saber. Ahora sabía la causa de aquella barrera levantada entre los dos.
Corena había estado aterrada de atraerlo a él como mujer, pues eso le parecía indecoroso.
Los ojos de él reflejaron una ternura que ella nunca había visto antes cuando le dijo:
—Ahora lo único que importa, amor mío, es que yo podré ayudarte a liberar a tu padre de ese griego criminal.
—¡Pero él podría… matarte o… hacerte caer en una trampa!
—¿Y eso te preocuparía?
—Hasta la agonía, porque te amo. Casi no puedo creerlo, pero no puedo evitar amarte. ¿Cómo podría yo causar daño a Apolo?
Ella habló de manera un poco confusa, pero él la entendió.
—Me siento muy orgulloso de ser Apolo, mi amor —afirmó—, y si tú me ves como el dios de la luz, entonces yo tengo que hacer todo lo posible por estar a su altura, cosa que tengo toda la intención de hacer.
—¿Pero y si él… te captura y te hace daño?
—Respecto a eso tendrás que confiar en mí, amor mío —dijo Lord Warburton—. Te amo y por eso estoy seguro de que voy a vencer al dragón y entonces tanto tu padre como yo quedaremos libres.
—¡Debes tener mucho cuidado! —le advirtió Corena.
—Confía en mí —le pidió Lord Warburton—. Ojalá hubieras sido lo suficientemente valiente como para haberme dicho todo esto antes.
—¿No es demasiado… tarde?
Una vez más el miedo apareció y Lord Warburton le levantó la cara para besarla con ternura.
—Si yo soy un dios —dijo él—, entonces tienes que creer en mí y como tú eres la diosa del amor, estoy seguro de que los demás dioses te cuidarán y te protegerán.
Mientras hablaba, a Corena le pareció que brillaba con una luz que emanaba del cielo.
Ella ansiaba creer en él y sus brazos resultaban muy protectores, así que pronto se rindió a sus besos, sin pensar en el futuro.
* * *
Mucho más tarde, Lord Warburton dijo:
—Ahora voy a mandarte a la cama, mi amor. Quiero que descanses para que mañana me ayudes dándome valor en lo que necesito hacer.
—Lo…, intentaré —repuso Corena.
Él se puso de pie y la llevó en brazos hasta su camarote, donde la depositó sobre la cama con delicadeza.
Al hacerlo, él se dio cuenta de que Corena no le había dado importancia al hecho de haber estado en sus brazos vistiendo sólo un delgado camisón.
En su innata pureza aquello no había tenido importancia ante la gravedad de los asuntos que habían estado tratando.
—¡Te adoro, mi pequeña Afrodita! —exclamó él. La cubrió con las sábanas.
A la luz de la luna era difícil creer que ella era un ser vivo y no una estatua de piedra de la diosa que él buscara tan afanosamente.
Los labios de ella estaban tibios y cuando él los sintió temblar bajo los suyos comprendió que nadie podía ser más dulce ni más adorable.
—Buenas noches, mi preciosa —dijo él—, después de mañana ya estaremos juntos y ya no existirán más sombras, solamente el amor que tú le prodigas al mundo.
La besó una vez más y haciendo un esfuerzo salió del camarote.
Cuando se hubo marchado, Corena cerró los ojos y dijo una y otra vez:
—¡Gracias, Dios mío, y por favor, protégelo y salva a papá! ¡No puedo perderlos!
Oró con una intensidad que surgía de lo más profundo de su corazón hasta que se quedó dormida.