Capítulo 2
Lord Warburton entró en su estudio.
Éste era una de las habitaciones más atractivas de la mansión y tenía una magnífica vista hacia el jardín.
Los cuadros sobre temas deportivos representaban los mejores logros de Stubbs y Sartorius.
Las sillas estaban tapizadas en cuero rojo así como la banca frente a la chimenea.
Lord Warburton se sentó en ésta y le dijo a su amigo que se le acercaba:
—Se te ve bien, Charles, aunque te noto un poco más delgado.
—No me sorprende —repuso el Mayor Charles Bruton—, tomando en cuenta que he estado ejercitando tus caballos desde el alba hasta el anochecer.
—¿Qué te parecen?
—¡Maravillosos! Sobre todo los que tienen algo de sangre árabe.
Lord Warburton sonrió levemente. Eso hizo que por un momento desapareciera de su rostro la expresión de cinismo que lo caracterizaba.
—Entonces espero poder ganar algunas competencias —comentó.
—Estoy dispuesto a apostar a tu favor —respondió Charles.
—Desafortunadamente, yo no estaré aquí para verlos correr.
Charles Bruton, quien se había sentado en uno de los cómodos sillones, lo miró sorprendido y preguntó:
—¿No estarás pensando en ir a Grecia una vez más?
—Necesito hacerlo.
—¿Por qué?
—Porque me han llegado noticias de algo extraordinario que he estado buscando durante mucho tiempo y no quiero perder la oportunidad de adquirirlo.
Charles Bruton suspiró.
—Sin embargo, considero que ya tienes suficientes estatuas griegas como para llenar un museo, Orión.
—¿Acaso es posible llegar a tener demasiado de objetos tan estimados? —preguntó Lord Warburton—. Podría decir lo mismo acerca de los caballos.
Su amigo Charles rió.
Éste había dejado el ejército con la reputación de ser el mejor jinete de toda la caballería.
Lord Warburton sabía que su amigo no estaba en buena situación económica, así que le había ofrecido el puesto de administrador de sus caballerizas.
Charles Bruton lo había aceptado de inmediato.
Los caballos de Lord Warburton se habían convertido en toda una leyenda.
—Debo decirte que después de todos mis esfuerzos, me parece un poco ingrato de tu parte el no estar presente para el final.
—Lo siento, Charles, sabía que te ibas a sentir desilusionado —respondió Lord Warburton—, pero ya sabes que si se trata de un concurso, Grecia tiene el primer lugar.
—Supongo que debí de habérmelo imaginado —observó Charles Bruton—. La pieza en particular que ahora te aleja de Inglaterra, ¿realmente es superior a las que ya posees?
—Eso no puedo contestártelo hasta que la haya visto —respondió Lord Warburton—. Mas la persona que ya me ha ayudado antes, me escribió para decirme que es algo excepcional y que si la dejo escapar lo lamentaré toda mi vida.
—¿De qué se trata? —preguntó Charles.
—Es una estatua de Afrodita que los arqueólogos han buscado durante años y que hasta ahora no han podido encontrar los franceses ni los alemanes ni, antes que ellos, los romanos.
—Yo pensaría que Afrodita, la diosa del amor, sería poco apropiada para ti.
—No, si está hecha de mármol —respondió Lord Warburton.
—Debo confesarte que me sentiría mucho más feliz —intervino Charles—, si me hubieras dicho que te ibas a París en busca de una Afrodita de carne y hueso. En verdad eso es algo que deberías hacer.
—¿Qué quieres decir con «deberías hacer»?
—No seas obcecado, Orión —respondió su amigo—. Tú sabes tan bien como yo que tienes que casarte tarde o temprano para tener un heredero. De lo contrario, ¿qué va a ocurrir con todo esto?
Charles abrió los brazos mientras hablaba y señaló los maravillosos cuadros y dos estatuas que estaban a cada lado de la chimenea.
Ambas representaban a hombres desnudos, en posición de atletas y con la corona de la victoria sobre la cabeza. Por un momento Lord. Warburton no respondió. Instantes después, dijo:
—Ya me has dicho eso antes, pero hay más tiempo que vida.
—Tienes treinta y dos años y si te pones más viejo ya no te será posible casarte con alguna Afrodita joven y bella y tendrás que conformarte con alguna viuda que estará más que dispuesta a casarse contigo por tu fortuna y tu posición.
Lord Warburton rió divertido.
—¡Un futuro aterrador! Sin embargo, yo no estoy convencido de que una jovencita bonita, pero sin cerebro, sea mejor.
Charles estiró las piernas y se recostó en su silla observando a su amigo.
—Me preocupas —comentó él—. Durante los últimos dos años te has vuelto cada vez más despreocupado y parece imposible que alguna mujer, por atractiva que sea, logre captar tu atención.
Pensó que Lord Warburton se iba a reír; sin embargo, éste se levantó de la banca y caminó a través de la habitación.
Se paró junto a la ventana y dirigió su vista hacia el lago del jardín, al otro lado del cual aparecía un exquisito templo blanco que había traído desde Grecia.
Charles se quedó esperando y después de una larga pausa, Lord Warburton declaró:
—La verdad es que yo encuentro que todas las mujeres son frustrantes.
—¡Eso es imposible! —objetó Charles.
—Es la verdad —respondió Lord Warburton—. Quizá se vean muy bonitas, pero en cuanto las conozco las encuentro con pocos sesos, triviales y en general casi ignorantes.
—Debes de estar loco.
—No, estoy muy cuerdo y me parece más fácil conversar con los hombres mayores que yo, que han vivido sus vidas de una manera plena o que están interesados en las glorias del pasado.
—Sobre todo las de Grecia —intervino Charles Bruton en voz baja.
—Sí, Grecia —asintió Lord Warburton con firmeza—. Yo sólo deseo haberme podido sentar a los pies de Sócrates y de Platón o escuchado a Homero.
—Pero ellos están muertos y resulta absurdo que tú, en especial, pases el tiempo deseando lo inalcanzable y buscando huesos muertos.
—¿Cuál es la alternativa? —preguntó Lord Warburton—. ¿Estar al tanto del viejo Príncipe de Gales y escuchar a quienes rodean a la Reina hablar acerca del imperio?
—Londres tiene otros muchos atractivos.
—Por eso supongo que te refieres a que yo debería sentirme fascinado por las bailarinas del ballet y considerarme afortunado al poder llevar a una de ellas a cenar. ¡Por Dios, Charles! ¿Has hablado alguna vez con alguna de esas muchachas?
—Por supuesto que sí —respondió Charles—, y las encontré muy divertidas.
—¿Al beber champaña en una zapatilla de seda y llevándolas a casa al amanecer? —preguntó Lord Warburton en tono sarcástico.
—Se me ocurren algunos placeres más íntimos —murmuró Charles.
—En tales casos uno no tiene que hablar ni escuchar. Charles rió.
—Está bien, Orión, tú ganas. Vete a Grecia y encuentra a tu Afrodita. Lo único que te puedo decir es que el mármol resulta muy fría en la cama y que los labios de piedra no ofrecen reciprocidad.
Lord Warburton no respondió. Simplemente regresó a donde había estado sentado antes.
Entonces con un tono de voz diferente, exclamó:
—Ahora quiero conocer todos los detalles acerca de mis caballos antes de partir.
Charles hizo lo que el le pedía, pero no pudo dejar de pensar que, a pesar de toda su fortuna, su amigo no era un hombre feliz.
Había admirado a Orión desde que estaban juntos en Eton.
De ahí habían pasado a Oxford.
Charles se había concentrado en los deportes y en la compañía de quienes tenían las mismas aficiones que él.
Orión, por su parte, obtuvo un diploma en arqueología.
Era reconocido como el mejor alumno de lenguas orientales que había pasado por Oxford.
Sin embargo, ambos habían mantenido su mutua amistad.
Cuando los dos ingresaron al ejército, Charles aún admiraba a aquel hombre que montaba mejor y parecía más varonil que cualquier otro en el regimiento.
Después los dos habían servido en la India como Ayudantes de Campo del Virrey.
Charles sabía que en varias ocasiones Orión había estado involucrado en situaciones muy peligrosas.
Cuando regresaron a Inglaterra, Orión había heredado el título y después de abandonar el regimiento se dedicó a sus propiedades.
Durante el año siguiente los amigos se frecuentaron esporádicamente.
Transcurrido un tiempo, Charles se hizo cargo de las caballerizas de Warburton y ahora cuando su jefe se encontraba en Inglaterra ambos estaban juntos casi todo el tiempo.
Charles se preocupaba porque le parecía que Orión no disfrutaba la vida a menos que se encontrara en Grecia.
Sólo parecía emocionarse cuando regresaba cargado de nuevos tesoros para exhibir en Warburton Park.
Charles, por su parte, disfrutaba de una serie de romances apasionados.
Le resultaba difícil admitir que su amigo pudiera ser feliz sin el deleite de tener un cuerpo suave y tibio entre sus brazos y unos labios que desearan los suyos.
Sin embargo, Lord Warburton parecía ser inmune a las mujeres que lo perseguían sin cesar.
Él se aburría muy pronto de cualquiera de ellas.
Charles era consciente de que él había sufrido una gran desilusión en Oxford cuando aún era muy joven.
En aquel entonces el asunto le había parecido sin importancia. Pero ahora se daba cuenta de que era desde ese momento cuando su amigo había comenzado a evitar a las mujeres.
Y cuando se relacionaba con algunas las trataba con desdén.
Para la mayoría de las mujeres, sobre todo aquéllas con madres muy ambiciosas, él era un candidato excelente.
Charles pensaba que las mujeres eran como flores bonitas mi espera de ser cortadas y deseaba que su amigo las disfrutara tanto como lo hacía él.
Ahora ellos habían hablado acerca de los caballos y Charles le informó cuáles carreras esperaba ganar, por lo que le preguntó:
—¿Por qué no cambias de parecer, Orión? Olvídate de Grecia por el momento y ven a ver cómo tus caballos llegan en primer lugar en Newmarket y sobre todo en Royal Ascot.
—Me gustaría hacerlo —reconoció Lord Warburton—, pero si pierdo a Afrodita quizá nunca más vuelva a tener una oportunidad similar.
—Hay algunas Afroditas muy bellas en Londres —aseguró Charles tratando de tentarlo—. Hay una en particular que deseo que tú conozcas.
—La conoceré a mi regreso y si es más bella que la Afrodita que yo espero traer, quizá me case con ella.
Charles rió, mas después habló en serio:
—Espero que así sea, porque sería una esposa muy adecuada, aunque tal vez a ella le resulte incomodísimo tener que compartir tu amor con un sinnúmero de mujeres de mármol.
—Si me estás sugiriendo que para casarme con ella antes tendré que enviar a mis dioses a un museo o crear uno en el ala oeste, entonces me niego rotundamente a recorrer la senda nupcial.
Charles estaba a punto de hacer un comentario chusco pero decidió que sería un error. Se daba cuenta de lo orgulloso que estaba su amigo de sus antigüedades griegas. Sugerir que la mujer con la cual se casara las iba a eliminar a todas estaba fuera de la realidad.
«Debo tener mucho tacto al respecto», pensó.
Instantes después dijo:
—Muy bien, Orión, vete a Grecia y encuentra a tu Afrodita. Y, como me lo has prometido, a tu regreso busca a una diosa viva y joven que haga que tu corazón lata con más fuerza y te dé media docena de hijos tan bien parecidos como tú.
Lord Warburton rió, aunque sin entusiasmo.
Charles no era la única persona que siempre le estaba insistiendo en que se casara. Sus parientes casi no le hablaban de otra cosa.
A todos ellos les desagradaba el presunto heredero, un primo de mediana edad, el más ferviente admirador de su colección, esperanzado en que él sufriera algún accidente fatal en uno de sus viajes al Mediterráneo.
Quizá el yate de Lord Warburton se hundiera y él se ahogara en la Bahía de Vizcaya.
Lord Warburton sabía muy bien que aquello era lo que su primo deseaba, por lo que estaba determinado a permanecer vivo.
Pero sabía que tarde o temprano tendría que casarse. Tenía que procrear un heredero para el título, aunque la idea lo molestaba.
Charles tenía razón al suponer que él había sufrido una desilusión.
Aún podía recordar la manera como la chica hacia la cual se había sentido atraído, se había reído de su interés por Grecia.
También hizo mofa de los poemas que a Warburton le parecían tan bellos, así como de las esculturas que él la llevó a ver en el Museo Británico.
Los Mármoles de Elgin lo habían emocionado desde que era muy pequeño y durante sus primeras vacaciones en Oxford fue a París para ver las esculturas griegas que se exhibían en el Louvre, así como las de Munich.
De regreso, trajo consigo dibujos y fotografías de las esculturas para mostrárselos a la muchacha, pero ésta le dijo sin reservas que hubiera preferido alguna joya, pues a ella no le interesaba toda aquella «basura».
En el primer momento, casi no podía dar crédito a lo que escuchaba. Y, mientras la joven se burlaba de lo que para él era casi sagrado, se enteró de que los poemas que le había escrito en el estilo griego habían sido la causa de muchas risas.
La chica los había ridiculizado no sólo frente a sus amigas sino también con los amigos de él y en ese momento se juró a sí mismo que jamás se dejaría engañar por una cara bonita.
Después de eso muchas mujeres sólo habían entrado de manera pasajera en su vida.
Le había sido imposible evitarlas siendo tan bien parecido; sin embargo, ellas habían sido simples pasatiempos.
Las gozaba de la misma manera que un hombre disfruta de una buena comida y después la olvida en cuanto ha terminado.
Era consciente de que ni siquiera su amigo Charles comprendía por completo la belleza que él encontraba en Grecia.
Las esculturas lo emocionaban como ninguna mujer había logrado cautivarlo. Éstas estimulaban su mente y elevaban todo su ser hacia la luz de las estrellas.
Su madre fue una gran amante de la poesía y por eso le impuso el nombre de Orión. Y para conservar la tradición de la familia sus otros nombres eran George Frederick; sin embargo, cuando tuvo la suficiente edad como para decidir por sí mismo dejó de usar los dos primeros.
Insistió en utilizar el nombre de origen griego.
Como él parecía tan romántico a la mayoría de las personas le pareció que aquella elección era adecuada y muy pocos de sus amigos, con excepción de Charles, se atrevían a hacerle bromas al respecto.
Los dos hombres se encontraban charlando cuando la puerta del estudio se abrió.
—Discúlpeme, milord —dijo el mayordomo que llevaba más de treinta años con la familia—, pero afuera está una señorita que insiste en hablar con su señoría.
—¿Qué desea, McGregor? —preguntó Lord Warburton.
—Hablar personalmente con usted, milord, y dice que se trata de un asunto de vida o muerte.
Lord Warburton pareció sorprendido y Charles rió.
—¡Eso ciertamente suena muy diferente a cuando el vicario viene a pedir una aportación para su orfanato!
—Supongo que será mejor que hable con ella —dijo Lord Warburton.
Desde que decidió vivir en la residencia del parque descubrió que siempre había alguien dispuesto a importunarlo con sus quejas.
—Hice pasar a la señorita al salón plateado, milord.
—Muy bien —asintió Lord Warburton—, me reuniré con ella enseguida.
—¡Un asunto de vida o muerte! —terció Charles cuando el mayordomo cerró la puerta—. ¡Suena emocionante!
—Lo dudo —respondió Lord Warburton—. Supongo que se trata de alguna colecta para los misioneros de África. Ellos siempre están pidiendo dinero para convertir a los nativos, quienes viven muy felices con su propia religión.
—Tú no sólo eres un cínico sino también muy poco romántico —contestó Charles—. Se me ocurren otras razones mucho más sugestivas por las cuales una mujer joven desee hablar contigo.
Lord Warburton ya se dirigía hacia la puerta.
—Si me tardara mucho, ven a rescatarme —sugirió él.
—Muy bien —respondió Charles—, pero si es bonita no te haría daño que le concedieras algo de tu tiempo. No estaba seguro de que Lord Warburton hubiera escuchado sus últimas palabras, puesto que éste ya había cenado la puerta.
Y, mientras se disponía a leer el periódico, Charles pensó que era lamentable que su amigo no pudiera encontrar a alguien que lo atrajera tanto como la Afrodita que iba a buscar a Grecia.
«Si ella estuviera viva, de seguro que a Orión se le haría muy aburrida y prosaica», pensó Charles. «El solo la desea porque es inalcanzable y siempre seguirá buscando lo que nunca logrará encontrar».
Suspiró y abriendo el periódico buscó la sección deportiva.
* * *
Corena se despertó aquella mañana sintiendo que lo que había ocurrido la noche anterior era sólo una pesadilla.
Mas cuando recordó los ojos oscuros del griego y la manera como él le había hablado, comprendes que era la realidad.
Necesitaba visitar a Lord Warburton para poder salvar a su padre.
Casi no podía creer que se encontrara frente a semejante dilema y el horror de todo aquello la hizo temblar sentada en la cama, aun cuando el sol ya entraba por las ventanas abiertas.
Resolvió no comentar nada acerca del visitante con su vieja institutriz, la señora Davis, ni tampoco informarle a dónde pensaba ir hoy.
La señora Davis era muy inteligente; sin embargo, Corena pensó que nunca lo iba a entender.
Le resultaba imposible admitir que si no cumplía las instrucciones dadas por el señor Thespidos, éste realmente asesinaría a su padre.
—¿Cómo puede haber gente tan malvada en el mundo? —se preguntó desesperada.
Se levantó de la cama y comenzó a vestirse.
Tenía la sensación de que el señor Thespidos hablaba con la verdad y que si ella desobedecía sus mandatos, ya no volvería a ver a su padre.
Todo aquello era tan aterrador que comenzó a invocar a su madre para que la ayudara.
Se sentía como un niño asustado que corre instintivamente hacia sus padres para buscar protección.
Y así, sin otra alternativa, ordenó el carruaje.
El clima estaba muy cálido para ser los primeros días de mayo y seleccionó un vestido muy bonito de falda amplia, adquirido recientemente.
De pronto recordó que el señor Thespidos le había dicho que para salvar a su padre debería, si era preciso, ponerse de rodillas o meterse en la cama de Lord Warburton.
Esas palabras le causaron un fuerte impacto, que se hizo aún más doloroso cuando aquella noche analizó lo que el señor Thespidos había querido decir.
Corena era inocente y completamente sencilla por la vida tan tranquila que siempre había llevado en el campo.
Sabía que los hombres mantenían relaciones ilícitas con algunas mujeres, mas no tenía la menor idea de lo que aquello implicaba.
Sólo era consciente de que era indebido y ese tema nunca lo había discutido con sus padres. Éstos habían sido tan felices juntos, que Corena anhelaba algún día poder encontrar a un hombre tan atractivo e inteligente como su padre.
Ambos se enamorarían y tendrían un interés común en Grecia, en los caballos y en sus hijos.
Todo parecía ser tan bonito como las primeras flores de la primavera y los patitos recién nacidos que nadan, detrás de sus madres, a través del lago.
Tan bello como las palomas blancas que vuelan sobre la casa en contraste con el cielo azul.
Aquélla era la belleza que ella encontraba en su hogar y que tarde o temprano esperaba encontrar en el amor.
Y, en un súbito impulso al recordar las palabras del señor Thespidos, tomó del guardarropa un vestido que nunca le había gustado.
Había escogido la tela bajo la luz artificial, pero a la luz del día se veía apagada y deslucida.
Se lo puso y cubrió sus cabellos dorados con un bonete que sólo usaba en los funerales. Encima se puso un pequeño velo que había pertenecido a su madre.
Se miró ante un espejo y temerosa de lo que podía ver se dirigió a la habitación de su padre.
En un cajón encontró lo que buscaba. Unos lentes que él usaba cuando salía de viaje y que en esta ocasión no había llevado consigo porque uno de los cristales estaba roto.
Él había mandado nacer otro par y, después, Carena hizo reparar éstos y los había guardado allí.
Los cristales tenían un ligero filtro que ocultaba el color y el brillo de sus ojos. Los deslizó en su bolso de mano y cuando le informaron que el carruaje la estaba esperando en la puerta, bajó.
Por un momento, creyó que debería estar loca al obedecer al señor Thespidos.
¿Cómo podría solicitar la ayuda de un hombre a quien no conocía?
«Tengo que convencerlo», pensó sin embargo. Entonces las palabras del señor Thespidos la hicieron temblar una vez más.
La noche anterior le había dicho a la señora Davis que pensaba salir temprano.
La institutriz le comentó:
—En tal caso, querida, me quedare en cama hasta tarde. No he estado durmiendo bien últimamente y me hará bien descansar un poco.
—Sí, por supuesto —estuvo de acuerdo Corena—. Ordenaré que te suban la comida, pero yo deberé estar de regreso para la hora del té.
—Para entonces ya me habré levantado —prometió la señora Davis—, y gracias por ser tan comprensiva, mi querida niña.
Corena salió de la habitación habiéndose dado cuenta de que la señora Davis se estaba convirtiendo en una anciana y se estremeció al pensar que podría morir.
Pero aquella mañana tenía que concentrarse en su problema más importante que era Lord Warburton.
Mientras el carruaje avanzaba, Corena trató de pensar en lo que le iba a decir.
Tenía que hacer que sonara muy convincente, para así lograr que él la llevara a Grecia, por imposible que aquello pudiera resultar para él.
De pronto, se preguntó cómo descubriría el señor Thespidos lo que Lord Warburton buscaba en Grecia.
Además, estaba muy bien enterado acerca de todo lo concerniente a la casa Warburton.
Abrigó la sospecha de que su informante seria, sin duda, algún miembro de la servidumbre de Lord Warburton. Estaba segura de que el señor Thespidos no dudaría en sobornar a cualquier sirviente si eso lo ayudaba en sus propósitos.
El solo recuerdo del griego la hizo temblar.
Por primera vez en su vida sentía miedo de un hombre. Era una sensación desagradable que nunca había esperado sentir.
Él tenía una expresión muy dura en los ojos y una crueldad que se reflejaba en la fina línea de sus labios.
—¡Lo odio, lo odio! —se dijo Carena.
El carruaje continuó su marcha; sin embargo, ahora no vio las flores que crecían a los lados del camino ni escuchó el canto del cuclillo en los árboles.
En otras circunstancias se habría mostrado fascinada contemplando el azul del cielo reflejado en los pequeños arroyos que encontraba a su paso. Había mucho que ver en la campiña, pero ahora Corena pensaba sólo en su padre.
Éste se encontraba prisionero en alguna casa o quizá en una simple choza de algún lugar de Grecia.
Todo su ser se proyectó hacia él.
—¡Voy a salvarte… papá, voy a… salvarte! —susurró ella. Estaba segura de que él recibiría su mensaje telepático y su amor.
La casa de Lord Warburton se encontraba a veinticuatro kilómetros de la suya.
Acababan de dar las doce del día cuando Corena vio frente a sí una enorme mansión junto a un lago y, detrás, un bosque de abetos.
No cabía duda de que Warburton Park era muy bella e impresionante. El sol brillaba en sus cientos de ventanas y sobre el techo ondeaba el respectivo estandarte.
El carruaje recorrió una larga avenida flanqueada por viejos árboles de lima.
Cuando se acercaban al lago, sorpresivamente un grupo de palomas blancas vino volando para posarse sobre el pasto verde.
Todo se vela tan hermoso y a la vez tan etéreo que parecía pertenecer a otro mundo.
Corena pensó que aquello debería ser un indicio de buena suerte y que sus oraciones hablan sido escuchadas.
Entonces, como si el diablo estuviera junto a ella, escuchó las palabras del señor Thespidos y se acordó de los lentes.
Los sacó de su bolso.
Se los colocó sobre la nariz, debajo del velo que llevaba puesto cuando el carruaje se detuvo frente a la puerta.
Le tomó un poco de tiempo convencer al mayordomo que, aunque no tenía una cita, le era imperativo ver a Lord Warburton.
Por fin, fue conducida hasta un salón muy atractivo, en el cual la cornisa estaba decorada con plata al igual que las columnas jónicas que la sostenían.
Los candelabros también eran del mismo metal.
Las cortinas eran de un color azul pálido y el mismo damasco cubría los asientos.
A ambos lados de la chimenea había unas mesitas pequeñas que Corena identificó como de la época de Carlos II.
Entonces, al mirar en torno suyo descubrió varias esculturas griegas que hubieran encantado a su padre.
Eran muy bellas y el mármol parecía resaltar aún más en contraste con la plata de los nichos.
«Si papá pudiera verlas», pensó Corena.
Enseguida recordó dónde se hallaba y por qué estaba allí y en ese momento la puerta se abrió.
Lord Warburton entró en la habitación y Corena sintió que le era imposible mirarlo. Tenía miedo de que él fuera tan desagradable como lo era el señor Thespidos.
—¿Usted deseaba verme?
La muchacha levantó la vista y vio que Warburton era alto y con hombros muy anchos. Es más, se trataba del hombre más bien parecido que hubiera visto en toda su vida.
Pero también percibió que en su voz había una cierta sequedad, como si ella fuera una molestia para él.
La expresión de su rostro era casi despectiva.
Lo miró a través de sus lentes oscuros y estuvo segura de que él resentía su presencia.
Además, por alguna razón inexplicable, la repudiaba. Como se sentía muy nerviosa, habló con una voz que sonó muy diferente a la suya:
—Milord, mi nombre es Corena Melville y he venido a pedir a su señoría ayuda para mi padre, Sir Priam Melville.
Mientras hablaba, a ella le pareció que sonaba como una escolar temerosa de olvidar su lección.
No se sorprendió cuando Lord Warburton respondió:
—¿Por qué no toma asiento, señorita Melville, para que me explique por qué su padre necesita de mi ayuda y por qué no ha venido él personalmente a solicitármela?
Corena se sentó en el borde del sofá. Juntando las manos sobre el regazo ella respondió:
—Mi padre está fuera del país… se encuentra en… Grecia.
Pudo ver cómo Lord Warburton arqueaba las cejas y le pareció que había un poco más de interés en su voz cuando respondió:
—¿En Grecia? Me dijeron que usted deseaba verme porque se trataba de un asunto de vida o muerte.
—Así es, milord —afirmó Corena—. Mi padre se encuentra muy enfermo y como supe que su señoría iba a viajar a Grecia, pensé que quizá fuera tan bondadoso como para llevarme consigo.
Ahora Lord Warburton parecía realmente sorprendido y la miró como si no pudiera creer lo que acababa de escuchar.
—Supongo, señorita Melville, que usted podría viajar a Grecia utilizando el tren.
—Los trenes son muy poco confiables, milord, sobre todo en el sur de Europa —respondió Corena—. Por eso pensé que si su señoría… aceptaba llevarme llegaría a Crisa mucho más pronto que de cualquier otra manera.
—¿Entonces su padre está en Delfos?
—Mi padre es un arqueólogo al igual que milord, pero ahora se encuentra muy enfermo.
—¿Quién se lo informó?
—Ayer llegó un hombre procedente de Grecia para comunicarme que mi padre se halla gravemente enfermo y que no está recibiendo ningún tratamiento médico.
Corena tuvo dificultad en pronunciar las palabras, pues le parecía que todo aquello sonaba muy ingenuo.
Nadie, y menos aún Lord Warburton, podría creerle.
—Me dice que su padre es un arqueólogo —señaló Lord Warburton—. De seguro no está solo mientras lleva a cabo sus investigaciones.
—Mi padre siempre trabaja solo —explicó Corena—, y ni siquiera lleva consigo un valet, pues dice que los sirvientes ingleses cuando están en el extranjero suelen ser un estorbo más que una ayuda.
A ella le pareció que Lord Warburton había sonreído, mas sólo fue un simple movimiento del labio antes de exclamar:
—Comprendo eso, señorita Melville. Pero insisto en que la mejor vía para que usted llegue junto a su padre es por tren. Si va primero a Venecia, encontrará barcos que salen casi diario rumbo a Grecia.
—¡Lléveme con usted, milord, se lo ruego!
Corena sintió que lo único que le quedaba por hacer era implorar.
Por un momento hubo silencio y entonces Lord Warburton respondió:
—¿Me está usted tratando de decir, señorita Melville, que la razón por la cual desea viajar conmigo es porque no tiene dinero para pagar el pasaje? En ese caso…
Escandalizada, Corena se dio cuenta de que él le iba a ofrecer dinero y se apresuró a decir:
—No… no, no se trata de un asunto de dinero, sino de… tiempo.
—Ya le he explicado, señorita Melville, que el tren resulta más rápido. Aunque mi yate es nuevo y puede alcanzar catorce nudos por hora, puedo verme atrapado en una tormenta en la Bahía de Vizcaya así como en el Mediterráneo.
—Yo… yo comprendo eso, milord, pero… por favor…
Lord Warburton se puso de pie.
—Siento mucho no poderla ayudar; sin embargo, le prometo que si hay algo que pueda hacer por usted una vez en Grecia, con mucho gusto lo haré si se pone en contacto conmigo.
Corena pensó que si él le decía la fecha de su partida y el lugar donde estaría anclado su yate, quizá aquello complaciera al señor Thespidos.
—Agradezco su ayuda a su señoría —dijo ella—, y si acepta decirme dónde se encontrará, será muy tranquilizante saber que, en caso necesario… podré ponerme en contacto con milord.
—Yo tengo un representante en Atenas —repuso Lord Warburton—. Voy a darle su dirección.
El atravesó la habitación y se dirigió hacia un precioso escritorio francés.
Tomó un pedazo de papel adornado con su emblema y escribió unas líneas.
A Corena se le oprimió el corazón.
Pensó que aquello sería inútil, pues si Lord Warburton pensaba hacer el viaje en secreto de seguro no iba a ponerse en contacto con su representante.
Instantes después regresó hasta donde Corena se encontraba y le entregó la nota escrita.
—Aquí está la dirección, señorita Melville, y espero que al llegar a Grecia encuentre que su padre no está tan enfermo como imagina.
—¿Se dirige usted al puerto de Crisa? —preguntó Corena. Como si advirtiera que tenía una razón para hacer aquella pregunta, Lord Warburton respondió:
—La ventaja de tener un yate, señorita Melville, es que uno puede trasladarse a cualquier lugar sin necesidad de hacer planes previos.
—Sí… por supuesto.
Guardó el papel en su bolso y en un esfuerzo final por salvar a su padre de las manos del señor Thespidos, dijo:
—Por favor, cambie de manera de pensar y lléveme con su señoría. Le prometo que no le causaré… problemas… ni siquiera advertirá que… estoy a bordo. Yo sé que es el mejor medio de que… llegue al lado de mi padre.
—Siento desilusionarla, señorita Melville, pero no es posible complacerla.
Había algo inflexible en su forma de expresarlo.
Comprendió que aun cuando se pusiera de rodillas, como lo había sugerido el señor Thespidos, su respuesta seguiría siendo negativa.
Como dando por terminado el asunto, Lord Warburton se encaminó hacia la puerta y ella no tuvo más remedio que seguirlo.
La abrió y la joven salió al pasillo.
La puerta principal estaba abierta y a ambos lados de ésta había lacayos en librea.
Desde lo alto de la escalera, Corena pudo ver su carruaje de dos caballos que la estaba esperando.
Desesperada, pensó que bien podía ser un carro fúnebre. Al negarse a su petición, Lord Warburton estaba enviando a su padre a la muerte.
Sin embargo, ya no podía insistir más.
Cuando llegaron a la puerta, él le extendió la mano.
—Hasta luego, señorita Melville. Espero que su preocupación resulte injustificada.
Ella colocó su mano en la de él con delicadeza.
No se había vuelto a calzar el guante que se había quitado en el salón plateado y sintió el contacto cálido de la piel varonil sobre sus dedos.
Una extraña vibración emanó de él.
Lo atribuyó a su angustia y a la determinación de él de no ayudarla.
Después, al bajar los escalones hacia el carruaje, él no se esperó para verla partir, pues no había nadie en la puerta cuando ella volvió la mirada.
El carruaje se alejó.
Fue entonces cuando comprendió que había fallado por completo y mientras se quitaba los lentes se preguntó si había sido por su falta de habilidad.
Quizá, tal como lo sugiriera el señor Thespidos, ella debió intentar convencerlo por medio de su apariencia física en lugar de usar argumentos casi infantiles.
Quizá de esa forma su respuesta hubiera sido diferente. «¡Ahora ya es demasiado tarde!», pensó desesperada. Los cascos de los caballos al acelerar el paso a través del camino parecían repetir aquellas palabras una y otra vez: ¡Demasiado tarde, demasiado tarde!