Capítulo 2
Filipa se había levantado y estaba ya arreglada a las seis y media de la mañana.
Esto no la afectó, porque acostumbraba levantarse al amanecer.
Prefería estar sola en la casa antes que los viejos Beaton aparecieran.
Eran siempre muy lentos por la mañana.
Filipa, por lo tanto, casi siempre se preparaba su propio desayuno.
Esta mañana se vistió con el traje perteneciente a su madre. Al hacerlo, pensó con un leve vuelco del corazón que iba a ser el día más fascinante de su vida.
¿Cómo pudo haberlo imaginado nunca, cómo pudo haber soñado siquiera que su hermano querría que ella participara con él en una carrera?
Iba a ser muy interesante, aunque fuera disfrazada como una seductora amazona profesional, conocer a sus amigos.
A pesar de que nunca lo había admitido, ni siquiera para sí, ella deseaba, tiempo atrás, poder hablar con los caballeros elegantes que Mark conocía en los clubes a los cuales pertenecía.
Cuando estaba en casa los describía con detalles, pero a ella casi no le parecían humanos.
Para Filipa se habían vuelto parte de las fábulas que se contaba ella sola.
Debido a que pasaba tanto tiempo sola, éstas se habían vuelto historias reales para ella.
Casi afirmaba que había asistido en realidad a los bailes que sólo eran parte de sus fantasías.
En su imaginación, había usado vestidos que ella misma había diseñado inspirándose en las flores y en las estrellas.
Escuchaba orquestas de cuerdas en el zumbido de las abejas y en el trino de los pájaros.
¡Ahora, increíblemente, sus fantasías se habían convertido en realidad!
Y todo gracias a que el Marqués de Kilne había planeado una extraña carrera de caballos.
Trató de recordar, mientras se movía a toda prisa, de un lado a otro de la casa, lo que escuchara sobre Kilne Hall.
Aunque nunca se lo había dicho a Mark, ansiaba conocerlo. Sabía que era una de las más grandes casas ancestrales existentes en el condado.
Siempre le pareció muy triste que sus padres no hubieran sido amigos del marqués anterior, sólo porque su abuelo se había disgustado con él.
Mas ahora, casi como un milagro, iba a visitar la casa y a conocer a su dueño.
El pensar en el marqués, sin embargo, la hacía sentir temerosa.
Sabía lo furioso que Mark se pondría con ella, si el marqués descubría que no era la «seductora amazona profesional» que pretendía ser.
Lo que más la asustaba era no tener idea de cómo se comportaba una «seductora amazona profesional».
Entonces se convenció de que el marqués no iba a fijarse en ella.
Cuando habían hablado de sus planes la noche anterior, Mark precisó que tan pronto como terminaran las carreras de la tarde, volverían a casa.
—Kilne ha invitado a varios de los competidores a hospedarse con él —explicó—, pero como sabía que yo vivía cerca, no me invitó a mí.
Había una cierta nota de frustración en su voz.
Sin embargo, Filipa no pudo menos que pensar que era preferible no departir socialmente con el marqués.
Así, él se fijaría en ellos sólo cuando cabalgaran.
«Debo tener demasiado cuidado», se advirtió. «Observaré el comportamiento de las otras mujeres y así sabré con exactitud lo que debo hacer».
Subió a toda prisa por la escalera, con el agua caliente para que Mark se afeitara.
Descorrió las cortinas y lo despertó.
Aun de niño siempre había dormido profundamente.
Cuando la luz entró en la habitación, pudo observar su rostro sobre la almohada.
Pensó que no parecía mucho mayor que cuando estaba todavía en la escuela.
—Despierta, Mark —dijo con suavidad.
El joven abrió los ojos.
—¿Qué hora es? —preguntó somnoliento.
—Casi las siete. Tú dijiste que teníamos que salir a las ocho.
El la miró, como si no pudiera recordar quién era. Entonces sonrió.
—Había olvidado que estaba yo en casa —dijo—. Pensé por un momento que eras Lulú.
Habló sin pensar y Filipa contestó:
—No creo que ella te despierte por las mañanas.
—No, por supuesto que no —replicó Mark con rapidez—. Lo que pasa es que estaba soñando con ella.
—Deja de soñar y recuerda que tenemos que derrotarlos, a ella y a Lord Daverton.
Mark sonrió.
—¡Tienes razón, Filipa! Eso es lo que debemos hacer, y enseñarles una lección que no olvidarán nunca.
—Voy a prepararte el desayuno.
Mientras bajaba apresurada por la escalera, elevó una pequeña plegaria a su padre:
—¡Ayúdanos, papá, a vencer no sólo a Lulú y a Lord Daverton, sino a todos los demás competidores!
Y continuó diciendo:
—Eso hará muy feliz a Mark, papá. Y si gana las mil guineas podrá pagar todas sus deudas.
El solo pensar en todo el dinero involucrado la hizo estremecerse.
¿Y si ella le fallaba?
Entonces levantó la barbilla y se dijo que no debía temer. Ella tendría fe, como su madre le había enseñado a tenerla. Su convicción se comunicaría al caballo que iba montando, así que serían los primeros en llegar a la meta.
Como siempre, convirtió en una fantasía lo que iba a suceder.
Podía visualizar cómo iba a ser su triunfo, mientras cocinaba los huevos y el tocino para Mark, sobre la vieja y destartalada estufa.
Llevó el desayuno al comedor.
Vio que su hermano ya había bajado y estaba muy elegante con su traje de montar.
Ella se cubrió el vestido de su madre con un delantal mientras cocinaba.
Mark la miró con ojo crítico cuando le llevó el café.
—Espero que tengas algo decente que ponerte en la cabeza —dijo.
—Voy a ponerme el mejor sombrero de mamá —contestó Filipa—. Si no es lo bastante elegante, no hay nada más que pueda yo hacer al respecto.
Mark se quedó en silencio por un momento. Entonces exclamó:
—Estoy seguro de que estarás muy bonita, Filipa, y eso es más importante que cualquiera otra cosa.
—Gracias, bondadoso señor —contestó ella en tono burlón.
Filipa sólo desayunó pan tostado con miel, porque había contado los huevos que había en la cocina.
Advirtió que quedaban sólo tres: dos para los Beaton y uno para el mozo que había llegado con Mark.
Se había preocupado la, noche anterior, pensando si habría suficiente comida para todos.
Pero como no hubo quejas después de la cena, supuso que los Beaton se habían arreglado de algún modo.
Mark terminó los huevos con tocino.
Comió el pan tostado que quedaba y bebió dos tazas de café.
—Venir al campo siempre aumenta el apetito —comentó—. No sé por qué.
—Yo sí —contestó Filipa—. Es porque no bebes tanto como cuando estás en Londres.
—Es posible. Pero no bebo tanto como mis amigos, porque no puedo darme ese lujo.
—Pues eso es benéfico para ti. Aun si el marqués te ofrece una copa cuando estemos en Kilne Hall, no bebas antes de la carrera.
—Naturalmente. Y el propio Kilne es casi abstemio. De hecho, sus amigos lo bromean por eso.
Filipa pensó que ésa era otra cualidad positiva que había oído sobre el marqués.
Era un magnífico caballista y Mark lo admiraba por eso.
No obstante, Filipa había sospechado que sus fiestas eran lo que los romanos llamaban «orgías».
Desde luego, Mark nunca había estado en ninguna, pero hablaba de ellas con envidia.
Le parecían muy extravagantes, aunque en extremo atractivas para un joven de su edad.
Ella subió a ponerse el sombrero y a asegurarse de no haber olvidado los cosméticos.
Mark había dicho que eran esenciales para que ella pareciera una «seductora amazona profesional».
Se preguntó qué habría pensado su madre de que Mark tuviera tanta amistad con ésa, muchacha llamada Lulú.
Le parecía extraño que no tuviera apellido, pero Mark le había explicado que la mayor parte de las amazonas profesionales eran conocidas sólo por su nombre de pila.
También le parecía extraordinario que les dieran un trato determinado y convencional.
«Sin importar lo que yo piense, no debo criticar nada», se dijo. Entonces, después de ponerse el sombrero de su madre en la rubia cabeza, recordó el toque de maquillaje.
Perturbada, aplicó un poco de rubor a sus mejillas como había visto a su madre hacerlo, mucho tiempo atrás. Después se enrojeció los labios.
El efecto pareció transformarla como lo había hecho la noche anterior.
Se miró ante el espejo y notó que no había mejorado su apariencia.
Sintió el impulso de quitarse todo y decir a Mark que iría tal como era o no iría.
Pronto comprendió que eso habría sido egoísta de su parte. Lo único que importaba realmente era que Mark pudiera pagar el caballo que había comprado.
Tendría también que liquidar los vestidos de fantasía, el alquiler del caballo que Lulú iba a usar y muchas otras deudas que había contraído y de las cuales no hizo mención alguna.
Se sentía muy agradecida, sin embargo, de que antes de acostarse hubiera ido a ver la señora Richmond.
Filipa le informó que acompañaría a Mark para ver una carrera que iba a tener lugar en otra parte del condado.
No dijo a dónde y la señorita Richmond se estaba sintiendo demasiado mal para mostrarse curiosa.
—Volveré mañana por la noche —continuó Filipa—, mas no se preocupe si llegamos tarde. Y estoy segura de que los Beaton le traerán cualquier cosa que desee.
—No tengo hambre, queridita —contestó la Señorita Richmond—. Estoy segura de que si tengo un día tranquilo, y duermo mucho, me sentiré otra vez bien.
Filipa temía que no fuera así, pero no hizo comentarios.
Se despidió de la señorita Richmond con un beso y le dijo que se cuidara.
La señorita Richmond estaba delicada de salud y pasaba muchos días en la cama. Era imposible para nadie, que no fuera Filipa, subir y bajar bandejas con sus alimentos.
Por lo tanto, con mucha sabiduría, la señorita Richmond pidió que trasladaran su cama a la planta baja.
Había un pequeño salón para escribir que nunca se usaba. Filipa lo convirtió en un atractivo dormitorio, bajando algunos muebles de otras habitaciones.
Ahí había, también, anaqueles con libros para que la enferma leyera.
Cuando Filipa subió corriendo a su propia habitación, había pensado que en cierta forma era una bendición que la señorita Richmond estuviera demasiado enferma para mostrar curiosidad sobre adónde iba a ir ella.
Cuando volvió a bajar esa mañana, oró porque Beaton, que estaba en el vestíbulo, no notara sus labios rojos.
Vio que Mark le dirigía una mirada penetrante y comprendió que él, al menos, estaba satisfecho con su apariencia.
Partieron en una elegante carroza, la cual, Filipa se enteró con alivio, su hermano había pedido prestada a un amigo.
Por lo tanto, no tendrían que pagar el respectivo alquiler.
—Es un golpe de suerte —comentó—, que Perceval, a quien pertenece, no haya podido participar en la carrera, porque su padre está enfermo, y tuvo que ir al norte. Por lo tanto, me dijo que podía yo usarla para que sus caballos hicieran ejercicio.
—Pues ciertamente están cumpliendo con ese compromiso —sonrió Filipa.
Filipa se dedicó a disfrutar de la campiña por la que pasaban.
Si se tomaba en consideración que no estaban muy lejos de Londres, era notablemente rural.
Los setos no estaban recortados y había una profusión de madreselvas creciendo alrededor de ellos. Los campos por los que cruzaban se veían salpicados de flores silvestres multicolores.
Todo era tan hermoso, que Filipa empezó a soñar que era una princesa de cuento de hadas, en un país encantado.
Al final del viaje, encontrarían un hermoso castillo.
Pero cuando pensó en Kilne Hall, comprendió que Mark estaba muy alterado, temeroso, de lo que sucedería a su llegada.
—Lo que debemos hacer —dijo, como si estuviera pensando en voz alta—, es dejar nuestro equipaje en el vestíbulo para que lo lleven a las habitaciones que nos hayan asignado e ir directamente a la pista de las carreras.
Se detuvo.
—Quiero ver las dos primeras carreras, estoy seguro de que ganarán los caballos del marqués.
—¿Vas a apostar a ellos? —preguntó Filipa con nerviosidad.
—Supongo que no puedo darme ese lujo —repuso Mark malhumorado—, aunque sería apostar sobre seguro.
—Mas en una carrera nada es seguro hasta que el caballo ganador ha cruzado la meta —contestó Filipa.
Era un dicho favorito de su padre y Mark lo reconoció.
—Si vas a sermonearme —advirtió—, te bajaré y puedes caminar de regreso a casa.
—En tal caso tendrías que buscar a alguien más para sustituir a Lulú —replicó Filipa.
—Es cierto —admitió Mark—. Ahora escúchame, Filipa, hay algo que quiero decirte.
—Te escucho.
—Evita mostrarte muy amable con ninguno de los hombres a los que vas a conocer hoy.
Filipa lo miró sorprendida.
—¿Qué quieres decir con eso?
Mark titubeó y una vez más ella comprendió que buscaba palabras con las cuales expresarse.
—Pueden mostrarse demasiado familiares contigo —contestó, por fin—. Comprendo que si lo hacen es porque pensarán que tú, eres una «seductora amazona profesional».
—Comprendo tu idea. Y debo evitar mostrarme escandalizada o insultada.
—Eso no es exactamente lo que quiero decir. Pero, olvídalo, Nos iremos en cuanto termine la última carrera. Si alguien te pregunta dónde pueden volver a verte, diles que no sabes cuándo estarás en Londres.
—¿Y si me preguntan de dónde vengo?
—Tienes que mostrarte muy vaga al respecto —sugirió Mark—. Diles que habías estado fuera del país.
Filipa lo miró con sorpresa.
—¿Fuera del país? —repitió ella—. No puedo pretender que he: estado en Francia, ni en ningún otro país de Europa sin que se den cuenta de que estoy diciendo una mentira.
—No, si lo dices con inteligencia —contestó Mark.
Filipa iba a agregar algo más, cuando él añadió irritado:
—¡Oh, por Dios, no hagas las cosas más difíciles de lo que ya son! Yo sé muy bien que no debía pedirte que hicieras esto, pero no hay nada más que pueda hacer, ¿comprendes?
Habló casi como un niño que desea que le digan que no tiene la culpa de algo malo que hizo, aunque sabe muy bien que es culpable.
—No te preocupes —le dijo Filipa en tono tranquilizador—. Te prometo que seré tan hábil como sea posible, para que nadie nos descubra. Y hablaré lo menos posible. Eso es más fácil que mentir.
—Papá siempre dijo que tú eras muy inteligente. Ahora es el momento de demostrarlo.
Filipa se echó a reír.
—No voy a hacerlo en la forma en que yo esperaba —contestó.
Algunas veces se había imaginado que asistía a fiestas donde la gente competía en decir frases ingeniosas y hacer citas interesantes. Pero hoy estaba segura de que la conversación no tendría nada de intelectual.
«Debo escuchar y no hablar», decidió. «Es la forma más segura de actuar. Y, sin importar lo que suceda no debo fallar a Mark».
En ese momento cruzaron a través de unas verjas de hierro forjado abiertas, con animales heráldicos de piedra a los lados.
Filipa vio una larga avenida bordeada por limoneros frente a ellos y comprendió que habían llegado a Kilne Hall.
Se sintió al mismo tiempo emocionada y temerosa.
Sabía, sin que él necesitara decírselo, que Mark se sentía igual. Cuando los caballos avanzaron un poco más vio la casa que se erguía frente a ellos.
Era la construcción más impresionante y magnífica que había visto en su vida.
Supo, sin que se lo dijeran, que era obra de los hermanos Adams.
Con frecuencia su padre le hizo mención de ellos, de su genio como arquitectos, que había brillado esplendorosamente a mediados del siglo anterior.
Kilne Hall era típico de los diseños que su padre le había mostrado.
Tenía un enorme bloque central rematado en el techo con estatuas. Se llegaba a la puerta del frente subiendo una larga escalinata de piedra.
Al fondo y en lo alto de la escalera aparecían unos leones recostados.
La casa se veía muy hermosa con su silueta recortada contra los árboles que había tras ella y con un lago plateado en el frente, en el que flotaban numerosos cisnes.
—Es bellísima —murmuró Filipa entre dientes.
Al mismo tiempo sintió que era tan majestuosa que impresionaba.
Mark se detuvo frente a la escalinata de piedra.
Cuando los lacayos, en un resplandeciente uniforme con medias de seda blanca y zapatos de hebilla, bajaron presurosos, les informó que los baúles estaban atados en la parte posterior de la carroza.
Y en seguida preguntó:
—¿Cómo se puede llegar a la pista de carreras?
Un lacayo señaló el camino que debían seguir y añadió:
—Milord está ahí, señor.
Los baúles fueron llevados al interior de la casa.
Mark hizo dar la vuelta a los caballos y partió en dirección de la pista de carreras.
Filipa esperaba que fuera una pista pequeña y pensó que a esa hora tan temprana de la mañana habría sólo unos cuantos espectadores.
Por lo tanto, se sorprendió, después que cruzaron el parque y un pequeño bosque, de descubrir que la pista era mucho más grande de lo que esperaba.
Había numerosos obstáculos movibles, de modo que las carreras se podían celebrar en plano o convertirse en carreras de obstáculos.
Aunque era muy temprano aún, había ya un gran número de espectadores que debieron haber llegado procedentes de todo el condado.
En un punto de la pista era fácil distinguir a un grupo de los amigos del marqués.
Todos montaban espléndidos caballos y vestían con mucha elegancia.
Llevaban los sombreros de copa ladeados en la cabeza de un modo que los hacía verse muy atractivos.
Mark detuvo la carroza junto a la barda de la pista, un poco retirada de donde estaban los hombres a caballo.
Mientras entregaba a su palafrenero las riendas, dijo a Filipa:
—Permanece aquí, mientras yo voy a investigar lo que está sucediendo.
Se alejó y Filipa pensó con orgullo que se veía tan elegante y atractivo como cualquiera de sus amigos.
Era triste que él sólo tuviera un caballo que montar.
Suponía que el marqués y la mayoría de sus amigos tendrían varios y que eso les permitiría participar en más de una carrera.
Lo que ella hubiera querido en esos momentos era inspeccionar a Hércules, como Mark decía que se llamaba el suyo.
También le hubiera gustado conocer el caballo que ella iba a montar, antes de ponerse los trajes de fantasía.
Sin embargo, comprendió que lo más conveniente era dejar que Mark hiciera las cosas a su modo.
No debía sugerir nada que pudiera parecer diferente de lo que estaban haciendo todos los demás.
Observó que su hermano había llegado con el grupo de jinetes y que estaba hablando con ellos.
De pronto se percató de que un caballero, que montaba un potro muy grande, venía cabalgando del otro lado de la pista.
No hubo necesidad de que nadie le informara que ése era el marqués. Filipa lo miró con curiosidad.
Comprendió, sólo por la forma en que montaba, que era exactamente como Mark se lo había descrito.
Ella era una caballista demasiado experimentada para no percibir que había algo único en la forma en que él parecía parte de su cabalgadura.
Aunque avanzaba con rapidez, parecía hacerlo sin esfuerzo alguno.
La forma como se sentaba, sostenía las riendas, aun la forma en que llevaba la cabeza, aseguró Filipa, era la imagen perfecta de un verdadero jinete.
Lo observó asombrada hasta que él detuvo su caballo junto a Mark.
Saludó y después de que hablaron por unos minutos, Mark volvió apresurado a la carroza.
Subió en ella, tomó las riendas del palafrenero, hizo a los caballos dar la vuelta y volver a toda prisa por donde habían llegado, a través del parque.
—¿Adónde vamos? ¿Qué ha sucedido? —preguntó Filipa.
—Alguien se retiró de la primera carrera —contestó Mark—, y el marqués me ha ofrecido uno de sus caballos para que pueda tomar parte en ella.
—¡Oh, Mark, qué emocionante!
—Eso mismo pensé yo.
—¿Podré verte? —preguntó Filipa.
—Creo que será mejor que te cambies —contestó Mark—. Sin importar lo que suceda, no debes llegar retrasada a la carrera especial en la que vamos a participar.
Se detuvo un momento y añadió:
—Conozco bien a las mujeres y sé que te tomará un endemoniado tiempo emperifollarte.
Filipa hubiera querido objetar que eso era algo que nunca sucedía.
En realidad, casi siempre lograba vestirse en sólo diez minutos; pero pensó que sería un error discutir.
Se limitó a ofrecer:
—Te esperaré en Kilne Hall. Ojalá no encuentre a muchas personas sin que tú estés presente.
A Mark se le ocurrió que eso podía ser un peligro y sugirió con rapidez:
—Lo que debes hacer es subir a tu dormitorio, descansar y vestirte con toda calma. Nos vamos a reunir en el patio y después iremos en procesión hacia la pista.
—¿En procesión? —Murmuró Filipa.
—Daremos dos vueltas a la pista para que todos puedan vernos —continuó diciendo Mark—. Y entonces iniciaremos la carrera. Se me había olvidado decirte que habrá obstáculos.
Filipa se rió alegremente.
—Debía haber supuesto que se te iba a olvidar algo importante.
—No te preocupes —dijo Mark en tono agudo—, Jackson’s me aseguró que el caballo que tú montarás es un saltador soberbio. Y como yo probé a Hércules antes de comprarlo, estoy convencido de que ni siquiera el marqués tendrá algo mejor en la caballeriza.
—Espero que no te equivoques —observó Filipa en voz baja.
Estaba pensando con angustia en lo que Hércules debió haberle costado.
Mark la dejó en la escalera que había frente a la casa.
De inmediato se dirigió a la caballeriza para recoger el caballo que el marqués le prometiera.
Un poco triste, Filipa entró en el vestíbulo.
Encontró un mayordomo de aspecto paternal, con blancos cabellos, que la estaba esperando.
—Creo que usted es la señorita Fifí —dijo en un tono pontifical—. ¿Podemos ofrecerle algo de beber o desea subir a su habitación?
Era la primera vez que Filipa se daba cuenta de que la abreviatura de su nombre sonaba muy teatral.
Había observado, cuando bajó después de colocarse el sombrero, que Mark había puesto una etiqueta a cada uno de sus baúles. A ella le pareció una cosa muy sensata.
Habría muchas personas diferentes que llegaban con su equipaje. Los lacayos sabrían así a qué dormitorio llevar cada baúl.
Era típico de Mark que se hubiera olvidado decirle lo que había escrito en las etiquetas.
Ahora comprendió que ella iba a ser la «señorita Fifí». Filipa pensó que su madre se habría horrorizado de haber oído esa abreviatura de su nombre.
Sin embargo, era muy adecuada para una «seductora amazona profesional».
Mientras subía por la escalera detrás del lacayo que iba a guiarla a su habitación, deseó haberle preguntado más cosas a Mark sobre ese grupo peculiar de mujeres y sus nombres.
Pero era demasiado tarde para eso y pensó que cuando él volviera lo haría solo para cambiarse a toda prisa.
La mejor forma en que podía ayudarlo era estando dispuesta a tiempo.
En lo alto de la escalera la esperaba una mujer de cierta edad que Filipa supuso era el ama de llaves.
Llevaba un vestido de seda negra, con un gran llavero redondo, de plata, pendiente de la cintura.
Había un llavero similar en la casa solariega, que usó el ama de llaves cuando habían tenido una.
Pero no era tan impresionante como el que Filipa estaba viendo ahora, ni ninguna ama de llaves de su propia casa habría sido tan autoritaria como ésta.
—¿Tiene la bondad de venir por aquí, señorita? —preguntó el ama de llaves con voz aguda.
Había una expresión en su rostro y un tono en su voz que hizo que Filipa comprendiera en el acto que tenía una mala opinión de ella.
Pronto pensó que, en cierta forma, era comprensible.
La servidumbre de Kelvin Hall no debía recibir de muy buen grado a las llamadas «seductoras amazonas profesionales».
Ella aceptó casi como una broma que la trataran con tanta arrogancia.
Cuando todo esto terminara, podría reír de ello con Mark.
—Ésta es su habitación, señorita —estaba informando el ama de llaves con un tono de voz desdeñoso, pero expresivo—. Emily está desempacando para usted y espero que encuentre todo cuanto desea.
La forma en que lo dijo reveló a Filipa que le sorprendería mucho que le faltara algo y que se lo proporcionaría con mucha renuencia.
De nuevo Filipa sintió impulsos por reír.
—Muchas gracias —dijo con voz suave y tranquila—. Estoy segura de que no me hará falta nada.
Miró hacia donde Emily estaba sacando el traje medieval de su baúl y sacudiéndole las arrugas, al mismo tiempo que lo colocaba en un gancho.
—¿Éste es el vestido que va usted a ponerse, señorita?
Preguntó el ama de llaves, como si lo considerara del todo inadecuado.
—Voy a representar a una dama medieval de los tiempos en que tuvo lugar la Batalla de Agincourt —contestó Filipa—. Lo único que temo es que se me vaya a caer el sombrero durante los saltos.
—Eso no me sorprendería —contestó el ama de llaves—. Si usted me lo pregunta, los trajes de fantasía son sólo para los bailes. No me parecen adecuados para una pista de carreras de caballos.
Con un gesto de desdén mal disimulado, se alejó y salió de la habitación en actitud arrogante.
Filipa necesitó hacer un esfuerzo para no reír a carcajadas.
Emily, que no era mucho mayor que la propia Filipa, caminó hacia el guardarropa.
—No se preocupe, señorita —sugirió—. Voy a traerle algunos broches para que se prenda el sombrero. Además, tiene un elástico bajo la barbilla, así como el velo.
—En efecto —contestó Filipa—. Estoy segura de que podemos arreglarlo de tal manera que no se caiga. Sería más fácil si llevara yo una corona o algo similar.
—Una corona es lo que lleva una de las otras damas —informó Emily.
—Entonces, me alegro de ser diferente —repuso Filipa, pensando en que eso era lo que Mark quería.
Emily colocó los zapatos que iban con el vestido frente a una silla y preguntó:
—¿Va usted a cambiarse ahora, señorita?
—Tal vez sería mejor que empezara a hacerlo —opinó Filipa—. Supongo que alguien me avisará cuando Sir Mark Seymour, que es mi pareja, vuelva.
—El está instalado en la habitación anexa —explicó Emily.
Abrió una puerta de comunicación que Filipa no había notado antes.
Le mostró la habitación contigua, que era también amplia y muy atractiva.
No era muy diferente a su propio dormitorio y un ayuda de cámara estaba ya desempacando el traje de Mark, de Caballero Negro, y colocándolo sobre la cama.
Filipa se asomó y después, instintivamente, se dirigió a la ventana.
Al hacerlo, vio a Mark, montado en un brioso caballo de aspecto magnífico, que cruzaba el puente tendido sobre el lago, en dirección del parque.
Se dirigía a la pista de carreras.
Lo siguió por un momento con la mirada y entonces dijo:
—Estoy segura de que Sir Mark tardará en volver. ¿Crees que podría yo explorar la casa ahora que no hay nadie aquí?
Pensó, al decir eso, que si no lo hacía en esos momentos no lo haría nunca.
Si se iban inmediatamente después de la última carrera, no volvería a tener nunca esa oportunidad.
Emily titubeó y Filipa continuó con rapidez:
—Lo que me encantaría conocer, si es posible, es la biblioteca. En esta casa debe haber una enorme.
—¡Pues, sí, señorita, es tan grande! —reconoció Emily—. Estoy segura de que el señor Hudson, el bibliotecario, estará encantado de mostrársela.
Filipa esperó, llena de emoción, y Emily propuso:
—Voy a buscar a un lacayo para que la conduzca.
Salió del dormitorio.
Filipa se quitó el sombrero y se arregló el cabello.
Había tenido gran cuidado esa mañana al arreglarse y esperaba, aunque Mark no había dicho nada, que él pensara que estaba bien peinada.
Al menos, su peinado no parecía tan anticuado como temía.
De pronto, al oír que se abría la puerta y volvía Emily, miró alrededor con ansiedad.
—James la llevará a usted con el señor Hudson. Yo tendré todo listo para que se cambie cuando vuelva.
—Muchas gracias —contestó Felipa—. Has sido muy bondadosa conmigo.
Siguió al lacayo escalera abajo.
Avanzaron por un corredor donde había magníficos muebles antiguos y algunos cuadros espléndidos.
Fue una caminata prolongada antes que el lacayo abriera una puerta doble.
Filipa entró en la biblioteca más bien dotada que se hubiera imaginado nunca.
Había libros del techo al piso y un balcón que corría a lo largo de un muro, y al cual podía llegarse por una escalera en espiral. El sol entraba por varias largas ventanas, muchas de ellas adornadas con el escudo de armas del marqués en hermosos emplomados.
Era un lugar tan maravilloso que Filipa se quedó de pie, estupefacta. En ese momento, un anciano, de cabellos blancos, surgió del fondo de la habitación y caminó hacia ella.
—Esta señorita quiere conocerlo, señor Hudson —oyó Filipa decir al lacayo que la había acompañado.
—Buenos días, señorita.
El señor Hudson habló en una voz tranquila y educada.
Al mismo tiempo Filipa tuvo la impresión de que le sorprendía su presencia.
—Ésta es una biblioteca muy hermosa —aseguró Filipa—. Por favor, ¿podría mostrármela?
Extendió la mano al decirlo y el señor Hudson se la estrechó.
—Será un placer. ¿Le interesan realmente los libros?
—Los adoro —repuso Filipa—. Me encantaría leer cada uno de los volúmenes que tiene usted aquí.
El señor Hudson sonrió complacido.
—¡Me temo que eso le llevaría a usted mucho tiempo! Permítame mostrarle cómo los he organizado.
Ella comprendió, mientras el bibliotecario le explicaba todo, que la labor de éste había sido hecha con esmero y dedicación. Seleccionó los libros de historia, de geografía, las obras clásicas, la poesía… todo en diferentes categorías.
Eso facilitaba encontrar cualquier libro sin tener que buscar en una docena de anaqueles.
Todo aparecía catalogado perfectamente, también, en un libro que él le enseñó, escrito con su elegante y clara letra.
Filipa se sintió tan emocionada ante tal orden, que perdió la noción del tiempo.
Cuando terminaron de recorrer un lado de la habitación, preguntó qué hora era.
El señor Hudson le dijo que eran más de las once de la mañana. Ella lanzó una leve exclamación de horror y le explicó que tenía que irse a cambiar.
En seguida salió apresurada, en lo que más tarde consideró que había sido una manera poco digna de proceder, por todo el pasillo en dirección del vestíbulo.
Casi había llegado a éste cuando tropezó con un hombre que había dado la vuelta a una esquina con rapidez.
—¡Lo… siento! —tartamudeó ella.
Levantó el rostro y vio a un hombre que ya no era muy joven. Tenía una expresión de lascivia, con líneas bajo los ojos, los cuales miraban de manera ofensiva a Filipa.
—Perdóneme, por favor —dijo ella con rapidez— pero tengo prisa.
—Eso es evidente, preciosa mía —contestó él—. Ven a explicarme de quién estás huyendo.
—Tengo el tiempo justo para cambiarme —explicó Filipa—. Siento mucho no haberme fijado por dónde caminaba.
Sin esperar respuesta, se echó a correr de nuevo.
Aunque el hombre extendió la mano para intentar detenerla, ella fue más rápida que él y un momento más tarde estaba subiendo por la escalera a toda prisa, en dirección de su dormitorio.
Se dio cuenta de que el hombre no la perdía de vista.
«¿Quién será?», se preguntó.
Al llegar a su propia habitación, Filipa decidió que había algo definitivamente repulsivo en el rostro del hombre.
Deseó no volver a verlo.
Emily estaba ahí esperándola y cuando Filipa entró exclamó alarmada:
—Me estaba yo preguntando, señorita, si debía ir a buscarla, porque el tiempo apremia. El caballero se está ya cambiando en la habitación contigua.
—Debemos darnos prisa —admitió Filipa, temerosa de que Mark se enfadara con ella.
Dejó que Emily la ayudara a quitarse el vestido.
Se lavó en el agua tibia que había en el lavamanos y en un segundo se puso el vestido medieval.
Comprendió, al hacerlo, de que literalmente le quedaba como un guante, revelando su figura aristocrática.
Emily le ayudó a ponerse el tocado.
Tal como le había prometido, había apretado un poco más el elástico que sostenía el sombrero en su lugar, bajo la barbilla.
—Estoy segura de que no se volará ahora, señorita.
—Espero que no —contestó Filipa con ansiedad—, y gracias, Emily, por todo lo que has hecho.
—Ha sido un placer, servirla, y ésa es la verdad. ¿Quiere que avise al caballero que ya está usted lista?
—Sí, por favor —contestó Filipa.
Se dio una última mirada en el espejo.
Entonces comprendió, casi con una exclamación de espanto, que había olvidado el carmín y el color de los labios.
Quedaban ya muy pocos rastros del que se había puesto esa mañana.
Con rapidez descubrió que Emily había puesto los cosméticos en un cajón del tocador.
Se frotó un poco de carmín en las mejillas, como lo hiciera antes. Se polveó las mejillas y la punta de su diminuta nariz rectilínea.
Acababa de enrojecer sus labios cuando oyó que Emily decía al ayuda de cámara de Mark que ya estaba lista.
Mark entró en la habitación.
Estaba magnífico como el Caballero Negro.
Lo oscuro de su vestuario acentuaba su cabello rubio, lo azul de sus ojos y sus facciones bien delineadas.
—¡Estás maravilloso! —exclamó Filipa.
—Gracias —rió Mark.
—¿Y yo, estoy bien? —preguntó ella con ansiedad.
Le pareció que Mark observaba sus labios, más que su tocado, cuando dijo:
—Por supuesto. Vamos, no debemos llegar tarde.
Filipa dio las gracias a Emily nuevamente y bajó por la escalera.
En el vestíbulo, las «seductoras amazonas profesionales», todas vestidas con trajes diferentes, avanzaban hacia la puerta del frente.
Los caballos estaban afuera. Los caballeros, cuando vieron a Mark, lo saludaron efusivos.
De inmediato, los ojos de todos, pensó Filipa sintiéndose incómoda, se volvieron hacia ella con expresión interrogante.
Ella se daba cuenta de lo atractivas, casi fantásticas, que se veían las mujeres.
Ciertamente, no había nada muy peculiar en su propio vestuario, comparado con el de ellas.
Una de las mujeres, tal como Emily le había dicho, estaba vestida de reina.
Llevaba en la cabeza, una corona incrustada de lo que se suponía eran piedras preciosas, y su vestido también estaba bordado con pedrería.
Otra, en curioso contraste, estaba vestida como Colombina, para combinar con el Pierrot que la acompañaba.
Entonces, en el momento en que empezaban a salir, una mujer que llevaba una gran profusión de plumas escarlatas, que parecían moverse como el oleaje con cada movimiento que hacía, exclamó:
—Hola, Mark queridísimo. ¿Estás todavía furioso conmigo?
Lo que más sorprendió a Filipa fue su voz; era definitivamente vulgar, sin refinamiento alguno.
Sin embargo, al mirarla, se percató de lo hermosa que era.
Nadie necesitaba decirle que aquélla era Lulú.
Cuando bajaron la escalinata, enlazó su brazo con el de Mark.
Filipa vio al otro lado de ella a un hombre vestido como Fausto, con la cola de diablo.
Ella lo reconoció como el hombre con quien se había tropezado en el corredor.
El hombre se acercó adonde Filipa estaba.
—Vaya, preciosa, nos encontramos de nuevo —dijo—. ¿Me permites decirte que eres todavía más seductora de lo que pensé, cuando trataste de derribarme?
—Le ofrecí disculpas por eso —respondió Filipa con rapidez.
—Eso es algo que voy a pedirte que hagas una vez más —contestó él, con una expresión muy significativa.
Filipa desvió la mirada, buscando a Mark.
Vio que caminaba hacia dos caballos que estaba segura eran los de ellos.
Sin contestar al hombre que le había hablado, Filipa se dio la vuelta.
Pero no antes de oírlo decir:
—No olvides que voy a estar esperando ansioso esa disculpa.
«Ese hombre no me simpatiza», se dijo.
Tuvo la incómoda sensación de que no podría evitar futuros encuentros con él.