Capítulo 7
Eucila subió a su dormitorio para recoger su capa de viaje, que estaba sobre la cama.
Pensó que haría demasiado calor para usarla, pero era lo único que no habían empacado.
Miró a su alrededor con la sensación de que cerraba un capítulo maravilloso de su vida y, a la vez, el que más hiriera su corazón.
Durante la cena le fue imposible mirar a Don Carlos, sentado frente a ella en la mesa.
Mantuvo los ojos bajos y casi no pudo comer, sólo fingió hacerlo para cubrir las apariencias.
Por fortuna, el general estaba muy animado y sostuvo la mayor parte de la charla.
Invitó a Charles Sowerby y a Daniel O’Leary a la cena y los animó a que comentaran las batallas en que habían tomado parte y las veces que derrotaran a los españoles a pesar de tener todo en su contra.
Lucila comprendió que el general lo hacía para impresionar a Manuela, para hacerla apreciar que su reputación de héroe estaba fundada en hechos.
Lucila casi no escuchó nada de lo que se decía. Sólo podía pensar en que era la última vez que vería a Don Carlos y en lo mucho que lo amaba.
Cuando se levantaron de la mesa y los hombres se dirigieron al patio, donde les servirían el café, Lucila se dirigió hacia su dormitorio.
Mientras recogía su capa, se abrió la puerta y entró Manuela Sáenz.
Lucila tuvo una sensación de temor al pensar que tal vez los planes habían cambiado a última hora.
—Sólo vine a asegurarme de que sigue dispuesta a continuar en su actitud estéril —dijo Manuela.
Estaba hermosísima con un vestido muy escotado de intenso tono verde esmeralda, que la hacía parecer más seductora que de costumbre. Y eso, más que nada, fortaleció la decisión de Lucila para partir.
¿Cómo podía competir con alguien como Manuela? Estaba segura que las mujeres que habían amado a Don Carlos se parecían a ella y habían sido resueltas y seguras de ellas mismas.
—Sí… debo… marcharme —murmuró Lucila.
Manuela se dirigió hacia la ventana abierta. El sol se ocultaba en un glorioso esplendor y empezaba a oscurecer, se sentía la quietud que parecía siempre abatirse sobre el mundo al atardecer.
—Pensé que tenía más valor —exclamó.
Lucila la miró interrogante, mientras Manuela continuaba:
—Para luchar por lo que desea, porque le aseguro que nada es imposible de conseguir. Siempre es factible triunfar al final.
Lucila comprendió que hablaba de sí misma y como no dijera nada, Manuela prosiguió:
—El general me ama ahora como ha amado a muchas antes. Pero yo deseo de él algo más que ese fuego que nos hace indispensables físicamente el uno para el otro.
—¿Más? —preguntó Lucila, sin comprender lo que oía.
—Deseo algo que ninguna otra mujer ha recibido de él. Quiero su propia esencia, su espíritu, su alma y le juro que sin importar el tiempo que me lleve, para lograrlo, un día será mío totalmente. Entonces sabré que he cumplido con mi destino.
Hablaba como si hiciera un juramento.
—Usted huye —siguió —pero yo me quedaré para luchar. Simón Bolívar no será el triunfador, sino un hombre conquistado por un amor tan grande y poderoso que ni él mismo sabe que es capaz de sentir.
Como Lucila sentía que Manuela le hablaba de una forma íntima que la hacía muy femenina y vulnerable, no contestó. Era como si escuchara una charla que no estaba destinada a sus oídos.
Luego, con el cambio de humor característico en ella, Manuela se apartó de la ventana.
—Apresúrese, criatura. Si insiste en marcharse debe hacerlo enseguida. Un bote la llevará hasta el Saucy Kate, que está anclado en el puerto. Es un barco de carga que transporta café a Inglaterra. No será muy cómodo, pero servirá para sus propósitos.
—Se lo agradezco. ¿Cuánto es de mi pasaje?
—Lo pagará a bordo. Pague también el carruaje y la propina de los remeros que la conduzcan al barco.
Lucila se puso la capa sobre los hombros. Le cubría el vestido blanco que usara para la cena, ya que no deseaba ser vista al salir de la hacienda.
Se la quitaría en cuanto subiera al carruaje.
—Adiós, señora y gracias una vez más.
—Adiós.
Manuela observó a Lucila alejarse por el corredor antes de volver al patio para reunirse con el General Bolívar.
El carruaje que esperaba a Lucila era viejo y destartalado.
Tiraba de él sólo un caballo y se movían con lentitud sobre el camino pedregoso, pero aun así se bamboleaba incómodamente.
Lucila abrió la ventanilla para mirar por última vez esa tierra que le pareciera tan hermosa.
La oscuridad del cielo ocultaba las montañas, ya que no surgían aún las estrellas para iluminarlas.
Pero descubrió las brillantes linternas de las tiendas de los soldados, levantadas afuera de la hacienda.
Pronto reinó de nuevo la oscuridad hasta que a la distancia Lucila vio las brillantes luces de las casas de Guayaquil, detrás de las cuales aparecía el puerto.
Le pareció que tardaban mucho hasta que dieron vuelta rumbo al muelle.
Cuando al fin llegaron, pensó que allí era donde pisaría por última vez suelo sudamericano.
El conductor bajó con dificultad de su asiento y le abrió la puerta.
Lucila descendió y sintió el viento del mar acariciar su rostro. Se arropó bien con la capa porque pensó que se vería extraña al embarcarse en un bote de remos.
Se dirigió hacia donde la esperaba, seguida del conductor que cargaba su baúl y se quejaba del peso.
—¿La señorita Cunningham? —le preguntó un hombre. Ella miró a los remeros sentados en el bote.
Su nombre lo pronunciaron misteriosamente, pero era obvio que la esperaban. La ayudaron a subir y después recibieron el baúl y lo colocaron en el bote.
El conductor volvió al carruaje para llevar la caja de sombreros y Lucila miró a su alrededor docenas de barcos anclados, cuyas luces verdes y rojas se reflejaban en el agua del mar.
Se preguntó cuál sería el Saucy Kate y esperó que no fuera una nave muy pequeña.
Recordó que el Atlántico podía ser un mar agitado, lo fue cuando navegaban en el barco de su padre, que era grande y bien construido.
Aunque Lucila no se mareó, los continuos movimientos bruscos y ladeadas habían sido peligrosos y llegó a temer fracturarse un brazo o una pierna.
El cochero llevó la caja de sombreros y ella pagó lo que le pidió, aunque sabía que era una suma excesiva.
Los remeros empezaron a moverse con lentitud hacia el centro del puerto.
Como no se atrevía a pensar en Don Carlos porque si lo hacía su llanto iba a brotar, trató de pensar en los piratas para quienes Guayaquil era como un imán durante el Siglo XVI.
Francis Drake había capturado un barco allí y repartió entre sus hombres una gran cantidad de plata. Después de él llegaron muchos piratas famosos, incluso uno que cayó por sorpresa en la población, la saqueó e incendió.
Intentaba mantener su mente ocupada en la historia que leyera, pero en lo único que podía pensar era en la suya propia.
«¡Lo amo, lo amo!», se repetía y comprendió que debido a que significaba tanto para ella no podía aceptar su caballerosidad y debía alejarse de su vida para dejarlo en libertad de encontrar a la mujer digna de él.
Como luchaba por contener las lágrimas, Lucila no pudo continuar viendo a su alrededor. Inclinó la cabeza y apretó los puños, en un esfuerzo por dominarse.
En lo único que podía pensar era en Don Carlos sentado en el patio mientras charlaba con su padre y planeaban su boda, sin imaginar que al día siguiente ella ya estaría rumbo a Inglaterra… totalmente sola.
—Ya llegamos, señorita —indicó uno de los remeros.
Al levantar la vista, Lucila se dio cuenta que estaba a un lado de un barco bastante alto y debía ascender por una escalera de cuerda para llegar hasta cubierta.
Ya lo había hecho antes y una vez que la ayudaron a poner el pie firme en la primera línea, ascendió sin dificultad a pesar del peso de su capa.
Un oficial la esperaba para ayudarla a subir. Notó que estaba mucho mejor vestido de lo que era de esperarse en un barco de carga y pensó que quizá no viajaría tan incómoda como temía.
El barco parecía bastante grande y perdió su temor de que el mar lo bamboleara.
—Acompáñeme por aquí, señorita —indicó el oficial. Hablaba en inglés y ella lo siguió, obediente, a través de un angosto pasillo.
El barco, confirmó Lucila, era mucho mayor de lo que esperaba y su carga debía ser valiosa, así que el capitán haría todo el esfuerzo para asegurarse de llegar a salvo.
Su padre siempre desconfiaba de los barcos de carga, por eso prefería llevar su mercancía en naves propias y no alquilarlas.
«Papá se sorprendería de este barco», pensó Lucila. El oficial abrió una puerta y se apartó a un lado para que ella entrara.
Lucila esperaba un camarote pequeño, pero para su sorpresa se encontró con uno muy amplio. Vio que dos hombres esperaban al fondo de él y sintió que se convertía en estatua.
Era Don Carlos quien se encontraba allí.
Don Carlos, alto, autoritario, abrumador y apuesto; ella tuvo el deseo de olvidarse de todo y correr hacia él para expresarle la alegría que le proporcionaba el verlo.
Pero le fue imposible moverse y casi respirar.
Escuchó que, la puerta se cerraba a sus espaldas, él se acercó a ella y le tomó una mano.
—El Padre Pablo está aquí para casarnos. No disponemos de mucho tiempo, ya que este barco de guerra zarpará en cuanto suba la marea.
—Pe… pero… yo… yo —empezó a balbucear Lucila.
Con la mirada fija en ella, él sonrió y las palabras se extinguieron en labios de Lucila.
—Lo sé —musitó con voz tan baja que sólo ella podía escuchar —pero como arreglé que compartiéramos el camarote durante el viaje a casa, ¡debes pensar en mi reputación!
Ella quería contestarle, pero le era imposible pensar en nada más que en la mirada amable que le dirigía. El levantó su mano y la besó.
—Vamos, después habrá tiempo suficiente para explicaciones.
La hizo dar un paso y como si notara lo pesado de su capa, se la quitó de los hombros y la dejó caer en una silla.
Casi antes que Lucila se hiciera cargo de lo que acontecía, ya estaban de pie frente al sacerdote y éste pronunciaba en latín la ceremonia nupcial.
Duró muy poco tiempo, pero para Lucila era como encontrarse en el cielo, que le abría sus puertas y un coro de ángeles cantara en su honor. Por primera vez oyó el nombre de Don Carlos pronunciado en inglés:
—Charles Anthony Francis.
El lo repitió con lentitud, como si deseara que ella lo escuchara, pero cuando ella tuvo que contestar su voz fue tan débil y medrosa que pensó que no se había escuchado.
Se arrodillaron, unieron sus manos y el sacerdote los bendijo.
Cuando se incorporaron, Don Carlos le tomó nuevamente la mano y se la besó. Después acompañó al sacerdote hasta la puerta y por primera vez ella miró a su alrededor.
Se dio cuenta enseguida de que se encontraban en el camarote del capitán, sabía que según la tradición de aquel entonces era el alojamiento más importante de un navío de guerra.
Era espacioso y cómodo y había una amplia cama adosada a un muro, con cortinas para cubrirla si sus ocupantes deseaban mantener la intimidad.
Lucila se ruborizó y se dejó caer en una silla, sentía, aunque el barco aún no zarpaba, que todo a su alrededor daba vueltas locamente.
¡No podía haber sucedido! ¡No podía ser cierto que estaba casada con Don Carlos, después de su intento por huir de él!
Suponía que el barco debía ser uno de los que estaban bajo el mando del Almirante Lord Cochrane.
Recordó que Lord Cochrane era escocés y pensó que a eso podría deberse que se les dejara navegar a casa con tanta comodidad.
Momentos más tarde Don Carlos regresó a su lado. Con el corazón latiéndole a un ritmo más rápido, Lucila se puso de pie, temblorosa, mientras él permanecía inmóvil, viéndola, después de cerrar la puerta.
—¿Por qué querías escapar? —le preguntó, con voz profunda y un tanto disgustada.
—Te… tenía… que… irme… no debiste… detenerme.
—¿Por qué no?
—Porque no… tenía… intenciones… de casarme… contigo.
El se aproximó y, temerosa de sus propios sentimientos y del frenético palpitar de su corazón, ella se volvió para mirar por una de las ventanillas.
Lo sintió detenerse a su lado y al sentirlo tan cerca, ansió darse vuelta y ocultar el rostro en su hombro.
Todavía no podía creer que le hubiera impedido huir y que ya estaban casados.
—¿Cómo… supiste que salí… de la hacienda… y hacia dónde… iba? —preguntó, un tanto titubeante.
El se rió, con una risa juvenil y feliz.
—Olvidas que fui espía muchos años y muy eficiente.
—¿No te lo dijo… Manuela?
—Manuela fingió casi de forma tan convincente como tú.
—¿Y cómo… lo… supiste?
—Percibí lo que sentías, Lucila. He pasado suficiente tiempo contigo como para saber cuándo estás preocupada. También sé muchas otras cosas.
Cierta nota en su voz la hizo sentir algo que era lo más extraño que experimentara en su vida, pero a la vez tan intenso como un dolor.
—Quiero que me digas —pidió Don Carlos con voz muy suave —lo que sentiste cuando te besé en el pabellón.
—¡Fue… maravilloso! —contestó Lucila sin darte tiempo a pensar. —Lo más maravilloso… perfecto… que me haya sucedido. Sabía que para ti… no significaba nada… pero fue algo que nunca… olvidaré… que atesoraré… toda mi vida.
—Eso fue también lo que yo sentí.
Lucila se sorprendió tanto que se volvió para mirarlo, con los ojos muy abiertos. Al ver la expresión de los de él, contuvo el aliento.
—¿Por qué pensaste que eso no significó nada para mí, mi amor? —preguntó Don Carlos. —En ese momento me di cuenta de que me amabas como yo te amaba a ti.
—¿Tú… me… amabas? —Lucila apenas pudo pronunciar la pregunta.
—Te amé desde el primer instante y cuando me cuidaste y me leías con voz alta, supe que eras todo lo que había imaginado que debía ser una mujer.
—¿Por qué… no me lo… dijiste?
Ella pensó en la agonía por la que había pasado, en su intento de evitar que él adivinara su amor, mientras se decía, una y otra vez, que era tan poco importante e insignificante que no podría nunca significar algo para él.
—No tenía nada que ofrecerte —respondió él. —Había renunciado a la fortuna de mi padre y en los años que trabajé para los patriotas, acepté lo menos que me fue posible de los españoles.
—¿Cómo iba a pedirte que compartieras mi vida? —prosiguió él. —Una vida de riesgos y privaciones, además de intensos peligros.
Hizo una pausa y continuó:
—En cualquier momento, cualquier día o noche, alguien podía traicionarme y habría sido torturado y condenado a muerte. ¿Crees que te habría arriesgado a eso?
—No me habría… importado… con tal… de estar… contigo —susurró Lucila.
—Era lo que deseaba que dijeras y cuando te bese adiviné que sí te pedía que huyeras conmigo, lo habrías hecho. Le sonrió con gran ternura y preguntó: —¿O no es verdad?
—Sabes que habría ido… a cualquier lugar… hasta el fin del mundo… contigo —respondió Lucila con voz apasionada.
—Casi no puedo creer que sea verdad —dijo Don Carlos como si hablara consigo mismo —pero ahora tengo algo que ofrecerte, en lugar de una vida de temor. Sólo tengo miedo, mi querida y valiente esposa, que te parezca muy aburrida.
—¿A ti podría parecerte así? —contestó Lucila. —¿Te sentirás satisfecho de vivir tranquilo en Escocia y… conmigo?
Su voz se quebró casi en un sollozo en la última palabra, porque era un miedo auténtico… temía que la considerara aburrida e insignificante, como lo había hecho siempre su padre.
Con mucha suavidad la rodeó con sus brazos y la atrajo hacia él.
—Tenemos tanto que descubrir el uno del otro —dijo —y te juro, mi preciosa, que será lo más excitante que haya hecho en mi vida.
De pronto, sus labios descendieron a los de ella, que sintió la maravillosa gloria que sintiera antes y que la invadió como una ola del mar.
Por un momento fue tan intensa y gloriosa que tuvo miedo. Se presionó contra él, con la sensación de que esa cercanía era más avasalladora que nunca.
Ahora le pertenecía, era suya y comprendió que hasta que la besó no conocía la belleza y maravilla de vivir.
De nuevo su beso contenía las montañas, las flores y el sol, y algo más personal, más íntimo, como si su amor los acercara, uno al otro, unidos con ese algo más que Manuela había descrito y que era más profundo y más intenso que el amor mismo.
«No son sólo nuestros corazones, sino nuestras almas las que se tocan», pensó Lucila.
Pero la intensidad de sus sensaciones le impedía pensar, sólo sentir.
Le pareció que había pasado mucho tiempo hasta que Don Carlos levantó la cabeza para admirar su rostro, radiante a la luz de las lámparas, los ojos brillantes como las estrellas que ya aparecían en el cielo.
—¡Te… amo! —murmuró ella con voz entrecortada. Y como se sentía turbada una vez más ocultó el rostro en el hombro de él.
—¡Y yo te amo a ti, cariño! Eres mía, y me aseguraré de que nunca más intentes escapar.
—Era… una agonía… dejarte —susurró Lucila.
—Y una agonía para mí cuando me enteré de lo que te proponías. Al principio no podía creerlo. Pensé que debías suponer cuánto te quería.
—Nunca… me lo… dijiste.
El suspiró.
—No tienes idea de cuánto esfuerzo tuve que hacer anoche para no besarte mientras estábamos en el patio bajo la luz de la luna.
—Deseaba que me… besaras… anhelaba… que lo… hicieras.
—Lo sabía, pero no lo consideré justo cuando me disponía a enviarte de regreso con tu padre… hacia una vida más segura. Pensé que sería más duro para ambos si te abrazaba como ahora y te besaba, como deseaba hacerlo.
Lucila levantó de nuevo la cabeza.
—Bésame ahora… por favor, bésame. Todavía no… puedo creer… que no es… un sueño.
—Te convenceré de que estás despierta, pero primero, mi bello amor, haré que traigan tu equipaje. Para que nadie nos interrumpa el resto de la noche.
Su voz apasionada hizo que Lucila se cubriera de rubor.
—¿Y si te… defraudo —susurró ella —y no soy… después de todo… la mujer ideal… que has buscado… tanto tiempo?
—¿Cómo sabes que la buscaba? —preguntó Don Carlos.
—Manuela me dijo que nunca pediste a nadie que se desposara contigo.
—Es cierto, aunque no imagino cómo puede saber ella esas cosas.
Lucila se rió.
—Creo que, como tú, percibe cosas de la gente que ni ellos mismos saben.
—¿Como cuáles?
—Me dijo que libra una batalla con el General Bolívar para hacer que él la ame como nunca ha amado a ninguna mujer antes… —Don Carlos sonrió.
—Es una batalla desnuda cuando dos seres están a solas y toda la gloria se aparta a un lado por amor.
Decía justo lo que ella misma pensara y al mirarlo sorprendida, él agregó con gran suavidad.
—Es la batalla que libraré contigo, mi amor, porque no sólo deseo poseer tu bello cuerpo, tus suaves y fascinadores labios, también deseo ser dueño de tus pensamientos, del latido de tu corazón y de esa fuerza espiritual interior que se llama tu alma.
—¡Son tuyos, todos tuyos! —afirmó Lucila. —No hay necesidad de luchar. ¡Ya ganaste!
—Debo asegurarme.
La ciñó más fuerte y la besó apasionado y exigente, como si tratara de absorber de ella lo que necesitaba hacer suyo.
Mientras la besaba y sus labios oprimían su boca, sus ojos, sus mejillas y la suavidad de su cuello, Lucila sintió que un fuego se encendía en su interior, provocado por el mismo fuego que había en él.
—¡Te amo!… —Intentó decir, pero su voz, profunda y apasionada, se ahogó en su garganta.
—¡Eres mía! ¡Mía por completo! —exclamó Don Carlos—. La besó de nuevo hasta que la hizo sentir que el mundo desaparecía y estaban de nuevo en una isla secreta, propia, rodeada de un mar sin límites.
Era similar a lo que sintiera cuando estaba con él en el pabellón, pero ahora era más real, más maravilloso, más intenso.
Desde que lo vio había cambiado y descubierto nuevas posibilidades en su propio interior.
Ahora sabía que nunca volvería a ser como antes. Renació a una nueva vida y, más que nada, al amor.
Un amor perfecto, excelso, un amor que no era sólo de cuerpo, sino del alma y del espíritu.
—¡Te amo… Oh, Carlos… te amo… con todo… mi ser! —murmuró.
El acalló sus últimas palabras con un beso y dijo apasionado:
—¡Eres mía, mi bella, adorable esposa, ahora y por toda la eternidad!
FIN