Capítulo 4
Don Carlos estaba recuperándose, pero aún parecía muy débil y le lastimaba los ojos tratar de leer. Lucila le leía con voz alta durante la hora de la siesta que pasaba con él, a fin de distraerlo.
De la biblioteca de la casa elegía libros que consideraba interesantes y sin temas complicados.
Más que nada, evitaba todo contenido relacionado con la guerra.
Descubrió que a él, como a ella misma, le interesaba muchísimo el arte y un día le llevó un libro adquirido en Inglaterra. Describía las obras de arte pictóricas de Florencia y a los artistas que las hicieran.
Se lo enseñó diciéndole:
—Si le interesa, se lo traduzco.
—Sé leer el inglés —respondió él.
Ella lo miró asombrada.
—¿Por qué no me lo dijo?
—No había necesidad —respondió él en la lengua de ella. —Su español es perfecto.
—¡Y el inglés de usted es excelente! ¿Cómo es posible?
El vaciló un instante antes de responder:
—He estado en Inglaterra… y en Escocia.
—¿Y le gustó Escocia?
—Me pareció un país muy bello.
Lucila lanzó un suspiro de alivio.
—¡Es hermoso! Yo preferiría estar en Escocia que en cualquier otra parte del mundo. Las montañas, los bosques, los páramos y los lagos son como parte de mí misma, porque tengo sangre escocesa.
Don Carlos sonrió.
—Las montañas no son tan altas como las de aquí.
Ella se dio cuenta que bromeaba y respondió.
—Tal vez es bueno. Cuando pienso en los soldados que combaten a tales alturas o tienen que ascender hasta las cimas de los Andes, me conmueve su intrepidez.
El no respondió y como Lucila no deseaba perturbarlo, optó por cambiar el tema.
Charlaron toda la tarde en inglés.
Pensó que debió recibir una muy buena educación, además de tener facilidad para los idiomas.
A partir de entonces casi todo el tiempo dialogaban en ese idioma y Lucila supuso que él aprovechaba la oportunidad para practicarlo.
Cuando permanecía en el pabellón y le leía con voz alta o en las ocasiones en que se quedaba inmóvil mientras él dormía, sentía como si se encontrara en otro mundo.
Un mundo donde estaba a solas con un hombre, semejante a una isla, tranquila y brillante, rodeada por un mar tempestuoso.
Fuera de allí, Quito era un torbellino.
Todos los días se realizaban celebraciones en honor del General Bolívar, pero sobre lo que más se especulaba era de lo que se ocupaba el general cuando las fiestas concluían.
Ya para entonces todos sabían que cuando terminaba sus largas y exhaustivas reuniones de consejo, las docenas de cartas que dictaba, recibía los informes que le enviaban de toda Sudamérica y la cena o fiesta de la noche terminaba, de inmediato enviaba por Manuela Sáenz a su pelirrojo guardaespaldas, José Palacios y se rumoraba que le escribía sólo seis palabras:
«¡Ven a mí. Ven ahora mismo!»
Lucila no tenía idea de cómo se enteraban y en realidad sólo creía la mitad de lo que escuchaba, pero sí estaba segura de que Manuela acudía a él.
Mucha gente la había visto dirigirse hacia el Palacio Presidencial, cubierta por una capa oscura y larga, guiada por gente del palacio y protegida por dos perros guardianes.
Como Lucila era una jovencita, lo que sucedía en el palacio sólo se insinuaba frente a ella, jamás se hablaba del tema abiertamente.
Pero cuando estaba a solas solía pensar en la pareja de enamorados que estaba en el palacio y le costaba trabajo apartarlas de su mente.
Creía que cuando dos seres se amaban, los rangos, la gloria y la etiqueta no tenían importancia.
No era el gran general, el Libertador, coronado con hojas de laurel y diamantes quien tenía en sus brazos a Manuela, sino un hombre, un simple mortal cuyo corazón se comunicaba con el de ella y que la necesitaba, como ella a él.
Y cuando Manuela estaba junto a Bolívar, lo amaba y se sentía amada, Lucila sentía que toda la desdicha y los escándalos de su niñez y juventud quedaban en el olvido.
El convento del que había huido, el amante con quien se fugara, el aburrido hombre con quien se había casado, nada de eso le importaba, sólo el amor y el fuego que ambos encendían para que los consumiera.
Como la escandalizaban sus propios pensamientos, Lucila comprendió que jamás podría hablar del general o de Manuela, con Don Carlos.
No la comprendería, y al acudir de nuevo para mirar su retrato, se preguntó por qué, incluso ahora que lo conocía, percibía una cierta reserva en él.
Inesperadamente, aun cuando todavía quedaban muchas diversiones planeadas para él, el General Bolívar salió de Quito.
El pueblo entero supuso que Manuela se iría con él, pero en cambio, permaneció en la ciudad y enseguida empezó a trabajar en su causa.
Y, como lo hiciera en Lima, también se dedicó en Quito a recolectar dinero. Pero ahora lo hacía con mayor intensidad y pasión.
Cayó como un torbellino sobre las damas de Quito. Todas las casas se convirtieron en fábricas donde tanto las señoras como las sirvientas se dedicaban con ahínco a fabricar uniformes para el nuevo ejército.
Manuela empezó a recolectar dinero, joyas, plata y oro, así como todo tipo de objetos de valor para financiar las siguientes campañas del General Bolívar.
Las damas se quejaban de la forma imperiosa en que las hacía trabajar, además de despojarlas de las caras pertenencias que no deseaban perder.
—Llega hasta el chantaje para conseguir plata y joyas —murmuraban.
Detestaban a la esclava de Manuela, una tal Jonatás, de quien se decía que arrancaba a los otros sirvientes los secretos de sus amos.
Todos sabían que el General Bolívar había marchado a Guayaquil para encontrarse con el General San Martín y eso podría terminar en otra batalla.
Quienes confiaban en Bolívar decían que era demasiado astuto para San Martín. Lucila se enteró de que se había dirigido a Guayaquil a toda prisa, porque sabía que tendría una ventaja en el encuentro si era el primero en llegar.
Lucila recordaba su viaje de Guayaquil a Quito y se preguntó qué sentiría el Libertador mientras cabalgaba por la ladera de imponentes montañas nevadas como el Chimborazo, que se elevaba a veintiún mil pies de altura hasta alcanzar las nubes.
Pero al pensar en el General Bolívar otra idea la inquietaba.
Su padre no había finiquitado con él la compra de armas. Y Lucila no necesitaba que nadie le dijera el porqué.
Por la simple razón de que el General Bolívar carecía de dinero suficiente para pagarlas y Sir John no estaba dispuesto a conceder crédito.
Se había negociado, acudió no menos de seis veces al Palacio Presidencial durante la última semana que Bolívar permaneció en la ciudad.
Y no cabía duda de que los patriotas tenían una desesperada necesidad de adquirir armas. Las que consiguieran en Quito no eran suficientes, además de que el general debía pensar en sus otros ejércitos, los que sin cesar le escribían demandándole dinero, provisiones y armas.
Como Lucila era sensible a los sentimientos de los demás y escuchaba todo lo que se decía a su alrededor, sabía que el General Bolívar se hallaba en una encrucijada de su gloriosa y aventurera vida.
En realidad, todo dependía ahora de que fuera el primero en tomar Guayaquil y así consolidara todo el Perú.
Todo hasta entonces marchaba exitosamente, ya que gracias a su brillante estrategia empujaba sin cesar a los españoles hacia el norte, mientras liberaba, uno a uno, a los países sudamericanos.
Durante trece años, el General Bolívar había luchado a través de las montañas, las planicies, la selva, los desiertos y de allí surgió al fin lo que había soñado: una gran República con las provincias de Venezuela, Panamá y ahora Ecuador, unidas en la Federación de lo que él llamaba la Gran Colombia.
Era inconcebible que un hombre solo, incluso de tan sorprendente energía y visión, hubiera logrado tanto, pero aún surgía una interrogante en Guayaquil.
Antes de partir, el General Bolívar había comentado abiertamente:
—El que domine a Guayaquil, domina a todo el Ecuador. La dificultad estriba en que Perú aduce que le pertenece.
Lucila anhelaba discutir esos temas con Don Carlos, pero sabía que sería un error.
Ante todo, temía que él la detestara porque sus simpatías estaban con los patriotas.
Era inglesa y, por lo tanto, debía permanecer neutral, pero su corazón y su alma estaban con los libertadores y deseaba la completa derrota de los españoles.
No obstante, ¿cómo conciliar esos sentimientos con los que le provocaba Don Carlos?
No tenía la certeza de lo que sentía hacia él, sólo que deseaba permanecer a su lado.
Ansiaba con desesperación que se recuperara, pero a la vez, se negaba a aceptar que una vez restablecido se marcharía y nunca más volvería a verlo.
Se obligó a no mostrar ninguna señal de su conflicto interno cuando se sentaba junto a él para leerle.
Algunas veces comentaban sobre algún tema, otras sólo permanecía acostado, con la mirada de sus ojos oscuros fija en ella hasta que terminaba de leer o él se quedaba dormido.
Una semana después de la partida del general, se sentía tan mejorado que insistió en sentarse y Lucila supuso que cuando estaba solo había intentado caminar.
—¿Cómo está la herida de su pierna? —preguntó Lucila a Josefina.
—Ya casi sanó, señorita. La resina, milagrosa como siempre, cicatrizó la herida por completo. Un doctor habría tenido que hacerle varios puntos, pero el buen Dios nos dio la resina y su magia ha curado desde todos los tiempos a heroicos guerreros de estas tierras.
Lucila sabía que se refería a los incas y se preguntó si, en realidad, habrían tenido conocimientos superiores a los de la ciencia moderna.
Después de todo, fueron ellos quienes descubrieron la quinina que curaba la malaria, así como las papas, fresas, aguacates y otros frutos.
Habló de eso con Don Carlos y descubrió que él sabía mucho acerca de las civilizaciones antiguas destruidas por los españoles y la mantuvo interesadísima con sus relatos.
—¿Cómo pudieron hacer algo tan cruel, tan malvado, como vencer a esas tribus maravillosas? —preguntó.
De pronto recordó que al referirse a «ellos», quería decir «ustedes… los españoles».
—Fue cruel —aceptó él —cruel e innecesario. Pero usted sabe que los primeros españoles que llegaron a estos países eran rudos, ignorantes, hombres que sólo habían sido adiestrados para aniquilar, no para mantener en pie a los pueblos.
Lucila estaba convencida de que nada podía justificar la forma en que se comportaron, pero no lo manifestó.
—¿En qué ocupa su día cuando no está conmigo? —preguntó Don Carlos.
—Dirijo la casa de mi padre y atiendo a mi hermana, que es muy bella y siempre necesita de vestidos nuevos, porque maltrata mucho los que usa.
—Mejor diga que son los jóvenes que bailan con ella los culpables —opinó Don Carlos con una sonrisa.
Era cierto, pensó Lucila. La ropa de Catherine requería continuos arreglos debido al nuevo ritmo de moda, el hermoso vals.
—Me gustaría que viera a mi hermana —dijo a Don Carlos. —Es preciosa, a su manera, tan bella como la señora Manuela Sáenz.
Don Carlos se sobresalió.
—¿Está aquí Manuela Sáenz?
Lucila comprendió que había cometido una indiscreción.
—Sí… llegó… de Lima.
—Me sorprende saberlo —exclamó él, con el ceño fruncido.
Lucila se incorporó.
—Debo irme.
—Adiós, Lucila y gracias.
Ella sintió que su tono era seco, como si su mente estuviera distante e infirió que lo había perturbado al citar el nombre de Manuela.
¿Por qué? ¿Qué significaba para él? ¿Sospechaba que era sólo una de las muchas cosas que le había ocultado? Al día siguiente, cuando llegó al pabellón con dos libros que estaba ansiosa por comentar con él, lo encontró de pie. Lanzó una exclamación ahogada y observó que llevaba puesto el uniforme del ejército patriota.
—¡Ya se levantó! —exclamó.
Estaba pálido y delgado, pero sonriente respondió:
—Ya lo ve.
—Pero… ¿por qué? ¿Y por qué… viste esa… ropa?
—Josefina pensó que era lo más indicado para cabalgar por la ciudad.
—Sí, sí… claro, pero… ¿por qué no me dijo ella?
Lucila se indignó de que ni Don Carlos ni Josefina le avisaran lo que planeaban.
—Me sorprende que acepte portar el uniforme de sus enemigos.
—No puedo usar el mío, ya que supe que está enterrado varios metros bajo tierra.
Lucila permaneció en silencio unos minutos. Enseguida dijo:
—Por supuesto, es lo más aconsejable si desea escapar. Hay soldados por todas partes y no llegaría lejos si no fuera disfrazado.
—Por lo tanto, nada mejor que usar esto —bromeó Don Carlos y, de pronto, se sentó.
Tenía una sombra azulosa alrededor de su boca y Lucila, sin perder tiempo tomó de la mesa una botella de vino.
Sirvió un vaso y se lo entregó. El lo tomó y bebió unos sorbos.
—Se esfuerza antes de tiempo —dijo, mientras observaba que el color volvía al rostro de él.
—Lo sé, pero hay cosas que debo hacer.
—Si sus heridas empiezan a sangrar de nuevo, puede recaer por semanas. Por favor, sea sensato.
—Ya lo fui durante mucho tiempo.
—Lo sé. Comprendo que ha sido difícil, pero no podía hacer otras cosas.
—Pude morir, si no hubiera sido por usted.
Algo en su voz la hizo turbarse.
—¿Quiere otro vaso de vino? —se apresuró a preguntar.
—No, gracias. Si llama a Pedro, volveré a la cama. Caminé un rato antes que usted llegara, para fortalecer mis músculos y me siento muy cansado.
Lucila se apresuró a llamar a Pedro.
Una vez que Don Carlos se había acostado, regresó al pabellón.
El permanecía con los ojos cerrados y no estaba ella segura si dormía o no quería hablar.
El uniforme que se quitara estaba sobre una silla y ella se preguntó cómo lo habría conseguido Josefina y pensó que, sin duda, lo había robado de los que Manuela guardaba en el Palacio Presidencial.
De todas las casas de Quito surgían uniformes a diario y entre ellas competían para ver quién hacía la mayor contribución para el Ejército Liberal.
* * *
Unos días después, Lucila, al llegar al pabellón, encontró a Don Carlos ya vestido. En el suelo se encontraba una mochila de soldado.
Ella tuvo la sensación de que en ella llevaba enseres necesarios, incluso emparedados.
—¿Ya… se… va? —preguntó, casi en un susurro.
El asintió con la cabeza.
—Pedro arregló que un caballo esté listo dentro de treinta minutos. Es mejor que parta ahora para alejarme de Quito antes que oscurezca.
—¿Hacia dónde irá? ¿Está seguro de que su propia gente no le disparará al verlo vestido así?
—Debo correr el riesgo, al menos no me atacarán antes de abandonar la ciudad.
Lucila admiró su gran prestancia y galanura.
El uniforme verde le sentaba mejor que el azul y oro que vistiera cuando lo había visto por primera vez.
Aún estaba muy delgado, pero ya se habían desvanecido las líneas y sombras oscuras que el dolor estampara en su rostro, haciéndole parecer más joven.
Abrió un cajón de la cómoda para sacar el dinero que Josefina tomara de los bolsillos de su uniforme antes de ocultarlo.
Con cierta turbación, Lucila preguntó:
—¿Tiene suficiente dinero? Podría proporcionarle algo.
El sonrió eliminando toda dureza de su expresión.
—Ya he aceptado demasiado de usted, Lucila. Y todavía tengo suficiente orgullo como para no pedir dinero a una mujer.
—Yo se lo ofrezco.
—Lo sé, pero no puedo aceptarlo.
—Si se niega movido por el orgullo, es un absurdo. Sabe usted bien que éste es un momento definitivo en su vida y lo único que importa es que se ponga a salvo.
—¿Para luchar de nuevo… es eso lo que sugiere?
—No sugiero nada de lo que deba hacer una vez que salga de aquí. Todo lo que deseo es sentirme segura de que nada malo pueda acontecerle.
—Es muy generoso de su parte, considerando que sus simpatías están con los patriotas.
—¿Cómo… lo… sabe?
—¿Por qué no me dijo que el General Bolívar estaba en Quito?
Lucila desvió la mirada.
—Supongo que Josefina se lo habrá comentado. Decidimos no inquietarlo. Estaba muy enfermo. Preocuparlo podría haber sido fatal.
—Quiere decir que pudo haberme atemorizado
—No, de ningún modo. Pero a la vez, sabía que le perturbaría saber que el general había tomado Quito.
El le sonrió como si ella fuera una niña.
—Es usted una persona extraña, Lucila, y mil gracias por tomar en cuenta mis sentimientos, así como por hacer que me recuperara, y no entregarme a los militares.
—No tiene que agradecerme nada, sólo le ruego que tenga mucho cuidado. Recuerde, no debe cabalgar demasiado, porque aún no sana totalmente la herida de su pierna. Además evite las emociones fuertes.
—Trataré de recordar sus amables recomendaciones. De hecho, estoy seguro de tenerlas presentes.
—Por favor… procure ser… sensato.
De pronto se escuchó un prolongado silbido. Sospechó Lucila que debía ser la señal de Pedro para indicar a Don Carlos que el caballo lo esperaba.
Miró al hombre, cuya presencia parecía llenar el pabellón.
Era difícil aceptar su partida, después de tanto tiempo que pasaran juntos. Había estado con él a solas como nunca lo estuviera con ningún hombre, pero ahora se alejaba de su vida y quizá jamás volvería a verlo.
—Debo marcharme.
Pronunció esas palabras con tranquilidad, pero con una intención que a ella no le pasó inadvertida.
—¿Se cuidará… y atenderá a mis consejos?
—Se lo prometí y así lo haré.
—Que Dios lo acompañe. Rezaré… por… usted.
—Me agradará pensar que lo hace.
—Se lo prometo.
Los labios de Lucila pronunciaban las palabras automáticamente. Ella sólo podía pensar en que él se alejaba y cada fibra de su ser se oponía a aceptarlo.
Deseaba que se quedara, que las cosas continuaran como antes. No quería perderlo.
El extendió la mano y casi sin darse cuenta, ella le entregó la suya. Y al levantar la vista hacia él, con sus grandes ojos llenos de angustia que parecían abarcar todo su rostro, observó que había algo diferente en la expresión masculina.
—¡Adiós!
Lo dijo él con voz muy queda. Y, como si no pudiera contenerse, la rodeó con los brazos y sus labios descendieron para posarse en los de ella.
Lucila no se sorprendió, no pareció inmutarse siquiera. Sentía que era un algo inevitable.
La presión de los labios de él la hacía sentir una emoción cálida y maravillosa que surgió en su interno desde su palpitante corazón para ascender hasta su garganta.
Era tan perfecto, tan maravilloso, que formaba parte de la belleza de las montañas, del cielo, de las flores, de todo lo que había sentido desde su llegada a Quito.
Supo que era lo que había anhelado desde que conociera a Don Carlos.
No tuvo idea de cuánto tiempo se prolongó aquel beso, sólo sintió que el pequeño pabellón era invadido por una luz aún más brillante y dorada que el mismo sol y que su cuerpo se fundía en el de su amado, convirtiéndose ambos en uno solo.
Y, mientras el mundo giraba a su alrededor, él la soltó.
—Adiós, Lucila —dijo en inglés, con voz enronquecida.
Salió del pabellón antes que ella pudiera moverse.
Permaneció donde la dejara, después, con lentitud, levantó las manos para cubrirse el rostro, como si no pudiera tolerar más la dorada luz radiante que los había envuelto y que ahora se alejaba…
«¡Lo amo!», se dijo, sorprendida.
La frase retumbó en su mente y parecía ser repetida por los muros de ese pequeño espacio que por tanto tiempo ocultara un sueño.
* * *
Tiempo después, Lucila no pudo recordar cómo habían pasado los días subsiguientes.
Le parecía deslizarse a través de una espesa niebla.
De lo único que tenía plena conciencia era de conservar la sensación de que los labios de Don Carlos estaban aún en los suyos, que la mantenían cautiva y que sus brazos la estrujaban junto a su corazón.
Lo retenía en su mente durante el día, mientras se movía y hablaba como una autómata. Por la noche pensaba que yacía en sus brazos y recapturaba las sensaciones, el embeleso y la maravilla que le provocaran sus besos.
«Lo amo», se repetía una y mil veces y comprendió que jamás volvería a amar a nadie.
Estaba segura de ser el tipo de mujer que amaba sólo una vez en toda su vida y como ese milagro había llegado, esfumándose después, viviría sólo de su recuerdo.
No se rebelaba. Tenía suficiente humildad para saber que aunque él llenaba toda su vida, ella, quizá, nada significaría para él.
En un principio, tal vez una enemiga; por otro lado, era extranjera y tenía la certeza de que si había mujeres en su vida serían como Catherine o Manuela, hermosas, altivas, aves del paraíso, similares a él en todos sentidos.
Y, sin embargo, la había besado. Movido quizá por la gratitud… era posible. Pero a la vez, la transformó de una jovencita insignificante en una mujer que resplandecía con el milagro, la belleza y el éxtasis del amor.
Sentía como si de la noche a la mañana se hubiera convertido en alguien muy diferente a lo que fuera antes.
Nadie le prestaba atención en su casa, y no advirtieron la diferencia, pero Lucila era diferente.
Le bastaba ver su mirada en el espejo para descubrir que brillaba con un hermoso resplandor y hasta su rostro parecía transformado.
Parecía más vivaz y sentía que el sol en el horizonte y el paisaje hablaban de su amor; que formaban parte del beso que le diera, tan cautivador como las montañas y las flores.
—¡Te amo, te amo! —le decía al retrato, cuantas veces acudía a mirarlo durante el día.
«Una vez libre, no volverá a pensar en mí», pero estaba segura de amarlo por el resto de su vida.
Como continuaba rodeada de una niebla, no prestaba mayor atención cuando una noche, al terminar la cena, su padre le preguntó:
—¿A qué hora se retiran los sirvientes?
—¿Se retiran?
—Sí, se van a dormir… ¿no entiendes?
—No estoy segura. Cuando terminan sus obligaciones se retiran y no sé si se duermen o salen al pueblo.
No comprendía por qué le interesaba eso a su padre y lo miró con extrañeza.
—¿Por qué deseas saberlo, papá?
—Alguien me visitará esta noche como a las once. Preferiría que ningún sirviente le abriera la puerta. Lucila lo miró sorprendida.
—¿Qué es lo que deseas?
—Que tú le abras. Si permaneces cerca de la puerta, escucharás cuando llame.
—Sí, papá.
—Hazlo así. No le preguntes su nombre ni hables con él. Sólo condúcelo a mi estudio.
—Sí… papá.
Sir John se dirigió hacia la puerta, pero se detuvo para ordenar.
—Envía vino al estudio y asegúrate para que nadie nos interrumpa.
Lucila ordenó a Josefina que llevara el vino.
—¿Espera visitas el señor?
—No… no lo creo. No es necesario que nadie se quede para atenderlo.
—Bien, señorita, ¿necesita algo más?
Aunque estaban solas en el salón, Lucila bajó la voz para preguntar:
—¿No ha habido… nada?
No había necesidad de explicaciones. Josefina negó con la cabeza.
—No, señorita, nada. ¿Quiere que Pedro traiga las cosas que se llevaron al pabellón?
—No, déjelas allí por el momento, Josefina. Pueden necesitarse nuevamente, ¿cómo saberlo?
Sin decir más, Josefina salió del salón.
Era absurdo, pensó Lucila, pero de alguna manera guardaba la esperanza, incluso oraba porque un día Don Carlos volviera a ella.
No se preguntaba cómo sería posible o por qué iba a desear él hacerlo. Sólo rezaba para preservarlo del peligro, pero sin expresarlo en palabras, todo su ser ansiaba poder verlo una vez más.
Como la habitación donde estaba colgado el retrato de él estaba cerca del vestíbulo, después de las diez y media Lucila fue a sentarse en la silla del escritorio del vicegobernador.
Colocó un candelabro con tres velas frente a ella y al amparo de su luz podía contemplar con claridad el retrato de Don Carlos, pendiente del muro opuesto.
Casi le parecía que saldría del marco hacia ella; cerró los ojos e imaginó que la rodeaba con sus brazos y que sus labios se unían, sintiendo, así, el salvaje éxtasis del amor.
Inmersa en sus pensamientos, se sobresaltó al escuchar que llamaban a la puerta.
Sólo era una casi silenciosa llamada, como de alguien que no deseara llamar la atención y que sabía que le aguardaban.
Se levantó apresuradamente y como la servidumbre había apagado las luces del vestíbulo, tomó el candelabro y se dirigió hacia la puerta.
Al abrirla, se encontró con un hombre cubierto con una capa oscura, similar a un hábito monacal.
De hecho, por un segundo creyó que se trataba de un sacerdote.
—¿Sir John Cunningham?
—Lo espera.
El hombre entró, y Lucila tuvo la impresión de que evitaba ser visto.
Lo condujo a través del vestíbulo y del patio hasta el estudio de su padre. Abrió la puerta y el hombre entró. Mientras la cerraba, Lucila escuchó a su padre decir:
—Don Gómez, encantado de recibirle.
Permaneció inmóvil. ¡Así que el visitante era un español!
Debió suponerlo, la razón de tanto sigilo era que el español venía a discutir con su padre la compra —venta de las armas que todavía se encontraban en el barco anclado en Guayaquil.
Al pensarlo, se angustió.
Ella quería que esas armas fueran para los patriotas, lo deseaba con desesperación.
Por los comentarios que había escuchado, sabía que las necesitaban y cuán superior resultaba el equipo militar de los españoles.
«Papá no puede hacerlo», pensó.
Con mucho cuidado abrió un pequeño orificio del que estaban provistas todas las puertas de las casas españolas, para poder atisbar.
Era una medida precautoria contra los enemigos y las visitas no gratas, que podían encontrarse en todas las puertas exteriores de las casas en Quito.
Lucila se dio cuenta de que sí era fácil escuchar lo que se hablaba dentro del estudio.
—¿No ha vendido sus armas a los rebeldes, Sir John? —preguntaba el español.
Hablaba en buen inglés, pero con cierto acento.
—No, no pudieron llegar al precio.
—Nosotros estamos dispuestos a pagarle lo que pida.
—Mi carga, como usted sabe, está en Guayaquil y allí se encuentra el General Bolívar.
—Debemos pedirle que la conduzca a otro puerto.
—No sería problema, pero significaría un cargo extra.
—Lo entendemos.
—Veo que tiene mucha confianza en que necesitarán esas armas. Pero tengo entendido que los patriotas, a quienes usted llama rebeldes, tienen ahora el dominio completo de Ecuador, además de muchas otras ciudades.
—Una situación, Sir John, que pronto será a la inversa.
—¿Espera que yo lo crea?
—Puede creerlo, por la simple razón de que el ejército del General Bolívar muy pronto será aniquilado totalmente.
Lucila casi pudo adivinar la sonrisa escéptica de su padre.
Sabía que el general lo había impresionado favorablemente y que suponía que era muy difícil que los españoles consiguieran derrotarlo.
—Lo convenceré al confiarle una cosa —dijo el español —como si también se percatara del escepticismo de Sir John.
—¿Qué?
—Descubrimos que la causa de nuestra reciente derrota fue la presencia de un espía entre nuestros oficiales, quien informó al General Sucre sobre nuestra posición militar antes de la batalla de Quito. Fue también el instrumento de nuestros reveses en otros países.
—¿Cómo es posible?
—Ocupaba un puesto de confianza. Era amigo del General Aymerich, así como confidente del Virrey del Perú y del de Granada.
—¿Y dice que era un espía?
—¡Es un aliado de Bolívar! —exclamó el hombre con voz indignada.
—¿Y al descubrirlo creen poder convertir esas derrotas en victorias?
—Le comentaré nuestro plan. Procuraremos que ignore que ha sido descubierto. Le daremos información, como en el pasado. Asistirá a las conferencias con los generales y virreyes… y así conducirá a Bolívar a una trampa, preparada por nosotros con la habilidad que forjó la gloria de España en el pasado.
Lucila notó que la exaltación de su voz había impresionado a su padre.
—¿Y cuándo sucederá eso?
—En cualquier momento. No ha sido fácil localizar a este hombre. Se llama Don Carlos de Olañeta. Como usted sabrá, era uno de los hombres más importantes de esta ciudad antes que su traición provocara nuestra derrota.
—Me parece haber oído su nombre.
—Todo mundo conoce a Don Carlos. Hasta ahora todos lo respetaban y hasta lo admiraban. Pero desde siempre, como Judas Iscariote, nos traicionaba, siendo leal a Bolívar y a su ejército de mendigos.
Don Gómez hablaba con tono apasionado.
—Me interesa, señor, su propuesta de que le venda mi carga. Pero a la vez, por el momento, encuentro ciertas dificultades.
—Que se eliminarán después de la batalla que le he comentado.
—Según eso, lo más prudente será esperar. ¿Qué significan una o dos semanas? Aquí estoy muy cómodo y las armas no sufrirán daño mientras permanezcan dentro de mi barco en Guayaquil.
—Lo entiendo, Sir John, pero quisiera contar con su palabra de que una vez que la batalla se haya llevado a cabo y España triunfe, como sin duda sucederá, las armas serán entregadas de inmediato previa entrega del pago que usted exija.
—Se lo prometo, sin problemas. Y supongo que me mantendrá informado.
—Puede estar seguro.
—Y ahora brindemos por tan amistoso arreglo.
Lucila los escuchó alzar sus copas y se alejó con todo sigilo.
Se sentía impactada y llena de terror. A la vez, se preguntaba, desesperada, qué podría hacer.
¡Don Carlos era un patriota! ¡Don Carlos estaba en peligro!
Era lo único que podía pensar y esa idea le daba vueltas en la cabeza.
Se dijo que debió informarle que el General Bolívar estaba en la ciudad. ¿Pero cómo iba a adivinar, después de verlo con el uniforme español y de que su retrato colgaba junto al del gobernador, que era aliado del Libertador?
Sin embargo, su corazón cantaba porque ambos pertenecían al mismo bando, al bando de la justicia exigida por el pueblo contra los imperialistas.
Al llegar a su dormitorio sorprendiose al descubrir lágrimas en sus mejillas, pero comprendió que eran lágrimas de agradecimiento.
La última sombra que se cernía sobre su amor se había desvanecido, la de suponer que él era antagónico a todo aquello en lo que ella creía y admiraba. No era sólo un camarada, sino un valiente maravilloso e increíble.
Casi podía verlo, como si le contara lo difícil que había sido su papel de conservar la confianza de los españoles, mientras que ayudaba al General Bolívar y luchaba desesperado por la libertad en Sudamérica y el sueño de la Gran Colombia.
«¡Es maravilloso, maravilloso!», musitó entre sollozos.
De pronto, sus lágrimas cesaron. No era suficiente saber que Don Carlos era todo lo que ella deseaba que fuera… ¡tenía que salvarlo!
Los españoles estaban dispuestos a manipularlo, a destruir a través de él al ejército de liberación. Pero al hacerlo también destruirían al hombre que los traicionara.
«¡Necesito salvarlo!»
Como había dejado la puerta de su habitación abierta, escuchó pasos en la planta baja y supuso que su padre acompañaba a Don Gómez hasta la puerta.
Todavía no eran ni las once y media y pensó que le sería imposible irse a la cama y esperar hasta el día siguiente para hacer algo que salvara al hambre que amaba.
«Debo hacer algo ahora mismo», se dijo en silencio. Se sintió impotente, su cerebro se negaba a trabajar. Entonces pensó en la persona a quien debía contar lo que sucedía, la única que tenía la posibilidad de salvar a Don Carlos.
¡Manuela Sáenz!
Escuchó que su padre subía a su dormitorio. Esperó hasta que oyó que cerraba la puerta. Se dirigió a su guardarropa y sacó su capa de viaje, bordeada de piel.
La había heredado de Catherine, por eso era tan lujosa. Se la echó sobre los hombros, bajó en silencio por la escalera y se dirigió hacia el área donde habitaban los sirvientes.
Había luz en las cocinas y escuchó tocar un instrumento musical, supuso que estarían reunidos, divirtiéndose. Vaciló un momento, antes de llamar:
—¡Josefina!
Se produjo un repentino silencio. Después el sonido de una silla al moverse y momentos después apareció Josefina por la puerta de la cocina.
—¿Llamó, señorita?
—Sí, Josefina, deseo hablar con usted.
Se alejaron para que nadie las escuchara.
—¿Qué se ofrece, señorita?
—Se lo diré después, Josefina, pero ahora debo ver cuanto antes a la señora Manuela Sáenz. ¿En dónde podré encontrarla?
—Supongo que en su casa. Enviaré a Gustavo y a Tomás con usted. Conocen el camino y llevarán antorchas.
—Gracias, Josefina, y nadie debe saber que salí de la casa, ¿comprende?
—Por supuesto, señorita.
Lucila se percató de que Josefina sabía que era algo conectado con Don Carlos, pero no había tiempo de contarle lo que había descubierto.
Se dirigió hacia el vestíbulo, con la esperanza de que Catherine no volviese antes que ella saliera.
Minutos después, que le parecieron siglos, se le reunieron Gustavo y Tomás, acompañados por Josefina.
—Ellos saben adónde llevarla, señorita. Permaneceré levantada para abrirle cuando regrese.
—Gracias, Josefina.
Catherine solía volver de la reunión a la que acudía cada noche cerca del amanecer y tocaba la campanilla de la puerta sin importarle en absoluto a quién despertaba. Aunque, por lo general, ya a esa hora algunos mozos empezaban a lavar el patio.
La calle estaba desierta y flanqueada por los dos sirvientes, apresuró el paso, colina abajo hacia la parte principal de la ciudad.
Sólo se escuchaba el típico grito del sereno:
—¡Ave María. Todo bien!
Le pareció una caminata interminable, aunque no era tan larga, pero estaba muy ansiosa por reunirse con Manuela Sáenz y planear el rescate de Don Carlos para, así, evitarle un peligro de muerte.
Esta vez era más peligroso intentar salvarlo porque estaba involucrado todo el ejército de liberación y con él, la estructura completa de la Gran Colombia.
Al llegar a la casa de Manuela Sáenz, Lucila vio con alivio que todas las ventanas aparecían iluminadas.
Debió suponer que Manuela no se retiraría temprano, pero a la vez esperaba que no tuviera muchos invitados, para que no se murmurara en todo Quito que había acudido para entrevistarla a tan avanzada hora.
Eso la obligaría a buscar un buen pretexto.
—Desearía hablar con la señora Manuela Sáenz… a solas. Dígale, por favor, que es de suma urgencia —indicó al sirviente que le abrió, mismo que no pareció sorprenderse ante la llegada de la joven.
La condujeron hacia un salón pequeño. Mientras aguardaba, temía que Manuela Sáenz se negara a recibirla.
Pero, de pronto, se abrió la puerta y apareció, muy bella en un vestido carmesí que hacía resplandecer su belleza.
Miró a Lucila por un instante como si no la reconociera. Enseguida sonrió y le extendió la mano.
—Señorita Cunningham… no imaginaba quién podría buscarme a esta hora.
—Le parecerá… inusitado, pero tengo algo muy importante que comunicarle… y creo que considero debe saber ahora mismo.
Y como le pareció que su anfitriona permanecía impasible, añadió:
—Es algo referente al General Bolívar.
La expresión del rostro de Manuela cambió y se aprestó a conducirla hacia un salón contiguo.
Por un momento Lucila pensó que soñaba.
Todo el lugar parecía una cueva de tesoros. Por doquier se apreciaban objetos valiosos de muy diversos tipos.
Candelabros, platones, tinteros, jarrones de oro, de plata, algunos labrados con los escudos de armas de las más ilustres familias de Quito.
También joyeros de piel o terciopelo, que sin duda contenían joyas valiosas, cajitas de oro adornadas con diamantes y muchos otros objetos de valor.
Sin duda eran producto de las colectas hechas por Manuela entre las familias e iglesias de Quito a fin de colaborar con el ejército del General Bolívar.
Manuela Sáenz le indicó una silla vacía.
—Siéntese, señorita Cunningham, y dígame a qué debo su visita.
—Vine para contarle lo que escuché en casa de mi padre esta noche y que concierne a Don Carlos de Olañeta.
Fue evidente la expresión de sorpresa en el rostro de Manuela.
—¿Don Carlos? ¿Cómo pudo usted saber algo acerca de él?
—Por lo que escuché me enteré que apoya al General Bolívar, aunque todos lo consideran un español que lucha por su propio país.
—Dígame lo que escuchó.
Lucila repitió, palabra por palabra, la charla sostenida entre su padre y Don Gómez.
Al terminar, agregó:
—Comprendí que sólo había una persona a quien pudiera acudir… ¡usted! Tal vez el General Bolívar sepa dónde se encuentra Don Carlos y pueda prevenirlo.
—¿Qué quiere decir con eso?
Lucila se ruborizó. Había olvidado explicar su propia relación con Don Carlos.
—Estaba herido, muy malherido. Lo encontré en el pabellón que está al fondo del jardín de mi casa.
—Así que allí se ocultaba. El general se preguntaba qué habría sido de él.
—Supongo que se vio involucrado en la batalla de Quito —murmuró Lucila.
—Es probable o quizá quería huir después de la rendición del General Aymerich. Intentaba no caer prisionero. Así que usted lo mantuvo oculto todo este tiempo.
—Hasta hace siete días.
—¿Partió?
—Nuestro jardinero le consiguió un caballo y llevaba puesto un uniforme de los patriotas.
—En tal caso, se reunirá con el General Bolívar. De hecho estoy segura que estará en Guayaquil.
—Si sabe dónde está, ¿le enviará enseguida un mensaje?
Se hizo el silencio mientras Manuela Sáenz pensaba. Lo que Lucila ignoraba era que, realmente el asunto le divertía en extremo.
Siempre se hablaba de Don Carlos de Olañeta como de un hombre flemático que, a diferencia de sus compatriotas, se interesaba muy poco en las mujeres. Jamás se involucró en ningún escándalo de faldas.
Aun cuando las damas de más alto rango en Quito y Lima lo asediaban, no mostró nunca preferencia particular por ninguna, pensó Manuela, ni siquiera por ella.
Recordaba un incidente en el cual Don Carlos de Olañeta puso bien en claro que ella no le interesaba.
La había despechado, tal vez, porque era el único hombre que no había cedido a sus insinuaciones. Y eso no lo había olvidado.
No era el tipo de desprecios que Manuela Sáenz olvidara fácilmente y, no obstante, Don. Carlos, el quisquilloso, autoritario, había estado a merced de esa jovencita sencilla y poco atractiva.
Ella no admiraba a Lucila, que era tan diferente a su hermosa y espectacular hermana.
Y de pronto, le asaltó la idea de que era interesante que de entre todas las mujeres que pudieron atenderlo cuando estaba herido, fuese esa sencilla criatura quien lo hiciera, en lugar de la legión de hermosas, sofisticadas y hechiceras bellezas que habrían estado felices y orgullosas de ocupar su lugar.
Lucila observaba con ansiedad a Manuela.
Tenía la sensación de que algo la detenía. Sin poder adivinarlo, pero estaba segura que ese algo le impedía lanzarse al inmediato rescate de Don Carlos.
¿Y si llegaban demasiado tarde? ¿Y si la batalla ya se había declarado y Don Carlos había conducido a Bolívar hacia la trampa preparada por los españoles?
Sintió deseos de llorar por la angustia que la devoraba. Manuela al fin habló.
—Debemos prevenir a Don Carlos y al General Bolívar.
—¿Enviará inmediatamente mensajeros a Guayaquil?
—Sí, lo haré, pero usted, señorita Cunningham, deberá ir con ellos.
—¿Qué quiere decir? No… comprendo.
—¿Quién, si no usted puede decirles lo que se planea? Es la única que escuchó lo que se dijo. Si se ha de salvar a Don Carlos de Olañeta, usted es la indicada para hacerlo.
—Pero… ¿cómo?
Manuela Sáenz abandonó su asiento.
—Deberá partir al amanecer. Aproximadamente en ocho días llegará a Guayaquil. Existen lugares en el camino donde podrá detenerse y aun cuando no son cómodos, estará a salvo.
Hizo una pausa y añadió:
—Dispondré un escuadrón para que la escolte. Y le prestaré uno de mis trajes de montar. Será mejor que suba conmigo para probárselo.
—Pero… no… puedo… no puedo… hacerlo.
—¡Tiene que hacerlo! Señorita Cunningham, necesita salvar, no sólo a un hombre sino a todo un ejército. ¿Puede haber algo más importante?
—¡No… no… por supuesto… que no!
—Bien, haré todos los arreglos y, como dije antes, saldrá al amanecer.