Capítulo 5

Cuando su carruaje llegó al final de la vereda, lady Dilys temblaba de rabia.

No podía creer que el marqués no hubiera impedido que se fuera.

En otras ocasiones en las que había amenazado de la misma forma para salirse con la suya, siempre le habían evitado marcharse en el último momento.

Recordaba la ocasión en que un caballero había corrido detrás de su carruaje y subido a él en marcha. Ella había dejado que avanzaran más de un kilómetro antes de ordenar, con fingida reticencia, que dieran la vuelta para regresar.

Era increíble que el marqués no la siguiera y tenía la incómoda sensación de que no volvería a verle.

De hecho, se había inquietado un poco, aunque no mucho, al ver que el marqués no volvía a su lado tan rápidamente como esperaba.

Cuando salió de Londres, estaba segura de que no pasarían más de dos días antes de que él se volviera a sentir atraído irresistiblemente por la ardiente pasión que los unía.

Pero que, de pronto, pareciera inmune a sus encantos, indiferente a sus súplicas, apenas podía creerlo.

Mientras sus caballos avanzaban por el polvoriento camino vecinal rumbo a la ruta principal, se dijo casi desolada que había perdido al hombre que más le importaba de todos cuando se habían cruzado en su vida.

Había decidido casarse con él no sólo porque era el más rico e importante de sus amantes, sino también porque verdaderamente la atraía.

Le agradaban su intrepidez, igual a la suya, su arrojo y su deseo de diversión, lo que le hacía tan distinto de sus otros pretendientes.

Había tomado la decisión hacía tiempo. Sin embargo, no había tenido prisa hasta que, después de lo sucedido en la casa Carlton, se había enterado de que si iba a Brighton, el regente la ignoraría.

Lady Dilys admitió ante sí misma que había demasiado lejos ya que no sólo había molestado al regente sino, lo que era más peligroso aún, había provocado el desagrado de lady Conyngham.

Aunque creía que podía conseguir lo que quisiera de cualquier hombre que no fuera ciego, sabía que con las mujeres le sucedía algo muy diferente.

Desconfiaban de ella y la criticaban y, como lady Conyngham era la sustituta de lady Hertford en el afecto del regente, quien cada vez parecía más entusiasmado con ella, su aprobación era muy importante para quienes deseaban ser invitados a la casa Carlton o al pabellón real en Brighton.

Por audaz que fuera, lady Dilys no se atrevía a sufrir el rechazo social en Brighton.

Por lo tanto, era indispensable casarse enseguida con el marqués.

Con una percepción producto de lo mucho que conocía a los hombres, sabía que él pensaba hacerla su esposa.

Él había estado a punto de proponérselo una o dos veces y ella había pensado, triunfante, que era sólo cosa de tiempo.

Pero ahora no tenía tiempo, por lo que había decidido ir ella a Troon a ver al que el marqués no volvía a Londres.

Estaba segura de que regresaría comprometida y después de eso, nadie en todo el país se atrevería a cerrarle las puertas.

Y como el regente sentía un sincero afecto por el marqués, a su esposa se le perdonaría todo.

Como marquesa de Troon ella podría dirigir la alta sociedad desde una envidiable posición social, con ilimitados recursos económicos para apoyarla.

Cuanto más lo pensaba, más atractiva le parecía la idea y más decidida se sentía a que quedara fijada la fecha de la boda.

Cuando salió de Londres, todos sus admiradores habían protestado.

A pesar de que era la amante reconocida del marqués, ellos habían disfrutado de sus favores en el pasado o esperaban hacerlo en el futuro.

Ahora, en privado y entre ellos, especularían, si no se atrevían a preguntárselo de forma directa, por qué habría vuelto sin el marqués y sin saber, a menos que dijera una mentira, cuando volvería él.

«¿Cómo he podido perderle?», se preguntó.

¿Cómo es posible que un hombre que parecía sentir una gran pasión por ella como el marqués, de pronto que hubiera vuelto indiferente e inconmovible a pesar de que le había abrazado y apretado su cuerpo a él?

Algo había cambiado, pero ¿qué?, ¿o quién?

Con todo cuidado, recordó cada palabra que se había dicho desde su llegada a Troon.

Ya hacía tiempo que se había dado cuenta de que Freddie no aprobaba su relación con el marqués.

No porque estuviera celoso, eso podría haberlo ella entendido, sino porque el afecto que tenía por su amigo le hacía pensar que era una mala influencia para él.

Si ya antes le había considerado un posible enemigo, ese día se había mostrado tal cual era. En ese momento pensó que si ella hubiera sido un hombre, le habría dado con gran placer un balazo para verle morir a sus pies.

«Algún día me vengaré», se prometió, pero su problema no era Freddie, sino el marqués.

Si no se casaba con ella, y tenía la terrible sospecha de que así sería, ¿a quién podría elegir?

Lord Ponsonby, que la había pretendido durante años, aunque era muy atractivo, no tenía dinero.

De hecho, el único hombre acaudalado de su círculo en ese momento era sir George Weston, pero era muy aburrido, tanto fuera de la cama como en ella.

«¿Cómo he podido perder a Serle?», se preguntó. «¡Me ama, sé que me ama!».

Pero recordó su mirada cuando le había suplicado y comprendió que, de alguna extraña manera, había pasado a serle completamente indiferente.

De pronto, como un relámpago, recordó el comentario de Freddie acerca de una bonita joven que era pupila del marqués.

Vagamente se acordó que en visitas anteriores a Troon había conocido a un hombre ya maduro y bien parecido llamado sir Charles Lingfield, que era vecino cercano del marqués.

No había perdido tiempo con él, pero su mente estaba acostumbrada a registrar cuantos hombres conocía, por si en el futuro le resultaban útiles.

Pensó en lo que se había dicho: sir Charles, por alguna razón que no habían explicado, había nombrado tutor de su hija al marqués.

¿Podría ella ser la razón del cambio en el hombre que ella creía conocer de forma tan íntima y que en unos cuantos días se había convertido en casi un desconocido?

No le parecía posible, porque al marqués siempre le habían disgustado las jovencitas, ya que las consideraba tontas y aburridas.

—Valeta Lingfield —repitió entre dientes lady Dilys.

La expresión de sus ojos era tan terrible que, si la hubiese visto Valeta se habría alarmado.

Cuando entraron en Londres, los caballos aminoraron el paso a causa del mayor tráfico.

El marqués había elegido y pagado los caballos de lady Dilys, y por eso el viaje no había sido tan arduo como habría resultado con animales de inferior calidad.

Lady Dilys, que había permanecido absorta en sus pensamientos, se asombró al ver que ya avanzaban por el parque Lane.

Casi automáticamente se inclinó para mirar la casa Stevington.

Esta mañana al pasar por allí, se había sentido segura de que sería pronto suya y de que, como en el pasado había hecho, la madre del marqués, ofrecería fiestas en el gran salón de baile para la que ella llamaba gente muy divertida.

Ahora, con rabia renovada, sabía que la imagen de ella junto al marqués en lo alto de la escalera, sólo existía en su imaginación y nunca se convertiría en realidad.

En el último resplandor del atardecer, la casa Stevington aparecía magnífica y su grandeza eclipsaba a todas las mansiones del aristocrático paseo que desembocaba en el parque Hyde.

Entonces vio una figura familiar de pie, fuera de la casa.

No le costó trabajo reconocer a Lionel Stevington, ya que tenía un parecido inconfundible con su hermano, aunque la expresión de su cara, amarga y cínica, le restaba todo su atractivo y provocaba que muchos de sus conocidos fingieran no verle o le saludaban con indiferencia.

Hablaba con un hombre alto de mal aspecto y lady Dylis, con una mueca en los labios, pensó que sin duda estaba insultando a su hermano, cuando en realidad hubiera dado cualquier cosa por ser el dueño de la casa Stevington y de Troon.

Tenía demasiada experiencia con los hombres para no darse cuenta de que la fingida actitud de Lionel de ayudar a los desamparados no era más que un disfraz de su envidia, odio y maldad.

Con frecuencia, había advertido al marqués en broma que, cuando menos se lo esperara, Lionel le apuñalaría por la espalda en un callejón oscuro para ocupar su lugar lleno de alegría al día siguiente.

El carruaje ya casi había pasado por delante de la casa Stevington, cuando ordenó que lo detuvieran.

—Pida al caballero que está allí que venga a hablar conmigo —ordenó al palafrenero cuando éste fue a ver qué deseaba.

Mientras esperaba, se reclinó en el asiento, con los labios apretados.

—¿Qué puede desear la señora de un hombre sin importancia como yo? —preguntó burlona una voz desde la ventana.

—¡Suba!

Lionel Stevington arqueó las cejas pero, cuando el palafrenero le abrió la puerta, la obedeció y se sentó junto a ella y colocó su sombrero de copa en el asiento de enfrente.

A pesar de sus constantes discursos a favor de la clase trabajadora, se vestía a la moda, ya que sabía que sus alegatos revolucionarios y radicales adquirían más fuerza así.

Se reclinó y miró a lady Dilys de una forma insultante, pero ella no estaba dispuesta a protestar.

—¿Ha ido a la casa Stevington para ver a su hermano?

—Por supuesto.

—¿Puedo preguntar por qué?

—No es ningún secreto. Sólo pido unas pocas de las migajas que caen de la mesa, o mejor dicho, de la cama, de criaturas hermosas como usted.

Lady Dilys ignoró la ofensa.

—Está mal informado. Su hermano, por el momento, no gasta su dinero en mí, sino en otra persona.

Notó que Lionel Stevington se sorprendía, pero también se interesaba.

—Creí que tenía usted completamente atado a su señoría.

—También yo, pero estaba equivocada.

—Me sorprende.

—A mí también me ha sorprendido y he pensado que usted debía ser el primero en saber, ya que le concierne muy de cerca, que su hermano corre el peligro de contraer matrimonio con una jovencita.

—¿Matrimonio?

Lionel Stevington se puso rígido.

Lady Dylis comprendió que él jamás había imaginado que corriera tal riesgo respecto a ella y el marqués.

—Sí, matrimonio, ya que no es probable que pueda ofrecerle otro tipo de relación a la hija de Charles Lingfield.

Con el ceño fruncido, Lionel Stevington comentó:

—Recuerdo a Lingfield, pero no tenía la menor idea de que tuviese una hija.

—Ahora es pupila de su hermano y me han dicho que es muy bonita.

—Hábleme de ella.

Lady Dilys se encogió de hombros.

—Por supuesto, no se me ha permitido conocerla. Sólo me han informado de su existencia y de lo preocupado que está su hermano por ella, hasta tal punto que me han echado de Troon, como si fuera una vulgar criada, algo que nunca hasta ahora me había sucedido.

Él se rió.

—Así que Serle la ha despedido. Bueno, supongo que conserva algunos valioso recuerdos de él y habrá muchos otros dispuestos a ocupar su lugar.

Se inclinó para recoger su sombrero mientras añadía:

—Le agradezco la información.

—Pensé que le agradaría saber que pronto puede convertirse en tío aunque, de todos modos, nunca haya tenido muchas posibilidades de heredar el título. Su hermano es joven y muy atractivo.

Lionel tuvo la confirmación de que la había molestado puesto que intentaba tocar su punto débil.

Se rió de nuevo, abrió la puerta y bajó del carruaje.

—Le deseo, señora, buen día y buena pesca.

Su insinuación despertó en lady Dilys el deseo de escupirle.

Pero sólo le observó regresar junto al hombre que todavía lo esperaba.

Mientras se alejaba a su casa, se preguntó si habría ganado algo con su conversación con Lionel Stevington.

Tenía la irritante sensación de que él había sido más insolente con ella que ella con él, pero tal vez hubiera conseguido perjudicar de algún modo al marqués, aunque no estaba muy segura.

Si Serle era imprevisible, también lo era su hermano y en ese momento los odiaba a los dos.

* * *

Al día siguiente, temprano, el marqués recibió una nota de su madre en la que le comunicaba que, aunque anhelaba verle y estaría encantada de encontrarse de nuevo con Valeta Lingfield, a quien había conocido de pequeña, no podía invitarlos a comer hasta el día siguiente.

Había escrito con su bella letra:

Prometí a tu tía Dorotea que hoy iría a comer con ella. Como tiene más de ochenta años no me gustaría incomodarla cambiando de planes a última hora. Sé, querido, que comprenderás y os espero ansiosa el jueves a la pequeña Valeta y a ti, a las doce y media.

El marqués comentó el contenido de la nota con Freddie durante el desayuno.

—Debo comunicar a Valeta que iremos mañana en lugar de hoy. No tardaré mucho, ¿vienes conmigo?

—No, quiero leer los periódicos. Cuando vuelvas, te pido que veas mi caballo. Archer no sabe qué le pasa.

—Si Archer no lo sabe, el problema o sólo existe en tu imaginación o realmente es muy serio.

—Espero que no sea así. He pagado mucho por él.

—Yo no me preocuparía. Tal vez sea sólo una indisposición temporal. A algunos caballos les afecta mucho el calor.

—Tal vez se deba a eso, pero deseo que lo veas.

—Por supuesto que lo haré. Pero primero debo decir a Valeta que no se ponga sus mejores galas hasta mañana.

Terminó de desayunar y salió enseguida en un ligero faetón tirado por un perfecto par de caballos que siempre le producía placer conducir.

El trayecto hasta la casa de Valeta era de sólo diez minutos y, mientras se dirigía hacia allí, pensó que ella se alegraría de no tener que tolerar su compañía durante el largo camino hasta la casa de su madre, ya que le desagradable experiencia se pospondría hasta el día siguiente.

Sin presunción, el marqués sabía que la mayoría de las mujeres daría cualquier cosa por experimentar el placer y la emoción de viajar a solas con él, fuera cual fuera el lugar al que deseara llevarlas.

Se preguntó qué opinaría su madre de Valeta, que era en todos los aspectos tan diferente a cualquiera de las mujeres que había llevado a presentarle en previas ocasiones.

Entre ellas, por supuesto, jamás había estado incluida lady Dilys. No habría sido bienvenida en casa de su madre y una de las razones por las que había decidido no casarse con ella había sido el saber que su madre no la aprobaría y la habría perturbado pensar que Dilys ocuparía el que había sido su lugar en Troon.

«Mamá se alegrará de que la vaya a visitar por una razón muy diferente», pensó él.

El marqués paró sus caballos delante de la puerta y la niñera de Valeta se acercó a él corriendo; parecía muy perturbada.

—¡Oh, su señoría, gracias a Dios que ha venido! Estaba a punto de enviar a buscarle.

Su voz era tan agitada, que el marqués entregó rápidamente las riendas a su palafrenero y saltó del faetón.

—¿Qué pasa? ¿Ha hecho algo Nicolás?

—No se trata de Nicolás. ¡Es la señorita Valeta! ¡Oh, señor, se la han llevado!

—¿Se la han llevado? —preguntó el marqués.

Ya había cruzado la puerta y, en el vestíbulo, miró perplejo a la vieja niñera mientras ella continuaba con dificultad:

—Dos hombres, señor. Se abalanzaron sobre ella y el pequeño Harry, con quien estaba hablando, los cubrieron con sacos, los metieron en un carruaje y se fueron.

Nanny respiraba entrecortadamente y se apretaba las manos; por su estado, el marqués temió que se desmayara.

Con firmeza, la agarró de un brazo y la hizo sentar en una silla al pie de la escalera.

—Empecemos por el principio. Cuénteme todo lo que ha pasado.

—¡Oh, señor, ha sido terrible!

—¡Desde el principio! ¿Dónde estaba usted cuando sucedió?

—En el salón, su señoría.

—¿Qué hacía?

—Barría la alfombra y la señorita Valeta arreglaba las flores.

Aspiró hondo antes de continuar:

—Llamaron a la puerta y la señorita Valeta fue a abrir. La oí decir algo a Nicolás mientras cruzaba el vestíbulo.

—¿Estaba él en el vestíbulo?

—Sí, señor, se entretenía con unos viejos juguetes que la señorita Valeta había encontrado en el ático.

—¿Qué sucedió entonces?

—Oí que la señorita Valeta decía: «¡Buenos días, Harry!, veo que nos has traído mantequilla».

—¿Quién es Harry?

—Es el hijo de un granjero vecino, señor.

—¿Y entonces?

—La señorita Valeta me gritó: «Nanny, es Harry. ¿Quieres algo? ¿Tenemos suficientes huevos?». Y yo le contesté que pidiera una docena para mañana. Verá, señor, desde que Nicolás está con nosotras intentamos que coma bien.

—Eso no importa ahora. Continúe.

—Yo seguí con mi tarea cuando oí que Nicolás lanzaba un súbito grito: «¡Vienen por mí, sálvenme!» y oí que subía corriendo.

—¿Qué hizo usted entonces?

—Mientras pensaba lo extraño que era, salí al vestíbulo a ver qué le había perturbado y entonces oí a la señorita Valeta lanzar un grito de espanto, señor.

—¿Pudo ver lo que sucedía?

—Sí, señor. Tenía la cabeza cubierta con un saco y un hombre la llevaba sobre su hombro hacia un carruaje que esperaba delante de la puerta.

—¿Qué tipo de carruaje?

—No podría describirlo bien, señor, era cerrado y bastante viejo y maltratado.

—¿Metieron allí a la señorita Valeta?

—Sí, señor, y el otro hombre que llevaba al pequeño Harry, también cubierto con un saco, lo arrojó en el interior. Y cuando yo pude correr hacia ellos, porque el asombro me había dejado inmóvil, ¡se fueron!

—¿Había algún otro hombre en el pescante?

—Sí, señor, el conductor, pero no tenía librea ni nada parecido.

—¿Cuántos caballos tiraban del carruaje?

—Creo que dos, pero no estoy muy segura. No quitaba la vista de la puerta para ver a la señorita Valeta, pero estaba oscuro y no pude hacerlo, además, casi no podía creer lo que sucedía.

—Lo comprendo.

Las lágrimas corrían por las mejillas de la niñera y se tapó la cara con las manos, como si estuviera muy abrumada.

—¿Dónde está Nicolás? —preguntó el marqués después de un momento.

—Supongo que debajo de la cama de la señorita Valeta, señor. Siempre se esconde allí cuando está asustado.

El marqués subió las escaleras de dos en dos.

Tenía que adivinar cuál de las puertas que daba al pasillo era la de la habitación de Valeta. Abrió la primera y se dio cuenta de que se había equivocado, ya que las cortinas estaban echadas y los muebles estaban cubiertos por sábanas.

Se dirigió a la siguiente y vio que el sol entraba a raudales por la ventana.

La cama tenía una colcha de la misma muselina blanca que adornaba el tocador.

Era una habitación muy adecuada para una jovencita y el aroma a lavanda y rosas era muy diferente al que estaba acostumbrado a percibir en la de mujeres como lady Dilys.

No había más sonido que el canto de los pájaros fuera y el zumbar de una abeja sobre las rosas que estaban en un jarrón sobre el tocador.

Entonces oyó un gemido que se le hizo conocido.

—Todo está bien, Nicolás —dijo con voz tranquila—, no hay de qué asustarse. Quiero que salgas a hablar conmigo.

Como no recibió respuesta, el marqués se arrodilló, levantó el volante de la colcha y miró debajo de la cama.

Nicolás, hecho un ovillo estaba junto a la pared.

—Escucha, Nicolás, necesito tu ayuda y ahora mismo.

—¡Me van a llevar! —gritó Nicolás y el marqués pudo percibir el terror de su voz—. ¡Me van a llevar y luego me… quemarán los pies!

—¿Quién te va a llevar?

No le respondió, el marqués comprendió que estaba mudo de terror.

—Por favor, Nicolás, ayúdame. Esos malvados se han llevado a la señorita Lingfield y tengo que encontrarla rápido. Por favor, debes ayudarme.

El niño, que tenía oculta la cabeza entre los brazos, se descubrió un poco para mirarle mientras el marqués añadía:

—No querrás que le hagan daño a la señorita Lingfield. Tú debes saber dónde se la han llevado. Sal y dime lo que viste, por favor, Nicolás.

Cuando ya pensaba que había fracasado, Nicolás empezó a gatear hacia él.

En cuanto salió de debajo de la cama, como un animal asustado, se arrojó a los brazos del marqués, se asió de su cuello y le abrazó tan fuerte que casi no le dejaba respirar.

Con lentitud, para no asustarle más, el marqués se puso de pie con el niño en brazos.

—Nadie va a hacerte daño —le consoló—. Mira por la ventana y verás que los hombres se han ido. No hay nadie.

Llevó al niño hacia la ventana para que pudiera ver la vereda solitaria.

—¿Ves? Ya se han ido, pero se han llevado a la señorita Lingfield con ellos y tengo que alcanzarles. Así que dime, Nicolás, ¿quiénes eran?

Junto a su oído y casi en un susurro inaudible, Nicolás dijo:

—Vi… a… Bill.

—¿Quién es Bill?

—El que me pega y me pincha en los pies.

Se estremeció en brazos del marqués.

—Nunca más lo hará, te lo prometo.

Comprobó lo que suponía, que los hombres que habían raptado a Valeta tenían algo que ver con Cibber, pero parecía extraño que se hubieran llevado a otro niño a menos que…

Sin soltar a Nicolás, el marqués bajó para reunirse con Nanny.

—¿Cómo es Harry, Nanny?

—Rubio y muy amable.

—¿Qué edad tiene?

—No lo sé bien, señor, más o menos siete u ocho años.

—¿Se parece a Nicolás?

—No sabría decirlo, señor, sólo sé que ambos son rubios.

El marqués estaba seguro de que se habían llevado a Harry por equivocación, en lugar de Nicolás.

—Quiero que Nicolás y usted vengan conmigo a Troon y se queden allí, mientras yo busco a la señorita Lingfield.

—Oh, señor, confiaba en que dijera eso. Usted la encontrará, ¿verdad? No me gusta la idea de que esté en manos de esos hombres.

—La traeré de vuelta, Nanny. Puede estar segura. Pero no hay tiempo que perder.

Vio que Nanny titubeaba, como si pensara en qué llevarse con ella.

—Vengan tal como están. Más tarde enviaremos a alguien que recoja lo que necesiten. Creo que Nicolás debe ponerse a salvo y aquí no lo está.

Sin esperar respuesta, el marqués salió con Nicolás en brazos y le metió en el faetón.

Por un momento, pareció que el niño no estaba dispuesto a soltarse de su cuello, pero la emoción del paseo desvió su atención de sus propios temores.

Nanny subió y emprendieron la marcha, con Nicolás en medio de los dos.

El marqués condujo a mayor velocidad que cuando había salido de Troon.

Trataba de pensar por qué Valeta había sido raptada, al parecer, por Cibber. Le había parecido que el hombre se había quedado satisfecho con el dinero que le había dado por Nicolás.

De hecho, había fijado un precio muy elevado por liberar a su aprendiz.

Pero el marqués pensó que probablemente no le había gustado la idea de que una mujer le hubiese vencido y que, de esa forma se había vengado.

Cuando tuvieron Troon a la vista, el marqués sintió cómo Nicolás se estremecía de temor y se apretaba más a él.

—Todo está bien —le dijo mientras le sonreía—. Allí estarás a salvo.

—Hay chimeneas —murmuró Nicolás—, muchas chimeneas.

—No te preocupes por ellas. Jamás un niño deshollinador volverá a bajar por ellas.

Su forma de hablar le sorprendió hasta a él mismo y pensó que Valeta había obtenido una victoria y que se sentiría encantada por haberle convencido.

Entonces se dio cuenta de que antes de que pudiera comunicarle su decisión, tenía que encontrarla y de pronto pensó que eso tal vez no fuera tan fácil como había pensado en un principio.

Se detuvo frente a la puerta e, inmediatamente, ordenó al criado que acudió a detener los caballos:

—Vaya a la caballeriza y diga que preparen rápidamente mi faetón de carrera con el nuevo tiro de caballos color castaño.

—Muy bien, señor.

El marqués bajó a Nicolás, subieron por la escalera y ordenó a Steven:

—Llame al señor Chamberlain y a la señora Fielding. ¿Dónde está el capitán Weyborne?

—En la biblioteca, su señoría.

—Diga a los tres que los necesito.

Los lacayos se dispersaron en todas direcciones y el marqués permaneció en el vestíbulo, sin soltar la mano de Nicolás.

El señor Chamberlain apareció por un lado de la escalera y la señora Fielding en lo alto; ambos corrieron hacia el marqués con expresiones interrogantes.

—La niñera y el niño se quedarán aquí. A él deben cuidarle para asegurarse de que no corre ningún peligro.

—¿Peligro? —repitió el señor Chamberlain.

—Han raptado a la señorita Lingfield con un niño de la granja, que estoy convencido de que han confundido con Nicolás.

Mientras el señor Chamberlain abría la boca, atónito, Freddie salió al vestíbulo y, sin que el marqués se diera cuenta, llegó a su lado.

—¿Qué dices, Serle? ¿Que han raptado a Valeta? ¡No es posible!

—Lo es —contestó el marqués—, y Nicolás ha reconocido a uno de los hombres que se la han llevado, un tal Bill, empleado de Cibber.

—¿El deshollinador?

El marqués se volvió hacia el señor Chamberlain.

—¿Tiene la dirección de Cibber?

—Por supuesto, su señoría, limpia las chimeneas de la casa Stevington, por eso se le contrató para Troon.

—¿Es de Londres? —preguntó sorprendido el marqués.

—Ningún deshollinador local podría con tanto trabajo como el de esta casa, señor —explicó el señor Chamberlain—, por eso contraté a Cibber para que viniera.

—Entiendo… nunca se me había ocurrido pensar que podía venir desde Londres.

Mientras hablaba, el marqués se dio cuenta de que eso hacía más urgente el encontrar pronto a Valeta.

—Deme la dirección de Cibber. Freddie, cogeremos un par de pistolas.

—No comprendo de qué se trata —contestó Freddie.

—No hay tiempo que perder —contestó con firmeza el marqués y después se dirigió al ama de llaves—. Lleve arriba a la niñera. Encárguese de que ella y el niño estén cómodos. Más tarde puede enviar a alguien a recoger sus cosas a la casa.

—¿Se quedarán aquí, señor?

—Hasta que yo vuelva, sí.

—Rezaré sin descanso porque pueda traer a la señorita Valeta —dijo Nanny con voz quebrada.

—Estoy seguro de que podré hacerlo. Cuide de Nicolás, está muy asustado.

Nanny extendió la mano hacia Nicolás, pero el niño se aferró a la pierna del marqués.

—Quiero ir con usted. Estaré seguro con usted.

—Estarás seguro aquí hasta que yo vuelva y creo que si te portas bien, el señor Chamberlain te conseguirá un pony para que lo montes.

—¿Cómo Rufus?

—Ya me dirás después si es como Rufus.

El marqués no se dio cuenta de que, al oír el tono tierno y comprensivo con que hablaba a Nicolás, tanto su administrador como su amigo le miraban asombrados.

El pequeño soltó su pierna.

—¿Volverá pronto? —preguntó con tristeza.

—En cuanto encuentre a la señorita Lingfield para traérmela.

—No dejaré de rezar ni un minuto, señor —exclamó la niñera—. ¿Cómo ha podido ocurrir esto? ¡Oh, mi niña, pobre niña!

El ama de llaves pasó un brazo sobre los hombros de Nanny y la condujo hacia la escalera.

El señor Chamberlain cogió a Nicolás de la mano.

—Vayamos a buscar ese pony —dijo, y una expresión de alegría sustituyó el temor en los ojos del niño.

El marqués se volvió hacia Freddie.

—¿Estás listo?

—Aquí están las pistolas que necesitan —dijo el mayordomo—, y la dirección de Cibber; dejó una tarjeta en la cocina, señor, la última vez que estuvo aquí.

—Será lo último que haya dejado en esta casa —indicó el marqués.

Cogió la tarjeta impresa; era de presentación para los clientes, ya que ni los deshollinadores ni ningún otro tipo de trabajadores sabían leer ni escribir.

Decía:

CIBBER

Deshollinador y velador.

9 Duck Lane

St. Giles

Se limpian chimeneas de todo tipo con esmero y eficiencia.

Steven entregó a Freddie las pistolas del duelo.

Freddie guardó una en su bolsillo y ofreció la otra al marqués. Éste estaba leyendo la tarjeta que tenía en la mano.

—¡St. Giles! —murmuró, mientras pensaba que no podía imaginar un lugar peor al cual hubieran podido llevar a Valeta.

Todos los que vivían en Londres conocían las cosas que sucedían en el distrito de St. Giles, donde había ciertas casas que hasta los policías rehuían en las cuales no entraban a menos que fuera en grupo.

El marqués había oído decir que más de cuatrocientos delincuentes dormían en una de esas casas.

Se iniciaba en el crimen a sus habitantes desde que eran pequeños.

Con el tiempo se hacían verdaderos expertos en el arte de robar, asaltar, herir y hasta matar a quienes se resistían. A las niñas, de apenas once a trece años, se les convertía en prostitutas.

Había leído un informe de un comité al respecto y sólo esperaba que Valeta no lo hubiera hecho.

Sabía que el horroroso tráfico de esas casas habría abrumado a cualquier mujer a cualquier mujer bien educada.

Guardó la tarjeta en el bolsillo, cogió la pistola y se dirigió hacia la puerta.

Ya se acercaba al faetón que había pedido, tirado por un soberbio par de caballos que apenas unos meses antes había comprado en Tattersalls.

El marqués subió al alto asiento y Freddie se sentó junto a él.

Emprendieron la marcha a una velocidad que permitió a Freddie conocer lo urgente que era para el marqués salvar a Valeta de lo que ambos sabían podía ser un destino peor que la muerte.