Capítulo 5

Caroline subió a cubierta y se sentó debajo de un toldo que la protegía del viento.

El mar no estaba picado, pero el barco se balanceaba ligeramente, por lo que la señora de Goucourt se había rehusado a salir. Caroline se sintió aliviada porque así se libraría de las preguntas que la señora, con mucha curiosidad, estaba ansiosa por hacerle.

Después de huir del castillo, dio instrucciones a Ben en cuanto llegaron a la posada y se retiró a su dormitorio. Sin embargo, paso mucho rato antes que pudiera conciliar el sueño.

Se levantó y se vistió sin esperar a que su doncella se presentara a ayudarla. Se aseguró de que hubieran avisado a la señora de Goucourt que partirían enseguida. Cuando terminaron de desayunar ya esperaba el vehículo que las llevaría a Bordeaux.

—¿Qué ha sucedido, Caroline? —preguntó asombrada la señora de Goucourt al notar los apresurados preparativos—. ¿Por qué tanta prisa por dejar St. Nazaire?

—Nunca fue mi intención permanecer aquí mucho tiempo —fue su evasiva respuesta.

La señora de Goucourt era una mujer muy inteligente. Por la expresión del rostro de la joven comprendió que algo había sucedido, pero como era evidente que no deseaba hablar de ello, se obligó a guardar silencio, aunque le resultara difícil.

Poco después de haber emprendido el viaje de vuelta a Angers, le preguntó:

—¿No decía tu nota que pensabas pasar la noche con tus amigos? Me dijeron en la hostería que volviste a la medianoche.

—Lo consideré más conveniente.

Y al responder, Caroline no pudo evitar volver a vivir el momento en que había regresado a la tierra, después de escalar alturas insospechadas de felicidad al darse cuenta de cuáles eran las intenciones del duque.

Ya acostada se mantuvo despierta, invadida por el embeleso que él le había provocado, aunque tratara de negarlo.

Jamás imaginó que un beso pudiera producir emociones tan maravillosas como para hacerla dejar de ser ella misma y convertirse en parte de él.

¿Cómo había podido, se preguntaba, rendirse a él con tanta facilidad, sin siquiera defenderse un poco?

Desde el primer momento en que lo vio comprendió que era un hombre diferente, no sólo por su apariencia y comportamiento, sino también por la forma en que la afectaba.

Trató de decirse que todo era parte de su plan, que era la meta que se había propuesto para vengarse del mal que el padre del duque le había hecho al suyo.

Pero si era sincera debía reconocer que había olvidado la venganza y que sólo le interesaba la relación que se había desarrollado entre los dos, la cual encontró en extremo atractiva y peligrosa desde las primeras palabras que cruzaron.

«¿Cómo podré olvidarlo?» se preguntaba ahora, mientras contemplaba el mar.

Trató de adivinar lo que él estaría sintiendo en esos momentos y también lo que había sentido la noche anterior, cuando llegó al dormitorio y lo encontró vació.

«No tenía derecho a intentar seducirme», trato de convencerse con enfado.

Pero sabía que no se trataba de seducción cuando dos seres se necesitaban y deseaban mutuamente y habían descubierto que se pertenecían de una manera extraña, no terrenal, que hubiera sido imposible ignorar.

Caroline no podía negar que aún lo deseaba y que todo su cuerpo protestaba ante la necesidad de estar rodeada por sus brazos y sentir sus labios sobre los de ella.

«Es sólo mi imaginación», se dijo, «me dejé fascinar por el castillo y por la fantasía de que no estaba en la Tierra sino en la Luna. Me dejé llevar por el romanticismo».

No obstante, comprendió que no era verdad. Era algo mucho más profundo.

Eran un hombre y una mujer, Adán y Eva que se encontraban a través de la eternidad y comprendían que ya no eran dos seres, sino uno solo.

A medida que el yate se aproximaba a la costa, Caroline se preguntó cómo había podido caer tan bajo por un hombre a quien, antes de salir de Inglaterra, odiaba por lo que el padre de él le había hecho al suyo, tal como odiaba a sus abuelos por la forma en que habían tratado a su madre.

«Vine a Francia en busca de venganza», se lamentó, «y deseaba hacerlo sufrir».

En cambio, era ella la que sufría con una intensidad que nunca hubiera imaginado que fuese posible.

¿De qué forma alguien había logrado provocar lo que sentía ahora? Como amaba al duque, le parecía haber perdido algo sumamente precioso y que el mundo jamás volvería ser como antes.

Les tomó dos días llegar a Bordeaux, y para Caroline, fueron dos días de silencio y pensar.

Cesó de pensar que el duque no le importaba y que al lastimarlo había logrado lo que quería.

No había forma de estar segura de que la echaría de menos en la misma medida que ella a él, y solía mantenerse despierta en su camarote pensando que ya se habría consolado con sus caballos… y sus amantes.

El último pensamiento era como una puñalada en el corazón y el dolor que le producía casi la hacía llorar.

Se repetía una y otra vez que la había insultado al sugerir que ocupara esa posición en su vida.

Pero tenía que reconocer, también, que ella había provocado esa sugerencia con su comportamiento, no sólo por su farsa de que era artista de circo, sino porque había permitido que la besara.

¿Qué otra cosa podía pensar él sino que era una mujer de poca moral, en especial cuando había aceptado pasar la noche sola en el castillo?

«¡Debo haber estado loca cuando acepté!», se dijo, y oró porque Harry jamás se enterara de lo que había hecho.

Sabía que había sido absurdamente ingenua al suponer que podía manejar cualquier situación que se presentara y había sido tanto su inocencia como el hecho de que el duque no la considerara una dama, lo que provocó esa situación que ahora la hacía sentir avergonzada.

Al mismo tiempo, estar en los brazos del duque había sido lo más perfecto que le sucediera en su vida y comprendía, con desesperación, que jamás sentiría lo mismo con ningún otro hombre.

Cuando entraron en la bahía de Bordeaux, el paisaje era tan interesante y diferente de todos los otros lugares del mundo que conocía, que durante un buen rato olvidó su secreto pensar.

Pasaron la noche en un cómodo hotel para proporcionarle a los caballos la oportunidad de reponerse de la travesía, antes que Caroline pusiera en marcha la segunda parte de su plan.

Primero envió a un mensajero, vestido de forma muy elegante con su mejor librea, al castillo de Bantôme para avisar a sus abuelos que el yate de su hermano ya había anclado en Bordeaux y que ella estaba en camino para visitarlos.

Pensó que se sorprenderían al saber que su invitación fuera atendida con tanta rapidez y dio instrucciones al mensajero de que informara al conde y a la condesa el número de personas que formaban el grupo que la acompañaba, así como el acomodo que se requeriría para sus caballos, su servidumbre y, por supuesto, ella misma.

Hubiera sido imposible llevar todo el equipaje en el pequeño carruaje de viaje que había llevado consigo. Por lo tanto, alquiló el vehículo más grande y elegante que había en Bordeaux, tirado por cuatro caballo, para que fuera a la cabeza de la comitiva.

Las conducía a ella, a su doncella, a la señora Goucourt y a una joven francesa que habían tomado para que atendiera a la señora, además de su equipaje.

La señora de Goucourt ya se había dado cuenta de que Caroline trataba de impresionar a su familia y comentó con un brillo travieso en los ojos:

—Por fortuna, el Castillo de Bantôme es lo suficientemente grande para acomodar tal afluencia de visitantes. Todavía estoy esperando, querida, que me cuentes lo que sucedió cuando conociste al Duque de Saumac.

Caroline se estremeció.

—¿Cómo sabe que conocí al duque? —preguntó a la defensiva.

—No soy ninguna tonta. Me di cuenta de que por eso nos detuvimos en Angers, que no está lejos del Castillo de Saumac. También adiviné la razón de tu desaparición.

—No quiero hablar de ello.

La señora de Goucourt movió la cabeza.

—Me temo que el duque te molestó. No pareces la misma desde que salimos de Angers. Te previne al decirte que era un hombre extraño; creo que detesta a todas las mujeres desde que su esposa se volvió loca.

Caroline hubiera querido decirle que eso no era verdad, pero no soportaba hablar de él, así que permaneció en silencio.

—No te molestare con mis preguntas, pequeña, pero parecías tan feliz cuando salimos de Inglaterra… en cambio, ahora sufres.

No recibió respuesta y, después de lanzar un leve suspiro, comenzó a hablar de otra cosa.

Había mucho que admirar, diferente de lo que había visto en el valle de Loire.

Al llegar al río Dordogne notaron que había llovido mucho y le pareció a Caroline que estaba casi al doble de su afluencia normal. El exceso de agua hacía más impresionante las altas cumbres por las que pasaba el río y en sus orillas se alzaban castillo que se parecían al de Saumac.

Al fondo, los espesos y oscuros bosques constituían un marco para el verdor del valle. Todos los árboles estaban en floración, por lo que la campiña mostraba una belleza ante la cual Caroline no pudo evitar responder.

Caroline, aunque permanentemente se repetía que éste era el lugar donde había nacido su madre, el peso sobre su corazón no desaparecía.

Pasaron la noche en Périgord y la señora de Goucourt la entretuvo narrándole muchas historias sobre las abadías, las catedrales y los castillos por los que habían pasado.

Cruzaron grandes viñeros y a Caroline le parecieron sanos y sin problema.

En la tarde del segundo día, después de varias horas de viaje, la señora de Goucourt señaló hacía adelante y le indicó:

—¡Ése es el castillo de tus abuelos!

Estaba como a kilometro y medio del camino, sobre una ladera inclinada y con árboles detrás de él. Construido con piedra blanca, era muy impresionante y Caroline lo miró con la extraña sensación de haberlo visto antes.

Quizá se debía a que su madre se lo había descrito con frecuencia, e incluso intentó dibujarlo, para explicarle a sus hijos cómo era su hogar.

Caroline sabía que había comenzado a construirse a mediados del siglo XVI y que varios de los Condes de Bantôme le habían hecho ampliaciones y alteraciones posteriormente.

Cada propietario había embellecido y enriquecido el castillo hasta convertirlo en un palacio más que en la residencia de un noble, y su belleza aumentaba con los jardines y el bosque que lo enmarcaban como si fuera una valiosa joya.

Al acercarse, divisaron una fuente frente a la casa. El agua que fluía de ella, bajo la luz del sol, refulgía con los colores del arco iris.

«Comprendo por qué mamá amaba tanto este lugar», pensó Caroline.

Y sintió que se endurecía al recordar que habían exiliado a su madre de su hogar y que ella odiaba a sus ocupantes… ¡a todos!

En el momento en que el cochero detuvo el carruaje frente a la puerta principal, surgió la servidumbre como si la hubieran estado esperando.

Le abrieron la puerta del vehículo y Caroline se bajó, seguida de la señora de Goucourt.

—Vaya usted adelante —había dicho Caroline, pero la señora se había negado.

—Es tu familia.

—¡No olvide que los detesto!

—No puedes decir eso —insistió la señora—, hasta que los conozcas y creo, querida, que te espera una sorpresa.

Caroline levantó la ceja pero no hubo tiempo para hablar más, porque un joven se acercaba a ellas apresuradamente.

—Quiero darte la bienvenida en nombre de los abuelos, prima Caroline. Yo soy Armand.

Tenía el cabello oscuro y era atractivo y, como le sonreía con una expresión evidente de admiración, Caroline no pudo menos que devolverle la sonrisa, en lugar de mostrarse fría e imperativa, como era su intensión. En cambio aceptó estrecharle la mano y lo presentó a la señora de Goucourt, quien dijo, mientras él le besaba la mano:

—No te había visto desde que tenías seis años, así es que resulta innecesario decir que has crecido.

—He oído a mi familia hablar de usted con frecuencia, señora, y todo lo que han dicho es, por supuesto, halagador.

Caroline pensó, con sarcasmo, que tenía los clásicos modales franceses. Después se volvió hacia ella para decirle:

—Mis abuelos te esperan en el salón. Debes disculparlos por no recibirte en la puerta, pero el abuelo tiene dificultades para caminar.

Penetraron en un amplio vestíbulo y caminaron por un pasillo decorado con fino mobiliario antiguo y retratos, que Caroline supuso eran de ancestros.

Parecía haber poca servidumbre y el lugar se le antojaba un poco triste y descuidado, como si no sólo necesitara limpieza sino también pintura y nueva decoración.

Trató de no fijarse en que las alfombras estaban gastadas y en que las cortinas requerían rápida renovación.

Armand abrió una puerta y ella se encontró en un amplio salón que daba a un jardín de ornato que se hallaba en la parte trasera del castillo.

Sentada junto a la ventana se encontraba una mujer mayor de cabello blanco y, al mirarla, Caroline sintió un vuelco en el corazón, ya que el rostro vuelto hacia ella era el de su madre, por supuesto, con más edad y lleno de arrugas.

—Aquí está la prima Caroline, abuela —anunció Armand.

La condesa extendió los brazos.

—¡Mi querida niña! —exclamó—. No sabes lo feliz que me siento al verte y lo que significó para mí que respondieras a mi carta con tanta rapidez.

Caroline hizo una reverencia y cuando extendió la mano, la condesa la tomó entre las suyas y la hizo acercarse.

Al salir de Inglaterra, Caroline se había jurado que nada la obligaría a mostrar un gesto de afecto hacia sus odiados familiares, y sin embargo, ahora le resultaba imposible rehusar el beso que su abuela le daba en la mejilla.

—Toma asiento, querida —la condesa le indicó una silla junto a ella. Y con un incontenible temblor en la voz, añadió—: ¡Te pareces tanto a tu madre! ¡Y yo he sufrido lo indecible por su ausencia durante todos estos años!

Caroline hubiera querido responder que no lo había demostrado, pero Armand presentaba a su abuela a la señora de Goucourt, antes de decir:

—Avisaré a Heléne. No los esperaba tan pronto.

—Sí, hazlo, querido —contestó la condesa—, y pide a los sirvientes que traigan algo para beber. Estoy segura de que se han olvidado.

—Así lo haré, abuela.

Le dirigió una amplia sonrisa a Caroline antes de retirarse y, de nuevo, ella no pudo evitar devolverla.

Se sentó erguida y tensa junto a la condesa. Quien como si adivinara su antagonismo, se dirigió hacia la señora de Goucourt, a la que conocía desde hacía muchos años.

—¡Casi no podía creerlo cuando llegó el mensajero a avisar que habían anclado en Bordeaux!

Titubeó un momento y después le preguntó a Caroline.

—¿Es su yate en el que llegaron?

—Pertenece a mi hermano Harry.

—¿Es así como le dicen? Me pregunté, cuando leí en el periódico que había heredado el título de tu tío si lo llamaban Edward. Siempre me ha parecido un hombre muy simple.

Otra vez, con amargura, Caroline pensó que si Harry no hubiera heredado el título su abuelo no le hubiera escrito y ella no se encontraría allí en ese momento.

Se abrió la puerta del salón y Armand volvió con una joven muy bonita.

Caroline notó que se parecía a ella, aunque tanto Armand como Heléne tenían ojos oscuros en lugar del sensacional tono azul de los de ella.

—¡Qué emocionante conocerte, prima Caroline! —exclamó Heléne—. Hace mucho que lo deseaba porque siempre pensé que la forma en que tu madre se fugó para casarse, es la historia más romántica que jamás he escuchado.

Caroline se sorprendió de que su prima hablara de ello tan abiertamente y en presencia de la condesa, pero no perdió la oportunidad de comentar:

—Mi madre fue muy feliz. Al mismo tiempo echaba de menos a su familia y le causó mucha tristeza que la condenaran al ostracismo durante tantos años.

Se enfureció al sólo pensar en el sufrimiento de su madre y su voz pareció resonar en el salón y, por un momento, se hizo un pesado silencio.

Sus dos primos se miraron entre sí y después se volvieron hacia la condesa.

—Comprendo, querida —dijo la anciana—, que sientas una gran amargura por el hecho de que tu madre fuera separada de aquéllos a quienes amaba y eso me dolió a mí, porque se trataba de mi hija, más de lo que podría expresar con palabras.

—Entonces, ¿por qué fueron tan crueles?

La condesa hizo un gesto nervioso con las manos que era muy elocuente, pero en ese momento se abrió la puerta y entró un anciano, apoyado en dos sirvientes que lo sostenían de cada lado.

Casi lo llevaban en vilo. Atravesaron la habitación y lo sentaron en una silla cercana a la de la condesa, cubriéndole las piernas con una manta de piel.

No hablaba y la condesa se dirigió a él:

—Françoise, querido, Caroline ha llegado. Te dije que vendría hoy.

—¿Quién? ¿Quién? —preguntó el viejo.

Al verlo, Caroline pensó que en su juventud debió haber sido sumamente apuesto. Ahora tenía el cabello blanco y el rostro surcado de arrugas, pero le produjo la sensación de que tanto la condesa como sus nietos le temían.

—Caroline —respondió la condesa—. Vino de Inglaterra para visitarnos.

Mientras hablaba miró a Caroline, quien se dio cuenta de que su abuela deseaba que se pusiera de pie y se acercaran al conde.

Así lo hizo, contenta de haberse puesto un vestido muy elegante. Ahora iba a conocer a su abuelo, de quien estaba segura, era el mayor responsable de que su madre hubiera recibido un trato tan cruel solo porque se había casado con el hombre que amaba.

Con la barbilla en alto y la espalda muy erguida, Caroline se colocó frente a él y, cuando el anciano la miró, le hizo una pequeña reverencia.

Por un momento reinó el silencio. Entonces, con voz estrangulada, el conde exclamó:

—¡Clémentine! ¡Tú eres Clémentine!

—No, querido —se apresuró a aclarar la condesa—, es Caroline, la hija de Clémentine.

El viejo pareció no escucharla.

—¡Has regresado, Clémentine! ¡Qué bien! Sabía que recobrarías el buen sentido. Saumac estaba desesperado porque te fuiste. Te ama. Nunca he conocido a un hombre tan enamorado. Tuve que decirle que no te encontrábamos, pero ahora ya todo está bien. ¡Todo!

Sonrió, y le dijo a su esposa:

—Envía por Saumac. Dile que Clémentine está aquí. Eso lo hará muy feliz. Pobre hombre, me daba mucha pena. ¡Sufría tanto!

Como su abuela parecía no encontrar palabras para contradecirlo, Caroline tomó la iniciativa.

Se acercó aun más para decir:

—Míreme, abuelo. No soy Clémentine sino su nieta, Caroline.

—¿No eres Clémentine?

Hablaba con lentitud, como si le costara un gran esfuerzo.

—No, abuelo… mi madre… Clémentine… está… muerta.

Le costó un esfuerzo decirlo y, sin embargo, su voz era clara.

Durante un momento la idea pareció no penetrar en el cerebro del viejo. Entonces, de pronto, con voz tan fuerte que la hizo saltar, exclamó:

—¿Qué dices? ¡Clémentine no puede estar muerta! Se va a casar con Saumac. Todo está arreglado. ¿En dónde está? ¿Adónde se ha ido? ¿Qué me ocultan?

Su voz se hizo más aguda y agitada y Armand se apresuró a dirigirse hacia la puerta.

Los dos hombres que habían llevado al conde y que evidentemente esperaban afuera, entraron con rapidez y se dirigieron hacia el anciano.

—¡Clémentine! ¡Clémentine! ¿En dónde está Clémentine? —gritaba mientras lo levantaban de la silla.

—Vamos, señor conde —dijo uno de los sirvientes—, en su habitación le espera una copa de vino.

—No quiero vino —respondió furioso el conde—. ¡Quiero a Clémentine! ¿En dónde está? La boda es mañana. El duque llegará esta noche. ¿Cómo vamos a decirle que no podemos encontrarla? ¡Encuéntrenla, estúpidos! ¡Encuéntrenla… no puede haber ido muy lejos!

Lo llevaban hacia la puerta y al cruzarla, él seguía gritando:

—¡Clémentine! ¡Clémentine! ¿En dónde estás, Clémentine?

Caroline escuchó el eco de su voz mientras lo llevaban por el pasillo. Se sintió impresionada por lo que había sucedido.

Al mirar a su abuela notó que se llevaba un pañuelo a los ojos.

Armand tomó un vaso de vino de una mesa cercana.

—Beba esto, abuela, y no se mortifique.

—Había estado mejor durante los últimos dos días —observó la condesa con voz entrecortada—, y no quería que Caroline se enterara de lo mal que está.

—Lo hubiera sabido tarde o temprano —la tranquilizó Armand—, y creo que entenderá.

—Por supuesto —contestó ésta—. Lamento que la fuga de mamá lo haya alterado tanto.

—Nunca volvió a ser el mismo. A veces se porta con normalidad, pero con nuestros actuales problemas se ha puesto peor.

—No hable más de eso, abuela —dijo Heléne—. Es la primera visita de Caroline y tenemos mucho que mostrarle.

—Por supuesto, soy una tonta por ponerme así.

A medida que se enjugaba los ojos, la señora de Goucourt se acercó a ella y Caroline se dirigió hacia la ventana para mirar los jardines.

Estaban diseñados al estilo puesto de moda por Versalles, y se dio cuenta de que no estaban bien cuidados.

Heléne y Armand se le acercaron.

Él le ofreció una copa de vino y le dijo con voz baja, para que su abuela no los escuchara:

—Lamento que hayas tenido una experiencia tan desagradable; jamás imaginamos que el abuelo te confundiría con tu madre.

—¿Es verdad que está así desde que mamá se fugó?

—He oído decir que al principio estaba furioso, pero después esa furia se convirtió en una profunda amargura.

—¿Y ahora?

—Debido a todos los problemas que existen, su mente volvió al pasado. Con frecuencia habla como si estuviera viviendo veinte años atrás y si hubiéramos tenido un poco de sentido común nos hubiésemos dado cuenta de que iba pensar que eras tu madre.

Se hizo el silencio hasta que Caroline no pudo detener más la pregunta que temblaba en sus labios:

—¿El duque de Saumac amaba realmente a mamá?

—Eso me ha dicho mi madre —contestó Armand.

—Papá dice que la adoraba —agregó Heléne—. Era mucho mayor que ella, pero según cuenta era como un joven que se enamora por primera vez.

—Supongo que es verdad. Ya sabes que en Francia todos los matrimonios son arreglados, así que sólo en la segunda oportunidad puedes elegir esposa sin que la familia lo haga por ti.

—Mamá creía que el duque sólo quería casarse con ella para que le diera más hijos.

—Estoy segura de que no es verdad —contestó Heléne—. Todo fue muy romántico.

—Cuéntame lo que sabes —pidió Caroline.

—El duque vio a tu madre en un baile y se enamoró de ella. En aquel entonces, como ahora, fue el abuelo quien recibió la proposición y la aceptó, y sospecho que lo único que le dijeron a tu madre era que se convertiría en duquesa.

—Sí, es verdad.

—Nuestros padres siempre nos han dicho que el duque estaba tan enamorado de ella, que cuando desapareció estuvo a punto de enloquecer y se puso furioso con el abuelo. Después indagó por toda la campiña y, cuando finalmente se enteró de que tus padres se habían casado, habló de quitarse la vida.

—¡No puedo creerlo! —exclamó Caroline.

—El abuelo tuvo muchas dificultades con el duque —declaró Heléne—. Y también se sintió muy infeliz. Amaba a tu madre quizá más que a sus otros hijos, y creo que por eso no toleraba que se hablara de ella y ni siquiera quería aceptar que existiera porque se había casado con un inglés.

Caroline lanzó un suspiro.

Todo era tan diferente de cómo lo había creído… y comprendía que ver a su abuelo, un poco enloquecido llamando a su madre, la había conmovido más de lo que podía aceptar.

Cuando la condujeron a su habitación, al caminar por el castillo acompañada de Heléne, pudo notar lo descuidado y maltratado que estaba por falta de reparaciones.

Su dormitorio, que era uno de los principales, tenía el tapiz rasgado en algunos muros. El hermoso techo decorado con pinturas se hallaba dañado por la humanidad y las sillas requerían nuevos forros.

Heléne notó la mirada de Caroline y comentó, un tanto avergonzada:

—Me temo que hay muchas cosas que deberían repararse, pero como comprenderás, durante los últimos años debieron tomarse medidas económicas drásticas.

—¿Quieres decir que los de Bantôme tienen problemas económicos?

Heléne la miró sorprendida.

—¡Por supuesto! ¿No lo sabías?

—¿Cómo iba a saberlo cuando no hemos tenido comunicación con ellos durante todos estos años, excepto por la carta que llegó hace unas semanas y en la que mi abuela nos pedía a mi hermano y a mí que los visitáramos?

—¡La abuela les escribió! —exclamó Heléne.

—Sí, ¿lo ignorabas?

—Jamás la oímos mencionarte hasta que llegó tu mensajero a decir que venías en camino desde Bordeaux.

Caroline estaba atónita y Heléne comentó:

—Puedo comprender lo que sucede. Desea tu ayuda.

—Eso fue lo que pidió.

—Supongo que estamos en serios problemas y la abuela trata de asirse de cuanto puede, aunque mis padres se sorprenderán tanto como yo de que te haya llamado.

Caroline ya se había enterado de que René, el hermano de su madre, y su esposa, que eran los padres de Heléne y Armand, estaban en París.

—Papá fue a tratar de obtener un préstamo de un banco o de alguno de sus amigos. De lo contrario, no sé qué nos sucederá en el futuro.

—Sé que cultivan viñedos. ¿Es verdad que están atacados por filoxera?

—Así es. Todo comenzó hace cinco años en pequeña escala, pero ahora es cada vez peor. Parece que no hay nada que podamos hacer para detenerla.

El tono de su voz le indicó a Caroline lo mucho que le afectaba.

—¿No hay forma de erradicarla?

—Sólo inundar los viñedos. Desgraciadamente, los que están en la ladera de la colina no se pueden inundar.

—¿Qué sucederá entonces?

—No podremos vivir más aquí y el castillo tendrá que cerrarse. No sé a dónde iremos ni lo que hará papá. Todo el dinero que recibimos proviene de las ventas de vino.

Caroline pudo comprender entonces la desesperación que había impulsado a la condesa a escribirle a Harry.

No era necesario expresar en palabras que sin dote, ningún francés querría casarse con Heléne y que Armand, aunque algún día heredaría el título de Conde de Bantôme, no sería aceptado por ninguna familia si carecía de medios para sostener a una de sus hijas.

Era como si comprendiera que algo que siempre había sido sólido y estable, se derrumbara, y pensó en lo que hubiera sufrido su madre si lo hubiese sabido.

—No debo deprimirme. Es maravilloso tenerte con nosotros. ¡Eres tan hermosa! Nos han dicho que tu madre era la belleza de la familia y ahora compruebo que era verdad. Mañana te mostraré un retrato de ella.

—¿Hay alguno en el castillo?

—Varios, todos escondidos por el abuelo, pero estoy segura de que si se lo pides a la abuela, permitirá que te lleves alguno a Inglaterra.

—Me encantaría.

—Y quiero que me hables de tu madre. Para mí, como te dije antes, es muy romántico saber que huyó con tanto valor como para dejar el vestido de novia listo, su equipo nupcial guardado en las maletas y la casa llena de invitados y regalos.

Caroline sonrió.

—Estaba enamorada.

—Lo sé. Eso es lo maravilloso, que el amor le haya dado el valor suficiente para dejar atrás el mundo al que pertenecía… y al duque.

—Cuando una está enamorada, un título no importa.

—Eso fue lo que tía Clémentine dejó muy en claro. Estoy segura de que si yo me fuera a casar con un duque, nunca tendría el valor de fugarme con un simple señor.

—Harías lo mismo que mi madre si encontraras a un hombre a quien amaras profundamente.

Heléne le dirigió una sonrisa, pero Caroline sabía que no la había convencido.

La ambición de toda joven francesa era poseer un suntuoso castillo y disfrutar una relevante posición social.

Eso era lo que el Duque de Saumac le ofrecía a su madre y, sin embargo, ella se había fugado con un inglés sin dinero, sin título ni posibilidades de tener jamás uno.

Y, de pronto, se percató de que si no hubiera conocido al duque jamás hubiese comprendido la razón por la que su madre renunció a tantas cosas.

Sabía lo feliz que había sido con su padre. Y también lo pobres que eran y las dificultades que enfrentaban para que les alcanzaran sus pocos ingresos; lo duro que había sido para su padre no tener nunca buenos caballos que montar.

Algunas veces, cuando veía a su madre observando un vestido pasado de moda y remendado, mientras cavilaba sobre cómo lograr que le durara un poco más, había sentido la tentación de preguntarle:

«¿Cómo pudiste renunciar a tanto, mamá, por papá, por adorable que sea?».

Ahora lo comprendía y la atemorizaba pensar que sólo porque el duque la había besado con un extraño encantamiento, la había hecho olvidarse de todo, menos de él.

Sabía que aunque hubiera sido un hombre sin dinero y sin título, si le hubiera pedido que se casaran le hubiera respondido que sí.

Eso era el amor, y aunque su mente trataba de negarlo, no podía negar que estaba profundamente enamorada de un hombre con el que no podría casarse porque ya tenía esposa.

¡El Duque de Saumac!