Capítulo 3

El sol se reflejaba en el río y la frescura de la mañana se sentía en el aroma que surgía de los arbustos cubiertos de flores recién abiertas que bordeaban el camino por el que Caroline y Ben cabalgaban.

Ella había salido del hotel cuando la señora de Goucourt aún dormía, pues sabía que se hubiera escandalizado por su atuendo.

Había dedicado mucho tiempo a elegir el traje de montar que llevaba, y que estaba segura, jamás luciría una dama de sociedad al pasear por Londres.

Era exagerado hasta para las lindas amazonas que se reunían bajo la estatua de Aquiles tanto para mostrar su habilidad en equitación como para lucirse ellas mismas.

Si Caroline había buscado algo espectacular, lo había conseguido.

Después de cambiar de opinión varias veces, había terminado por escoger un traje de montar de pesada seda color de rosa camelia, bordado con cintas blancas y adornado con botones de perlas.

El velo que flotaba detrás de la cabeza también era rosa, y el único otro color del conjunto era el oscuro de las puntas de sus botas de montar, muy bien pulidas, que surgían por debajo de su falda, así como el de su propio cabello.

No podía negarse que estaba preciosa, pero también muy teatral.

Acentuó esa apariencia aplicando sobre los labios un tono intenso de pomada de color, muy distinto del que utilizaba normalmente.

Su cutis era tan blanco que no hubiera requerido de la capa de polvo que le aplicó.

Montada sobre Ariel resultaba impresionante, así que era una suerte que saliera tan temprano, porque de lo contrario hubiera sido imposible evitar que llamara la atención de la multitud.

El cuadro lo completaba Ben, que por instrucciones de ella, llevaba puesta la chaqueta roja con dorado que solía usar en el circo.

A su atuendo había agregado un nuevo y elegante sombrero de copa, pantalones a la rodilla, blancos y muy bien cortados, y un costoso par de guantes.

Los dos habían discutido ampliamente qué caballo debía montar él, ya que no tenía ninguno que pudiera compararse con Ariel.

Hacía poco que Harry había comprado un semental negro de nariz blanca. Lo habían bautizado como: «Muchacho Negro», y a Caroline le pareció que los ayudaba a completar esa apariencia tan teatral.

Cabalgaban con rapidez y en silencio.

Caroline pensaba en todo lo que Ben le había dicho sobre la escuela de equitación decidida a no cometer ningún error, puesto que sabía que el éxito dependía de que nada faltara durante ese primer intento.

La asaltaba el temor, que no podía evitar, de que precisamente esa mañana el duque decidiera no asistir a la escuela o que, cuando ella hiciera su aparición, ordenara que la arrojaran del lugar sin miramientos.

No obstante, se dijo que si había logrado la atención, admiración y adoración de tantos ingleses, un francés no podría ser tan diferente.

Cruzaron el puente sobre el río Loria y Caroline levantó la vista hacia donde se alzaba el castillo, como un centinela por encima de la pequeña población.

Pensó que desde sus ventanas debía ofrecer una magnífica vista panorámica del río y el valle, y se preguntó si alguna vez tendría la oportunidad de conocerlo.

Entonces se dijo con firmeza que en ese momento era cuando debía tener plena y absoluta confianza en sí misma porque sabía que lo que hacía era correcto y justo.

Después de cruzar el puente dejó que Ben se adelantara para mostrarle el camino más directo hacia la escuela de equitación.

Dicho camino los hizo pasar junto a las hermosas casas de techos de dos aguas que se alzaba a los lados de las estrechas y atractivas calles del lugar.

De pronto, tal como lo había imaginado, Caroline divisó los altos muros que Ben le había descrito y, más atrás, los imponentes edificios que se habían construido para albergar a los oficiales de caballería.

No debían perder tiempo, porque aunque había muy poca gente en la calle, la poca que había los miraba asombrada.

Y lo que menos deseaba Caroline era atraer la atención de una multitud que entorpeciera sus planes.

Ben detuvo su cabalgadura bajo un castaño que comenzaba a retoñar y Caroline adivinó que debió ser desde allí, el día anterior, cuando había observado la escuela.

Ató las riendas de su caballo y subió por el árbol con la agilidad y habilidad de un buen cirquero, sin arrugar ni manchar su ropa y sin que en apariencia le costara ninguna dificultad.

Durante un momento, Caroline retuvo el aliento, ya que temía que el duque no estuviera.

Entonces Ben sonrió e hizo una señal afirmativa con la cabeza. En ese instante, ella alejó a Ariel del muro y esperó a que Ben le enviara la señal que habían convenido.

Como se sentía un poco nerviosa y temía que su nerviosismo se transmitiera a Ariel, se inclinó hacia adelante para darle cariñosas palmaditas en el cuello.

—¡Tranquilo, querido, confío en ti! —le dijo con voz muy suave, y el caballo levantó las orejas, como si entendiera.

En ese instante escuchó el silbido de Ben y se soltó al galope.

El muro era alto, pero Ariel lo saltó con limpieza, incluso algunos centímetros más arriba, doblando la patas de la forma en que Caroline y Ben le habían enseñado cuando practicaban saltos en Langstone.

Cayeron al otro lado, sobre el suelo arenoso, y Caroline, al mirar a su alrededor, observó, tal como esperaba, que en el centro se hallaba un hombre montado sobre un excepcional caballo gris.

Sin embargo, sólo tenía tiempo para reconocerlo por la descripción que le había hecho Ben, ya que a su voz de mando, Ariel se levantó sobre sus patas traseras y, caminando hacia el duque, recorrió una buena distancia antes de volver a posarse en cuatro patas.

Después comenzó a danzar, como Caroline le había enseñado.

Era la danza que su madre bailaba en el circo.

Cuando se encontraban a menos de tres metros del duque, Caroline hizo que Ariel se detuviera. Al escucharla lanzar un suave silbido, dobló las patas delanteras y bajó la cabeza, en tanto ella, sentada muy derecha en la silla, levantaba su fuente, de mango enjoyado, en señal de saludo.

Ahora podía mirar al duque directamente y descubrió que no era como esperaba.

Había imaginado que sería bajo; pero era alto y de hombros anchos, moreno, pero no mucho, y le pareció que sus ojos eran grises.

Esperaba que pareciera feroz, y tal vez misterioso, ya que todos aseguraban que era muy reservado.

En cambio, en su rostro muy atractivo había una expresión casi de «váyase todo al diablo», como si desafiara al mundo y sintiera un gran desprecio por cualquier cosa que pudiera ofrecerle.

Ariel se incorporó y Caroline y el duque quedaron frente a frente. Durante un momento reinó el silencio.

Los demás jinetes, que habían detenido sus monturas para observar a Caroline, comenzaron a aplaudir y ella ya no tuvo tiempo de observarlo.

Aplaudían con entusiasmo y hasta que no terminaron, ni Caroline ni el duque tuvieron oportunidad de hablar.

Como si sintiera que merecía su admiración, Caroline les sonrió y movió la cabeza en señal de agradecimiento, primero hacia un lado y después hacia el otro. Luego volvió la vista hacía el duque con una mirada interrogante, como si se preguntara por qué él no aplaudía ante lo que debía reconocer como una brillante actuación.

—¿Quién es usted? —Su tono era imperativo.

—Bonjour, monsier le Duc —contestó Caroline—. Encantada de conocerlo.

—¡De una manera bastante extraña! —respondió él de forma cortante.

—Tal vez me equivoque, pero dudo de que sus potentes puertas se hubieran abierto para dejarme entrar y tenía muchos deseos de conocerlo.

Su voz se suavizó al decir las últimas palabras y, de forma deliberada, sus ojos azules adquirieron una expresión coqueta y provocativa al mirarlo, que después se veló por el movimiento de sus largas y oscuras pestañas.

—Le hice una pregunta. ¿Quién es usted?

—Mi nombre es Caroline.

Hubo una pausa antes que él preguntara:

—¿Eso es todo?

—Es el nombre con el que trabajo.

Por primera vez apareció una ligera sonrisa en el rostro del duque.

—Así que pertenece al circo.

—A uno muy importante.

—Eso, por supuesto, no lo dudo.

Nuevamente se produjo un silencio antes que el duque dijera:

—Bueno, señorita, ahora que ha logrado entrar, ¿qué puedo hacer por usted?

—Era lo que esperaba que me preguntara, su señoría. Deseo saber si hay algo que pueda enseñarme, algo que mis caballos no sepan hacer.

Hizo énfasis en el plural de sus palabras y se dio cuenta de que el duque lo había notado, así que agregó:

—Quizá permita que mi palafrenero se reúna conmigo. Trae otro caballo que me gustaría que usted viera, aun cuando no es de la misma clase que Ariel.

—Así que ése es el nombre de su magnífico potro.

—Sí, lo pronunció al estilo inglés.

Caroline sonrió. La conversación se desarrollaba tal como ella lo deseaba.

—Tal vez deba explicarle a su señoría, que cuando estoy en Inglaterra soy inglesa y cuando estoy en Francia, soy francesa.

Le pareció que él se mostraba intrigado, por lo que explicó:

—Mi madre era francesa y mi padre… según me han dicho… inglés.

De nuevo, ante la franqueza de sus palabras, vio aparecer una ligera sonrisa en los labios del duque.

Tenía una boca dura, pensó ella, que incluso podría ser cruel, pero la traicionaba la expresión de sus ojos, que la hizo pensar en él como en un caballero medieval, como los que habían luchado con valentía en Francia en los siglos anteriores.

El duque levantó una mano y uno de los hombres uniformados cabalgó hacia él.

—Que abran las puertas para que el palafrenero de la señorita se reúna con ella.

El oficial hizo una reverencia y se dirigió hacia la puerta.

El duque volvió el rostro hacia Caroline.

—Parece que tenemos algo en común, además de los caballos. Me dice que usted es medio francesa y medio inglesa. Yo también. Excepto que mi madre era inglesa y mi padre francés.

Caroline se sintió asombrada y a la vez intrigada.

Nadie, ni siquiera la señora de Goucourt, le había dicho que el duque tuviera sangre inglesa, pero sin duda a eso debía su estatura, el ancho de sus hombros y el hecho de que, a pesar de su cabello oscuro, no pareciera totalmente un francés, como ella había esperado.

—Su francés es, en verdad, excepcional —continuó el duque—, y no estoy seguro de que mi inglés pueda comparársele.

—Si nos vemos obligados a hablar en inglés, señor, Ariel juzgará cuán inteligible es el suyo.

Hablaba de forma tan provocativa y con tal brillo de malicia en sus ojos, que el duque emitió un sonido que podía considerarse como risa.

Ella estaba segura de que no reía a menudo, y sintió que ahora, cuando menos, ése era un punto a su favor.

En aquel momento vio que Ben cruzaba la puerta y cabalgaba hacia ella. Se dio cuenta de que los oficiales de la escuela lo observaban y que, sin duda, les divertía su apariencia teatral.

Parecía muy pequeño sobre «Muchacho negro». Montaba de forma tradicional, hasta que llego a la mitad de la distancia entre la puerta y el duque.

Entonces se puso de pie sobre la silla, detenido sólo por la rienda que llevaba en la mano, hasta que llegaron junto a Caroline, frente al duque.

Cuando el caballo se detuvo, Ben se quitó el sombrero de copa y se inclinó en una profunda reverencia antes de volver a sentarse.

Sin embargo, el duque miraba más al caballo que a él y Caroline estaba segura de que lo hacía con toda deliberación.

—Muy fino animal. ¿Puede hacer los mismos trucos que el suyo?

—Es joven y aún está aprendiendo, su señoría, como yo, que también deseo aprender.

—Dudo de que podamos enseñarle mucho. Y como la demostración que nos hizo fue extraordinaria, tal vez sea demasiado pedir que nos brinde un poco más de ella.

Caroline le dirigió una atractiva sonrisa.

—Será un placer, señor, si es lo que usted desea.

—Creo que los oficiales se sentirían defraudados si después de haberles ofrecido un aperitivo no les permitiera gozar del resto del banquete.

Caroline lanzó una risa que pareció resonar en el lugar.

—Le haremos una demostración a su señoría, pero le advierto que espero que me pague por ella.

—Por supuesto, señorita.

Nuevamente él llamó a un oficial, y mientras el joven los saludaba con respeto, Caroline notó que la miraba más a ella que al duque.

—La señorita Caroline ha accedido a mostrarnos qué más puede hacer su caballo y le he prometido que, a cambio, le enseñaremos lo que hemos logrado en dos meses de duro entrenamiento.

Pronunció las últimas palabras como si lanzara un reto a los oficiales de caballería para que no lo hicieran quedar mal, y Caroline estaba segura de que era un maestro exigente y de que los jóvenes oficiales le temían.

Después se concentró en observar cómo colocaban los obstáculos en círculo alrededor de donde ellos se encontraban.

Eran casi tan altos como el muro que Ariel había saltado y estaban arreglados de tal forma que a veces resultaba difícil que el caballo efectuara el segundo salto con tanta facilidad como el primero.

También había un muro falso construido con ladrillos de imitación, sueltos, que eran fáciles de tirar si se les rozaba un poco.

Caroline miró hacia Ben y comprendió que él pensaba que no había nada por qué preocuparse si Ariel o «Muchacho Negro» tuvieran que saltarlos.

El terreno se despejó porque los oficiales se colocaron a ambos lados.

Caroline le sonrió al duque.

—Espero no defraudar a su señoría.

—Estoy seguro, señorita, de que eso sería imposible.

En su voz había un tono seco que provocaba que sus palabras no sonaran como un halago, y Caroline se dijo que tendría que luchar para conseguir lo que deseaba, lo que en cierta forma lo hacía más divertido.

Le bastaba mirar a los jóvenes oficiales que la observaban para percibir la admiración que brillaba en sus ojos y que con facilidad se podría aumentar con sólo una mirada o una leve sonrisa de ella.

En cambio, respecto al duque, no se sentía tan segura.

La había sorprendido. Hasta ahora le había permitido llevar a cabo sus planes, pero podría ser difícil conseguir algo más.

Sin embargo, por el momento debía concentrarse en brindar una demostración que lo obligara, al menos, a admirar sus caballos, aunque no la admirara a ella.

No había necesidad de que tocara a Ariel con el fuete. Le bastaba hablarle para que la obedeciera.

Y comenzaron a saltar, librando los obstáculos con evidente facilidad y el muro falso sin derrumbarlo.

Dieron dos vueltas y después, Caroline se dirigió al centro, mientras Ben conducía a «Muchacho Negro».

«Muchacho Negro» saltaba muy bien, pero no había nada de especial en ello.

Era a Ben a quien todos observaban.

Hizo el truco cosaco de montar a un lado del caballo durante el salto, en lugar de quedarse sentado en la silla.

Se puso de nuevo de pie en la silla, como lo había hecho al llegar, aunque esta vez sin tomarse de la rienda, y después saltó a tierra y volvió a montar a «Muchacho Negro» sin permitir que el caballo disminuyera la velocidad de su galope.

De hecho, realizó una docena de trucos que había aprendido en el circo, pero Caroline sabía que era algo notable porque sólo había entrenado a «Muchacho Negro» durante nueve meses.

Cuando terminó, su rostro mostraba una expresión que le indicó a ella lo complacido que se sentía por lo que había hecho.

Después Caroline hizo que Ariel bailara de nuevo. Bailó un vals y luego una polka, como solía hacerlo Juno, y como no había banda musical, Caroline le tarareaba.

Y realizó muchos otros pequeños trucos que sabía que impresionaría al duque, pues sólo un buen jinete conocía lo difícil que era enseñarlos y la paciencia que se requería para lograr la perfección que Ariel demostraba.

Como final, tanto Ariel como «Muchacho Negro» se pusieron de rodillas sobre sus patas delanteras y bajaron la cabeza, con sus jinetes aún sentados en las sillas.

Entonces los espectadores prorrumpieron en aplausos, esta vez acompañados con exclamaciones de «¡Bravo!» que resonaron como un eco a través de la escuela.

Mientras los caballos se ponían de pie, el duque cabalgó hacia ellos.

—Muchas gracias, señorita. No necesito decirle lo magnífica que fue su actuación y cuánto la hemos apreciado los oficiales del cuerpo de caballería y yo.

Caroline inclinó la cabeza en un gesto de agradecimiento y él continuó:

—Nos ha ofrecido un reto y ahora, si desea dirigirse hacia el puesto de saludo, veremos qué podemos brindarle.

Caroline le sonrió, y cabalgaron juntos hacia el puesto de saludo mientras Ben los seguía unos metros atrás.

Como si ella hubiera inspirado a los oficiales de caballería, saltaron los obstáculos en tiempo récord, primero un hombre, después dos juntos, y por último tres.

Era impresionante y Caroline aplaudió entusiasmada.

—Los ha entrenado muy bien, señor.

—Me alegro de que no nos haya visitado hace dos meses, señorita —fue la seca respuesta del duque.

Después los jinetes no sólo completaron la vuelta lo más rápido que era posible, sino que desmontaron, cambiaron caballos y dieron una vuelta más.

El mejor de los jinetes era increíblemente rápido y Caroline decidió que cuando volviera al Parque Langstone probaría ese tipo de carrera con Harry y sus amigos.

Le pareció que sería algo diferente a las competencias de obstáculos y se preguntaba qué premio podría ofrecerse al ganador, cuando el duque interrumpió sus pensamientos.

La carrera acababa de terminar y él le dijo:

—Ahora me gustaría mostrarle lo que puede hacer el caballo que monto, señorita. Es uno de los mejores de mi cuadra y, aunque no hace ningún truco que pueda compararse con los de Ariel, creo que estará de acuerdo en que es magnífico para saltar.

No esperó la respuesta de Caroline y se dirigió hacia las vallas. No había duda de que el animal que montaba era muy superior a todos los que ella había visto en el lugar.

Con facilidad hubiera saltado obstáculos más altos de los que había en la escuela y tenía un estilo que Caroline reconoció como excepcional.

Cuando el duque volvió a su lado le dijo, con entusiasmo:

—¡Fue maravilloso, señor, realmente maravilloso! ¡Me encantaría montar tan magnífico animal y siento que con él podría saltar hasta sobre la luna!

Se hizo una pequeña pausa durante la cual ella comprendió que el duque meditaba sobre la idea. Entonces le dijo:

—Me encantaría que lo hiciera, señorita, pero ya es la hora del almuerzo, así que dejaremos que los caballos tomen un merecido descanso antes del programa de la tarde.

Después añadió:

—Me sentiría muy honrado si me brindara el placer de almorzar conmigo.

—Estoy encantada de aceptar su invitación, su señoría.

Al responder, Caroline sintió una oleada de emoción, ya que sabía que sus esperanzas se habían materializado y que su plan marchaba de maravilla. Pasara lo que pasara, al menos no había fracasado en el comienzo.

Cabalgó junto al duque, con Ben siguiéndolos, después de haber salido de la escuela, por varias calles estrechas, hasta que llegaron a la vereda inclinada que subía la colina hacía el castillo.

Ésta era más empinada de lo que Caroline, cuando la vio desde abajo, había imaginado, y al llegar arriba pudo observar el foso que rodeaba el castillo.

Sobre él había un puente que en el pasado había servido de puente levadizo para defenderse de los asedios, pero que ahora los condujo a un amplio patio situado en el centro del castillo.

Los palafreneros se acercaron para hacerse cargo de los caballos y atender a Ben, en tanto el duque condujo a Caroline a través de una gran puerta, adornada con el escudo de armas de Saumac. Subieron por una escalinata de piedra hacía un salón de altas y estrechas ventanas que daban al valle del Loira.

Sin hablar, Caroline se dirigió hacia la más cercana y admiró, tal como lo había imaginado, un panorama que quitaba el aliento y que por un momento la dejó sin habla.

Era tan bello bajo el brillo dorado del sol que exclamó:

—Ahora siento, como siempre lo había deseado, que estoy en «un rincón de la luna».

El duque sonrió.

—¡Shakespeare! —comentó—. Me parece que se refiere a Macbeth.

—Es usted muy culto, señor.

—Me gusta pensar que lo soy, pero no esperaba…

Se detuvo, y Caroline se dio cuenta de que de pronto se había percatado de lo que había estado a punto de decir. Había comprendido que sería de mal gusto sugerir que una mujer de circo, aunque fuera inglesa o francesa, difícilmente hubiera leído a Shakespeare.

Ella guardó silencio y él, con rapidez, cambio de tema.

—Imagino que querrá lavarse antes que comamos —sugirió—, y quitarse el sombrero. Me gustaría ver su cabello.

Su voz tenía un tono diferente al que había usado hasta entonces y Caroline se sorprendió.

Entonces recordó que no se había presentado como una dama, a quien le hubiera ofendido tales familiaridades, sino como una artista de circo y, sin duda, según el punto de vista del duque, debía ser una mujer que no se preocupaba demasiado por su propia moralidad ni por la de los demás.

Con un esfuerzo logró disimular la sorpresa que mostraban sus ojos y contestó:

—Gracias, señor, me halaga.

Fuera del salón la esperaba una doncella que la condujo hacía un dormitorio muy amplio y bellamente amueblado, que se encontraba en el mismo piso.

Era tan impresionante y decorado con tal exquisitez que Caroline adivinó que se trataba de uno de los dormitorios principales y se preguntó si habría sido utilizado por las famosas Duquesas de Saumac.

Deseó preguntárselo a la doncella, pero pensó que sería un error.

Al mismo tiempo, se sentía muy intrigada ante el hecho de que la madre del Duque hubiera sido inglesa.

Se preguntó si la señora de Goucourt lo sabría, pero supuso que como la duquesa había estado enferma durante años no debió haber sido muy conocida en el mundo social de su tiempo.

Después pensó en la esposa del duque.

¿La habría amado él? ¿Le habría parecido atractiva antes que se volviera loca?

Tal vez había dormido en esa habitación y al mirar por la ventana no había considerado el bello panorama como si estuviera en «un rincón de la luna», sino quizá como una prisión, fuera de contacto con todos los seres humanos que estaban lejos, allá abajo.

Mientras se lavaba las manos y se quitaba el elegante sombrero de montar para arreglar su cabello, Caroline sintió que se dejaba llevar por su imaginación, como hubiera dicho su nana.

La situación era muy emocionante, pero también, en cierto modo, la atemorizaba, porque hacía lo que no tenía derecho a hacer y Harry lo hubiera considerado reprensible.

Jamás había almorzado o cenado a solas con un hombre, ya que desde que llegó a Londres siempre tuvo como dama de compañía a alguna de las tías Lang, así que le pareció que, además de todo, sería una experiencia nueva.

Luego recordó que tenía ante sí una seria tarea, que consistía en intrigar, cautivar y fascinar al duque.

Contempló su imagen en el espejo.

Habría tenido que ser muy tonta para no percatarse de que era muy hermosa, de facciones clásicas.

El brillante azul de sus ojos y la deliciosa curva de sus labios rojos eran una tentación para cualquier hombre, a menos que hubiera encerrado su corazón bajo una coraza de hierro donde nadie pudiera alcanzarlo.

«¿Será eso lo que sucedió con el duque cuando su esposa se volvió loca?» —se preguntó.

¿Y, como consecuencia, le disgustaban las mujeres? De alguna manera sentía que eso no era verdad.

Había algo en él, a pesar de su autoritarismo, que le indicaba que era muy viril.

Cuando se dirigió al salón, después de haber agradecido a la doncella sus atenciones, el rostro de Caroline mostraba una gran sonrisa.

Sabía que su traje de montar no la hacía verse fuera de lugar, porque era de seda y estaba diseñado más como un vestido que como un traje de jinete.

Se cerraba por la espalda, al frente el cuello se anudaba en forma de lazo y llevaba como adorno grandes botones de perlas y bordados en cinta blanca.

El duque la esperaba de pie frente a una chimenea medieval.

No se movió cuando ella entró en el salón, sino que la observó mientras caminaba hacia él de la misma forma, pensó Caroline, en que observaba cómo los caballos saltaban las vallas.

Y a medida que lo hacía, le pareció que intentaba ser crítico. A pesar de que lo consideraba una impertinencia, pensó que era un movimiento a su favor.

—Camina usted con una gracia sorprendente —le dijo cuando llegó a su lado.

—¿Por qué sorprendente? —preguntó ella.

—Porque la mayoría de las mujeres que montan tan bien como usted no bailan con tanta habilidad como la que despliegan en sus monturas; pero en su caso, me arriesgaría a apostar una gran suma de dinero a que es una excelente bailarina.

—Creo que tendré que permitirle juzgar por usted mismo.

—Por supuesto; espero que lo haga.

Un sirviente llegó con copas de vino.

—Es de mis propios viñedos y espero que le agrade —indicó el duque.

El vino estaba frío y era delicioso. Como al instante su mente se trasladó a los viñedos de sus abuelos, Caroline preguntó:

—¿Las viñas de aquí están sanas?

—No tengo ninguna queja sobre ellas —contestó el duque.

—He oído decir, creo que en Angers, que existe un brote de filoxera en la región de Dordogne.

—Es muy serio y sólo nos queda rezar porque aquí, en el norte, permanezcamos inmunes.

Caroline no insistió en el tema; ya había logrado saber lo que quería.

Por lo que cuando se dirigieron a almorzar a una habitación casi tan grande como el salón y también con largas y esbeltas ventanas que daban al norte y al este, se dedicó a conversar con el duque.

Le habló de carreras a las que había asistido en Inglaterra, de los caballos que estaban a la venta en Tattersall y de los éxitos de los miembros del Jockey Club en el hipódromo.

El duque rió varias veces y, al dirigir una mirada hacia el mozo que los atendía, Caroline adivinó por su expresión que no era un sonido que se escuchara con frecuencia en el castillo.

Después de una excelente comida se sirvió el café, y ante la insistencia del duque, Caroline aceptó una pequeña copa de un licor hecho de fresas. Cuando los sirvientes se retiraron, ella dijo:

—Ahora es justo que me hable de su señoría.

—¿Qué quiere saber de mí? ¿Y qué la hizo venir aquí y presentarse de una manera tan original?

—Es bastante simple. Quería conocer su escuela de equitación y estaba segura de que en la puerta usted tendría un aviso que diría: «¡Mujeres, fuera de aquí!».

El duque sonrió.

—Y, sin embargo, usted penetró de esa forma excepcional. Supongo que debió darse cuenta de que era algo peligroso.

—¿Por qué? Ariel podía efectuar ese salto con facilidad.

—Pero pudo no llegar a tierra suave, o algo pudo interponerse en su camino. Es un riego que no debe volver a correr.

—Es un riesgo que no deseo correr si la puerta está abierta para mí.

—Creo que no es necesario que le diga que puede montar en la escuela cuantas veces lo desee, pero no durante las hora en que los oficiales reciben instrucción.

Caroline levantó una ceja y él añadió:

—Debe darse cuenta, señorita, de que usted resultaría una atractiva distracción.

Caroline lanzó una ligera risa.

—No estoy segura de si debo sentirme halagada u ofendida, su señoría, pero le prometo que no interferiré en sus lecciones. Estoy sólo de paso por esta parte del país.

—¿Hacía dónde se dirige?

Hizo un gesto vago con las manos.

—No estoy muy segura. Digamos que estoy explorando Francia.

—Lo dice como si fuera la primera vez que estuviera aquí.

—Así es.

—Y, sin embargo, mencionó que su madre era francesa.

—Vivíamos en Inglaterra y éramos muy pobres.

Al menos eso era verdad, ya que Caroline estaba decidida a mentir lo menos posible y por ello había dado su verdadero nombre.

Recordaba que hacía mucho tiempo su padre le había dicho:

—Si uno va a mentir debe ser una buena mentira, y lo más cercana a la verdad que sea posible.

Su madre había protestado.

—Vamos, Gerald, no le digas esas cosas a la niña. Sabes tan bien como yo que no debe mentirse bajo ninguna circunstancia.

—No puedes ir por la vida diciendo siempre la verdad —había contestado Gerald Lang—. Nada es más incómodo y desagradable que alguien que dice la verdad, según su opinión, para bien de uno.

—Sabes que no me refiero a eso —había contestado la señora Lang—. Detesto las mentiras y deseo que Caroline diga siempre la verdad y acepte las consecuencias.

—Eres tan buena, mi amor, y te quiero tanto por eso… pero creo que Caroline descubrirá que en la vida, a veces, es más fácil «izar las velas con el viento a favor de uno».

—No lo escuches, Caroline —le advirtió su madre.

Pero al mismo tiempo sonreía al hablar y en realidad no era una reprimenda.

Caroline detestaba las mentiras tanto como su madre, y sólo cuando decir la verdad resultaba grosero o cruel, «izaba las velas con el viento a su favor».

Ahora había decidido que, mientras hacía el papel de alguien muy diferente a sí misma, sería tan sincera como le fuera posible.

Tomó un pequeño sorbo del licor y se dio cuenta de que el duque la observaba.

Aún no surgía en sus ojos ese brillo de admiración que ella deseaba, pero al menos lo mantenía atento y estaba casi segura de que lo desconcertaba y de que deseaba saber más acerca de ella.

—¿Quién la acompaña en este viaje? —le preguntó.

—Alguien con quien tengo una buena amistad —contestó, sin darse cuenta de lo que él podría sacar como conclusión de sus palabras.

—Estoy seguro de que debe ser un hombre encantador.

—No es un hombre, es una mujer. Una francesa que estaba ansiosa por volver a su país para visitar a sus familiares y amigos. Por eso vinimos juntas.

—¿Y ella está con usted ahora?

—No está lejos de aquí.

Después de una pequeña pausa, el duque preguntó:

—¿Si la invito a quedarse en el castillo hasta que aprenda todo lo que le interesa sobre mis caballos, tendré que incluirla a ella en mi invitación?

Caroline negó con un movimiento de cabeza.

—No, creo que preferirá quedarse con las personas que ama.

—¿Y usted a quién ama?

Caroline se sorprendió ante la pregunta y durante un momento pensó que no había entendido bien.

De nuevo se dijo que él se permitía tales libertades debido a su apariencia.

—¿Por qué piensa que amo a alguien?

—No puedo creer que sus caballos, por magníficos que sean, llenen su vida. Además, supongo que los ingleses tienen ojos.

—¡Así es! —reconoció Caroline—, pero por el momento siento una gran curiosidad por los franceses. Lo que sucede señor, es que son una especie que no se encuentra con frecuencia en Inglaterra, al menos no en los lugares que yo frecuento.

Ésa era otra verdad, pensó Caroline. Ningún francés vivía cerca de sus propiedades en el campo, y los únicos que conocía eran los que visitaban a sus padres.

Desafortunadamente, los visitantes eran, en su mayoría, mujeres como la señora Goucourt, cuyos esposos estaban demasiado ocupados como para ir a la campiña.

—Hay muchos franceses en la escuela de equitación, que como usted pudo notar, están ansiosos por ser sus amigos.

—Por el momento me basta charlar con su señoría. ¿Vive solo en este enorme castillo?

—La mayor parte del tiempo estoy solo… pero no siempre.

—¿Y qué hace… lee?

—Mucho.

—Aun así, debe sentirse solitario.

—Existe mucha compañía, si la necesito.

—¿Se refiere a los oficiales de la escuela? Los ve durante el día.

En los labios de él surgió una sonrisa, como si se diera cuenta de qué era lo que Caroline trataba de averiguar.

—Estoy a solas solo si lo deseo.

La forma en que la miró fue más elocuente que sus palabras, y de pronto Caroline se percató de que, por supuesto, tendría un amante.

Los libros que había leído le habían enseñado que los franceses eran ardientes amantes y que los propios reyes, como Francisco I, solía recorrer las calles por las noches, de incógnito, en busca de mujeres hermosas.

Y, por supuesto, Luis XIV y Luis XV había tenido innumerables amantes. Ella había leído acerca de Madame Pompadour, Madame de Maintenon, y todas las demás.

Pero jamás había cruzado por su mente la idea de que mientras la esposa del duque se hallaba recluida por su locura, ello no le impediría a él disfrutar de la compañía femenina.

Tal vez sus ojos revelaron sus pensamientos, porque con tono burlón el duque preguntó:

—¿Acaso esperaba que fuera de otro modo?

—Sólo tenía curiosidad… sobre usted… viviendo en un «rincón de la luna»… aparentemente… solo.

No sabía por qué, pero la desconcertaba descubrir que el duque tenía mujeres que lo entretenían.

Había supuesto, por lo que sabía de él, que era un solitario, y que como el destino había roto su vida conyugal ya no le interesaban las mujeres.

—Incluso la luna tiene estrellas que brillan junto a ella.

Por supuesto, se dijo Caroline, habría mujeres en su vida.

Era un hombre muy atractivo y debido a su título y fortuna, las mujeres debían sentirse tan atraídas hacia él como las abejas por la miel.

—Es cierto —comentó, aunque su voz estaba un tanto apagada.

Por primera vez las cosas no parecían salir bien.

Había esperado llegar bella, sensacional, y arrasar con él como una tormenta, debido a que estaba amargado por la forma en que lo había tratado la vida.

Era desconcertante descubrir que estaba satisfecho y que no parecía carecer de ninguna de las comodidades que sólo una mujer puede ofrecer.

Caroline dejó su copa.

—Tal vez debamos volver a la escuela de equitación.

—No hay prisa. Venga, vamos a sentarnos donde estaremos más cómodos.

Se puso de pie al decir aquello, y cuando salieron del comedor no se dirigieron hacia el salón donde había estado antes.

El duque la condujo por un pasillo y abrió la puerta hacia una de las habitaciones más interesantes que había conocido.

Era pequeña y redonda, y ella advirtió que debía estar situada en una de las torres que se encontraban en cada esquina del castillo.

Las ventanas miraban en tres direcciones diferentes y había un cómodo sofá tapizado de seda, muy cómodo, en el cual el duque invitó a Caroline a sentarse.

Ella, en lugar de hacerlo, se dirigió hacia una de las ventanas para contemplar de nuevo el bellísimo paisaje y el río plateado, que le parecía más grande y más largo cada vez que lo veía.

Se detuvo allí un momento, dándose cuenta, sin tener que volver la cabeza, de que el duque la observaba.

—¿Qué piensa? —le preguntó él—. ¿Sigue contenta en la luna o desea volver a la tierra y a todos sus problemas?

—No tengo ninguno por el momento.

—¡Es usted muy afortunada!

—¿Cuáles son los suyos?

Al hacer la pregunta se volvió para mirarlo.

—No tengo ninguno excepto la dificultad de decidir si es usted real o sólo producto de mi imaginación.

—Le aseguro que soy muy real.

—Y muy diferente de todas las personas que he conocido. Tal vez me equivoque, pero tengo la sensación de que lo que muestra en la superficie no es del todo genuino.

Caroline se sobresaltó.

—¿Qué lo hace pensar eso?

—Podría decir que el hecho de vivir aquí, en lo que usted llama la luna, me ha vuelto perceptivo con la gente. Uso mi instinto más que mis sentidos.

Sin pensar, y como ya antes había mencionado a Shakespeare, Caroline citó:

—«El amor no mira con los ojos sino con la mente».

Al decirlo se ruborizó porque comprendió que era un error hablar de amor, pero era demasiado tarde para retractarse.

—Aparece ahora la palabra más utilizada en la lengua francesa —señaló el duque—. ¡L’amour! Me preguntaba cuándo llegaríamos a ella.

—No me refería a eso, como usted debió darse cuenta, señor. Me limité a repetir una cita de la obra: Sueño de una noche de verano.

—Lo sé, y pienso que tal vez debí citar esa obra cuando habló de mi soledad. Con seguridad recuerda que: «se crece, se vive y se muere en bendita soledad».

Caroline pensó que le lanzaba un reto, más como no podía decir que su bendita soledad se debía a la locura de su esposa y comprendiendo que la conversación se volvía inquietante, se alejó de la ventana y se sentó en el sofá.

—Debo irme —dijo con un tono diferente de voz—. Ben y yo tenemos un largo camino que recorrer para regresar a nuestro alojamiento.

—Ya sugerí antes que quizá prefiera quedarse aquí.

La pregunta, ¿sin dama de compañía?, quedo temblando en los labios de Caroline. No obstante, se dijo que él la consideraría una tonta si decía algo semejante.

Era claro que una artista de circo no esperaría contar con una acompañante.

Pero a medida que pensaba que resultaría divertido, y un paso adelante en sus planes, se preguntó qué más esperaría el duque de ella si aceptaba.

También pensó que era capaz de cuidarse sola.

Sabía que Harry se enfadaría mucho si llegaba a enterarse de que se había hospedado en el castillo sin la compañía de la señora Goucourt y, sin duda, era algo que su madre hubiera desaprobado.

Había deseado que el duque la invitara y lo había logrado, así que sería una tontería retroceder justo en el momento en que podría darle una corta y dolorosa lección, abandonándolo después, según esperaba, desconsolado por su ausencia.

«”Si sólo puedo verlo durante el día me tomará mucho más tiempo llevarlo hasta la posición que deseo», pensó, «que es a mis pies, donde Lord Warrington y los otros han estado».

—No estoy acostumbrado a que mis invitaciones se piensen tanto.

—Trato de decidir si debo decir sí o no.

—La mayoría de la gente a quien ofrezco mi hospitalidad está más que ansiosa por aceptarla.

—Me alegro de ser diferente.

—Me sentiré muy defraudado si es tan diferente que rehúsa.

Caroline bajó la vista y sus largas y oscuras pestañas resaltaron sobre la blanca piel de sus mejillas.

—Lo que me pregunto, señor… es qué espera… de sus huéspedes… cuando los recibe.

Como si comprendiera lo que intentaba decirle con esas balbuceantes palabras, el duque sonrió antes de contestar.

—Sólo aquello que están dispuestos a dar. No soy un ogro ni un bárbaro.

Caroline contuvo el aliento y después dijo:

—Con esa seguridad, señor, estoy encantada de aceptar su invitación.

—Entonces lo que haremos será enviar a su sirviente de regreso para recoger la ropa que necesite. Puede llevarse uno de mis carruajes y, si parte pronto, regresara con el tiempo suficiente para que usted esté bella en la cena.

—Sin duda lo intentaré; ahora lo que deseo es montar su caballo, como me lo prometió.

El duque abrió la puerta y ella regresó al dormitorio para ponerse el sombrero.

Al mirarse en el espejo no pudo reprimir un ligero temblor al pensar lo furioso que se podría Harry si supiera lo que estaba haciendo.

Entonces se dijo: «ojos que no ven, corazón que no siente».

No tendría por qué saber lo que había hecho; sólo le contaría que se había vengado del duque, como hacía sido su intención al partir de Inglaterra.

Entonces pensó en la señora Goucourt y decidió escribirle una nota. En la habitación había escritorio y se sentó frente a él para escribir; eligió una hoja de papel que no estaba grabada con el escudo del castillo.

En ella le decía que había decidido pasar la noche con unos amigos y que volvería al día siguiente.

Selló la carta y se la puso en un bolsillo, para entregársela a Ben cuando el duque no se diera cuenta.

Sentía una gran emoción al pensar que su venganza contra él estaba resultando exactamente como la había planeado.