Capítulo 4

Al cabalgar en la escuela sobre el caballo gris del duque, Caroline pensó que nunca había disfrutado tanto.

Aun cuando siempre cabalgaban con Harry, y habían competido, sabía que, como él era mayor que ella y tenía más experiencia, resultaría ganador en todas las ocasiones.

Pero con Ariel había derrotado a todos los oficiales que compitieron con ella, y ahora se disponía a ganarle al duque.

Él la había retado.

—Hasta ahora he sido el juez. Me parece que también debo ser participante.

—Estoy dispuesta, si es usted más veloz que yo, a concederle la victoria, pero con una condición.

—¿Cuál?

—Que me permita montar a Toujours.

Se había enterado ya de que ése era el nombre de su caballo gris y pensaba que se sentía confiado en la victoria porque era, en su estilo, un animal tan excepcional como Ariel.

El duque titubeó antes de responder.

—¿Sugiere —preguntó—, que tendría una ventaja injusta si monto mi propio caballo?

—¡Por supuesto que sí! —respondió Caroline—. Toujours conoce la pista mejor que Ariel, y estoy segura de que la razón de no haya competido antes es que sentía que sería poco deportivo no darle oportunidad a los otros jinetes.

El duque rió.

—Muy bien —accedió—. Usted montara a Toujours y yo elegiré otro caballo.

Dio órdenes para que le trajeran un caballo que hasta ese momento no había saltado durante el día.

Era un castaño joven y al sólo verlo Caroline tuvo la seguridad de que sería muy veloz.

Sin embargo, se sentía encantada de poder montar el caballo del duque, porque sabía, por la expresión de los oficiales, que él jamás había permitido que nadie más lo hiciera.

Como tenía mucha experiencia en el manejo de los caballos y tanto Harry como Ben le habían enseñado cómo controlarlos, no intentó montar a Toujours hasta después de lograr que la conociera.

Le acarició el cuello y la nariz y le habló con voz suave. Cuando se sintió segura de que no la desconocería se colocó a un lado de la silla, indicando que estaba lista para que la ayudaran a montar.

El palafrenero iba a hacerlo, pero el duque, con un gesto, le indicó que se apartara.

En lugar de colocar sus manos como estribo, que era lo usual, la tomó por la cintura y la levantó para colocarla sobre la silla.

Al hacerlo, sus rastros quedaron muy cerca y a ella le pareció que en los ojos grises había surgido esa expresión que tantos esperaba.

Colocó a Toujours en posición y esperó a que el duque montara en su caballo.

—¿Lista, señorita? —preguntó el duque.

—Estoy lista, señor.

—Entonces… ¡adelante!

Caroline no necesitó usar ni el fuete ni las espuelas. Toujours sabía lo que se esperaba de él y saltó el primer obstáculo de una forma magnífica.

Era un caballo muy grande, incluso más alto que Ariel, y para Caroline fue una experiencia emocionante montar tan excelente animal y que fuera un privilegio exclusivo para ella.

Recorrieron la pista en lo que estaba segura había sido un tiempo récord y recibió aplausos y exclamaciones de felicitación por parte de los oficiales que observaban.

—¡Magnífico, fantástico! Estuvo sensacional, señorita —oyó que le decían.

—Monte un animal magnífico —contestó Caroline.

Antes que pudiera deslizarse de la silla, el duque estaba a su lado para ayudarla a bajar.

—Admito, señor, que Toujours es el segundo caballo más maravilloso del mundo.

—Tanto él como yo nos sentimos honrados.

A Caroline le pareció, aunque no estaba muy segura, que la bajaba con mayor lentitud de la necesaria, manteniendo las manos alrededor de su cintura.

Después se volvió para montar en el castaño mientras entregaba a un oficial de alto rango el reloj marcador de tiempo.

Al observarlo, Caroline se dio cuenta de que era el mejor jinete que había visto en su vida.

Ella siempre creyó que nadie podría ser mejor que su padre hasta que Harry creció.

Ahora, aunque detestaba aceptarlo, comprendió que el duque era mejor que cualquiera de los dos.

Algo en la forma en que montaba lo hacía parecer parte de su cabalgadura y ambos se movían al unísono.

No parecía apresurarse, pero Caroline se dio cuenta, cuando saltaba los dos últimos obstáculos, de que los oficiales estaban tensos ella misma contuvo la respiración.

Un segundo, dos segundos.

Al detenerse, el oficial anunció:

—Es usted el ganador, señor duque, por medio segundo.

Se escucharon los vítores, aunque eran menos entusiastas que la ovación que había recibido Caroline.

El duque desmontó y se acerco a ella.

—¿Está satisfecha? —preguntó.

Ella levantó una ceja ante la extraña pregunta.

—De que no hice trampa —le explicó él.

—Jamás pensé que lo haría, y en realidad sólo bromeaba. Lo que es más, aunque le sorprenda, estaba consciente de que, como mujer, se esperaba que ocupara el segundo lugar.

—La mayoría de las mujeres esperan ser las primeras en todo.

—Excepto en los deportes, por supuesto.

Por su sonrisa comprendió que su respuesta lo había divertido.

De regreso al castillo iban enfrascados en un duelo verbal, y Caroline descubrió que era una experiencia interesante que nunca había tenido.

Siempre supo que poseía una mente ágil, y le hubiera gustado discutir e intercambiar puntos de vista con los hombres.

Pero desde que llegó a Londres todos insistían en halagarla y en flirtear con ella; jamás tocaban otro tema de conversación.

Por más que trataba de desviar la charla, siempre volvía al tema del amor; en cambio ahora, con el duque, con cada palabra parecía que cruzaban sus espaldas.

Y le producía la sensación de que deseaba ser el triunfador no sólo como jinete, sino porque él era un hombre y ella una mujer.

Cuando llegaron al castillo, Caroline encontró que Ben todavía no había regresado con su ropa.

Se limitó a quitarse el sombrero y a lavarse antes de reunirse con el duque en la habitación de la torre donde le había dicho que la esperaría.

Para su sorpresa, junto al sofá había una pequeña mesa con un servicio de té de plata.

Caroline lanzó un pequeño grito de placer.

—Es usted muy gentil, señor.

—Sé que los ingleses se sienten perdidos sin taza de té.

—Me sorprende que lo haya pensado. —Caroline recordó que la madre del duque había muerto cuando él era todavía muy pequeño.

—Una de sus compatriotas me enseño muchas de las costumbres inglesas.

Por su forma de hablar, Caroline adivinó que se trataba de alguien muy cercano a él y, sin saber por qué, sintió que le oprimían el corazón.

Se sentó en el sofá y se sirvió una taza de té.

—Me imagino, ya que por el momento se comporta como todo un francés, que no deseará acompañarme —observó.

Evidentemente era más perceptivo de lo que ella había sospechado, pues le contesto.

—¿Por qué sugerí que tenía una amante? ¿Qué otra cosa esperaba?

—No esperaba nada, señor. ¿Por qué había de hacerlo?

—Porque, como a todas las mujeres, le gusta pensar que los hombres siempre deben tener una esposa a su lado.

—Me parece que intenta pensar por mí.

—Pero es verdad —insistió él—. Le aseguro que soy muy feliz viviendo en mi rincón de la luna aunque, por supuesto, ocasionalmente bajo de las alturas para mezclarse con los simples mortales de la tierra.

Caroline comprendió que bromeaba y se sintió mal porque la hacía parecer ingenua y tonta.

—Quizá interrumpo sus planes y compromisos, y tal vez sea mejor que regrese a reunirme con mi amiga.

El duque rió.

—Trata de castigarme por un crimen que no he cometido. Le aseguro que no interrumpe nada. Si no estuviera aquí, yo hubiese cenado solo.

—¿Y lo hubiera disfrutado?

—La respuesta es afirmativa. He aprendido a ser autosuficiente y cuando estoy sola leo y trabajo.

—¿Qué tipo de trabajo?

—Llevo un registro de todos los caballos que pasan por mi escuela y también estoy preparando un trabajo acerca de las escuelas de equitación.

—¡Eso es maravilloso! ¿Podría obsequiarme un ejemplar?

—Todavía no lo he terminado, pero por supuesto que le enviaré uno si me deja su dirección.

—Eso es difícil porque soy una viajera que siempre está recorriendo el mundo. Fue solo por casualidad que llegué a la luna.

La mirada que recibió le indicó que no lo había engañado.

—¿Por casualidad? ¡Lo dudo!

—¿Por qué ha de dudarlo?

—Porque su entrada fue muy bien preparada. Debió haber sabido que yo me encontraba en la escuela en ese momento, y también, ya que cuida mucho su caballo, que no correría peligro al saltar el muro.

Era más intuitivo de lo que ella suponía, y como no deseaba iniciar una discusión acerca de los motivos que la habían llevado a ese lugar, permaneció en silencio.

El continuó sentado, observándola.

—Hábleme del circo en el que actúa, si es que en verdad existe —observó un poco después.

—¿Qué lo hace dudar de su existencia?

—Me es difícil creer, a pesar de lo experta que es con Ariel, que trabaje en un circo, o que siquiera se haya mezclado alguna vez con el tipo de gente que trabaja en él.

—¿Qué sabe de los circos?

—Bastante, por cierto. Varios de ellos vienen aquí cada verano porque esperan venderme sus caballos. Tal vez la sorprenda, pero el castaño que monté esta tarde nació en un circo.

—¡Como Ariel!

Y como deseaba convencerlo de que trabajaba en un circo, le habló de Juno y de su muerte y de cómo Ben había quedado solo con Ariel.

Notó que el duque se interesaba y cuando terminó, él comentó:

—Es demasiado joven y hermosa para esa vida. Hay otras cosas que podría hacer… casarse, por ejemplo.

—¿Con uno de los payasos?

—Si el matrimonio no está entre sus planes, me imagino entonces que debe tener un rico protector.

Las mejillas de Caroline enrojecieron cuando contestó, cortante:

—¿Cómo se atreve a sugerir tal cosa? ¡Está usted equivocado!

Su tono era tan firme que el duque se apresuró a contestar.

—Le pido una disculpa si la he ofendido, pero no creo que el propietario de un circo, a menos que se trate de uno excepcional, le haya proporcionado el traje de montar que lleva, que sin duda cuesta el doble del salario que un artista de circo ganaría en seis meses.

Caroline se sintió tan sorprendida que olvidó su furia y lo miró con los ojos muy abiertos.

—¿Cómo puede saberlo?

El duque comprimió los labios en una mueca que no requería explicaciones.

Temiendo que libraba una batalla que ya estaba perdida, Caroline se levantó del sofá y fue hacia una ventana para admirar de nuevo el paisaje.

El sol comenzaba a hundirse en el horizonte y, sobre él, el cielo semejante un abanico de colores.

Estaba tan absorta ante tanta belleza que se sobresaltó cuando el duque habló a su espalda, pues no se había dado cuenta de que también se había puesto de pie.

—¿Todavía está pensando en si debe o no irse? Estoy seguro de poder evitar que lo haga.

—¿De qué manera?

—Supongo que podría encerrarla en los húmedos y tenebrosos sótanos que hay allá abajo, pero preferiría suplicarle que me haga compañía, ya que disfruto tanto de estar con usted.

En su voz se percibía el tono que Caroline había esperado escuchar y, sin embargo, no le produjo la alegría que esperaba. Por el contrario, pareció convertirse en una vibración interior que provocaba una respuesta inesperada.

—Todavía… creo… que lo mejor… será que… me vaya.

—¿Porque la escandalice?

Levantó la barbilla, con gesto orgulloso, para responder:

—No dije que lo hubiera hecho.

—Pero estoy seguro de que así fue.

Se acerco a ella y se detuvo a su lado junto a la ventana, donde Caroline podía ver su perfil contra el gris de la piedra.

Caroline volvió la mirada hacia el panorama para admirar la puesta de sol, hasta que después de lo que pareció un largo rato, lo oyó decir:

—Es usted muy bella y, como decenas de hombres le habrán dicho, el azul de sus ojos, rodeado de pestañas negras hace un contraste original y encantador.

Hablaba en el tono seco que le era habitual y la frase no pareció un halago, como lo hubiera sido en boca de cualquier otro hombre.

Como temía que la conversación se hubiera vuelto demasiado seria y personal, Caroline respondió:

—Mis ojos son ingleses, pero mis pestañas y mi cabello son franceses. Puede elegir lo que le guste.

—Como francés, por el momento me intriga la parte inglesa, así que hablemos en ese idioma, para variar.

Pronunció la última frase en inglés y Caroline exclamó:

—¡Lo hace muy bien!

—Tuve madre inglesa, nana inglesa y, en un tiempo, institutriz inglesa —explicó el duque.

—Realizaron un trabajo excelente.

Era verdad. El duque tenía sólo un ligerísimo acento y, como hablaba inglés, ella sintió, aunque pareciera ridículo, que ya no era tan amenazador como cuando lo hacía en francés.

Le dirigió una mirada maliciosa al decirle:

—Ahora que habla como todo un caballero inglés deberá comportarse como tal, así que comenzaremos a charlar únicamente de caballos y no sobre nosotros mismos.

—Al decir verdad, sólo quiero hablar de usted. Me intriga, y debo añadir que soy muy curioso.

—Me parece que sería un error entrar en detalles prosaicos. Su señoría reconoce que éste es un lugar encantado, lejos del mundo ordinario de los seres humanos. Muy bien, por el momento no somos humanos.

—¿Entonces qué somos?

Caroline le dirigió una sonrisa encantadora.

—Usted, por supuesto, es el Hombre de la Luna, y yo soy una estrella errante que ha llegado a visitarlo.

—¡Estupenda descripción! Brilla como una estrella y se viste como tal.

Sus ojos recorrieron el traje de montar color rosa y Caroline se dio cuenta, de pronto, de que cómo había procurado aparecer teatral, el talle era muy ceñido y revelaba la curva de sus senos.

La cintura estaba más acentuada de lo que se consideraba apropiado para los trajes de montar.

Se turbó, deseando haber confiado solo en su habilidad de jinete para llamarle la atención y no en el efecto teatral de su vestimenta y la de Ben.

Presintiendo lo que el duque estaba pensando, observó con rapidez:

—Estoy segura de que Ben ya debe haber regresado con mi equipaje y, si es posible, me gustaría tomar un baño antes de la cena.

—Por supuesto. Con seguridad ya está listo, y como tenemos mucho de qué hablar, me gustaría que cenáramos temprano.

Sacó el reloj de su bolsillo y le indicó:

—La espero aquí en una hora.

—Una hora me basta. Gracias, señor, por una tarde encantadora.

Él le tomó una mano para besarla, al responder.

—Debo agradecerle una experiencia que jamás olvidaré.

El contacto de sus labios sobre su piel le produjo una extraña sensación, diferente a todas las que había experimentado cuando otros hombres habían besado su mano.

Mientras se apresuraba a recorrer el pasillo hacia el dormitorio, tuvo la sensación de que escapaba de algo que era atemorizante pero también emocionante y, sin embargo, amenazador.

La doncella ya estaba acomodando las cosas que Ben había traído.

Debido a que Caroline no quería que nadie supiera dónde se alojaba, había insistido en que Ben fuera a caballo y rehusara el vehículo que el duque les ofrecía.

—Recuerda que es importante que los sirvientes no sepan dónde me encuentro —le había advertido.

—Puede confiar en mí, señorita.

Caroline le había entregado una lista de lo que necesitaba.

—Recuérdale a mi doncella que el vestido que necesito es el rosa que le dije que guardara aparte de los demás.

—Se lo diré.

A punto de despedirlo, Caroline pensó en algo y le habló con voz muy baja, para evitar que nadie la escuchara.

Mientras él asentía con la cabeza, ella comprendió que no le fallaría. Después se había apresurado a reunirse con el duque.

Eso había sucedido al terminar el almuerzo, así que Ben tuvo tiempo suficiente para llegar a la hostería y regresar.

Hubiera deseado hablar con él para saber si todo estaba bien y asegurarse de que la señora de Goucourt no estaba preocupada por su ausencia.

Pero se dijo que no había razón para ello.

La doncella extendía el vestido que había sido envuelto para que pudiera llevarse en las ancas del caballo sin arrugarse.

Era rosa, más no el que Caroline había pedido.

Al salir de Inglaterra, con deliberación, no había traído consigo a la experimentada doncella que cuidaba de ella desde que Harry había heredado y podía pagar la mejor servidumbre.

Era una mujer en la que Caroline confiaba porque era muy eficiente, pero no era el tipo de compañía que le convenía para este viaje en particular.

Por lo tanto, había insistido en llevarse una doncella joven, que era honesta y trabajadora, aunque no muy lista.

Caroline sabía que haría lo que se indicara sin hacer muchas preguntas, y eso era lo que necesitaba.

Todo había resultado sencillo porque la doncella que la atendía odiaba el mar y enfermada durante las travesías. Aunque le había dado innumerables instrucciones, la excitación del viaje con seguridad había provocado que olvidara la mayor parte de ellas.

En lugar de enviarle el traje rosa atrevido y teatral que había elegido para esa ocasión, había mandado uno de sus propios vestidos.

Era un traje precioso, que llevaba la marca de uno de los talleres de costura más costosos de la calle Bond, que se preciaba de ofrecer a su clientela la elegancia de París.

Se preguntó qué pensaría el duque al verla con ese vestido y tuvo la incómoda sensación de que despertaría en él más sospechas de que ella no era quien pretendía ser.

Se dijo entonces que lo que él pensara no tenía importancia. Estaba segura de que comenzaba a enamorarse de ella y, en cuanto estuviera segura de que así era, desaparecería como era su intención, dejándolo en un estado de frustración y desdicha.

Cuando había comenzado a pensar en su plan, en Inglaterra y durante la travesía, le había parecido una idea brillante; pero ahora que todo salía a la perfección, se sentía angustiada.

En su imaginación, el duque no era más que un muñeco de cartón, no un hombre de carne y hueso.

Sólo era un niño cuando comenzó la historia en que su madre había huido del padre de él para casarse con el hombre a quien había entregado su corazón. La consecuencia consistió en que el viejo duque había desplegado su venganza para hacerle a su rival la vida intolerable.

Era una historia digna de haber sido escrita por una novelista, pensaba Caroline con frecuencia.

¿Y qué mejor final que el feliz matrimonio del que habían disfrutado sus padres?

Era ella quien se resistía a que la historia acabara allí.

Siempre había deseado vengarse del duque que había hecho sufrir a su padre, y de sus abuelos, que habían sido tan crueles con su madre.

La oportunidad se había presentado con la carta de su abuela y ahora se desarrollaba una nueva historia, con ella en el castillo del ogro.

Sólo faltaba que llevara a cabo el resto de su plan y el primer capítulo de su venganza habría terminado.

Después continuaría con el siguiente.

Para su sorpresa, mientras se bañaba en agua perfumada con esencia de camelias, Caroline descubrió que aún tenía miedo.

No comprendía la razón. Se dijo que no sentía miedo de estar a solas con el duque en el castillo.

Podía ser autoritario pero era un caballero, y no podía creer que le faltara al respeto. Todos los hombres que la habían cortejado, aunque estaban locos de amor, la habían obedecido cuando se rehusaba a que la besaran y, aunque le habían rogado que no los dejara, jamás habían intentado evitarlo.

Con el duque sería lo mismo, pensó Caroline mientras se secaba con una toalla muy suave.

De pronto se le ocurrió que, debido a que pretendía ser una artista de circo y no se mostraba como la dama que en realidad era, la actitud de él podía ser muy diferente.

Comprendió que no debió haber aceptado pasar la noche en el castillo.

«Harry se horrorizaría», pensó.

Y sabía que tanto su padre como su madre se habrían escandalizado.

Entonces levantó la barbilla.

«El fin justifica los medios», se dijo para tranquilizar a su conciencia.

Y el fin que buscaba era humillar al duque haciéndolo que deseara a una mujer que lo rechazaría y desaparecería de su vida.

«Tal vez… me pida… que sea… su amante», pensó.

Recordó que él había dicho que no siempre estaba solo y se dijo que había sido una tonta. Trató de reanimarse recordando que como era medio inglés, con ella utilizaría el código de honor de un caballero británico.

Por lo tanto, se comportaría como Lord Warrington y los otros que le habían propuesto matrimonio.

Le habían suplicado y hasta habían amenazado con quitarse la vida si ella no les daba el «sí».

Pero jamás la habían molestado ni la habían besado contra su voluntad.

«Con el duque será igual», pensó en tanto se sentaba para que la doncella le arreglara el cabello según le había indicado.

Después de vestirse se miró en el espejo y frunció el ceño al darse cuenta de que aparecía muy diferente de cómo se lo había propuesto.

El traje que pidiera y que la tonta de su doncella no le había enviado, era de un intenso tono de rosa, bordado con lentejuelas y diamantina, más recargado de lo usual, aunque la moda de noche ya era bastante elaborada.

Por eso Caroline, que era pequeña, siempre prefería el estilo francés, que dependía más del corte que de los adornos.

El que ahora llevaba era color de rosa suave, como flores de almendro, y muy sencillo comparado con el de otras debutantes.

Y, como revelaba su perfecta silueta y la esbelta cintura, con el frente ceñido y un polisón en la parte de atrás, la hacía parecer como una joven diosa que sugiera del sol brillante para esparcir vida y belleza en un mundo oscuro.

Caroline también había adquirido joyas de fantasía antes de salir de Londres, que pensaba usar en lugar de las suyas.

En su prisa había ordenado:

—Guarda el collar, el brazalete y las estrellas que van con el vestido rosa —pensando que su doncella había entendido.

En cambio, la muchacha había guardado sus joyas auténticas y, pese a que el duque las observaría intrigado, se las puso porque complementaban la elegancia del vestido.

Había tres estrellas para el cabello, además de un pequeño collar de finas perlas que Harry le había regalado, así como un delgado brazalete de perlas y brillantes que habían encontrado entre las joyas de Langstone, que formaban una valiosa colección usada por las condesas anteriores.

Algunas eran magníficas, sin duda herencia de familia.

Harry había puesto en resguardo parte de ellas, diciendo que Caroline era demasiado joven para usarlas. En cuanto al resto, le había indicado:

—Úsalas hasta que las necesite para mi esposa y tú tengas un esposo que te obsequie otras mejores.

Caroline se lo había agradecido y como le gustaban las joyas aunque nunca había tenido ninguna, le encantaba usarlas.

Al contemplar su imagen pensó que parecía más una debutante que una artista de circo y, sin duda, su porte no podía ocultar que pertenecía a la nobleza.

Sabía que no podía hacer nada para evitarlo, excepto usar un poco más de color en los labios.

Lo hizo, pero el rojo de su boca era una nota tan discordante con el resto de su apariencia que la despintó y se alejó del espejo.

Dio las gracias a la doncella, salió del dormitorio y se dirigió por el pasillo hacia el salón de la torre. Por reprobable e incorrecto que fuera lo que hacía, sin duda era una gran aventura.

Y una aventura así solo podría encontrarse en un castillo situado en las alturas, magnífico e imponente, para cenar a solas con el hombre más enigmático e interesante que hubiera conocido nunca.

Un sirviente le abrió la puerta y observó que ya había encendido las velas, a pesar de que por las ventanas entraba aún una luz suave. La habitación tenía un ambiente de misterio, pero le era imposible pensar en nada más que en el duque.

Si era impresionante en sus sencillas pero bien cortadas prendas de montar, en traje de etiqueta aparecía muy diferente. Emanaba tal magnificencia que Caroline pensó que si lo hubiera visto en cualquier lugar en Inglaterra, le hubiese sido imposible no reparar en él.

Se quedó inmóvil un momento, de espaldas a la puerta, mirándolo de pie frente a la chimenea, donde había prendido el fuego. Sus ojos se encontraron y los dos quedaron como hipnotizados.

Con un gran esfuerzo, ella logró caminar hacia él y le escuchó decir:

—Así es como debe estar siempre. Ahora sé qué era lo que estaba mal.

—¿Mal? —preguntó Caroline, aunque comprendía lo que él quería decir.

—Su traje de fantasía. Efectivo, y sin duda llamativo, pero debo añadir que innecesario.

Aunque era algo que pocas veces le sucedía, Caroline se sintió turbada.

El duque tomó una copa de champaña de una mesa lateral y se la entregó.

—Como ésta es nuestra primera cena juntos, creo que debo hacer un brindis, pero no encuentro las palabras adecuadas.

—Eso es muy extraño en un francés.

—Creo que esta noche me siento inglés y deseo expresarme con más sinceridad que elocuencia.

—Me alegra que piense que los ingleses son sinceros.

—Me gustaría creer que son tanto sinceros como dignos de confianza.

Al hablar la miró directamente a los ojos e hizo que ella eludiera la mirada.

Tenía la inquietante sensación de que el duque penetraba hasta el fondo de su alma, y de que trataba de descubrir el secreto que le ocultaba.

—A mí me resulta fácil hacer un brindis —le dijo para distraer su atención.

Levantó su copa.

—Para el Hombre de la Luna, porque su luz nunca deje de brillar para quienes la necesitan.

—¿Eso es lo que piensa que hago? —preguntó él con cinismo.

—Si no lo hace, quizá lo estimule a cumplir con su deber.

Caroline sorbió un pequeño trago de su copa y después la dejó sobre una mesa cercana.

—¿Cree que Ariel se encuentre cómodo? —preguntó, para tener algo sobre qué conversar.

—¿Pone en duda la hospitalidad de mis caballerizas?

—Cuando las vi por fuera me parecieron soberbias.

—Mañana le mostraré el interior. Hace poco agregué instalaciones modernas que espero le causarán una buena impresión.

—No creo que puedan ser mejores que las caballerizas que tenemos en Inglaterra.

—¿Su circo dispone de tanto dinero como para sostener modernas caballerizas?

Caroline se dio cuenta de que había olvidado que se suponía que estaba permanentemente con el circo y, en realidad, había pensado en las caballerizas del Parque Langstone.

—He visto bastantes caballerizas que no pertenecían al circo —contestó.

—¿Por su amistad con los duelos de ellas?

Lo preguntó en francés, por lo que pareció menos directo que si lo hubiera dicho en inglés.

De cualquier forma, Caroline se molestó.

—Si su intención era ser desagradable, señor, permítame informarle que lo ha conseguido.

El duque tomó la mano de ella entre las suyas.

—Perdóneme. Lo que pasa es que usted es muy perturbadora. ¿Quién es? ¿Por qué ha venido? Son preguntas que le haré sin cesar hasta que encuentre las respuestas.

—¿Y cuando lo logre, qué diferencia habrá?

—Eso es lo que me intriga.

—Lo dudo mucho, pero al menos le proporcionará algo en qué pensar.

—Ya me lo ha dado. Y debo añadir que aunque me perturba, me resulta usted fascinante.

Se llevó la mano de ella a los labios y de nuevo, cuando la besó, le provocó a Caroline una extraña sensación.

Con alivio escuchó anunciar que la cena estaba lista.

Se dirigieron al comedor donde habían almorzado, pero ahora las cortinas estaban corridas y las velas, sobre un candelabro de oro colocado en el centro de la mesa, eran la única luz en la habitación.

Al sentarse junto al duque, Caroline tuvo la sensación de que el ambiente propiciaba a que se acentuara su impresión de vivir un cuento de hadas.

A decir verdad, él no parecía real, sentado en la gran silla labrada, con el escudo de armas de su familia bordado sobre el terciopelo rojo.

Sirvientes vestidos con adornadas libreas sirvieron en fuentes de oro la comida más deliciosa que Caroline había probado en su vida.

El vino y la charla que se desarrolló durante la cena la hicieron sentir que estaba en un escenario y representaba una obra tan bien escrita que era difícil saber cómo terminaría el primer acto.

Una vez más, ella y el duque se enfrascaron en un duelo verbal, y todo lo que decían parecía tener un doble sentido que hacía imposible que hablaran otro idioma que no fuera el francés.

Cuando la cena terminó y los sirvientes se retiraron, Caroline exclamó:

—¡Ha sido la cena más deliciosa de toda mi vida!

—Esperaba que dijera que había sido la más interesante.

—¡Eso no era necesario decirlo! Disfruté de su conversación más de lo que puedo expresarle.

—También yo. ¿Cómo puede ser usted tan inteligente?

—Supongo que se debe a que recibí una buena educación.

—No creo que ésa sea la verdadera razón.

—¿Entonces cuál es?

—Que usted piensa. Pocas mujeres piensan en otras cosas que no sea en ellas mismas.

—¿Ésa ha sido su experiencia?

—Y la de la mayoría de los hombres. Lo que quiero decir, Caroline, es que usted es única.

La había llamado por su nombre por primera vez y Caroline pensó que sería bastante tonto insistir en que la llamara «señorita».

Le dirigió una sonrisa traviesa al responder:

—Le agradezco que piense así. Disfruto del hecho de ser diferente.

—Le creo porque es diferente, muy diferente, de una manera que resulta difícil describir.

—Se puede decir lo mismo de usted. Por supuesto que sabe que es diferente de los otros hombres. Me parece, si desea ser sincero, que debe reconocer que es una diferencia tanto aprendida como congénita.

—¿Me acusa de representar una farsa?

Caroline levantó los hombros.

—Si quiere expresarlo así. Todos actuamos siempre, de una manera u otra.

—Algunos más que otros, como usted lo hace ahora.

—No sé por qué insiste en ello.

—Porque es evidente. Representa con mucha habilidad su papel… ¡pero a mí no me engaña!

—¿Por qué iba a desear hacerlo?

—Eso debe decirlo usted, y es lo que yo quiero saber.

Otra vez se volvía perceptivo, pensó Caroline, y eso era peligroso.

—Regresemos a la sala de estar —sugirió—, me gustaría ver lo que ha escrito sobre las escuelas de equitación. Sé que va a interesarme mucho.

El duque no respondió, se puso de pie al mismo tiempo que ella y caminaron en silencio de regreso a la torre.

Habían cerrado las cortinas, avivando al fuego de la chimenea y la habitación adquirió una atmósfera cálida y romántica.

Un sirviente cerró la puerta en cuanto ellos entraron y Caroline se dirigió hacia la chimenea para extender las manos hacia el fuego.

—Todavía hace bastante frió por las noches —observó—. Me agradan los buenos fuegos en las chimeneas. Siempre me sentí segura de que haría frío en la luna.

Volvió la cabeza para sonreírle y advirtió que estaba de pie, más cerca de ella de lo que suponía, con una expresión en el rostro que hizo dar un vuelco a su corazón.

—Es usted adorable… increíblemente bella —le oyó decir casi en un susurro.

—Me alegra… que así… lo piense —trató de adoptar un tono ligero, pero por alguna extraña razón las palabras se negaban a salir de su garganta.

—Siempre creí que debía existir alguien como usted en el mundo y debo haberla soñado porque hoy me pareció que ya la había visto antes, en algún lugar.

Caroline sintió que se estremecía de miedo.

Con frecuencia se había preguntado si el viejo duque conservaría algún retrato de su madre que, sin duda, habría sido donde el duque actual había visto su rostro.

Permaneció en silencio y él prosiguió diciendo:

—¿Qué voy a hacer con usted? ¿Cuánto tiempo puede quedarse a mi lado y cuando se vaya… qué voy a sentir?

Como hablaba con una seriedad que ella no esperaba, Caroline retrocedió unos pasos para alejarse de él mientras le decía:

—Le dije que era una estrella errante que sólo pasaba de visita. ¿Por qué preocuparse por el mañana?

—Es verdad, ya que tenemos esta noche.

Acentuó la última palabra y de pronto Caroline se sintió asustada.

El duque no se había movido, pero ella levantó las manos como para evitar que la tocara.

—Por favor —dijo—, hablemos de nuestros… caballos.

—Deseo hablar de usted.

—No, por favor… no.

—¿Por qué no?

Se acercó a ella, y aunque Caroline quiso alejarse, encontró que a su espalda había una silla que se lo impedía.

—Si se pone insistente voy a lamentar haberme quedado.

—No creo que eso sea verdad. Sé que durante la cena disfrutó de nuestra charla tanto como yo. Y ahora estamos solos, nadie podrá interrumpirlos.

—Me… asusta —balbuceó Caroline con voz baja.

—¿Por qué?

—No… lo… sé… pero me… asusta. Por favor… por favor…

Se hizo el silencio durante un momento, hasta que el duque ordenó:

—¡Míreme, Caroline! ¡Mírame, quiero ver sus ojos!

Por alguna razón que no podía explicarse, Caroline comprendió que no podía sostener su mirada.

Hizo un pequeño ademán con las manos; entonces él insistió:

—¡Míreme!

Era una orden, y como Ariel, no pudo resistirse a obedecerla, levantó los ojos para mirar los de él.

Por un momento ambos se quedaron inmóviles. En ese instante a Caroline le pareció que todo se desvanecía, la habitación, las velas, el castillo, el paisaje.

Sólo había dos ojos grises que llenaban el universo.

Ella se movió, o quizá fue el duque. Lo único que Caroline pudo notar fue que, mientras le sostenía la mirada, él la rodeaba con los brazos y sus labios apresaban los de ella.

En el fondo de su mente, sabía que esto era lo que había deseado y, al mismo tiempo, temido, sin embargo, lo que había convertido en algo emocionante cada minuto con el duque.

Nunca la habían besado, pero era exactamente como lo había imaginado y sintió que al acercarla más y más a él, se convertían en un solo ser, indivisible.

Entonces se volvió parte de la misma luna, y vio estrellas alrededor de ellos; no existía el mundo, ni los problemas, ni la gente; sólo el cielo y un éxtasis que los envolvía como una luz que brotara de su interior y que, sin embargo, era parte de lo Divino.

Caroline comprendió que esto era el amor, tal como había soñado que sería cuando lo encontrara, pero que hasta ahora la había eludido.

Un amor tan exigente y a la vez tan intenso, completo y perfecto, que no podía combatirlo ni escapar de él.

El duque la besó hasta que ella ya no pudo pensar más que en sumergirse en la maravilla de sus labios.

Cuando él levantó el rostro, Caroline lanzó un murmullo ahogado y escondió el rostro en el cuello del duque.

—¿Comprendes ahora lo que he tratado de decirte? —le preguntó con voz baja, tuteándola por primera vez.

Hablaba en francés y a ella le pareció que la voz le temblaba, si bien no estaba segura.

En ese momento le era imposible responderle. Una perturbante sensación recorría su cuerpo.

El duque le puso una mano bajo la barbilla para levantar su rostro hacia él.

—No hay necesidad de preguntas entre nosotros. Eres mía, como supe que lo eras cuando te vi por primera vez y creí que habías salido de uno de mis sueños.

Otra vez tenía la boca muy cerca de la de ella al decir:

—¡Eres mía, Caroline, y te deseo! ¡Te deseo, ahora!

Al terminar de hablar sus labios volvieron a cerrarse sobre los de ella. Pero ahora tenían un fuego que Caroline no había imaginado que pudiera existir, y tan intenso y exigente, que, con sorpresa, se encontró respondiendo a él.

La besó hasta dejarla sin aliento, hasta que sintió que la habitación danzada a su alrededor y que le sería imposible mantenerse de pie si él no la sostenía.

Después la besó en el cuello y le despertó emociones que jamás había experimentado, hasta que abrió los labios para dejar salir la respiración en gemidos y él volvió a capturar su boca.

El fuego era más intenso y Caroline podía sentir sobre su pecho el latir del corazón de él.

Entonces le escuchó exclamar, con voz ronca y apasionada:

—¡Te deseo! ¡Dios, cómo te deseo! Retírate a tu dormitorio, mi amor. No hay razón para que esperemos más.

La rodeó con los brazos y la condujo a través de la habitación. Abrió la puerta, pero como había un sirviente en el pasillo apagando las velas, apartó el brazo.

—No tardaré —le murmuró al oído, para que sólo ella lo escuchara.

Después volvió al salón, cerrando la puerta tras de sí.

Caroline caminó por el pasillo, rumbo al dormitorio, como si estuviera hipnotizada.

Sólo cuando llegó a su cuarto comenzó a volver a la realidad y a comprender lo que sucedía.

Era lo que vagamente había supuesto que ocurriría, aunque no de la forma en que estaba pasando.

Pero como se había dicho a sí misma que debía ser sensata y no correr riesgo con un hombre a quien no conocía, estaba preparada.

Ya dentro del dormitorio, se quedó inmóvil; no podía irse porque, en realidad, deseaba quedarse con el duque.

Y, sin embargo, las intenciones de él al decirle que la deseaba estaban escritas con fuego ante los ojos de ella.

Recordó que los hombres que había conocido hasta entonces, siempre la habían tratado como porcelana de Dresden y ninguno le había exigido tanto ni se había expresado así ante ella.

Había pensado que con el duque sería lo mismo y que podría manejarlo como a los otros, que habían puesto el corazón a sus pies y le suplicaban que lo aceptara.

En cambio el duque se había posesionado de ella y sólo había una cosa que hacer: huir, y rápido, porque estaba asustada no sólo de él, sino también de sí misma.

Se dirigió al guardarropa y sacó una gruesa capa de noche en la cual la doncella había envuelto las cosas que le había enviado. Era justo lo que necesitaba porque no tenía tiempo para cambiarse de ropa.

Se la colocó sobre los hombros y abrió la puerta del dormitorio con precaución. El sirviente que apagaba las velas ya no estaba a la vista. Temió que el duque saliera de la salita y la viera, a pesar de que estaba segura de que ya se había dirigido a su propio dormitorio.

Se deslizó con rapidez por la escalera, cuidando de que sus zapatillas no hicieran ruido. Al llegar al vestíbulo observó que el portero cabeceaba sentado en una silla junto a la puerta.

—Ábreme, por favor —ordenó Caroline, con una voz que era más bien un susurro.

El hombre se sorprendió, pero obedeció, y en cuanto la puerta se abrió un poco, ella se deslizó y se dirigió corriendo hacia el puente, cruzándolo pocos minutos después.

Tan pronto llegó al otro lado vio que Ben la esperaba bajo un árbol y entre las sombras, con dos caballos, tal como se lo había ordenado.

Estaba cómodamente sentado sobre la hierba y comprendió que no la esperaba tan temprano y que se disponía a permanecer allí toda la noche.

En el momento en que la vio llegar se puso de pie.

—¿Cabalgará vestida así, señorita? —le preguntó.

Caroline no contestó, se limitó a apoyarse en la silla de montar de Ariel y Ben le ayudó a subir.

Cabalgaron con rapidez; Caroline hacía correr a Ariel como si estuviera huyendo del diablo.

Sabía que huía, no sólo del duque, sino de su propio corazón que inexplicablemente, había quedado cautivo en la luna.