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Crisis y restablecimiento
EMPERADORES, USURPADORES Y GUERRAS, 235-284
El periodo que transcurre entre el asesinato de Alejandro Severo en el año 235 hasta el año 284 se caracterizó por la presencia de un gran número de emperadores y pretendientes, la corta duración de mandatos y el hecho de que sólo Claudio el Gótico evitó un desenlace violento (murió a causa de una epidemia). Con Maximino el Tracio se inaugura este cambio de situación: ascendió en la jerarquía del ejército y, cuando emprendió una revuelta contra Alejandro Severo en 235, decidió quedarse con su ejército en el Rin, donde libró la batalla junto a sus tropas. Sin embargo, no logró conquistar a la clase senatorial, que no admitía su pasado humilde y los conflictos que ocasionó en África debido a los altos impuestos cuando en el año 238 el gobernador Gordiano I y su hijo, Gordiano II, terminaron dirigiendo una revuelta de forma no deliberada. Aunque esta revuelta no tardó en ser sofocada, en Roma, el Senado eligió a dos nuevos emperadores de entre un grupo de senadores distinguidos: Pupieno y Balbino, ancianos de rango consular. Elementos leales a los Gordiano organizaron una manifestación popular a favor del nieto de Gordiano I, quien se convirtió en colega de Pupieno y Balbino como Gordiano III. En vez de marchar sobre Roma, en el año 238 Maximino el Tracio se vio envuelto en el prolongado sitio de Aquilea, cuidad del norte de Italia que se había declarado en su contra. La creciente desafección de las tropas, causada por las penurias de la campaña y la severidad de su líder, desembocó en su asesinato ese mismo año. Pero Pupieno y Balbino no lograron establecer un régimen estable y poco después fueron asesinados por la guardia pretoriana en Roma, cuerpo que se declaró a favor de Gordiano III.
Gordiano III consolidó su posición con la ayuda de sus consejeros, por ejemplo, disolviendo la Legión III Augusta, que había aplastado la rebelión de Gordiano I. Como anticipo de lo que había de ocurrir, los persas amenazaron desde Oriente y los godos hicieron lo propio desde la orilla opuesta del Danubio. En 244, cuando Gordiano III resultó vencido (y probablemente muerto en combate) por el rey persa Sapor I, su prefecto pretoriano, Marco Julio Filipo, fue proclamado emperador. Filipo compró a Sapor con una cuantiosa indemnización y cedió Armenia al control persa; debía regresar a Roma lo antes posible. Habiendo proclamado césar a su hijo de siete años, Filipo se dirigió al Danubio, donde logró importantes éxitos militares. De vuelta en Roma, celebró el milenio de la fundación de la ciudad y proclamó augusto a su hijo. Sin embargo, los problemas no cesaron en el Danubio y, en el año 249, las tropas de Cayo Mesio Quinto Decio, exitoso comandante de Filipo, proclamaron a su líder emperador, posiblemente contra la voluntad de éste. Filipo fue derrotado y asesinado en Verona en 249, y su hijo no tardó en seguir su mismo destino. Decio emprendió una violenta persecución contra los cristianos, convencido aparentemente de que el resurgimiento del culto al Estado era crucial para el bien del imperio. Enfrentó la amenaza de los godos dirigida por el caudillo Cniva, pero después de una reñida batalla, la ciudad de Filipópolis (Tracia) fue rendida a los godos. El deterioro de la situación desencadenó sublevaciones y desafección, lo que demostró hasta qué punto tenían importancia las destrezas militares de un emperador. Decidido a demostrar su valía, Decio contraatacó en 251 e interceptó a Cniva en Abrito, donde sufrió una derrota desastrosa y finalmente murió a manos de su adversario.
En el año 251, durante este periodo de crisis, las tropas eligieron como emperador a Cayo Vibio Treboniano Galo, gobernador de Mesia, quien en una actuación lamentable pactó con los godos y les permitió irse del imperio con su botín y prisioneros; además, se comprometió a pagarles una indemnización anual. Entretanto, en Oriente, Sapor I saqueaba territorios romanos y, en el Danubio, el gobernador de Mesia, Emiliano, atacaba por iniciativa propia a los godos, era proclamado emperador por sus tropas y partía de inmediato hacia Roma, dejando la zona a merced de Cniva, cuyos asaltos llegaron hasta Macedonia. Galo se enfrentó a Emiliano en la ciudad italiana de Interamna, pero su propio ejército lo asesinó en el año 253. Emiliano no pudo disfrutar de su victoria durante mucho tiempo: Publio Licinio Valeriano, a quien Galo le había ordenado buscar refuerzos, se acercaba rápidamente y Emiliano murió a manos de sus propias tropas antes de que se iniciara el conflicto.
El nuevo emperador, Valeriano, era un senador de gran renombre y designó a su hijo Galieno como su cogobernador. Su principal preocupación era la coyuntura militar y se repartieron las responsabilidades: Galieno se ocuparía del norte y Valeriano de Oriente. En este punto, el principal peligro eran los godos, formados por pueblos muy diversos que se habían trasladado desde la parte occidental del mar Negro hasta Bitinia. Mientras Valeriano se enfrentaba a esta amenaza, los persas, bajo el liderazgo de Sapor I, avanzaban peligrosamente, lo que ocasionó que el emperador volviera al Éufrates en 254 y cooperara con Odenato, rey de Palmira. En 260, Sapor atacó Carras y Edesa; finalmente inició negociaciones con Valeriano para tenderle una trampa y apresarlo junto a la mayoría de sus oficiales. Valeriano murió en cautiverio, convertido, según se dice, en escabel de Sapor. Entretanto, Galieno estabilizó la zona fronteriza septentrional de Ilírico y se trasladó al Rin en 254; nombró sucesor a su hijo Valeriano (Valeriano II). No obstante, cuando Valeriano II murió en el año 258, Galieno tuvo que enfrentarse a una revuelta, lo que permitió que los alamanes atacaran Galia y los jutungos Italia, con consecuencias devastadoras. No fue hasta el año 260 cuando Galieno regresó a Italia y derrotó a los alamanes en Milán.
Para entonces, Galieno ya tenía conocimiento del importante revés sufrido en Oriente, donde los persas habían incursionado en dirección oeste y estaban conquistando ciudades romanas. Afortunadamente, Odenato se posicionó del lado de Roma y en 261 fue recompensado con beneficios y títulos: «líder y gobernador de todo Oriente». (Dux, Corrector Totius Orientis), lo que puede considerarse una jugada estratégica por parte de Galieno; por su parte, Odenato llevó la guerra a territorio persa. En Occidente, Galieno, bajo una inmensa presión, hizo lo propio después de que Póstumo, gobernador de Germania Inferior, se sublevara y asesinara a Salonino, hijo menor del emperador, en el año 260. Póstumo había convertido el Imperio galo en su feudo personal, con las regiones de Galia, Britania e Hispania; y aunque resistía con solidez ante los invasores extranjeros, no trató de cruzar los Alpes hacia Italia. Galieno aceptó la situación y concentró sus esfuerzos en el resto del imperio. Permaneció en Roma y se convirtió en un importante mecenas, pero fuentes latinas indican que era criticado por su carácter perezoso. En el año 267, tuvo que enfrentarse a nuevas dificultades: los godos invadieron Grecia y otros pueblos atacaron Tracia. Galieno logró vencerlos, pero poco después tuvo que hacer frente a una revuelta dirigida por Aureolo, su comandante de caballería. Aureolo fue sitiado y derrotado en Milán en 268, pero los acontecimientos habían socavado la autoridad de Galieno. Después del asesinato de Odenato en un feudo familiar, su esposa, Zenobia, gobernó Palmira en nombre de su hijo Vabalato y adoptó posiciones cada vez más autárquicas. Muchos de los generales de alta graduación de Galieno, provenientes de la zona del Danubio, conspiraron en su contra y lo asesinaron durante la campaña de 268.
Los generales eligieron emperador a Claudio Aurelio, que había sido comandante de caballería. Le acompañó la fortuna, puesto que el conflictivo Aureolo murió a manos de sus propias tropas, lo que le permitió dirigirse a Roma y, posteriormente, regresar al Danubio para continuar la guerra contra los godos, que, vencidos de forma definitiva en 269 en la batalla de Naisso, se vieron obligados a firmar una paz que duró una generación. Su recompensa fue recibir el título honorario de «gótico máximo» (conquistador supremo de los godos). Intentó restablecer el control romano en Dacia, pero surgieron otros problemas: en primer lugar, Victorino, que reemplazó a Póstumo como señor del Imperio galo; en segundo lugar, Zenobia, que desde Oriente manifestaba abiertamente su ambición de conquistar Siria y Egipto. En cualquier caso, Claudio Aurelio murió de una epidemia en Sirmio en el año 270 y fue deificado por un Senado que lo admiraba. En poco tiempo, su hermano Quintilio lo sucedió, pero Lucio Domicio Aureliano, un alto mando militar, no tardó en hacerle frente y sus tropas lo abandonaron. Aureliano aseguró su posición en Roma y, a continuación, emprendió una enérgica y exitosa campaña contra los alamanes y los jutungos en 270, y consiguió hacerlos retroceder al otro lado del Danubio. Debido a sus diversas dificultades financieras, optó por hacerse con el control político por los cauces habituales: haciendo alarde de sus habilidades militares, especialmente contra Zenobia, quien para entonces, según parece, controlaba prácticamente toda la región de Siria y Egipto. En el año 272, derrotó a las fuerzas de Palmira cerca de Antioquía, en Siria, e hizo que Zenobia (quien se había autoproclamado como augusta) regresara a Palmira, que acabó sucumbiendo al poder romano. La situación estaba controlada, Egipto volvió a las órdenes de Roma y Zenobia fue hecha prisionera. En 273, después de otra insurrección, Palmira fue destruida. En Occidente, Lucio Domicio Aureliano derrotó a Tétrico, el nuevo líder del Imperio galo, y, como gobernante de un imperio unido, se ganó el título de «restaurador del mundo». (Restitutor Orbis). En medio de este cúmulo de victorias, Aureliano se sintió confiado para dejar formalmente la antigua provincia de Dacia en 274 y posteriormente celebró un gran triunfo. Astutamente, camufló su retirada designando con el nombre de «Dacia» una zona al sur de Danubio. En 275, partió de nuevo hacia Oriente, pero fue asesinado por un misterioso grupo de conspiradores que aparentemente no tenían un plan establecido. Durante la confusión que siguió, Marco Claudio Tácito, comandante retirado, llegó desde Italia para asumir la púrpura. Lideró una corta campaña contra los godos en Anatolia antes de ser asesinado por sus propios hombres en 276 como resultado de una contienda local. Lo sucedió brevemente su prefecto pretoriano, Floriano, quien también murió a manos de sus hombres en 276, antes de poder iniciar la batalla con Probo, comandante de las tropas romanas en Siria y Egipto, quien también reclamaba la púrpura para sí mismo.
Probo, oriundo de la zona del Danubio, gobernó entre 276 y 282 e inmediatamente dirigió su atención a Occidente, primero luchando en el Danubio y luego asegurando el control de la Galia mediante enérgicas campañas contra los francos y los alamanes, que habían causado estragos durante la ausencia de Aurelio en Oriente. También sostuvo una campaña en Recia contra los burgundios y los vándalos, autoproclamándose protector de Italia. Después de esto, Probo pasó algún tiempo en Oriente, pero, fueran cuales fueran sus planes, se vieron interrumpidos cuando tuvo que regresar a Occidente para lidiar con una importante revuelta en el Rin; una vez sofocada y ganado el control sobre Britania, celebró un triunfo en 281. En el año 282, a pesar de su victoria en los alrededores de Sirmio, sus soldados lo asesinaron, aparentemente por voluntad propia, dado que lo consideraban un líder demasiado estricto; sin embargo, también es posible que ya no gozara de la plena confianza de sus generales. Significativamente, cuando Marco Aurelio Numerio Caro, prefecto pretoriano y comandante de un gran ejército, se declaró en contra del emperador en 282, y asumió la púrpura sin muchas reticencias. Proclamó césares a sus hijos Carino y Numeriano; inmediatamente tuvo que enfrentarse a incursiones en las fronteras, por lo que dividió el mando y envió a Carino a defender los territorios occidentales. Caro y Numeriano emprendieron una expedición contra Persia y consiguieron una espléndida victoria que terminó con la captura de Ctesifonte en 283. Poco después, Caro fallecía, supuestamente a causa de un rayo, aunque tal vez asesinado. Carino asumió el control de todo el imperio. En Oriente, Lucio Flavio Aper, prefecto pretoriano y suegro de Numeriano, probablemente asesinó a su yerno en el año 284 mientras regresaban a Occidente y ocultó su cuerpo hasta que el olor a descomposición lo delató. Incluso en el turbulento mundo de la política militar, aquello era inaceptable desde el punto de vista de los altos mandos, y Cayo Valerio Diocles, de la región de Dalmacia, fue declarado emperador en Nicomedia en el año 284 con el nombre de Cayo Valerio Diocleciano. Él mismo asesinó a Aper, porque aparentemente sabía demasiado. A continuación, se dirigió a Occidente y, en 285, se encontró en el Danubio con Carino, quien ya había vencido a otro rival. Tras una dura batalla, Carino fue víctima de la traición y murió a manos de sus tropas, por lo visto debido a los abusos sexuales que perpetraba contra las mujeres de sus soldados.
Inevitablemente, este periodo se nos presenta como una época histórica penosa y llena de confusión; parte de la dificultad reside en la inadecuación de las fuentes documentales, ya que carecemos de autores coetáneos o lo bastante próximos en el tiempo a los acontecimientos. Por ese motivo, nos apoyamos excesivamente en Aurelio Víctor y en Flavio Eutropio, autores del siglo IV, y en una obra anónima, el Epitome de Caesaribus, que utilizan fuentes similares. Es poca la información fiable que encontramos en la espuria Historia Augusta, que se presenta como una colección de biografías imperiales escrita por distintos autores, aunque probablemente fuera obra de un solo autor del siglo IV, y cuyos datos resultan poco fiables siempre que no se hayan confirmado en otra fuente; en lo relativo a este periodo, encontramos más invenciones que con respecto a ningún otro. El material más fiable es el de los autores griegos tardíos: Zósimo, autor de la Nueva historia (siglo V), y Zonaras, autor de los Annales (siglo XII), que se basan en fuentes fidedignas más antiguas. Si se quiere otra perspectiva e información sobre el desarrollo del cristianismo, la Historia eclesiástica de Eusebio de Cesárea es fundamental. Algunas de las lagunas se complementan con otro tipo de literatura, como es el caso de los panegíricos dirigidos a emperadores, epistolarios y diversos tratados breves. Por ejemplo, Lactancio (cristiano nacido en África en c. 240) adoptó una posición en pro del cristianismo en su obra Sobre la muerte de los perseguidores e intentó demostrar que a los enemigos del cristianismo los aguarda siempre un fin funesto. Debido a la escasez de fuentes literarias, las inscripciones arrojan luz sobre aspectos relevantes de la estructura administrativa y de la historia militar del imperio, así como sobre algunos de los personajes más importantes; las monedas acuñadas por diversos emperadores o pretendientes constituyen una fuente de información particularmente valiosa sobre la cronología del periodo, e incluso sobre la orientación de las políticas públicas.
PROBLEMAS, SOLUCIONES Y FIGURAS PÚBLICAS
La violencia reinó en el periodo comprendido entre los años 235 y 284: un emperador murió en batalla, a otro lo apresaron los persas, y otro murió durante una epidemia, aunque la mayoría murió a manos de sus soldados o generales. Entre 31 a. C. y 235 d. C. tan sólo hubo 27 emperadores, pero en los siguientes cincuenta años, alrededor de 51 hombres recibieron este título, al menos 22 de forma legítima. Esta falta de continuidad y consistencia en el gobierno fue uno de los peores problemas del imperio y, sin duda alguna, podemos hablar de un imperio en crisis. Los propios romanos fueron responsables de sus propios problemas debido a la ambición de sus líderes. Las constantes guerras civiles supusieron la muerte de valiosos trabajadores, dilapidaron recursos y trajeron grandes penurias a las poblaciones de los territorios donde se libraban las guerras. Por si fuera poco, la supremacía de Roma en el Mediterráneo empezaba a mostrar signos de descalabro; el imperio tendría que haberse centrado en los peligrosos enemigos extranjeros que invadían el territorio romano, a menudo aprovechándose de que el ejército se hallara ocupado en conflictos civiles. Y lo que es aún más relevante, las zonas fronterizas del norte, a lo largo del Rin y del Danubio, se veían amenazadas, especialmente por los alamanes y la aparición de los godos. En Oriente, el reino de Persia, bajo el control de los sasánidas, resultó ser un verdadero desafío a largo plazo, no sólo para los intereses de Roma en Mesopotamia y el Éufrates, sino también, ocasionalmente, para su control sobre algunas zonas de Siria. Estas incursiones extranjeras se producían todas al mismo tiempo, y como consecuencia, el emperador tenía que desplazarse entre las zonas fronterizas del este y del oeste.
Los movimientos secesionistas, que durante un tiempo lograron establecer regímenes prácticamente independientes en Galia y Palmira, son un claro indicio de la presión militar que había sobre el imperio. No obstante, estos sucesos potencialmente penosos aportaron también ciertos beneficios. El Imperio galo de Póstumo al menos logró proteger el Rin y, hasta cierto punto, protegió la Galia de nuevas incursiones. En Palmira, Odenato hizo frente a los persas gracias a las campañas militares emprendidas contra Sapor. Sólo cuando su familia se extralimitó en sus ambiciones por controlar parte de Siria y Egipto, los romanos intervinieron con el propósito de restablecer el statu quo.
La posición y el papel del emperador eran cruciales en esta coyuntura militar tan complicada. De él se esperaba que fuera un líder militar competente, capaz de organizar el ejército y tomar las riendas de la campaña o la batalla en persona. También era relevante que sus tropas lo consideraran un hombre carismático, ya que dependía de su lealtad. Por consiguiente, entre mediados y finales del siglo III el papel del emperador se militarizó cada vez más y la habilidad para dirigir un ejército se convirtió en sinónimo de habilidad para gobernar. Si un emperador no se mostraba competente como líder militar o, simplemente perdía una batalla, automáticamente podía perder la confianza de sus hombres y convertirse en el blanco de revueltas y magnicidios. Tampoco ayudaba el hecho de que el imperio no fuera capaz de encontrar un método fiable o benigno a la hora de transferir el poder tras la muerte de un emperador. Además, debido a que muchas partes del imperio sufrían amenazas por parte de invasores, asaltantes o bandidos, y sentían la necesidad de la presencia de un líder competente, existía el peligro de que soldados y líderes nombraran un emperador rival para ganarse la lealtad del territorio. Obviamente, el emperador ya no podía residir en Roma durante largos periodos de tiempo; debía desplazarse y, si era necesario, instalar su cuartel general lejos de la capital, incluso fuera de Italia. A un nivel estratégico más amplio, los emperadores debían sopesar la importancia psicológica y emocional de conservar intactos los territorios tradicionales del imperio frente a la duda razonable de si era posible mantener la presencia militar en todas las zonas fronterizas. En este contexto, se pusieron en tela de juicio toda la estructura, la organización y el despliegue militar.
Cualquier intento de solucionar estos graves problemas estaría condicionado por la situación económica cada vez más adversa de las provincias. La guerra civil y las invasiones extranjeras habían perturbado el desarrollo de la producción agrícola en determinadas zonas, y la pérdida o desplazamiento de las poblaciones reducía la recaudación de impuestos. Los infames bandidos bagaudas merodeaban tranquilamente por la Galia y se han descubierto numerosos tesoros escondidos pertenecientes a este periodo, lo que sugiere que sus dueños fueron asesinados o raptados. En las principales vías, por ejemplo, de Colonia a Tréveris, se han hallado pruebas de incendios en instalaciones ganaderas. La rendición de territorios, particularmente los Campos Decumanos y Dacia, donde había importantes minas de oro, fue perjudicial. Además, los brotes intermitentes de epidemias causaban terror entre la población, y hacia 250 d. C., Dionisio, patriarca de Alejandría, manifestó:
«La raza humana en la tierra no deja de disminuir y consumirse» (Eusebio, Historia eclesiástica 7.21.10).
El hecho de que las monedas de plata estuvieran en constante devaluación, aparentemente como la principal estrategia para resolver el problema de la falta de dinero en metálico, es un claro signo de los apuros por los que pasaba el Gobierno.
Los problemas que encaraba el imperio en este periodo ponen de manifiesto varios defectos y debilidades fundamentales en el Gobierno y la economía, especialmente el hecho de que la economía agrícola de subsistencia no produjera suficientes excedentes. Por supuesto, esto había ocurrido siempre y es importante no exagerar el alcance de la crisis. Gran parte de nuestras pruebas documentales están impregnadas de las ideas cristianas sobre el fin del mundo y el castigo divino, o reflejan el pánico de las clases altas frente a un mundo no tan estable como hubieran querido. En cualquier caso, los efectos de las batallas, e incluso de las incursiones e invasiones militares, no eran permanentes, sino a corto plazo, y no significaban necesariamente el abandono de las tierras destinadas a la producción agrícola. En algunas zonas del imperio, se adoptaron medidas que invitaban al optimismo: por ejemplo, en África, se destinó más tierra al cultivo, lo que originó un incremento en la producción de aceite de oliva, y la alfarería también vivió un auge.
Ciertamente, el imperio tenía una importante capacidad de recuperación y cuando los líderes tenían un respiro de las guerras civiles, eran capaces de llevar a cabo cambios beneficiosos. Por lo tanto, el marco de un gobierno estable se restablecía en parte gracias a la mano de obra, los recursos de las provincias eran suficientes para sustentar grandes ejércitos y la estructura militar básica, y el ejército seguía siendo capaz de conseguir grandes victorias. Esta es la diferencia principal con respecto al siglo V, cuando el Imperio de Occidente se vino abajo por su incapacidad de reclutar y mantener una cantidad suficiente de soldados.
La reorganización del ejército y de su cadena de mando para encarar los nuevos problemas fue el factor crucial durante el siglo III. Galieno fue quien aparentemente tomó la iniciativa extendiendo con inteligencia algunas de las prácticas ya establecidas. El ejército del siglo II empezó a utilizar destacamentos (vexillationes), que provenían de unidades más grandes, para las campañas; esto evitaba tener que desplazar legiones enteras por todo el imperio. Al ejército también se incorporaron más grupos étnicos procedentes de poblaciones que vivían dentro del territorio imperial; éstas mantenían su identidad fuera de la organización regular de las auxilia. Por ejemplo, los jinetes moros eran un componente bastante eficaz para los ejércitos del siglo III. Con estas prácticas podemos ver el inicio de la creación del gran ejército que vino a continuación, compuesto por unidades independientes sin base territorial concreta. Además, la caballería tenía ahora un papel más importante en la guerra. En Milán, Galieno estableció una unidad especial de caballería capaz de operar de forma prácticamente independiente bajo las órdenes de su comandante Aureolo, quien se convirtió en una pieza clave en los consejos imperiales. Una serie de monedas acuñadas en Milán proclamaba la «fidelidad de la caballería». El emperador también reforzó varias ciudades importantes, como Milán, Verona y Aquilea, cruciales para la defensa del norte de Italia, donde apostó destacamentos de varias legiones.
Posiblemente se tratase de medidas temporales, pero aun así son la prueba del nacimiento de una estrategia basada en el uso de destacamentos y potentes unidades de caballería que actuaban desde emplazamientos fortificados. Esto va en consonancia con la práctica romana regular de usar una gran variedad de métodos para controlar a los nativos de las zonas fronterizas, entre los que se incluían la construcción de muros de piedra en zonas de Germania y Britania y la instalación de puestos de vigilancia y patrullas fluviales y terrestres en otras áreas. Los romanos solían reaccionar ante las amenazas en cuanto se enteraban de ellas, aunque a menudo les faltara información de inteligencia y carecieran de una estructura establecida para discutir políticas militares a largo plazo. Por lo tanto, lo que intentaban era mitigar el daño y contraatacar en cuanto lograban reunir fuerzas. Otro de los problemas era el respeto hacia los senadores con antigüedad que ejercían de gobernadores de provincias y comandantes del ejército. En los siglos I y II, incluso los no especialistas podían llegar a ser generales y se aceptaba la incompetencia de algunos comandantes con tal de mantener las prácticas tradicionales. No obstante, a mediados del siglo III, la coyuntura militar era precaria, y la superioridad natural del ejército romano profesional, mucho menos pronunciada. Posiblemente, los oficiales y generales competentes recibían bonificaciones. En la época de Galieno, se creó un clima en el que las soluciones creativas eran factibles y se dejó el mando de las legiones en manos de miembros de la clase ecuestre. Aurelio Víctor, favorable al Senado, se mostró muy crítico con esta política y afirmó que Galieno había promulgado un edicto que establecía que los senadores debían desaparecer de los mandos del ejército. Esto es poco probable, porque lo normal es que fuera un proceso gradual; parece ser, sin embargo, que a partir del año 260 d. C. los senadores dejaron de comandar legiones para ser reemplazados por prefectos de la clase ecuestre; los seis tribunos militares pertenecían también a los equites. Éstos, por lo general, tenían más experiencia militar de la que podía tener el senador medio. La práctica informal de utilizar equites se convirtió gradualmente en la norma. También llegaron a dirigir cuerpos independientes de tropas, en cuyo caso se les otorgaba el título de «líder» (dux). Dado que para entonces los senadores tenían aún menos experiencia militar, había buenas razones para no cederles el gobierno de provincias si suponía dirigir a un gran número de soldados; el último senador al mando de una campaña fue Cayo Macrino Deciano, gobernador de Numidia, en 260. Y no desaprovechó la oportunidad para derrotar a los bávaros, «que fueron perseguidos y masacrados, y su famoso líder capturado» (ILS 1194).
Claudio II y Aureliano siguieron la tendencia política de Galieno. La caballería de Aureliano, compuesta por dálmatas y moros, desempeñó un papel fundamental en la derrota de Zenobia. En este periodo también encontramos la desarticulación de la vieja idea de que el núcleo de las fuerzas de Roma debía constituirse por legiones de ciudadanos romanos. Los emperadores que deseasen incrementar sus fuerzas, estaban dispuestos a emplear pueblos externos al imperio. Roma compró el servicio de vándalos y alamanes, y este fue uno de los polémicos métodos con que Roma trató de solucionar su escasez de recursos humanos. Fue el primer paso hacia el futuro.
EL LOGRO DE DIOCLECIANO, 284-305
Diocleciano tiene fama de ser un innovador entusiasta; sus logros son realmente impresionantes, y no sólo porque su mandato fuera uno de los más largos y él lograra fallecer en su cama. No obstante, las pruebas de sus hazañas son bastante fragmentarias. Diocleciano utilizó como base los logros militares y administrativos de algunos de sus predecesores. La Notitia dignitatum (listado de cargos) contiene información oficial de los cargos civiles y militares tanto de la parte oriental como de la parte occidental del imperio, es decir, una lista de los altos cargos estatales; en el caso de los cargos militares, se especifica el número de unidades bajo su mando. El documento hace referencia a la situación del año 395, con revisiones posteriores; pero nos proporciona una idea general de los cambios que hizo Diocleciano en las provincias y los despliegues militares realizados un siglo antes. Su primera tarea fue reformar la estructura del imperio; en su primera visita a Italia, designó césar a otro funcionario militar, Maximiano, y lo envió a la Galia para que se enfrentara a los bandidos bagaudas. En el año 286, Maximiano fue proclamado augusto, y el 1 de marzo de 293 Diocleciano inició la tetrarquía (gobierno de cuatro), en la que él y Maximiano ejercieron el papel de augustos, cada uno con un césar, Galerio y Constancio respectivamente. El pacto se selló mediante matrimonios: Galerio se casó con Valeria, hija de Diocleciano; y Constancio, con Teodora, hija de Maximiano. Mientras los cuatro respetaran el acuerdo, cada uno podría contar con su propio Estado Mayor y asumieron la responsabilidad de una porción del imperio, lo que aseguraba que siempre hubiera alguien para tomar las riendas de operaciones militares. El grupo de emperadores proporcionaba mayor estabilidad haciendo que las revueltas fueran cada vez menores y cada césar tenía la posibilidad de ser ascendido al puesto de augusto. En un momento se pensó que el imperio quedaría dividido en dos partes: Diocleciano y Galerio se encargarían de la parte oriental, y Maximiano y Constancio, de la occidental. Sin embargo, los augustos nunca dividieron formalmente las responsabilidades administrativas y los edictos se promulgaban a nombre de los cuatro y eran válidos en todo el territorio imperial.
Surgieron varios centros imperiales donde los emperadores se establecieron, como Sirmio, Tréveris o Nicomedia. Los acontecimientos de años anteriores habían hecho que Roma perdiera importancia y su pérdida de estatus quedaba ahora confirmada. La tetrarquía sirvió para reforzar el poder y el prestigio del emperador, debido a la degradación que había sufrido su imagen por culpa de las usurpaciones de años anteriores. Con el objetivo de realzar su autoridad semidivina, Diocleciano elevó el estatus de su posición imperial adoptando el nombre de Iovius, y Maximiano el de Herculeus (aunque Diocleciano era quien tenía más poder). Las ceremonias de la corte adquirieron un tono más formal y espectacular, pues los augustos mantenían la distancia con los miembros de la corte y la comitiva; desde ese momento, los gobernantes empezaron a vestirse con togas púrpuras y capas doradas adornadas con joyas. El desplazamiento del emperador y los asuntos imperiales fuera de Roma lo liberaron de los vestigios de la ideología de la República, en la que se consideraba al gobernante como al primer ciudadano (princeps). Una ofrenda de Dirraquio mostraba la buena comprensión del mensaje:
«A nuestros señores Diocleciano y Maximiano, los indómitos Augustos, nacidos de dioses y creadores de dioses» (ILS 629).
Además de la seguridad militar, había otros tres aspectos que preocupaban a Diocleciano: la reorganización de la estructura de las provincias, la reforma del sistema tributario y el financiamiento público y, por último, la organización del ejército. Los gobiernos provinciales no habían vivido muchas modificaciones desde los primeros tiempos del imperio, pero Diocleciano llevó a cabo cambios drásticos dividiendo las provincias en unidades administrativas más pequeñas. Alrededor del año 314, había casi cien provincias, cada una con su propio gobernador y sistema administrativo; se trataba de microadministraciones del imperio con supervisión minuciosa, especialmente en asuntos financieros y jurídicos, así como de exigencias de cumplimiento de las regulaciones centrales. El gobernador de provincia era llamado praeses, excepto en África y Asia, donde seguía existiendo la figura del procónsul senatorial. Italia no fue una excepción y también quedó dividida en zonas más pequeñas, cada una bajo la supervisión de un corrector. Más adelante, Diocleciano creó un nivel administrativo superior agrupando las provincias en doce diócesis, cada una de ellas controlada por un oficial de rango ecuestre conocido como vicarius, quien a todos los efectos actuaba como adjunto de los prefectos pretorianos. Los vicarii eran de orden ecuestre, hombres hábiles que se habían ganado su puesto en el servicio imperial. Es posible que como consecuencia natural de estos cambios, los burócratas provinciales de las zonas fronterizas tuvieran que centrar sus energías en la Administración civil y dejar los cargos militares para los oficiales designados (véase más adelante). La burocracia se volvió cada vez más compleja, con una jerarquía formal apoyada por títulos asociados a personas de un rango en particular: Eminentissimus («Su Eminencia»), Perfectissimus («Perfectísimo»), Egregius («Distinguidísimo»). El servicio en la Administración, que dio en llamarse militia, en contraposición al servicio militar, militia armata, confería cierto estatus social. Lactancio, que en raras ocasiones desaprovecha la oportunidad de criticar a Diocleciano, enfatiza el hecho de que hubo un incremento en el número de funcionarios: «eran más numerosos que los contribuyentes». Los consejeros del emperador adoptaron el nombre de Consistorio (así llamado porque trabajaban en presencia del emperador); también había departamentos de gobierno independientes, conocidos como scrinia (nombre derivado de las cajas que se usaban para transportar documentos oficiales durante los viajes que los emperadores hacían por el territorio imperial). Los funcionarios al mando de estos departamentos se llamaban magistri, y por encima de ellos se encontraban los prefectos pretorianos, con un papel administrativo, financiero y judicial de suma importancia; en ese momento, sus responsabilidades militares eran menos relevantes.
El crecimiento del ejército y esta complicada burocracia supusieron una gran presión para los recursos financieros del imperio. Una parte esencial del programa de Diocleciano fue la modificación del sistema tributario y una restructuración innovadora de la economía. La recaudación de impuestos pasó a basarse en el iugum, un espacio de tierra medido tanto por su área como por su posible productividad, y en la «cabeza» (caput), el contribuyente individual. Cada 1 de septiembre, los prefectos pretorianos tenían la responsabilidad de publicar el indictio, que era un cálculo del impuesto (recaudado habitualmente en especie, por ejemplo, aceite o cereales) a partir de cada unidad tributaria, tomando en cuenta un censo oficial, que en principio debía realizarse cada cinco años. Esto supuso la creación del primer presupuesto anual del Imperio romano (prácticamente con el sentido moderno de la palabra); después del indictio, era responsabilidad de los funcionarios calcular cuánto debía pagar cada provincia, puesto que el iugum no se calculaba en todas de la misma forma. Este sistema aseguraba que los recursos llegaran al erario y, hasta cierto punto, intentaba corregir la inflación y la injusticia del sistema anterior, inflexible e incapaz de adaptarse a las nuevas situaciones fruto del alto costo de la guerra, los estragos en las tierras y el descoyuntamiento social. Probablemente, el nuevo método se fue instaurando de forma gradual provincia por provincia. Por ejemplo, en Egipto, el gobernador declaró en 297:
«Nuestros previsores emperadores… han aprendido que el cálculo de los impuestos se lleva a cabo de modo que algunos contribuyentes no pagan lo suficiente y otros soportan una carga excesiva. Han decidido en interés de los habitantes de las provincias erradicar esta desgraciada y perniciosa práctica, y publicar un edicto beneficioso, en el que se indicará qué impuestos se establecerán» (Boak y Youtie, 1960, n.º 1).
Diocleciano también promulgó el famoso edicto sobre precios del año 301 con el fin de combatir la inflación estableciendo precios máximos para los artículos a la venta y los salarios e imponiendo fuertes castigos, incluida la ejecución. El edicto expresa la genuina rabia y frustración de los emperadores:
«¿Quién puede ser tan insensible y tan desprovisto de humanidad como para no ser consciente o no haberse dado cuenta de que los precios se han descontrolado en las ventas de los mercados y en la vida diaria de las ciudades? Además, esta pasión desenfrenada por obtener unas ganancias desenfrenadas debe disminuir, ya sea mediante suministros más abundantes o por años fructíferos… Por tanto, nos complace anunciar que los precios que aparecen en la lista adjunta se mantendrán bajo control en todo nuestro imperio… Asimismo, es nuestra decisión que quien no obedezca las medidas aquí establecidas reciba como castigo la pena capital» (traducción de Lewis y Reinhold, vol. II, 1990, p. 422-426).
El edicto era sorprendentemente minucioso y contenía una lista de unos mil artículos. He aquí un extracto de los precios y salarios:
Según Lactancio, que era abiertamente hostil a Diocleciano por su política de persecución contra los cristianos, el edicto fue un fracaso puesto que los bienes simplemente desaparecieron del mercado (Sobre la muerte de los perseguidores, 7.6-7). En este aspecto, la estrategia económica no funcionó. No obstante, Diocleciano promulgó otro edicto en 301 con el fin de revaluar la moneda sobre una base sólida y establecer una moneda única; de ahí la implementación del nummus, una moneda grande de bronce con una mezcla de plata que valía 25 denarios, destinada a los pagos públicos y las transacciones privadas; en la cabeza de la escala monetaria de tres metales, Diocleciano acuñó una moneda de oro (solidus), de un sesentavo de libra, y una moneda de plata (argenteus), de un noventaiseisavo de libra. Esta política estaba destinada al fracaso debido a la falta de confianza del pueblo y, en consecuencia, no logró estabilizar los precios. Por otro lado, no había suficiente oro ni plata. No obstante, fue un primer paso en el intento de frenar la constante devaluación de la moneda, y el edicto se considera un símbolo importante de los intentos del Gobierno de controlar la economía.
El ejército siempre había sido la partida más onerosa del Gobierno romano, y no cabe duda de que Diocleciano incrementó de forma significativa el número de legiones a 67, y probablemente también aumentó el número de unidades auxiliares. Las fuentes antiguas arrojan cifras variadas, algunas vagas, otras más precisas; por ejemplo, John Lydus indica que había 389 704 hombres al servicio del ejército de Diocleciano y 45 562 en las flotas. Es posible que estas cifras provengan de registros oficiales, pero es probable que no sean exactas debido al fraude o la incompetencia. Si las legiones hubieran tenido la misma dotación de antes (más de 5000 hombres), el ejército habría tenido que duplicar su tamaño. Refiriéndose a las fuerzas militares de Diocleciano, Zósimo, deshaciéndose en elogios, destacó que (en comparación con Constantino) el emperador defendía toda la línea fronteriza del imperio con ciudades, guarniciones y fortificaciones, de tal forma que era imposible que el enemigo pudiera entrar (2.34.1-2). Diocleciano conservó la estructura tradicional gracias a que las provincias importantes siempre disponían de una dotación permanente de soldados y formaban una especie de anillo de seguridad exterior. En lo más alto estaban las legiones y los destacamentos de caballería (vexillationes), respaldados por las cohortes de infantería y los escuadrones de caballería (alae). Por ejemplo, en las provincias orientales, había aproximadamente 28 legiones, 70 vexillationes, 54 cohortes y 54 alae. Además, al menos 17 legiones se hallaban acuarteladas a lo largo del Danubio, unas 10 en Germania y 2 o 3 en Britania. Estas disposiciones sugieren las preocupaciones fundamentales en cuanto a estrategia de los dirigentes romanos para proteger las provincias orientales, las que más contribuían con impuestos, frente a los persas y para defender la Galia y los accesos a Italia de las incursiones de las tribus saqueadoras. Asimismo, África, con sus 8 legiones, 18 vexillationes, 7 cohortes y 1 ala, ya no era una región atrasada militarmente; valía la pena proteger los bienes y productos agrícolas de las provincias.
A pesar de que Diocleciano tenía un enfoque bastante conservador, no desdeñó estrategias anteriores en cuanto al uso de una fuerza relativamente móvil y no ligada a una sola posición provincial. Las pruebas al respecto son limitadas, pero un papiro egipcio referente a los preparativos de la campaña imperial de 295 menciona a un funcionario de los comites del emperador en una fuerza mixta, que incluía los destacamentos de varias legiones y un ala auxiliar. Unida a otras fuentes, esta información sugiere la presencia de una fuerza permanente a la espera del emperador (comitatus). Aun así, no es muy probable que se tratara de una disposición formal o necesariamente permanente. En su estrategia de conceder privilegios a los veteranos, Diocleciano favorecía particularmente a los legionarios y a los miembros de las vexillationes, pero no dispensaba ningún trato especial a los comitatus (CJ 7.64.9; 10.55.3). Sin duda alguna, las tropas se enviaban o se retiraban según las exigencias de las circunstancias, pero parece que había al menos tres elementos constantes: legiones de élite, los Ioviani y los Herculiani, nombres inspirados en los augustos; equites promoti, posiblemente lo que quedaba de la caballería de Galieno y, finalmente, los protectores (en el sentido literal), a los que Diocleciano había designado antes de asumir la púrpura y que originalmente constituían un cuerpo de oficiales subalternos al servicio del emperador y que más adelante adoptaron el papel de guardia de corps permanente.
Mantener fuerte ese numeroso ejército se demostró difícil y probablemente Diocleciano tuviera que recurrir al servicio militar obligatorio e insistir en que los hijos de los veteranos se alistaran. Además, se exigía a los gobernadores de las ciudades que produjeran un número suficiente de reclutas en sus territorios; los terratenientes también sufrieron la presión, algunos incluso se agruparon con el fin de poder cumplir con sus obligaciones. Es posible que el aurum tironicum (literalmente «oro de los reclutas») date de finales del siglo III; en virtud de este acuerdo, se eximía mediante pago de la obligación de aportar reclutas. Gracias al dinero en metálico el Gobierno podía tratar de contratar extranjeros aptos para luchar en el bando de Roma. Aparentemente, la práctica de asentar a no romanos en zonas determinadas del imperio y exigirles el servicio militar a ellos y a sus descendientes comenzó durante la tetrarquía. En el año 297, durante un discurso en honor a Constancio, un orador anónimo dijo:
«Ahora el granjero bárbaro produce cereal… y, desde luego, si lo reclutan, se presenta rápidamente, con una docilidad completa y totalmente bajo nuestro control, y está contento con ser un simple esclavo bajo el título del servicio militar». (XII Panegyrici Latini VIII (v), 9.3-4).
No queda claro a cuántos hombres se convenció para que se unieran al ejército a cambio de un pago y ciertos beneficios. Era muy probable morir en medio de la agitación que se vivió a mediados de siglo. No se puede determinar con exactitud cuál era la tarifa a finales del siglo III y, en cualquier caso, se vio bastante mermada debido a la inflación, aunque los ingresos de los soldados aumentaban con los donativos que conseguían en la celebración del cumpleaños y el aniversario de la toma de poder del emperador (por lo que, en cierto modo, cuantos más emperadores, mejor). Cada vez con más frecuencia, a los soldados se les pagaba en especie, con carne, sal, trigo y vino, recolectados de las provincias como parte del pago de impuestos. Diocleciano, al igual que todos los emperadores, necesitaba el apoyo entusiasta de sus tropas, y su consternación por la presión financiera que cargaban sobre sus espaldas se originó por la queja, francamente exagerada, que se muestra en el preámbulo de su edicto sobre precios, en el que se explicaba que gastaban la mayor parte de su salario y donativos en una sola compra.
Durante el mandato de la tetrarquía, con una tregua de la guerra civil y de incursiones importantes, y con la responsabilidad militar compartida entre cuatro hombres, fue posible reafirmar el poder y la influencia de Roma. El objetivo de Diocleciano era mantener los límites establecidos del territorio controlado por Roma en las zonas fronterizas y propiciar ataques donde se consideraba necesario en zonas estratégicas. En Oriente, el gran número de unidades de caballería demuestra que los despliegues no estaban pensados con fines defensivos y las unidades del ejército en campaña podían desplazarse para proporcionar apoyo. Con el fin de estabilizar las zonas fronterizas y propiciar la expansión, Diocleciano y Galerio se trasladaban con frecuencia, si bien Diocleciano pasaba gran parte del tiempo en la zona del Danubio y en Oriente. En el año 286, luchó contra los sármatas, y en 287 nombró a Tiridates rey de Armenia; es posible que gracias a las negociaciones con el rey de Persia recuperara Mesopotamia. Una inscripción de Augsburgo del año 290 lo glorifica como el «Gran Conquistador de los Persas». (Persicus Maximus) (ILS 618). En 288 se hallaba en la campaña de Recia y, en diciembre de 290, Diocleciano y Maximiano celebraron un grandioso y formal encuentro en Milán.
Constancio continuó con su concatenación de éxitos militares: invadió Britania en 296 y terminó con la secesión encabezada por Carausio, quien para entonces ya había sido asesinado y reemplazado por Alecto. En un determinado momento, Carausio había ejercido de timonel y más tarde había sido designado para enfrentarse a los asaltantes sajones en el canal de la Mancha; desde esta posición, usurpó el control de Britania. Alecto había sido su ministro de finanzas. Un medallón de oro elogia a Constancio como «Restaurador de la Luz Eterna» (de Roma). En el año 298, Maximiano se encontraba en África resolviendo con éxito una revuelta de tribus moras. Entretanto, Diocleciano dirigía otras campañas en el Danubio contra los sármatas en 294 y en Carpi en 296. Pero en el año 297, estalló en Egipto una importante revuelta que Diocleciano logró sofocar después de sitiar Alejandría durante ocho meses. Este acto de rebeldía enfureció al emperador, que juró que el pueblo de Alejandría pagaría con sangre hasta que las calles se inundaran hasta la altura de las rodillas de su caballo; pero su caballo cayó cuando entraba a la ciudad y puede que por escrúpulos religiosos, Diocleciano les perdonó la masacre; en muestra de su agradecimiento y con su habitual espíritu batallador, los habitantes de Alejandría erigieron una estatua en honor al caballo. Pese a todo, Egipto fue reorganizado, perdió su derecho a tener una moneda diferente y se dividió con la creación de una nueva provincia al sur, la Tebaida. Diocleciano remontó el Nilo para expulsar a los problemáticos blemios del Alto Egipto.
El éxito más asombroso de la tetrarquía tuvo lugar en Oriente. En el año 297, Galerio había sufrido una derrota a manos de Narsés, el rey persa, que había expulsado de Armenia a Tiridates, impuesto por Roma. A la cabeza de un contraataque a través de Armenia, Galerio se enfrentó a Narsés y, en 298, logró una gran victoria que le permitió apoderarse de todo el harén y el erario real. Posteriormente, Galerio tomo Ctesifonte y al año siguiente se llegó a un acuerdo de paz: los persas perdieron parte de su territorio y se estableció como frontera el Tigris. Armenia se hallaba definitivamente bajo poder romano y Tiridates fue restituido como rey. En un relato, probablemente ficticio, de las negociaciones de paz, el historiador bizantino Pedro el Patricio describe cómo un enviado persa elogia la humildad del vencedor y resalta los rápidos cambios de la fortuna en los asuntos humanos. Galerio responde que los romanos son siempre magnánimos con los conquistados y que no necesitan consejos por parte de los persas en este sentido. El acuerdo de paz, cuyo responsable principal fue probablemente Diocleciano, duró cuarenta años. La tetrarquía había consolidado su posición con un logro militar notorio: recuperó Britania, venció y humilló a Persia, sometió a Egipto y pacificó el Danubio; mientras que en Occidente, Constancio mantuvo la frontera del Rin en paz.
Diocleciano era tan ambicioso como exitoso en las campañas militares, pero también le preocupaba el mantenimiento de la integridad territorial del imperio a largo plazo y no escatimaba esfuerzos en diseñar y construir fuertes provistos de muros gruesos, torres y plataformas de batalla, lo que permitía que la artillería se posicionara de tal forma que tenía la capacidad de mantener al enemigo a raya durante un largo periodo de tiempo, siempre y cuando los defensores dispusieran de suministros. Una serie de fuertes y ciudades fortificadas protegían las comunicaciones en vías y ríos y ayudaban al movimiento de las tropas. Un buen ejemplo de red de fortalezas es la Strata diocletiana, que iba desde el noreste de Arabia hasta Palmira y el Éufrates (se ha identificado una sección durante una investigación arqueológica entre Palmira y Damasco); los fuertes, que eran vigilados permanentemente por cohortes de infantería, estaban dispuestos en intervalos de treinta kilómetros y estaban unidos por vías militares respaldadas por cadenas montañosas. Sin embargo, dos legiones en los alrededores de Palmira y Danaba reforzaban la presencia militar. Más al norte, otras legiones vigilaban la línea fronteriza. Esta disposición de tropas y fortificaciones pudo haber sido suficiente para controlar los asaltos y otras incursiones más importantes por parte de los persas, pero sus motivos eran complicados y no reflejan una actitud meramente defensiva. Los tetrarcas establecieron en las zonas fronterizas numerosas fuerzas permanentes capaces de desplazarse directamente por las vías militares para hacer frente a las incursiones; los lugares fortificados permitían a los romanos contener los ataques enemigos en un área relativamente limitada y evitar que el daño se extendiera hacia las provincias. Las fuerzas de Roma seguían preparadas para involucrarse en batallas y estaban es posición de emprender operaciones ofensivas. El armamento y otras provisiones militares se manufacturaban en fábricas especiales de centros como Edesa y Antioquía.
Los emperadores se sentían orgullosos de sus éxitos militares y de haber conseguido un Gobierno estable con unas condiciones relativamente pacíficas; ese orgullo se refleja en el preámbulo del edicto sobre los precios del año 301:
«Al recordar las guerras que hemos librado con éxito, debemos estar agradecidos por la fortuna de nuestro Estado, sólo por debajo de los dioses inmortales, por un mundo tranquilo que se recuesta en el abrazo de la calma más profunda, y por las bendiciones de una paz ganada con gran esfuerzo… Por tanto, nosotros, que por el gracioso favor de los dioses hemos acabado con la marea de estragos causados por las naciones bárbaras destruyéndoles, debemos rodear la paz que hemos establecido para la eternidad con las defensas justas necesarias» (traducción a partir de Lewis y Reinhold, vol. II, 1990, p. 422).
Durante la tetrarquía, continuó el declive del papel de los senadores al servicio del Gobierno. Las autoridades militares en todos los niveles recaían en los equites y, cada vez con mayor frecuencia, en hombres con experiencia militar; las provincias de África y Asia eran las únicas cuyos gobernadores era procónsules senatoriales. La posición de dux había seguido desarrollándose y era ahora un comandante de rango ecuestre quien desempeñaba un papel militar en un territorio que incluía más de una provincia. El primer ejemplo claro que tenemos aparece en una inscripción fechada entre 293 y 305 referida a Firminiano, dux de la zona fronteriza en Escitia.
DIOCLECIANO Y EL CRISTIANISMO
Diocleciano siempre tuvo una posición a favor de la prevalencia de la ley en contra de las decisiones arbitrarias (sobreviven más de mil rescriptos de su mandato) y, en cuanto a la política social, tenía un punto de vista conservador con respecto al valor de las prácticas romanas tradicionales y la disciplina estricta; al igual que Augusto, intentó que la moral se mantuviera a un alto nivel. En el año 295, promulgó un edicto que prohibía los matrimonios incestuosos, que no eran aceptados ni por la ley romana ni por la religión; se estableció un plazo de un año para que los afectados cumplieran con la regulación. Se puede apreciar la misma actitud en un rescripto del año 285:
«Es de conocimiento común que nadie que viva bajo la autoridad y el nombre de Roma puede tener dos esposas. El edicto de un pretor ha señalado a los hombres en ese caso, que merecen la deshonra pública, y de ningún modo el magistrado al cargo permitirá que semejante acto salga impune» (CJ 5.5.2).
Diocleciano apreciaba la unidad del imperio y prohibió el maniqueísmo por ser un culto extranjero perjudicial; esta secta creía en la redención basada en un estilo de vida ascético en un mundo que era escenario de batalla entre las fuerzas de la luz y las tinieblas, o del bien y el mal. Se desarrolló a partir del gnosticismo y reconocía a Jesús como el hijo de Dios. Su fundador, Mani, perteneciente a la aristocracia parta, había muerto en el año 276, y, a los ojos de los romanos, sus seguidores se asociaban con Persia.
Fue en este contexto en el que los cristianos atrajeron la atención desfavorable de Diocleciano; durante 18 años no emprendió ninguna acción en su contra, aunque hubo intentos esporádicos de imponer sacrificios a los dioses entre el séquito del emperador. Lactancio, con su fuerte postura procristiana, alega que la principal motivación de la Gran Persecución (iniciada en 303) vino de parte de Galerio. Esto es poco probable, puesto que la autoridad de Diocleciano era primordial y aparentemente creía que los cristianos eran un impedimento en su lucha para revitalizar el Estado porque éstos se negaban a adaptarse y a adorar a los dioses del imperio, por los que Diocleciano profesaba un respeto tradicional. Continuó la antigua práctica de consultar el oráculo de Apolo en Didima, donde el dios respondió que «los justos» (es decir, los cristianos) obstaculizaban su habilidad de contestar. Diocleciano y Galerio supervisaron con entusiasmo la puesta en marcha de la persecución desde las provincias orientales. Se promulgó un edicto en Nicomedia, en 303, que apuntaba a las operaciones de la Iglesia cristiana y ordenaba la destrucción de todos los templos, la entrega de todas las escrituras y la prohibición de todas las reuniones de tipo religioso. Todo aquel que siguiera rindiendo culto era desposeído de su cargo, sometido a torturas y ejecutado. La situación de los cristianos empeoró después de un incendio en el palacio imperial de Nicomedia; el propio Diocleciano fue testigo de la destrucción de una iglesia contigua a este palacio. Un segundo edicto insistía en que el clero sería apresado; sin embargo, un tercer edicto estipulaba su libertad en caso de estar dispuestos a ofrecer sacrificios a los dioses paganos. Un último edicto ordenaba a todo el pueblo (los legos incluidos) a ofrecer sacrificios. Lactancio describe de forma vívida y con gran emotividad el trato que recibían los cristianos:
«Al amanecer de ese día… cuando la luz era aún tenue se presentó de improviso en la iglesia (en Nicomedia) el prefecto acompañado de los jefes y tribunos militares y de los funcionarios del fisco. Arrancan las puertas y buscan la imagen de Dios; descubren y queman las Escrituras; se les permite a todos hacer botín, hay pillajes, agitación carreras…. Así pues se presentaron los pretorianos formados en escuadrón, provistos de hachas y otras herramientas y, acometiéndolo por todas, en pocas horas arrasaron hasta el nivel del suelo este soberbio templo» (Sobre la muerte de los perseguidores 12.2-5).
Aunque sin duda alguna se perpetraron actos de inmensa crueldad, los efectos de la persecución fueron desiguales. Según parece, en Occidente, Constancio no promulgó el cuarto edicto; mientras que en Egipto, el gobernador, Sosiano Hierocles, se aplicó con entusiasmo a confiscar bienes de la Iglesia y a obligar a los cristianos a ofrecer sacrificios a los dioses paganos. Un papiro que contiene el discurso que hizo un cristiano en una iglesia local explica los acontecimientos en Egipto y menciona a los funcionarios imperiales involucrados:
«Mientras me deis órdenes según lo que escribió Aurelio Atanasio, procurator privatae, en virtud de una orden del más ilustre magister privatae [que controlaba la propiedad imperial], Neratio Apolónides, respecto a la entrega de todos los bienes de la iglesia anterior, y aunque yo informé de que dicha iglesia no tenía ni oro, ni plata, ni dinero, ni ropa, ni animales, ni esclavos, ni tierras, ni propiedad alguna ya fuera por alguna concesión o por herencias, a excepción del bronce sin trabajar que se encontró y se entregó a los logistes para que fuera llevado a la gloriosa Alejandría, de acuerdo con lo que había dictado nuestro más ilustre prefecto Clodio Culciano. También juro por el genio de nuestros señores los emperadores Diocleciano y Maximiano, los augustos, y Constancio y Galerio, los más nobles césares, que estas cosas son así, y que no he mentido en nada, o podría ser responsable de incumplir el divino juramento». (The Oxyrhynchus Papyri 2,673; traducción a partir de J. Rea).
En cierto modo, la Gran Persecución pone de manifiesto el poder del Gobierno en su voluntad de gestionar los asuntos del imperio con una legislación de objetivos muy precisos. No obstante, como maniobra gubernamental, también demuestra sus limitaciones, puesto que su ambición fue tanta como su ineficacia, ya que la mayoría de los cristianos sobrevivió. En el año 306, la persecución había perdido casi toda su fuerza. Con todo, la Gran Persecución es un paso importante en el conflicto entre el paganismo y el cristianismo e, indirectamente, tuvo consecuencias importantes, como por ejemplo en el conflicto donatista entre los cristianos que se mantuvieron firmes a sus creencias y los que obedecieron las exigencias del Gobierno.
Al final del año 303, Diocleciano realizó su única visita a Roma y junto a Maximiano celebró el vigésimo aniversario de su llegada al poder. Pero su salud se debilitaba y en 305 regresó a Nicomedia, donde abdicó e hizo que Maximiano, contra su voluntad, también abdicara, con lo que los césares Galerio y Constancio se convirtieron en augustos. Se designaron dos nuevos césares: Maximino Daya, sobrino de Galerio, y Severo, un oficial militar competente. Diocleciano se trasladó a su lujoso palacio de Split, en Dalmacia, donde se dedicó a cosechar coles y en 308 resistió los intentos de convencerlo para que volviera al mando; finalmente murió en c. 312.
La tetrarquía era algo novedoso y definitivamente llamó la atención de los comentaristas antiguos. No se sabe a ciencia cierta si Diocleciano desarrolló una política detallada desde cero; en cierto modo, se puede percibir como una respuesta a sucesos externos en una forma típicamente romana y pragmática. Diocleciano necesitaba a alguien que se ocupara de una situación en particular (los bagaudas de la Galia) y por eso buscó a su viejo amigo Maximiano; resultó ser un éxito y se pudo seguir construyendo sobre esta base. La tetrarquía fue estable mientras Diocleciano estuvo al mando, pero cuando enfermó y se retiró, se vino abajo; también fue un fracaso como método de asegurar la sucesión ordenada y la estabilidad debido a las disputas hereditarias y la ambición. El terreno no estaba preparado para pasar a la fase siguiente ni para el delicado momento del traspaso de poder, y esto constituía un serio defecto del sistema. No obstante, en los doce años de tetrarquía se vivieron verdaderos logros y, en términos modernos, Diocleciano fue un regidor magnífico. Le demostró a Roma el valor de los hombres inteligentes y competentes de las provincias, especialmente de la zona del Danubio, que tenían en sus manos el futuro del imperio. Con su visión, se reformó la Administración civil y al menos reconoció los graves problemas financieros que tenía el imperio y trató de buscarles una solución. El ejército creció y se revitalizó, jugada que culminó con la decisión importante de establecer el dominio ecuestre en los cargos militares. El ejército se puso a buen servicio y se alejó la amenaza de incursiones por parte de pueblos hostiles; en Oriente, los persas fueron castigados, lo que permitió un descanso para poder reorganizar toda la zona fronteriza. En resumen, Diocleciano logró reafirmar la fe de Roma en un Gobierno estable, en el Estado de derecho y en las garantías jurídicas. Todo ello se logró en un contexto en el que los gobernantes ocupaban una posición elevada, pero no de una forma totalmente antirromana y, ciertamente, la tetrarquía no marca el inicio del despotismo oriental. Los últimos años de Diocleciano se vieron enturbiados con la persecución de los cristianos y los problemas sociales, la violencia y el derramamiento de sangre que esta originó. No fue capaz de resolver el problema de la posición que ocupaba el cristianismo en el imperio, y continuar con la persecución esporádica definitivamente no fue la solución. Aurelio Víctor sintetiza de forma acertada el impacto de los dos augustos y los dos césares en el imperio:
«Todos estos hombres eran nativos de Iliria, pero aunque, en comparación, carecían de cultura, fueron de gran valor para el Estado, ya que estaban educados en la dureza de la vida rural y la guerra… Sus capacidades naturales y su destreza militar, que habían adquirido bajo el mando de Aureliano y Probo, casi compensaban la falta de un carácter noble, tal y como demostró la armonía que prevaleció entre ellos. Consideraban a Diocleciano un padre, y lo admiraban como si fuera un poderoso dios» (Vidas de los Emperadores 39.26-9).