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La cloaca de Rómulo

LOS REFORMISTAS DE LAS CLASES ALTAS

Según el historiador Salustio, la razón más importante para el declive y la caída de la forma tradicional de gobierno de Roma fue la avaricia y la codicia, así como la ambición personal de los miembros de la clase gobernante, que egoístamente se guardaban los beneficios del imperio para sí mismos sin importarles la miseria de la plebe, como tampoco los medios a los que tuvieran que recurrir para saciar su ambición por medrar en sus carreras personales, al margen del daño que pudieran causar al bien público. Como partidario de Julio César y político fracasado de dudosa moralidad que había sido expulsado del Senado y, posteriormente, acusado de corrupción, Salustio tenía una visión realista del lado sórdido de la política romana, y su opinión es plausible por mucho escepticismo que pueda despertarnos su tono de rectitud moral y la Vieja República. También pensaba que había que empezar la revolución política por los hombres de las clases superiores. En consecuencia, no supone ninguna sorpresa que buena parte de la historia de la caída de la República se concentre en la ruptura del consenso entre los ricos y el papel de los individuos que adquirieron importancia a menudo gracias a ocupar altos cargos militares o explotando el apoyo popular. Y el pueblo solía apoyar a una persona con carisma más que a políticas o programas.

Tiberio Graco fue elegido tribuno de la plebe el año 133 a. C. Provenía de la clase social más alta; su madre era la hija de Escipión el Africano, y su padre había sido censor el año 169. También contaba con el apoyo de otros aristócratas, incluido Apio Claudio Pulcro, cónsul en 143 y princeps senatus (líder del Senado) desde el año 136, y P. Mucio Escévola, cónsul en el año 133. Las propuestas de Tiberio podrían haber sido un intento de un grupo de aliados políticos para conseguir ventaja en el poder aprovechando el descontento popular. Sin embargo, algunos escritores posteriores afirmaban que tenía un resentimiento personal porque el Senado había rechazado el tratado que había negociado con los hispanos en Numancia en el año 137. Por otro lado, Salustio creía que Tiberio y su hermano Gayo tenían intenciones honestas de reformar los persistentes problemas sociales. Esta es la agitación de emociones en conflicto y opiniones que generaban los hermanos. Es más que probable que el interés de ambos por ayudar a los ciudadanos más pobres fuera genuino, pero eso no significa que no vieran las oportunidades que eso podía proporcionarles y que no fueran conscientes de todas las consecuencias.

Tiberio propuso una ley agraria que tenía como objetivo evitar que ninguna persona pudiera llegar a poseer más de 500 iugera (126 hectáreas) de terreno público, con un permiso especial para sus hijos. Se encargó una comisión de tres hombres que supervisaran este proceso y distribuyeran la tierra recuperada a los ciudadanos sin tierra. Tiberio no fue el primero que se ocupó de la cuestión de la posesión de la tierra, pero, al contrario que otros, él no estaba dispuesto a dar un paso atrás. Los pobres llegaron en manada a Roma desde el campo para apoyar la ley, que Tiberio llevó directamente al concilium plebis sin consultar al Senado. Los miembros conservadores del Senado odiaban cualquier interferencia con la propiedad de la tierra y consiguieron que un tribuno, Octavius, pusiera un veto a la ley. Tiberio, entonces, convenció al concilium plebis de que depusiera a Octaviano de su cargo, lo que causó una furibunda controversia, no porque fuera ilegal, sino porque ponía seriamente en duda los derechos del pueblo de controlar a los magistrados que había elegido. El Senado contraatacó negándose a conceder suficientes fondos para los gastos de los comisionados. La respuesta de Tiberio fue característicamente directa. Cuando se anunció en Roma el testamento de Atalo III de Pérgamo, que acababa de morir, y se reveló que legaba su reino al pueblo de Roma, Tiberio presentó una propuesta de ley para usar las posesiones del rey para ayudar a los ciudadanos entre quienes se estaba redistribuyendo la tierra para que abastecieran sus nuevas granjas. El Senado creyó que su tradicional prerrogativa de manejar el dinero del Estado se estaba poniendo en duda. La oposición a los métodos de Tiberio se intensificó y, en parte para protegerse de represalias, se presentó por segunda vez al cargo de tribuno. Muchos deben haberse preguntado qué habría pasado si hubiera tenido éxito. ¿Se estaba preparando para hacerse con todo el poder (regnum) tan odiado por los romanos? Sin embargo, Tiberio era vulnerable, ya que muchos de sus defensores más pobres habían tenido que volver al campo, y un grupo de senadores y sus acólitos, dirigidos por el primo de Tiberio, el pontifex maximus P. Cornelio Escipión Nasica Serapio (cónsul en 138), atacaron a Tiberio y lo golpearon hasta la muerte, junto a muchos de sus partidarios.

A pesar de esta sorprendente violencia, el trabajo de la comisión de la tierra continuó. No obstante, un nuevo problema estaba ya tomando forma, concretamente la postura de los aliados italianos de Roma. En las colonias romanas, los colonos vivían codo con codo con las comunidades italianas de toda la Península. Esto ayudó al control de Roma y a la asimilación gradual de la población local, pero los italianos llegaron a esperar algún tipo de reconocimiento, especialmente dada su contribución a las campañas militares. Los sentimientos estaban a flor de piel, y en el año 125 a. C., M. Fulvio Flaco hizo una oferta limitada de ciudadanía a los italianos. Cuando el Senado no hizo caso a esta propuesta, la colonia latina de Fregelas se revolvió y los romanos la destruyeron sin merced. El hermano de Tiberio, Gayo, fue elegido tribuno el año 123 a. C., gracias a un programa de reformas, y triunfó al ser elegido por segunda vez en el año 122. Debido a la imprecisión de nuestras fuentes, no está claro qué tipo de medidas introdujo ni en qué orden. También resulta difícil juzgar si Gayo tenía una política clara que pretendía crear una coalición de intereses particulares para facilitar las reformas o si propuso una serie de medidas de gran alcance pero también encaminadas a relanzar su propia popularidad. No podía evitar tratar la cuestión de la ciudadanía itálica, pero sus ambiciones eran grandes y el alcance de sus intervenciones es notable. Una serie de medidas humanitarias asistían a los pobres tanto en el ámbito urbano y rural; la distribución de la tierra en Italia continuó; también iba a crearse una nueva fundación de colonias al otro lado del mar en Cartago, lo que resultaba controvertido puesto que habían rogado a los dioses que destruyeran ese lugar; se iba a proporcionar ropa a los soldados, y los chicos menores de dieciocho años no iban a poder alistarse en el ejército. Gayo proporcionó suministros de cereales en Roma a un precio fijo subvencionado por el Estado y construyó graneros para almacenar una cantidad adecuada; un plan de construcción de carreteras ambicioso que proporcionaría trabajo a los pobres, además de mejorar las comunicaciones y el comercio. Gayo ganó a los equites por conseguir un beneficioso acuerdo de recaudación de impuestos en la nueva provincia de Asia. Además, una ley por fin dio un control efectivo de los jurados en los juicios por extorsión a los equites, aunque este no puede considerarse necesariamente un resultado propicio para los habitantes de las provincias, ya que abrió la posibilidad de que se produjeran conflictos entre los jurados y los recaudadores de impuestos ecuestres. Gayo castigó a los senadores que habían perseguido a los defensores de su hermano mediante una ley que exigía que el pueblo fuera el único que pudiera dar poder a los tribunales con capacidad de dictar penas de muerte.

Con este telón de fondo, Gayo planteó una medida drástica: conceder la ciudadanía a todos los habitantes de Italia. Sin embargo, sus oponentes jugaron con el egoísmo de la plebe, y argumentaron que podían acabar desposeídos de sus beneficios y privilegios por culpa del grupo de nuevos ciudadanos. Un tribuno, Livio Druso, intentó superar su propuesta y le robó el apoyo proponiendo la construcción de nuevas colonias y presentándose a sí mismo como el gran defensor del pueblo. Gayo no fue elegido para un tercer mandato y recurrió a la violencia para oponerse a cualquier intento de bloquear la colonia en Cartago. El Senado aprobó un decreto final (senatus consultum ultimum), que daba autoridad moral a los magistrados para iniciar las acciones adecuadas para proteger al Estado en caso de una emergencia, y el cónsul Opimio hizo que asesinaran a Gayo y a tres mil de sus defensores.

Las carreras de los hermanos Graco tuvieron un enorme impacto en Roma. En primer lugar, durante el tiempo que fueron tribunos, se concedió al pueblo el poder para manejar el dinero caído del cielo del rey Atalo. Ahora todo el pueblo se beneficiaba de las ganancias del imperio y se creó un incentivo y un precedente para que los líderes popularis buscaran el apoyo del pueblo mediante propuestas para que se gastaran fondos públicos en medidas que los beneficiaran. En segundo lugar, los Graco habían explotado todo el potencial político que les confería el cargo de tribuno y habían planteado preguntas sobre temas referidos a la soberanía popular, como el derecho del pueblo a deponer o elegir tribunos según sus deseos, aun desafiando lo que el Senado consideraba tradicional y adecuado; algunos senadores podían llegar a ver esta situación como una dictadura virtual. En tercer lugar, los miembros de la oligarquía gobernante habían socavado el consenso de la clase alta. Finalmente, el uso de la violencia extrema resultó una señal indiscutible del creciente desorden de la vida pública, y una consecuencia del uso de métodos no tradicionales; un tribuno en ejercicio de sus funciones había sido asesinado y no se había respetado la inviolabilidad de los tribunos por el desorden inspirado por los senadores; la violencia como arma política establecía un precedente muy peligroso. El asesinato de los Graco se veía como un gran punto de inflexión y el inicio del declive en la integridad política y moral que finalmente conduciría a la guerra civil y a las luchas políticas de los años siguientes; tanto los conservadores como los revolucionarios usaron el destino de ambos hermanos para justificar su comportamiento. El historiador Veleyo Patérculo, que escribió a principios del siglo I d. C., lo resume así:

«Esta fue la primera ocasión en que se vertió la sangre de ciudadanos en Roma y se recurrió a la espada, en ambos casos sin miedo a represalias. Después de esto, la fuerza se impuso a la ley, se rendía el mayor respeto a quien ostentaba el mayor poder, y los desacuerdos civiles que en el pasado se solucionaban mediante el pacto ahora se resolvían con la espada» (2.3.3).

EL CARISMÁTICO GENERAL: GAYO MARIO

Por el momento, el Senado había ganado, pero en los años siguientes se comprobó que era imposible contener las tensiones que se habían creado. Personajes poderosos consiguieron explotar el apoyo popular, despreciando las convenciones habituales o viéndose obligados a sortearlas por la terquedad de los tradicionalistas del Senado. La carrera de Mario añadió una dimensión más, la del líder militar que contaba al mismo tiempo con el apoyo popular y el éxito militar, que usaba para progresar en la política. Mario provenía de un entorno ecuestre bastante humilde, de la pequeña ciudad de Arpinum, pero consiguió abrirse paso hasta el Senado gracias a su excelsa actuación en el servicio militar y al apoyo de algunos influyentes senadores. En el año 109 a. C., sirvió en África a las órdenes del oficial superior Q. Cecilio Metelo Numídico en la guerra contra Jugurta, que se había hecho con el poder en Numidia, desbaratando los acuerdos romanos y asesinando a algunos hombres de negocios italianos. Sin embargo, Mario se peleó con su comandante, puesto que se negó a apoyar su candidatura al consulado, y decidió ir por su cuenta. Ganó las elecciones en el año 107, en parte por criticar la conducta de los aristócratas en la guerra; se sabía que Jugurta tenía muchos amigos en Roma, donde, en su opinión, todo tenía su precio. Mario se dedicó a intrigar para conseguir un grupo de apoyo con miembros de la plebe, el orden de los equites y algunos aristócratas, y fue elegido de nuevo el año 104 (cosa que requería una excepción especial), y después volvió a ser elegido año tras año, bajo el argumento de emergencias militares. Después de que comandantes del Senado sufrieran una derrota desastrosa en Arausio (Orange) el año 105, contra las tribus invasoras alemanas (teutones y cimbros), Mario confirmó su reputación militar con victorias aplastantes en el año 102 en Aquae Sextiae y en Vercelae en el año 101. Su sexto consulado, el año 100, supuso el apogeo de su popularidad. Realizó un importante cambio en el equipamiento militar modificando el diseño de la lanza del legionario (un encaje nuevo de la punta de metal hacía que la vara se curvara con el impacto y quedara inutilizada para el enemigo), pero el cambio crucial fue aceptar voluntarios para el ejército sin las propiedades necesarias para ello. No reconoció ni explotó el potencial político ni su significado social. No obstante, en el futuro un ambicioso comandante militar podría convertir su ejército en una cohorte personal que le debería lealtad a él, en lugar de al Estado, que esperaría de él recompensas y la distribución de los lotes de tierra; en el futuro, todo esto le garantizaría el apoyo de los veteranos, preocupados de no perder sus beneficios.

La carrera de L. Apuleyo Saturnino fue un signo de su época, caracterizada por la violencia y las medidas populistas; fue tribuno el año 103 y el 100 a. C. (cuando asesinó a un rival por el cargo), aprobó leyes para conceder tierras a los veteranos de Mario, fundó nuevas colonias y creó una ley de los cereales para asegurar que su precio se mantendría bajo. La gota que colmó el vaso fue el asesinato de uno de los candidatos al consulado en el año 99. En ese momento la autoridad del Senado prevaleció y Mario conspiró con la aristocracia para arrestar a Saturnino que, a continuación, fue asesinado. La gran cuestión de los derechos de los aliados italianos que aspiraban a la ciudadanía romana se había quedado sin resolver. Una gran afluencia de nuevos votantes que no estuvieran bajo el control habitual de los optimates habría perturbado la política tradicional. Este asunto se convirtió en una gran fuente de disputas porque otros políticos, particularmente los populares, estaban dispuestos a dar la bienvenida a cualquier cosa que tuviera posibilidades de romper el patrón establecido de alianzas políticas. M. Livio Druso, elegido tribuno el año 91 a. C., propuso una ecléctica colección de medidas, incluido un reparto de trigo barato, la reforma de la ley de tribunales y la ciudadanía para los italianos. Contaba con el apoyo de algunos senadores importantes y posiblemente perseguía una reforma genuina, pero el cónsul Marcio Filipo fomentó la oposición; entre los plebeyos no había un apoyo mayoritario a la extensión de la ciudadanía, y Druso se convirtió en otra víctima de la violencia política que iba en aumento. Un atacante sin identificar lo asesinó en su hogar.

EL REVOLUCIONARIO INSÓLITO: CORNELIO SILA

En medio de toda esta agitación, los italianos recurrieron a la guerra el año 91 a. C., exasperados por la actitud de los romanos, que parecían mirar a las personas de su mismo origen como extranjeros. Los hombres italianos de negocios proporcionaban los fondos y las riquezas para la guerra, las mismas riquezas que, por ejemplo, habían financiado la construcción de un teatro de piedra a finales del siglo II en la pequeña ciudad samnita de Pompeya. Los italianos tenían seguridad en sí mismos y experiencia en la guerra, y eran oponentes formidables; llegaron a acuñar monedas y a establecer un Senado. Roma finalmente ganó la guerra social (de socii, «aliados»), pero sólo después de varias derrotas militares y fuertes pérdidas (más de 250 000 hombres fueron enviados al combate), y pronto se vio forzada a conceder la ciudadanía a todas las comunidades italianas que no se habían rebelado; Samnio cedió en el año 87, y había cierto resentimiento porque los nuevos ciudadanos fueron asignados en sólo un pequeño número de las tribus con votos, lo que suponía a todos los efectos una restricción de su influencia política.

La guerra tuvo una consecuencia imprevista con el éxito militar de L. Cornelio Sila, que provenía de una antigua familia patricia; después de servir bajo el mando de Mario en África y contra los germanos, fue elegido cónsul para el año 88 a. C., y con cincuenta años se casó por cuarta vez, con la hija del pontifex maximus, L. Cecilio Metelo Dalmático. Sila estaba firmemente vinculado a los optimates y el Senado votó por él como gobernador de Asia y le concedió el mando contra el rey Mitrídates VI de Ponto, que se había convertido en el enemigo más peligroso de Roma. Tras anexionar Bitinia y Capadocia, Mitrídates VI consiguió el control de la mayor parte de Grecia e invadió Asia, donde ordenó la masacre de todos los ciudadanos romanos e italianos.

La primera guerra contra Mitrídates duró del año 89 al 85 a. C. En ese punto, se produjo una asombrosa intervención del tribuno Sulpicio Rufo, quien, entre otras cosas, propuso expulsar del Senado a aquéllos cuyas deudas superaran cierto límite, distribuir a los italianos equitativamente en 35 tribus y transferir el mando de la guerra contra Mitrídates de Sila a Mario. Sila se negó a aceptar esta decisión con templanza, así que se reunió con su ejército en Nola, Campania, y les pidió directamente su apoyo. Aunque sólo convenció a un oficial, los soldados apoyaron a Sila y marcharon contra Roma. Este fue el acontecimiento más importante de la carrera de Sila y tuvo consecuencias trascendentales. Por primera vez el ejército se había usado en política para perseguir fines personales; este precedente no podría borrarse y otros mandos militares seguirían su ejemplo. No obstante, el resultado inmediato fue la persecución y el asesinato de Sulpicio (aunque Mario escapó) y que sus leyes fueran abolidas. Sila intentó asegurarse de que sus enemigos no se aprovechaban de su ausencia en el este para dar un giro a la situación, pero L. Cina, uno de los cónsules elegidos el año 87, siguió siendo hostil. El consenso tradicional que había sido el pilar fundamental sobre el que se apoyaba la política senatorial se había roto.

Después de obligar a Cina a abandonar Roma, consiguió levantar un pequeño ejército en Italia, principalmente a partir de los miembros de una legión que Sila había dejado atrás, y, acompañado por Mario, conquistó Roma. En un solo año, por tanto, habían seguido el ejemplo de Sila. Mario permitió que los soldados saquearan y asesinaran a voluntad, y se vengó de sus enemigos, pero murió a los pocos días de iniciar su séptimo consulado. Cina se quedó al cargo del 86 al 84 a. C., periodo que Sila describió como un interludio inconstitucional. No obstante, parece improbable que los senadores se limitaran a esperar que Sila restaurara el Gobierno legítimo (posteriormente esta se convirtió en la versión oficial). Hubo quien aceptó ocupar un cargo con Cina, que llevó a cabo medidas útiles, como el indulto de algunas deudas. Sin embargo, su mayor problema era decidir qué hacer con Sila, que consolidó su posición y consiguió firmar un tratado con Mitrídates antes de perder completamente su poder. Mientras tanto, Cina fue asesinado por unas tropas amotinadas mientras intentaba organizar un ejército. El año 83 Sila aterrizó en Italia y, tras marchar sobre Roma por segunda vez, dispersó a los defensores de Cina en la batalla de la Puerta Colina, en las faldas de la ciudad; el pueblo empezó a cambiar de bando al ver que Sila tenía más probabilidades de ganar.

Sila tomó medidas prácticas para salvaguardar su propia seguridad. En un reinado de terror, personas y comunidades enteras que habían apoyado al bando equivocado fueron asesinadas en una carnicería, y sus propiedades quedaron confiscadas; se publicaron listas de enemigos (proscripciones), junto con una recompensa para quienquiera que matara a cualquiera de la lista. Entre los italianos, los samnitas fueron quienes recibieron un trato particularmente duro:

«A los otros, a los que entregaron las armas, se habla de unos tres mil o cuatro mil hombres, tras conducirlos a la Villa Pública, que está en el Campo de Marte, los encerró en prisión. Tres días después, envió soldados que degollaron a todos… Frente a quienes le acusaban de crueldad desmedida, él decía que había aprendido de la experiencia que ni uno solo de los romanos podría jamás vivir en paz mientras los samnitas permanecieran unidos en una nación» (Estrabón 5.4.11).

Al menos 40 senadores y 160 equites fueron asesinados. Sila mantuvo un fuerte vínculo con las tropas de cuyo apoyo dependía inicialmente, y proporcionó tierras (a menudo confiscadas a sus oponentes políticos) a más de 120 000 veteranos. Ahora estos soldados estaban en deuda con Sila y les beneficiaba que no fuera derrotado políticamente. También tenía un cuerpo no oficial de guardaespaldas de 10 000 esclavos liberados. Entonces, Sila se dispuso a establecer una base política segura. El año 81 a. C., fue nombrado dictador «para hacer cumplir la ley y poner orden en el Estado».

Este cargo no tenía límite de tiempo (aunque normalmente una dictadura duraba seis meses), ni había posibilidad de vetar sus decisiones. Creó nuevos senadores ascendiendo a sus propios defensores, con la idea de que serían leales a su política y de ese modo limitaría el poder de los tribunos, quienes perdieron la capacidad de presentar leyes y de juzgar ante la Asamblea tribal; se restringió mucho su capacidad de interponer vetos y les prohibieron ostentar cualquier otro cargo público después de ser tribunos. Estas medidas reducían con mucha astucia la importancia de los tribunos como arma política de los populares, y Sila, en cierto modo, convirtió el cargo en una especie de callejón sin salida, puesto que nadie capaz y ambicioso se presentaría candidato a un cargo que le impediría ocupar ningún otro. Sila era consciente de la amenaza que planteaban quienes ostentaban cargos más altos y reafirmó la ley de la edad mínima para ocupar un cargo, así como prohibir a cualquier hombre ocupar el mismo cargo dos veces en el espacio de diez años. Había observado el enorme poder que se ganaba después de ostentar repetidamente el cargo de cónsul, como probaban los ejemplos de Mario y Cina. Sin embargo, el principal peligro era, por supuesto, el precedente que el propio Sila había sentado. ¿Cómo podía evitar que los gobernadores de las provincias usaran sus propios ejércitos contra el Gobierno? Intentó asegurarse de que el Senado controlara directamente quién gobernaba cada provincia y presentó una ley de traición (lex de maiestate), lo que significaba que un gobernador no podía iniciar una guerra por su propia iniciativa, sacar a sus tropas fuera de la provincia, o dejarla por razón alguna. Por tanto, en teoría, un comandante no podía llevar a sus tropas de vuelta a Roma.

Todas estas medidas eran un intento de legislar contra la revolución, y probablemente fue inútil ya que era poco probable que un hombre dispuesto a derrocar el Gobierno mediante las armas se olvidara de la idea sólo por el hecho de que hubiera una ley contra ello. En cualquier caso, sí demuestra las consecuencias de lo que había ocurrido el año 88 a. C. Finalmente, Sila fundó nuevos tribunales para juzgar crímenes mayores como el asesinato, la falsificación, la traición y la extorsión, y dio el control de los jurados al Senado, una señal de que las persecuciones políticas eran un parte importante de la vida en Roma.

Sila fue cónsul el año 80 a. C. y renunció a la dictadura ese año, retirándose al campo, donde se casó con su quinta mujer. Murió el año 78. Julio César dijo que el retiro de Sila demostró que no conocía el abecé de la política. Por instinto, Sila estaba del lado de los optimates e intentó apoyar la autoridad del Senado, pero no había ninguna razón por la que debería haber sentido respeto alguno por sus compañeros aristócratas, que parecían haber consentido el gobierno de Cina y habían apoyado a Sila sólo cuando las cosas le eran favorables. Quizás pensó que había hecho suficiente para asegurar su concepto de gobierno ordenado. Si realmente fue así, sus cálculos estaban equivocados. Aunque Sila intentó impedir que se pudiera usar el apoyo popular como medio de cambiar la constitución, no había encarado los problemas fundamentales que provocaban los disturbios, en concreto la miseria del pueblo y el descontento por la distribución desigual de los beneficios del imperio, así como la falta de una infraestructura que marcara la distribución ordenada de los soldados, que conformarían los ejércitos personales del futuro. Sila fue un cruel asesino que, al final, consiguió poca cosa, excepto el recuerdo de su marcha sobre Roma y sus exitosos métodos despiadados.

LA GUERRA Y LA POLÍTICA: POMPEYO

Durante el periodo posterior a la dictadura de Sila, la oligarquía senatorial tuvo que enfrentarse a ataques desde varios frentes: la ambición de los senadores prominentes, que para conseguir alcanzar sus metas personales no podían permitir que ese estado de las cosas perdurara; los continuos alborotos entre los pobres y entre aquéllos a los que Sila había desposeído de sus pertenencias; y, por supuesto, el problema de la deuda. Para mantener y continuar con la política popular de conquista y explotación, se eligieron mandos especiales, cosa que de nuevo volvió a demostrar lo importante que era el apoyo popular y lo valioso que era el prestigio del éxito en la batalla para conseguir el poder político. Las grandes fuerzas militares fueron el medio que usaron los indiviuos poderosos para socavar la posición del Senado y facilitar el auge de las dinastías militares. Se libraban guerras y se organizaba el territorio sin consultar sistemáticamente al Senado. A lo largo de esos años, personajes importantes como Lúculo, Pompeyo y Catilina, todos ellos antiguos oficiales de Sila, se convirtieron en el pernicioso legado de su carrera.

Sila no había derrotado completamente a Mitrídates, que se fue de Asia, pagó una indemnización y entregó setenta barcos. Las hostilidades volvieron a iniciarse el año 83-82 a. C., pero en el 74, Mitrídates invadió Bitinia, cuyo rey había legado la tierra a Roma. Lúculo, uno de los cónsules en el año 74, tenía derecho a actuar contra Mitrídates y llevó al rey a la batalla de Cabira en Ponto. Mitrídates huyó con su yerno Tigranes a Armenia, mientras Lúculo sistemáticamente iba capturando las restantes fortalezas. También se encargó de los problemas de las ciudades de Asia, que habían pedido dinero a prestamistas romanos para pagar multas impuestas por Sila.

Lúculo redujo el interés que debían y estableció un pago por cuotas, lo que le granjeó el favor de las ciudades, aunque también el rencor de los equites que hacían los préstamos. Lúculo fue a Armenia tras Mitrídates, puesto que consideraba, y con razón, que la guerra no acabaría hasta que el rey fuera capturado o ejecutado. Aunque no tenía autoridad del Senado para continuar la guerra y sólo unos 16 000 hombres, Lúculo atacó la fortaleza principal de Trigranocerta. Tigranes, al ver que el ejército romano se acercaba, se dio cuenta de que eran muy pocos para ser un ejército y demasiados para una embajada. Lúculo consiguió una victoria brillante y persiguió a los reyes que se batían en retirada, pero un motín entre sus propias tropas lo obligó a retirarse. Su principal problema era la situación política de Roma, donde los oponentes paralizaban las votaciones sobre el envío de suministros y refuerzos. Muchos apoyaron la ley del tribuno, Aulo Gabinio, para retirar el mando a Lúculo de Bitinia. Aunque a menudo tácticamente brillante, Lúculo era muy estricto y parece que perdió el favor de sus hombres. Sus rivales políticos en Roma acabaron con él.

Mientras tanto, el Senado había perdido completamente el control de Hispania debido a la extraordinaria carrera de Quinto Sertorio. De origen ecuestre, había realizado un distinguido servicio militar y, finalmente, participó con Cina en la captura de Roma del año 87 a. C. En los años 83-82, Sertorio tomó el mando en Hispania y luego fue brevemente expulsado; después regresó invitado por la facción contra Sila el año 80 y consiguió ganarse el respeto de buena parte de la población nativa. Era valiente, habilidoso y un diestro comandante que usaba la táctica de la guerra relámpago para luchar contra el ejército romano que habían enviado contra él. El año 77 tenía en su poder la mayor parte de la Hispania romana. Ya fuera sinceramente o no, Sertorio se presentó como un reformista, redujo los impuestos y los abusos del Gobierno romano e intentó ganarse el favor de la nobleza local. Aunque era popular, se encargó de armar a los romanos en la provincia y dejó en sus manos la fabricación del equipamiento militar. Los romanos no podían concentrar sus fuerzas en Hispania, ya que necesitaban llevar a cabo otras operaciones de mayor importancia contra los piratas y en la propia Italia el año 73 a. C., cuando Espartaco inició una revolución de gladiadores y esclavos, una pesadilla en una sociedad donde la esclavitud estaba admitida. Puso en evidencia la incompetencia de varios comandantes antes de que Licinio Craso finalmente lo derrotara en Lucania, en el sur de Italia. Estas campañas suponían un gran coste en hombres y recursos, y el peligro se agravó cuando Sertorio estableció contactos con los piratas y estableció una alianza con Mitrídates. Todavía más significativas fueron las repercusiones políticas en Roma. En parte por su propia terquedad al negarse a llegar a un acuerdo con Sertorio, el Senado se vio en la delicada posición de tener que pedir ayuda al ambicioso Pompeyo (Gayo Pompeyo). Provenía de una familia que no pertenecía a la aristocracia tradicional y, por su propia iniciativa, había reunido tropas en su distrito natal de Piceno para apoyar a Sila. Violento y ladino desde el principio, Pompeyo había llevado a cabo una carrera extraordinaria combinando el éxito militar y la ilegalidad, capitaneó tropas bajo las órdenes de Sila e incluso celebró un triunfo a pesar de seguir siendo un eques. El año 77, el Senado imprudentemente concedió el poder proconsular a Pompeyo (pese a que no había ostentado cargo alguno) y lo envió a llevar refuerzos a Metelo Pío a Hispania.

El Senado seguramente esperaba conseguir que Pompeyo se pusiera de su lado ofreciéndole libremente lo que él mismo podría haber cogido de todos modos negándose simplemente a disolver su ejército. En lugar de ello, sólo se crearon más precedentes inconstitucionales. El ambiente que existía puede juzgarse por una carta que Pompeyo envió al Senado en la que pedía más suministros bajo la amenaza de que no podía impedir que su ejército volviera a Italia si no se le enviaban. A Pompeyo no le resultó fácil hacer campaña contra Sertorio, de hecho, la del río Sucro fue la única intervención oportuna de Metelo Pío y la que lo salvó del desastre. Sertorio dijo al respecto:

«Si aquella anciana no hubiera aparecido, habría escondido bien al niño y lo habría enviado fuera de Roma» (Plutarco, Vida de Sertorio, 19).

Finalmente, Pompeyo consiguió desgastar a Sertorio y consiguió que uno de sus oficiales, Perperna, lo asesinara. Sertorio no había sido una amenaza para el Imperio romano. Aunque sus tácticas se adaptaban bien a Hispania, es poco probable que sus seguidores se hubieran ido con él lejos de su hogar. No obstante, la guerra en Hispania tenía un significado político en Roma, al margen de la carrera inconstitucional de Pompeyo. Su nombramiento como cónsul en el año 70 a. C. (junto a Licinio Craso), que fue la primera magistratura formal de Pompeyo, sentó el peor ejemplo posible, puesto que era una enorme ruptura de la tradición, socavó aún más las disposiciones de Sila y dejó patente una vez más la importancia del poder del ejército en la política romana. Además, a Pompeyo lo recompensaron con un triunfo (el segundo).

Mientras Pompeyo había estado en Hispania, la exaltación política perseguía, supuestamente en su nombre, la restauración de los poderes de los tribunos. El Senado estaba distraído por el problema de escasez de cereal, y algunos gobernadores se vieron envueltos en embarazosos juicios por corrupción y procesos deshonestos por jurados compuestos de senadores. Pompeyo y Craso eran muy populares entre el pueblo por sus victorias sobre Sertorio y Espartaco, y usaron ese apoyo para disponer la situación política de manera que beneficiara sus intereses. Pompeyo en particular necesitaba manejar la cuestión de su futura carrera, que hasta ese momento se había basado en dirigir soldados. Su primer paso, con el apoyo de Craso, fue restaurar los antiguos poderes a los tribunos. Desde el punto de vista de sus propios intereses, creía que un tribuno podría ser valioso para conseguir otro mando militar. También reformó los tribunales de justicia mediante una ley que establecía que los jurados debían ser elegidos por los senadores, los equites y los tribuni aerarii (personas que contribuían económicamente al ejército, y cuya simpatía estaba más del lado del orden ecuestre que del senatorial); en el futuro, los senadores podrían estar a merced de juicios políticos adversos. Y lo que era más importante, Pompeyo proporcionó tierra a sus veteranos, que como siempre estaban interesados en que sus benefactores conservaran su poder en la política.

En un primer momento, Pompeyo buscaba eliminar la condicionante influencia de las medidas de Sila y, así, abrirse camino en su propio beneficio. Parte de su importancia política dependía ahora de su capacidad para proteger no sólo a sus soldados veteranos, sino también a aquellos que lo veían como un amigo o un patrón. Por tanto, era crucial que ayudara a sus muchos clientes de Sicilia, puesto que Verres, tristemente célebre por su brutalidad y corrupción, tenía subyugada a la isla. Marco Tulio Cicerón, entonces un joven abogado en pleno ascenso hacia la cima, llevó a cabo para Pompeyo la tarea de procesar a Verres y presentó el caso con tanta eficiencia (y eso fue antes de que se cambiara la composición del jurado) que su oponente abandonó el caso y Verres acabó en el exilio.

La publicación de los discursos de Cicerón se convirtió en una crítica condenatoria de los peores aspectos de la Administración senatorial y consiguió el apoyo de Pompeyo para los siguientes cambios. Ni Pompeyo ni Craso aceptaron mandos provinciales el año 69 a. C., pero Pompeyo sin duda estuvo involucrado en las maniobras que socavaron la campaña de Lúculo contra Mitrídates. Pompeyo se dio cuenta de que necesitaba mantenerse alejado del ojo público y consagrarse a los logros bélicos, así que en el año 67, a iniciativa de un tribuno, se propuso una misión contra los piratas, que incluía un poder ilimitado (imperium infinitum) que se extendía a lo largo de cincuenta millas tierra adentro desde la costa mediterránea, y en la que participarían 500 barcos y 120 000 soldados; cuatro años antes, Pompeyo ni siquiera había sido senador. Al Senado le preocupó tanto esta situación que hizo que otro tribuno vetara esta misión, pero la medida contaba con el apoyo popular, puesto que la gente temía la escasez de cereales. El precio del cereal cayó en cuanto se encargó la misión a Pompeyo. Una vez más, la enorme importancia política del apoyo popular y de las hazañas bélicas habían quedado contundentemente demostradas. Después de que Pompeyo confirmara su reputación como el general más poderoso de toda Roma, tras acabar con la amenaza que suponían los piratas, otra ley tribunicia del año 66 a. C. le consiguió las provincias de Cilicia, Bitinia y Ponto, y el mando de la guerra contra Mitrídates. A Pompeyo, que ahora contaba con un prestigio inigualable, se le concedió una autoridad general para encargarse de los enemigos de Roma en el este y llegar a una solución; incrementó enormemente su estatus y su riqueza; Mitrídates fue rápidamente derrotado y se suicidó, Siria se anexionó como una provincia, se establecieron las estructuras administrativas y el territorio de Judea se reorganizó. Pompeyo, sin embargo, no llegó a declarar la guerra a Partia, a pesar de su cognomen «Magno», a imitación de Alejandro.

REVOLUCIÓN Y REACCIÓN

En Roma, la ambición personal y la intriga se combinaron para interrumpir el patrón establecido de gobierno. En este contexto de sospechas y maniobras políticas, concretamente en el año 63 a. C., tuvo lugar la conspiración de Catilina. L. Sergio Catilina no había conseguido la victoria en las elecciones para el consulado de ese año y volvió a perder en las del año 62.

No sabemos si sinceramente o no, pero apoyaba los intereses de los endeudados, los pobres y los desposeídos, es decir, de todo el mundo que había perdido sus posesiones en la anterior colonización violenta de tierras. Su causa tenía poco futuro si no recurría a la violencia, y Cicerón, el atento cónsul del año 63, recurrió a un brillante discurso para forzar a Catilina a dejar Roma. Cuando Cicerón finalmente consiguió pruebas escritas, los conspiradores de Roma fueron puestos bajo arresto, mientras que Catilina, que se había puesto al mando de una fuerza de veteranos insatisfechos en Etruria, fue derrotado y asesinado.

Cicerón, que había conseguido el consulado como homo novus («un hombre nuevo», es decir, que era el primero de su familia que ostentaba un cargo público prominente), estaba ahora en el apogeo de su poder, aunque la ejecución de los conspiradores catilinarios sin juicio lanzó una sombra sobre su conducta y lo dejó vulnerable a las recriminaciones. Al menos, Cicerón hizo algunos esfuerzos para dar una respuesta constructiva a las amenazas que acechaban al Gobierno tradicional de la República, provenientes tanto de la agitación política provocada por quienes deseaban satisfacer las demandas populares, como de los comandantes del ejército que se aprovechaban de sus ejércitos para promocionar sus carreras de forma anticonstitucional. La idea de Cicerón se describió vagamente como la «concordia de los órdenes»: esperaba alcanzar algún tipo de entente política en la que se involucraran los senadores y los equites, es decir, todos los hombres con propiedades y una respetabilidad afianzada, que serviría para defender el orden establecido de la sociedad. Si conseguían cooperar en los tribunales y en las elecciones, podrían derrotar a los reformistas y agitadores.

Cicerón esperaba que un hombre influyente y respetado pudiera guiar esta alianza. El problema era encontrarlo. Aunque las clases superiores se habían unido para aplastar la revolución, sería mucho más difícil mantener esa unión en condiciones normales. Y los individuos prominentes tenían su propia agenda. Craso y Julio César, que también conocían el valor del apoyo de los equites, trabajarían para obtenerlo; Pompeyo, cuya carrera previa había estado marcada por la violencia y la ostentación de cargos de forma inconstitucional, no era un hombre adecuado para apoyar el statu quo. De hecho, después del año 63 a. C., los optimates se comportaron irresponsablemente al seguir ignorando los intereses del pueblo. Seguían manteniendo una actitud elitista y una mente cerrada, de modo que no llegaban ni a comprender que sólo curando esas enfermedades podían desarmar a sus enemigos políticos. El comportamiento de los optimates había logrado la enemistad no sólo de los equites, sino de los tres hombres más poderosos de Roma: Pompeyo, Craso y César.

Cuando Pompeyo regresó a Roma el año 62 a. C. para celebrar su tercer triunfo, sorprendió a todo el mundo desmantelando su ejército y entrando en la ciudad como un ciudadano más. Podría suponerse que ni siquiera él podía encontrar una justificación para usar su ejército contra el Gobierno, pero necesitaba que ratificaran su asentamiento en el este y adquirir tierras para sus veteranos. Según parece, Cicerón debió de pensar que se había reformado y que estaba menos preocupado por conseguir la popularidad de las masas (Cartas a Ático 2.1.6). Pompeyo, desde luego, intentó acercarse a los optimates al divorciarse de su mujer e intentar casarse con la sobrina de Marco Porcio Catón, que gozaba de una enorme influencia entre la nobleza senatorial. También afirmó en un discurso que la autoridad del Senado siempre había sido importante para él. Sin embargo, la nobleza despreció los (falsos) esfuerzos de Pompeyo por actuar siguiendo los métodos constitucionales. Catón no permitió el matrimonio de su sobrina y frustró los intentos de Pompeyo para que el Senado concediera tierras a sus veteranos; y Lúculo, por su parte, dirigía la oposición a la ratificación de los asentamientos orientales. Catón, después, disgustó a los equites bloqueando su petición para hacer un reajuste del acuerdo de recaudación de impuestos en Asia. Aunque Cicerón reconocía la justicia de esta petición, criticó el desastroso momento político:

«Aquí vivimos en medio de una situación política delicada, lamentable e insegura: habrás oído, creo, que nuestros caballeros estuvieron a punto de romper con el Senado… los que habían comprado a los censores los impuestos de Asia se quejaron en el Senado de que, movidos por la ambición, habían pagado un precio muy alto; pidieron que se cancelara el contrato… odioso asunto, vergonzosa demanda, confesión de temeridad. El mayor peligro era que, si no conseguían nada, se apartarían totalmente del Senado» (Cicerón, Cartas a Ático 1.17.8).

Gracias a los discursos de Cicerón, a sus cartas y a sus escritos filosóficos, estamos excepcionalmente bien informados sobre este periodo, y, por supuesto, Cicerón fue un personaje vital de la década de los 60 a. C. Es muy importante precisamente porque es un testigo contemporáneo y conocía y mantenía correspondencia con muchas de las personas que tomaban decisiones cruciales en Roma; sabía por qué se tomaban las decisiones y cómo se llevaban a la práctica. Sin embargo, tenía puntos de vista fuertemente conservadores y escribía desde esa perspectiva. Por ejemplo, se mostraba hostil con los hermanos Graco, a los que veía como revolucionarios destructivos. Él hablaba de sus aliados naturales como «…una prosperidad acrecida y aumentada gracias a la acción bienhechora de los dioses.» (Catilinarias, 4.19), mientras que despreciaba a la plebe, «…aquella sanguijuela asamblearia del tesoro, el populacho miserable y hambriento…» (Cartas a Ático 1.16.11).

Sin embargo, su prejuicio puede ser útil para mostrar cómo pensaba un grupo de senadores. Aunque no escribió una historia con continuidad, las cartas personales de Cicerón revelan la pasión de la política romana en esos años.

Todos estos problemas se agravaron con el regreso de Julio César a Roma desde Hispania. César pertenecía a la familia Iulia, de un gran prestigio social, que en los últimos tiempos no había destacado en ningún acto político. Tras ganarse una reputación como orador y demostrar su valentía en su primer servicio militar en el este, demostró que carecía de escrúpulos a la vez que era una persona de recursos. Venció a cónsules veteranos y fue elegido pontifex maximus el año 63 a. C., según se dice gracias a sobornos exagerados. Su tiempo como gobernador en Hispania (62-60) fue en sus propios términos exitoso, ya que había realizado importantes acciones militares y había conseguido un sustancial botín. Pidió que se le concediera un triunfo y permiso para permanecer ausente durante el consulado del 59, ya que para conseguir el triunfo tenía que mantener el mando de su ejército y, por tanto, no podría entrar en la ciudad para participar en las elecciones. Catón, después de hablar todo el día en el Senado, bloqueó la propuesta para conceder una dispensa. Por supuesto, César no vaciló; desmanteló su ejército, entró en la ciudad y fue debidamente elegido cónsul para el año 59, aunque gracias a tremendos sobornos los optimates consiguieron que el yerno de Catón, Bibulo, fuera escogido como su colega.

Mientras tanto, Pompeyo había recurrido a un tribuno, Flavio, para conseguir que se ratificara su asentamiento en el este y el reparto de tierra entre sus veteranos. No obstante, el cónsul Metelo Celer obstaculizó el trabajo del tribuno todo lo que pudo, incluso organizando una reunión del Senado en su celda, después de que Flavio lo hubiera metido en prisión. Finalmente Pompeyo tuvo que retirarse, pero el Senado estaba granjeándose la enemistad de hombres importantes sin pensar de forma realista, y el pragmático Cicerón expresó su frustración con el recto pero inflexible Catón:

«… pues interviene como si estuviera en la República ideal de Platón y no en la de fango de Rómulo» (Cartas a Ático 2.1.8).

Pompeyo, Craso y César llegaron a un acuerdo informal para cooperar tanto como les fuera posible para proteger sus intereses individuales ante la influencia de los optimates en el Senado. El objetivo negativo esencial, según Suetonio, era «que no se llevara a cabo ninguna acción a menos que los tres la aprobaran». La descripción de Floro de los tres hombres es perspicaz:

«De inmediato decidieron pasar por encima de la constitución porque sus deseos de poder eran similares, aunque César estaba ansioso por conseguir estatus, Craso por aumentar el suyo y Pompeyo por retener el suyo» (2.13).

César seguía a cierta distancia por detrás de Pompeyo y Craso en dignidad y éxitos, y los necesitaba en su bando. Craso era inmensamente rico e influyente, pero se había quedado atrás por el éxito de Pompeyo en el este. Pompeyo había sufrido un desgaste político en el Senado y no podía encontrar una excusa para usar abiertamente la violencia; el poder ejecutivo de César como cónsul ofrecía la mejor oportunidad a Pompeyo para organizar el reparto de tierras para sus veteranos y proteger su dignidad. Este vago acuerdo político se selló con el matrimonio de Julia, la hija de César, con Pompeyo, que era mucho mayor que ella.

CÉSAR COMO CÓNSUL

César presentó una propuesta ante el Senado que reclamaba la distribución de tierras públicas en Italia (excepto en Campania) a un gran número de ciudadanos, incluidos los antiguos soldados de Pompeyo. A pesar de los esfuerzos por conseguir apoyo, Catón habló hasta el atardecer con la esperanza de conseguir un aplazamiento sin llegar a una decisión. Cuando César lo llevó a prisión, muchos senadores lo siguieron. M. Petreyo dijo: «Preferiría estar en prisión con Catón que quedarme aquí contigo».

El proyecto de ley se presentó entonces ante el concilium plebis, pero el compañero cónsul de César, Bíbulo, gritó:

«No tendréis la ley durante el presente año, aunque todos la queráis» (Dion 38.3-4).

César explotó el egoísmo terco de su oponente y recibió el apoyo público de Pompeyo, que prometió tener listo su escudo si a alguien se le ocurría sacar una espada. Bíbulo usó a los tribunos que tenía de su parte para detener la propuesta de ley y finalmente recurrió a tácticas extremas, y afirmó que estaba viendo augurios en los cielos (y por tanto ningún asunto público podría llevarse a cabo) y declaró que los días restantes en los que la asamblea podía reunirse serían vacaciones públicas. Finalmente, cuando César ignoró todos estos gestos, Bíbulo intentó vetar la propuesta; le lanzaron basura y lo atacaron unos matones, mientras que muchos de sus seguidores también fueron agredidos. La propuesta de ley se aprobó y otra ley agraria específicamente proporcionaba parte de la tierra pública de Campania para los veteranos de Pompeyo; los nuevos políticos serían importantes apoyos políticos para Pompeyo y César. Sólo Catón habló contra la propuesta de ley y siguió hablando mientras se lo llevaban a rastras por órdenes de César, cosa que constituía una violación de la libertad cívica y que causó una impresión muy dolorosa entre los senadores. Era un signo de determinación para reprimir y sofocar la oposición y el debate. Otras medidas ratificaron los acuerdos de Pompeyo en el este y prepararon el acuerdo para gravar al orden ecuestre.

César también presentó una ley digna de un estadista para ocuparse de la mala administración de los gobernadores de Roma en las provincias. La Lex Julia revisaba toda la legislación previa sobre sobornos y extorsión en las provincias: definía todos los crímenes y las clases de personas a las que afectaba, establecía nuevos procedimientos para los juicios y disponía muchas nuevas regulaciones para la Administración provincial. Sin embargo, la conveniencia política se antepuso con la restauración en su trono del incompetente rey Ptolomeo Auletes de Egipto; el Senado y el pueblo hicieron una alianza con él, y se decía que Pompeyo y César habían recibido enormes sobornos del rey (ambos hombres tenían otras ideas para campañas militares futuras y querían mantener el statu quo en Egipto por el momento).

Acontecimientos recientes habían demostrado que el futuro político dependía enormemente de los mandos militares, del consulado y de los tribunos de la plebe, y no tanto del Senado. César centró su atención en el año de su consulado. Necesitaba asegurarse un mando militar, puesto que, de otro modo, temía que sus oponentes intentaran procesarlo por sus acciones como cónsul. Un tribuno que lo apoyaba, Vatinio, hizo que la plebe aprobara la propuesta de que César recibiera el mando provincial de la Galia Cisalpina (en el lado italiano de los Alpes) y de Iliria, con tres legiones, y que no se permitirían más discusiones sobre este tema hasta el 1 de marzo del año 54 a. C. Entonces, Pompeyo propuso que César debería recibir la responsabilidad de ocuparse de la Galia Transalpina (pasados los Alpes) y otra legión. Una vez más, Catón se opuso con poco éxito a la idea con el argumento de que se estaba poniendo a un tirano al mando. César ahora estaba fuera del alcance de cualquiera durante los siguientes cuatro años con el dominio de una fuerte base militar cerca de Italia. Asimismo, una parte importante del plan de dominación de Pompeyo era mantener a sus aliados políticos en posiciones importantes.

Aparentemente, la vida política en Roma prosiguió como siempre, pero ahora existía un ambiente enrarecido por las amenazas y la violencia, tal y como Cicerón descubrió cuando despreció el intento de César de atraerlo para unirse a sus partidarios e hizo algunos comentarios críticos sobre la situación política predominante. Al cabo de pocos años, el enemigo mortal de Cicerón, Publio Clodio, que era un patricio, cambió su estatus al ser adoptado por una familia plebeya, ya que como plebeyo podía presentarse para el puesto de tribuno y actuar contra Cicerón. César, como cónsul y sacerdote máximo, no aplicó la mayoría de las restricciones que normalmente rodeaban a las adopciones de este tipo. Probablemente eso significaba un aviso a Cicerón, que escribió en junio del año 59 a. C.: «…Estamos cogidos por todas partes y no rehusamos ya la esclavitud, sino que tememos la muerte y el destierro, como si fueran los males mayores, cuando son mucho menores. Y esta situación, que todos lloran a una voz, nadie la alivia ni con hechos ni con palabras» (Cartas a Ático 2.18). Cicerón pudo exagerar la extensión de ese descontento, pero existía una continua oposición al dominio que estaban acumulando los individuos poderosos, y en medio de un gran alboroto, las elecciones consulares del año 58 se pospusieron. Más tarde, en el año 58, Clodio atacó a Cicerón aprobando una ley contra quienes hubieran ejecutado a un ciudadano romano sin un juicio previo, en una alusión directa a la conspiración de las Catilinarias. Cicerón salió del país y los matones de Clodio destruyeron su casa en Roma; en parte de esa ubicación se construyó un santuario a la libertad. Cicerón fue condenado al exilio. Generalmente, la violencia endémica en Italia en los años 60 alcanzó tal grado que los hombres importantes no viajaban fuera de Roma sin los servicios de una escolta armada. La situación política era muy inestable, y por tanto, cuando César asumió su mando provincial, no podía permitirse perder tiempo; necesitaba distinguirse como general, conseguir riquezas para sí mismo y para sus defensores, y volver mucho más fuerte para preservar su posición. Anteriormente en su carrera, en el año 61 a. C., tras pasar por un pueblo alpino de camino a Hispania y cuando le preguntaron bromeando qué tipo de vida política tenía ese país, César habría dicho contundentemente:

«Prefiero ser el primero entre esta gente que el segundo en Roma» (Plutarco, César 11.3).

Además de librar una guerra, César no podía dejar de vigilar los acontecimientos que se sucedían en Roma. Una vez que Pompeyo se hubiera salido con la suya, podía empezar a resentirse por el éxito de César y aceptar los intentos de los optimates de ganárselo para su causa. El programa del año 59 se había llevado a cabo en parte mediante la ilegalidad y la violencia, y los optimates necesitaban reunir fuerzas que respaldaran sus argumentos. Pompeyo podía proporcionarles esas fuerzas. Por otro lado, su matrimonio con la hija de César seguía siendo un fuerte vínculo.

En la fiebre de la excitación política durante los años posteriores a Sila, la historia inevitablemente gira en torno a personalidades dominantes y a la búsqueda de poder y riqueza. Sin embargo, nadie, ni siquiera entre las clases altas, se sentía fascinado por la política, y dos de los poetas más famosos de la época ofrecen un oportuno antídoto gracias al desdén que expresan por la ambición política. Lucrecio (c. 100-55 a. C.) escribió un poema épico sobre la naturaleza del universo, exponiendo las enseñanzas de Epicuro basadas en la física atomista. Pretendía acabar con las supersticiones mediante un enfoque científico, pero también pretendía recordar a la gente la futilidad de buscar la distinción política, hablar de esos hombres a los que se podía ver «…Competir en nombre y en rango, noches y días querer con afán por escalar hacia la cima de la riqueza y el poder» (De la realidad 2,19). Catulo (c. 84-54 a. C.), en Verona, en la Galia Transalpina, escribió poesía lírica cuyos temas se basaban en la alta sociedad de la República tardía. Con su voz original y apasionada, también tuvo tiempo para ofender a César y a su jefe de ingenieros, Mamurra, a los que descalificó llamándolos «desvergonzados bujarrones» (Poema 57). Y, al parecer, Catulo tenía la confianza suficiente para rechazar una propuesta de César:

«No me esfuerzo demasiado, César, por querer agradarte, por saber si eres blanco o negro» (Poema 93).

EL CALDERO POLÍTICO: ROMA, 58-55 A. C.

Pompeyo, después de urdir los tejemanejes necesarios para ganarse algunos amigos y construir, quizás, puentes con los optimates, intentó traer a Cicerón de vuelta del exilio. Los tribunos, a favor de Cicerón, particularmente Anio Milo, organizaron sus propias bandas y batieron a Clodio con su propio juego. Se aprobó una ley para traer a Cicerón de vuelta, y así regresó el año 57 a. C. con una amplia aprobación. Sólo tres días después de su regreso, Cicerón propuso que se diera a Pompeyo una comisión especial de cereales durante cinco años, aunque Pompeyo podría haber esperado incluso más. El problema con Egipto había vuelto a resurgir; el rey Ptolomeo Auletes, derrocado por una revuelta popular, había huido junto a su benefactor Pompeyo. Las luchas intestinas continuaron, lo que tensó las relaciones entre Pompeyo y Craso. Pompeyo avisó a Cicerón de que existía un plan para asesinarlo y que Craso estaba financiando a Clodio, pero Pompeyo no contaba con la simpatía del pueblo, porque la gente no confiaba realmente en él, pues a menudo decía una cosa aunque pensaba la contraria. Cicerón dijo de él que resultaba difícil saber qué quería y qué no. Pompeyo nunca pidió abiertamente nada, y de ese modo no perdía el respeto de los demás si no conseguía lo que deseaba.

Mientras tanto César había conseguido un destacado éxito militar en la Galia. Un avance de la tribu de los helvecios, que podía verse como una amenaza para la provincia, permitió que César iniciara una enorme campaña que acabó con la conquista de toda la Galia después de diez años de lucha, la muerte de tal vez hasta un millón de galos y el saqueo del país. César dirigió la lucha en gran parte sin informar al Senado y declaró la guerra al rey germano Ariovisto (a pesar de que había sido reconocido como un amigo del pueblo romano), además de invadir Bretaña y Germania. Aunque los botines de guerra proporcionaron a César la riqueza necesaria para sobornar a importantes figuras de Roma, necesitaba apuntalar sus acuerdos políticos; en abril del año 56 a. C., se reunió con Craso en Rávena y, después, se mudaron al sur para encontrarse con Pompeyo en Luca.

César se ocupó de buena parte de la negociación y desplegó el tacto preciso para unir a Pompeyo y a Craso. Ciertas decisiones que se tomaron eran de una claridad innegable. Con la ayuda de los votos de los soldados de César, que habían vuelto a casa licenciados, Pompeyo y Craso fueron elegidos cónsules el año 55 y los mandos importantes con toda probabilidad seguirían durante el consulado. La posición de gobernador de César en la Galia se prolongó durante otros cinco años, y esperó quedarse con su ejército hasta ser elegido con seguridad para el consulado del año 48. Por tanto, no podrían procesarlo. Los planes eran radicales y, tal y como Plutarco dice:

«El trío de hombres decidió aumentar su control de los asuntos públicos y asumir el control completo del Estado» (Vida de Craso 14).

Pompeyo se marchó a Sicilia para manejar la comisión de los cereales, mientras César regresaba a su provincia. Los decretos senatoriales que concedían fondos para que César levantara cuatro nuevas legiones y nombrara a diez oficiales (legati) tuvieron la consecuencia de validar sus acciones en la Galia desde el año 58 a. C. En este punto, Cicerón apoyó a César; le costaba mucho resistirse a la poderosa influencia de los tres hombres, aunque no le gustaba ejercer como su defensor. En medio de una gran violencia, Pompeyo y Craso fueron elegidos cónsules el año 55; el único candidato que permanecía en el campo era Domicio Enobarbo, que contaba con el apoyo de su cuñado, Catón; en medio de todo el desorden, el portador de la antorcha de Domicio fue asesinado y Catón resultó herido. Catón era indomable, y dijo que la lucha ya no era por el cargo, sino por la libertad y contra la tiranía.

Gradualmente, los tres hombres, mediante lucrativas comisiones y con el apoyo de los mandos militares y del pueblo, estaban subvirtiendo las actividades políticas normales. Por tanto, no es en absoluto sorprendente que hicieran que un tribuno sacara adelante una ley que concedía la provincia de Hispania a Pompeyo, y la de Siria a Craso durante cinco años con poderes ilimitados para dirigir a las tropas, declarar la guerra y firmar la paz. Catón y dos tribunos lucharon ferozmente contra esta ley; tras ser excluidos de la asamblea, Catón se subió a la espalda de un hombre y gritó una maldición, pero la ley se aprobó en medio de los disturbios, en los que cuatro personas murieron. Las artimañas, la ilegalidad y la violencia eran ahora una rutina en la vida política. Craso dejó Roma y se fue a su provincia en noviembre del año 55 a. C., aunque un tribuno lo persiguió hasta las puertas para intentar arrestarlo y lo maldijo. Pompeyo se quedó en Roma por el momento, aparentemente para mantener el orden; seguía teniendo su control del cereal, lo que le confería un pretexto legal para permanecer cerca de la ciudad. Sin embargo, los optimates todavía tenían influencia en las asambleas electorales y la voluntad de seguir luchando. Domicio Enobarbo fue elegido cónsul el año 54, y Catón, pretor.

GUERRA CIVIL

La mujer de Pompeyo, Julia, murió en agosto del año 54 a. C. Tanto su padre, César, como su marido se habían consagrado a ella, y Julia había sido un elemento determinante para mantener a ambos hombres unidos. Después, en el año 53 Craso fue derrotado y asesinado en Carras por las tropas de Partia, que borraron todo su ejército del mapa. En la campaña de Partia, el mando militar y la estrategia estaban subordinados a la ambición personal. Aparte de la pérdida de vidas y la amenaza a los intereses romanos en el este, todo ello tan cuidadosamente preparado por Pompeyo, esta derrota fue muy significativa, ya que hizo que la escena política pareciera más una confrontación directa entre Pompeyo y César. En Roma, reinaba el caos y el desorden. A finales del año 54, no se eligió ningún cónsul ni pretor para el año siguiente, y los seguidores de Milo y Clodio se enfrentaban en las calles. Al principio del año 52, de nuevo no se había elegido ningún cónsul, y en enero, en una guerra sin cuartel en la Vía Apia, el bando de Milo acabó con Clodio y muchos de sus seguidores. Movidos por su aflicción, la muchedumbre prendió fuego a la sede del Senado en Roma. La plebe exigía que Pompeyo fuera nombrado dictador, y tal vez como un subterfugio, Catón se sacó de la manga una propuesta en el Senado para que Pompeyo fuera elegido cónsul en solitario. Esta postura era anticonstitucional; y aún más, Pompeyo había sido cónsul en el año 55, y por tanto no podía ser elegido de nuevo en ese momento, y ostentaba simultáneamente el poder proconsular, ya que era el gobernador de Hispania. Este fue el cargo más extraordinario en la carrera anticonstitucional de Pompeyo, y Catón y los optimates lo habían respaldado.

Pompeyo parecía ahora alejarse de César, ya que rechazó otra alianza matrimonial y se casó, en su lugar, con una hija de Metelo Escipión, un furibundo anticesariano al que, en agosto del año 52 a. C., Pompeyo había conseguido que eligieran para compartir su consulado. Sin embargo, Pompeyo en modo alguno se había comprometido con los optimates; sabía con certeza que no podía confiar en ellos. César había tenido que aplastar una seria rebelión en la Galia en el año 53, que podría haberlo distraído de lo que estaba ocurriendo en Roma. No obstante, su principal preocupación seguía siendo su capacidad para presentarse al consulado, aun estando ausente, del año 48. Según Cicerón, Pompeyo no era renuente a apoyar este movimiento, aunque su comportamiento era ambiguo. En cualquier caso, César tuvo que librar una campaña muy difícil entre el 52 y el 51 contra el líder galo Vercingétorix. Ahora parecía probable que antes o después la pugna por el poder político y el prestigio tendría que acabar decidiéndose por el poder de las armas. La posición de César, basada en su enorme riqueza y en su poderoso ejército, bien entrenado para la batalla y completamente leal a su general, estaba por encima de cualquier contramedida política que pudiera tomarse en Roma. Ahora César era el líder de una fuerte facción política.

Aunque Catón fue derrotado en el consulado de 51 a. C., Claudio Marcelo salió elegido y en su programa figuraba relevar a César de su mando y desacreditarlo como ciudadano privado. Muchas de sus iniciativas fueron vetadas por los tribunos y la situación empeoró cuando Marcelo golpeó con una barra a un ciudadano de Novum Comum (un asentamiento a cuyos colonos el propio César había otorgado la ciudadanía). Esto supuso un desafío evidente a la autoridad de César, que, a su vez, respondió enviando una legión al norte de Italia para proteger a la comunidad. También publicó sus comentarios de guerra, que describían claramente su éxito en la Galia, su valor y su sensación de obligación para con el imperio, así como las heroicidades logradas por sus legiones. Al final de septiembre, el Senado se reunió para discutir la misión llevada a cabo por César en la Galia y, por fin, dejó clara su opinión: a César no podía molestarlo nadie antes del 1 de marzo del año 50; en ese punto, la cuestión se discutió a menudo en el Senado. Los vínculos entre César y Pompeyo se habían visto seriamente comprometidos y César reforzó su posición doblando la paga militar y prosiguiendo con los alistamientos.

No por casualidad, mantuvo su compromiso con el pueblo e invirtió en construcciones para Roma. Muchos senadores de Roma deseaban mantener la paz y no siguieron a los miembros más extremistas de los optimates. César también usó los sobornos con astucia; el tribuno Curio, cuyas deudas César había saldado, utilizó repetidamente su veto para bloquear los intentos de reemplazar a César, basándose en un principio de igualdad, es decir, que Pompeyo debería renunciar a su provincia al mismo tiempo que él renunciaba a la Galia. Entonces, en diciembre del año 50, el cónsul Marcelo intentó convencer al Senado de relevar a César de su mando, y que Pompeyo lo conservara. Sin embargo, cuando Curio propuso que ambos deberían renunciar a sus cargos militares, su propuesta se aprobó (por 370 votos a 22), como la mejor manera de evitar la guerra civil. Marcelo y quienes le apoyaban tomaron las riendas del asunto y recurrieron a Pompeyo para ofrecerle la autoridad necesaria para defender el Estado. César, sinceramente o no, siguió adelante con las negociaciones; por fin, el 1 de enero del año 49 envió una carta al Senado en la que recapitulaba todos sus logros y les pedía mantener el control de sus provincias hasta que se acabara la elección consular, o bien, que él y Pompeyo dejaran sus cargos a la vez. Una moción en la que se pedía que César desmantelara su ejército o bien fuera considerado como enemigo público fue vetada por el tribuno Marco Antonio. El 7 de enero, el Senado aprobó un decreto final en el que garantizaba a los magistrados la autoridad suficiente para proteger al Estado; los tribunos acudieron de inmediato a César. César se habría enterado de las noticias el 10 de enero. Ahora que la mayoría (ya fuera por convicción o intimidación) estaba contra él y estaba otorgando el mayor poder legal posible a sus enemigos, había llegado la hora de actuar con contundencia. César, tras declarar «la suerte está echada», cruzó el río Rubicón (la frontera entre su provincia e Italia), y en la mañana del 11 de enero del año 49, sus tropas entraron en la ciudad de Ariminum. La guerra civil había empezado.

En este duradera guerra civil lucharon soldados romanos de las áreas rurales de Italia, pero bajo el mando de las clases altas, muchos de los cuales habían ocupado los más altos cargos del estado y habían disfrutado de las riquezas y honores conferidos por la conquista. No obstante, querían más: pretendían asegurar su estatus personal (dignitas), así como su lugar destacado al frente del estado, y estaban preparados para aceptar las consecuencias, aunque la mayoría de los miembros de las clases altas romanas no querían una guerra civil. Los optimates al final acudieron también a la guerra para preservar la sociedad establecida y su visión particular de la libertad, que era bastante limitada, puesto que los beneficiaba sólo a ellos e ignoraba los intereses del pueblo. Su indiferencia ante las preocupaciones del pueblo y su falta de voluntad para comprometerse los llevó a entrar en conflicto con los ambiciosos miembros de su propia clase. Dado que la constitución romana permitía poner grandes restricciones a la voluntad popular, todo parecía dispuesto para una confrontación violenta. El ideal de un gobierno colectivo de la República formado por senadores que competían justamente por los cargos había sido pervertido, en primer lugar, por el uso egoísta de la clientela, y, en segundo lugar, mediante el poder militar y la corrupción de los tribunos de la plebe. Por mucho que César afirmara estar protegiendo a los tribunos y los derechos del pueblo, lo que realmente le importaba era su posición personal. Tácito, cuando reflexionó sobre el declive de la República y el papel de los gobernantes, dijo:

«Pompeyo era más sigiloso pero no mejor» (Historias, 2.38).

Durante la guerra, César demostró una vez más su brillantez táctica, su decisión y su rapidez. Velozmente invadió toda Italia, derrotó a los oficiales de Pompeyo en Hispania y capturó Massilia (Marsella), para asegurarse de que Italia no pudiera ser rodeada. El año 48 a. C., cruzó a Grecia y, tras sufrir una derrota en Dirraquio (Pompeyo en privado se mostró asombrado por las magras raciones con las que habían sobrevivido las tropas de César), plantó cara a sus oponentes en Farsalia, donde consiguió una victoria completa. Observando a los caídos en el campo de batalla, César comentó, «Ellos lo han querido», y entonces añadió una justificación personal llamativa:

«Yo, Gayo César habría sido condenado, si no hubiese pedido ayuda a mi ejército» (Suetonio, Vida de César, 30.4).

Pompeyo huyó a Egipto, donde, el año 48 a. C., tan pronto como puso pie en tierra, fue apuñalado a traición por los agentes del joven rey Ptolomeo (el hijo de Ptolomeo Auletes, al que Pompeyo había ayudado). Le cortaron la cabeza para mostrársela a César, quien, no obstante, se disgustó por la manera en la que había muerto su oponente, aunque resultaba difícil ver qué habría podido hacer con Pompeyo si éste hubiera seguido con vida. Cicerón dijo:

«No puedo dejar de lamentar su caída; lo tuve, en efecto, por hombre íntegro, puro y serio» (Cartas a Ático II 11.6.5).

César arregló todos los asuntos pendientes en Alejandría y se alió con Cleopatra VII, a la que nombró reina de Egipto, antes de organizar Siria y las provincias del sur, y tras derrotar al rebelde Farnaces II del Bósforo en Zela en una campaña relámpago («Llegué, vi y vencí»). De vuelta a Roma, en septiembre del año 47 a. C., pronto cerró un trato con los últimos resistentes de las fuerzas republicanas en África. La batalla de Tapso selló su victoria, y poco después Catón se suicidó en Utica. Celebró cuatro triunfos el año 46, pero dos de los hijos de Pompeyo consiguieron reunir bastantes fuerzas en Hispania, lo que requirió la presencia personal de César. En Munda (cerca de Urso), la guerra civil acabó por fin, con la muerte de 30 000 soldados, y en marzo del año 45 César era el dueño y señor indiscutible del mundo romano.

CÉSAR EN EL PODER

César no pudo disfrutar mucho de su éxito. La guerra civil había devastado partes de Italia y provincias enteras; muchos de los mejores luchadores de Italia habían sido asesinados y muchos de los ciudadanos más importantes estaban en el exilio o muertos. Miles de veteranos soldados esperaban recompensas y tierras para tener su propia granja. Además, César heredó serios problemas económicos y sociales, que venían de lejos debido al fracaso de la oligarquía gobernante para manejar las dificultades del imperio que habían conquistado. César cambió de táctica para demostrar que no iba a repetir los métodos de Sila, y evitó confiscar tierras para compensar a sus tropas. Las tropas derrotadas de sus oponentes, o bien fueron alistadas en sus legiones, o bien licenciadas. El año 49 a. C. César procuró reducir las deudas llegando a un acuerdo entre acreedores y deudores. En una serie de medidas entre los años 49 y 44, reformó la Administración de Italia y las provincias. Implantó nuevas medidas para el gobierno municipal de Italia y redujo los impuestos en ciertas provincias (la recaudación directa de impuestos en Asia redujo en un tercio la cantidad), tal vez como una medida temporal para aquellos que habían sufrido los estragos de la guerra civil; y se fundaron unas veinte colonias nuevas, por ejemplo en Hispania, en Urso y en la Galia, en Lugdunum (Lyon). César intentó arreglar los problemas en Roma recortando el número de receptores de cereales gratuitos de 320 000 a 150 000, en parte aumentando los contingentes en las nuevas colonias del extranjero. Además, la seguridad pública en Roma se mejoró para prohibir todos los clubes privados (collegia) excepto para las asociaciones religiosas; los collegia habían sido una gran fuente de problemas, puesto que Clodio y otros los habían usado como centros de agitación política. Una doble ley reorganizó el sistema para ocuparse de los procesos criminales y civiles, y aumentó los castigos; los jurados consistirían en senadores y equites. Entre otras medidas varias, César obligó a los propietarios de las fincas a reclutar un tercio de su fuerza de trabajo de hombres libres, y el calendario se reformó según el año solar, que a la larga sería el cambio más duradero. Intentó distraer a los pobres con juegos, espectáculos y el reparto de cereales, aunque la calidad de la vida en Roma continuó siendo lamentable para las clases más bajas.

César no planeó desde el principio crear una monarquía; había competido con sus iguales por la supremacía política, pero después de la guerra civil ya no tenía iguales y tenía que decidir si apoyar la vieja constitución, supervisarla y después retirarse como Sila. Era evidente que esa opción había resultado desastrosa y César había sido muy crítico con Sila. No obstante, si César permanecía en la política activa, su posición, de algún modo, estaba destinada a ser virtualmente autocrática; podía guiar al Estado para volver a instaurar el Gobierno constitucional cuando él muriera, o podía intentar pasar su poder a un sucesor. Parece que todavía no se había decidido en este aspecto. Su planeada expedición militar contra Partia debió de distraerlo y se centró en la tarea más agradable del mando militar y, así, pospuso el momento de tomar decisiones incómodas.

Salustio, que era un partidario político de César, además de historiador, en varias cartas abiertas le aconsejaba que se mantuviera por encima de las facciones, restaurar la República para que pudiera volver a reinar el orden y mantener la política de reconciliación. Cicerón, que desde luego no era uno de sus partidarios, se había quedado, sin embargo, atónito por la clemencia demostrada por César con los enemigos derrotados. En el último discurso en defensa de M. Marcelo, cónsul del año 51 a. C. y uno de los peores enemigos de César, que Cicerón dio después de que César lo hubiera perdonado, afirmó que éste debía restituir la República sobre firmes principios y hacer que volviera a funcionar de nuevo. «Por ti únicamente, Gayo César, ha de ser restablecido todo lo que percibes que por el ímpetu de la propia guerra yace (algo que fue inevitable) abatido y tirado por los suelos» (Cicerón, Discursos VII. Por el regreso de Marco Marcelo 23). El objetivo principal de César era conseguir que la nobleza se pusiera de su lado mediante muestras obvias de clemencia. Declaró que el despotismo no formaba parte de su carácter e incluso concedió cargos a quienes antes habían sido sus oponentes; nombró pretor, por ejemplo, a M. Junio Bruto, que había luchado con Pompeyo en Farsalia, aunque luego rogó a César su perdón; y a. C. Casio Longino, que como tribuno en el 49 también había apoyado a Pompeyo y que después obtuvo un perdón. César también demostró su respeto por el Senado y la práctica republicana sometiendo sus medidas a su aprobación; sin embargo, no invitó al Senado a unirse a él para diseñar la estrategia política.

Más adelante, la postura constitucional de César se alejó incluso más de las normas de la práctica republicana. Desde octubre del año 48 a. C. fue dictator «Rei Publicae Constituendae causa» (dictador para devolver el orden a la República), y en el año 46 se votó que ostentara este oficio durante diez años. Como dictador era inmune al veto de los tribunos. Se podía argumentar que esta posición era legítima mientras César intentara reformar la constitución. Sin embargo, acumuló otros poderes: fue cónsul el año 48, y del año 46 al 44, y tuvo poderes de censor también en esos últimos años, lo que le permitía controlar las listas de los senadores. En las reuniones del Senado tenía derecho a sentarse entre los cónsules y a hablar en primer lugar. Una ley aprobada por un tribuno dio a César el derecho vinculante de recomendar a la mitad de los candidatos en las elecciones para las magistraturas, excepto a los cónsules, aunque, a efectos prácticos, también controlaba el acceso al consulado. César preservó la ficción de las elecciones genuinas enviando una nota a las tribus que participaban en la Asamblea electoral en la que les señalaba a los candidatos que él deseaba que fueran elegidos «según su votación». Su cumpleaños fue declarado festivo y el mes Quinctilis fue rebautizado como Iulius (julio) por él. Recibió la inviolabilidad de un tribuno, y lo que era más inquietante, el año 44 se convirtió en dictador perpetuus (de por vida). En febrero del año 44 apareció con el atuendo ceremonial de los antiguos reyes romanos, aunque rechazó la corona que le ofreció Marco Antonio, su Magister Equitum (jefe de caballería, o la mano derecha del dictador). Consiguió extraordinarios honores, entre ellos que se acuñara su retrato en las monedas, y se le ofreció una posición casi divina, con Antonio como su sacerdote. Así colaboraba en el constante desprestigio de los honores; al fin y al cabo, a Pompeyo se le había rendido culto en Delos, Atenas y Philadelphia.

Al convertirse en dictador de por vida, César estaba preparando el camino hacia su propia debacle. La dictadura permanente lo había alejado de los nobles, cuyo apoyo le era esencial, puesto que parecía acabar con su costumbre de luchar por la supremacía política con sus iguales. Mientras César planeaba la expedición a Partia, ellos se enfrentaron a un rey virtual ausente. La aristocracia romana se dio cuenta de que a todos los efectos les habían arrebatado su país, su rango y su honor. En marzo del año 45, Servio Sulpicio Rufo escribió a Cicerón para darle el pésame por la muerte de su hija Tulia, y le explicó con todo detalle la vida política en Roma:

«… [un yerno] a quien seguramente puedas encomendarle la honra de tu hija. ¿Para tener hijos y alegrarse con ellos viéndolos crecidos en estado, gobernar la hacienda que les dejó su padre, pretender por su orden en la República los cargos, mostrarse liberales en las cosas tocantes a sus amigos? ¿Qué cosa de todas estas hay que antes de sernos concedida no nos la hayan quitado de las manos? Pero es triste ver morir a los hijos. Verdad es, pero más triste cosa es sufrir y padecer lo que sufrimos». (Cicerón, Obras completas, tomo LXXVII. Epístolas familiares I).

Esto resume los profundos sentimientos de los senadores y sus irreconciliables diferencias con César. Además, César era en ocasiones intolerablemente autocrático en sus maneras. Cuando un eques, Laberio, escribió un mimo que contenía referencias satíricas a César, se vio obligado a hacer uno de sus propios papeles, un gran insulto para un eques romano. Los senadores se enfurecieron cuando, tras la muerte de un cónsul el último día de su año en el cargo, 45 a. C., César hizo que eligieran a un nuevo cónsul (Rebilo) para las restantes horas del día. Cicerón dijo que alguien que hubiera presenciado esos acontecimientos no podía reprimir las lágrimas (ya fueran de rabia o lástima). Cicerón tampoco ahorró críticas sobre el hecho de que en las resoluciones del Senado aparecía su nombre entre aquellos que las habían apoyado, incluso cuando ni siquiera había asistido a la reunión.

César era un administrador concienzudo y era completamente escéptico sobre el antiguo sistema de gobierno. Tenía poco tiempo para llevar a cabo las prácticas de la vieja República, que describió como un simple nombre sin forma ni contenido. Ya en enero del año 49 a. C., había dicho abiertamente en una reunión del Senado que desde ese momento él se encargaría de llevar las riendas del Estado a solas. Tenía tendencia a creer que sus decisiones eran las más adecuadas y, por tanto, hacía caso omiso a los intentos de impedir sus actos, aunque no tenía ningún plan claro de una regeneración social de gran alcance, ni para una reforma constitucional. Tal vez esperaba haber reunido el apoyo de todos aquellos que no se oponían a él, como una especie de superpatrón, y acabar así con los partidos políticos tradicionales. Al final esta posición de privilegio resultó insoportable para algunos, de manera que ciertos senadores destacados, incluidos Bruto y Casio, a los que había indultado, empezaron a tramar una conspiración. En los Idus de marzo (15 de marzo) del año 44, en el teatro construido por Pompeyo, César fue asesinado en una reunión del Senado. Se había sentido indispuesto, pero asistió a la reunión a pesar de los avisos de su mujer Calpurnia. Tras preocuparse de mantener alejado a Marco Antonio, César se vio rodeado de conspiradores que fingían hacerle peticiones personales, y cayó bajo veintitrés puñaladas, mientras se envolvía en su toga.

EL FINAL DE LA REPÚBLICA

Antonio (Marco Antonio) había servido a las órdenes de César en la Galia y, como tribuno en el año 49 a. C., había defendido sus intereses. César tenía la suficiente confianza en él como para encomendarle el mando del ala izquierda en Farsalia, y más adelante fue el Magister Equitum (jefe de caballería) de César, y finalmente cónsul en el año 44. Fue un buen soldado y un político de talento con una desordenada vida privada. Su actitud fue crucial para los asesinos de César (que se llamaban a sí mismos «Liberadores»), que descubrieron que no había aumentado su apoyo entre el pueblo. Antonio intentó mediar entre ellos, pero sin dejar de lado sus propias credenciales militares y populares. En primer lugar, se hizo con los papeles y el testamento de César, consultó a eminentes cesarianos y, después, como cónsul, reunió al Senado el 17 de marzo. En ese momento, tomó el control de la asamblea y planteó un pacto digno de un estadista, en el que prometía que no se tomarían represalias contra los Liberadores, a la vez que se aseguraba de que las medidas de César se aprobarían y que habría un funeral público. La posición de dictador fue abolida para siempre, cosa que sonaba bien pero que también carecía de sentido. Después de un corto discurso de Antonio en el funeral de César, que había sido popular entre la plebe, quemaron el cuerpo de César en el fórum. Los Liberadores no habían planeado qué hacer después, y se encontraban cada vez más aislados, en buena parte porque la mayoría del ejército estaba controlado por partidarios de César. Antonio no pretendió ocupar el lugar de César, pero sí necesitaba mantener su posición dentro de los defensores de César. Demostró ser hábil y capaz de mantener el control, contradiciendo la imagen de borracho desesperado que sus oponentes intentaban dar de él, especialmente Cicerón.

El elemento sorpresa y que nadie esperaba fue Gayo Octavio, el sobrino nieto de César, a quien había adoptado el año 45 a. C. Octavio se tomó su papel de heredero muy en serio (se cambió el nombre a Gayo Julio César Octaviano) y se esforzó por conseguir dinero, aliados y a los antiguos soldados de César en una apuesta por liderar a todos aquellos que habían salido beneficiados de la victoria de César. Antonio pudo haber infravalorado a Octaviano, ya que afirmaba que se lo debía todo a su nombre. Sin embargo, Octaviano se presentó en Roma en mayo, y consiguió crear una coalición, de la que formaban parte los cónsules del año 43, Hirtio y Pansa (antiguos partidarios de César). Antonio llegó a un acuerdo con Octaviano, en parte por la presión de los veteranos, y esto le dificultó seguir mediando con los Liberadores, sobre todo con Bruto y Casio. Antonio ahora tenía el control de las provincias gálicas. Octaviano no podía esperar gran cosa del Gobierno establecido, pero Cicerón pensó que podrían usarlo para ganar la partida a Antonio, y puso todo su empeñó en preservar la República. El gobernador de la Galia Cisalpina, D. Junio Bruto Albino, se negó a dejar su mando y fue asediado por Antonio en Mutina. Aquí, Antonio, después de haber sido derrotado por un ejército dirigido por los cónsules Hirtio, Pansa y Octaviano, se vio obligado a retirararse a la Galia Narbonense, donde consolidó sus fuerzas con el apoyo de los gobernadores de las provincias occidentales, especialmente M. Emilio Lépido. Cicerón, en un alarde de optimismo, pensaba que Octaviano sería una simple herramienta, tal y como dijo con sus propias palabras, lo «alabarían, lo alzarían y lo quitarían de en medio» (Cartas a sus Amigos 11.20.1). Sin embargo, los sucesos no se desarrollaban como él esperaba, puesto que Hirtio cayó en la batalla de Mutina, y Pansa murió a causa de las heridas sufridas. Octaviano se había quedado solo con todo el control del ejército, y con un aplomo notable, en una demostración a partes iguales de inteligencia, ambición y crueldad, marchó sobre Roma en julio del año 43 a. C. y consiguió hacerse con el consulado con sólo diecinueve años de edad. Acabó con la amnistía de los asesinos de César, y en la conferencia de Bononia (Bolonia) se reconcilió con Antonio y Lépido; los tres hombres fueron nombrados triunviros (grupos de tres hombres) «para restaurar el Estado». A continuación dictó proscripciones contra sus enemigos, y Cicerón, en diciembre del año 43, se llevó la peor parte. Había sellado su destino con una serie de discursos corrosivos contra Antonio, con los que había convencido al Senado para que lo declarara enemigo público. Fue asesinado y su cabeza y manos (con las que había escrito los discursos contra Antonio) fueron expuestos en la plataforma de oradores (rostra) de Roma.

El año 42 a. C., las fuerzas republicanas que Bruto y Casio habían reunido en el este fueron derrotadas en Filipos, y sus líderes acabaron muertos. Esta victoria confirmó el estatus de Antonio como un general competente, y los triunviros se dispusieron a controlar el Estado según sus propios intereses, haciéndose con las magistraturas y los cargos, y dividiéndose las provincias y las responsabilidades. Antonio controlaba principalmente las provincias del este y la Galia; Octaviano, el oeste, y Lépido, África. En Egipto, Antonio se reunió con Cleopatra VII, con quien acabaría teniendo tres hijos, y las regiones del este ocuparon buena parte de su atención. Sin embargo, la situación en Italia era inestable, puesto que el acuerdo de Octaviano con los soldados veteranos había causado mucho resentimiento, y L. Antonio (cónsul en 41), el hermano de Antonio, y la mujer del triunviro, Fulvia, avivaron los disturbios; finalmente Octaviano los sitió en Perusia (la actual Perugia). Lo encarnizado que fue el conflicto puede juzgarse por la gran cantidad de proyectiles y hondas de ambos lados que se encontraron en el lugar de los hechos, que llevaban inscritos diversos mensajes insultantes para los líderes. Después de la rendición de Perusia, Antonio llegó a Brundisium (la actual Brindisi) en el año 40, y se negoció un nuevo acuerdo, que se selló con el matrimonio de la hermana de Octaviano, Octavia, con Antonio. Ahora el imperio estaba realmente dividido entre Octaviano en el oeste, Antonio, en el este, y Lépido, que permaneció en África. En el año 37, otra reunión en Tarento (Italia), renovó el triunvirato por cinco años más, aunque Antonio dejó a Octavia cuando volvió al este. En ese momento, se consagró del todo a la invasión de Partia en el año 36 (los partianos habían invadido territorio romano en el año 40) y a la relación que seguía manteniendo con Cleopatra. El fracaso de la campaña de Partia fue un duro golpe para Antonio, mientras que Octaviano, ayudado por sus competentes mandos militares, sobre todo Marco Agripa y Salvidieno Rufo, mejoró su posición con la derrota en el año 36 del hijo más joven de Pompeyo, Sexto Pompeyo, que había usado sus flotas para controlar Sicilia. Al mismo tiempo, Lépido cayó en la deshonra y se le privó de su ejército, aunque se le permitió seguir viviendo en Italia.

En ese momento, existía una confrontación directa entre Octaviano y Antonio, y el primero, astutamente, manipuló la opinión pública para ponerla en contra de su rival, presentándolo como un enemigo de Roma que se había aliado con una reina degenerada del este, que perdía posesiones romanas mientras mantenía una pose de defensor de los valores tradicionales y del imperium del Estado romano. La propaganda del vencedor normalmente triunfa, aunque, de hecho, Antonio parece haber sido un competente y responsable administrador. Sin embargo, sus aliados fueron intimidados para que se fueran de Roma, y su divorcio de Octavia parecía confirmar su retiro de la escena romana. Las operaciones militares empezaron en el oeste de Grecia, y Agripa llevó a cabo una habilidosa maniobra naval que dio la ventaja a Octaviano; cuando las flotas se reunieron cerca de Accio el año 31 a. C., las fuerzas de Antonio fueron derrotadas, aunque él y Cleopatra consiguieron alejarse y escapar; su ejército se dispersó y quienes permanecieron desertaron y se unieron al ganador. Antonio y su amante se suicidaron y la entrada de Octaviano en Alejandría, en agosto del año 30 a. C., marcó el final de largos años de guerra civil. Al margen de lo que los protagonistas pudieran intentar difundir con su propaganda, la batalla que se había prolongado durante los trece años anteriores había sido por hacerse con el poder supremo. Bruto había acuñado monedas antes de la derrota de Filipo para celebrar el asesinato de César: en uno de los lados representó las dagas y el gorro frigio (que tradicionalmente se le daba a un esclavo cuando se lo liberaba) con la leyenda «Idus de Marzo», y en el otro, aparecía su propio retrato, el símbolo tradicional de un monarca. Gayo Julio César Octaviano tenía ahora el poder supremo y sabía exactamente qué quería hacer con él.