Capítulo 8
LOS cinco reanudaron inmediatamente el camino a través de la selva. El ruso en primera posición, y Bat Wells, en última, con la metralleta dispuesta contra cualquier eventualidad. Al alejarse del claro, bañado por la luna, la oscuridad se hizo casi absoluta. Tuvieron que avanzar a ciegas por entre la exuberante vegetación tropical, arañándose el rostro y los brazos con la maleza. En algunos puntos los cuchillos tenían que entrar en acción para dejar el camino libre.
Poco a poco la vegetación fue haciéndose menos tupida y la luna comenzó a asomar su cara por entre las copas de los árboles. Avanzaron un gran trecho, sin necesidad de la intervención de los cuchillos, hasta que el ruso se detuvo e hizo una seña a los que le seguían.
—Ahora tendremos que ir con mucho cuidado —susurró mientras señalaba entre unos árboles—. Ahí está el promontorio donde se encuentran las instalaciones.
Efectivamente, hacia adelante, a unas veinte yardas, la selva terminaba bruscamente en un terreno al parecer de origen volcánico, que ascendía rápidamente, formando la vertiente de una montaña.
—Dicen que antiguamente fue un volcán —aclaró el padre de Karina Yuri—. Pero eso debió de ser hace muchos siglos.
Las instalaciones están en una gruta de la otra vertiente.
—¿Y los centinelas? —preguntó Bat.
—Principalmente en los alrededores de la gruta —replicó el ruso—, Pero también hay algunos patrullando por las laderas.
En pocas, pero claras palabras, fue trazando el plan de acción. La oscuridad debía proteger sus movimientos y la arriesgada operación que se proponían. Afortunadamente la vertiente del montículo parecía bastante accidentada.
Los relojes señalaban las dos y veintitrés minutos cuando el comando acometió la ascensión hacia la cima del montículo.
Al alcanzar la última cresta, allí donde la ladera opuesta iniciaba su descenso, Alec Swanson se aplastó contra el suelo, buscando la protección de unos matojos. Orange le imitó con toda celeridad.
Hacia la derecha, en plena pendiente, brillaba la luz de una hoguera.
—¡Los primeros rusos! —susurró al hombre del Pentágono.
—Esperemos aquí sin movernos —murmuró el federal hasta que se nos unen los demás.
No tardaron en hacerlo «Kentucky» y el ruso. Un minuto después llegaba Bat Wells.
—Esa es la primera avanzadilla de vigilancia —informó el padre de Karina Yuri—, No tienen sitio fijo. Normalmente patrullan por toda la montaña.
—Nos aproximaremos a la gruta por la izquierda —expuso Wells.
Iniciaron el descenso por una depresión del terreno que les cubría de las miradas de los de la hoguera. Avanzaban agazapados, procurando no hacer el menor ruido, afianzando los pies sobre el irregular terreno. Un paso mal dado, que hiciera rodar una piedra, podía bastar para que su plan se viniera abajo.
De improviso Alec detuvo a sus compañeros. A la izquierda, sobre una alta roca, se destacaba la silueta de dos hombres. Estaban tan cerca de ellos que pudieron ver perfectamente sus fusiles, colgados en bandolera. Permanecían inmóviles, uno al lado del otro.
—Muchachos, ha empezado el peligro —susurró Bat—, Estamos en mitad de las filas enemigas.
Siguieron adelante, arrastrándose como reptiles, y uno a uno pasaron bajo la roca guardada por los centinelas. Pudieron oír perfectamente la conversación, que sostenían en voz baja.
Al fin dejaron atrás el puesto ruso y los cinco volvieron a reunirse al amparo de unas puntiagudas rocas. El hombre que quería huir de sus compatriotas señaló un repecho, no lejos de allí, cortado a pico sobre la vertiente.
—Debajo está la gruta —informó.
¡Al fin estaban a la vista del «círculo rojo»!
—Ha llegado tu hora, Orange —dijo Bat Wells—. Nos situaremos escalonadamente. Tú sobre el «círculo rojo»; Alec y el ruso, a tus espaldas, en aquellas rocas del centro, y yo os cubriré desde aquí. «Kentucky» montará la emisora en este mismo lugar. ¡Adelante, Orange… y mucha suerte!
El hombre del Pentágono afianzó la bolsa sobre sus espaldas y, en silencio, abandonó la protección de las rocas. Sus compañeros lo vieron avanzar a gatas hacia el repecho, bajo el cual estaba la gruta, durante un largo trecho. Luego desapareció en una pequeña ondulación del terreno.
Mientras «Kentucky» montaba la emisora, Alec Swanson y el ruso salieron también del círculo rocoso. Con infinitas precauciones se arrastraron hasta las peñas, que les servirían de puesto de observación y de enlace entre Orange y sus otros compañeros.
La calma era absoluta. Los dos puestos rusos habían quedado muy atrás y ni tan siquiera se veía el resplandor de la hoguera de la primera avanzadilla.
Entre tanto, Orange, el hombre más importante en esta parte de la misión del pequeño, comando, se arrastraba hacia la gruta como un reptil. Lenta y silenciosamente dejaba atrás el accidentado terreno y a sus ojos se presentaba, cada vez con más detalle, los contornos de lo que debía ser el techo de la peligrosa caverna rusa. Sentía en las piernas y en el pecho el roce del áspero suelo, pero esto no tenía importancia. Yarda a yarda, pulgada a pulgada, avanzaba hacia el «círculo rojo» con la frente bañada en sudor por el esfuerzo.
Con infinitas precauciones, continuaba su avance, hasta que alcanzó uno de los extremos del repecho. Boca abajo, sobre el suelo, se asomó al otro lado.
¡Debajo de él mismo, disimulada por unas rocas y unos árboles raquíticos, estaba la entrada de la cueva!
Dispersados por los alrededores pudo distinguir hasta ocho hombres, armados de metralletas.
No se entretuvo más tiempo el americano. Depositando la misteriosa bolsa de lona junto a él la abrió y sacó parte de su contenido. Se trataba de unos cilindros alargados con una mecha a los extremos. ¡Dinamita!
Rápidamente comenzó su peligroso trabajo. Enterró varios cartuchos en diversos puntos estratégicos, enlazados dos de ellos con un hilo de conexión. La operación le llevó algún tiempo. Su reloj marcaba las cuatro y diez cuando, arrastrándose, comenzó a rodear el repecho hacia el otro extremo del mismo. Allí verificó la misma operación, escondiendo cuidadosamente entre el terreno los cables que, unidos a uno principal, terminarían en el detonador.
Cuando concluyó el difícil y temerario trabajo, Orange, acurrucado entre las rocas, se limpió el sudor que resbalaba por su frente. La leve claridad de la aurora empezaba a despuntar. Eran las cinco.
¡Únicamente faltaba una hora para que el cosmonauta americano fuera lanzado al espacio!
—¡Diantres! Esto me ha llevado más tiempo del que pensaba.
Antes de alejarse de allí, echó un vistazo a la entrada de la gruta. Todo seguía igual. Los centinelas no se habían movido de sus puestos.
Con las mismas precauciones, Orange empezó a retroceder, desenrollando cable, hasta el puesto de enlace donde lo esperaban Alec Swanson y el ruso.
Unas yardas más allá, cuando intentaba disimular el cable de conexión entre unas piedras, oyó un ruido, no lejos de él, que no pudo identificar. Todos sus sentidos se alertaron. Sus ojos escudriñaron ansiosamente alrededor, pero no vio nada.
Se encogió de hombros y, agarrando la hoja del machete con los dientes, prosiguió su retroceso.
No había llegado a enterrar una yarda de alambre cuando, de improviso, el silencio de la noche se vio rasgado por un grito gutural. Orange se aplastó contra el suelo, como si formara parte de él. Coincidiendo con este movimiento, retumbó una detonación y el hombre del Pentágono oyó el silbido de la bala a dos pulgadas de su cabeza.
—¡Maldición, me han descubierto!
De un salto se irguió. El largo machete brilló en su mano derecha. Inmediatamente se dio cuenta de la peligrosa situación. Frente a él, el siniestro cañón de un fusil le enfilaba recto al corazón y, tras el fusil, el centinela ruso, cuyo dedo se curvaba ya sobre el gatillo del arma.
En esta brevísima pausa, el silencio que se produjo fue tan intenso, que el americano pudo oír perfectamente el latido de su propio corazón. Luego los latidos fueron bruscamente apagados por una estrepitosa ráfaga de metralleta.
Ante los asombrados ojos de Orange, el ruso que le encañonaba dejó caer el fusil de entre sus manos, alzó los brazos en un gesto desesperado y, con el rostro bañado de sangre, se desplomó, quedando atravesado sobre el arma.
Desde aquel mismo instante el silencio y la quietud terminaron en los alrededores del «círculo rojo».
—¡Rápido, Orange, el detonador!
Era la voz de Alec Swanson. El hombre del Pentágono le vio, medio escondido detrás de las rocas, a unos cuantos pasos solamente. A su lado se adivinaba la silueta del padre de Karina Yuri. Más tarde, en el primer puesto, fuera de la protección de las rocas, la rubia figura de Bat Wells parecía la extraordinaria y terrible estatua de un soldado vengador, la metralleta, humeante todavía, entre sus manos.
No había tiempo para asombrarse de nada. La alarma estaba dada y de varios puntos llegaron las voces de los centinelas rusos.
Orange se lanzó hacia la «bobina» del cable y comenzó a extenderlo frenéticamente en dirección al puesto de Alec Swanson donde estaba preparado el detonador. Hacia la izquierda sonaron varios disparos. Los proyectiles pasaron peligrosamente cerca del hombre del Pentágono.
Saltando hacia las rocas, que poco antes había abandonado, Bat Wells respondió con una ráfaga de metralleta, que detuvo por un momento a los alertados rusos que avanzaban.
—¡Por las barbas de Mahoma! —gruñó Bat, abarcando con la mirada a su alrededor—. Dentro de unos momentos, esto no va a tener nada que envidiar al infierno.
—¡Bat, los bolcheviques que están a nuestra espalda siguen avanzando! —anunció «Kentucky»—. Los veo perfectamente desde aquí.
—¡Cúbrete y déjalos que vengan! Por ahora me interesan más los de este lado. ¡Por las barbas de Mahoma! ¿Dónde se habrá metido Orange? No veo tampoco a Alec.
—¿Y la dinamita? ¿Por qué no estalla? Faltan sólo cinco minutos para las seis.
¡Cinco minutos! Las sienes de Bat Wells, martilleando rítmicamente, comenzaron a contar el paso de los segundos. Trescientos… doscientos noventa y nueve… doscientos noventa y ocho…
Entre unos matorrales, muy cerca del repecho que debía ser dinamitado, brillaron varios fogonazos, seguidos de otros varios desde el lado opuesto. El fuego ruso parecía tener por objetivo las rocas tras las cuales estaban Bat y «Kentucky».
El federal respondió con una larga ráfaga, en círculo, al tiempo que sentía el maullido de las balas bolcheviques al rebotar contra el parapeto.
¿Qué le pasaba a Orange y a los demás? ¿Estaban vivos todavía?
—¡Alec!
La voz de Bat se dejó oír por encima del nutrido tiroteo enemigo. Su atlético compañero le respondió a gritos.
—¿Qué hay, viejo?
—¿Y Orange? ¿Qué pasa con la «mercancía»? ¡Son casi las seis!
—¿Te crees que no tengo reloj, larguirucho de los demonios? Concentra tu fuego sobre el repecho para que yo pueda salir. Creo que a Orange le han dado y no se puede mover.
—¡De acuerdo! ¡Allá va!
Apretando el índice sobre el gatillo, el federal quemó en unos segundos toda la carga de su metralleta. El cañón, al rojo vivo, vomitaba fuego y plomo contra las armas enemigas. Por encima de él, Bat Wells, con los dientes enclavijados, vio saltar de su cobijo a Alec Swanson.
—¡Bat, ya están aquí!
—¡Maldición! —rugió Wells, recargando apresuradamente—, ¡Deja la emisora y entiéndetelas con ellos como puedas! ¡Me es imposible abandonar a Alec! ¡Lo están acribillando!
«Kentucky» se arrancó los auriculares y empuñó el recio cuchillo de monte, acurrucándose contra una de las peñas. Los cuatro rusos de aquel lado estaban encima. La posición que ocupaban, a más bajo nivel que los americanos, les había impedido, hasta el momento, hacer un fuego efectivo sobre ellos.
Una vez lleno de municiones el depósito de su arma, Bat volvió a la brecha, disparando por encima del puesto de enlace donde probablemente estaría el padre de Karina Yuri, temblando de miedo.
Aquello era una lucha irreal, de pesadilla, completamente absurda. Los rusos gastaban metralla sin ningún miramiento, acribillando materialmente el círculo rocoso donde se guarnecían los americanos. La cortina de plomo tropezaba en las peñas, rebotando en ellas con prolongados y lastimeros quejidos. A Bat le parecía imposible que pudieran estar todavía vivos.
—¡Ah, malditos! ¡Vais a ver cómo luchaban mis antepasados, los «cheyenes»! —gritó «Kentucky».
Bat Wells volvió el rostro, negro de pólvora y humo. Dos de los cuatro rusos, que venían por el otro lado, se hallaban ya junto a la roca que protegía a «Kentucky». Ahora estaban al mismo nivel de los americanos y se habían encarado los fusiles.
El hombre del Pentágono, como un loco formidable, cargó contra ellos con el cuchillo en alto. Los rusos estaban tan cerca, que les fue difícil seguir con el punto de mira de sus rifles los movimientos de aquel desesperado. «Kentucky» llegó en tromba, furiosamente, lanzando escalofriantes gritos de guerra indios. El choque de los tres cuerpos fue mortal. Uno de los rusos rodó por tierra con el pecho abierto por una tremenda cuchillada. El otro volteó su fusil y descargó un golpe salvaje, que fue a dar en las piernas del americano.
Por un instante pareció que éste iba a desplomarse; pero una fuerza invencible, sobrehumana, sostenía al hombre del Pentágono. Con las piernas insensibles, todavía tuvo empuje para echarse encima de su enemigo y bajar el ensangrentado cuchillo, en un golpe seco, sobre su corazón.
Y entonces entraron en escena los otros dos soldados rusos. «Kentucky», de rodillas, sin poder moverse, los vio venir sobre él y se consideró perdido.
Pero el bravo Bat estaba allí, medio vuelto de costado, apoyado en las rocas que le servían de parapeto. Su certera metralleta rugió y los rusos cayeron con el asombro pintado en sus semiorientales ojos.
—Bat… eres… eres magnífico —susurró «Kentucky», la mirada clavada en los cetrinos rostros de los centinelas, derribados casi junto a él.
Más el federal no oyó la halagadora frase. Girando el cuerpo sobre la dura peña, volvió su atención hacia los enemigos situados al frente, que seguían sembrando el claro aire del amanecer de ruidosos moscardones de plomo.
Mientras contestaba al fuego miró su reloj de pulsera y la sangre se le heló en las venas.
¡Faltan diez segundos para las seis!
¿Y Alec? ¿Y Orange? ¿Qué pasaba, que ninguno de los dos daba señales de vida? ¿Estarían sus cuerpos acribillados a balazos al otro lado de las rocas?
—¡Alec!, ¡Alec! —gritó Bat desesperadamente—, ¡Por las barbas de Mahoma!
Por un instante, sólo los estampidos de las armas de fuego le contestaron. Luego, entre el fragor de las detonaciones, se dejó oír la voz de Swanson.
—¡Bat, sigue disparando contra esos malditos matorrales! ¡Los muy cerdos no me dejan mover ni una pestaña!
—¡Alec, por lo que más quieras, haz saltar la dinamita! ¡Son las seis!
—¡No sé qué le pasa a este cacharro, que no funciona!
Bat Wells sintió que el corazón se le paraba. ¿Sería posible que no llegaran a tiempo?
¡Sólo dos segundos… uno…!
… ¡Cero!
Y de pronto la tierra tembló. Una explosión horrorosa conmovió las entrañas del montículo y una masa informe, de piedras y matorrales, se proyectó hacia el limpio cielo del amanecer, como si el dormido volcán hubiera despertado furiosamente de su letargo de siglos…
* * *
—Después de la explosión no nos fue muy difícil volver hasta el litoral —contaba Bat Wells—. Lo peor de todo fue nadar hasta el yate, remolcando a Orange y a «Kentucky» y, a veces, a nuestro amigo el ruso.
En el lecho, con la cabeza y un brazo vendado, Orange sonreía. Sentados a los pies de la cama, «Kentucky» jugueteaba con el largo y afilado machete, que pertenecía al padre de Karina Yuri.
A un lado, el inspector Edwin Kenneth escuchaba a su subordinado. No hacía ni dos minutos que acababa de recibir una llamada telefónica de Washington. Era una llamada importante; una llamada, que causaría un gran impacto en sus hombres. Se trataba de… Pero no. Era mejor guardar la noticia para el final
Bat seguía contando.
—Por cierto, que el padre de Karina Yuri estaba medio muerto de miedo entre las rocas. Menos mal que cuando le echamos al agua reaccionó rápidamente.
—Ya fue una suerte que supiera nadar —intervino «Kentucky».
—Ha pedido asilo político en los Estados Unidos —informó Edwin Kenneth—, Lástima que su hija…
—¿Cree usted que será fuerte la condena, inspector? —preguntó Bat con un interés, que hasta Alec Swanson pudo percibir.
—Si en el juicio se demuestra que trabajaba bajo amenaza rusa… —una amplia sonrisa curvó los labios de Kenneth—, ¿Es que ahora te interesas por las Leyes penales, Bat?
—¿Eh? No… no, es que… bueno el caso es… En fin, me parece que voy a visitar a Karina Yuri con bastante frecuencia.
No había terminado de hablar cuando recibió un golpe en la espalda, que le dejó sin respiración.
—¡Bravo, viejo! —exclamó Alec Swanson después de su calurosa y demoledora «felicitación»—. Ahora me explico por qué te preocupabas con tanta solicitud del técnico ruso. Cualquiera deja ahogarse al suegro…
Se mordió los labios y tuvo la terrible sensación de que había hablado demasiado.
Lo comprendió al tropezar con los ojos de Rudolph Harvey.
Afortunadamente, Mary Harvey lanzó una carcajada, tan a tiempo, que tuvo la virtud de librar al atlético federal de su embarazosa situación.
Todos rieron y éste fue el momento aprovechado por el inspector Edwin Kenneth, para soltar la gran noticia.
—Muchachos, tengo una sorpresa para vosotros.
Las miradas convergieron en el astuto hombre del F.B.I.
—Acabo de hablar con «el gran jefe»: y me ha comunicado que el lanzamiento ha sido un éxito completo. Pero hay algo más. Dentro de seis días, os esperan en la Casa Blanca donde el Presidente de los Estados Unidos desea estrechar vuestras manos al mismo tiempo que la del cosmonauta.
El silencio que siguió fue la muestra más expresiva de lo que pasaba en el interior de aquellos hombres de hierro, inquebrantables ante el peligro y valientes hasta la temeridad, pero sencillos y humanos como el más insignificante de los mortales.