Capítulo 5

LA sorprendente declaración de Mary Harvey abría otros horizontes a aquel extraordinario caso. El inspector Edwin Kenneth y sus colaboradores se encontraban, inopinadamente, ante un nuevo panorama.

Era evidente, que si el cadáver descubierto en el Hudson no pertenecía a Rudolph Harvey, era porque éste se encontraba vivo en algún sitio.

Kenneth comprendía ahora por qué aquel cadáver fue raptado; los asesinos sospecharon la suplantación de personalidad y quisieron convencerse de ello, lo cual venía a probar, que el ejecutor de la muerte no conocía personalmente a la víctima.

El inmediato y urgente trabajo del F.B.I, era localizar al desaparecido Harvey, ya que ahora, que sus enemigos sabían que no estaba muerto, que su intento de asesinato había fracasado, él y su secreto volvían a adquirir una importancia al parecer vital para ellos. Se planteaba una caza encarnizada, sin respiros ni concesiones, a la carrera.

La máquina de la Ley se desplegó. Fueron cursadas a toda la Nación las señas personales de Rudolph Harvey y una red de agentes federales se extendió a lo largo y a lo ancho de los Estados Unidos. En los puertos y en los aeropuertos se duplicó la vigilancia, sobre todo en los de la zona comprendida entre la península de Florida y Nueva York. Asimismo un agente especial fue enviado a La Habana, encargado de seguir desde allí el rastro de Harvey.

* * *

La vigilancia de los pasajeros del «Cincinatti», por parte de los agentes especiales, seguía su marcha, ahora intensificada. A But Wells le tocó en suerte la venezolana embarcada en Cuba.

En la lista de pasajeros figuraba con el nombre de Sylvia Laredo. Era una mujer de unos veintidós años, alta, de pelo negro y liso, que se recogía en la nuca, formando un gran moño. Sus grandes ojos, de sereno mirar, daban a su rostro una belleza particularísima.

Desde el hotel de segunda categoría, en la Tercera Avenida, donde se hospedaba, era seguida diariamente por el rubio agente especial. Todos sus actos quedaban registrados en el cerebro del policía, aunque bien es verdad que, dichos actos, no tenían nada de sospechosos ni de extraordinarios.

La joven parecía estar en Nueva York en plan turístico y Bat Wells comenzó a aburrirse de su constante deambular de un lado a otro de la enorme ciudad. Nunca se pudo imaginar que Manhattan, Brooklyn, Harlem o New Jersey fueran tan inmensamente grandes. En pos de la joven, se vio obligado a visitar el Aquarium, Central Park, la playa popular de Coney Island…

—Si por lo menos pudiera ir a su lado —pensaba el federal—. Porque hay que reconocer que la chica no está nada mal.

Aquella tarde a la venezolana parecía haberla dado por la Bowery.

En un coche de alquiler se hizo conducir hasta el enrevesado y cosmopolita rincón donde se agrupan, por nacionalidades, la mayoría de los extranjeros que, por una causa u otra, estabilizan su vida en el gran Nueva York.

La joven abandonó el taxi en las cercanías de Rivington Street, en el barrio judío, y avanzó despacio al encuentro de dicha calle, mirando detenidamente las modestas y antiguas casas. Un viejo de nariz ganchuda se acercó a ella para ofrecerle la mercancía, que llevaba en una caja, sujeta por detrás del cuello con una correa. La mujer compró algo e hizo una pregunta al vendedor. Este señaló, con un huesudo dedo, hacia adelante.

Varias yardas detrás de ella, ya en Rivington Street, Bat Wells vio cómo la muchacha avanzaba decidida hacia el hueco de un portal. Al llegar a él se detuvo y miró a su alrededor. Por unos momentos pareció indecisa. Volvió a mirar a un lado y a otro y, por fin, ella y su indecisión desaparecieron por la oscura entrada.

Wells apresuró sus pasos. De una rápida ojeada catalogó la clase de edificio que tenía ante sus ojos. Una especie de desilusión, de pequeño desengaño, se apoderó de él. ¿Sería posible que aquella mujer no fuera más que…? No. Era imposible. Su aspecto no la denunciaba como tal. El federal no solía equivocarse nunca en estas cosas. Y, sin embargo, no cabía duda alguna sobre la condición de la casa. Bat sabía perfectamente lo que se escondía detrás de las cuadradas ventanas, herméticamente cerradas, del primer piso.

Antes de que sus pensamientos llegaran a una conclusión, ya estaba subiendo los gastados peldaños de madera de la oscura escalera. Deseaba salir de dudas. No veía clara la relación existente entre Sylvia Laredo y aquel miserable burdel.

En el descansillo, una sola puerta, entornada, se presentó a sus ojos. La empujó. Encontróse en un reducido vestíbulo, pobremente iluminado, de cuyas paredes colgaban algunos espejos antiguos, en estado lastimoso, y dos o tres cuadros, que no tenían nada que envidiar a los espejos.

Una vieja, sentada en una silla, recostada contra la pared, sujetaba entre sus amarillentos dientes un largo y delgado cigarro habano. Al ver al federal escupió un salivazo negruzco contra el suelo, por el lado opuesto al del cigarro, clavó en él una reluciente mirada de bruja y una risa cascada bailó en sus resecos labios. Señaló, con un dedo largo como un sable, hacia el fondo del pasillo, que salía del vestíbulo.

Bat Wells no se movió. Esperó a que la vieja volviera a escupir y entonces habló:

—¿Dónde está la mujer que acaba de subir ahora mismo?

La bruja le miró mientras se arrascaba las narices con el índice.

—¿Qué mujer?

—No se haga la distraída, abuelita. Me refiero a Sylvia Laredo.

—¿Sylvia Laredo… Sylvia Laredo…? No conozco a ninguna que se llame así. Pero no creo que el nombre pueda importar mucho, ¿eh, muchacho? ¡Ji, ji!

—A mí sí me importa.

La mujeruca retiró el cigarro de su boca y afianzó las cuatro patas de la silla y las dos suyas en el suelo. Iba a decir algo cuando por la primera de las puertas, que jalonaban el largo pasillo, apareció una mujer de unos treinta y cinco años, que avanzó hacia el vestíbulo. Sus labios, sus ojos y sus mejillas, soportaban una cantidad de pintura, que dejaban en pañales a un «clown». Sonreía. El vestido, demasiado estrecho para su robusta constitución, parecía a punto de estallar por las costuras.

—¿Qué hay, «baby»? —saludó—, ¿Tienes especial interés por alguien?

—¿Quién es la dueña de esto? —preguntó, a su vez, el federal.

—Yo soy la dueña —afirmó la mujer—. ¿Tal vez quieres formularme alguna queja? ¿No te han atendido bien?

—Oye, «madame», escucha esto; acaba de entrar en tu casa una mujer que se llama Sylvia Laredo.

—Que yo sepa aquí no hay ninguna Sylvia… ¿Cómo has dicho? ¡Ah, sí! Sylvia Laredo.

—Es posible que tú no lo sepas, pero está aquí.

—Mira, «baby», yo sé muy bien a quién admito en mi casa. De forma, que es una lástima que perdamos así el tiempo.

—Tienes razón —asintió Bat—, Creo que debía haber empezado por esto.

Y ante los embadurnados ojos de «madame» colocó el carnet en el que las letras F.B.I, resaltaban con inquietante claridad. La mujer miró la documentación, luego a Bat y de nuevo las temibles iniciales del Federal Bureau of Investigaron.

—Bueno… yo… —intentó sonreír, aunque malditas las ganas que tenía de hacerlo—… yo pago impuestos, ¿sabes, «baby»?

—Me parece muy bien, pero ahora tus impuestos no me interesan. ¿Vas a conducirme hasta Sylvia Laredo?

«Madame» seguía sonriendo forzadamente. Varias veces intentó decir algo, pero se debió arrepentir, o quizá se le atragantaron las palabras.

Y fue entonces, en este breve y embarazoso período de silencio, cuando Bat Wells pudo oír algo, que le llamó poderosamente la atención. Primero fue un murmullo, que, poco a poco, se convirtió en una pareja de voces airadas. Parecían discutir acaloradamente en algún sitio cercano. Eran un hombre y una mujer. No se entendía lo que decían.

El federal guardó su carnet y avanzó unos pasos, tratando de orientarse. La vieja y la otra mujer se miraron y palidecieron. Los antiguos espejos reflejaron sus quietas figuras mientras Bat Wells alcanzaba el penumbroso pasillo.

Escuchó durante unos segundos. Ahora únicamente se percibía la voz masculina, en tono bajo, contenido. Sonaba allí mismo, al otro lado de la puerta más próxima. Al callar la mujer y convertirse el diálogo en monólogo, el policía pudo captar algunas frases incompletas.

Una sonrisa de triunfo curvó sus labios. Acababa de oír algo inesperado; algo que quizá pudiera explicar muchas cosas; algo que le arrancó de raíz el hastío producido por una monótona y aburrida persecución de varios días.

Y se dispuso a actuar.

Empujó la puerta tras la cual sonaban las voces. Esta no cedió. El individuo situado tras ella dejó de hablar. Lo hizo bruscamente, a mitad de una frase. Bat creyó percibir el grito contenido, ahogado, de la mujer.

Retrocedió unos pasos. Era necesario intervenir con rapidez, ya que los de dentro estaban alertados. Su mano derecha apareció armada con la negra y certera «Luger» de los agentes federales. Las mujeres del vestíbulo gritaron como si hubieran visto una rata.

Coincidiendo con el grito, el largo y desgarbado cuerpo de Bat saltó, como un obús, contra la cerrada y no muy robusta puerta. Un encontronazo terrible, una violenta sacudida, el chasquido de algo que se rompe y…

* * *

A Sylvia Laredo le temblaban las piernas al llegar junto a la puerta de la habitación. Se detuvo un momento y respiró con fuerza. Por la rendija se escapaba una luz mortecina, miserable, como el sitio al que pertenecía.

Dominando la repugnancia empujó la puerta y se introdujo en la estancia.

La puerta se cerró tras ella. El mobiliario era sencillo y vulgar. Una cama, una mesa y dos sillas. En un rincón, una gran maleta de cuero, y sobre la mesa, lo único que desentonaba fuertemente en aquel ambiente de vulgaridad, una emisora portátil de radio.

Un hombre, con los auriculares puestos, manipulaba en él. Al oír el ruido de la puerta se volvió. Sus ojos tropezaron con la joven y una sombra de ira pasó por ellos. Se quitó los auriculares y su rostro, de rasgos pronunciados y labios descoloridos, se congestionó.

—¿No te he dicho que no vinieras aquí? —estalló con voz vibrante, sonora.

—No podía aguantar más, Kosta. Necesito saber qué pasa. Yo he cumplido con la orden que me disteis. Mi padre…

—¿Te das cuenta de la imprudencia que has cometido? —le interrumpió el llamado Kosta, abriendo unas pulgadas la cerrada contraventana y mirando al exterior—. Pueden haberte seguido.

—¿Quién va a seguirme? Nadie sospecha de mí. Nadie me conoce.

—¡Maldita sea! —masculló el hombre—, ¡Nadie te conoce! ¿Crees que eso es motivo suficiente? ¿Crees que la policía norteamericana es tonta?

—No trates de asustarme. No vas a conseguirlo.

—Intento hacerte ver la realidad. Todos los pasajeros del «Cincinatti» están vigilados.

La joven se acercó a él. Su mirada encerraba una ansiosa súplica, pero no por las palabras que acababa de pronunciar su interlocutor.

—He venido para hablar de lo mío. Por lo que más quieras, Kosta. ¿Has comunicado con «ellos»? ¿Les has dicho que he cumplido lo que me ordenaron?

Kosta abandonó la vigilancia de la ventana y se encaró con la muchacha.

—¿Cómo sabes que no te han seguido? — insistió.

—¡Oh! —exclamó ella, con un movimiento brusco de cabeza—. ¡Lo sé, lo sé y basta! Ahora contesta a mi pregunta. ¿Qué han dicho «ellos»?

Por un momento, las pupilas del hombre brillaron burlonamente; pero fue sólo un instante, como un esbozo irónico. Sus ojos tornaron a ser duros inmediatamente.

—Quieres saber algo, ¿eh? —hizo una pausa, quizá para que sus siguientes palabras causaran mayor efecto—. Pues bien, todo lo que tengo que decirte es esto; te has equivocado.

—No te entiendo.

—¡Sí, te has equivocado! Está bien claro, ¿no? El tipo del «Cincinatti» no era el hombre que buscamos.

Sylvia Laredo se llevó la palma de la mano a los labios, como para ahogar un pequeño grito.

—¡No es posible! —exclamó—. Me aseguré bien. Su documentación estaba a nombre de Rudolph Harvey.

—¿Y eso qué tiene que ver? ¿No está tu pasaporte a nombre de Sylvia Laredo?

La mujer meneaba lentamente la cabeza de un lado a otro.

—Entonces… entonces no era él —parecía hablar consigo misma. Y después, levantando la mirada hacia Kosta—. Pero yo cumplí las órdenes que me dieron. El error no es mío. ¡Tú lo sabes, Kosta!

El hombre se encogió de hombros y señaló la emisora de radio con un movimiento de cabeza.

—Acabo de comunicar con ZX-35 —se limitó a decir.

—¿Qué ha dicho?

—Quieren que vuelvas inmediatamente.

Las manos de Sylvia se crisparon sobre el bolso de piel y sus labios temblaron. Sabía muy bien lo que significaba aquella frase.

—¡No! —gritó—, ¡No fue eso lo que me prometieron! ¿Y mi padre? ¿Te han hablado de mi padre?

La vibrante voz de Kosta sonó ahora en tono bajo, apagado, pero dura como el metal.

—No tolero a las mujeres que no saben dominar los nervios. Sólo te puedo decir una cosa; lo del «Cincinatti» ha fracasado y eso nos sitúa en una posición peligrosa. De un momento a otro ese hombre puede descubrir a las autoridades americanas todo y…

Al llegar aquí el hombre se detuvo. Su mirada se desvió hacia la puerta. Alguien estaba tratando de abrirla. Durante unos instantes los dos ocupantes de la habitación permanecieron mudos, inmóviles en sus sitios, como si el ruido hubiese paralizado sus miembros y sus voces. Por último, el hombre reaccionó vivamente, lanzándose hacia la maleta del rincón. Inclinándose sobre ella rebuscó en el interior. Cuando se irguió, su diestra empuñaba una negra «Parabellum».

—¡Apártate! —ordenó a la mujer.

Sylvia obedeció, mientras él se situaba frente a la puerta, al lado de la mesa, los ojos fijos en la entrada. Siguieron unos momentos de tensión abrumadora, silenciosa, casi palpable y, de pronto, un huracán estalló contra la frágil hoja de madera. El pestillo saltó, la entrada quedó franca y el cuerpo de un hombre rodó por el suelo a consecuencia de la brutal embestida.

Casi simultáneamente, Kosta hizo funcionar su «Parabellum». Una fracción de segundo antes de apretar el gatillo comprendió que la bala iría demasiado alta. Así fue. La sorpresa y la precipitación le habían hecho disparar antes de lo debido.

Intentó corregir la puntería cuando todavía el eco de la primera detonación vibraba en el aire. El cañón de su pistola bajó unas pulgadas, el índice se enroscó sobre el gatillo…

Fue todo como un relámpago. Un relámpago cuya procedencia no podía Kosta ni sospechar. El cuerpo del agente federal Bat Wells, impulsado por su propia fuerza, fue a chocar contra los pies de la cama. A menos de dos yardas el joven pudo ver el negro cañón de la «Parabellum» enfilando recto su cráneo y el dedo de su dueño afianzándose sobre el gatillo.

Con los dientes apretados, Kosta disparó. Al mismo tiempo, algo chocó violentamente contra su muñeca y la bala rebotó en las baldosas del suelo, a unas pulgadas de Wells, para estrellarse inofensivamente contra la pared.

El juramento de Kosta coincidió con una tercera detonación. Pero esta vez no fue la «Parabellum» la que ladró. Desde el suelo, Bat Wells acababa de hacer funcionar la «Luger».

Sylvia gritó, ahogando el desagradable sonido del plomo al desgarrar la carne y astillar el hueso. Kosta se llevó la mano al hombro derecho. La pistola se le escapó de entre los dedos y cayó a sus pies.

El hombre la miró extrañado, sin comprender la razón por la que se vio obligado a abandonarla. De la «Parabellum», su mirada pasó al bolso de piel, que había desviado su mano en un certero golpe, y de éste a su dueña, a Sylvia Laredo, que parecía asustada, sorprendida, como si un inesperado rayo de luz le hubiese revelado la magnitud y el significado de lo que acababa de realizar.

—¿Por qué has hecho esto, Karina? —susurró Kosta, con voz opaca, carente de tonalidades—. Tú… tú me has traicionado.

La mujer soltó el bolso, como si fuera una brasa que le quemara entre las manos, y se cubrió el rostro con ellas. Cuando Bat Wells se acercó, la oyó sollozar entrecortadamente.

* * *

—Le aseguro que terminará por hablar, amigo. Es cuestión de tiempo.

El inspector Edwin Kenneth señalaba con el índice al hombre capturado en el burdel de Rivington Street. Se hallaba este último sentado en una dura silla, de respaldo alto y recto, con la cabeza erguida y los descoloridos labios apretados en un gesto de terquedad, de silenciosa terquedad, inútilmente atacada por los tres hombres del F.B.I, que le rodeaban. El hombro herido le había sido curado y el blanco vendaje se veía por el abierto cuello de la camisa.

Al escuchar las palabras del policía, el hombre llamado Kosta levantó la sudorosa frente hacia él. Existía una mirada extraña en sus ojos.

—Valora usted muy mal a los hombres de mi clase —repuso.

—Repítame esas palabras dentro de seis horas.

Se entreabrieron los labios de Kosta en una imperceptible sonrisa.

—Dentro de seis horas estaré liberado —aseguró, con tremendo aplomo.

Sin impresionarse lo más mínimo por estas palabras, el agente Alec Swanson, a su izquierda, volvió machaconamente sobre el cuestionario de preguntas hasta ahora sin respuesta.

—¿Con quién comunicaba por medio de la emisora portátil?

Y Bat Wells, envuelto en el humo de su cigarrillo, a la derecha:

—¿Dónde está Rudolph Harvey?

—¿Fue usted el que intentó raptar en Dayton a Mary Harvey?

—¿Por qué?

—¿Qué sabe sobre una isla de Las Antillas?

Kosta volvió a su impenetrable mutismo. La habitación se fue llenando de humo de tabaco y de tiempo perdido. El hombre sudaba, brillante la frente, pasándose la mano por el vendado hombro herido.

El acoso verbal de los agentes seguía sin resultados positivos cuando la puerta se abrió para dejar paso a un hombre que solicitó hablar con el inspector. Este escuchó las palabras que el otro le dijo en voz baja. A continuación, se acercó despacio hasta el hombre sentado y se le quedó mirando a los ojos.

—Es una lástima que su heroico silencio no le haya servido para nada.

El herido dejó de frotarse el hombro. Sus pupilas buscaron las del inspector del F.B.I. Una sombra de temor resbaló por ellas.

—¿Qué dice?

—Su amiguita es más blanda que usted. Me acaban de comunicar que ha hablado.

Kosta se irguió violentamente, el rostro visiblemente alterado.

—¡No es cierto! ¡Tratan de engañarme!

Las fuertes zarpas de Swanson volvieron a sentarle. El inspector Kenneth se volvió de espaldas.

—Esa mujer le ha acusado a usted del asesinato del pasajero del «Cincinatti».

El rostro de Kosta estaba empapado por diminutas gotitas, que resbalaban por sus mejillas y le llenaban de salobre los pálidos labios.

—¡Les ha mentido!

—¿Quién fue entonces? —terció rápido, Bat Wells.

—Pierden el tiempo. No diré nada.

—Ya no nos es necesaria su confesión —aseguró Kenneth, y calmosamente ensayó el golpe final de su bien trazado plan—. Nos basta con lo que Sylvia Laredo nos ha dicho. Vamos, muchachos; tenemos que pedir a la Armada que flete un buque de guerra hacia esa isla.

Las palabras de Edwin Kenneth fueron como una serpiente de cascabel mordiendo en la carne del prisionero. Se levantó de un salto, con los ojos repletos de ira y los dientes apretados e intentó revolverse contra los dos agentes federales que le sujetaban.

Más no obtuvo ningún éxito. El recio Alec Swanson se bastó por sí solo para reducirle a la más absoluta inmovilidad. Kosta jadeó unos instantes, entre los robustos brazos del federal.

—¡Maldita traidora! —barbotó—, ¡Eso es lo que has sido siempre, Karina Yuri! ¡No debimos confiar en ti! ¡Pero te alcanzará nuestra justicia! ¡No escaparás a…!

Kosta silenció su voz casi tan violentamente como había empezado a hablar. Sus pupilas giraron en las órbitas, como si se hubiera vuelto loco y el brillo del iris perdió intensidad. Todo su cuerpo sufrió un estremecimiento, que Alec percibió claramente al tenerle sujeto.

Edwin Kenneth avanzó un paso y le observó fijamente.

—¡Rápido, Bat —exclamó—, llama al médico!

Mientras el aludido se agarraba al teléfono, Alec sentaba de nuevo a Kosta sobre la dura silla de madera. El hombre parecía haber perdido bruscamente toda la fuerza de sus piernas. Se dejó caer en el asiento sin resistencia alguna, completamente inerte.

—Ahí no —dijo el inspector—. Túmbale en este sillón.

Entre los dos le llevaron hasta él. Kosta tenía los ojos semicerrados. Respiraba con dificultad. Al recorrer la faringe, el aire producía en su garganta un ronco gruñido, como de estertor.

Y de pronto, la cabeza del prisionero cayó a un lado, lo mismo que si le hubieran destrozado las vértebras del cuello de un rudo golpe.

—¡Por todos los diablos! —exclamó Alec, que había estado tratando de encontrarle el pulso—. ¡Ha muerto!

Edwin Kenneth no contestó inmediatamente. Parecía hallarse pensativo, como si intentara atrapar alguna idea que pugnara por mantenerse oculta en los recovecos de su cerebro.

De improviso dio media vuelta y se dirigió rápidamente hacia la salida.

—¡Bat, acompáñame! Tú, Alec, quédate junto a ese hombre hasta que venga el doctor Steve.

El rubio agente federal corrió tras él, alcanzándole en la puerta.

—¿Qué pasa, jefe?

—Vamos a ver a Sylvia Laredo. ¡Ojalá lleguemos a tiempo!

—¿A tiempo de qué?

—¿No lo comprendes, Bat? ¿No te das cuenta de cuál era la liberación de que hablaba ese hombre?

—¡Por las barbas de Mahoma! —exclamó Walls—. ¡Se refería a la muerte!

—Exacto.

—¿Pero cómo sabía que iba a morir?

—Porque él mismo se mató.

Los azules ojos de Bat chispearon. Se limitó a murmurar:

—¡Veneno!

Los dos policías tomaron uno de los elevadores, que los conduciría hasta el despacho del inspector, situado en el segundo piso, donde estaba Sylvia Laredo vigilada por un agente.

—¿Se le han confiscado a la muchacha todos sus objetos personales? — inquirió Kenneth, mientras ascendían.

—Sí. Han pasado al departamento correspondiente y…

Bat Wells no terminó lo que iba a decir. Se quedó con la boca abierta a mitad de la frase, y cuando la cerró fue para lanzar un juramento.

—¡Maldición! No todos los objetos de su pertenencia le fueron retirados. Solicitó que se le dejara… ¡lo mismo que Kosta!

El ascensor se detuvo y la puerta quedó abierta. Edwin Kenneth atravesó, casi a la carrera, el rellano que lo separaba de su despacho. Bat le siguió, pisándole los talones.

Impetuosamente irrumpieron ambos en los dominios del inspector. Kenneth abarcó la escena de un vistazo. Sylvia Laredo, a la que Kosta llamara Karina Yuri, estaba sentada en uno de los sillones y trataba de encender un cigarro con el fósforo que un joven agente mantenía frente a su rostro.

Al sentir el ruido de la puerta, los dos ocupantes del despacho levantaron la cabeza hacia los recién llegados. En el rostro de la mujer se reflejaba una ansiedad extraña, temerosa, que duró una fracción de segundo. Después, con un apresuramiento nervioso, inclinó la cabeza hacia la pálida llama del fósforo que bailaba ante sus ojos, pretendiendo encender el cigarrillo que no había llegado a prender.

—¡Deténgase! —gritó Edwin Kenneth.

El rubio Bat Wells fue más práctico. De un salto atravesó el espacio que le separaba de la joven y de un violento manotazo la hizo desprenderse del pitillo.

—¡No… no! —exclamó Sylvia Laredo, intentando recuperar el cigarrillo—. ¡Déjeme!

Bat Wells la sujetó por los hombros, dominando la feroz e histérica resistencia que ofrecía. Poco a poco, su ímpetu se fue calmando, hasta que se dejó caer hacia atrás del sillón, completamente vencida, y estalló en entrecortados sollozos.

Entre tanto, el inspector Kenneth había recogido el cigarrillo y lo observaba entre sus dedos.

—Manda esto al laboratorio —ordenó al sorprendido agente de la cerilla, alargándoselo—. Que lo analicen.

Mientras el federal salía, mirando el cigarrillo como si fuera un lanzallamas, el inspector arrimó una silla a la butaca de Sylvia y se sentó frente a ella. Esperó unos segundos antes de hablar.

—¿Fue así cómo eliminó al pasajero del «Cincinatti», Karina Yuri?

La joven levantó los llorosos y enrojecidos ojos. Varias sensaciones se leyeron claramente en ellos; sorpresa, miedo, desesperación…

—¡Déjeme! Yo… yo no sé nada —gimió.

—Su amigo Kosta y usted son rusos, ¿verdad?

—Me llamo Sylvia Laredo y nací en Venezuela. Mi pasaporte está en regla.

—No es verdad que naciera en Venezuela, aunque admito que, tal vez, llevara viviendo allí algún tiempo.

Sylvia Laredo, o Karina Yuri, volvió a abatir la cabeza. Su negro pelo presentaba cierto desorden. Bat Wells intervino:

—¿Su padre reside detrás del «telón de acero»?

La frase del federal hizo los efectos de un cuchillo aplicado a la espalda de la joven. Su cuerpo se envaró y la sangre huyó de sus mejillas.

—¿Por qué me pregunta eso? —inquirió.

—No olvida que escuché la conversación que mantuvo usted con Kosta en la casa de Rivington Street —anunció Bat—, Por lo tanto, debe comprender que sería inútil negar los hechos. En sus circunstancias, lo mejor que puede hacer es confiarse a nosotros.

En los ojos de Karina Yuri se notaba ahora desconfianza.

Miró al joven agente, como si intentara aquilatar el valor y la verdad de sus palabras.

Edwin Kenneth se inclinó hacia ella, rompiendo la pausa producida.

—Escuche, Karina; usted ha fracasado la misión que le fue encomendada por sus jefes y ahora teme por la vida de su padre, ¿no es cierto?

Karina Yuri se revolvió.

—¡No he fracasado! ¡Hice lo que me ordenaron! Yo no tengo la culpa de que aquél no fuera Rudolph Harvey.

Se mordió los labios. Comprendió que acababa de caer en la trampa. Ya nada detendría a aquellos hábiles policías norteamericanos, aunque en realidad no le importaba mucho lo que pudiera sucederle a ella. Su padre estaba «allí» y, por tanto, lo mismo daba una cosa que otra. Todo se había perdido. En unos momentos de estupidez, de impaciencia, por no saber esperar. Si no hubiera ido a aquel burdel…

—Tiene razón, soy rusa —murmuró—. Me ordenaron eliminar al hombre del «Cincinatti» y me dieron instrucciones para ello.

Al comenzar a hablar la joven, Bat Wells pulsó el botón que ponía en marcha el magnetófono situado sobre la mesa de Edwin Kenneth.

—¿Por qué querían deshacerse de Rudolph Harvey? —inquirió el inspector.

—No lo sé. Le aseguro que digo la verdad. No me dieron ninguna explicación al salir de Rusia. Únicamente sabía que debía dirigirme a Caracas, donde nuestros agentes me extenderían un pasaporte falso, y de allí a La Habana para entrevistarme con Kosta. Él me dijo lo que se exigía de mí. Cuando le manifesté mi repugnancia, me recordó la situación comprometida en que se vería mi padre si yo no obedecía.

—¿Quién era Kosta?

—Pertenece al Servicio Secreto ruso.

—Ya no pertenece a nada —dijo Bat Wells—. Se ha suicidado por el mismo método que pensaba usted emplear cuando llegamos nosotros.

Karina se estremeció y el inspector Kenneth comprendió que aquella mujer decía la verdad. Ella no podría facilitar más datos. Era un eslabón insignificante de la gran máquina del espionaje soviético, que desconocía el trabajo de las demás piezas. Ellos mismos sabían probablemente más.

No obstante, se acababa de dar un gran paso: habían descubierto la personalidad del enemigo; sabían contra quién luchaban.

Pero desgraciadamente faltaba la pieza más importante de aquel rompecabezas: Rudolph Harvey.

¿Dónde estaba Rudolph Harvey?

Hasta ahora, la red de agentes federales que andaban a su caza por los diversos estados no habían obtenido ningún éxito. Uno tras otro, comunicaban con el Departamento del F.B.I, en Nueva York dando cuenta de su infructuosa búsqueda.

¿Habría sido descubierto por los agentes rusos, a los que ya burlara una vez a costa de una vida humana?

* * *

A la mañana siguiente de haber sido interrogados Karina Yuri y Kosta, sucedió lo que el inspector Kenneth esperaba impaciente desde hacía algunos días.

El timbre del teléfono sonó insistentemente y Alec Swanson cogió el auricular. Su jefe y Bat Wells pudieron ver el gesto de asombro que se dibujó en su rostro.

—¡Por los cuernos del diablo! —exclamó el atlético agente—. ¿A qué no adivina usted quién está al otro lado de este cacharrito?

Al tiempo que hacía la pregunta, alargaba el negro aparato de baquelita a Kenneth.

—Gina Lollobrígida —soltó Bat Wells, entre la nube de humo de su cigarrillo.

Sin dignarse a hacer el menor caso a su compañero, Alec anunció:

—El «gran jefe» de la tribu; el mismísimo Patrick Grey.

—¡Diantres! ¿Qué cuerda se le habrá roto al «viejo»? —murmuró Kenneth, mientras se pegaba el teléfono a la oreja.

Durante un minuto, el jefe supremo del F.B.I, estuvo hablando algo, que debía ser muy interesante a juzgar por el ligero brillo de los ojos del inspector. Por fin, éste dejó el auricular sobre su soporte y miró a sus colaboradores, que permanecían expectantes.

—Muchachos, acaba de aparecer Rudolph Harvey —anunció con la misma naturalidad del que propone una partida de «poker».

La exclamación a dúo de los agentes resultó bastante poco académica.

—Lo que oís, pareja de deslenguados —continuó Kenneth—, En este momento vuela hacia Nueva York, en un avión especial, acompañado por dos de nuestros hombres.

—¿Cómo le han encontrado? —inquirió Bat.

—Ha ocurrido lo que me figuraba. Mientras nuestros amigos los bolcheviques liquidaban al pasajero del «Cincinatti», creyendo que era él, el verdadero Harvey embarcaba hacia el Canadá. Una vez allí pasó la frontera y se puso bajo la protección de las autoridades de la ciudad de Houlton.

—¿Y qué hay de su famoso descubrimiento en esa misteriosa isla? —quiso saber Alec.

—Él nos lo contará personalmente. De momento sólo os puedo decir una cosa; únicamente disponemos de tres días para evitar la catástrofe.

—¡Por las barbas de Mahoma! —exclamó Bat—, ¿Pero qué catástrofe es esa? ¿A qué diablos se refiere Harvey?

—Él no ha dicho ni media palabra. Espero que cuando llegue confirme mis suposiciones…

—Le juro, jefe, que si no habla claro reventaré de un momento a otro —aseguró Bat Wells.

—Hay una diferencia entre nosotros —dijo Kenneth, sonriente—. Mientras vosotros os dedicáis a asediar a las rubias, a las pelirrojas y a todas las demás, yo me entretengo en leer la prensa.

—¡Que me esplumen si entiendo a qué viene eso! —rezongó Alec.

—¿Qué acontecimiento de repercusión mundial preparan los Estados Unidos para dentro de tres días?

Los dos jóvenes agentes federales parecieron ponerse de acuerdo para soltar ambos a la vez la misma interjección. Después, Alec Swanson exclamó:

—¡El lanzamiento de un cosmonauta al espacio!