Capítulo 9
Al instante, Hannah levantó los brazos y se abrazó a él mientras respondía a su beso.
El peso de él la sujetaba contra el colchón; Matthew apretó su muslo contra ella e inició un ritmo lento y sensual sobre su cuerpo.
—Te debo algo más que una disculpa, preciosa —le acarició los senos a través de la camiseta—. Te debo placer. Mucho placer. Y tengo intención de dártelo.
Sus palabras y la sensualidad de su mirada la hicieron estremecerse. La besó de nuevo, aquella vez con gentileza, y la joven respondió con pasión.
Matthew lanzó un gemido. Le subió la camiseta, desabrochó el sujetador y acarició con sus manos sus senos desnudos. Con gentileza al principio, rozando sus pezones hasta que se endurecieron.
Le besó ligeramente los pechos y la joven se arqueó contra él, en una súplica silenciosa. Se estremeció de placer cuando Matthew comenzó a jugar con la lengua y dientes con uno de los pezones y después con el otro.
Mientras su boca la acariciaba, sus manos también estaban ocupadas. Metió los dedos entre la cinturilla de sus pantalones cortos, le acarició las nalgas desnudas y la colocó como quería que estuviera: contra su miembro viril. Movió las caderas en círculo contra ella y Hannah lanzó un gemido.
El fuego que sentía entre sus piernas creció y se extendió. El hombre apartó una mano para acariciarle el muslo y la cadera. Le levantó la pierna sobre la cadera de él y guió su mano a lo largo de la parte interior del muslo de ella, pero tardó unos segundos más en llegar al centro de su femineidad.
—¿Es esto lo que quieres, preciosa? —preguntó.
—¡Por favor, Matthew!
—Sí, mi amor. Te prometo que te complaceré.
Volvió a besarla y Hannah se entregó por completo a su beso, al tiempo que se rendía a la magia sensual de su mano.
Matthew parecía saber exactamente lo que quería y cómo hacerle desear más. Hannah se sintió arrastrar a una espiral de placer tan intensa que la tensión de su interior explotó de pronto.
Le encantó. Al percibir las vibraciones del éxtasis contuvo el aliento. Clavó los dedos en la espalda de él y lo apretó con fuerza.
Matthew la abrazó, acariciándole el cabello, besándole la frente y la mejilla, hasta que ella abrió los ojos.
Hannah vio que la miraba y se ruborizó. Trató de pensar en algo que decir, pero no consiguió encontrar su voz.
Matthew la besó despacio y luego se apartó para sentarse. Hannah, tumbada de espaldas, demasiado satisfecha para moverse, lo observó guardar la partida de nacimiento en el bolsillo de su chaqueta. Luego se quitó la chaqueta y comenzó a aflojarse la corbata.
Hannah se sentía tan lánguida que tardó unos momentos en comprender sus acciones. Se había quitado ya la chaqueta y la corbata y comenzaba a desabrocharse la camisa cuando se dio cuenta de lo que hacía.
¡Se estaba desnudando!
Hannah se sentó en el acto.
—¿Matthew?
El hombre se quitó la camisa y abrió la hebilla de su cinturón.
—¿Qué ocurre, preciosa?
—¡Matthew, detente!
El hombre la miró con ojos brillantes.
—No, Matthew —saltó de la cama—. No podemos.
—¿Qué?
No sabía lo que ocurría. Nunca, ni siquiera la noche anterior, había sentido un deseo tan acuciante. Miró a Hannah, pensó en su apasionada respuesta de unos momentos atrás. Le había dado mucho placer y deseaba darle más. Y en aquella ocasión lo compartiría con ella.
—Matthew, no podemos hacer esto. Mis padres y Bay pueden volver a casa y mi abuela está…
—Tienes razón, tienes razón —asintió él, poniéndose la camisa. No se molestó en abrocharla—. No podemos quedarnos aquí —se echó la corbata al cuello y tomó la chaqueta—. Vámonos.
—¿Adónde?
—A dar un paseo —le lanzó una sonrisa seductora e invitadora—. Mi furgoneta está ahí fuera.
—Tu furgoneta —repitió ella.
Recordó el colchón de aire de la parte de atrás y le sorprendió darse cuenta de lo mucho que deseaba subir con él a la furgoneta, aparcar en cualquier lugar solitario y echarse con él sobre aquel colchón.
Se esforzó por controlar la oleada de deseo que comenzaba a embargarla. La camisa abierta de él mostraba el vello oscuro de su pecho y un cuerpo fuerte y musculoso. Levantó los ojos y los fijó en las líneas sensuales de sus labios.
Tragó saliva. Aquello no iba a ser fácil. Pero insistió en ello.
—No, Matthew, no puedo.
El hombre la tomó por el brazo.
—Creo que comprendo —dijo con voz ronca—. Lo de anoche no fue agradable y no estás dispuesta a volver a sufrir.
Comenzó a acariciarle el brazo y Hannah se estremeció.
—No tengas miedo, preciosa. No te haré daño. Te prometo que esta vez será lo que tú…
—Matthew, lo de anoche fue una aberración. No era yo misma cuando…
—Hiciste el amor conmigo —terminó él en su lugar.
—Fue puro sexo, Matthew. El amor no tuvo nada que ver con eso.
—Sólo son palabras —comentó él. Le tomó el brazo con fuerza.
Una mezcla de frustración y rabia se apoderó de él.
—¿Lo haces para vengarte? —preguntó—. ¿No te complací anoche y ahora me lo haces pagar echándome de aquí cuando estoy tan excitado que apenas puedo tenerme en pie?
—Es un buen plan. Una lástima que no se me haya ocurrido a mí sola. —Hannah liberó su brazo—. Pero la verdad es que no lo hago por castigarte. Sólo quiero hacer lo correcto y hacer el amor contigo en tu furgoneta esta noche no me parece muy correcto.
—Pero tú me deseas —gritó él—. Y yo te deseo a ti —bajó la voz—. No hay nada más correcto que eso, preciosa. Nos necesitamos mutuamente.
—¿Estás sugiriendo que hagamos el amor porque es una necesidad física? ¿Algo así como rascarse cuando te pica o beber un vaso de agua para apagar la sed?
A Matthew no le gustaba el giro que estaba tomando la conversación.
—No es necesario que lo hagas parecer tan prosaico —murmuró.
—Pero es lo que es para ti. Y a mí no me basta con eso. Nunca me ha bastado —sonrió—. ¿Qué esperabas de una mujer que ha estado prometida tres veces sin…? Matthew se asustó.
—Te deseo desesperadamente, Hannah, pero no me casaré sólo para poder acostarme contigo.
—¿Y quién te lo ha pedido? —preguntó ella, indignada—. Yo no me casaría contigo aunque me lo suplicaras.
—No tendría que suplicártelo. Bastaría con que te lo insinuara y te prometerías conmigo esta misma noche.
—Tienes mucha imaginación —replicó ella, furiosa—. De eso nada, Matthew. No pienso volver a hacer pasar a mi familia por otra ruptura de compromiso.
—Preciosa, si te prometieras conmigo, no soñarías con romperlo. Porque no sería uno de esos acuerdos sosos y sin sexo que tú llamas compromisos. Sería de verdad.
Hannah se estremeció ligeramente. Estar prometida con Matthew sería, de verdad, muy distinto a sus experiencias anteriores. Lo miró anhelante. Era el hombre adecuado para ella, pero no se había dado cuenta. ¿Se la daría alguna vez?
El hombre se abotonó la camisa y Hannah lo observó ponerse la chaqueta.
—Supongo que te marchas.
—Creo que sí. Y, al parecer, me marcho solo. A menos que hayas cambiado de idea.
Hannah negó con la cabeza.
—No puedo, Matthew.
—No quieres —abrió la puerta y echó a andar por el pasillo.
Hannah lo siguió y él la miró con curiosidad.
—Te acompaño a la puerta —explicó ella.
—¿El mayordomo de la familia se ha retirado ya?
—Los Farley no tenemos mayordomo. Es tu familia, los Wyndham, quienes los tienen.
—No los llames mi familia.
—¿Por qué no? Lo son. Tú aceptas a los Polk. ¿Por qué no a ellos?
Estaban delante de la puerta abierta del vestíbulo.
—Yo no pienso aceptar públicamente a ninguno —musitó él entre dientes—. No voy a violar la intimidad de Alexandra. Aparte de ella, Justine y yo, las únicas que sabéis la verdad sois tu abuela y tú. Sé que puedo confiar en Lydia, pero, hasta el momento, tu récord de guardar secretos no es muy bueno.
Hannah se ruborizó al recordar el modo en que reveló su identidad a Emma Wynn.
—No debí decírselo a Emma —comentó—. Te prometo que no le diré una palabra a nadie más. Te lo juro, Matthew.
—Espero que cumplas tu promesa, pequeña.
Se miraron a los ojos en silencio.
—Voy a ver a mi abuela —dijo ella al fin.
Matthew se juró que no la presionaría más. No la besaría ni la tocaría. Sabía que ella estaba esperando que lo hiciera, pero, puesto que había decidido volverse puritana, tendría que respetar sus propias normas. Si lo quería cerca de ella, tendría que ser ella la que lo persiguiera. Estaba ya harto de seguirla. Hasta el momento, había agotado más energías en intentar ganarse sus favores de las que había dedicado nunca a ninguna otra mujer. ¿Y para qué? Para que lo echara de su cuarto cuando más excitado estaba.
Sí, el próximo movimiento tendría que hacerlo ella.
Hannah se acercó a él. ¿No comprendía que un beso de buenas noches sí entraba dentro de las normas? Se quedó tan cerca que sus cuerpos casi se rozaron. Echó la cabeza hacia atrás y levantó el rostro en ademán invitador. El lenguaje de su cuerpo era inconfundible. Seguro que acabaría por besarla.
Pero no fue así.
—Quizá nos veamos por el pueblo, pequeña —murmuró Matthew, antes de darse la vuelta y salir de la casa.
Hannah cerró la puerta de inmediato. Lo vio subir a su furgoneta desde la ventana del vestíbulo. Largo rato después de que las luces del vehículo se perdieran en la distancia, seguía de pie allí contemplando la oscuridad.
* * *
Los negocios eran flojos. La temperatura había subido bastante, el aire acondicionado de la tienda no funcionaba bien y el técnico de las reparaciones le dijo que no podría pasarse por allí hasta que no terminara de revisar todas las habitaciones del hotel de la calle Principal. Hannah sabía que eso podía tardar días.
Cerró la tienda temprano, poco después de las cuatro. Nadie iba a perderse por allí con aquel calor. Se sentó en una mesa del restaurante de Peg y tomó un vaso de té con hielo mientras trababa de recuperar el control de sí misma. No le resultaba fácil. Hacía casi una semana que no tenía noticias de Matthew. Siempre que sonaba el teléfono, corría hacia él, pero nunca era Matthew.
Se había negado a acostarse con él y él no había vuelto a acercarse a ella, confirmando así la sensatez de su decisión. Pero la sensatez no servía para consolarla de la tristeza de verse rechazada.
Katie se acercó a su mesa.
—Pareces triste —musitó.
—Estoy bien —le aseguró Hannah—. Sólo molesta con el calor.
Katie se sentó enfrente de ella. A aquella hora había pocos clientes.
—Esta mañana me ha llamado Abby. Ben está fuera y quería saber si queríamos ir con ella al cine esta noche.
—Ir al cine con las chicas el viernes por la noche —musitó Hannah, sombría—. Igual que en el colegio. A lo mejor podemos ir luego a tomar un helado.
Katie reprimió una sonrisa.
—¿Significa eso que no quieres venir con nosotras?
—Iré —suspiró Hannah—. Será mejor que salir sola, que es lo que he hecho toda la semana.
—¿Sola? —preguntó Katie, divertida—. No me digas.
Hannah asintió de mala gana.
—Mi abuela lleva una vida social más activa que la mía. Ha salido casi todas las noches de esta semana.
—Las hermanas Porter, que tienen más de setenta años, también llevan una vida social más activa que la mía —se compadeció Katie—. Por supuesto, la mayoría de mis huéspedes lo hacen.
—¿Incluido Matthew Granger? —No pudo por menos de preguntar Hannah—. Es decir, si es que sigue en el pueblo.
—Sigue aquí —repuso su amiga—. Creo que él sale con su ordenador portátil. Se pasa la tarde metido en su cuarto y todavía tiene la luz encendida cuando me acuesto. Me pregunto si habrá empezado una nueva novela.
Hannah se enderezó en su silla.
—¿A quién le importa?
Katie la miró con curiosidad.
—He leído uno de sus libros —musitó—. Es muy bueno. Estoy deseando leer los demás.
—Yo no he leído nada suyo. No me gusta perder el tiempo leyendo novelas de suspense —abrió mucho los ojos y comenzó a remover su té con la cucharilla—. Vaya, acaba de entrar. Katie, por favor, finge que estamos hablando.
—Eso es precisamente lo que hacemos —repuso la otra con sequedad—. ¿Quieres decir que viene hacia aquí?
Hannah asintió con la cabeza y soltó una carcajada animada. En un segundo abandonó por completo su imagen de abatimiento para convertirse en la joven vitalista que admiraba todo el pueblo. Katie la miró, admirada por aquella transformación instantánea.
—Y luego le dije a Sean que tiene que ir al Festival de la Fresa. No se lo puede perder —murmuró Hannah, cuando Matthew se sentó a su lado.
Se volvió a mirarlo con frialdad.
—Esto es una conversación privada —anunció.
—¿Sobre el Festival de la Fresa? —sonrió él—. Tendrá lugar este domingo, ¿no? Todo el mundo dice que no hay que perdérselo. ¿Quieres venir conmigo, Hannah?
—No —replicó la joven, con frialdad.
—¿Y mañana por la noche? ¿Puedes cenar conmigo donde tú elijas?
—No, gracias.
—¿Y esta noche?
—Estoy ocupada.
—Abby y yo entenderemos que salgas con él en lugar de con nosotras —se apresuró a decir Katie.
Matthew se echó a reír.
Hannah reprimió el impulso de darle una patada a su amiga por debajo de la mesa.
—No pienso cambiar de planes y dejar plantadas a mis amigas cuando aparezca un hombre en el último momento —comentó.
Matthew no se dejó amilanar.
—Yo no soy un hombre cualquiera, encanto. Soy tu hombre.
—Eres lo bastante arrogante para creerlo, ¿verdad? —Se volvió hacia Katie—. ¿A qué hora es la película esta noche? ¿Quieres que lleve yo el coche? Puedo recoger primero a Abby y…
—Si hay un grupo que va al cine, me gustaría apuntarme —intervino Matthew, dirigiéndose también a Katie—. ¿Te importa que os acompañe o hay alguna norma que impida que los huéspedes salgan con la dueña de la posada?
—Ninguna —repuso Katie, divertida—. Abby ha dicho que traería ella el coche, Hannah. Nos recogerá primero a nosotros y luego iremos a buscarte.
—Espero que no intentes cambiar de planes y dejar plantados a tus amigos porque aparezca un hombre en el último momento, Hannah —se burló Matthew.
La joven tomó un trago largo de té.
—Yo nunca haría eso —murmuró entre dientes.
* * *
A Hannah no le sorprendió verse colocada en el asiento trasero del coche con Matthew. Lo había esperado. Desdichadamente, era un coche pequeño y los dos estaban bastante apretados.
Abby puso la radio a todo volumen y conversó con Katie. En la parte de atrás reinó el silencio durante un rato. Hannah fue la primera en romperlo. Decidió que era una ridiculez seguir allí sentada en silencio fingiendo que no estaba aplastada contra él. A él, por otra parte, no parecía importarle. En realidad, sonreía encantado.
Pensó cuál sería el mejor modo de irritarlo y optó por iniciar un monólogo superficial de trivialidades, con el que consiguió borrar la sonrisa de su rostro. Cuando llegaron al cine, era él el que guardaba un silencio mohíno.
Había cola para la taquilla y Hannah y Matthew se quedaron de pie juntos. De algún modo, se habían separado de Abby y Katie, que estaban unos metros delante.
—¿Quieres hacer el favor de dejar de imitar a Scarlett O’Hara? —preguntó él al fin—. Me produce jaqueca.
—¿No te estás divirtiendo? —sonrió ella—. ¡Qué lástima! Pero fuiste tú el que insistió en venir con nosotras.
—¿Y de qué otro modo podía verte? —Gruñó él—. Has rechazado todas las demás alternativas.
La joven lo miró sorprendida.
—¿De verdad esperabas que aceptara en el acto sólo porque te has dignado dirigirme hoy la palabra y después de no tener noticias tuyas durante una semana?
—En la posada también hay teléfono, Hannah. Tú tampoco me has llamado.
La joven soltó una risita de incredulidad.
—¿Esperabas que te llamara?
—Bueno, si querías hablar conmigo, sí. ¿Por qué no?
—Yo no llamo a los hombres. Me llaman ellos a mí. Y especialmente no llamo a hombres que salen furiosos de mi casa porque no he querido subir a su furgoneta para tener una aventura de una noche.
—¿Y quién ha dicho que fuera a ser sólo de una noche? —preguntó él.
—Era la suposición más natural. Tú no me diste motivos para creer que pudiera ser otra cosa. Por lo que yo sé, podías tener intención de regresar a Florida al día siguiente. Nunca has dicho cuánto tiempo piensas quedarte aquí.
—Es que no lo sé —repuso él, levantando la voz—. Me iré cuando me vaya.
Los dos se dieron cuenta de que la gente de su alrededor los escuchaba con avidez, aunque trataban de ocultarlo. Hannah se ruborizó y guardó silencio. Era inevitable que alguien de los presentes informara de aquella conversación a Jennie Potts, del salón de belleza, y al día siguiente la sabría todo el pueblo.
—¿Te importa que nos saltemos la película y vayamos a un sitio donde podamos hablar? —Gruñó él—. Ya sé que en Clover no existe el concepto de intimidad, pero no me gusta hablar de mi vida privada delante de la gente.
—Bueno… —repuso Hannah.
—Nos vamos —le tomó la mano y la sacó de la cola—. Katie, Abby, hasta luego —gritó a las dos amigas, que los miraban sonrientes.
Fueron paseando hasta la playa, sin hablar ni tocarse. Los dos se quitaron los zapatos y los dejaron en los escalones de madera que conducían a la playa. Echaron a andar descalzos por la arena cálida del borde del océano. El agua les mojó los pies y la arena húmeda se pegó a sus dedos. La luna iluminaba un sendero brillante.
—He conocido a la familia de Jesse —dijo él al fin.
Hannah se detuvo a mirarlo. Una ola saltó por encima de sus tobillos antes de retroceder hacia el mar.
—¿Les has dicho quién eres?
El hombre negó con la cabeza.
—Les dije que estaba escribiendo un libro sobre los veteranos de Vietnam y había oído hablar de la muerte de Jesse y la medalla que ganó. Me pidieron que hablara con una de sus sobrinas, Sharolyn Polk. Es de tu edad. ¿La conoces?
Hannah negó con la cabeza. Había ido a la escuela con algunos de los Polk, pero no podía recordar sus nombres de pila.
—Según Sharolyn, la madre de Jesse se fue de Clover y ahora vive en California. Nadie sabe dónde está su padre. Se marchó del pueblo hace diez años y no se ha molestado en escribir. El hermano pequeño de Jesse murió en un accidente de moto pocos años después de la muerte de Jesse. Su hermana, la madre de Sharolyn, murió en un incendio hace ocho años.
—¡Es terrible! Los tres hermanos murieron trágica y prematuramente.
—Al parecer, eso no es tan raro entre los Polk —repuso él con sequedad—. Según Sharolyn, sus hermana y ella son las únicas sobrinas y parientes cercanos de Jesse que quedan en Clover. Tienen tres hijos cada una —se encogió de hombros—. He visto cómo viven y ahora estoy todavía más agradecido a mis padres y al modo en que me educaron.
Hannah no sabía que decir, así que optó por guardar silencio. Pasearon en silencio un rato.
—Sharolyn me dio la Estrella de Plata de Jesse —confesó él al fin—. Supongo que me mostré tan interesado que terminó por ofrecérmela para el libro. Le ofrecí dinero a cambio, pero no quiso aceptarlo. Le habría pagado lo que me hubiera pedido con tal de tener algo de mi padre.
A Hannah se le humedecieron los ojos.
—No parece una mala mujer —comentó.
—No lo es. Su hermana y ella han tenido una vida muy dura. Las dos están divorciadas de unos vagos que casi nunca les pasan la pensión. Pienso enviarles dinero regularmente. Son sobrinas de mi padre y lo necesitan para criar a sus hijos.
—¿Les vas a decir quién eres?
—Tal vez algún día. Por el momento inventaré alguna historia sobre un fondo para parientes de veteranos del Vietnam muertos en acción y dejaré que crean que el dinero procede de allí.
Hannah sonrió.
—Tus historias son cada vez mejores; desde luego, mucho más creíbles que la primera.
—Parece que me he recuperado de mi lapsus de imaginación.
—Estoy segura de ello. ¿Investigar insectos para un libro de texto? Eso era patético.
—No me permitirás olvidarlo nunca, ¿eh? —Le pasó un brazo en torno a la cintura y la atrajo hacia sí—. Pues hay algunas cosas que yo no te voy a dejar olvidar a ti. Ésta, por ejemplo.
La tomó en sus brazos y la besó en la boca. La joven separó los labios y él le introdujo la lengua en la boca y comenzó a moverla.
Hannah había luchado toda la semana por mantener a raya sus necesidades recientemente descubiertas, pero la sensación del cuerpo de él contra el suyo y la fiereza de su boca bastaron para descolocarla.
Se aferró a él y los dos se besaron con pasión, como si quisieran recuperar el tiempo que habían pasado separados. Hannah se movió con sinuosidad en sus brazos, tratando de acercarse más a él. Matthew susurró su nombre y le pasó los labios por la curva de la garganta.
—Te deseo, preciosa —susurró. Cerró la mano en torno a su pecho—. Te he echado mucho de menos.
—No es cierto —repuso ella con tristeza—. Si no me ves, no te acuerdas de mí. Si no me llego a pasar hoy por el restaurante, no estaríamos ahora aquí. No has pensado en mí en toda la semana.
—Te equivocas —suspiró él. La soltó con brusquedad—. He pasado la semana deseando poder estar contigo. La verdad es que no puedo dejar de pensar en ti, Hannah. Te he deseado todos los días y todas las noches.
La joven se cruzó de brazos.
—Sólo tenías que llamar por teléfono.
—Estaba decidido a que fueras tú la que diera el primer paso. Por supuesto, al verte esta tarde en el restaurante, no he podido evitar acercarme a suplicarte que salieras conmigo.
—Si me hubieras llamado…
—No me gusta perder el tiempo hablando por teléfono —sonrió él—. Supongo que en los negocios es un mal necesario, pero para mí… —Se encogió de hombros—. Yo no llamo a las mujeres. Si quieren verme, me llaman ellas. Siempre ha sido así.
—Estás mal acostumbrado —dijo ella con desaprobación—. Y estamos empatados, porque yo no persigo a un hombre que sólo quiere acostarse conmigo.
—¿Me perseguirías si quisiera algo más?
—No. En las rodillas de mi abuela aprendí que es el hombre el que debe perseguir a la mujer.
—El hombre debe perseguir a la mujer hasta que ésta lo atrapa —corrigió él—. Creo que a eso se le llama cortejarla. ¿Es eso lo que quieres, Hannah? ¿Qué te corteje?
—Hablas como si fuera una enfermedad. Cortejar es divertido.
—Bueno, supongo que cortejarte a ti sería muy preferible a estar prometido contigo. Probablemente tratas mejor a tus pretendientes que a tus prometidos.
—Eso no lo sabrás nunca, porque te da miedo probar a cortejarme —se volvió y echó a andar.
Un golpe de viento pegó su vestido a sus muslos. Matthew miró sus piernas desnudas y la vio bajarse la falda con las manos.
No tenía duda de que seguiría andando y alejándose de él. No lo llamaría ni trataría de encontrárselo accidentalmente. Si la dejaba marchar, se iría. Hannah creía que sólo buscaba sexo con ella, pero se equivocaba. La deseaba, sí, pero al pensar en ella, lo hacía de muchos más modos.
Le gustaba estar a solas con ella. Podía hablar con ella como nunca había sido capaz de hacerlo con ninguna mujer.
Echó a correr casi sin darse cuenta y no tardó en alcanzarla.
—Nadie me ha llamado nunca cobarde —le tomó la mano y ella no la apartó—. Voy a tomármelo como un reto, que es como tú lo has pronunciado.
—Yo lo he pronunciado como un insulto —dijo ella con frialdad.
Matthew se echó a reír.
—No cedes nunca, ¿eh?
—No.
—¿Eres lo bastante valiente para aceptarme como pretendiente? —preguntó con ojos brillantes—. No seré uno de esos payasos que te dejan tratarlos a patadas. Si crees que puedes controlarme, te equivocas.
—No te estás vendiendo muy bien —observó ella—. Debería tratar de convencerme de lo mucho que te necesito en mi vida, no de lo difícil que te vas a poner conmigo.
—En lo referente a ventas, tú eres la experta, preciosa. Se te da muy bien convencer a la gente de que deben apechugar con algo que no sabían que querían.
—¿Estás diciendo que debo ser yo la que te convenza de que tienes que aceptarme con mis condiciones y de un modo permanente?
—Si lo consigues, será la venta del siglo, muñeca.
—¿Significa eso que piensas quedarte un tiempo en Clover?
—Supongo que sí.
—¿Cuánto tiempo?
—Eso depende de ti. ¿Vas a tratar de convencerme de que me quede?
—Sí.
—¿Por qué?
Hannah se sintió eufórica.
—Porque no quiero un payaso que me deje tratarlo a patadas. Quiero un hombre que me desee lo suficiente para no dejarse imponer un compromiso soso y asexuado. Y no quiero controlar a un hombre más de lo que quiero que él me controle a mí.
—¿En serio? —Matthew la abrazó y la atrajo hacia sí—. Entonces empecemos ahora mismo. ¿Quieres venir esta noche conmigo a mi cuarto?
La joven se puso de puntillas y le dio un beso rápido.
—No. No nos conocemos lo suficiente.
—Ya hemos sido amantes, Hannah. Nos conocemos muy bien. ¿Por qué retroceder ahora?
—Porque empezamos demasiado deprisa físicamente. Ahora tenemos que alcanzar ese mismo nivel emocionalmente.
—¿Y quién decide el calendario? —Gruñó él.
Le acarició la espalda y le rozó las nalgas. Hannah tragó saliva. Le resultaría muy fácil ir con él a su cuarto y acostarse con él. ¿Sería un error pedirle que esperara?
—¿Sigues queriendo ir al cine esta noche? —le susurró él al oído—. Hay otra sesión a la diez.
Hannah se estremeció. Matthew estaba dispuesto a esperar.
—Me gustaría mucho —repuso con suavidad.
—Y luego te acompañaré a casa.
—Pero no aparcarás para utilizar tu colchón de aire. Una primera cita termina con un beso de buenas noches en la puerta de mi casa.
—Creo que odio cortejar a una mujer —gruñó él. La alzó en volandas y echó a andar con ella en brazos.
—Creo que éste es un comienzo magnífico —la joven le echó los brazos al cuello y se acurrucó contra él—. Y sí, mañana por la noche iré a cenar contigo y el domingo te acompañaré al Festival de la Fresa.
—El lunes por la noche me han invitado a cenar con Alexandra y Justine. ¿Eres lo bastante valiente para acompañarme?
—No me lo perdería por nada del mundo. ¿Quieres venir a una subasta el martes?
—Una subasta, ¿eh? Normalmente suelo evitar esas cosas, pero tal vez me deje convencer.
—Eres muy amable —sonrió ella, feliz—. Saldremos a las siete de la mañana. Hay una hora de camino.
—Te recogeré. Puedes transportar tus compras en la furgoneta.
—Tendrás que retirar el colchón para que quepa todo —le advirtió ella.
—No te preocupes. Volveré a colocarlo después del viaje. El miércoles aparcaremos en el bosque y el colchón puede sernos útil.
—Los miércoles salgo a cenar con mi abuela y luego jugamos a las cartas. Es una cita semanal. La abuela juega muy bien y siempre me gana. ¿Quieres unirte a nosotras?
—¿Qué me ofreces a cambio?
Hannah le lanzó una sonrisa provocativa.
—La oportunidad de aprender a conocerme mejor.
—Te voy a conocer muy bien, Hannah Kaye. Cuenta con ello —prometió él.
La joven suspiró.
—Así lo haré —susurró.