Capítulo 1
-La fiesta es fantástica, Katie. Abby y Ben parecen muy felices —dijo Hannah Farley.
Sonrió con satisfacción sin dejar de observar a Abby Long y su prometido, Ben Harper, que se hallaban de pie en el centro de la enorme sala de estar de la casa de huéspedes de Katie.
Los recién prometidos aparecían rodeados por un animado grupo de amigos y familiares que se habían congregado allí para la fiesta sorpresa.
—No creía que pudiéramos mantenerlo en secreto, pero ha sido una sorpresa, ¿verdad? —prosiguió Hannah, amiga, como Katie, de la prometida—. La pareja no ha sospechado nada.
—Los dos han fingido muy bien la sorpresa —repuso Katie, con sequedad—. Pero ayer, en el salón de belleza, oí a Jeannie Potts hablar de la fiesta. Y es de suponer que, si lo sabía ella…
Se interrumpió con un encogimiento de hombros.
—¿Y cómo se enteró Jeannie? —preguntó Hannah—. ¿Quién se lo dijo?
—¿Qué más da? A Jeannie Potts nunca se le escapa nada.
—Tienes razón. Es la cotilla número uno de Clover, Carolina del Sur.
Katie sonrió.
—Así que te apuesto lo que quieras a que Abby y Ben estaban prevenidos. Pero da igual. De lo que se trata es de celebrar su compromiso y los dos parecen muy felices.
Las futuras damas de honor de la novia observaron a Ben acariciar un segundo la mejilla de su prometida. Abby le sonrió con ojos radiantes.
—Están enamorados, ¿verdad? —suspiró Hannah—. Me gustaría saber lo que es amar a alguien lo suficiente para querer pasar el resto de tu vida con él.
Katie la miró con fijeza.
—¿No lo sabes?
Su amiga se echó a reír.
—Eres muy diplomática, Katie. Y muy amable al no mencionar mis tres compromisos rotos. Mi familia lo hace a menudo. Y no, nunca he estado enamorada de verdad.
—Supongo que no será diplomático que te pregunte por qué diablos te prometiste tres veces si no estabas enamorada —musitó la otra.
—No me importa que lo hagas. Yo me he preguntado lo mismo un millar de veces.
Hannah echó la cabeza hacia atrás y su cabello moreno y espeso cayó en cascadas sobre su espalda. Era aquél un gesto femenino y seductor que había aprendido a perfeccionar desde muy joven. Tanto que, a los veintiséis años, se había convertido en una parte integral de su atractivo.
—La primera vez que me prometí tenía dieciocho años —prosiguió—. Algunas de mis compañeras de universidad empezaban a salir con chicos y Brent y yo pensamos que sería más original prometerse. Imagina nuestra sorpresa cuando nuestras familias comenzaron a hacer planes de boda. Nos asustamos tanto que rompimos el compromiso.
Sonrió ligeramente.
—Mi segundo compromiso se produjo el año en que los dos nos licenciamos en la facultad. Ninguno sabíamos lo que queríamos hacer con nuestras vidas y nos pareció buena idea.
—¿Hasta qué tuvisteis que afrontar de nuevo los planes de boda? —Adivinó Katie.
Hannah asintió; se quedó pensativa.
—El tercer compromiso fue hace tres años, poco antes de la enfermedad de mi abuela. Yo vivía en Charleston entonces. Carter Moore también. Era una copia perfecta de mi hermano y mis cuñados y me convenció de que casarnos iba en interés de los dos.
—¿Así fue como se declaró? —Katie enarcó las cejas—. No era muy romántico, ¿verdad?
—No. En lugar de un anillo de compromiso, me regaló unas acciones, que a él le parecieron mejor inversión que las joyas —musitó Hannah, indignada.
Katie no pudo reprimir una sonrisa de diversión.
—¿Y rompiste el compromiso allí mismo?
—Debí hacerlo, pero no lo hice. Mi familia estaba encantada con Carter y yo tenía la impresión de que debía convertirlo en un miembro oficial del clan. Cuando nos prometimos, todos los Farley se quedaron extáticos. Al fin había hecho algo para agradarles, algo que podían entender. Fue una buena sensación durante una temporada —movió la cabeza—. Pero entonces enfermó mi abuela y yo me mudé aquí. Carter no podía comprender por qué dejaba mi trabajo y mi vida en la ciudad para estar con una anciana que tenía los días contados. Así fue exactamente como me lo dijo. Y yo le dije que se llevara sus acciones y me dejara en paz.
Katie hizo un guiño.
—Yo creo que tuviste mucha suerte de escapar de aquel compromiso.
—Estoy de acuerdo. Y todo salió bien. Mi abuela se recuperó y yo tengo mi tienda de antigüedades aquí en Clover. Soy muy feliz —añadió con resolución—. De hecho, nunca he sido tan feliz. Me dedico a comprar antigüedades para revenderlas a precios elevados a los turistas y las mujeres de Clover que desean redecorar su casa cada dos años —sonrió con malicia—. ¿Y quién necesita a los hombres o una vida social? Somos mujeres de negocios, Katie, la espina dorsal de la economía de este pueblo. Algún día nos elegirán para la junta directiva de la Cámara de Comercio y seremos líderes de la comunidad.
Katie se echó a reír. La exuberancia de Hannah resultaba contagiosa.
—Hay sólo una cosa con la que no estoy de acuerdo —comentó con ojos brillantes—. Lo de tu falta de vida social. Tú no has pasado ni un sábado sola desde que cumpliste trece años.
Hannah no lo negó.
—Lo cual no significa que salir con hombres no me parezca insano. He tenido algunas citas terribles; a decir verdad, me especializo en ellas —miró de nuevo a Abby y Ben—. Y aunque no estoy buscando otro prometido, al ver juntos a esos dos, no puedo evitar añorar…
—¡Hannah! —exclamó Sean Fitzgerald a sus espaldas—. Estás tan guapa como siempre. ¿Te he dicho alguna vez que eres el amor de mi vida?
—Varias —sonrió la aludida.
Sabía que aquello solo era una pose. Sean y ella eran amigos desde hacía años. Flirteaban ocasionalmente sin que ninguno de los dos pensara para nada en profundizar aquella relación.
—Y aquí está la adorable Lady Kate —el joven se volvió hacia Katie—. Bueno, la sorpresa ha sido probablemente el secreto peor guardado de la historia de Clover, pero la fiesta es maravillosa. Hasta el clima ha cooperado, ¿eh? Una hermosa tarde de junio, encargada especialmente para la feliz pareja.
Se echó a reír justo en el momento en que un trueno pareció sacudir la casa hasta sus cimientos. La tormenta de verano se intensificó y la lluvia, que no había dejado de caer en todo el día, se convirtió en diluvio. Golpeó las ventanas con tanta fuerza que los cristales temblaron.
—Siempre que empiezas a hacer chistes sobre el tiempo, es que ha llegado el momento de que te largues a otra parte —intervino Hannah, sonriente—. Ve a buscar a la prima de Ben, esa rubia de Charleston. He visto cómo la mirabas antes.
—Como siempre, tus deseos son órdenes para mí, preciosa —le hizo un guiño y se alejó hacia una rubia vestida de pies a cabeza en tono rosa pastel.
—¡Qué Dios ayude a la mujer que lo tome en serio! Cada día es más superficial —comentó Hannah, cuando se hubo alejado.
Katie asintió, divertida. Estaba de acuerdo con la afirmación de Hannah, aunque nunca la hubiera pronunciado en voz alta. Su amiga, en cambio, carecía de aquellas inhibiciones. Decía exactamente lo que pensaba. Katie, que era reservada por naturaleza, se divertía con ella, aunque en ocasiones la ponía nerviosa.
El contraste de sus personalidades no era lo único que las diferenciaba. Las dos eran jóvenes empresarias de Glover. Katie poseía y dirigía la casa de huéspedes de la calle Principal y Hannah era la propietaria de la tienda de antigüedades Yesterday, pero ambas procedían de raíces muy distintas.
Katie había sido educada por su tía Peg, la dueña del restaurante Peg, a la que todavía ayudaba en su trabajo.
Hannah era la hija menor de la familia Farley, una familia solvente de sangre azul que procedía del Sur. Hannah, una chica animosa, alegre y directa, era un enigma para sus parientes. Con excepción de su abuela, que la adoraba, el resto de los Farley seguían tratando de hacerse a la idea de tener una «tendera» en la familia. No comprendían ni aprobaban su amistad con tenderos como Katie y su tía Peg, o los Fitzgerald y Emma Wynn, propietarios de la librería de la calle Principal.
A petición propia, Hannah fue la única miembro de su familia que asistió a la escuela pública de Clover y a la universidad estatal y se graduó en marketing a pesar de las sombrías predicciones de sus parientes sobre su futuro.
Sabía que nada podía agradar más a su familia que un buen matrimonio, y estaba segura de que todos contemplaban con horror la posibilidad de que volviera a haber más compromisos rotos. Idea que, por otra parte, también asustaba a Hannah; una de las pocas cosas que tenía en común con su familia.
Un rayo se reflejó en la ventana; fue seguido de inmediato de un trueno potente. Las luces se apagaron, pero volvieron casi en el acto. Hubo unos gritos por parte de los invitados, seguidos de aplausos ruidosos cuando volvió la luz.
—¡Señorita Jones!
La voz, profunda y perentoria, indignada y muy viril, hizo que todos se volvieran hacia el pie de las escaleras, donde había un hombre de pie con los brazos cruzados sobre el pecho y los ojos oscuros brillantes de rabia. Parecía un sargento de marines que miraba a un grupo de reclutas y, por un momento, la multitud pareció retroceder al unísono.
Pero el grupo era demasiado alegre para mantener mucho rato un humor que no fuera festivo. No tardaron en ignorar al intruso y volver a sus conversaciones. Pero no Hannah. La joven lo miró indignada. Nadie podía utilizar ese tono con ella ni con ninguno de sus amigos. La pobre Katie parecía asustada.
Hannah echó a andar en dirección a la escalera, decidida a darle su merecido a aquel desconocido. Estaba a pocos pasos de él cuando sus ojos se encontraron.
Se detuvo en el acto. Los ojos ardientes del hombre, tan oscuros que parecían negros como el ébano, la recorrían lentamente de los pies a la cabeza. Hannah estaba habituada a que los hombres la miraran así desde que se compró su primer sujetador a los doce años. Sabía cómo lidiar con esas miradas, sabía cuándo debía sentirse halagada o insultada y cuándo debía responder con indignación o con superficialidad.
Pero no supo cómo responder a aquel hombre. Porque, después de haber tomado nota mental de todos sus rasgos y todas sus curvas, parpadeó y apartó la vista con indiferencia.
Hannah siguió su mirada y vio sus ojos negros fijos en Katie, que se acercaba a él con aspecto nervioso. La joven abrió mucho los ojos y pidió en silencio que el desconocido volviera la vista hacia ella para destrozarlo con la mirada.
Pero el hombre no volvió a mirarla.
—Señor Granger, ¿ocurre algo? —preguntó Katie, sin aliento.
Hannah estaba lo bastante cerca para oír la conversación, así que escuchó sin disimulo.
—Sí, señorita Jones, ocurre algo —gruñó él—. Quiero que suba ahora mismo a mi habitación.
Se volvió y comenzó a subir las escaleras sin mirar atrás, seguro de que Katie lo seguiría sin protestar.
¡Y eso fue exactamente lo que hizo la joven! Hannah la miró con la boca abierta subir las escaleras detrás de él.
Recordó el mandato que expresara la voz del hombre y pensó en él. Lo imaginó tan claramente que todavía podía verlo delante de ella, vestido todo de negro, con la camiseta, los tejanos y las deportivas casi tan oscuras como su cabello. Lucía una complexión bronceada y dientes blanquísimos. Era como si Drácula hubiera hecho acto de presencia en la fiesta, una presencia amenazadora y oscura entre los vestidos coloridos y estampados de las señoras y los trajes veraniegos de color claro de los hombres.
Hannah se estremeció. Se sentía ridícula. Su imaginación, siempre tan activa, comenzaba a exagerar. ¿Qué Drácula? Aquel hombre no era más que un huésped que trataba con mucha rudeza a la propietaria.
Recordó sus brazos desnudos, muy musculosos, y sus antebrazos cubiertos de vello. Tenía las manos grandes y los dedos largos. Sin duda sería muy fuerte.
Su observación detallada del hombre la desconcertó. Después de todo, sólo lo había visto unos momentos antes de que ordenara a Katie que lo siguiera. La fiesta había perdido de repente su interés. En un impulso, subió al segundo piso de la casa y echó a andar por el corredor, escuchando.
—He viajado por todo el mundo y dormido en muchos antros, pero esta casa se lleva la palma. Nunca he visto…
La airada voz masculina procedía del final del pasillo. Hannah entró en el cuarto. Katie estaba de pie cerca de la ventana con aire mortificado mientras el hombre despreciaba su casa.
Hannah miró a su alrededor y comprendió la razón. Parecía que lloviera dentro de la estancia. No se trataba de simples goteras; el agua caía a chorros por varios lugares del techo.
—El techo tiene goteras —musitó.
El desconocido se volvió hacia ella y la miró burlón.
—Es usted un genio, pequeña.
—No soy una niña —comentó Hannah, airada—. Ése es un comentario muy machista.
El hombre la miró de arriba abajo.
—Me refería a su altura. Es usted bajita, pequeña. ¿Ya no se puede hacer una observación sincera sin que a uno lo llamen machista?
Hannah estaba indignada. Su estatura era uno de sus puntos flacos. Apenas medía un metro cincuenta y cinco y siempre había deseado haber crecido tanto como sus dos hermanas mayores.
Aquella noche, los tacones de diez centímetros que llevaba le daban una sensación de altura y poder.
—Usted no es mucho más alto que yo —dijo.
Enderezó los hombros y levantó la cabeza. Sus zapatos de plataforma conseguían que no hubiera tanta distancia entre su estatura y el metro setenta y algo de él.
—Usted lleva zancos y sigue siendo pequeña, preciosa —observó el hombre con rudeza.
—Lo siento, señor Granger —intervino Katie—. Sabía que el tejado tenía goteras, pero no suponía que… es la primera vez que ocurre algo así.
Granger se volvió hacia ella.
—¡Mire esto! —indicó un chorro de agua que salpicaba una maleta—. Ahí está mi ordenador. De no ser por esa maleta, se habría empapado —la tomó y la apartó a un lado—. ¿Tiene idea del daño que le puede hacer el agua a un equipo electrónico, señorita Jones? —señaló la cama, donde caía otro chorro—. Y eso. De haber estado dormido, me habría caído en la cabeza.
—Bueno, pero no lo estaba —repuso Hannah con frialdad—. Y su precioso ordenador estaba guardado, así que el agua no lo ha dañado. Por lo que puedo ver, no ha sufrido ningún daño que justifique la escena que ha montado. ¿Qué importa un poco de agua? ¿Suele usted quejarse siempre tanto, señor Granger?
Katie, la miró atónita.
—¡Oh, no, Hannah! —exclamó, contrita—. El señor Granger tiene toda la razón al enfadarse. Estoy de acuerdo con él. Estas condiciones son inexcusables y completamente inaceptables. Señor Granger, espero que me permita compensarle por esto. Le trasladaré de inmediato a otro cuarto y, por supuesto, no le cobraré nada por hoy ni por mañana. Siento muchísimo todo esto.
—Katie, no es necesario que te rebajes ante este hombre. Creo que es él el que te debe una disculpa. Ha sido muy grosero al sacarte de la fiesta de ese modo, como si fuera una especie de señor feudal buscando a la criada.
Katie carraspeó.
—Señor Granger —comentó con ánimo de aplacarlo—, por favor, no…
—¿Quién es ella y qué hace aquí? —preguntó el hombre, sin dejar de mirar a Hannah—. Si resulta ser la copropietaria de esta casa, me voy de inmediato.
Katie se pasó una mano por el pelo.
—Señor Granger, ésta es Hannah Kaye Farley, que tiene una tienda aquí en Clover. Hannah, mi huésped es Matthew Granger. Ha llegado esta mañana y te agradecería mucho que volvieras abajo y te aseguraras de que todo va bien con la fiesta mientras cambio de cuarto al señor Granger.
Hannah y Matthew Granger siguieron mirándose con fijeza.
—Puesto que la señorita Farley se empeña en meter su elegante nariz en nuestros asuntos, creo que es justo que se quede y le ayude a hacer el cambio —enarcó las cejas con expresión retadora y le puso el maletín mojado del ordenador en los brazos—. Tenga, lleve usted esto.
Hannah se quedó tan sorprendida que estuvo a punto de dejarlo caer.
—¡Está mojado! —exclamó.
—¿Qué importa un poco de agua? —bramó Matt—. ¿Es usted siempre tan quejica, señorita Farley?
Katie se quedó inmóvil, esperando con nerviosismo la respuesta de Hannah.
Pero en lugar de dejar caer el maletín al suelo o tirárselo a su dueño a la cabeza, su amiga sonrió de repente.
—Touché, señor Granger —dijo.
Matthew se quedó completamente desconcertado. Examinó la perfección sensual de la boca de ella y el corazón comenzó a latirle con fuerza. La joven poseía un rostro exquisito, una complexión suave y muy blanca que contrastaba bien con su cabello negro. Sus ojos grises, grandes y bordeados de pestañas muy oscuras, brillaban con inteligencia y buen humor.
Se había sentido atraído por ella desde el momento en que le puso la vista encima en la sala de estar. Demasiado atraído. Captó el problema y apartó la vista sin atreverse a mirarla una segunda vez.
Pero había vuelto a ocurrir. Aquella vez no podía apartar la vista de ella. Sus labios llenos y seductores estaban hechos para besar. Para la pasión. Su cuerpo se tensó por efecto del deseo.
Todos los instintos primitivos masculinos que poblaban su interior lo impulsaban hacia aquella belleza ataviada con un minivestido plateado y sandalias de tacón alto.
Fue un repentino chorro de agua sobre su cabeza, otra gotera más, lo que lo sacó de su ensimismamiento.
Decidió que Hannah Farley era peligrosa. Utilizaba su sonrisa como arma. Bastaba un disparo y pum. El pobrecito al que pillara delante se convertía en un cautivo desorientado y voluntario de sus encantos sureños.
Pero no él. Se pasó la mano por el pelo e hizo una mueca desafiante. El no había ido allí para quedarse deslumbrado por una coqueta que estaba muy segura de su atractivo. No podía permitir que nada ni nadie lo distrajera, ni siquiera temporalmente, de la importante misión que lo había llevado a Clover.
Y sospechaba que Hannah Farley podía ser más que una distracción temporal. Se dispuso, pues, a resistir. Era una mujer tentadora, pero no irresistible.
—Ahórreselo, encanto —gruñó—. No voy a caer en su lazo.
Hannah lanzó un gemido de exasperación.
—¿Es usted uno de esos hombres vanidosos que piensan que siempre que les sonríe una mujer es porque se está insinuando? Pues permita que le asegure que yo no hago eso, señor Granger.
Matthew observó cómo su sonrisa se convertía en una mueca tan fiera como la de él. Le sorprendió la fuerza con que lamentó su reacción. Hubiera deseado poder retirar su insulto y volver a contemplar aquella sonrisa. No había duda de que el hechizo de aquella mujer era muy potente.
Aquel poder reforzó su determinación de apartarse de ella. Había dejado claro que odiaba la condescendencia masculina, así que decidió utilizarla como arma.
—Creo que es hora de que le diga que se pone preciosa cuando se enfada —se burló—. El modo en que mueve su pelo, el brillo de sus ojos, todo en usted proyecta una imagen de rabia que puede compararse con la de cualquier heroína de culebrón.
Sólo sus ojos, intensos y cálidos, traicionaban su actitud condescendiente.
Katie anticipó correctamente la reacción de Hannah y tomó el maletín antes de que llegara al suelo.
—Hannah, la fiesta, por favor —susurró—. Sería de gran ayuda que bajaras y…
—¿Echara a todos a la calle? —sugirió Matthew—. Me sorprende que ninguno de los otros huéspedes se haya quejado del ruido. Cuando vine aquí, pensé que sería un lugar tranquilo, pero no es así. ¿Esto ocurre todas las noches, señorita Jones? Porque si es así…
—Si quería un lugar tranquilo y oscuro, ¿por qué no ha ido al cementerio? —preguntó Hannah, de mal humor—. Sería el lugar ideal para alguien como usted.
Matthew se echó a reír.
—Touché, señorita Farley.
Le tocó a Hannah quedarse sin habla. Si Matthew Granger ya resultaba atractivo cuando estaba enfadado, el modo en que le brillaban los ojos y se le iluminaba la cara al reír sólo podía calificarse de carismático.
Miró a Katie de soslayo. Si su amiga se sentía igual de impresionada por el carisma de aquel hombre, lo disimulaba muy bien. Katie parecía más interesada en sujetar el maletín mojado que en mirar sin aliento al señor Granger.
Lo cual, a pesar de su desconcierto, fue lo que hizo ella. Repasó detenidamente su rostro y su cuerpo. No era un hombre atractivo en el sentido clásico, pero sus rasgos eran interesantes. Su nariz recta y su boca dura resultaban tan irresistibles como sus ojos negros. Era delgado y musculoso y su cuerpo vibraba con una energía que ella comprendió al instante, ya que también la poseía. Una necesidad de hacer que ocurrieran cosas. El impulso de buscar algo que no había sido encontrado nunca porque aún no lo había identificado nadie.
—Señor Granger, si no le importa, dejaré aquí el ordenador. —Katie colocó el maletín en un lugar seco y se secó las manos en la tela ligera de su vestido—. Voy a buscar la llave de la habitación 206. Volveré de inmediato.
—No olvide llevarse a su ayudante —gritó Matthew.
Hannah se cruzó de brazos. Decidió que no haría nada que él deseara. Si quería que se marchara, se quedaría donde estaba.
—No me iré para que pueda atormentar libremente a la pobre Katie —musitó—. Es evidente que necesita su dinero y usted se está aprovechando de ello.
—¿Y qué me dice de usted? —se burló él—. Según su amiga, tiene usted una tienda. ¿No debería ser más amable para que le compre lo que quiera que usted venda?
Hannah sonrió con desprecio.
—Yo, desde luego, no necesito a la gente como usted.
—¿Porque es una niña rica y la tienda sólo un entretenimiento hasta que aparezca un candidato adecuado para su mano?
—Mi tienda se defiende bien, gracias. Y yo no tengo prisa por casarme con nadie.
—¿Por qué no? Todas las mujeres que he conocido han estado siempre deseando encontrar marido y acercarse al altar cubiertas de raso y encaje.
—¡Cielo Santo! ¿Qué clase de mujeres conoce usted?
—¿Por qué? ¿Le parece que tienen mal gusto para los vestidos de boda?
—Y para los hombres, si están dispuestas a ir al altar con usted.
Matthew sonrió.
—No he dicho que todas quisieran casarse conmigo. He dicho que todas querían casarse. Igual que usted, preciosa. A ver si lo adivino. Usted desea un aristócrata del Sur alto y elegante, que la mantenga con el estilo al que está habituada. O quizá un rico guapo y divertido que ascienda gracias a sus relaciones y a su encanto personal.
—Eso ya lo conozco. —Hannah fingió aburrimiento, pero estaba muy lejos de aburrirse. Una corriente de tensión sexual pasaba entre ambos.
—¿Así que es usted una mujer con pasado? Me intriga.
—No se moleste. No es usted mi tipo.
—¿Está diciendo que no tengo ninguna probabilidad con usted? —preguntó él divertido.
—Ninguna —afirmó ella.
Entró más en el cuarto, con cuidado de evitar el agua que caía de varios lugares a la vez.
Encima del escritorio había una bolsa medio abierta, llena de cuadernos de notas, libros y carpetas. Miró hacia allí, pero, antes de que pudiera leer ninguno de los títulos, Matthew se colocó entre el escritorio y ella.
—¿Tiene usted por costumbre meterse en las habitaciones de la gente y empezar a revisar sus cosas? —preguntó.
—¿Qué oculta ahí que no desea que vea? —replicó ella, con curiosidad.
—¿Por qué siente la necesidad de saberlo? —contrarrestó él.
—No la siento. —Hannah se encogió de hombros—, pero me ha llamado la atención su comportamiento. ¿Es usted uno de esos pervertidos que viajan con un montón de pornografía?
—Posee usted una imaginación interesante —sonrió él—, pero la respuesta es no. Siento haberla decepcionado.
El cuerpo de Hannah reaccionó ante su sonrisa. Su corazón comenzó a latir con fuerza y un estremecimiento recorrió su abdomen.
—¿Qué busca usted en Clover, señor Granger? —preguntó con rudeza.
—Soy escritor —el hombre la miró a los ojos—. En esta bolsa guardo materiales de investigación. He venido a reunir información para el libro que quiero escribir.
—He comprobado la habitación 206 y está bien —anunció Katie, desde el umbral—. ¿Quiere que lo traslade allí?
—Se lo agradecería mucho. Y por favor, llámame Matthew —cerró la cremallera de la bolsa que había sobre el escritorio y la tomó por las asas—. Indíqueme el camino, señorita Jones.
—Katie, por favor. ¿Quieres que te lleve algo, Matthew?
—El ordenador.
Katie lo tomó.
—¿Sabías que es escritor? —preguntó Hannah, mirándolo dudosa—. O, al menos, eso es lo que él dice. Dice que ha venido a investigar.
Katie se detuvo en el umbral.
—¿Vas a escribir un libro sobre el pueblo? —preguntó—. Hace unos meses leí una novela sobre Savannah y…
—Conozco el libro —la interrumpió él—. El mío no es de ese estilo. Quiero describir la vida de los insectos en un pueblo de la costa sureña. Clover me ha parecido un buen lugar.
—¿Está escribiendo un libro sobre los insectos de Clover? —preguntó Hannah, incrédula.
—Estoy segura de que será muy interesante —musitó Katie, con diplomacia.
—¿Será un libro de texto? —preguntó su amiga.
—Más o menos. —Matthew la miró con burla—. Prometo enviarles una copia firmada a las dos.
—No me creo ni por un minuto que haya venido aquí para escribir un libro sobre insectos —declaró Hannah con firmeza—. Y no…
—Ya que no piensa marcharse, puede hacer algo útil. Saque mis camisas del armario y tráigalas a la 206 —la interrumpió el hombre.
No esperó a ver si obedecía sus órdenes. Salió del cuarto con Katie detrás de él.
—Sí, señor. Como ordene el señor —se burló Hannah a sus espaldas.
Aquel hombre lanzaba órdenes como un general en un campo de batalla. Pero fue su curiosidad y no el sentido de la obediencia lo que la llevó a abrir la puerta del armario.
En el riel de perchas colgaban un montón de camisas. A juzgar por su número, daba la impresión de que Matthew Granger pensaba quedarse bastante tiempo allí. Había también dos trajes ligeros de verano y decidió llevárselos.
Al tomarlos, notó un bulto duro en el bolsillo interior de una de las chaquetas. La misma curiosidad innata que la había llevado a mirar los libros de la mesa, la hizo meter la mano en el bolsillo.
Al ver lo que había sacado, abrió mucho los ojos, alarmada: se trataba de una pistola pequeña y brillante.