Capítulo 6

Las palabras de su hermano cayeron sobre Matthew como un cubo de agua fría. ¿Su último novio? De eso, nada. No iba a consentir que lo metieran en el club de desechos de Hannah Farley.

Se inclinó hacia ella y le susurró al oído:

—Esta vez es un empate, señorita, pero no olvides que, hasta que ha aparecido tu hermano, iba ganando yo.

La joven volvió la cabeza hacia él.

—No sabía que se tratara de una competición —repuso—. De haberlo sabido, puedes estar seguro de que…

No terminó su amenaza. Bay había llegado ya hasta ellos con expresión petulante.

—Madre dice que debería llevarle un regalo especial a Justine esta noche. Cree que tú puedes ayudarme a elegir algo. No tengo ni idea de qué comprarle.

—¿Yo? —La joven se apartó de Matthew—. Si vas a prometerte con ella, la conocerás mucho mejor que yo. ¿Qué es lo que le gusta? ¿Cuáles son sus intereses?

—¿Cómo quieres que lo sepa? —Gruñó Bay—. A mi lado, siempre está muda. Alexandra y yo conversamos todo el rato y ella no abre la boca. Para ser una Wyndham, es bastante inepta socialmente. Espero que su personalidad mejore mucho cuando se convierta en la señora de Baylor Farley.

—Si no te gusta su personalidad y te llevas tan bien con Alexandra, ¿por qué no te casas con ella? Está libre. ¿Y qué más da que tenga veinte años más que tú? Ahora están de moda las relaciones de mujeres maduras con hombres más jóvenes. Así podrías ser el padrastro de Justine, que es un papel que te iría de maravilla.

—¿Alexandra Wyndham? —preguntó Matthew, que no fue consciente de haber hablado en voz alta hasta que no oyó su propia voz.

—Esto no es asunto suyo —dijo Bay.

Lo miró con impaciencia, sin molestarse en ocultar su desdén por alguien a quien consideraba inferior. Así era como trataba a los amigos de Hannah, a menos que poseyeran el pedigrí social requerido.

El ataque sobre él enfureció a Hannah, que sintió una lealtad por Matthew de la que no había sido consciente hasta entonces.

Le dedicó una sonrisa encantadora para compensarlo por la mala educación de su hermano.

—Estamos hablando de Alexandra Wyndham y su hija, Justine, que acaba de cumplir veinte años. A la pobrecita intentan obligarla a casarse con mi hermanito —miró a Bay con ojos acerados—. Y esto sí le interesa a Matthew, porque una sociedad histórica muy prestigiosa le ha pedido que escriba un libro sobre el papel de los Wyndham en la historia de Carolina del Sur. Irá a visitar a Alexandra y la abuela lo acompañará para hacer las presentaciones. ¿No te he dicho que los abuelos de Matthew fueron amigos de los nuestros? Son los Granger de…

—De Florida —intervino Matthew al instante.

Admiraba la rapidez de su imaginación. En un segundo, había ideado una razón mucho más inteligente y lógica para su presencia en Clover que su insípida historia de los insectos.

—Florida —repitió Hannah—. Y Baylor, ya verás cuándo les cuente a Alexandra y a la abuela lo grosero que has sido con Matthew Granger. Se sentirán escandalizadas.

Bay le lanzó una mirada de pocos amigos. Se volvió hacia Matthew y le tendió la mano con una sonrisa.

—Le pido disculpas, Granger. No sabía quién era. Hannah debería habernos presentado de inmediato, pero es demasiado perversa para tener en cuenta la etiqueta convencional. Quiero darle la bienvenida a Clover y espero que me perdone. Estoy a punto de prometerme y me temo que ando algo nervioso.

Hannah observó a Matthew estrecharle la mano a su hermano y aceptar su disculpa con una sonrisa fría.

Matthew resistió la tentación de aplastarle todos los huesos de la mano. Tal vez lo hubiera hecho de no estar todavía sorprendido por las últimas noticias. ¡Tenía una hermana pequeña! Justine, de veinte años, quien, al parecer, estaba siendo empujada a casarse con aquel esnobista insoportable.

Examinó atentamente los rasgos aristocráticos de Bay Farley y le hizo una promesa a la hermana que todavía no conocía. Aquel compromiso no tendría nunca lugar. Él se ocuparía de que así fuera.

—Bay, creo que sé lo que puedes regalarle a Justine —musitó Hannah con dulzura.

A Matthew le extrañó de inmediato su tono almibarado. Una mirada a sus ojos grises y cejas enarcadas bastó para confirmar sus sospechas. La joven se proponía alguna traición. Su hermano, sin embargo, no notó nada; asumió simplemente que había decidido al fin hacerle caso.

Poco después salía de la tienda con varios cientos de dólares menos en el bolsillo y un regalo para su futura prometida.

—¿Una pintura funeraria? —murmuró Matthew en cuanto se quedaron solos—. Nunca había oído hablar de ellas. Es terrible.

Sonrió al recordar la pequeña acuarela fechada en 1840 y realizada para honrar la memoria de un niño muerto a los cinco años. La pintura mostraba a dos adultos sombríos, presumiblemente sus padres, colocados cada uno a un lado de la lápida en la que se leía el nombre del niño y las fechas de su nacimiento y muerte. En la esquina derecha se veía un retrato pequeño del perfil del niño.

—Las pinturas funerarias eran bastante comunes antes de la fotografía, en especial como recuerdo de un niño muerto —le explicó Hannah—. Yo encuentro conmovedora esa acuarela, pero no es un regalo apropiado para una futura prometida. Espero que Justine eche un vistazo al cuadro, otro a Bay y salga corriendo.

—¿Crees que no hacen buena pareja? —preguntó él.

—Para nada. Será un desastre. Y yo no puedo hacer nada por evitarlo.

—Ya has hecho algo —le recordó él. La preocupación de la joven era genuina. Deseaba ayudar a su medio hermana—. Creo que podríamos describir tu intervención como un sabotaje histórico.

—Espero que los Wyndham piensen que Bay es morboso e insensible y no el prometido que ellos creían. Y espero que Justine le diga a su madre que prefiere estar muerta a casarse con él.

—¿Casarse con tu hermano te parece un destino peor que la muerte?

—Tal vez para una mujer narcisista como él, no. Pero para Justine sería un infierno. Me da pena esa chica. Debe ser terrible ser una Wyndham y tímida. No me cuesta nada identificarme con alguien cuya naturaleza no encaja con lo que espera la familia de ella. Pero yo tengo más suerte que Justine. Siempre he contado con el apoyo de mi abuela. Por lo que yo sé, en la familia Wyndham no hay nadie que pueda ayudarla. Es una chica callada e insegura. Su padre es un mujeriego alcohólico que apenas la ve y su madre una mujer muy dominante. Casar a la pobrecita con Bay, que no tiene ni una célula de sensibilidad en todo su cuerpo, me parece un castigo muy cruel.

—Los castigos crueles son ilegales —señaló él, luchando por mantener la calma—, así que no podemos consentir que ocurra, ¿verdad? ¿Te he dicho que también soy abogado? Dejé la abogacía para dedicarme a escribir.

—¿Abogado? —Hannah lo miró con curiosidad—. ¿Algún secreto más, señor Granger?

—Te sorprenderías, preciosa.

Estaba a punto de preguntarle qué podía hacer un abogado para salvar a Justine de un matrimonio sin amor cuando se abrió de nuevo la puerta y un grupo de mujeres de edad mediana entró en la tienda riendo y charlando.

—Eso sí que es un reto —murmuró Matthew—. Siete mujeres a la vez. ¿Crees que podrás con ellas?

Hannah respondió de inmediato al desafío.

—Puedo vender algo a cada una de ellas. Tal vez sólo algo pequeño, pero te apuesto a que hago siete ventas.

—Acepto, pequeña. Yo digo que no. El perdedor…

—Invita a cenar esta noche en el restaurante de Clarke —repuso ella con rapidez.

—Estupendo. Me sentaré aquí a soñar con la cena mientras tú lidias con las damas. A mí también me gusta ganar, princesa.

Hannah lo dejó sentado detrás del mostrador y se acercó a las mujeres, sonriéndoles como si su presencia en la tienda fuera lo más maravilloso que le había ocurrido jamás.

Cuarenta y cinco minutos después, cuando salieron de allí, todas sin excepción habían comprado algo.

* * *

Hannah y Matthew cenaron juntos en el restaurante de Clarke, donde se hicieron servir sopa de cangrejo y bistecs.

—Aquí sirven los mejores bistecs del pueblo —comentó ella—. Y puesto que pagas tú, creo que pediré también ensalada y postre —anunció con malicia.

—Quieres aprovecharte de mí, ¿eh? —sonrió él—. Supongo que lo merezco. Tú podrías venderle hamburguesas a los vegetarianos. En lo relativo a ventas, no volveré a apostar contigo.

Después de pasar la mayor parte del día con ella en la tienda, conocía de sobra sus habilidades en ese campo.

Tommy Clarke, uno de los miembros de la familia que trabajaban en el restaurante, se acercaba a menudo a su mesa a preguntar si todo estaba a su gusto.

—Quizá deberíamos invitarlo a sentarse —gruñó Matthew, después de la quinta vez—. Tengo la impresión de haber venido con carabina.

—Clover puede ser como una pecera —admitió Hannah—. Y tú suscitas la curiosidad. No te has mudado aquí, pero no entras en la categoría de los turistas. Estuviste presente en la fiesta de compromiso de Abby y Ben, fuiste al bar de Fitzgerald con un grupo de habitantes de aquí y…

—No olvides que además me vieron bailando lentamente con la chica más guapa del pueblo.

Hannah respiró hondo. Aquellas palabras le hicieron recordar su beso. Se llevó los dedos a los labios.

Matthew la miró a los ojos con intensidad. Apoyó sus muslos contra los de ella y los dejó allí, para que sintiera el peso sensual de ellos.

El corazón de Hannah se aceleró de repente. La atracción física instantánea que sentía por él se intensificaba con rapidez y el tiempo que habían pasado juntos aquel día, las cosas que había aprendido sobre él, realzaban la afinidad natural que parecían compartir.

En la mirada de él leyó una determinación que la emocionó y puso nerviosa al mismo tiempo. Recordó las palabras que le dijera en la tienda al entrar Bay.

¿Estaría jugando con ella? Nunca le había costado trabajo comprender a los hombres; normalmente podía fiarse de su instinto. Pero no con Matthew. Por primera vez en su vida, se sentía completamente insegura. Era peor que la noche anterior, cuando lo había tomado por un ladrón. Al menos esa teoría había servido de freno. En aquel momento no se le ocurría ninguna razón para mantenerlo a raya.

Excepto que podía estar utilizándola. Jugando con ella solo para divertirse. Aquel miedo luchó con su deseo y terminó por imponerse. Hannah retiró la silla de la mesa, echó las piernas hacia atrás y se sentó muy recta. Si se trataba de un juego, estaba dispuesta a jugar también.

—Me alegro de que haya dejado de llover —dijo con el mismo tono amistoso que utilizaba con sus clientes—. Ya empezaba a cansarme.

Matthew se sintió frustrado porque había vuelto a su conversación cortés y él deseaba otra cosa de ella.

—¿Te he dicho lo mucho que odio hablar del tiempo? —Gruñó.

—¿Y de qué te gusta hablar? —musitó ella, con la misma coquetería impersonal que podría haber utilizado con cualquier otro hombre.

Matthew no deseaba verse relegado al estatus de un hombre cualquiera; quería ver deseo y pasión en sus ojos. Pero la joven parecía empeñada en actuar como si estuviera en una cita de rutina con cualquiera de sus amigos de Clover.

Frunció el ceño. Estaba acostumbrado a marcar el paso y decidir el curso de la acción. ¿Iba a conformarse con acomodarse a las intenciones y limitaciones de alguien?

—¿De verdad eres de Florida? —preguntó ella, decidida a romper el silencio.

El hombre suspiró resignado. La joven no pensaba rendirse, así que lo mejor que podía hacer era seguirle la corriente.

—Tengo un apartamento en Pensacola, Florida —confesó—, pero no me crié allí. Mi padre era capitán de la Armada y vivimos en bases navales de todo el mundo. Cuando se jubiló se instalaron en Pensacola y yo compré un apartamento también allí para estar cerca de ellos.

Sintió el dolor habitual que se producía siempre que recordaba su pérdida. Sabía que no seguiría viviendo allí una vez que ellos habían desaparecido, pero no quería pensar en ello ni hablar del tema. Frunció el ceño.

—Así que ése es el resumen de mi historia geográfica, ¿vale?

—Vale —sonrió ella—. Y prometo no hacerte ninguna pregunta sobre el tiempo de allí.

A partir de entonces, la cena prosiguió bastante bien. Encontraron muchas cosas de las que hablar y no se aburrieron. Los dos habían viajado mucho y conocían muchos lugares comunes. Intercambiaron opiniones e información sobre otras ciudades y países y hablaron luego de música y cine, de política y cotilleos de famosos.

La conversación no decayó en ningún momento. Al salir del restaurante seguían charlando animadamente. Echaron a andar por la calle principal tomados de la mano. Se detenían a menudo a ver los escaparates de las tiendas que pasaban. Así llegaron a una farmacia.

—¿Te importa que entre un segundo? —preguntó Hannah—. Tengo que comprar un par de cosas.

—En absoluto. Yo también quiero comprar algo.

En el interior, se separaron. Hannah compró una caja de pañuelos de papel para su tienda y una lata de caramelos de café que le encantaban a su abuela. Matthew se reunió con ella en la caja; llevaba en la mano una bolsa pequeña.

—¿Caramelos? —preguntó, divertido—. Si querías más postre, haberlo dicho. Te habría invitado a otro trozo de pastel de queso.

—Son para mi abuela. Es muy golosa. Se come una lata de estas cada dos días.

Pagó sus cosas y salieron de nuevo a la noche cálida de junio. La brisa marina resultaba agradable después de los días de lluvia.

—Estoy deseando conocer a tu abuela —dijo él—. No puedo creer que esté dispuesta a conseguirme una entrevista con Alexandra Wyndham y a fingir delante de Bay que era amiga de mis abuelos. Yo no conocí a mis abuelos.

—La abuela es genial —dijo Hannah, con orgullo—. No te preocupes. Te inventará unos abuelos creíbles. Le gusta la intriga y la aventura.

—¡Vaya pareja! —exclamó él—. Sólo has tenido que pedírselo por teléfono y ha aceptado en el acto. Le ha gustado la idea de que finja ser un escritor de historia y se ha mostrado encantada de tomar parte en tu sibilino plan.

—Nuestro sibilino plan —le corrigió ella—. Eres tú el que quiere ver la propiedad. A mí sólo se me ha ocurrido la tapadera de la sociedad histórica.

—Por lo que te estoy muy agradecido. ¿Cómo podré pagártelo?

Se detuvieron cerca de los escalones del Ayuntamiento de Clover. Matthew levantó la mano de ella hasta su boca y besó con lentitud cada uno de sus dedos.

Hannah se esforzó por controlar su excitación.

—Cuando escribas tu libro sobre el asesino de masas, no pongas Hannah a ninguna de las víctimas.

—De acuerdo —asintió él—. Te he prometido pasarte un ejemplar de mis libros. ¿Los quieres ahora?

La joven asintió con la cabeza y Matthew la tomó de la mano y echó a andar hacia la posada. Aquella noche no habría allí un montón de invitados que harían de carabinas. El corazón le latió con fuerza en el pecho.

Al entrar, el lugar estaba en silencio, aunque había luz en el pasillo y en la sala de estar. Hannah miró en la habitación, que había vuelto a su estado habitual. Los muebles estaban de nuevo en su sitio y las largas mesas de aluminio instaladas para los refrescos habían sido ya retiradas.

La joven se acercó a Katie, que, sentada en el sofá, charlaba con dos mujeres de cabello plateado instaladas en los dos sillones de orejeras enfrente de la chimenea.

Matthew hizo una inclinación de cabeza y sonrió a las tres mujeres.

—Las hermanas Porter, Dotty y Ella —le murmuró a Hannah—. Han llegado esta mañana para pasar seis semanas aquí.

—Buenas noches, Matthew —dijo una de ellas—. Ahora íbamos a poner la tele para ver el partido de béisbol. Tu amiga y tú podéis uniros a nosotras.

—Eres muy amable, Dotty, pero vamos a subir arriba. Quiero enseñarle mis dibujos —musitó él con una sonrisa lasciva.

—¡Matthew! —exclamó Hannah, ruborizándose.

Las hermanas Porter se rieron con ganas. Una de ellas le hizo la señal de victoria a Matthew con la mano.

—Tengo que hablar con Katie —musitó Hannah, desesperada.

El hombre la atrapó entre la pared y su cuerpo.

—¿De qué?

—Quiero decirle que me equivoqué sobre tu identidad. Cuando le dije que eras un ladrón, le pedí que no te contara nada sobre los Wyndham; pero puesto que ya no eres un criminal, quiero que sepa que puede responder cualquier pregunta.

—¿Cuánto sabe ella de los Wyndham? —preguntó el con curiosidad.

—No mucho, pero creo que ella…

—¿Tienes miedo de quedarte a solas conmigo? ¿Por eso estás tan nerviosa de repente?

—No —se defendió ella—. Es que no esperaba… ¿has dicho dibujos?

Matthew le tomó las manos en la suyas.

—Bueno, no podía decir mis libros, ¿verdad? Aquí quiero mantener en secreto mi profesión —movió la cabeza—. Y ya hemos inventado una historia de falso escritor para los Wyndham. Esto empieza a resultar muy confuso. Demasiadas historias a la vez.

—Uno empieza a mentir y después no sabe dónde va a terminar —musitó ella.

—Vamos arriba —comenzó a subir las escaleras con ella de la mano—. Te prometo no tratar de seducirte a menos que tú me lo supliques.

—Eso es altamente improbable. Puedes darme los libros y volver a ver el partido con las hermanas Porter.

Lo siguió a su habitación con intención de tomar los libros y marcharse. Se quedó en mitad de la estancia mientras él encendía la lámpara de la mesilla. Cuando lo hubo hecho, Matthew se acercó con calma a la puerta y la cerró.

—¿Quieres que eche la llave? —preguntó con malicia.

—No me importa —musitó Hannah con un encogimiento de hombros—. Haz lo que quieras.

—Una reacción perfecta —sonrió él—. Supón que quiero desnudarte, tumbarte en la cama y…

—Ni en sueños, amigo.

—En mis sueños ya lo he hecho, encanto —la miró a los ojos—. Anoche tuve un sueño erótico muy intenso y tú eras la protagonista.

Lo miró, hipnotizada, quitarse los zapatos y tumbarse en la cama.

—Ven aquí —ordenó él con voz ronca.

Hannah se quedó clavada en el sitio, con la sangre latiéndole en los oídos.

—No puedo acostarme contigo —susurró.

—¿Crees que es muy pronto para hacer el amor? Muy bien, lo acepto —le tendió la mano—. ¿Puedes sentarte aquí conmigo un rato?

—¿Y sólo hablar?

—Podemos hablar de lo que quieras —repuso él con suavidad—. Incluso del tiempo. Apuesto a que conoces alguna historia del huracán Hugo que golpeó las costas de Carolina.

—A decir verdad, sí.

—Cuéntamelas.

—Antes quiero los libros que me has prometido.

—Ya sabes dónde están —señaló la bolsa de lona, que yacía en un rincón del cuarto—. Sácalos tú misma.

Había sacado de allí su partida de nacimiento y no tenía miedo de que descubriera su secreto.

Hannah abrió la bolsa. Tomó tres libros escritos por Galen Eden y en la cubierta interior vio que había una foto de Matthew, que miraba a la cámara con ojos intensamente negros.

—¡Eres tú de verdad! —exclamó.

—¿Acaso lo dudabas?

—No. Es sólo que nunca he conocido a nadie que saliera en la cubierta de un libro. Es emocionante.

—Esperaba que así fuera.

—¿Seducción a través de una cubierta? —se rió ella—. ¿Tienes que espantar a menudo a tus fans?

—No después de que vean esta foto —musitó él—. Parezco un vampiro.

—La foto no te hace justicia —comentó ella con tacto—. Eres mucho más atractivo en persona —se sentó en el borde de la cama y hojeó los libros—. ¿Por qué llevas los otros libros?

—Me gusta leer a la competencia siempre que tengo tiempo. ¿Tú no visitas tiendas de antigüedades?

Hannah asintió con la cabeza; colocó los tres libros en la mesilla de noche situada al lado de la cama.

—Gracias por los libros.

—Es un placer —se volvió hacia ella y metió la manos bajo los brazos de la joven—. ¿Sigues teniendo miedo?

—No te tengo miedo —confesó ella.

—Me alegro.

La izó sobre él con un movimiento rápido, de modo que quedara colocada a medias sobre él y a medias a su lado, en mitad de la cama.

Sus ojos se encontraron y el impacto fue casi físico. Hannah se perdió en su mirada oscura. Sentía que él la arrastraba a un mundo sensual de ensueño, y le gustaba. Matthew le acarició el cabello y lo colocó en torno a su cabeza como una nube oscura.

—Eres muy hermosa —musitó.

Las palabras no tenían ningún significado para ella. Lo que la emocionaba era el tono cálido y romántico y el modo seductor en que la miraba.

—No puedo creer que nos conociéramos ayer —murmuró—. Tengo la impresión de que haga años que te conozco.

Comprendió de repente que llevaba años esperándolo. Había estado esperando a Matthew Granger a lo largo de incontables citas y tres compromisos. Y por fin lo tenía delante, mirándola con ojos impregnados de deseo.

Una explosión de deseo la invadió. Había esperado durante años a que apareciera un hombre que despertara la pasión voluptuosa que dormía en su interior y al fin lo había encontrado.

Lo miró con ojos brillantes. Sus besos la excitaban de un modo que no había experimentado nunca y anhelaba las caricias de sus manos. Volver a casa, a su cama vacía, le resultaba inconcebible. Quería quedarse allí, hablando, riendo y amando.

Se sintió mareada por la intensidad de sus emociones. Su presencia en aquel cuarto le pareció de repente inevitable. Su encuentro del día anterior había estado predestinado. El destino de Matthew había sido ir a Clover al igual que el suyo había sido esperarlo.

Sólo le quedaba una duda pequeña. Algo que tenía que preguntarle.

—¿Tú haces esto a menudo? —Se mordió el labio inferior para reprimir la emoción que la embargó de repente.

Matthew le besó la palma de la mano.

—No sé muy bien a qué te refieres.

Hannah se estremeció.

—Regalar copias de tus libros a mujeres a las que has llevado a tu cuarto. Invitarlas a tumbarse y charlar.

—¡Dios Santo! ¿Eso es lo que piensas de mí? —Matthew se incorporó, insultado por su acusación—. He tenido relaciones, pero no aventuras de una noche. No soy uno de esos tipos que se meten en la cama con cualquier mujer que se cruza en su camino. En cuanto a los libros, no suelo llevar copias conmigo. La idea de utilizarlos para atraer a jóvenes impresionables me parece repugnante. Sólo los he traído aquí porque…

Se interrumpió abruptamente. ¿Cómo podía explicarle que los había llevado consigo porque había tenido la estúpida idea de que al hombre y mujer que le habían dado la vida podía interesarles ver la obra de su hijo? Aquello, que le pareciera plausible al hacer las maletas, le resultaba en aquel momento patético.

Se sentía como un idiota. Después de descubrir quiénes eran sus padres naturales, aquella idea era ridícula. Su padre, un Polk, ni siquiera sabría leer. Su madre, una Wyndham, se estremecería de disgusto al verlos. De hecho, probablemente los dos lo mirarían horrorizados cuando les anunciara su existencia.

Hannah lo miró. Su respuesta había sido la que esperaba oír, pero el dolor misterioso que se traslucía en sus ojos la intrigaba. Se preguntó en qué estaría pensando, pero supo instintivamente que no se lo diría. Se había retirado a un mundo propio, dejándola fuera.

No le gustaba aquella repentina distancia emocional entre ellos. Deseaba borrar la angustia que él no quería compartir, volver a ver sus ojos brillantes por la risa. O por la pasión.

Tomó una decisión. Había llegado el momento. Sería aquella noche. Le echó los brazos al cuello impulsivamente y bajó la cabeza de él hacia ella para besarlo en la boca.

Matthew la sujetó por la nuca, pero no trató de profundizar en el beso. Trató de evitarlo.

—Esto no es buena idea, preciosa. Eres una buena chica y tengo que advertirte que enrollarse conmigo en este momento en particular sería un gran error.

Su aliento acariciaba los labios de ella al hablar. Hannah se apretó contra él.

—Eres muy amable al advertírmelo, pero, por si no lo has notado, ya no es fácil evitarlo.

—Creí que habías dicho que no me lo suplicarías —musitó él.

Hannah recordó su conversación anterior y sonrió.

—No te he suplicado que me besaras. Te lo he ordenado.

Matthew estaba como en trance. Olvidó que no podía permitirse el lujo de ser víctima del embrujo de Hannah. ¿Cómo iba a rechazar aquella boca seductora? Habría tenido que estar loco para pensar que podía resistirse. ¿Por qué se había molestado en intentarlo?

La besó con fuerza y Hannah lo alentó con un gemido de placer. Los dedos de él acariciaron los pezones de ella. Profundizó en el beso mientras le pasaba los tirantes del vestido por los hombros y le bajaba la prenda hasta la cintura. Le quitó con rapidez el sujetador sin tirantes.

La miró un momento. Sus pechos eran llenos y redondos, con pezones color rosa oscuro, altos y prominentes.

Hannah gimió al sentir los dedos de él en sus pezones. Fue como si un cable invisible uniera sus senos con el interior de su vientre. Se arqueó hacia él y Matthew bajó la boca hacia sus senos y comenzó a succionar rítmicamente hasta que ella empezó a gemir de placer. Entonces cambió de pezón e hizo lo mismo.

—Es fantástico —susurró Hannah, sin aliento. Metió las manos bajo la camisa de él y le acarició la espalda—. Es fantástico —repitió, explorando su cuerpo.

Un gemido brotó de la garganta del hombre.

—Eres muy apasionada —musitó—. Mi dulce y hermoso ángel.

La excitación de ella aumentaba la suya. No recordaba que hubiera deseado a nadie de aquel modo.

La mente comenzaba a darle vueltas. El dolor y la pena, la rabia y las dudas de los seis últimos meses se veían desplazadas por una necesidad elemental. Necesidad de Hannah y sólo de ella. El alejamiento que había oscurecido su vida acababa de desaparecer. Con Hannah se sentía vibrante y viril, impregnado por el placer y los poderes curativos del amor.

—¡Oh, Matthew! —suspiró ella—. Te quiero —susurró, en voz tan baja que no supo si él la había oído o no.

Decidió que daba igual que así fuera. Le gustaban aquellas palabras, palabras que llevaba toda la vida esperando decirle a un hombre. La noche anterior, al mirar a Ben y Abby, se había preguntado cómo sería amar a alguien lo suficiente para querer dárselo todo y formar un futuro con él.

Ya lo sabía. ¿Cómo podía haber imaginado que ocurriría de un modo tan rápido e inesperado? Pero Hannah no cuestionó aquel maravilloso giro del destino. Al fin estaba enamorada y su hombre estaba allí, deseándola tanto como ella a él.

En un impulso, lo abrazó con fuerza. La tela suave de su camiseta rozó sus senos desnudos. Sus pezones estaban húmedos y muy sensibles y la tela la irritaba. Tiró de la camiseta hacia arriba y le dejó el pecho desnudo. Sabía instintivamente que aquel dolor dulce y sensual se vería calmado por la mata de vello masculino del pecho, y así fue.

Prosiguieron sus ardientes caricias, que se hicieron cada vez más desesperadas. Matthew introdujo sus manos bajo la falda del vestido de ella y le tomó el trasero. Hannah dio un respingo y se arqueó contra él.

Al hombre le agradó su respuesta.

—Sí, cariño; te daré lo que quieres —murmuró acariciándola a través de la seda de sus braguitas color malva.

Hannah se estremeció a medida que la espiral de placer se hacía más y más intensa en su interior. Se aferró a él y tiró de la cinturilla de su pantalón hacia abajo.

Matthew la ayudó a quitarle la ropa y gimió de placer cuando ella le rozó su miembro excitado con sus dedos.

Hannah se quedó fascinada, por su fuerza vibrante y por la reacción del hombre. Su sensualidad femenina resultaba tan irresistible para él como para ella la virilidad masculina del hombre. Aquello era una unión, no una competición, entre un hombre y una mujer.

Matthew le apartó los dedos con gentileza.

—Tranquila, preciosa —murmuró—. Haremos que dure toda la noche.

—Pero yo quiero tocarte —protestó ella.

—Ya habrá tiempo para eso, cariño. Ahora quiero disfrutar de ti. Cierra los ojos y déjame complacerte.

Hannah se movió sinuosamente bajo sus manos. El comenzó a acariciarle el centro de su femineidad y ella susurró su nombre.

Cuando le quitó las braguitas, fue un alivio. Se quedó desnuda y temblorosa ante él. Matthew la miró con ojos brillantes de admiración y deseo. Hannah se sentía femenina, seductora y libre.

El hombre le abrió las piernas con una sonrisa y la joven cerró los ojos y gimió. Deseaba que la tocara, lo necesitaba en su interior de un modo que no había imaginado nunca. Matthew la acarició con gentileza y ella se arqueó bajo su mano.

—No puedo esperar más —le susurró él al oído—. Te deseo demasiado.

Se arrodilló en la cama y buscó la pequeña bolsa de papel que había comprado en la farmacia. Hannah lo miró con ojos muy abiertos.

—¿Has comprado eso esta noche? —preguntó—. ¿Sabías que…?

El hombre sonrió.

—Sólo era una esperanza —musitó—. Sabía que la decisión sería tuya.

—¿Y tú la habrías respetado?

—Por supuesto.

—Mi decisión sigue siendo que sí —dijo ella con pasión.

Cerró los ojos al sentir que él se hundía dentro de ella. Era pequeña y estrecha y su cuerpo se tensó, resistiéndose a él. Se mordió el labio inferior para reprimir un grito, pero, a pesar del dolor, disfrutó intensamente de aquella intimidad. La posesión de su cuerpo por parte de él creaba un vínculo primitivo entre ellos.

—Relájate, preciosa —la tranquilizó él—. Hannah, amor mío; nos acoplamos perfectamente.

Aquella declaración la emocionó. El dolor fue dando paso al placer a medida que su cuerpo se acoplaba a él.

Un momento después, él estaba por completo dentro de ella. Comenzó a moverse, lentamente al principio y luego cada vez con más fuerza. Cuando el cuerpo de ella empezó a reproducir el ritmo de él, Mathew pareció perder el control.

Se sintió consumido por la espiral que recorrió su cuerpo como un incendio. Era demasiado intensa, demasiado grande para poder contenerla. El placer explotó en un clímax espectacular al que no tuvo más remedio que rendirse.