Capítulo 3
El sonido pareció hacer eco a su alrededor. Kane se llevó los dedos a la mejilla ardiente. —Me has hecho daño, Carly— murmuró tranquilo—. Lo has hecho con todas tus ganas, por supuesto. ¿Estás lista para pagar el precio?
Deslizó la otra mano para tomarle la muñeca despacio, pero decidido, comenzó a acercarla a su cuerpo.
Carling se mantuvo rígida tratando de no dejarse vencer, pero de nuevo la fuerza superior de Kane venció. Contra su voluntad, descubrió que se acercaba a aquel cuerpo masculino.
—¡Tú te lo buscaste y merecías algo peor! —dijo rabiosa, pero su enfado se había transformado en una conmoción interna—. Nunca le había dado una bofetada a alguien en toda mi vida. Estoy en contra de la violencia, pero me has obligado a hacerlo.
—Aclaremos las cosas. ¿Yo tuve la culpa de que me golpearas? ¿Yo te obligué a hacerlo?
—¡Sí! —Trató de soltarse la muñeca.
—Por lo visto practicas esa filosofía en la cual se culpa a la víctima —tiró de ella de nuevo y finalmente la estrechó contra su cuerpo—. Aclaremos este asunto de una vez, Carly. No me interesa la violencia doméstica y de ninguna manera permitiré que mi futura esposa me golpee. Exijo una disculpa.
—¡No lo lamento! —mintió. No sólo por haberlo golpeado, sino también por las consecuencias que su imprudencia había provocado. El instinto le pedía que se protegiera, dada la forma en que él se cernía sobre ella. Desesperada, trató de dar un paso atrás para alejarse un poco, pero era tarde. Kane ya la había abrazado con fuerza y la apretaba contra su cuerpo.
—Anda, lucha contra mí, criatura —la incitó con una voz ronca—. ¿No es eso lo que quieres?
—¡Te equivocas! No soy de las que luchan, escupen y arañan, como gatas, Kane McClellan. Y si buscas eso en una esposa, te sugiero que continúes la búsqueda.
Apartó un poco la cabeza y levantó la vista hacia él. Era tan alto y fuerte que se sentía vulnerable junto a él, condición que aumentaba cuando se encontraba entre sus brazos. Una debilidad alarmante comenzó a dominarla y se sintió pequeña, suave y…
—Para mí, la búsqueda de esposa ha terminado, Carly. Esta noche cuando te acuestes serás la señora de Kane McClellan.
A Carling se le secó la boca. Imaginó vívidamente estar acostada, desnuda y nerviosa, esperando que Kane McClellan se le acercara.
—Debo advertirte que soy tan fría en la cama como fuera de ella —trató de hablar en su tono más severo, que nunca le había fallado ni con el pretendiente más audaz—. No creo que sea una perspectiva muy deseable para un salvaje como tú.
Kane no se descorazonó, al contrario.
—Has pulido tanto tu recatado témpano que incluso tú comienzas a creer que eres así. Pero no me convences, Carly.
La acomodó íntimamente contra su gran estructura. Durante un momento angustioso, el cuerpo de ella presionó la dureza masculina. Carling contuvo el aliento por la mareante sensación que la acosaba.
—Debajo de esa capa glacial existe una gata montes —murmuró Kane con voz seductora, pero no la soltó y ella siguió prisionera con las cálidas y suaves curvas amoldadas al fuerte cuerpo de Kane.
—¡Suéltame! —gritó mientras luchaba contra la calidez que se filtraba en su cuerpo. Era la única lucha que creía poder ganar. Ya sabía que era inútil oponerse a su fuerza. Recordaba muy bien cómo habían luchado en el vestíbulo y cómo él la había vencido para abrazarla y besarla. Entonces volvió a llenarse de placer.
El la abrazaba contra su voluntad, pero no la lastimaba y se horrorizó al pensar que, en algún punto instintivo, ella reaccionaba, pese a su decisión, a aquellas tácticas cavernarias.
—Si no me sueltas inmediatamente, alguno de los vecinos llamará a la policía —lo amenazó. La necesidad de enfurecerse contra él pugnó contra el deseo de derretirse junto a él y… la primera ganó.
—¿Lo harán? —Parecía genuinamente curioso—. ¿Por que?
—¡Porque me acosas a la vista de todos!
—¿Acosarte? —rió tan fuerte que la soltó.
—¡No tiene gracia! —Con el ceño fruncido Carling se separó de él—. Estoy segura de que en las tierras yermas y aisladas de tu rancho tu bárbaro y tosco proceder pasa inadvertido, pero debo recordarte que estamos en una ciudad civilizada donde…
—¿Donde a un hombre que está a punto de casarse no se le permite tocar a su prometida? —sugirió Kane—. De alguna manera creo que eso está permitido, incluso en los ambientes más decorosos.
—¡Maldición! ¿Qué debo hacer o decir para que me tomes en serio? —Casi gritó, con las mejillas encendidas por la furia, la frustración… y la excitación.
—Te tomo muy en serio, cariño. ¿Qué hay más serio que el matrimonio? —Abrió la puerta delantera del coche, por el lado del pasajero—. Entra, Carly, nos vamos.
—Aún no me he disculpado por haberte golpeado —le recordó. Trataba de ganar tiempo aferrándose a un clavo ardiendo.
—Tarde o temprano lo harás —consultó su reloj—. Carly, si no subes en el coche tendré que forzarte delante de tus vecinos, que buscan un escándalo.
Ella tardó menos de un segundo en decidirse. Levantó la barbilla, se metió en el coche y se detuvo sólo para dirigirle una mirada de disgusto.
Se sentía vejada por tener que obedecerlo, aunque tuvo una mínima satisfacción al sentarse lo más lejos posible de él. Viajaron en silencio y Kane condujo con habilidad entre el tráfico pesado de la tarde.
—Anoche, cuando tu padre me llamó por teléfono, me dio las instrucciones para llegar a ese lugar —comentó, pero su intento de iniciar una conversación fracasó. Carling miraba de frente y tenía los labios bien apretados.
Kane jugueteó con los botones de la radio buscando una emisora, luego le preguntó a Carling cuál era su favorita. Ella replicó que nunca escuchaba los programas de radio en el coche porque prefería escuchar sus cintas en lenguas extranjeras, gracias a las cuales hablaba muy bien el español, se las arreglaba con el francés y había comenzado a estudiar el japonés.
Kane se encogió de hombros y encontró un programa de música country.
—Supongo que ésa es tu música preferida —comentó Carling en un tono cáustico después de escuchar una balada que hablaba de soledad, de noches de ayuno y de mujeres infieles… terminando con unos acordes de guitarra.
—Tu suposición es correcta —respondió y sonrió sugiriéndole la paz.
—Es lógico, es la única clase de música que no tolero —rechazó el ofrecimiento.
Kane aumentó el volumen y el sonido de los banjos llenó el coche.
—Te ofrecí elegir primero, cariño, ahora tendrás que escuchar la mía. ¿No crees que es una buena lección para el futuro?
—¡No acepto lecciones de ti!
—¿Aceptarías un consejo? Estoy más que dispuesto a que nos encontremos a medio camino, pero si me retas a cada momento, no me retiraré ni me retractaré. Y siempre terminarás perdiendo, criatura.
—¡Eso crees machista insufrible y arrogante! Si insistes en casarte conmigo; serás tú quien necesitará lecciones y consejos. ¡Debes saber que yo no pierdo nunca y no voy a empezar ahora!
—¿Nunca pierdes? —fingió meditar—. Supongo que te pareceré un machista arrogante e insufrible si te recuerdo que una vez prometiste que no tendrías nada que ver conmigo; sin embargo, pronto serás mi esposa.
Calló y le tomó la mano para colocarla, debajo de la suya, sobre su propio muslo. Como Carling estaba separada su brazo quedó estirado. Ella estaba incómoda y la situación parecía tonta, pero no se movió ni un centímetro.
—¡Me alegra saber que consideras nuestro matrimonio como tu victoria personal! —continuó Kane—. Yo siento lo mismo, dulzura. ¿Te das cuenta de cuánto nos parecemos? Somos la pareja perfecta.
Aquel tono agradable no la engañó. ¡Kane había premeditado echarle el anzuelo! Bajo la palma, sentía la tela de su pantalón y el duro músculo del muslo. La manaza de él cubría la mano de ella y la acariciaba.
Una corriente de electricidad la sacudió. ¿Cómo era posible que él le repugnara y la excitara al mismo tiempo? La confusión y la rabia inundaron y provocaron un cortocircuito en sus emociones. Tenía ganas de reír y de llorar. Todo lo que Kane hacía le provocaba alguna reacción alocada. Acongojada, se dijo que él no tenía que hacer ni decir nada. Bastaba su presencia para descontrolarla y ponerla nerviosa.
Lo miró enfadada, retiró la mano y se frotó los músculos doloridos del brazo con la otra mano. Kane parecía no notar el estado de ánimo de ella.
—Me sorprende un poco que tus padres no hayan venido con nosotros —comentó Kane cuando vieron los letreros que les daban la bienvenida al estado de Virginia—. Con ellos es todo o nada, ¿no? Si la boda de su única hija no es digna de una reseña espectacular no se molestan en asistir a la ceremonia.
—¡No te atrevas a criticar a mis padres!
—No los criticaba, bueno, quizá sí. De todos modos, admiro la lealtad que les tienes, a pesar de todo.
—Mis padres merecen mi cariño y mi lealtad y siempre se los daré.
—Muy loable —asintió—. Comprendo y aprecio el apoyo que les brindas a tus padres. Tienes un fuerte sentimiento de lo que es la familia, Carly, y es un valor que comparto. Los valores compartidos son premisas para que un matrimonio tenga éxito. Ése es uno de los motivos que me hacen pensar que hacemos buena pareja.
—¿Tienes familia? Debes saber que, por lo general, los reptiles no la tienen. Doy por hecho que saliste del cascarón antes de arrastrarte por debajo de tu roca, como los demás de tu especie.
Kane no contestó y eso la irritó aún más. Lo miró con disimulo. Parecía concentrado en la carretera. Con dos dedos golpeaba ligeramente el volante siguiendo el ritmo de la canción que escuchaban.
Sin saber por qué y sin tratar de averiguarlo, Carling no toleraba que él la ignorara, era preferible reñir. Si a él no le molestaba que lo colocara en la categoría de los reptiles quizá lograría enfurecerlo atacando a su familia.
—Tienes las agallas de criticar a mis padres por no venir a esta… farsa de ceremonia matrimonial… —comenzó con los ojos brillantes de la batalla—. ¿Dónde están los tuyos? No veo pruebas de ese gran cariño y esa lealtad familiar de los que presumes.
—Mis padres murieron —declaró Kane.
Carling cerró los párpados y ahogó un gemido.
—Lo ignoraba —murmuró. Estaba tan mortificada que la hostilidad fue temporalmente reemplazada por la cohibición—. Lo lamento.
—¿De veras? —la retó Kane—. ¿Si no los conociste y aseguras que me odias, por qué habrías de lamentarlo?
Nunca antes le habían cuestionado sus palabras de pésame y no supo qué decir.
—Bueno, porque yo, por supuesto, no los conocí, pero lo lamento, es decir que no me es agradable saber que ellos fallecieron.
Sentía el rostro encendido. Era una oradora con experiencia y nunca había hablado de modo tan incoherente. Estaba decidida a corregir su torpeza y a recobrar la compostura.
—¿Cómo… cuándo los perdiste, Kane?
—No los perdí, murieron —dijo sin morderse la lengua—. Sé que tu intención es buena, pero odio los eufemismos.
—Yo me he educado hablando en eufemismos —tragó saliva—. Es casi la lengua oficial de la política.
—Es verdad. Esta misma mañana oí que dos miembros de la Cámara de Representantes debatían por la radio los pros y los contras de la «reducción de impuestos negativa» y del «aumento en los ingresos».
—Son dos de los términos más creativos que se usan para evitar el temido y garantizado fracaso en las elecciones y se sabe que significan el aumento de los impuestos —aceptó con timidez.
La sonrisa que Kane le ofreció la hizo sentir una cálida presión en el abdomen. Carling olvidó soltar el aire, y cuando su cuerpo le exigió que respirara de nuevo, tuvo que abrir la boca. Estaba metida en un lío y lo sabía. Aceptaba que la sonrisa de Kane la afectaba profundamente y que su contacto la hacía arder con una inquietud que no había experimentado antes.
Carling se tensó. ¡No era posible que estuviera ablandándose ante él! Pensarlo fue una conmoción. Movió la cabeza como para quitarse la idea de la mente. No permitiría que ese hombre arrogante y enfurecedor la sedujera.
El la obligaba a renunciar a todo lo que le importaba: su hogar, amigos y actividades sociales, para llevar una vida aislada y desolada en el maldito rancho, en medio de una tierra de nadie. Pero no podía obligarla a que le agradara, le tuviera cariño o lo deseara. Era su enemigo y ella no lo olvidaría. Además, haría que él se arrepintiera de haberla comprado con tanta sangre fría.
—Me preguntaste cómo y cuándo murieron mis padres —dijo Kane e interrumpió las fantasías vengativas de ella al mismo tiempo que volvía a desconcertarla—. Murieron en un accidente de coche hace doce años, una semana después de que yo cumpliera los veinticuatro. Uno de mis hermanos menores iba con ellos y quedó gravemente herido. Murió diez días después.
Aunque Kane fuera su enemigo declarado, Carling no era tan despiadada como para mostrarse indiferente a una tragedia de esa magnitud.
—Debió ser terrible —murmuró—. No puedo imaginar perder a mis padres… y a un hermano.
No pudo continuar porque la tragedia era horrible. Las usuales palabras de duelo no bastaban.
—Fue muy duro.
Carling vio que él se aferraba al volante y de alguna manera comprendió la emoción que lo embargaba.
—¿Qué sucedió?
—Llevaban a mi hermano John de regreso a la universidad y un conductor borracho chocó contra ellos de frente. John tenía veintiún años, cursaba el último año en la universidad Rice. Mi vieja alma mater —agregó esbozando una sonrisa.
—¿Estás graduado en Rice? —Eso fue una sorpresa. Creía que nunca había salido del viejo hogar.
—Después de graduarme estudié en la Escuela Comercial Wharton. Pensaba ser banquero de inversiones, ya sabes, vivir en Nueva York y hacerme rico. Cuando ocurrió el accidente estaba terminando el doctorado en Administración de Empresas.
Ella lo miró. Desde la primera vez que lo vio, pensó que era la encarnación de un vaquero. Esa nueva información la hizo recapacitar e imaginarlo vestido de traje formal, sentado ante un escritorio en alguna oficina de Wall Street.
No pudo hacerlo. El daba la impresión de ser un hombre que trabajaba a la intemperie, alguien que cortaba leña en sus ratos de ocio y que no se cansaba. Le fue imposible imaginar a Kane McClellan ante un escritorio.
—Es evidente que no fuiste a Nueva York.
—Regresé a casa de inmediato. Además del rancho, estaban los chiquillos: dos hermanos menores y una hermanita. Hay mucha diferencia de edad entre ellos tres y John y yo. Mamá abortó varias veces en esos años y se había hecho a la idea de que no tendría más hijos. Finalmente, cuando yo tenía once años, nació Scott; Holly lo siguió dos años después y Tim, un año después de Holly.
—Eran muy pequeños cuando murieron tus padres. —Carling hizo las cuentas mentalmente—. Doce, diez y nueve. Fue muy triste para los pobres niños.
—Me nombraron su tutor legal y regresé al rancho para ocuparme de ellos. Ahora son mayores y les va muy bien —sonrió con orgullo fraternal—. Tim es un magnífico estudiante en Rice. Es su último año y ya ha sido aceptado en la Facultad de Medicina. El año pasado Holly se licenció en una escuela femenina en Atlanta y ahora vive en el rancho y aprende su manejo. Creó que ha decidido convertirse en la esposa de un ranchero y nada me gustaría más —agregó satisfecho.
—Es muy joven para querer casarse —comentó Carling, tranquila—. ¿O le has arreglado un matrimonio en tu inimitable estilo feudal?
Kane ignoró la pulla.
—Los Wayne, nuestros vecinos más cercanos, tienen un hijo, Joseph, es de la misma edad que Holly y se han frecuentado desde que ella regresó a casa. No necesitan mi intervención para nada. En cuanto a Scott su asignatura principal era asistir a las fiestas en la universidad de Atlanta, pero después de seis años, finalmente, logró licenciarse y por fortuna parece haber sentado cabeza. Se entrena para director de banco en Dallas.
—Por lo que veo los has educado muy bien —comentó con admiración, muy a su pesar. No debió de ser fácil para un joven de poco más de veinte años asumir la responsabilidad de tres pequeños tras el dolor de haber perdido a la otra mitad de su familia.
Pero no se sorprendió de que Kane McClellan lo hubiera logrado. Comenzaba a darse cuenta de que él llegaba a sus metas. De pronto se le ocurrió algo terrible: dado que el destino había obligado a Kane a renunciar a sus planes y a cambiar su modo de vida, seguro que no tendría escrúpulo alguno para esperar que ella hiciera lo mismo.
Kane nunca comprendería lo terrible que sería para ella perder su libertad. ¿No había aceptado él y se había adaptado a una situación parecida? Con razón esperaba que ella se adaptara a la vida doméstica en un rancho remoto sin tristeza y sin mirar atrás… él lo había hecho.
—Pero hubo épocas muy difíciles, sobre todo cuando los chicos llegaron a la adolescencia —aceptó Kane—. Con Tim siempre fue fácil, era responsable y constituía un placer tenerlo cerca, pero Scott y Holly… los dos tuvieron su época de rebeldía. Por fortuna, todo eso pertenece al pasado.
—¿Qué piensan ellos de tu alocada idea de casarte con una mujer que casi no conoces y que ellos no conocen? —preguntó. Kane frunció el ceño un momento y ésa era la respuesta que ella necesitaba—. ¡No lo saben! —lo acusó—. No les dijiste que te casabas, pensabas presentarme ya como…
—No les debo ninguna explicación a los chicos. Ellos…
—Apuesto algo a que ellos sí tienen que rendirte cuentas —lo interrumpió—. No aceptarías otra cosa. Madurar a tu lado debió ser como vivir en un régimen totalitario.
—Los chicos y yo nos llevamos muy bien —insistió Kane—. De hecho, ver que los tres están tan bien colocados me ha dado confianza e inspiración para formar un hogar y educar a mis propios hijos.
Carling se petrificó. Ahí era donde ella entraba en juego.
—No sé mucho de niños —dijo de inmediato—. Soy hija única, no tengo primos cercanos de mi edad y de adolescente nunca cuidé niños.
—Serás una buena madre. —Kane la calmó—. El instinto maternal es una gran ayuda y hay libros y videos acerca del cuidado de los bebés para llenar los huecos. Además, estaré contigo para ayudarte. Pienso ser un padre muy activo, no te dejaré sola.
—No me preocupa saber qué clase de madre seré —masculló Carling—. Pero cuando los tenga quiero que sea por mi propia elección y con el hombre que haya elegido por esposo.
—Está sentado a tu lado, cariño. Aún no te das cuenta, pero lo harás. En cuanto a cuándo tendremos hijos, será mejor para nosotros lo antes posible. Nuestros relojes biológicos ya no son tan jóvenes.
—¡Me quedan varios años antes de que suene la alarma! —protestó indignada.
—Es posible que no hayas tenido experiencia con niños, pero te agradan —continuó calmado y seguro—. Disfrutas con los hijos de tus amigas y vecinas. Deseas un nene propio; en realidad, varios. No quieres tener sólo uno porque con frecuencia tú te has sentido muy sola.
Kane repetía los comentarios que ella había dicho en público al correr de los años y eran ciertos. Pero escuchar que él hacía eco de sus palabras para darle fuerza en su posición era como si le dispararan con sus propias municiones.
—¡No cites mis palabras! —tronó. El se limitó a sonreír.
—Serás una madre escrupulosa y abnegada que podrá dedicarse a su familia, sin las exigencias y los compromisos de una carrera que interferirían en tu responsabilidad primordial.
—¡Ay! —Carling tragó saliva. Reconoció esa declaración. La había dicho con bastante frecuencia ante varios grupos conservadores que eran la base de la fuerza política de su padre. Trató de pensar en una réplica efectiva, pero no se le ocurrió ninguna y cuando abrió la boca para hablar no emitió palabra.
—¿No haces ningún comentario? —preguntó Kane amable.
Carling cerró los puños. Aunque parecía calmado e implacable, Carling estaba muy segura de que se burlaba de ella porque se sentía triunfante.
—¡Debí saber que un puerco sexista como tú no estaría de acuerdo con las mujeres con carrera! —Tuvo que aceptar que era una débil llamarada viniendo de ella, la hija del senador, que criticaba regularmente a las mujeres trabajadoras porque eran blancos fáciles en el terreno doméstico y en el campo de batalla política. Si Kane hubiera sido un caballero no se lo habría recordado.
—Tu excusa es muy débil, Carly —ya no ocultó la risa—. Tú, tu padre y su grupo son los que atacan a las mujeres que eligen una carrera en vez del hogar, no soy yo. Yo las respeto. Por eso no le pido a una mujer que invirtió años en estudiar para licenciarse y luego dedicarse a su profesión, que abandone todo eso para ser esposa y madre abnegada en mi rancho. No sería justo para ella.
—¿Quieres decir que si yo fuera médico, abogada o maestra, o algo, no… no…?
—¿No estaría interesado en casarme contigo? Así es, sabría que no estarías contenta alejada de la ciudad y de tu profesión. Lo que menos deseo es una esposa desgraciada. Ya te he dicho que te he investigado muy bien, Carly. Te han educado para ser esposa y madre. Piensas que una mujer es más feliz dedicándose a cuidar de su familia y eso es exactamente lo que harás el resto de tu vida… conmigo.
Carling no pudo hablar ni respirar. Durante un momento alocado se preguntó si acaso Kane era un agente de alguno de los grupos de oposición contra quienes siempre luchaban su padre y sus aliados, un enemigo cuya larca era hacer que ella viviera de acuerdo con las palabras que con tantas soltura había declarado.
Estaba atrapada y lo irremediable de su situación la atacó con renovada fuerza.
—¿Qué objeto tiene razonar contigo? Hablarte es como hacerlo con una pared de ladrillos —deseó poder decir algo original, pero estaba demasiado nerviosa para tornarse ocurrente. Kane la había vencido en cada discusión.
—Eso me han dicho —aceptó Kane con diversión enfurecedora—. Tranquila, Carly, todo saldrá muy bien. ¿Realmente crees que me casaría contigo si pensara que hay la más mínima posibilidad de que nuestro matrimonio fracase?
—No confío en tu juicio. ¡Creo que estás desquiciado! ¿Quién si no un hombre loco insistiría en casarse con una mujer que lo… odia y que está decidida a hacerle la vida imposible?
—¿Eso planeas, Carly, hacerme la vida imposible? —inquirió divertido.
—Por supuesto —declaró con vehemencia—. Descubrirás que vivir conmigo es insoportable, por lo que pronto me pedirás que me vaya.
—Y yo te garantizo que eso no sucederá —contestó con igual intensidad—. La lealtad es una parte intrínseca de tu carácter, Carly. Este matrimonio demuestra que realmente eres una hija leal. No es necesario decir que serás leal y cariñosa con tu esposo y con tus hijos. De todos modos, si fueras honesta contigo, aceptarías que es hora de que haya un cambio en tu vida. No estabas contenta con la vida que llevabas. El circuito de actividades sociales del partido comenzaba a aburrirte —agregó con tanta seguridad que Carling quedó sin aliento.
—Hoy has dicho muchas cosas arrogantes, pero te has excedido con esto último —soltó furiosa—. Disfrutaba de mi vida tal como la vivía. Que digas lo contrario es…
—Di la verdad —terminó tranquilo—. Lo sé muy bien, dulzura. Tu padre te acosó sin descanso para que consiguieras un marido con el dinero suficiente para que los Templeton siguieran viviendo como siempre. Y tú has fingido estar buscando al señor Dinero. Has salido con Jed, el hijo de Quentin Ramsey; con Cole Tremaine y sólo menciono a los candidatos más recientes.
—¿Qué eres? ¿Miembro de una red de espionaje? ¿Cómo sabes tanto de mi vida privada?
—Investigación meticulosa. La misma táctica que utilizo para mis inversiones, la usé para elegir esposa, Carly. Hay muy poco, si es que hay algo, que no sepa de ti.
—¿De verdad? —Lo miró con rencor. Ninguna mujer escucharía las declaraciones satisfechas de un hombre pomposo sobre ella, sin desear matarlo. Desafortunadamente, ella tendría que limitarse a aniquilarlo de manera verbal.
—Sí, y he notado un patrón interesante en tu comportamiento. Al parecer tienes la extraña habilidad de hacer que los hombres con quienes sales, con miras matrimoniales, no te consideren como posible futura esposa.
Carling pensó en los adjetivos más insultantes que podría espetar, pero aquel último comentario la desequilibró. Había sido perturbadoramente certero, mas por supuesto, ella lo negó.
—No sé de qué me hablas, pero no importa porque nada de lo que digas me interesa.
Kane soltó una carcajada.
—No querías casarte con Jed Ramsey como tampoco querrías caminar descalza en el desierto, pero lo presionaste y le hiciste pensar que tú y tu padre conspiraban con el suyo para arrastrarlo al altar. Como es natural el pobre Jed huyó. ¿Qué soltero con pudor no lo habría hecho? Y tú te salvaste de las intenciones de tu padre porque poco tiempo después Ramsey se casó con otra.
Carling cruzó los brazos y fijó la vista al frente fingiendo que no le prestaba atención.
—Y Colé Tremaine, un joven muy deseable, todo lo que tu padre deseaba como esposo para ti: rico, apuesto, triunfador y de buena familia. ¿Trataste de que te considerara como una mujer sensual y deseable? No, limitaste la relación a una amistad que no llegaría a nada más. Para ti no fue una sorpresa que se casara con otra, pero tu padre se sumió aún más en la desesperación.
—¡Mira con quién he venido a parar! —tronó—. ¡Cualquiera de los hombres con quienes he salido habría sido mil veces preferible!
—¿Porque te excito como nadie y no sabes cómo manejarlo?
—¡Porque eres el tirano más arrogante y repugnante que he conocido!
—No es eso. No puedes evitar reaccionar ante mí y temes perder el control con que te has protegido. Pero lo perderás, esta noche caerán las barreras.
—¡No!
—Sí, mi dulce Carly —sonrió con malicia.
—No me dignaré a responder —se irguió con orgullo.
—Ya llegamos —anunció Kane poco después frenando dentro de un amplio estacionamiento, junto a un alto edificio de oficinas.
Al entrar, él apoyó una mano contra la parte baja de la espalda de Carling de manera posesiva. Carly pensó que así debía de sentirse un prisionero condenado a muerte; sin esperanzas y desvalido porque todos los intentos de un nuevo juicio habían sido rechazados.
Una especie de aturdimiento la envolvió y como si estuviera en trance logró llenarlas solicitudes, permitió que le sacaran sangre para el análisis y esperó unas horas para que les entregaran la licencia. Kane permaneció a su lado, locuaz por momentos y silencioso en otros, tocándola con frecuencia y observándola con intensidad y sensualidad abiertas.
Finalmente los condujeron ante el juez que los declaró marido y mujer y les deseó lo mejor. Carling fijó la vista en la gruesa argolla de oro en el anular de su mano izquierda, donde Kane se la había colocado. Como no pudo quitarle los ojos de encima se sorprendió cuando Kane le moldeó la barbilla con su manaza y le levantó el rostro. Sus ojos se encontraron.
—¿No es éste el momento en que por tradición el novio besa a la novia? —preguntó quedo.
Inclinó la cabeza y, con suavidad, presionó su boca contra la de ella.
Carling estaba demasiado conmocionada y atontada para reaccionar como debía. Los labios de Kane eran cálidos, tiernos y nada amenazantes. Carling cerró los párpados que le pesaban. Kane aumentó la presión de manera seductora para entreabrirle los labios y, sin darse cuenta, por instinto, ella le colocó una mano sobre el pecho.
Sintió la fuerza sólida y el constante latir del corazón de Kane. Cuando él introdujo la lengua en su boca para acariciarla, Carling sintió que el deseo la invadía.
Abrió los ojos cuando Kane apartó los labios de los suyos. Carling se dio cuenta de que tenía el rostro arrebolado y de que respiraba con dificultad. No tenía sentido negarlo, porque durante un fugaz momento había olvidado que estaba en la oficina del juez y que éste seguía allí.
—¿Lista para que nos vayamos, señora McClellan? —preguntó Kane ronco ciñéndole la mano—. Mientras más pronto terminemos de celebrarlo, más pronto estaremos solos.
Carling respondió de manera incoherente. Sentía que la cubría una ola de irrealidad. ¡Eso no podía estar sucediendo! De nuevo observó la argolla matrimonial mientras las palabras «señora McClellan» hacían eco en sus oídos. ¡Ella era la señora McClellan!
Estaba casada, ¡casada!, con un hombre a quien jamás controlaría, a quien nunca podría mantener a distancia, con el único hombre que no le permitiría seguir su camino, pero que seguía el suyo propio. Lo miró asombrada.
—Esto no puede estar sucediendo —murmuró.
—Para esta noche reservé una habitación en un hotel cerca del aeropuerto —comentó Kane mientras salían a la calle—. Están revisando mi avión y mañana temprano lo abordaremos.
Carling no podía pensar en quedarse sola con él en una habitación de hotel.
—¿Tu avión? —preguntó tratando de distraerlo y de cambiar de tema. Tenía la garganta reseca y su voz sonó chillona.
—Es un Cessna de dos motores. Lo piloto yo porque tengo licencia. El rancho tiene pista de aterrizaje, de modo que mañana iremos directamente allí.
El tenía un avión y en su rancho había una pista de aterrizaje. Había dispuesto de una importante cantidad de dinero sin previo aviso, y no esperaba que le pagaran el préstamo. Entonces Carling se dio cuenta de lo rico que era Kane McClellan.
Era lo bastante rico como para comprar a la mujer que, según el, deseaba por esposa, a pesar de que ella lo había rechazado. Lo bastante rico como para tenerla a su lado el tiempo que quisiera.
El trayecto de regreso a casa de sus padres fue rápido y sin ningún tropiezo. Kane sintonizó la emisora de música del este y por momentos silbaba las melodías. Carling tenía las manos entrelazadas sobre su regazo y guardaba silencio. No debía perder energías luchando, no era el momento.