Capítulo 2
Las manos de Kane se deslizaron posesivamente sobre el cuerpo de Carling. Con una mano en la parte baja de la espalda y la otra entre los omóplatos, la atrajo hacia sí con pericia y sin esfuerzo. Carling contuvo el aliento al sentir el duro y musculoso cuerpo e instintivamente comenzó a forcejear.
Kane se limitó a abrazarla con más fuerza haciendo inútiles sus esfuerzos por soltarse.
—He oído que te llaman la Princesa de Hielo —murmuró con la boca a un centímetro de la de Carling y mezclando su aliento con el de ella.
La joven se sintió desvalida y mareada, luchaba con el poderoso deseo de cerrar los párpados y apoyarse en él. Pero en vez de eso se mantuvo firme y lo miró con ira.
—Tu furia encubre la pasión que has conseguido congelar en tu interior —comentó, impasible, antes de rozarle la boca con los labios—. Explotará como una fusión nuclear cuando te permitas liberarla.
El contacto de la boca masculina, aunque breve y ligero, la electrizó. Sintió campanas de alarma que sonaban en su cabeza y en un nuevo intento por soltarse logró llevarle las manos al pecho y empujarlo.
—¿Fusión nuclear? No me vengas con ridiculeces.
Estaba molesta porque no podía hablar más que en un susurro, pero contenta de poder insultarlo.
—Eres un bruto y te prometo, te aseguro que nunca, nunca… —calló en busca de las palabras adecuadas, con el rostro enrojecido por el ultraje.
—¿Nunca te me entregarás? —sugirió Kane—. ¿Te me resistirás? ¿Nunca disfrutarás del acto sexual conmigo? ¿Eso es lo que tanto trabajo te cuesta decir?
—¡Sí! —exclamó ronca—. Eso trato de decirte. Nunca me entregaré por voluntad propia. Tendrás que recurrir a la violación porque no te corresponderé. Nunca aceptaré el acto sexual por mi propia voluntad.
Durante un tenso momento de silencio se miraron a los ojos. Carling vio que los ojos de Kane ardían y que sus pupilas estaban dilatadas por el deseo. Sintió la fuerza de los muslos masculinos contra su cuerpo y consternada sintió sus senos presionados contra su pecho.
—¿Eso piensas, princesa de fuego y hielo? —inquirió en tono grave y ronco.
Una repentina timidez la hizo sentirse débil y blanda por dentro. Luchó contra ello. Cerró los puños y abandonando cualquier decoro comenzó a golpearlo.
Pero los brazos de Kane fueron inexorables. No la soltó, al contrario, la ciñó con más fuerza y presionó los labios en la curva esbelta y grácil de su cuello femenino. Carling sintió cómo él le mordisqueaba la piel calmándola con sus labios; y sollozó. No estaba acostumbrada a que la tocaran ni acariciaran, y la intensa sensación que se desencadenó en su interior la aterrorizó y la emocionó oscuramente.
—¡Detente! —exigió—. ¡Suéltame! —extendió las manos y las deslizó lentamente hacia los hombros de Kane. Se tranquilizó diciéndose que era para empujarlo. Sintió los músculos bajo las palmas de sus manos y se aferró a él con los dedos.
—No, cariño, no te soltaré. —Kane levantó la cabeza y rió quedamente—. Finalmente estás donde debes estar y pronto lo sabrás, lo aceptarás y me lo confirmarás.
Ultrajada, volvió al ataque pero su estatura y su fuerza la mantuvieron prisionera. Kane ni siquiera le permitió que se lastimara en la lucha; simplemente la mantuvo abrazada hasta que ella quedó agotada y laxa contra él, tratando de respirar.
Con lentitud y con los ojos centelleantes, Kane inclinó la cabeza. Carling lo observó con una pasividad que le pareció horrible, pero que no pudo vencer. El la tomó de la nuca y le entreabrió los labios con los suyos.
Su boca fue dura, ansiosa y exigente. Introdujo la lengua en su boca simulando el acto sexual, anunciando lo que también haría con su cuerpo. Carling comenzó a temblar. Tenía los labios entreabiertos y probó el cálido sabor masculino mientras, desvalida, aceptaba las incursiones de la lengua de Kane.
Trató de apartar la boca, pero él la ceñía inexorablemente. No tenía elección, no podía apartarse. Debía permanecer así mientras aquella lengua excitaba su boca y las posesivas caricias le moldeaban las redondeadas curvas del trasero, acomodándola íntimamente contra la convergencia de aquellos duros muslos masculinos. Kane no dejaba de acariciarla.
De pronto, sintió que no podía seguir de pie. Las rodillas le flaqueaban, no la sostenían y tuvo que aferrarse a Kane para apoyarse.
Quiso gritar, quiso desmayarse, pero no hizo ninguna de las dos cosas. Temblaba y su cuerpo pulsaba al ritmo erótico de los movimientos de Kane. Le pareció ver luces brillando dentro de su cabeza y sintió que perdía la coherencia.
Cuando la mano de él le cubrió un seno en un gesto típico de posesión masculina, ella emitió un gemido alocado desde el fondo de la garganta. Con el pulgar Kane acarició el pezón bajo la blusa de seda azul y, al parecer, por su propia voluntad, el cuerpo de ella se ciñó al de él.
Y luego, todo terminó de modo desconcertante. Kane dejó de besarla y apartó las manos de su seno y de su trasero. Cesó de acariciarla y la abrazó con fuerza, castamente.
—Cálmate y relájate, querida. Continuaremos esto esta noche.
—¡No! —gritó y volvió a forcejear porque las palabras explotaban en su cabeza como si fueran proyectiles dentro de su cerebro.
—¿No te calmarás o no te relajarás? —le preguntó y la soltó, con lo cual ella se tranquilizó un poco. De cierta forma parecía y hablaba como un seductor satisfecho.
—Quiero decir que no continuaré esto esta noche. —Carling deseó borrarle la sonrisa de confianza del rostro. Deseó derretirse hasta convertirse en un charco de vergüenza.
—Te equivocas, dulzura —rió tranquilo—. Definitivamente, continuaremos lo que iniciamos y estarás de acuerdo conmigo.
Dada la alarmante reacción de Carling entre los brazos de él, seguro que Kane se sentía justificado para hacer esa complaciente predicción. Carling dominó su deseo de gemir de horror. ¿Por qué no había luchado a brazo partido? Debía ser porque Kane la había pillado desprevenida. Porque, puesto que lo odiaba, no podía existir otro motivo. El era todo lo que ella nunca había querido en un pretendiente, menos aún en un esposo; sin embargo, algo perverso e imprevisible dentro de ella la había hecho casi sucumbir a su sexualidad primitiva.
—¡Vaya, vaya, mira quién está aquí! —La clara voz de orador del senador Clayton Templeton venía de la escalera y llenó el vestíbulo.
Carling se volvió hacia sus padres que bajaban sonrientes por la escalera. El senador fingía estar sorprendido de ver a Kane McClellan en su casa, pero su esposa lo estaba realmente.
Carling sabía que su madre ignoraba el problema financiero del senador y la difícil situación de ella. La noche anterior, cuando Clayton Templeton le hizo a su hija su desesperada confesión y le pidió que no le dijera una palabra a su madre, Carling accedió con el corazón en un puño, presa del pánico y llena de temor. Había comprendido que no había motivos para que también su madre se angustiara.
—Neva, seguro que recuerdas a Kane McClellan —exclamó Clayton de todo corazón cuando se reunieron con la joven pareja—. Es un fiel partidario mío y dueño del rancho Triple M, al suroeste de Dallas. Lo has visto en algunas de las reuniones políticas.
Dejó de hablar. Todos sabían muy bien que Clayton trataba de que Carling se interesara por Kane McClellan, el mismo hombre a quien Carling rechazaba a todas luces. Sin embargo, ahí estaba en el vestíbulo. El cabello de la joven, generalmente impecable, estaba sensualmente despeinado y sus labios un poco encendidos e hinchados, seguramente por los besos. Carling notó que su madre abría los ojos sorprendida.
—Es un placer tenerlo en nuestro hogar, señor McClellan —dijo Neva al dominarse. Su hospitalidad y sus arraigados instintos políticos la ayudaban a ocultar lo que pudiera estar pensando—. Carling, querida, ¿le has ofrecido a nuestro invitado algo de beber?
—Desde luego —respondió cortés Kane, pero el brillo de sus ojos grises era malicioso—. Gracias a Carling me siento definitivamente refrescado.
Carling le dirigió una mirada de enfado. La pantomima se volvía intolerable; su padre fingía que no había hecho arreglos para que Kane McClellan estuviera ahí y que no había puesto en marcha los engranajes para que finalmente Carling cayera en la esclavitud. Y cuando ella pensaba que ya no toleraría un momento más, el asunto empeoró.
—Senador y señora Templeton, quiero pedirles la mano de su hija —intercaló Kane—. Le he propuesto matrimonio y ella ha aceptado hacerme el honor de ser mi esposa. Obtener su bendición significaría mucho para los dos.
Carling cerró los puños. ¿Era ella la única que reconocía en esas galantes, palabras lo que realmente era descaro? Lo miró furiosa y él le respondió tomándola de la mano firmemente. Con la mirada, la retó a que lo contradijera, a que tratara de alejarse y le ordenara salir de esa casa y de su vida.
Pero ella no lo hizo porque no quiso llevar a la quiebra a su familia y destruir la carrera de su padre, que estaba en manos de Kane; los dos lo sabían.
Su madre se quedó mirando a Kane, era evidente que estaba pasmada por la noticia porque lo último que Carling le había dicho era que Kane McClellan era burdo y antisocial, y que preferiría salir con un gorila.
—Carling, esto es muy… muy inesperado —logró decir al fin la señora.
—Tengo entendido que Carling había dicho que nada en este mundo la induciría a salir conmigo —comentó Kane sonriendo y animado—. Pero parece que casarse conmigo es un asunto diferente.
—¡Lo es! —exclamó el senador Templeton al estrechar con gusto la mano de Kane y se volvió contento hacia su esposa—. Neva, querida, espero que nos perdones este pequeño engaño. Hace semanas que Carling y Kane me confiaron su idilio secreto y yo los convencí de que esperaran un poco para darte la sorpresa. Si lees la sección de sociedad en el Post de esta mañana verás que hay un anuncio de su compromiso porque me tomé la libertad de enviarlo para que lo publicaran.
—¿Qué? —preguntaron al unísono Carling y Neva.
—He ordenado también que me enviaran aquí varios miles de ejemplares —continuó Clayton—. Deseo que mi personal envíe los recortes de la noticia a nuestros amigos más cercanos y queridos.
—¿Sus amigos más cercanos y queridos suman miles? —preguntó Kane a secas.
El senador asintió con un movimiento de cabeza sin darse cuenta de la ironía en el tono de Kane. Sin embargo, Carling sí notó el sarcasmo. Apretó los labios al mirar a su recién prometido. También ella estaba irritada con su padre. ¡Era evidente que él tenía la seguridad de que ella capitularía, puesto que había enviado la noticia al Washington Post!
Pensó en la triste escenita de la noche anterior cuando su padre parecía desvalido y desesperado. El anuncio que le salvaría el pellejo ya estaba preparado para que lo publicaran. ¿Habían sido sus lágrimas una actuación genial?
—Bienvenido a la familia, Kane —exclamó el senador—. ¡Nada me haría más feliz que ver a mi hijita casada contigo!
Según Carling nunca se habían dicho palabras más ciertas. Se tragó la protesta de furia e indignación que había surgido en su interior y volvió los ojos color zafiro hacia su madre, deseando en silencio que la mujer notara su aflicción, que comprendiera que algo muy extraño ocurría y que exigiera una explicación.
Carling sabía que sólo había una persona en el mundo a quien el senador obedecía, esa persona era su esposa, siempre y cuando ella se lo ordenara y eso no sucedía con frecuencia. Si su madre se enteraba del lío en que se encontraban y le prohibía a Carling casarse con Kane McClellan sólo para salir del problema…
—Esta sorpresa me ha dejado muda —comentó Neva. Desvió la vista de la intensa mirada de su hija y se volvió hacia Kane—. Quien me conoce sabe que pocas veces me falta el habla —agregó con encantadora franqueza, la misma con la que se encariñaban muchos votantes, año tras año.
—Bueno, al principio yo también me sorprendí —intercaló el senador—. No dejábamos de alabarte, Kane, pero creemos que nuestra hijita no nos escuchaba. Carling es muy testaruda e independiente, de modo que cuando toma una decisión, generalmente, es imposible hacer que recapacite.
Se volvió para sonreírle a Carling y habló de manera convincente:
—No quisiste que tu madre y yo supiéramos que frecuentabas a Kane en secreto porque no querías que te tomáramos el pelo diciéndote «te lo dije», ¿verdad, ángel mío?
Kane arqueó las cejas, pero no hizo comentario alguno; en cambio Carling sospechó que él tenía ganas de reír. Según ella, su padre actuaba de manera exagerada. ¡Lo peor era que tres de las personas allí presentes conocían la verdad!
—Vaya contigo, Carling, nos tenías engañados —comentó Neva, pasmada—. De hecho, nos hizo creer que no deseaba tener nada que ver contigo, Kane.
—¡Qué artificiosa! —intercaló Kane y sus labios se movieron con franca diversión.
Carling deseó golpearlo, pero se conformó con mirarlo con encono.
—Mamá, creo que dije: «Prefiero frecuentar al gorila del zoológico que a Kane McClellan».
—Exacto. —Neva dominó la risa—. ¡Y ahora te casarás con él!
—Es posible que el gorila esté comprometido —sugirió Kane.
El senador y su esposa rieron por la broma.
—¡Además tiene buen sentido del humor! —exclamó Neva con los ojos brillantes de gusto—. Tu joven es un magnífico partido, Carling. Estoy encantada por ti y desde luego, también por él. Definitivamente serás una buena esposa para Kane. ¡Estoy contenta por todos!
—¡Yo también! —agregó con fervor el senador.
Carling supuso que como prometida debería hacer algún comentario alegre, pero no lo hizo. Estaría vendiendo su cuerpo, pero jamás vendería su alma.
Los padres de Carling estaban tan ensimismados en su alegría que no notaron la tristeza de su hija.
—¿Cuándo podemos, Carling y yo, comenzar a planear la boda? —preguntó Neva entusiasmada—. ¡Habrá mucho que hacer! Pero antes, lo primero: la fiesta de compromiso. Llamaré al Club Campestre del congreso ahora mismo para reservar la…
—No hay necesidad de hacer eso, Neva —la interrumpió Kane. Habló cortés, pero con firmeza—. Carling y yo no queremos fiesta de compromiso, nos casaremos hoy mismo. Y ahora mismo nos vamos a Fairfax, Virginia.
—Ah, comprendo —la euforia de Neva se esfumó al desinflarse como un globo pinchado. Miró a Carling y por primera vez desde que se anunció el matrimonio pareció ver a su hija.
Carling, por su lado, no trató de ocultar su infelicidad y nerviosismo.
—Ese lugar, en Fairfax —comentó Neva con el ceño fruncido—. Esa fábrica de matrimonios donde va la gente que tiene que casarse. ¡Ay, Carling, a tu edad! Y después de todos los años en que asistimos a los bailes para reunir fondos para la «familia planeada». ¡Ahora sí que me faltan las palabras!
Carling se acongojó porque su madre pensaba que estaba embarazada a los veintiocho años y sin estar casada. Miró a Kane y se ruborizó. ¡Sólo faltaba que ella le hubiera permitido a ese ranchero bruto, llevarla a la cama y dejarla embarazada!
—¡Mamá, cómo puedes pensar eso! —gritó indignada.
—No te irrites con tu madre, cariño —intercaló Kane con voz tranquilizadora. Con indiferencia la rodeó por la cintura para acercarla a su cuerpo como si ella fuera una muñeca. Pero su brazo fue como un aro de acero que la ceñía de manera inexorable y del cual no pudo soltarse—. Comprendo por qué tu madre interpretó mal nuestra prisa. —Kane inclinó la cabeza para rozar la sien de Carling con los labios—. Permítanme que los tranquilice. Mis intenciones para con su hija son honorables y siempre lo han sido; nunca… —se aclaró la garganta y Carling estaba segura de que lo hacía para dominar la risa—… mancillaría su reputación sin tacha adelantando nuestra noche de bodas. Carling definitivamente no está embarazada, pero espero que lo esté dentro de un mes.
El corazón de Carling dio un tumbo y el estómago se le contrajo causándole un malestar general. De haber sido más débil se habría echado a llorar.
En vez de eso trató de apartar el brazo de su cintura y mostró los dientes fingiendo una sonrisa.
—Como ya aclaramos el mal entendido, pensemos en la idea de Fairfax. Si mamá quiere ofrecernos una fiesta de compromiso y una boda elegante, mí no me importaría…
—A mí, sí, cariño —interrumpió Kane—. No quiero esperar meses mientras se planea la boda. Me parece que es una gran pérdida de tiempo. Quiero llevarte a casa lo antes posible. Está decidido, nos casaremos hoy.
Aunque Carling hervía en deseos de contradecirlo y rechazarlo, guardó silencio. No tenía intención y los dos lo sabían. Kane McClellan tenía las riendas y se haría lo que él dijera; de lo contrario…
Carling, Clayton y Kane sabían qué significaba «de lo contrario»; sería la ruina financiera y política del senador Clayton Templeton y la deshonra pública de la familia. Carling observó a su madre cuyo rostro mostraba confusión y preocupación, y trató de imaginar lo que un escándalo semejante haría de ella.
Los chismes, las especulaciones, el acoso de los medios de comunicación cambiarían para siempre la vida que Neva Carling Templeton había disfrutado durante cincuenta y cinco años. En cuanto a su padre… bueno, Carling ya había pasado muchas horas angustiada por cuál sería su sino en el caso de que ella no lo salvara. A pesar de estar furiosa con él por colocarla en esa situación y desilusionada porque se valiera de ella de esa manera, seguía siendo su padre. Lo quería y haría cualquier cosa por ayudarlo. Era inútil seguir pensando en el asunto para buscar una salida imposible.
Tuvo que aceptarlo. Aquel día se casaría con Kane McClellan, la ceremonia sería rápida e impersonal porque el deseo de él era literalmente una orden. Carling tragó saliva.
—Entonces, supongo que nos iremos a Fairfax —murmuró. Su talento para la interpretación no bastaba para fingir alegría. Volvió un poco la cabeza para mirar a Kane, aunque evitó mirarlo a los ojos—. Si me sueltas iré por mi chaqueta y mi bolso para que nos vayamos.
—Por supuesto, cariño.
Kane sonrió, pero antes de soltarla le dio un beso fugaz en los labios que fue una franca demostración de pertenencia. Carling se estremeció.
—Regresa pronto a mi lado —murmuró él como si fuera una petición, pero Carling sabía que era una orden.
Con el rostro encendido y echando chispas por los ojos, Carling corrió escaleras arriba en actitud impropia de una dama.
Kane la observó hasta que llegó al rellano superior y desapareció de su vista. Miró al senador y a la señora Templeton quienes lo observaban con inquietud. Percibió la tristeza y el recelo en los ojos del senador y la curiosidad y la desconfianza en los de Neva. Les ofreció su sonrisa más tranquilizadora.
—Les prometo que todo resultará bien…
—Por supuesto, lo sabemos —el senador asintió nervioso—. Pero Carling es nuestra pequeña —la voz se le quebró y respiró hondo para tratar de recobrar la compostura—. Nosotros, es decir, Neva y yo, hemos querido lo mejor para ella.
—Comprendo y cuidaré muy bien de ella —aseguró Kane—. Es posible que no esté contenta con la idea de una boda inmediata, pero lo estará; también estará segura cuando nos hayamos casado.
—Siempre nos habíamos ilusionado con una boda fastuosa —comentó Neva con tristeza—. Carling vestida de novia, de blanco, con velo, Clayton a su lado en la nave de la Catedral Nacional, una estupenda recepción en el club con todos nuestros amigos… —Su voz se desvaneció.
Hubo un largo silencio. Kane comprendió que se suponía que él debía permitir a los Templeton organizar la fastuosa boda que siempre habían soñado para su pequeña, que no era una niña; Carling era definitivamente una mujer y dentro de poco iba a ser su esposa, como él lo deseaba.
No le sorprendió estar a punto de llegar a la meta. Siempre había logrado el éxito en lo que se proponía lograr o comprar.
Recordó cuando supo de la existencia de Carling Templeton. Holly, su hermana menor, le había mostrado la reseña de un baile de sociedad que había publicado una revista mensual de Texas. Holly había admirado los vestidos de diseño que las jóvenes lucían y Kane fijó su atención en una mujer joven, especial.
El pie de foto la identificaba como Carling Templeton, hija del senador.
Durante los meses siguientes se había dedicado a buscar los ecos de sociedad, que nunca antes le habían interesado, en revistas y periódicos locales. Carling aparecía con frecuencia, pero él tardó un poco en aceptar que por algún motivo inexplicable, la hija del senador, que, seguro, era una chica de cabeza hueca, lo tenía intrigado.
Ya para entonces había contribuido considerablemente con fondos para la campaña de Clayton Templeton y recibía con regularidad invitaciones para diferentes actividades para reunir fondos, y del grupo de votantes. Finalmente decidió asistir a una reunión donde estarían la esposa y la hija del senador. Era hora de saber si Carling era una tonta sin valor o la mujer que él deseaba que fuera…
Obtuvo la respuesta en el primer encuentro y desde entonces, Kane deseaba a Carling.
La sangre se le calentaba con sólo pensar en ella. Carling le excitaba la imaginación como ninguna otra mujer lo había hecho. Planeó su estrategia, esperando, observando y haciéndole insinuaciones abiertas y sutiles al padre.
Al fin había dado resultado. A pesar de ser un astuto hombre de negocios con instintos precisos, no podía creer que el desconsolado y desesperado senador hubiera acudido a él con tal torpeza y tal avaricia compulsiva. Kane aprovechó la oportunidad.
Más adelante notó que ningún otro hombre de su círculo lograba cortejar a Carling y ganarla. Salía con los solteros y jóvenes más cotizados en Washington, Houston y Dallas, pero las relaciones nunca cuajaban.
Kane comprendió el motivo la primera vez que la observó. Era amigable, pero reservada, elegante y serena, inteligente y encantadora, la compañera ideal para los bailes de beneficencia y otras reuniones sociales de la élite a las que siempre asistía. Pero en su primer encuentro habían saltado las chispas.
—¿Kane? —La voz de Neva interrumpió sus pensamientos y lo sacó de su abstracción—. ¿Podríamos convencerte de que fijaras la fecha para el matrimonio dentro de unos meses? Quizá Carling no te lo haya dicho, pero sé que le encantaría que su boda fuese como la soñábamos. De pequeña le gustaba jugar a las bodas con sus muñecos de papel.
—Mamá, estoy segura de que a Kane no le interesan mis viejos juegos con muñecos de papel. —Carling se reunió con ellos en el vestíbulo vestida con un traje sastre color beige. Se había puesto zapatos azules que hacían juego con la blusa. Los tacones eran altos y delgados y aumentaban su altura a un metro setenta y cinco. De todos modos se sintió pequeña ante el cuerpo dominante y alto de Kane.
—Carling, querida, le explicaba a Kane que nos encantaría una boda tradicional —comentó animada Neva—. Quizá quieras hablar de ello y…
—Pensar en una gran boda de sociedad me congela la sangre —declaró Kane sin morderse la lengua—. Nada me desagradaría más.
Se creó un largo silencio que sólo se rompió hasta que el senador Templeton se aclaró la garganta.
—Neva, si Kane y Carling ya han tomado la decisión de casarse en privado, nosotros debemos respetarlos.
—Gracias por su apoyo, senador, se lo agradezco —intercaló Kane.
A Carling se le ocurrieron miles de réplicas cáusticas, pero no dijo ninguna.
—Ustedes dos serán bienvenidos para acompañarnos y ser nuestros testigos —sugirió Kane—. Después, lo celebraremos con una cena en el mejor restaurante de Washington. Serán invitados. Propongan un sitio y llamaré para reservar mesa.
—No, vayan ustedes dos —intercaló Neva—. Clayton tiene razón. Si desean una boda privada, deben tenerla, pero en vez de ir a un restaurante, ¿por qué no regresan después? Le pediré a la cocinera que nos prepare una cena especial y lo celebraremos mejor que en un restaurante.
Mientras hablaba, Neva los acompañó hasta la puerta; el senador se quedó atrás, cabizbajo. Carling y Kane no tardaron en llegar al porche y cenaron la puerta.
—Me doy cuenta de que somos de dos mundos distintos —comentó Kane. Mi familia considera que salir a cenar es divertido, porque hacerlo en casa es una rutina diaria.
—Ésa es sólo una de las menores diferencias entre nosotros dos. Existen millones de diferencias mayores —tronó Carling—. Así que, la idea de que nos casemos no sólo es absurda, sino que será desastrosa.
—Somos más parecidos de lo que piensas. Lo demuestra el hecho de que hayas aceptado casarte conmigo.
—¡No acepté; no tuve alternativa, lo cual no demuestra nada! —Se movió para rechazar aquella mano que la conducía del codo al coche alquilado, estacionado ante la casa.
—¿No te molesta saber que me voy a casar contigo sólo por tu dinero? —exigió Carling. El deseo de irritarlo era irresistible—. Creía que los hombres ricos deseaban que se casaran con ellos por lo que son y no por su riqueza. ¡Pero tú no! ¿Qué clase de persona inadaptada eres?
—La clase de inadaptado que pronto será tu esposo —respondió tranquilo.
—¡Esto es el colmo, no tolero más! —gritó Carling echando chispas por los ojos. Abandonó su intento de mantenerse serena y se dejó vencer por la furia que la conmovía. Levantó una mano y le dio una bofetada en la mejilla.