Capítulo 5

La Piedra Blarney de Filadelfia era un tranquilo restaurante durante todo el año, excepto el diecisiete de marzo, cuando servía cerveza verde y ofrecía música en vivo a hordas de comensales, de los que al menos las tres cuartas partes no tenían una sola gota de sangre irlandesa en las venas. Cuando Rand y Jamie llegaron, la fila de los que esperaban para entrar ya daba la vuelta a la esquina. Rand la ignoró, llevando a Jamie hasta la puerta de acceso, cogida del brazo. Dijo unas cuantas palabras al vigilante de turno, le estrechó la mano y los dos fueron admitidos.

—¿Qué le has dicho? —preguntó Jamie—. Creo que todos los que estaban en la fila tenían reservas.

—¿Por qué preocuparte con reservas cuando deslizarle unos billetes en la mano es más seguro?

—¿Has sobornado a ese hombre para que nos dejara entrar? —Jamie fruncía el ceño—. No me gusta, Rand. No me parece justo con tanta gente esperando.

—Me gusta considerarlo como un acto de compartir la riqueza. Y ambas partes resultan beneficiadas —la tomó del brazo—. Mira, allí veo una mesa para dos. Vamos a por ella.

Jamie permaneció inmóvil, mirándolo.

—Así fue como convenciste a Sarán de que te diera mi número de teléfono, ¿no es así? ¡La sobornaste!

—Yo quería el número y ella quería el dinero. —Rand sonrió divertido. La tomó de la cintura y la acercó a él—. ¿Por qué te molestas tanto? ¿Porque no he usado el número para llamarte?

—¡Ése no es el problema y tú lo sabes! —le indicó Jamie con frialdad, retirándole la mano de la cintura y apartándose—. No me gusta que mi prima aprenda a… ¡aceptar sobornos!

La frialdad de su mirada lo puso a la defensiva de inmediato.

—Jamie, nada hay de malo en pagar por ciertos favores y privilegios. Así es como se hacen las cosas en esta vida.

—Te refieres a cómo proceden los niños ricos y maleducados que creen que pueden comprarlo todo con su dinero.

Eso no le gustó a Rand. Llevaba años luchando en contra de la etiqueta de elitista.

—Dar propinas generosas dista mucho de ser…

—¿Propinas generosas? —le interrumpió Jamie—. Vaya forma que tienes de jugar con las palabras. Has transformado el soborno en propina generosa con sólo mover la lengua. Supongo que también diste una propina generosa a Sarán cuando te dio mi número de teléfono.

—¿Siempre tienes que decir la última palabra? —preguntó Rand, tenso.

—Sólo cuando tengo razón.

—Cuestión que está por ver. Por lo que a ti respecta, ¡nunca hay una ocasión en la que no estés en lo cierto!

Jamie ansió tener una respuesta inmediata. Lamentablemente, no se le ocurría ninguna. En lugar de tartamudear airada, se obligó a guardar silencio con los brazos cruzados al frente y contempló la alegre concurrencia, en busca de inspiración. No ocurrió, pero distinguió un rostro conocido. Uno muy atractivo que hacía que latieran apresurados los corazones de las chicas desde que empezó a ir a la escuela. Su hermano Steve.

Divertida, se dijo que debía de haber imaginado que Steve Saraceni estaría allí esa noche. Steve la vio en el mismo instante que ella. Su atractivo rostro mostró una sonrisa amplia y de inmediato se dirigió hacia su mesa.

—Hola, nena, ¿qué haces aquí? —preguntó levantándola en el aire para hacerla girar.

Rand los observó luchando contra las emociones que lo invadían. Aquel tipo con cara de actor de cine abrazaba a Jamie con una familiaridad que sólo se concedía a amigos o amantes de mucho tiempo. Y aquel hombre no era de los que tenían a las mujeres como amigas. Además, la forma como Jamie lo miraba…

Tragó saliva con dificultad. Rand había visto a Jamie mirar al atractivo Daniel Wilcox como si fuera un insecto que debía aplastar. Pero la diversión y el afecto que reflejaban sus ojos en ese momento, al contemplar a la mole que todavía no la había depositado en el suelo, transmitía un mensaje muy diferente.

Era evidente que había tenido un pasado con ese hombre. Con toda su cautela y precaución con los «vividores», tenía que haber supuesto que alguno le había causado un daño profundo. Y ese tipo de vestido a la última moda parecía ser el competidor número uno para ganarse el título de ese año.

—Baila conmigo. —Steve tomó a Jamie de la mano y la llevó a la pista de baile. Un grupo de bailarines, importados de la Isla Esmeralda, daba instrucciones a la alegre multitud para ejecutar un baile irlandés.

Jamie se volvió hacia Rand. Los miraba furioso. La joven, en ese momento, se negó a dar un paso más.

—Espera un momento, Steve, hay alguien a quien quiero que conozcas.

—¡Que no sea otra de tus amigas ansiosas de conocerme! —protestó Steve—. Jamie, ya deberías saber que eso no funciona conmigo. Se enamoran de mí y luego tú te enfadas conmigo cuando las cosas no funcionan.

—No te preocupes. Cumpliré mi promesa de no volver a presentarte a una amiga, por mucho que me supliquen —tiró de su brazo—. Quiero que conozcas a mi acompañante esta noche, Rand Marshall. Está allí.

Steve estudió la mirada furiosa de Rand y sonrió a su hermana.

—En este caso es él quien está ansioso por ti, Jamie. ¿Quieres saber algo divertido? Él cree que existe algo entre tú y yo. Parece que le gustaría trocearme y usarme como carnada para su caña de pescar —soltó una sonora carcajada.

Rand apretó los labios. La escandalosa risa de aquel tipo sería lo último que permitiría. ¡Nunca dejaría a Jamie en manos de ese vano pavo real! Avanzó hacia ella, presa de sentimientos que hasta ese momento le habían resultado desconocidos. Nada, ni el tan cantado orgullo de los Marshall, lo habría mantenido alejado de Jamie.

—Rand, éste es mi hermano Steve —le indicó la chica en el momento en que llegó a su lado. Su expresión hostil la asustaba—. Steve, éste es Rand Marshall.

—¿Tu hermano? —repitió Rand atónito—. ¿Éste es tu famoso hermano Steve?

—El mismo que viste y calza —sonrió éste, tendiéndole la mano—. ¿Así que eres el nuevo amigo de Jamie? —Lo estudió especulativo—. No te pareces a los que suelen acompañarla.

—No digas ni una palabra más —le advirtió Jamie.

—¿Cómo son? —insistió Rand.

—Tipos bien entrenados y reprimidos —rió Steve—. Y siempre la aburren porque ella también está bien entrenada y reprimida.

Rand dejó escapar una carcajada.

—Ya que os entendéis los dos tan bien, ¿por qué no me marcho? —intervino Jamie con frialdad. Al verlos recordó que durante toda su vida había buscado hombres que en nada se parecieran al rompecorazones de su hermano, sólo para caer en manos de uno de ellos. Su pulso latía con ansiedad—. Supongo que os será más fácil tomar a las chicas por asalto sin que esté por aquí para inhibiros —empezó a alejarse.

Rand extendió un brazo, la rodeó por la cintura y la atrajo hacia él.

—La única chica a la que espero tomar por asalto esta noche es a ti, Jamie —le indicó, arrastrando las palabras.

—¡Bien hecho! —Aplaudió Steve. Pellizcó la mejilla de su hermana—. Es agradable verte con un hombre al que no puedes asustar.

—Sería agradable encontrarte a ti con una mujer que no se dejara dominar solo por tu falso atractivo —le indicó ella a Steve con tono severo.

Steve estaba feliz en lugar de sentirse insultado.

—Mi hermanita menor —le palmeó el hombro con afecto—. Siempre criticando mi estilo de vida. Es mi crítica más mordaz, pero es a la que más quiero.

—Eres consciente, por supuesto, de que te he oído decirle lo mismo a mamá, a la abuela, a Cassie y a Sarán —comentó Jamie sin dejarse conmover por su devoción de hermano.

Steve soltó una risita y, acercándose a Rand, le dijo muy quedo:

—Tú tampoco podrás engañarla, Marshall, y te recomiendo que no lo intentes —besó la mejilla de Jamie, se despidió de Rand y se perdió en la multitud. Éste y Jamie se miraron un tanto confundidos.

—Steve me comentó que tú creías que él y yo formábamos una pareja —manifestó la chica en un intento por llenar el silencio entre ellos.

—Estaba equivocado. De inmediato advertí el parecido entre vosotros.

—Ah, sí —se burló ella—. Por eso te mostraste tan incrédulo cuando te dije que era mi hermano. Pensaste que era un antiguo novio y estabas celoso —al hacer su declaración, se mostró en extremo complacida.

—Tan celosa como tú te manifestaste cuando te dije que había ido acompañado a Darby’s —replicó Rand de inmediato.

—Es increíble. —Jamie suspiró con impaciencia—. Ya empezamos a discutir de nuevo. Discuto más contigo que con cualquier otra persona, incluyendo a Steve y a Sarán —dejó escapar una risa confusa y sacudió la cabeza.

—¿Quieres saber por qué discutimos tanto?

—Porque somos incompatibles.

—Porque nos deseamos tanto, que estamos ardiendo y todavía no hemos podido actuar al respecto. Créeme, cariño, no hay nada mejor que la frustración sexual para mantener tu temperamento a punto de ebullición.

—Debí haber esperado ese comentario —le indicó Jamie, tensa—. Cuando no estamos discutiendo, hablamos de sexo.

—Conozco una manera de cambiar la situación. Vente a la cama conmigo esta noche, Jamie. Eso eliminará la frustración, las discusiones y las constantes conversaciones sobre sexo.

—¿Según tú, si duermo contigo de inmediato nos transformaremos en acompañantes compatibles que sostendrán discusiones sustanciosas sobre temas como música, literatura y asuntos internacionales? —Era una proposición risible y Jamie se rió—. ¿De verdad me crees tan inocente?

—Esperaba que lo fueras. Un hombre tiene derecho a soñar, ¿no es así?

—Por supuesto, sigue soñando —los ojos de Jamie brillaban divertidos. De pronto se puso seria—. Rand, exageré mi reacción cuando sobornaste al portero. Esa discusión nada tenía de sexual. Era una diferencia de opiniones y siento haberte condenado de esa manera.

Rand se quedó sorprendido por la disculpa inesperada. Pensó que había dedicado poco tiempo a hablar de esas cosas en sus tratos con las mujeres. Siempre había creído que la acción, la acción sexual, era más efectiva que las palabras como forma de comunicación.

Un instante después comprendió que el sexo también era una forma efectiva para evitar la comunicación. Abrió mucho los ojos. Santo Dios, exclamó en silencio. ¿Qué era eso? ¿Una revelación? Se dio cuenta de que Jamie lo observaba intrigada.

—Parece que te ha caído un rayo encima —comentó ella—. ¿Tanto te sorprendió mi disculpa? —A diferencia de Rand, estaba acostumbrada a discutir las cosas; era imposible vivir entre los parlanchines Saraceni sin adquirir habilidades de comunicadora.

—No sé qué decir —pensó que era cierto. ¿Sexo para evitar la comunicación? ¿De dónde surgían esas ideas? ¿Y por qué las tenía?

—Bueno, también podrías disculparte. Podrías decir: «trataba de impresionarte. No me di cuenta de que me estaba exhibiendo como elitista».

—¿Arrogante elitista? ¡No lo soy!

—No he dicho que lo fueras. Sólo he dicho que lo parecías.

—Si lo parecí, y no fue así, lo siento.

—Vaya disculpa sincera.

De alguna forma la tensión entre ellos se disipó. Los dos se sonrieron.

—En ocasiones suelo convertirme en una predicadora y exagero —reconoció Jamie—. Y tienes razón. Tiendo a creer que siempre tengo la razón —sus ojos azules brillaban maliciosos—. ¿Será porque casi siempre la tengo?

—Si bien no me disculparé por haberle dado una propina al portero, reconozco que no debí haber sobornado a Sarán para que me diera tu número de teléfono —se rió Rand.

—El cual hasta ahora no has usado.

—Lo cual pienso remediar y hacer pleno uso de ello.

—En realidad no tienes razón para hacerlo —le indicó apresurada—. El único teléfono que hay en casa está en la cocina, donde siempre está toda la familia. Escuchar conversaciones telefónicas es uno de los pasatiempos favoritos de los Saraceni.

—Eso significa que no podrás hacer comentarios picantes por teléfono. —Rand mostró una decepción fingida—. Tal vez sea mejor que no te llame.

Los dos se contemplaron con afecto.

—Ahora vamos a cantar y quiero que todos nos acompañen —anunció un jovial tenor por el micrófono. Circulaban hojas impresas con las letras de las canciones entre la concurrencia y alguien dejó una en manos de Jamie.

—¡Perfecto!, incluirán Clancy Lowered the Boom —exclamó la joven cuando la orquesta empezó a interpretar los primeros compases.

—¿Se supone que debemos cantar? —Rand no parecía muy complacido.

Jamie se unió al coro festivo, riendo cuando se equivocaba o desentonaba. Podría ser cauta y recelosa en sus citas, pero no cuando se trataba de divertirse. Rand se agitaba inquieto. No le gustaba participar, prefería observar y no involucrarse en actividades de grupo.

Desde su infancia, quizá como repudio a la indiferencia y desaprobación de sus padres, se había mantenido aparte de los demás. Pero después de conocer a Jamie había sentido esa urgencia inexplicable de acercarse, de vencer los obstáculos… tangibles o no… que existían entre ellos. Quería estar cerca de ella, y no sólo sexualmente. Quería una intimidad emocional, algo que siempre había tenido mucho cuidado de evitar.

Aquella palabra reverberó en su mente. ¿Intimidad emocional?

Le invadió un sudor frío. En verdad era aterrador el ser impactado por un descubrimiento como ése en medio de un salón de fiestas, entre una multitud que berreaba una balada irlandesa.

¿Qué estaba sucediendo?, se preguntó frenético. Él no era aficionado a las introspecciones, pero en ese momento sus pensamientos parecían semejarse mucho a esos libros de psicología para aficionados que encabezaban las listas de popularidad.

—Vamos, Rand, canta con nosotros —le alentó Jamie con mirada chispeante.

Él negó con la cabeza, preocupado por las revelaciones que estaba descubriendo. Mujeres versadas en esos libros sobre hombres que se negaban a amar le habían acusado de tener fobia a los compromisos. Él había aceptado su diagnóstico sin darle importancia; en ocasiones hasta lo usaba como una excusa de su comportamiento.

Pero la verdadera fobia por los compromisos no deseaba los peligros de la intimidad emocional. Cualquiera saldría corriendo ante el solo pensamiento. Rand observó los ojos risueños de Jamie y comprendió que no iría a ninguna parte.

—No necesitas estar tan aterrorizado —bromeó Jamie, tomándolo de la mano—. Es imposible que cantes peor que yo.

—Cariño, lo que está pasando por mi mente es realmente aterrador y nada tiene que ver con el canto.

La chica pensó que, si lo hubiera presionado, quizá se habría lanzado en su diatriba en contra de los compromisos, provocando otro distanciamiento entre ellos. En lugar de ello, Jamie se unió al siguiente coro.

El entusiasmo y ambiente festivo de la concurrencia eran un antídoto efectivo contra el mal humor. Jamie no volvió a discutir con él y, después de un rato, Rand se unió al coro. Bebieron cerveza verde, probaron el auténtico estofado irlandés con col, cantaron un poco más y participaron en intentos hilarantes de aprender una danza folklórica irlandesa.

Poco después de la medianoche, la orquesta interpretó una serie de baladas lentas y románticas. Después de horas de ruidosa diversión, las parejas estaban ansiosas de bailar tranquilas. Lo mismo ocurría con Jamie y Rand. No tuvieron que intercambiar palabra. Tomados de la mano, fueron a la pista de baile.

Rand la acercó y la moldeó contra él. Jamie le rodeó el cuello con los brazos con un suspiro. Se mecían lentamente, en perfecta sincronía, como si formaran pareja desde hacía muchos años.

Una de las manos de Rand subió por la espalda de la chica para tomarla de la nunca. La acarició sensualmente y sus dedos se enredaron en la delgada cadena de la que pendía el pequeño trébol de oro.

Le gustaba que llevara la joya que él le había regalado; le parecía una especie de símbolo que la designaba como suya. Pensó que ése era el propósito de las sortijas de matrimonio. Aquella incómoda idea se abrió paso en sus pensamientos y la apartó en un acto de autodefensa para concentrarse en la intoxicante sensación de tener a Jamie entre sus brazos.

* * *

Horas más tarde se despidieron frente a la puerta de la casa de Jamie después de darse un largo y apasionado beso. Eran casi las tres de la mañana y el pequeño portal estaba fuertemente iluminado.

Rand se protegió los ojos con una mano al emprender la marcha hacia su coche. Se volvió y descubrió a Jamie en la puerta, observándolo.

—¿Qui… quieres hacer algo mañana? —preguntó él buscando mostrar una despreocupación que distaba mucho de sentir.

—Le prometí a mi padre que lo acompañaría a la playa para que Brandon y Timmy volasen sus nuevas cometas.

—¿Se me permite sugerirte que cambies de planes? Deja que otra persona de tu numerosa familia acompañe a tu padre y a los niños a volar cometas.

—No hay otra persona que pueda hacerlo. Mamá tiene que trabajar con sus muñecas. Cassie y Sarán tienen trabajo en el centro comercial y, para variar, con Steve no se cuenta. La abuela ya no está para volar cometas. Papá no puede ayudar a ambos niños al mismo tiempo. Realmente se requiere la presencia de dos adultos.

—¿Y qué hay del padre de los chicos? —insistió Rand—. ¿No suele visitarlos los fines de semana? Deja que él se haga cargo de ellos.

—Su padre goza de privilegios de visita. —Jamie apretó los labios—, y dos o tres veces al año aparece por aquí durante unas horas, hace muchas promesas que nunca cumple y desaparece de nuevo. Por eso jamás rompo una promesa que les haya hecho a los niños. Tampoco lo hacen Cassie o mis padres. Queremos que sepan que en el mundo hay personas que sí cumplen su palabra.

—Muy admirable. —Rand estaba de vuelta frente a los escalones del pórtico, a corta distancia de ella—, pero demasiado inconveniente para mí. Supongo que la única manera de poder verte mañana es que me ofrezca a acompañaros a volar cometas.

—Me gustaría que fueras, pero no quisiera imponértelo —se apresuró a indicarle Jamie.

—Y lo que me vuelve loco es que lo dices en serio. No se trata de un juego de manipulación. Irás, te acompañe o no. Lo cual deja la pelota en mi lado de la cancha.

—Así es el tenis —sonrió ella—, pero en este caso hablamos de volar cometas.

—Lo cual hace años que no practico.

—Tal vez sean demasiadas las cosas que no haces. Dejas que las hagan por ti.

—¡Hablas de mí como si fuera un vago inactivo! —protestó Rand—. Hago mucho ejercicio en el club y a veces incluso juego al golf.

—Actividades que afirman tu masculinidad —manifestó Jamie—. Y no hablo de hacer ejercicio. Me refiero a que no haces nada con mujeres excepto quizá una obligatoria cena ocasional, el cine, o una fiesta. Por lo demás, cuando estás con una mujer, pasas la mayor parte del tiempo en la cama.

—Puedo asegurarte que cuando estoy en la cama con una mujer, hago algo. Con ella, o a ella —agregó con tono sugerente.

—Sabía que dirías algo así —le indicó Jamie, ruborizada muy a su pesar—. Esperaba que te contendrías, pero es evidente que no ha sido así.

—Crees que me conoces mucho —gruñó Rand—. ¿Estoy en lo correcto al asumir que aprendiste todas estas teorías de tu hermano Steve? ¿Qué es lo que has estado haciendo durante todos estos años? —preguntó molesto de que pudiera describir tan bien su vida—. ¿Siguiendo a tu hermano tomando notas?

—Sólo escuchando, observando y archivando hechos en la mente —para dar énfasis a su insulto, Jamie echó un vistazo a su reloj—. Ya es muy tarde, Rand. Buenas noches y gracias por la velada. Fue muy divertida.

—Ya has pronunciado tu discurso cortés de despedida. Justo antes de que te besara. Me molestó antes y ahora más todavía.

—Entraré en casa. Estás buscando otra discusión.

—¡Sólo quiero llevarte a la cama para poder sacarte de mi mente! —se contuvo, abrumado por su exabrupto. Pensó que si la chica le diera con la puerta en las narices y se negara a volver a verlo, se lo merecía. En lugar de ello, Jamie se rió, por muy increíble que resultara.

—Se supone que no debes revelar tus verdaderas intenciones, Rand. Debes mantener tu agenda secreta bien oculta, disfrazada bajo palabras dulces. Cuidado, Rand. Pierdes el control. Steve jamás cometería un error como ése.

Ella se alegraba de que fuera así. El hecho de que Rand manifestara abiertamente su frustración, de hombre a mujer, era preferible a sus falsas zalamerías.

Atónito, Rand la contemplaba sin saber si reír o estrangularla. La afectaba como ninguna otra mujer lo había hecho en su vida.

—Eres tan… tan… —Le faltaban las palabras. Maldijo en silencio y si estuviera escribiendo una escena similar como Brick Lawson, no tendría dificultad para salir con un comentario ingenioso o hiriente. Pero como Rand Marshall, viviendo su vida real, de pronto se había quedado mudo.

—Buenas noches, Rand —se despidió ella con dulzura, volviéndose para cerrar la puerta.

—No terminaremos la velada de esta manera —murmuró él. Tenía que reafirmar su dominio sobre la relación. Le era imperativo—. Dame un beso de despedida.

—Pero ya lo…

—No discutas, sólo hazlo —le cogió ambas manos y la acercó a él.

Jamie evaluó la situación al observarlo. En realidad no estaba molesto, se dijo, más bien estaba desconcertado e inquieto. La deseaba sin quererlo. Una sonrisa se esbozó en sus labios. ¡Vaya inconveniente para él!

La fuerza de su mirada la atraía, doblegándola a su voluntad, haciéndola olvidar todo menos la magia que encontraba en sus brazos. Se habían divertido mucho esa noche, excepto cuando discutían, e incluso una discusión con Rand era algo interesante y excitante. Lo que sentía con él y por él, nunca lo había experimentado con ningún otro hombre.

Con los dedos trazó el contorno de los labios de Rand. El deseo la estremecía. Tenía una boca tan tentadora, sensual… quería tanto besarlo.

—Rand —murmuró, rodeándole el cuello con los brazos, fundiendo su cuerpo con el suyo. Levantó la cabeza y le besó en los labios. Luego el beso se hizo profundo y colores salvajes explotaron en su mente como fuegos artificiales. La mano de Rand se deslizó bajo su vestido para acariciarle un seno, tocando la punta erecta con el pulgar hasta hacerla gemir de placer.

De pronto, sin advertencia previa, se apartó de ella. Jamie aspiró bruscamente y se apoyó en el marco de la puerta.

—Buenas noches, Jamie —los ojos de Rand brillaban como joyas bruñidas. Se sentía poderoso, conquistador. La rendición de la chica había sido absoluta e incondicional. Había dejado muy claro que él era su dueño, que la haría suya cuando quisiera. Triunfante, se dirigió a su coche, dejándola aturdida y preocupada—. ¿A qué hora pensáis ir a la playa? —preguntó antes de abrir la puerta.

—Después de ir a misa —respondió ella, alterada—. Al mediodía.

—Nos veremos aquí.

—¿Irás con nosotros? —preguntó sorprendida.

—Estaré aquí a las doce.

Jamie permaneció frente a la puerta escuchando el motor del coche que se alejaba en las calles tranquilas de Merlton. Cuando el silencio reinó de nuevo, apagó la luz del portal y entró en la casa.

Pensó en Rand hasta caer en un sueño inquieto, soñando con un hombre de ojos dorados cuyas hábiles manos la acariciaban, conociendo sus secretos más íntimos, y cuyos labios firmes y sensuales la elevaban a alturas de placer nunca antes imaginadas.

Y se despertó con la piel encendida, el cuerpo palpitante y con el nombre de Rand en los labios.