Capítulo 1

-Ella dijo que no.

Rand Marshall advirtió el tono de abierta incredulidad en la voz de su amigo y reprimió una sonrisa. El apuesto y adinerado soltero, Daniel Wilcox, no estaba acostumbrado a que nadie le dijera que no… y menos una mujer.

—¿Quién te dijo que no? —preguntó Rand. Estaban en un restaurante de moda esperando a que les sirvieran la cena. A las siete de la noche y en jueves, el lugar estaba casi desierto y se podía conversar tranquilamente.

—Ella. Ya sabes quien: Jamie Saraceni. La chica de la que he estado hablándote durante las últimas tres semanas.

—Ah, sí, la incomparable Jamie —en esa ocasión Rand no intentó ocultar una sonrisa divertida—. Durante las últimas tres semanas me has estado hablando de tu campaña para atraer a la escurridiza Jamie a tu cama. ¿Después de tanto esfuerzo de tu parte te ha mandado a paseo?

—¿A la cama? No he logrado que acepte salir conmigo —manifestó Daniel decepcionado—. Ni siquiera una sola vez. Le he enviado rosas, bombones, globos, tarjetas graciosas, muñecos de trapo… La he llamado por teléfono al menos una vez al día. Conseguí entradas para un espectáculo de Broadway en Nueva York. Le propuse invitarla y que pasáramos la noche en el Plaza. ¡En el Plaza! ¿Conoces a alguna mujer que se resistiera a eso?

—Pero ella lo hizo.

—¿Crees realmente que ella era sincera cuando me dijo que no estaba interesada en salir conmigo?

Sólo un soltero de treinta y cuatro años con más de veinte años de experiencia en salir con chicas atractivas podría hacer esa pregunta cuando había reunido tantas evidencias de su rechazo. Ése era Daniel. Pero pensándolo bien, Rand también.

Con gesto pensativo observó a su amigo, al que conocía de sus tiempos de estudiante en la universidad. Todavía tenía la apariencia juvenil que siempre lo había caracterizado. Era un dentista de éxito cuya apariencia y habilidad le habían permitido hacerse de una enorme clientela. Hasta entonces, jamás se había encontrado con una mujer que lo rechazara.

—Tal vez esté jugando a hacerse la difícil —sugirió Rand.

—También pensé eso al principio —comentó Daniel desolado—, pero cuando rechazó mi invitación de llevarla al Plaza… empecé a comprender que realmente no quiere salir conmigo —lanzó un suspiro profundo—. No estoy acostumbrado al rechazo, Rand. No sabes cuánto me afectó.

—Tal vez esté saliendo con otro —le indicó Rand con tacto. A él también le costaba trabajo comprender la situación.

—No. Estoy seguro de ello. Ángela Kelso, una de mis asistentes, es amiga suya. De hecho, por ella fue por quien nos conocimos. Jamie me llevó a un sobrino a consulta por recomendación de Ángela.

—Y fue amor a primera vista. Al menos de tu parte —concluyó Rand.

—Ángela me ha dicho que ni siquiera está saliendo con alguien en este momento. Pensé que lo lograría con sólo pedírselo y… —En un gesto dramático, Daniel se llevó las manos a la cabeza—. Quizá esté llegando a la edad de la que tanto me advirtieron mis padres… ya sabes, si sigues jugando, llegará un momento en que todas las chicas buenas ya estarán repartidas y terminarás solo. ¿Será ésta la manera que tiene la naturaleza de decirme que si no me caso pronto terminaré como un viejo solterón?

—Lo serás si empiezas a creer en esa tontería —sonrió Rand—. Olvídate de esa chica. Llama a alguien ahora mismo. Te garantizo que en diez minutos tendrás una cita. Olvídate de la imagen de solterón que causa lástima. Yo lo hice hace años.

—¿Tu familia te sometió a las mismas presiones?

—Fue peor aún. No lo acepté entonces y no lo acepto ahora. No son más que tácticas atemorizadoras para obligarnos a aceptar los patrones que ellos han diseñado para nosotros.

Y Daniel ni siquiera conocía la mitad del panorama. Su familia estaba satisfecha con su profesión de dentista, satisfecha con él como persona, como hijo. Sólo su empedernida soltería era lo que los señores Wilcox no aceptaban.

Sin embargo, los padres de Rand, Wilson y Letitia Marshall, desaprobaban todo lo relativo a su hijo. El escribir novelas de suspense llenas de sexo no era lo que ellos consideraban una forma decente de ganarse la vida, por muy bien remunerado que estuviera. Su última producción le había garantizado un anticipo enorme.

No obstante, los Marshall del condado Ablemarle en Virginia no se dejaban impresionar. Ya tenían mucho dinero, una fortuna antigua, y su linaje de sangre azul se remontaba a una de las primeras familias pobladoras de Virginia. Las novelas sensuales de Rand y su poco ortodoxo estilo de vida eran demasiado… explosivas para sus gustos. Hacía años que consideraban que el nacimiento de Rand, su segundo hijo, había sido un lamentable accidente. Su primogénito, Dixon, siempre había sido la culminación de sus ambiciones paternas.

Rand se obligó a volver a concentrarse en el problema de Daniel. Siempre pragmático, prefería hacer frente a situaciones que tuvieran solución. Las diferencias con su familia no entraban en osa categoría.

—Hazte un favor y consíguete una cita para esta noche —comentó a Daniel—. Necesitas recobrar la confianza en ti mismo. Llama a una mujer que sepas que se pondrá contenta al saber de ti.

—Tal vez tengas razón —aceptó Daniel con renuencia.

—Claro que la tengo. —Rand dio una palmada a su amigo en la espalda.

—Podría llamar a Mary Jane Strayer. Ha roto citas en otras ocasiones por salir conmigo.

—¡Maravilloso! Ve a llamarla ahora. Concierta algo para esta misma noche.

—Creo que lo haré. Jamie Saraceni ha perdido su oportunidad. Ya no haré más llamadas a la Biblioteca Merlton.

—¿La Biblioteca Merlton? —repitió Rand, confuso.

—Allí es donde Jamie trabaja. Es la bibliotecaria de la sección infantil. Es el único sitio a donde puedo llamarla. El teléfono de su casa es privado y no ha querido darme el número —agregó avergonzado.

—¿La chica es bibliotecaria? —se rió Rand.

—Claro, ríete —protestó Daniel—. Apuesto a que tú tampoco consigues una cita con Jamie. Después de todo, eres tan resbaladizo, superficial, arrogante, agresivo y satisfecho de ti mismo como yo.

—¿Todos esos calificativos son de ella?

—Los utilizó cada vez que le pregunté por qué no quería salir conmigo —asintió Daniel—. Dice que los tipos como nosotros le revuelven el estómago.

—¿Sabes? Empiezo a pensar que esa chica no está jugando a hacerse la difícil. La señora bibliotecaria realmente habla en serio. Has despertado mi curiosidad —la sonrisa de Rand se asemejaba a la de un cocodrilo que acabase de encontrar su próxima presa—. Tal vez merezca la pena darse una vuelta por la Biblioteca Merlton para conocer a esta diosa de la bibliofilia.

—Adelante —le indicó Daniel con avidez no disimulada—. Me gustaría verte frustrado también.

—Daniel, viejo amigo, la mujer que se me resista aún no ha nacido —sonrió Rand—. Y si eso le parece superficial, arrogante o lo que sea, no importa.

—Ya veremos cuan arrogante, etcétera, etcétera, te sientes después de que Jamie Saraceni acabe con tu ego —la perspectiva parecía complacerlo y Daniel sonrió por vez primera en esa noche—. Creo que iré a llamar a Mary Jane —se puso de pie y se alejó con paso decidido. Rand reprimió la risa. Wilcox ya se estaba reponiendo de su orgullo herido.

Luego entornó los ojos, pensativo. Daniel Wilcox, uno de los solteros más codiciados de la zona se había vuelto loco por una mujer que ni siquiera había querido darle su número de teléfono. Aquella chica había rechazado con éxito todo un plan de seducción que a lo largo de los años había demostrado ser útil con otras damas. ¿Cómo sería esa mujer?

Daniel volvió de hacer su llamada. Mary Jane se alegraría mucho de verlo más tarde esa misma noche. Rand tomó una decisión: iría a la biblioteca de Merlton al día siguiente para investigar el misterioso enigma llamado Jamie Saraceni.

* * *

En la Biblioteca Merlton reinaba el caos. La encargada de leer cuentos a niños entre dos y tres años estaba atascada en la autopista 295 con un neumático pinchado, dejando plantado al grupo de ocho niños cuyas agradecidas madres ya se habían marchado.

Los «niños encerrados» de la biblioteca, críos en edad escolar que asistían a diario después de salir de la escuela hasta que sus madres trabajadoras pudieran recogerlos, estaban inquietos después de la jornada en las aulas. Los pequeños, cuyas edades fluctuaban entre los cinco y los diez años, se reunían allí ya que en sus casas no había quien se hiciera cargo de ellos. Los limitados presupuestos familiares no les llegaban para pagarse cuidadores profesionales.

Cindy, la nueva voluntaria en ese trabajo, estaba atemorizada ante la perspectiva de tener que archivar miles de libros en los estantes siguiendo el sistema decimal Dewey. Había anunciado que no podía con la tarea y desaparecido en busca de un rincón para leer el número más reciente de Rolling Stone.

Tres lectores de edad madura esperaban en fila para sacar su material de lectura de la biblioteca.

Jamie observó el panorama y se preguntó por qué el programa de estudios de biblioteconomía no incluía un curso en administración de crisis. Para su fortuna, creció en el poco ortodoxo bullicio y la confusión de la familia Saraceni: era como vivir en un circo de tres pistas.

Jamie se hizo cargo de la situación obligando a Cindy a que les leyera a los niños. Envió a Ashley, una chica de diez años, para que la ayudara. Con eficiencia hizo un registro de los libros que salían y llevó al grupo de escolares al salón de investigaciones en busca de su merienda.

Poco tiempo después, la calma renacía en la biblioteca. Jamie la aprovechó para clasificar un pedido de libros recibido esa tarde. De pie detrás del mostrador, inmersa en su trabajo, levantó la vista al darse cuenta de que otro lector se le aproximaba.

—¿Puedo ayudarle? —Sus ojos se encontraron con unos de color castaño claro, de un tono extraño, casi dorados. Estaban alerta y denotaban inteligencia; eran lo más destacado en un rostro masculino de rasgos atractivos.

La mirada de Jamie los analizó todos al instante. La fina y recta nariz, la boca firme y el fuerte mentón partido, el cabello espeso de color castaño oscuro y la camisa y el pantalón ajustado que daban muestras de largos períodos de uso.

Era muy alto, quizá midiese uno noventa; su cuerpo musculoso parecía muy fuerte.

A Jamie se le secó la boca y parpadeó en un gesto involuntario. Aquel nombre poseía un magnetismo viril y una intensidad sensual que provocó una respuesta muy primaria en el fondo de su ser. Se quedó sin aliento, desconcertada. Nunca antes había sentido una reacción física semejante ante un hombre. Un suave calor la sofocaba, ruborizándola.

—Es… estoy buscando un libro —balbuceó Rand y casi gimió por lo estúpido de su respuesta. ¿Qué otra cosa podía buscar en una biblioteca?, se preguntó a sí mismo.

Tenía la mente en blanco. Se le había olvidado el motivo de su presencia allí. Desde el momento en que se enfrentó con aquella mirada de un azul tan intenso, le pareció que el mundo se volvía del revés.

Había oído hablar de mujeres «despampanantes», por supuesto, pero ésa era la primera ocasión que en realidad comprobaba la veracidad de aquella palabra. Le había bastado lanzar una mirada a aquella joven para perder el sentido.

Rasgo por rasgo, aquella mujer no caía en la categoría de una belleza clásica. Pero el conjunto… la boca amplia de labios sensuales, la barbilla elevada y nariz pequeña… hacía que se olvidara el criterio de una belleza clásica. Su sedosa piel blanca contrastaba con su brillante cabello que le llegaba hasta los hombros, tan negro como la noche. Pero fueron sus ojos de color azul oscuro enmarcados por oscuras y espesas pestañas los que más lo impactaron.

Rand contuvo el aliento y bajó la mirada a su blusa amarilla de seda. Bajo ella sus senos firmes parecían caber en sus manos a la perfección. Cuando su mente se atrevió a ponderar su forma y tamaño, apenas pudo reprimir un gemido de excitación.

La tarjeta de identificación prendida en su blusa indicaba que se llamaba Jamie Saraceni. Era la bibliotecaria, la chica que había transformado a Daniel Wilcox en un ansioso adolescente que jadeaba a la puerta de la biblioteca. Los ojos de Rand brillaron con determinación e intriga. Nunca había rechazado un desafío.

—¿Qué libro es el que busca? —preguntó Jamie. Se obligó a apartar la vista de él. Era el hombre más sensual que hubiera visto y ella, Jamie Saraceni, que se enorgullecía de su habilidad para ver más allá de las apariencias, vibraba ante la corriente de chispeante masculinidad que emanaba de aquel hombre.

La manera en que la miraba, con esa expresión desafiante, despertó campanas de alarma en su mente. Debía de ser un hombre atractivo y agradable que se deleitaba en romper corazones femeninos y seguía su camino sin importarle las miserias que dejase a su alrededor. Conocía a los de su tipo y además se consideraba inmune a ellos. Para ella era una cuestión de orgullo.

—Tal vez no me haya oído —manifestó con frialdad. Por supuesto, la había oído, estaba segura de ello. Sólo estaba empleando trucos de contacto visual en los que tenía una gran experiencia. Apretó la mandíbula—. Le he preguntado qué libro buscaba.

Rand observó el montón de libros sobre el mostrador. Encima de todos se encontraba un ejemplar del último libro lleno de sexo, sangre y acción de Brick Lawson, el escritor de éxito adorado por los lectores en general y desdeñado por todos los críticos literarios serios.

La verdadera identidad de Brick Lawson, un pseudónimo, era un secreto bien guardado que despertaba especulaciones en revistas y periódicos que reseñaban el éxito de cada una de sus novelas. Se rumoreaba que Lawson era un agente secreto y que sus libros estaban inspirados en casos de la vida real. Sólo el editor, su agente, la familia y los más íntimos de sus amigos sabían que el autor de las sangrientas aventuras era Rand Marshall, el rebelde de sangre azul.

Los ojos de Jamie siguieron la mirada de Rand. Con cierta reticencia tomó el ejemplar de la última novela de Brick Lawson, cogiéndolo como si estuviese contagiado de peste.

—¿Busca esto? —Sin éxito trató de ocultar el disgusto en su voz.

—¿No le gusta Brick Lawson? —preguntó Rand, malicioso. Eran tantas las críticas que se lanzaban en contra de Lawson, que había desarrollado una coraza para volverse inmune. Sus novelas no eran obras literarias, bien lo sabía, pero se divertía escribiéndolas. ¡Y vaya que se vendían!

—Es un… escritor muy popular —parecía que se resistía a usar el término—. Ya tengo una lista de espera de más de tres páginas para su última creación.

Rand decidió que era mejor alejarse del tema de Brick Lawson.

—Dado que no estoy en la lista de espera, será mejor que busque otra cosa —volvió a atrapar la mirada de la joven, y de nuevo volvió a sentir algo parecido a una tremenda descarga eléctrica.

Era ridículo, se reprendió. Brick Lawson solía escribir acerca de la química sexual, pero eso era ficción. «Pura y simple ficción», agregaría Jamie Saraceni. Pero allí estaba Rand Marshall en la Biblioteca Merlton, reaccionando a la atracción que estaba surgiendo entre él y la bibliotecaria. Se asustaba y respondía al desafío a la vez.

—¿Qué es lo que a usted le… gusta? —preguntó él. Por su tono de voz, resultaba a todas luces dudoso que se refiriera a material de lectura.

La mujer dejó el libro que estaba clasificando, lo miró y respondió con el más gélido tono profesional de que fue capaz, ignorando su insinuación juguetona, si de eso se trataba.

—¿Por qué no se interesa por éste? Es un libro de suspense de espionaje político, muy bien escrito, con una trama de desarrollo perfecta y…

—¿No le parece que Assignment: Jailbait de Lawson está bien escrita y tiene una trama bien desarrollada?

—¡Por favor! —La chica levantó la mirada al cielo.

—¿Tan malo es?

—Admito no haberlo leído, pero he oído que es comparable a la obra maestra de Lawson: Land of 1000 Vices, que sí he leído. O traté de leer —sus enormes y expresivos ojos, muy abiertos, hacían innecesario cualquier comentario adicional.

—Déjeme adivinar —le indicó Rand—. No se convirtió en una aficionada a Vice.

—Cometí el error de tratar de leerlo durante la hora de la comida. Tuve que tirar mi bocadillo después del primer capítulo. Las escenas iniciales, alternadas con la seducción en la fábrica de bombones y la masacre en el estanque de los tiburones me dieron asco. Literalmente.

Tal vez debería sentirse ofendido, pensó Rand. Después de todo, Land of 1000 Vices era su obra de mayor éxito. Había vendido más de un millón, además de que lo habían llevado a las pantallas de televisión en una miniserie de éxito y ella le decía que le había dado asco.

—De acuerdo, la escena del tiburón era truculenta, pero ¿qué tiene en contra de la de la fábrica de bombones? —preguntó con fingida inocencia.

—¡Todo! —le espetó Jamie. La estaba provocando y ambos lo sabían. Lo que más la molestaba era su propia respuesta. Era experta en hacer caso omiso de las bromas y provocaciones; se enorgullecía de librarse de los bromistas con su fría calma. Pero no había sido así en esa ocasión. Aquel hombre la afectaba de alguna manera—. ¿Quiere el libro, o no? —preguntó decidida a reparar su error.

—Está bien, me lo llevaré. —Rand hojeó el ejemplar—. El autor es bien recibido por los críticos, pero sus volúmenes de ventas jamás se acercan a los de Brick Lawson. Supongo que es un comentario lamentable por mi parte en cuanto a los gustos del público.

Volvía a provocarla, pero en esa ocasión Jamie decidió que no mordería el anzuelo.

—¿Me permite su tarjeta de usuario de la biblioteca?

—¿Tarjeta de la biblioteca? —no había pensado en eso—. No… no tengo tarjeta de esta biblioteca. ¿Sirve la de Haddonfield?

—¿Haddonfield? ¿Allí vive usted?

Rand asintió, preparándose para lo que sucedería: la clásica pregunta de: «entonces, ¿qué está haciendo en Merlton?», se dijo que debería haber preparado una respuesta. Un residente de Haddonfield no iría a Merlton sin una razón específica. A pesar de que las dos poblaciones en el sur de Nueva Jersey estaban geográficamente a sólo unos kilómetros de distancia, un abismo monumental las separaba en el aspecto cultural, económico y social.

Haddonfield era una comunidad elegante de gente pudiente con pequeños comercios a la última moda. Los terrenos valían una fortuna. El atestado y venido a menos Merlton era de la clase trabajadora: la clásica población industrial.

—No todos los residentes de Haddonfield son apestosos millonarios —comentó Rand, seguro de que la chica era más que consciente de las diferencias de las dos poblaciones—. Contamos con algunos miembros de buena fe que pertenecen a la tradicional clase media —él no pertenecía a ese grupo, pero el instinto le decía que Jamie Saraceni lo aceptaría en ese caso.

—También algunos de ellos viven en Merlton —el tono de voz de la joven era un tanto defensivo—. No todos en la ciudad son corredores de apuestas o vendedores de lotería.

—Estereotipos —sonrió Rand y encogió los hombros—. Supongo que todos somos culpables de creer en ellos hasta cierto grado. Admito que hasta que la vi a usted, no me imaginaba que una bibliotecaria pudiera…

—No se moleste en decirlo. Al negar los estereotipos, de hecho los está reforzando —manifestó tajante—. Le daré una solicitud de tarjeta de lector. Así podrá llevarse el libro.

Se apartó del mostrador para abrir un cajón, dándole a Rand la oportunidad de verla de cuerpo entero. Su mirada recorrió su diminuta cintura, resaltada por un amplio tinturen azul y amarillo, y se deleitó con las suaves curvas de sus caderas, ceñidas de manera discreta por una estrecha falda azul marino. Mediría un metro sesenta y cinco, era esbelta y de complexión delgada, muy femenina en los sitios adecuados, según pudo observar Rand.

Se sintió excitado y rápidamente apartó la vista. Pero el hacerlo le resultó difícil y sucumbió a la tentación de estudiar sus piernas, enfundadas en unas medias de color.

Jamie se volvió a tiempo para sorprenderlo estudiando sus piernas. La apreciación sexual brillaba en sus ojos y ella se quedó inmóvil. Le parecía fuerte, peligroso y definitivamente fuera de su alcance.

Un estremecimiento de alarma la invadió. Después de todo, ¿qué sabía de él aparte de que suscitaba en ella la más intensa reacción física que jamás hubiera experimentado? ¿Y qué prueba de carácter era ésa? ¿Acaso Barbazul no había ejercido el mismo efecto carismático en las desafortunadas mujeres que se cruzaron en su vida? Además, ese hombre podría estar casado. Y ni siquiera sabía su nombre.

—Soy Rand Marshall —su voz era profunda y aterciopelada—. Tengo treinta y cuatro años de edad, soy graduado en la Universidad de Virginia y no estoy ni he estado casado.

¡Parecía haberle leído la mente! Jamie tragó saliva con dificultad y apartó la vista, tensa. Aquel hombre era experimentado; conocía y comprendía a las mujeres demasiado bien.

Rand le brindó lo que esperaba fuera su más reconfortante sonrisa mientras rellenaba la solicitud que ella le dejó sobre el mostrador. Advirtió la aprensión en sus ojos cuando sorprendió su mirada. Decidió que era el momento de darle seguridades de que no era el rompecorazones que imaginaba.

—Vivo en Haddonfield, pero he venido a Merlton por negocios —manifestó por hacer conversación, inclinándose un poco hacia adelante, transmitiéndole el mensaje implícito de que era un tipo agradable e inofensivo.

No la quería preocupada y en guardia. Tenía demasiada experiencia para no saber que ejercía sobre ella el mismo impacto físico que ella sobre él. De forma velada estudiaba a Jamie, tratando de evaluar el efecto de su amable sonrisa y tranquilizador lenguaje corporal. Por la expresión del rostro de la chica, comprendió que no había alcanzado su objetivo.

—¿Así que ha venido a Merlton por negocios? —Su tono de burla confirmaba que no confiaba en él ni en sus motivos.

Rand decidió que su credibilidad dependía de sus supuestos negocios en Merlton. Nunca podría mencionar a Daniel Wilcox, ni tampoco manifestaría que él era Brick Lawson. Si se enteraba de que él era el creador de una prosa que consideraba nauseabunda, no tendría ninguna oportunidad con Jamie. Lo rechazaría tal como había hecho con Daniel.

Su vista se detuvo en la portada de Assignment: Jailbait.

—Soy tasador de reclamaciones de seguros —manifestó adjudicándose la ocupación del personaje principal del libro. Todos los héroes de las aventuras épicas de Brick Lawson tenían ordinarias y seguras profesiones, lo cual hacía incongruentes sus andanzas en el mundo del sexo y el peligro—. Hoy es mi día libre, pero un cliente de aquí, de Merlton, me llamó y tuve que venir. Mi presentación no es la de un hombre de éxito, ¿verdad?

A Jamie eso le parecía plausible, pero había algo extraño en el brillo de sus ojos. ¿Un desafío masculino? ¿Una broma? Jamie no estaba segura, pero su intuición le advertía que debía estar prevenida.

Rand terminó de rellenar la solicitud y se la entregó.

—Gracias, señor Marshall —le indicó ella con tono profesional—. Prepararé su tarjeta en unos minutos.

—Llámame Rand —era una orden, no una petición.

Jamie no podía negarse. No estaba en la Inglaterra victoriana en la que llamar a alguien por su nombre de pila era inapropiado. No obstante, Jamie quería rechazar la solicitud. Por instinto sabía que era un hombre acostumbrado a ser obedecido, que trataría de dominar a cualquier mujer.

Pero no a Jamie Saraceni. No podía capitular ante ese… ¿tasador de seguros?, sensual, fuerte y excitante.

La impaciencia de Rand crecía. Jamie tenía un rostro expresivo y sus maquinaciones mentales eran demasiado manifiestas para él. Pensó en la inútil campaña de conquista de Daniel y se rebeló. Eso no habría de ocurrirle a él. Rand Marshall no estaba dispuesto a rogar o a arrastrarse por conseguir una cita con una mujer.

—Dame tu número de teléfono y te llamaré —le indicó con la autoridad procedente de una inconmovible confianza en sí mismo. La sonrisa condescendiente y el lenguaje corporal habían desaparecido para ser reemplazados por su propio estilo, casi siempre sensualmente peligroso e irresistible.

Tuvo un efecto inmediato en Jamie. La intensa excitación que la invadió fue abrumadora. Pero se dijo que cualquier fuerza capaz de sacudir su firme autocontrol debía ser evitada a cualquier precio.

—Preferiría no hacerlo —le indicó con firmeza.

—¿Qué? —exclamó atónito.

—Prefiero no darte mi número de teléfono. No hay motivo para ello.

Rand permanecía incrédulo y sin comprender. Eso nunca le había ocurrido antes. Cuando él le pedía su número telefónico a una mujer, esta de inmediato lo anotaba en un papel.

—¿Que no hay motivo para llamarte? —repitió incrédulo—. ¿Qué te parece para charlar contigo? ¿No son para eso los teléfonos?

—Nada tenemos que decirnos.

—¿Nada que decirnos? —La confusión, la frustración y la ira bullían en el interior de Rand—. Escucha, nena, ¡tengo mucho que decirte! —hizo una pausa para reunir sus pensamientos dispersos, la cual Jamie aprovechó.

—¡Pues si tienes algo que decirme, hazlo ahora, porque no tengo intenciones de darte mi número telefónico!

Rand se dijo que eso era algo que él no necesitaba escuchar. Debería salir de la biblioteca en ese momento para nunca volver. Estaba a punto de hacerlo cuando sus miradas se encontraron por accidente. Vio la furia que brillaba en los ojos de la chica, haciéndolos más hermosos e intensos. Contempló su boca. Los labios sensuales estaban apretados en un mohín que lo excitaba. ¿Qué se sentiría al tener aquella deliciosa boca contra sus labios?, se preguntó.

Una ola de calor se extendió desde su vientre por el pecho y fue directamente a su cabeza. Bajó la vista a sus senos y advirtió excitado cómo subían y bajaban bajo la seda de su blusa.

Su ira se transformó al instante en algo muy diferente. Se sentía estimulado y desafiado, como solía ocurrirle cuando trabajaba en la trama de alguno de sus libros.

—Sé lo que estás haciendo —le indicó con tono suave, desafiándola con la mirada—. Crees que haciéndote la difícil incrementarás tu encanto y…

—¡No me hago la difícil! —exclamó Jamie. La sola sugerencia la indignaba—. No quiero que… que me alcances, grandísimo…

—¿Bruto? —apuntó Rand—. ¿Grandísimo bruto? Aunque también podrías llamarme pedante, mula, maldito, o tonto —se trataba de epítetos que las heroínas de Brick Lawson lanzaban a sus galanes, antes de la inevitable rendición a sus encantos—. Puedo aportar más si lo prefieres. Mi mente es un diccionario ambulante.

—Puedo pensar en mis propios insultos. No necesito tu ayuda —le resultaba difícil mantener una actitud airada cuando de lo que realmente tenía ganas era de reír. Nunca había conocido a un rompecorazones que supiera burlarse de sí mismo.

Rand adivinó la risa que ella trataba de reprimir.

—Dame tu número telefónico, Jamie —le pidió con suavidad.

Jamie frunció el ceño. Pensó que él había advertido su momentánea debilidad y la había atacado de inmediato. Era demasiado rápido y perceptivo. Podría ser el tipo más atractivo y sensual que hubiera conocido, pero más le valía no dejarlo entrar en su vida.

—Ni en un millón de años.

—Jamie, sé por qué tratas de contenerte —no se dejaría intimidad—. Tienes miedo de lo que te hago sentir.

—Lo que me haces sentir es desprecio e… incredulidad ante tu altanería.

—¿En ese orden? —se rió Rand. Disfrutaba de aquella situación. No le importaba ese encuentro porque sabía que al final conseguiría lo que quería. ¿Qué mujer no lo había hecho? Extendió una mano y del mostrador tomó una hoja de papel de una libreta de notas y un bolígrafo—. Toma, cariño, escribe aquí tu número telefónico.

Jamie lo contempló atónita, sorprendida por su confianza en sí mismo, por su persistencia y sobre todo, por su enorme resistencia al rechazo. En verdad era un hombre que nunca había recibido una negativa de una mujer. Entornó los ojos. Estaba a punto de recibirla por vez primera.