o bastardo. En otras palabras: «pura basura», manchado a perpetuidad y sin derechos. Si la Señora hubiera concebido a su Hijo antes de casarse con José -así rezan los textos de Lucas (1, 26-39) y Mateo (1, 1825)-, habría entrado en la ya mencionada dinámica de los mamzerim. Doctores y rabinos -antes incluso del nacimiento del Maestro- habían discutido sobre el particular. ¿Qué consideración debía recibir el hijo nacido de una prometida (no casada aún oficialmente)? El tratado «Sanedrín» (capítulo VII, 9), como he mencionado, dice al respecto: «El que tiene relación sexual con una joven prometida (Deuteronomio 22, 23 y ss.): no es culpable en tanto no sea joven, virgen y prometida (en matrimonio) y se encuentre en la casa de su padre.» Para una de las corrientes de opinión en vigor en aquellas fechas, los hijos resultantes de este tipo de unión -amenazada en la Torá con «pena de muerte legal»- eran inexorablemente mamzerim. Y aunque el propio Hillel -uno de los brillantes sabios que precedieron al Hijo del Hombre- luchó por rebatir esta normativa, lo cierto es que en el año «menos siete», cuando nace Jesús, se hallaba vigente, con todas sus funestas consecuencias. Los creyentes -movidos por una fe encomiable pero infantil y sin el menor rigor jurídico- presuponen que el anómalo embarazo de María fue justificado ante los ojos de José y de la sociedad judía en base a las palabras del Evangelio: «encontrarse encinta por obra del Espíritu Santo». Doble error. En primer lugar porque dicho argumento -quedarse embarazada de forma sobrenatural-, de haber existido, habría movido a la risa y al escepticismo a jueces y convecinos. Y el peso de la férrea Ley mosaica, insisto, hubiera caído sobre la Señora y su familia, comprometiendo incluso su vida. Lo he dicho y lo mantengo: sé que Dios existe. Y estoy convencido que actúa con tanta inteligencia como sensatez. De haberse producido los hechos como pretenden los evangelistas, la magnífica obra de ese Dios-Padre respecto a la encarnación de Jesús habría topado con un gravísimo e innecesario problema: el de la Ley, las intrigas y las suspicacias. La Gran Inteligencia lo puede y es capaz de todo. Es el hombre, con su «miopía» cósmica, el que reduce y manipula ese poder, comerciando con él según le convenga. Segundo error. Los creyentes, como es natural, aceptan los textos sagrados como la palabra de Dios revelada a los hombres. Personalmente tengo mis dudas. Un escrito de semejante trascendencia difícilmente podría contener errores, silencios y manipulaciones como los que presentan dichos Evangelios. Más claro aún: si consideramos que tanto Lucas como Mateo se hallaban al corriente de lo que significaba la condición de bastardo, ¿cómo resolver esa pertinaz obsesión por presentar a María como una «virgen embarazada por obra divina»? Resulta evidente que ninguno de los citados escritores habría tenido el valor o el poco sentido común de incluir en sus memorias algo que podía manchar la imagen de un Dios. La explicación -reñida naturalmente con el supuesto carácter de obra «revelada»- hay que buscarla en una posterior interpolación. Sencillamente, alguien «metió la mano», en un ridículo -casi enfermizo- afán por enaltecer un capítulo absolutamente secundario. Pero no quiero extenderme en un tema que, lamentablemente, seguirá apareciendo. Y vaciado el corazón, proseguiré con lo acaecido en aquel viaje de retorno al módulo. Un viaje que me reservaba todavía algunas interesantes sorpresas...
13.30 horas. El Destino fue misericordioso... Al asomarme al lago, la miseria humana que había dejado atrás se vio mitigada ante el sereno azul del Kennereth. Inspiré codicioso, llenando los pulmones con el perfume de unas aguas mansamente rizadas por el viento del oeste. Decenas de velas blancas, rojas y negras abrían el pequeño mar con estelas breves, casi infantiles, seguidas o sobrevoladas por nerviosos averíos de gaviotas. Y al fondo, al norte, rabioso de luz, el nevado Hermón, una cadena montañosa en la que viviríamos uno de los más íntimos momentos con el añorado Maestro. Y al recrearme en el plateado sosiego de Saidan y Nahum -las ciudades de Jesús-, el recuerdo del «gigante» me atropelló. ¡Cómo le echaba de menos! ¡Qué fuerza, qué magnetismo, qué singular embrujo irradiaba aquel Hombre para que, en tan corto periodo de tiempo, llegara a obsesionarme! Y allí mismo, a la vista de la verdeante colina en la que reposaba la invisible «cuna me planteé la atractiva posibilidad de adelantar el tercer «salto» en el tiempo. El deseo de reunirme de nuevo con Él, de contemplarle, escucharle y seguir sus pasos, empezaba a desplazar peligrosamente el interés por el resto de las misiones que teníamos encomendadas. Sí, lo haría en cuanto pisara el módulo: hablaría abiertamente con mi hermano, manifestándole la ansiedad que, gota a gota, estaba colmando mi espíritu. Y atrapado por la sugestiva idea apenas si presté atención a la «perla» del lago: la ciudad de Tiberíades, blanca, bulliciosa, estirada a mis pies y confiada a la sombra de la altiva y centelleante fortaleza erigida a ciento noventa metros sobre el nivel del yam en su flanco oeste.
Y animado ante la proximidad de la ladera en la que aguardaba Eliseo -a dos horas escasas de camino-, descendí confiado por la pendiente que desembocaba en la «vía maris». La calzada romana, procedente del sur, bordeaba la orilla occidental del Kennereth, pasando a cincuenta metros de la puerta «norte» de la referida capital. Mi propósito era simple: ingresar en dicha arteria y, sin detenerme, rodeando Migdal y las restantes poblaciones, acceder al módulo alrededor de la hora décima (las cuatro de la tarde). Pero mis buenos deseos -como iré narrando- contaban poco para el nada rectilíneo Destino. La primera advertencia llegaría justamente en aquellos trescientos metros que me separaban de la vía romana. Pero los reflejos fallaron. No fui capaz de interpretar el vocerío de los caravaneros que, al parecer, advertía de algo relacionado con una «tormenta». Los felah que partían de la costa, al cruzarse con las reatas y los caminantes que, como yo, se dirigían a Tiberíades, hablaban con excitación de «piedras» y «lluvias». Pero, como digo, no estuve lo suficientemente atento. Y proseguí despreocupado. El día era radiante. ¿Una tormenta? Imposible. El horizonte aparecía despejado, con una visibilidad prácticamente ilimitada. E inocente, fui aproximándome al cruce, más pendiente del gentío que se divisaba frente a la puerta de la ciudad que de los comentarios de los viajeros. Y aunque estas aglomeraciones a las entradas de los núcleos amurallados formaban parte del paisaje habitual, en previsión de cualquier contingencia, extremé la cautela. La curiosidad, sin embargo, sería más fuerte que mis buenas y sanas intenciones. Al pisar las grandes placas negras de basalto que pavimentaban la calzada me sentí atraído por los nutridos grupos de hombres y animales que permanecían al pie del muro de piedra de quince metros de altura que cercaba la población. Consulté el sol. Tenía tiempo de sobra. Faltaban unas cinco horas para el ocaso: Y deseoso de echar un vistazo, abandoné la «vía maris», salvando el medio centenar de pasos que me separaba de aquel pintoresco y multicolor universo. La puerta «norte» aparecía coronada por un soberbio arco, trabajado también en roca basáltica, que volaba a diez metros del suelo de muralla a muralla. En el centro había sido entronizada la diosa protectora de Tiberíades: «Tyche», hija de Zeus, conocida también como Fortuna. La hermosa estatua, en mármol blanco, sostenía una esfera en la mano derecha y el cuerno de la abundancia en la izquierda. E intrigado fui a mezclarme en aquel caos. Y viví unas escenas que también fueron conocidas y experimentadas por el Hijo del Hombre. Al momento me vi asaltado por una legión de mendigos. Mendigos auténticos y, por supuesto, fingidos. Mendigos siempre a la greña. Poco podía ofrecerles. Así que, aburridos de clamar a mi alrededor, terminaron por olvidarme, maldiciendo, eso sí, mi supuesta tacañería. Allí montaban guardia igualmente, desde el alba al crepúsculo, expertos simuladores en toda clase de enfermedades y dolencias. A lo largo de los muros contabilicé no menos de cincuenta falsos ciegos, tuertos, sordos, cojos, mancos, leprosos y lisiados. «Ciegos» con blancas «nubes» en los ojos, astutamente fabricadas con minúsculas porciones de lino. «Tuertos» con parches de quita y pon. «Cojos y mancos» con las más sorprendentes e ingeniosas colecciones de «muñones» que ocultaban pies y manos diestramente doblados sobre sí mismos y cubiertos de harapos. «Sordos» capaces de distinguir a una veintena de pasos el tintineo de una bolsa repleta de monedas. Y supuestos y dolientes «leprosos», en fin, con el rostro maquillado de barro y las escudillas tendidas hacia el caminante. Allí, sentados a la turca, engañando sin pudor a los confiados esclavos o campesinos, se afanaban los inevitables escritores de cartas. Naturalmente, sólo utilizaban tinta «simpática»... Allí, de pie frente a improvisadas carpas de piel de cabra, sonreían sin ganas las ambulatarae (prostitutas ambulantes, de ínfima categoría), tocadas con las obligadas pelucas amarillas y las cejas y párpados pintarrajeados en azul galena. Algunas, animadas por la tolerancia de la parroquia y la alta temperatura (cercana ya a los 30° centígrados), exhibían unos pechos tatuados o coloreados en rojo y en dorado, cubriéndose de cintura para abajo con gasas transparentes. Allí, espantando moscas y bregando con los caminantes, discutían, vociferaban y regateaban los comerciantes que no gozaban de un puesto fijo en los mercados de la ciudad. Allí se apretaban cabras de largas y colgantes orejas y rebaños de «barbarines» (los celebrados carneros de cinco cuartos, cuyas colas -el quinto cuarto podían pesar hasta diez kilos). Los machos cabríos aparecían con el falo cubierto por una piel, con el fin de que no montasen a las hembras. Y las ovejas, a su vez, «vestidas» con taparrabos de esparto. En algunos casos, los previsores y ahorradores pastores colocaban una especie de pequeña carreta bajo la cola del macho, protegiendo así el bolsón de sebo que producían los animales. Pero lo que más llamó mi atención entre aquellos rebaños fue el aro de madera que portaban en el hocico muchas de las ovejas. Al examinarlos comprendí el porqué. Los responsables del ganado amarraban a la madera brotes de pimienta, provocando el estornudo del animal y la expulsión de los insectos que se colaban en las fosas nasales. De esta forma evitaban algunas de las enfermedades que los diezmaban. Allí se alquilaban porteadores de todas las edades -desde niños a ancianos- por unas míseras leptas o un plato de comida.
Allí, por último, holgazaneaba, dormitaba o intrigaba lo más selecto de la picaresca, del bandidaje, de los aventureros y de los huidos de la justicia. Tiberíades -como tendríamos oportunidad de comprobar más adelante se distinguía del resto de las poblaciones de Galilea por un talante tan abierto y liberal que, irremediablemente, terminó convirtiéndola en el refugio de toda suerte de malhechores e indeseables. Aquel submundo, a pesar de su peligrosidad, ejercía sobre mí una irresistible fascinación. Y tengo que reconocer que esta debilidad me arrastraría a más de un conflicto. Pero ¿qué podía hacer? Y durante más de una hora disfruté y me saturé de aquel pueblo liso y llano. Un pueblo -lo anuncio ya-, mezcla de judíos y gentiles, que sería el auténtico protagonista en la vida pública de Jesús de Nazaret. Fueron aquellos lamentos de mendigos y lisiados, aquellas chillonas reclamaciones de las «burritas», aquellas monótonas e infatigables cantinelas de comerciantes, porteadores y aguadores y aquella atmósfera densa y sofocante -entre polvo, sudor y balidos de ovejas y carneros-, lo que rodeó casi de continuo el ir y venir del Maestro. Y cuando me disponía a reanudar la marcha, una segunda advertencia salió a mi encuentro. Me hallaba absorto contemplando y escuchando a un curioso personaje que, subido en el filo de uno de los sillares de la muralla, intentaba a duras penas alzar su bronca voz sobre la algarabía general. El individuo, enjuto como una espada, de barbas desaliñadas y labios babeantes, cubierto con un talit blanco (el paño con borlas en las esquinas que se empleaba en la recitación de las plegarias), arremetía con furia contra aquella Tiberíades «impúdica, idólatra y perezosa». Y con gran teatralidad invocando sin demasiado rigor el capítulo nueve del Eclesiástico- amenazaba con fuego y azufre a cuantos se tomaban la pecaminosa licencia de frecuentar o mirar a prostitutas, cantadoras y doncellas sin velo. Y en ello estaba cuando, a escasa distancia, bajo el arco de la diosa Fortuna, percibí un inusitado movimiento. Una reata de onagros que, al parecer, se disponía a abandonar la ciudad, quedó inmovilizada, entorpeciendo el paso de los que entraban y salían. Pero la tormentosa arenga del «iluminado» me distrajo. Escuché voces y maldiciones. Todo muy habitual. Y observé de soslayo el exagerado gesticular de los conductores de la caravana. Y al poco, ante mi extrañeza, los felah -a varazo limpio-, visiblemente contrariados, movilizaron a los jumentos, obligándolos a volver grupas. Pero tampoco supe captar este segundo «aviso». Y al igual que los escépticos que atendían al «profeta», cansado de tanta estupidez, terminé alejándome del predicador. Muy pronto comprobaría que la mayor parte de los falsos mesías y enviados de Dios que pululaban por Palestina no era otra cosa que un puñado de desequilibrados, psicóticos y esquizofrénicos.
Y enfilé la dirección de la «vía maris». Pero, a punto de abordarla, volví a detenerme. El pregón de un viejo campesino me dejó perplejo. A sus pies se alineaba una batería de ajos, cebollas y rábanos picantes. Según el cántico del vendedor, «los mejores afrodisíacos para la noche del sábado». Al percatarse de mi interés elevó el tono de la letanía, recordando maliciosamente la próxima llegada del sábado y la sagrada obligación de cumplir con los deberes conyugales. «¿Y qué mejor para estimular al esposo que los excelsos productos del jardín de Guinosar, presentes en las mesas de emperadores, reyes y jeques de Moab?» Fue entonces cuando recordé las prisas de los caravaneros. Efectivamente, con el atardecer del viernes, el pueblo judío festejaba la entrada del día santo por excelencia. Y buena parte de las actividades quedaba en suspenso. Aunque comerciantes o campesinos fueran paganos, dicha paralización los afectaba también indirectamente. De ahí las urgencias por alcanzar sus destinos y cargar o descargar las mercaderías antes de la puesta de sol. Negocios, tratos y pagos debían resolverse -al menos entre israelitas y entre éstos y gentiles- antes de que un «hilo blanco pudiera confundirse con uno negro». Y mientras proseguía la marcha me pregunté por el anómalo comportamiento de los felah en la puerta «norte». ¿Podía guardar relación con la cercanía del sábado? No me pareció lógico. Faltaban unas cuatro horas para el ocaso. Un tiempo más que sobrado para ganar cualquiera de los objetivos situados en el yam o en sus proximidades. Y encogiéndome de hombros, incapaz de solventar el misterio, olvidé el asunto. Aceleré el paso, concentrándome en la ruta y en la última fase del viaje: el delicado ingreso en el módulo. La ausencia de las «crótalos» podía complicar mi reunión con Eliseo. Según lo planeado, al llegar a la altura de Migdal debería establecer la conexión, vía láser. Como ya expliqué en su momento, las sandalias «electrónicas» habían sido dotadas de un segundo dispositivo -alojado también en la suela- que permitía al piloto ubicado en la «cuna» el seguimiento por radar de su compañero. Un microtransmisor emitía impulsos electromagnéticos a razón de 0,0001385 segundos que, debidamente amplificados en la «vara de Moisés», eran «transportados» mediante láser hasta las pantallas de la nave. Este enlace, puramente informativo, venía a sustituir la conexión auditiva, válida tan sólo en un radio máximo de quince mil pies. A lo largo de los dos primeros kilómetros la calzada fue encajonándose entre los altos farallones rojizos del macizo del har o monte Arbel y un peligroso talud (a mi derecha), de cuatro a cinco metros, que caía casi vertical sobre las aguas del lago. Y empecé a observar algo que no resultaba normal. La ruta presentaba un escaso movimiento de viajeros. Más aún: el fluir de caminantes sólo se registraba en dirección a Tiberíades. Este explorador era el único que caminaba hacia el norte. Y percibí igualmente que entre los judíos y gentiles que se cruzaban con quien esto escribe no aparecía un solo animal. Las acostumbradas cuerdas de asnos o bueyes y los rebaños de cabras y ovejas desaparecieron. Aquellos individuos circulaban con prisas. Y hablaban y discutían sobre un tema que me resultó familiar: las «rocas», las «lluvias» y un «castigo divino».
15.30 horas. A cosa de dos kilómetros y medio de Tiberíades, al dejar atrás un suave recodo, fui a toparme de pronto con la explicación a cuanto venía oyendo desde que divisara el yam. Y atónito continué avanzando lentamente. La vía se hallaba cortada por un desprendimiento. Los cuatro metros y medio de calzada habían sido invadidos por varias toneladas de piedras y tierra procedentes del gran cortado rocoso que se alzaba a mi izquierda. Y entendí las alusiones a las lluvias. La reciente tormenta, padecida por este explorador en Nazaret, tenía que ser la responsable del desastre. Las frecuentes y feroces torrenteras, casi con seguridad, fueron las encargadas de lavar y remover las cumbres del Arbel, provocando la avalancha. Aquel tipo de fenómenos -realmente peligrosos- se daba habitualmente en la época de lluvias y en especial en las regiones desérticas de Judá y del mar Muerto. Examiné la situación. El summum dorsum (la cubierta de losas de la calzada) aparecía materialmente cegado por las rocas. No se apreciaba un solo hueco por el que poder cruzar. En el centro de la vía descansaba la piedra más voluminosa, de unos dos metros de altura y ocupando prácticamente la casi totalidad del ancho de la ruta. A derecha e izquierda de esta gran mole, otros peñascos de menor proporción clausuraban el resto de la carretera. Como digo, el camino no ofrecía muchas alternativas. Descender por el talud, sumergirse en las aguas y trepar de nuevo era viable pero sumamente incómodo. Sólo quedaba una solución: encaramarse a las rocas situadas a los costados de la piedra central y saltar. Y eso fue lo que hicieron muchos de los viajeros que se dirigían a Tiberíades. Y eso fue lo que hizo quien esto escribe. Pero, una vez salvado el obstáculo, fui a encontrarme con la auténtica dimensión del problema. El panorama, al otro lado, era desolador. Y justificaba la excitación de los caravaneros. Los caminantes que marchaban en solitario o con cargamentos livianos podían considerarse afortunados. Para las reatas de onagros y bueyes que se apretaban en la calzada la situación, en cambio, era desesperada. El paso de los animales entre las rocas era impracticable. Y dueños y conductores, indignados, iban y venían hasta la barrera, maldiciendo, gimiendo y discutiendo. Algunos, formando causa común, se entregaron al estéril intento de levantar los peñascos de menor calibre. La lucha duró poco. Las piedras pequeñas fueron desplazadas con celeridad. No así las rocas ubicadas en los flancos de la masa central. Y sudorosos, jadeantes y vencidos, terminaron sentándose sobre las losas, con las cabezas hundidas entre las rodillas. Los animales -varias decenas- habían taponado la carretera. Dos de las cuerdas -integradas por unos quince asnos- parecían especialmente afectadas por el corte. Y me hice cargo de la rabia, de los improperios y del llanto de sus cuidadores. Estas caravanas, cargando canastos y cántaros de todos los tamaños, descendían a diario desde el monte Hermón con una delicada mercancía: nieve. Generalmente aprovechaban la noche para transportarla hasta los puntos más recónditos de Israel. Y a pesar del esmerado embalaje y del abundante helecho que la preservaba, el fuerte calor comenzaba a deteriorarla. Los fardos chorreaban alarmantemente ante la lógica desesperación de los burreros. Aquellos hombres -galileos en su mayoría-, tratando de escapar de la ruina, se interpelaban sin cesar, cayendo en agrias y absurdas discusiones que, por supuesto, no llevaban a ninguna parte. Sólo uno de los conductores más templado y sensato que el resto discurría con serenidad. Pero las soluciones aportadas por este caravanero -un individuo de mediana edad al que le faltaba el pie izquierdo y que se ayudaba en su caminar con una negra y lustrosa muleta- no satisfacían a sus codiciosos e impacientes compañeros. La verdad es que no quedaban muchas opciones. Contratar lanchas -como sugería el cojo- y descargar la nieve, transportándola así hasta Tiberíades, representaba un tiempo y un costo adicionales que -a juzgar por las airadas protestas de la mayoría- no estaban dispuestos a asumir. La segunda posibilidad -dar la vuelta y vender la carga en las localidades cercanas- tampoco era del agrado de los comerciantes. El precio de la nieve, sin duda, bajaría considerablemente. ¿Qué otra solución podían contemplar? La demolición de las rocas -como apuntó acertadamente el de la muleta- se demoraría una o dos jornadas. Al parecer, las cuadrillas de hodopoioí (especie de peones camineros responsables del mantenimiento de la vía) y los correspondientes contingentes de esclavos ya estaban avisados. Pero, por mucha diligencia que pusieran en el trabajo, con la llegada de la noche todo se complicaría. A esta crítica situación debía añadirse la inoportuna y próxima entrada del sábado. Y aunque muchos de los afectados eran gentiles, otros, por su condición de judíos, veían con horror cómo a la calamidad deberían sumar el pecado. Según las rígidas leyes mosaicas, entre los trabajos prohibidos en sábado -cuarenta menos uno- figuraba, naturalmente, el de «transportar de un ámbito a otro» . En el caso de la nieve, la Ley consentía el transporte, al igual que en todo aquello que no fuera apto para ser conservado. (Así consta en el tratado del «Shabbat» VII, 3.) El resto de las reatas, en cambio, con mineral de hierro de Fenicia, maderas del valle de Hule o cristal de Nahum, entre otras mercancías, se veía sujeto a la drástica normativa religiosa. Pero lo peor no era el sentimiento de pecado o los sacrificios exculpatorios que estaban obligados a llevar a cabo. Lo que verdaderamente temían y los angustiaba era no llegar a negociar los cargamentos, tachados de «impuros» por el hecho de haber sido transportados en sábado. Y de pronto -conmovido por la aflicción de aquellas gentes- surgió en mí la ardiente necesidad de ayudarlos. Al principio dudé. Pero la visión de la nieve chorreando entre las patas de las caballerías y el abatimiento de los rudos caravaneros fue minando la inicial resistencia. Analicé el problema, aceptando que no se trataba de algo crucial o irremediable. Tarde o temprano, en efecto, las rocas serían demolidas y retiradas. La ayuda -de poner en práctica la idea que rondaba mi mente- aceleraría tan sólo un proceso que podríamos estimar de «rango inferior» y que, como digo, no tenía por qué alterar los esquemas vitales de los individuos. Hoy, desde mi retiro, con la perspectiva del tiempo y de la distancia, no tengo claro si aquella intervención fue correcta. Por supuesto, los responsables de la Operación no la habrían aprobado. Sólo me consuela -a medias- que nunca lo supieron. Elegí el punto idóneo. Por lógica, economía y rapidez el lugar ideal correspondía a los peñascos que cerraban la calzada por el flanco situado junto al farallón. Me enfrentaba a dos grandes moles. Ambas superiores al metro y medio de longitud, con alturas máximas que oscilaban alrededor de los cien centímetros. El peso total no bajaría de los quinientos o seiscientos kilos. La composición de las rocas -caliza con predominio de calcita y estrechas fajas de marga- no constituía mayor problema. Repasé la textura, verificando lo que ya sabíamos por estudios anteriores. Densidad algo inferior a 2,71. Un grano de tipo medio, con diámetros de 3,3 a 1,0 milímetros y entre 10' y 102 granos por centímetro cuadrado y lo más importante: un nivel de dureza de «3» en la escala de Mohs0. En otras palabras, un material «dócil», fácil de manejar. Y una vez seguro de dónde y cómo ejecutar la operación, me volví hacia los hombres y bestias, contemplándolos durante algunos segundos. Aquélla, sin duda, era la parte más delicada del «trabajo» que me disponía a realizar. Tenía que conseguir que la maniobra pasara inadvertida. Aunque me contentaba con algo más simple: lograr que no se acercaran. Pero ¿cómo? Comerciantes, burreros y felah continuaban enzarzados en la polémica. Y al reparar de nuevo en las cuerdas de asnos, fui a encontrar la solución. «Aquello», si daba resultado, me concedería quizá cierta ventaja. Y dispuesto a probar fortuna dirigí los ultrasonidos hacia la testuz de uno de los onagros inmovilizado en primera fila. El fulminante desplome del animal sembró la alarma entre los caravaneros. Y rodearon al exánime burro, luchando por levantarlo. Pero las patadas, varazos, tirones y juramentos no sirvieron de nada. Aquél era el momento. E introduciéndome entre las inquietas caballerías, pulsé el clavo que activaba el láser de gas, posicionándolo en la potencia mínima (unas fracciones de vatio). Y sin pérdida de tiempo apunté el cayado hacia las ancas de los cuadrúpedos que miraban hacia Migdal. En cinco segundos, otros tantos jumentos acusaron el impacto del finísimo (inferior a veinticinco micras) e invisible haz de calor. Y reaccionaron tal y como había supuesto. Doloridos y asustados, coceando y rebuznando, emprendieron un veloz trote, arrastrando en la estampida a buena parte de sus hermanos. Y tras un primer instante de sorpresa y confusión, la casi totalidad de los burreros, vociferando y con las varas en alto, salió a la carrera en persecución de las reatas. Por supuesto, los gritos y maldiciones sólo consiguieron multiplicar el miedo de los onagros y, obviamente, la distancia a sus cuidado-res. Si todo iba bien, la captura de los ariscos animales se prolongaría, al menos, durante veinte o treinta minutos. Y aprovechando la estimable ventaja, regresé a la barrera que cortaba la calzada, centrándome en los dos peñascos previamente seleccionados. Como medida precautoria fui a situarme al otro lado de las rocas (en el flanco que miraba a Tiberíades), pero sin perder la cara a los escasos felah que permanecían junto al asno desmayado. Y recostándome en el farallón, adoptando una actitud de supuesto descanso, puse manos a la obra. Pulsé de nuevo el láser de gas, elevando la potencia hasta los ocho mil vatios. Y extremando las precauciones (la ausencia de las «crótalos» me obligaba una vez más a manejar la vara sin visualizar el «cilindro» infrarrojo), dirigí el «chorro de fuego» hacia la calcita, iniciando el corte de la primera piedra. Cada roca sería cuarteada transversalmente. Estimé que tres tajos eran suficientes. Según mis cálculos, el poderoso «bisturí», trabajando a una velocidad de cinco centímetros por segundo, podía trocear cada uno de los bloques en sesenta o setenta segundos. De esta forma, una vez seccionados, podrían ser removidos con rapidez, habilitándose un paso de casi metro y medio de holgura. Y con los cinco sentidos repartidos entre el láser y los caravaneros rematé la primera de las divisiones. El dióxido de carbono, implacable, acometió el siguiente corte. Pero, de improviso, a mis espaldas, en la dirección de Tiberíades, escuché un apagado rumor. Y contrariado descubrí en la distancia a un grupo de individuos que avanzaba hacia nosotros. Procuré serenarme. El recodo por el que acababan de aparecer se hallaba a unos quinientos metros. Eso significaba un margen de tres o cuatro minutos hasta que arribaran a la barrera rocosa. Aumenté el nivel a quince mil vatios y el invisible y silencioso flujo devoró prácticamente la blanda caliza. Segundo peñasco. Las dos primeras tajaduras fueron resueltas en algo menos de un minuto. Pero las cosas parecían empeñadas en complicarse. El jumento que yacía en tierra se recuperó y los caravaneros, tras enderezar la carga, dejaron de prestarle atención. Si alguno se acercaba, me vería obligado a suspender la operación. Más complicaciones. Al volver el rostro comprobé desolado cómo el pelotón -alrededor de treinta hombres- se aproximaba a mayor velocidad de lo que había estimado. Y ocurrió lo inevitable. Alertados por el clamor de la cuadrilla, burreros y felah se apresuraron a caminar hacia mi posición. Aguanté unos instantes, tratando de rematar el sexto y último tajo. Por fortuna se decidieron por la peña más alta. Treparon y, al identificar a los que marchaban por la calzada, estallaron en gritos de júbilo. Eran los hodopoioí, los «peones camineros» -gentiles en su mayoría- encargados de despejar la ruta. La presencia de los funcionarios públicos desvió momentáneamente las miradas. Y este explorador -más muerto que vivo- pudo concluir su trabajo. El éxito, sin embargo, no fue redondo. ¿Cuánto tiempo llevaba allí, frente a quien esto escribe? Probablemente muy poco. La cuestión es que, al levantar la vista del bloque de calcita, fui a descubrir el atónito semblante del cojo. Parecía hipnotizado por el simétrico troceado de las piedras. Y soltando la muleta, se arrojó sobre los restos de los peñascos. Los palpó, los examinó y percibió el débil calor del último corte. Y comprobó, en efecto, que no se trataba de un sueño. La perfección del láser no dejaba lugar a dudas. «Aquello» no era accidental. Y tras una rápida reflexión clavó los vivos ojillos en los de este no menos aturdido griego. Bien sabe Dios que procuré disimular. Pero una inoportuna sonrisa de circunstancias -muy próxima a la estupidez- terminó delatándome. Y reaccioné sin demasiada precisión, poniendo tierra de por medio. Buscar una excusa habría sido una pérdida de tiempo y un insulto a la inteligencia de aquel hombre. Y saltando sobre «mi obra» me alejé sin mirar atrás. Las reatas, reorganizadas poco a poco, retornaban junto al desprendimiento. Pero la «huida» fue breve. El Destino no había dicho la última palabra. Cuando apenas llevaba recorridos cien metros, la voz del cojo sonó imperativa a mis espaldas. Simulé no haberle oído. Acosado, sin embargo, por su insistencia y procurando que la difícil situación no fuera a peor, cedí, atendiendo sus requerimientos. A pesar de la cojera, avanzó ligero. Venía solo. Esto me tranquilizó..., a medias. Y el Destino me desarmó una vez más. Me puse en guardia, dispuesto a todo. Pero aquel judío helenizado -con el que llegaría a trabar una sincera amistad- no era como el resto de los caravaneros. A su notable inteligencia debía sumar un tacto y un instinto muy especiales. Me observó con curiosidad. Después, adelantando una cálida sonrisa, en el colmo de la ironía, trató de sosegarme. -No temas -exclamó, señalando hacia sus compañeros-. Esos infelices son peores que las caballerías. Ni ven, ni escuchan, ni entienden... ¿Entender? No le comprendí. Y advirtiendo mi extrañeza aclaró: -He rezado y los cielos han atendido mi súplica. Fui un fiel seguidor del constructor de barcos de Nahum y sé que el Padre nunca desampara a sus hijos. ¿Constructor de barcos de Nahum? ¿A quién se refería? Y de pronto me estremecí. Aquel hombre -para designar al Padre- había empleado un término («Ab-bd») especialmente querido por el rabí de Galilea. Cuando el Maestro se dirigía al buen Dios casi siempre lo hacía llamándole «Ab-bd». Es decir, «papá». ¿Es que Jesús de Nazaret trabajó también como constructor de barcos? Si no recordaba mal -hasta los veintidós años- desempeñó los oficios de carpintero, ebanista de exteriores, jefe de un almacén de aprovisionamiento de caravanas, forjador -en Séforis- y, ocasionalmente, de labrador, pescador en el yam e instructor o maestro «particular» de sus hermanos. Francamente, aquello me desconcertó. Pero no quise interrumpirle. -No sé quién eres, ni de dónde vienes -añadió reforzando la acogedora sonrisa-. Tampoco cómo lo has hecho. Pero no preguntaré. El Maestro nos habló de la próxima venida del reino y de los prodigios que la acompañarían. Y yo le creo. Ahora estaba seguro. Hablaba del «gigante». Y refugiándose en el incidente de las piedras -aceptándolo como una confirmación de esa inminente llegada del reino-, fue a refrendar sus pensamientos con un pasaje del libro de Jeremías (43, 8-12): -«Toma en tus manos piedras grandes y las hundes en el cemento de la terraza que hay a la entrada del palacio del faraón... Y así habló el Dios de Israel: "He aquí que yo mando en busca de mi siervo, el rey de Babilonia, y pondrá su sede por encima de estas piedras..., y desplegará su pabellón sobre ellas."»
Aunque el texto, evidentemente, se refería a Nabucodonosor, guardé un respetuoso silencio. En cierto modo le asistía la razón. El «prodigio» del láser estaba anunciando una nueva era. Y tanto mi hermano como yo, en efecto, podíamos considerarnos como «enviados», aunque de un «reino» muy diferente. Sea como fuere, la «mágica» presencia de estos exploradores en aquel remoto «ahora» venía a confirmar lo ya dicho: los caminos, hilos y artes de ese inmenso y sabio Ab-bd parecen sostenerse -más que por la inteligencia- gracias a una inagotable imaginación. Y concluido el solemne discurso, el buen hombre procedió a presentarse. Dijo llamarse Murashu o Muraschu. El nombre me sonó familiar. Residía en Tiberíades y ejercía la profesión de monopolei (una especie de mayorista en el comercio de trigo, nieve, pescado, fruta y cualquier otra mercancía susceptible de ser importada o exportada). Y empecé a atar cabos. ¡Cuán extraño es el Destino! Aquel individuo era el contacto del que me había hablado Elías Marcos al abandonar su casa en Jerusalén. Pero, discretamente, no mencioné al padre del joven Juan Marcos. En aquellos momentos -dadas las prisas por retornar al módulo- no tenía mucho sentido. Insistió en que su casa se vería honrada con mi visita. Por último, introduciendo los dedos de la mano izquierda en la faja tomó una mugrienta bolsa de lana y extrajo una moneda. El bronceado rostro se iluminó y en tono suplicante rogó que la aceptara: -El Maestro nos enseñó a dar sin interés ni compromiso. Recíbela en nombre de todos. Y aproximando el aureus, lo depositó en la palma de mi mano. Cerró los dedos y, a manera de despedida, subrayó: -Un poco de oro y un mucho de gratitud... Que el Todopoderoso, que Abbd, te siga guiando. Y a dos horas del ocaso reemprendí la marcha, tenso y emocionado por los últimos acontecimientos. Verdaderamente, el afable y generoso monopolei llevaba razón. Quizá no sepa explicarme. Lo mío no es escribir. El caso es que, en efecto, me sentía guiado. Casi protegido. Era una reconfortante sensación. Muy sutil, es cierto, pero firme y puntual. Algo así como si «alguien» invisible y cercano permaneciera atento a lo más grande y a lo más insignificante. Pocas horas antes, por ejemplo, este desconfiado explorador sostenía una dura pelea consigo mismo, atormentándose por la falta de dinero. Pues bien, de improviso, esa «fuerza» (?) trenzó el Destino de forma y manera que, finalmente, un desconocido terminara regalándome el equivalente a treinta denarios de plata. Una cantidad más que sobrada para salir del paso. ¿Podía llamarse a esto casualidad? Con el tiempo, como ya he referido, el rabí de Galilea nos demostraría que nada es fruto del azar. Lo siento por mis colegas, los científicos...
Y a la altura de Migdal, según lo planeado, establecí la conexión con la «cuna». Y aquellos últimos ocho kilómetros -gracias al Cielo- fueron salvados sin contratiempo. Y aproximadamente hacia las 18 horas -a unos cuarenta minutos del crepúsculo-, tras verificar que la calzada a Nahum se hallaba despejada, salté sobre la suave ladera del monte de las Bienaventuranzas, a la búsqueda del invisible módulo. El ingreso en la nave resultaría más rápido y sencillo de lo que había supuesto. Aunque carecía de las lentes de contacto, Eliseo asistido por el radar- fue dirigiéndome con precisión. Y orientado igualmente por los regueros de rojas anémonas y las flores violetas de los cardos que alfombraban aquella falda sur del promontorio alcancé el límite del primer cinturón de seguridad que rodeaba la «cuna»: ciento cincuenta pies (cincuenta metros). Y siguiendo las instrucciones de mi hermano me detuve. -Roger -la voz de Eliseo sonó fuerte y clara a través de la conexión auditiva-, procedo a la desconexión de la barrera IR. Cambio. -OK! Listo para avanzar. Cambio. -¡Adelante! -bromeó mi hermano-. Si el hijo pródigo no ordena lo contrario haré coincidir la anulación del escudo gravitatorio con el descenso de la escalerilla. Cambio. Lancé una nueva mirada a mi alrededor. Todo parecía tranquilo. -Por mi parte -repliqué- no hay inconveniente. ¿Tienes algún target?. Cambio. -Negativo. Todo limpio en pantalla. Cambio. -Entendí «limpio»... Cambio. -Roger. Cuando quieras. Y Eliseo, interrumpida la poderosa emisión de ondas gravitatorias que envolvían la nave hasta una distancia de treinta pies, activó el mecanismo hidráulico de la escalerilla. Aquél era uno de los momentos más delicados del ingreso. Para un hipotético observador, la pequeña escala metálica habría surgido de la «nada», sosteniéndose vertical -como por arte de magia- sobre la plataforma rocosa en la que reposaba la invisible «cuna». Por supuesto, ese atónito testigo tampoco hubiera comprendido la siguiente escena: un individuo ascendiendo veloz por dicha escalerilla y «desmaterializándose» poco a poco -desde la cabeza a los pies- conforme trepaba por los peldaños. Por fortuna, nada de esto sucedió. La colina, como digo, se hallaba desierta. Y nada más pisar la nave, la hidráulica retornó al interior con su familiar resoplido. Y mi hermano, restaurado el doble cinturón protector, me recibió con los brazos abiertos. Y ambos, emocionados, sin demasiadas palabras, coincidimos en algo: aquellos cinco días nos parecieron eternos. El resto de la jornada transcurrió rápidamente. Eliseo, recuperado de la herida en la frente, fue el primero en aportar novedades. En realidad -a Dios gracias-, ninguna o casi ninguna. La nave operaba sin problemas y los estudios sobre el misterioso «cuerpo glorioso» del Resucitado y el no menos enigmático fenómeno registrado en el sepulcro en la madrugada del domingo, 9 de abril, habían prosperado... relativamente. Pero de este capítulo me ocuparé más adelante. Cuando me llegó el turno procuré hacer una síntesis lo más precisa posible de cuanto había vivido y padecido en aquel viaje a Nazaret. Supo escucharme en silencio, casi sin interrupciones. Y esta vez, obedeciendo a la intuición, preferí no ocultarle ninguno de los problemas que nos asediaban. Unos problemas que podrían resumirse en el siguiente orden: Primero y más acuciante: la falta de dinero. Disponíamos tan sólo de un aureus. (Eliseo respetó mi deseo de conservar el denario de la Señora.) Con suerte quizá pudiéramos cambiarlo por treinta o treinta y cinco de plata. Pero esta cantidad -administrándola severamente- apenas cubriría un par de semanas. A lo sumo tres. De no hallar una solución, la Operación tendría que ser cancelada. Segundo: las medidas de seguridad de los exploradores. Era menester reforzarlas. Una situación como la de la caverna del saduceo no podía repetirse. Y tercero y no menos comprometido problema: la actitud de algunos de los íntimos del Maestro -abiertamente hostil hacia quien esto escribe- obligaba a replantear la forma de trabajo en las inmediatas fases de la misión. Y apoyándome en esta lamentable realidad planteé la posibilidad de adelantar el tercer «salto» en el tiempo. Y a pesar del cansancio, durante buena parte de la noche nos ocupamos del exhaustivo análisis de estos imprevistos. Eliseo, lejos de ceder a la tentación de suspender la misión, se mostró templado y animoso. Fue él quien infundió aliento, espantando el pesimismo que acechaba. Prometió ocuparse del ingrato asunto del dinero. Y a juzgar por la pícara sonrisa que se deslizó entre sus palabras algo debía de tener en mente. ¡Y ya lo creo que lo tenía! Pero el muy vivo supo guardar silencio y esperar el momento oportuno. ¡Le fascinaban las sorpresas! Hablamos igualmente de la utilización de los dispositivos técnicos como fuente «extra» de ingresos. La reciente experiencia con el láser de gas había sido prometedora. Pero admitimos también que este tipo de aventuras entrañaba graves riesgos y que merecía un análisis más reposado. No lo descartamos aunque, de mutuo acuerdo, lo dejamos en manos del Destino. En cuanto a las medidas de seguridad, Eliseo, amén de mostrarse absolutamente conforme con su reforzamiento, disfrutó lo suyo con la sola idea de estrenar el sistema que habíamos bautizado como el «tatuaje». Al día siguiente -en estrecha colaboración con el ordenador central- puso manos a la obra. Y el domingo, 30 de abril, tuvimos la ocasión de probarlo sobre el terreno. El último y doble problema -el más abstracto- fue el que nos ocupó más tiempo. No era fácil granjearse de nuevo la amistad de Juan Zebedeo y de algunos de los íntimos, claramente envenenados por el «hijo del trueno». El desarrollo de las tres siguientes misiones me obligaba a permanecer junto al grupo. Mi posición, evidentemente, no era cómoda. ¿Cómo salvar semejante escollo? Mi hermano -procurando animarme- me hizo ver que quizá exageraba. No todos los discípulos compartían el intransigente criterio del Zebedeo. Más aún: contaba con el incondicional apoyo de la Señora y sus hijos. María, en cierto modo, conocía la «verdad». Quien esto escribe, sin embargo, sabiendo de las airadas y neuróticas reacciones del «discípulo amado» (?), no se mostró tan optimista. Y no me equivocaría. Por supuesto, la sugerencia de adelantar el «salto» en el tiempo entusiasmó a mi compañero. Él, más que yo, ardía en deseos de «salir al exterior» y compartir la vida del Maestro. Pero conforme profundizamos en la ansiada aventura, la despiadada realidad fue poniendo las cosas en su sitio. En primer lugar, ni Eliseo ni yo nos hubiéramos sentido tranquilos dejando a medias la misión «oficial». El deber y nuestra propia curiosidad nos forzaban a ultimar lo ya iniciado. Por otra parte -y no era poco-, además del referido problema del dinero, fallaban las fechas. Este explorador no había logrado aún la información exacta sobre los arranques de la llamada vida pública del Hijo del Hombre. En parte, como ya expliqué, porque ni los mismos apóstoles se ponían de acuerdo a la hora de matizar este trascendental momento. Naturalmente, dado el mal que nos aquejaba, no podíamos abusar de las inversiones de masa de los swivels. El tercer y extraoficial «salto» debía ejecutarse con un máximo de precisión. Y para eso tenía que aprovechar las tres últimas incursiones obteniendo, como fuera, el año y mes concretos. Lo que no imaginaba es que dicha información llegaría, curiosamente, de la mano de alguien que no pertenecía al colegio apostólico. Por último coincidimos en que los preparativos para tan prolongada, compleja y arriesgada misión se hallaban todavía muy verdes. Necesitábamos un salvoconducto especial que garantizase, en la medida de lo posible, nuestra seguridad a lo largo y ancho de todo el territorio de Israel. Ese documento, lógicamente, sólo podíamos obtenerlo del gobernador romano. De ahí que mi presencia en Cesarea -residencia habitual de Poncio- fuera programada para la siguiente semana. ¿Y cómo olvidar el nuevo asentamiento de la «cuna»? La definitiva elección y acondicionamiento de la «base-madre-tres» no era una labor sencilla y rutinaria. Pero el sueño y el cansancio terminaron doblando la página de aquel intenso y fascinante viernes.
29 DE ABRIL, SÁBADO
Desperté sobresaltado. Casi lo había olvidado. La computadora central nuestro fiel Santa Claus- no entendía de pájaros. Y hacía muy bien. Mi hermano, tras verificar la pantalla, me tranquilizó. Algunas madrugadoras bandadas de aves -como cada amanecer-, al penetrar en el escudo infrarrojo, hicieron saltar las señales acústicas y luminosas del «panel panic». Aquella servidumbre no tenía arreglo. Poco a poco, sin embargo, iríamos acostumbrándonos. Es más, con el tiempo, lo agradeceríamos. Las puntuales irrupciones de las colonias migradoras y autóctonas en torno a la nave se convertirían en el mejor despertador para aquellos, casi siempre, extenuados exploradores. Esta vez, en cambio, no se trataba de las alegres y confiadas palomas o tórtolas, tan abundantes en los cercanos riscos del har Arbel. Al asomarme a una de las escotillas descubrí con desagrado que los intrusos eran negros y funerarios cuervos de cola en abanico (los Corvus rhipidurus), expertos carroñeros, recibidos siempre a pedradas por los supersticiosos judíos. Y a pesar de mi supuesta inteligencia, me vi contagiado por aquel sentimiento de rechazo. ¿Cómo terminaría la jornada? Eliseo me devolvió a la inmediata realidad. Las lecturas de los sensores exteriores de la «cuna» parecían inmejorables. El «emagrama de Stüve» presentaba inversión térmica, calma chicha (alrededor de 1020 mb), presión en ascenso, visibilidad ilimitada y una temperatura preocupante para tan temprana hora: 150 centígrados en el orto solar (5.15 h). Y tras un excelente desayuno -a la «americana» por supuesto-, mientras mi hermano acometía con entusiasmo la puesta a punto del delicado «tatuaje» (el dispositivo de seguridad que deberíamos portar en la obligada exploración del lugar donde se asentaría la nave definitivamente), quien esto escribe repasó por enésima vez el plan previsto para aquel sábado. Al abandonar el lago, camino de Nazaret, la situación era la siguiente: En la mañana del 23 de abril, el impulsivo Simón Pedro inició un apasionado discurso frente al caserón de los Zebedeo, en Saidan. Deseaba «abrir los ojos a la buena nueva de la resurrección del Maestro» a la muchedumbre que se concentraba en la aldea. Pero la predicación fue interrumpida por algunos de sus compañeros. Como ya relaté, aquel domingo se registraría una desagradable polémica entre los íntimos de Jesús. Parte de los discípulos -con el fogoso e irreflexivo Pedro a la cabeza- decidió que había llegado el momento de salir a los caminos y anunciar el formidable hecho de la resurrección. Dicho grupo -con la abierta oposición de Juan Zebedeo, Mateo Leví y Andrés, el hermano de Simón Pedro- pretendía además que el anuncio del reino se iniciara en Jerusalén. (Pedro estaba convencido que Jesús se hallaba definitivamente junto al Padre y que no regresaría durante un tiempo.) Juan, sin embargo, basándose en «algo» que le fue comunicado por el propio Resucitado en la última de las apariciones, defendía lo contrario: convenía esperar en el lago hasta que se produjera la tercera presencia del Maestro. Esta situación creó una atmósfera explosiva. Pedro, irritado, se enfrentó a los disidentes. Pero, cobarde e inseguro como siempre, se cebó en su hermano, humillándole por dudar de sus palabras. Finalmente aceptaron una tregua. Si el Resucitado no aparecía en el plazo de una semana, Simón seguiría adelante con su plan. Y regresando junto al gentío, los emplazó para la hora nona (las tres de la tarde) del sábado, 29, en la playa de la aldea. Entonces hablaría abiertamente. No me cansaré de insistir en ello. Aquella disputa sería el principio del fin. Estábamos asistiendo al nacimiento de un líder -Simón Pedro- y a una irremediable división entre los «once». Una ruptura ideológica que culminaría en los célebres y manipulados hechos acaecidos en la fiesta de Pentecostés. Mientras el grupo de Mateo Leví (el publicano) pretendía extender el auténtico mensaje del Maestro (la realidad de un Dios Padre y la fraternidad entre los hombres), Pedro y el resto, deslumbrados por la resurrección, centraron las predicaciones en la figura del rabí de Galilea. Y surgiría una religión «a propósito de Jesús». Pero no adelantemos acontecimientos. Lo que importaba en aquellos momentos es que nos hallábamos al final de la mencionada tregua. Ahora, todo dependía de la supuesta nueva aparición del Galileo. Pero ¿tendría lugar? Y en caso afirmativo, ¿dónde y cuándo? Lo único claro en aquel rompecabezas es que -de no producirse dicha presencia- Simón Pedro, cumpliendo lo prometido, se dirigiría a la multitud a las tres de la tarde en la playa de Saidan. Mi trabajo; en consecuencia, consistiría en permanecer lo más cerca posible de los íntimos, intentando asistir al prodigio, suponiendo que ocurriera. La aparentemente sencilla labor tropezaba, sin embargo, con un par de inconvenientes. Primero: la ya conocida hostilidad de algunos de los discípulos hacia mi persona. Esto podía entorpecer el seguimiento. Segundo:- la nada remota posibilidad de que los apóstoles se hubieran embarcado la noche anterior, con el fin de pescar, tal y como tenían por costumbre. Ello encerraba un riesgo: que la pretendida presencia del Maestro se registrase en aquel amanecer y con los apóstoles como únicos testigos. De hecho, así sucedió el viernes, 21 de abril. De ser así, parte de aquella misión habría fracasado. Contemplamos también la hipótesis de una aparición a lo largo de la jornada y en un lugar cerrado. Tampoco sería una novedad. ¿Dónde? Por lógica, en el caserón de los Zebedeo. Allí se refugiaban los íntimos y, presumible-mente, si el viaje transcurrió con normalidad, los expedicionarios procedentes de Caná. Éstos, junto a Natanael, el «oso», tenían que haber arribado a Saidan a primeras horas de la tarde del día anterior. Y deduje que allí seguirían. Pero, obviamente, estos planteamientos sólo eran especulaciones. El difícil dilema nos empujó incluso a preparar el lanzamiento de uno de los «ojos de Curtiss». Pero ¿hacia dónde? Y en el caso de que no acertáramos a detectar al Resucitado, ¿cuánto tiempo debíamos mantenerlo en el aire? Finalmente desistimos, confiando en mi buena estrella. Lo haríamos a la manera habitual: apostamos por una investigación directa y sobre el terreno. Naturalmente, como ya habrá adivinado el hipotético lector de estas memorias, las cosas se encadenarían al revés de como habíamos supuesto... Y sin pérdida de tiempo, a las 9 horas -con el último par de «crótalos» y la inseparable «vara de Moisés»-, abandoné la «cuna», dispuesto a recorrer los siete kilómetros que me separaban de Saidan, la aldea de pescadores. Si este explorador tenía la fortuna de presenciar la nueva aparición del Hijo del Hombre, el plan era simple: alertar al módulo -vía láser- y catapultar uno de los «ojos». Pero, como venía diciendo, el hombre propone... Y al inspeccionar los alrededores caí en la cuenta de un nuevo error. La calzada que lamía el extremo sur de «nuestra» colina, uniendo Tiberíades con Migdal y Nahum, aparecía extrañamente solitaria. También el yam -azul y dormido- presentaba una escasa actividad. Sumé ocho o diez embarcaciones, bregando a fuerza de remos o al garete cerca de la costa oriental, aprovechando la relativa templanza de la mañana para faenar. ¡Estúpido de mí! Olvidé que nos hallábamos en pleno sábado. Esto anulaba, muy probablemente, la posibilidad de que los íntimos del rabí se hubieran embarcado. Aunque la mayoría no comulgaba con la enfermiza rigidez del descanso sabático, por interés propio procuraba respetarlo en lo sustancial. Y animado por lo que parecía un golpe de suerte, descendí hacia la «vía maris». A pesar de la ausencia de caminantes, por pura precaución, elegí el rumbo del circo basáltico que se abría en el costado oriental del promontorio. Saltar a la senda principal por el espolón sur hubiera sido arriesgado.
Y en minutos dejé atrás la estrecha y zigzagueante pista de tierra rojiza que partía de la cripta ubicada entre las enormes moles de basalto. Un cementerio de triste recuerdo para Eliseo y para quien esto escribe. Todo continuaba prácticamente igual. Los dorados campos de trigo duro y escanda, castigados por las fuertes y recientes lluvias, empezaban a recuperar la verticalidad, doblando las cabezas con sumisión a causa de las bien preñadas espigas. Y al pisar la calzada romana, a la vista de los negros muros de Nahum, me vi asaltado por una incómoda duda. Uno de los objetivos de aquella incursión era cambiar el denario de oro. Y a trescientos o cuatrocientos metros de la ciudad me pregunté si debía entrar y aventurarme en la siempre irritante operación de canje. Absortos en los problemas de fondo, ni Eliseo ni yo habíamos prestado excesiva atención a este, aparentemente, insustancial trámite doméstico. La experiencia, sin embargo, nos iría enseñando. Ninguno de aquellos asuntos podía ser descuidado, por muy venial que pudiera parecernos. Algunos incluso, como ya he referido y espero seguir narrando, llegarían a colocarnos en situaciones realmente conflictivas. Ésta, para mi desgracia, fue una de ellas. Siendo sábado -proseguí con mis cavilaciones-, el rutinario negocio podía retorcerse. No obstante -rectifiqué sobre la marcha-, quizá merecía la pena intentarlo. Necesitábamos moneda fraccionaria. No resultaba práctico cargar con una única pieza y de tan considerable valor. Y sumido en la indecisión, continué el avance, alcanzando el laberinto de huertos que cercaba Nahum por la cara oeste. Algunos propietarios, semi-ocultos entre los tupidos sicómoros, los altos nogales, las higueras y los radiantes almendros en flor, se afanaban en el abono de la tierra y en la reparación de los muretes de piedra basáltica. Al verme, conocedores de la prohibición de trabajar en sábado, soltaban precipitadamente las herramientas y los cestillos de estiércol, adoptando las más inocentes y conciliadoras posturas. Elevaban los brazos al cielo, entonando a gritos el Oye, Israel o correspondían a mis saludos con exageradas e hipócritas inclinaciones de cabeza. (La Ley prohibía incluso el transporte de abono o arena fina «como para surtir el tallo de un algarrobo».) Y a escasos metros de la triple puerta me detuve. ¿Qué debía hacer? La cuestión quedó zanjada casi al instante, por obra y gracia de la inevitable «nube» de mendigos, lisiados y truhanes que se agitaba bajo los arcos, pendiente ya de la posible «víctima». No me sentí con ánimos para cruzar aquel semillero de posibles problemas. Y pasando de largo pospuse el cambio para una mejor oportunidad. Quizá a la vuelta de Saidan, me consolé. Y decidido bordeé Nahum a la búsqueda del puentecillo que saltaba sobre el río Korazín.
Instantes después tendría que admitir que la decisión de aplazar el cambio no fue tan correcta como cabía suponer. Frente a mí, a la derecha de la ruta, apareció «algo» con lo que no contaba. Mejor dicho, que había olvidado: la casa de una planta que hacía de aduana entre los territorios de Filipo, al norte, y los de su hermanastro Antipas, por los que avanzaba este desmemoriado explorador. Y como decía, un problema aparentemente inocuo -el canje de moneda- terminaría enconándose y arrastrándome a una situación límite. El estúpido olvido me descompuso. Si el vigilante reclamaba el «peaje» -no más allá de un as (un denario de plata equivalía a veinticuatro ases)-, ¿qué podía hacer? ¿Mostrarle el aureus? Suponiendo que aceptara, ¿a qué me arriesgaba? Probablemente a ser robado en el cambio. ¿Pasaba de largo? Me negué en redondo. La presencia de dos soldados, al pie de una de las corpulentas higueras que sombreaba la fachada de la casona, me inclinó a conducirme con cautela. Y despacio, simulando naturalidad, fui a situarme frente a los mercenarios. Casi ni me miraron. Y continuaron conversando en una jerga indescifrable para quien esto escribe. Supuse que se trataba de voluntarios generalmente sirios, tracios, españoles o germánicos-, integrantes de las tropas auxiliares. Lejos de la rígida disciplina que imponían los suboficiales, acosados por la alta temperatura, se habían desembarazado de las corazas anatómicas, de los jubones de cuero sobre los que descansaban habitualmente las armaduras y de los cascos metálicos. Todo ello, junto a las picas, gladius y escudos cuadrangulares, descansaba a corta distancia, a la sombra del árbol. Unas túnicas rojas, de mangas cortas hasta los codos, constituían el único vestuario..., de momento. Y tras unos segundos de vacilación, extrañado ante la ausencia del griego que revisara días antes la malograda cesta de víveres, me atreví a interrumpirlos, preguntando por el funcionario. Pero sólo obtuve silencio y malas caras. Sospechando que no comprendían el arameo galaico, repetí la cuestión en koiné, el griego «descafeinado» de uso común en todo el Mediterráneo. El resultado fue igualmente negativo. Peor aún. Evidentemente molestos por la insistencia de aquel extranjero, uno de los mercenarios -por toda respuesta- fue a lanzar un salivazo a una cuarta de mis sandalias. Estaba claro. Y procurando sortear un posible conflicto, di media vuelta, alejándome hacia la calzada. Y me felicité por la oportuna ausencia del funcionario. Pero la alegría duró poco. Un sonoro «¡Bastardo!» me obligó a detenerme. En parte me tranquilicé: fue pronunciado en un pésimo arameo. No me equivoqué. Al volverme descubrí bajo el dintel de la puerta al griego del gorro de fieltro y la chapa de latón sobre la túnica. YY autoritario indicó con la mano que me aproximara. Obedecí contrariado. Y de malos modos -como si hubiera interrumpido algo importante- preguntó qué deseaba. En segundos adivinaría el porqué de su indignación. Una sensual voz femenina se escuchó de pronto en el interior de la casa, reclamando insistentemente al griego. Los soldados redondearon la escena con unas mordaces risitas. Aquello sólo vino a caldear la ya embarazosa situación. El aduanero -rojo de ira- perdió la escasa paciencia y, considerándome cómplice de los guardias en la poco caritativa interrupción, alzó la mano intentando abofetearme. Detuve el golpe. Y haciendo presa en la muñeca derecha, con una rápida llave, fui a doblar el brazo sobre su espalda, inmovilizándole. Sorprendido, sin dejar de gemir, reclamó el auxilio de. los mercenarios. Y antes de que pudiera darme cuenta las brillantes puntas en flecha de dos pilum oscilaron amenazadoras frente a mi garganta. Solté al aduanero y, tratando de recomponer los nerviosos ánimos, les hice ver que sólo deseaba satisfacer la tasa y reanudar el camino hacia Saidan. Y cometí el peor de los errores. Animado por una ingenuidad tan conmovedora como peligrosa, eché mano de la bolsa de hule, mostrando el denario de oro. Debí intuirlo. La aparición del aureus fue milagrosa. Sospechosamente milagrosa. Griego y soldados modificaron la agresiva actitud y, de pronto, bajando las picas, todo fue cordialidad y buenas maneras. Los mercenarios, a una señal del funcionario, retornaron bajo el árbol. Y el griego olvidó incluso las obscenas reclamaciones de la mujer. Y deshaciéndose en falsos halagos hacia mi valor y destreza, rogó que disculpara su torpe conducta. Y tomándome por el brazo me acompañó hasta la «vía maris», recordándome que -al no transportar carga- no estaba obligado a pagar «peaje». Me sentí como un perfecto imbécil. Aquel fallo informativo pudo costarme muy caro. Y desconcertado por el lapsus perdí de vista las auténticas intenciones del corrupto funcionario y de sus secuaces. Sinceramente, aún tenía mucho que aprender... El maldito griego se despidió con una forzada reverencia, «recomendando que extremara las precauciones en el camino hacia Saidan». Como digo, no supe adivinar la razón de aquel súbito y singular cambio. Pero no tardaría en averiguarlo. Y algo más sereno crucé el puente, tomando el sendero de- tierra que nacía en los contrafuertes de la calzada. La «vía maris», como ya describí en su momento, nada más brincar sobre las terrosas aguas del Korazín, giraba bruscamente hacia el norte, perdiéndose entre olivares y terrazas de cereales.
A partir del río, por espacio de kilómetro y medio, la senda aparecía prácticamente despejada, con algunas formaciones rocosas a la izquierda y las tranquilas aguas del lago a poco más de cien metros por la derecha. Acto seguido corría hasta el fondo de un wadi o depresión de escasa profundidad, improductivo y de laderas salpicadas por arbustos de alcaparro, cardos, anabasis y retamas. Aquél era el punto más alejado de la costa: alrededor de medio kilómetro. Desde allí hasta el Jordán, con algunas modestas curvas, la vereda penetraba en un sombrío espeso bosque de tamariscos y gruesos álamos del Eufrates. En total, desde la aduana hasta las rápidas y marrones aguas del río bíblico, debía salvar unos tres kilómetros y medio. Y prudentemente, al descender por el wadi, establecí la última conexión auditiva con el módulo. Aquella barranca -a quince mil pies de la «cuna»- era el límite. A partir de allí sólo podría enviar señales -vía láser-, pero sin posibilidad de respuesta por parte de mi hermano. Afortunadamente, enfrascado en su trabajo, Eliseo había mantenido cerrado el canal auditivo. (A raíz del penoso incidente en la cripta funeraria del circo basáltico, dicha conexión fue rectificada, pudiendo ser abierta indistintamente por cualquiera de los pilotos). De haber estado alerta habría escuchado y conocido parte del desagradable incidente en la aduana. Y estimando que el lance -una vez superado- no merecía mayor consideración, le oculté lo ocurrido. Pero Eliseo sagaz como siempre- sí preguntó. Sabiendo que la partida de la «cuna» fue registrada en el ordenador a las 9 horas y que el tiempo empleado normalmente hasta Saidan no debía superar una hora y media, ¿cómo es que la conexión se producía a las 10 y a medio camino de la aldea? No quise inquietarle. E improvisé una excusa que, en parte, se acercaba a la verdad: me entretuve valorando la idea de un posible cambio del aureus. No quedó muy convencido e insistió en que multiplicara la prudencia, al menos hasta la puesta a punto del «tatuaje». Y reconociendo la sensatez de sus palabras, me introduje en el cerrado bosque de álamos y tamariscos. El súbito frescor me relajó. Y durante un corto trayecto disfruté de la rumorosa espesura. Los grises -casi blancos- troncos de los álamos (el Arbor populi o «árbol del pueblo» para los romanos) se estiraban desafiantes hasta treinta metros de altura, tejiendo una bóveda verde, púrpura, amarilla y rosa. Por debajo, más humildes pero igualmente bellos, se apretaban los Tamarix gallica: los tamariscos, de tres a seis metros, de troncos múltiples, ramificados desde la base y vestidos de oscura ceniza. Las hojas, pequeñísimas, casi escuamiformes, competían en un verde glauco con los largos y colgantes penachos de florecillas rosas que remataban el ramaje horizontal, en permanente disputa con la sobria verticalidad de sus hermanos, los álamos.
Pero la paz se vio interrumpida por un súbito crujido. Sonó nítido a mis espaldas. Y me volví, imaginando que podía tratarse de algún animal o de otro caminante. Inspeccioné la senda que garrapateaba entre los árboles, pero no acerté a descubrir al responsable del sonido. Y no concediéndole mayor importancia reanudé la marcha. Instantes después, sin embargo, un sordo cuchicheo me puso en guardia. Giré de nuevo sobre los talones y a cosa de veinte pasos creí distinguir una sombra que se ocultaba precipitadamente tras uno de los corpulentos álamos. El instinto, acompañado de un escalofrío, me advirtió que algo no iba bien. Extraje lentamente las «crótalos» y las adapté a los ojos. Y los colores fueron nuevamente «traducidos» por mi cerebro. El blanco de los troncos se tomó plata, el verde surgió rojo y naranja y el azul del cielo más oscuro y marino. Aguardé tenso. Y al poco, comprendiendo que habían sido descubiertos, dos individuos se destacaron sigilosos entre la arboleda, reuniéndose en la pista. Y caminaron resueltos hacia quien esto escribe. Y en décimas de segundo fui consciente del error cometido en la aduana y del porqué del brusco cambio de actitud del funcionario. Los dejé avanzar. Las rojas túnicas -ahora negras- y los gladius que empuñaban -brillando en un blanco fulgurante- los identificaron al punto. También las intenciones de los mercenarios parecían claras. Pero este explorador no estaba dispuesto a ceder. El aureus seguiría conmigo. Al llegar a cinco o seis metros se detuvieron. La intensa carrera desarrollada para darme alcance los había cubierto de sudor. Rostros, brazos, manos y piernas aparecían teñidos de ¡in amenazador color azul verdoso. Y, deslizando los dedos hacia el clavo del láser de gas, me preparé. Los soldados, apuntando con las temibles espadas de doble filo, señalaron la bolsa que colgaba del ceñidor. Entendí perfectamente: reclamaban el dinero. Yo sabía que, aunque se lo entregase, aquella basura no respetaría mi vida. Una denuncia ante el jefe de la guarnición en Nahum podría conducirlos a la muerte por apaleamiento. E inmóvil, con las mandíbulas apretadas y el semblante endurecido, aguardé la primera acometida. Irritados ante mi insolencia, repitieron la demanda, blandiendo las hispanicus con impaciencia y pronunciando la palabra «Aureus», la única que, al parecer, dominaban a la perfección. Pero sólo obtuvieron silencio y un rictus de desprecio.
Agotada la paciencia, uno de ellos levantó el gladius por encima de la cabeza, dispuesto a segar la reunión -y. mi vida- expeditivamente. En ese instante, un «hilo» de luz negra partió del cayado haciendo blanco -con una potencia de cincuenta vatios- en los desnudos dedos que sobresalían entre el cuero de la sandalia derecha. Y berreando cayó a mis pies. La quemadura, aunque superficial, le inutilizaría durante algún tiempo. El segundo mercenario, atónito, sin entender lo ocurrido, no supo dónde mirar. Y antes de que reaccionara, una nueva descarga -esta vez de quinientos vatios perforó el hierro de su espada. (El dióxido de carbono permitía cortar una plancha de acero dulce de 1,5 milímetros de espesor a razón de un centímetro cada 0,07 segundos.) Y desconcertado, con los ojos a punto de salirse de las órbitas, observó cómo un «poder» invisible incendiaba y ennegrecía vertiginosamente el gladius que sostenía en la mano derecha. Y en 0,42 segundos, la hoja -de seis centímetros de anchura- se derritió a dos dedos de la empuñadura, cayendo en el camino. Y espantado, sin mirarme siquiera, olvidando a su compinche, dio media vuelta y huyó entre alaridos. El soldado caído, al percatarse de la fuga de su compañero, se incorporó como pudo y, cojeando, se alejó entre gemidos en dirección a Nahum. Y en la senda quedaron las hispanicus, como mudos testigos del fallido ataque. Por supuesto que valoré la utilización de los ultrasonidos -más rápidos y seguros-, pero en aquellas circunstancias elegí un método que no resultara fácil de olvidar. Si volvía a encontrarlos sabrían a qué atenerse. Lo que no imaginaba es que este incidente me favorecería en un futuro muy cercano... Y a buen paso, tratando de ganar el tiempo perdido, crucé el puente sobre el Jordán, adentrándome en los dominios de Filipo. Al filo del bosque, como ya señalé, muy próximo a los mojones que anunciaban el territorio del hijo de Herodes el Grande, el camino se dividía en dos. El ramal de la izquierda se adentraba hacia el nordeste, perdiéndose en una extensa planicie pantanosa de doce kilómetros cuadrados, cuajada de minifundios, acequias, chozas de paja, bosquecillos de frutales y pequeñas piscinas. Aquel brazo, mejor pavimentado que el de la derecha, conducía a la ciudad que ostentaba la capitalidad de aquella región: Bet Saida Julias, en honor de la hija de Augusto. Proseguí por el segundo y deplorable senderillo, sorteando los charcos y las peligrosas nubes de mosquitos que zumbaban a diestro y siniestro. Aquellos quinientos metros, hasta la desembocadura del Jordán, constituían una seria amenaza para el viajero. Y lamenté haber dejado el manto en la nave.
La senda se abría paso con dificultad entre un mosaico de lagunas de aguas verdosas y poco recomendables, infectadas de cañas, adelfas, juncos de mar, papiros y un espinoso entramado de arbustos enanos. Sólo las bandadas de martín pescadores de pecho blanco y espalda azul verdosa, revoloteando inquietas sobre los tulipanes de fuego, las varas de azucenas y los perfumados matorrales de menta, ponían una nota tranquilizadora en el insalubre y chirriante pantano. Y al fin, junto al delta, divisé a lo lejos una negra y emborronada Saidan. Y me sentí nuevamente inquieto. ¿Cómo abordar el caserón de los Zebedeo? ¿Cómo salvar la dura oposición de Juan? Los últimos mil metros -lo reconozco- fueron un suplicio. Aminoré la marcha, pensando a gran velocidad. Imposible. No conseguí armar una sola idea que me permitiera entrar en la casa y permanecer en ella con naturalidad. A mi izquierda, en un terreno llano y despejado, entre garbanzos y bancales de habas, empecé a distinguir las siluetas de los campesinos, acarreando cubos o entregados al cuidado de la tierra. Y continué el avance con un creciente nerviosismo. Tenía que hallar una solución... A la derecha del camino, a poco más de cincuenta metros, el yam dejaba oír su voz con un rítmico y seco golpeteo sobre la playa. Una solución... E impotente -con la mente en blanco- me detuve unos instantes frente a la colonia de plácidas tortugas que sesteaba al sol de la mañana. Quizá exageraba. Quizá -como apuntó Eliseo- las cosas se presentasen bajo un signo favorable. Y presa de las dudas lancé una nueva mirada a la aldea. El lugar parecía tranquilo. Algunas columnas de humo ascendían indolentes. Las familias, conocedoras de la próxima e incómoda llegada del maarabit, se apresuraban a preparar la comida del sábado, generalmente más cuidada y surtida. Y una vez más me dejé llevar. El Destino, siempre imprevisible, dictaría mis movimientos. Y ya lo creo que lo hizo... Ataqué los últimos cien metros, coronando la empinada pendiente de casi treinta grados que aupaba a Saidan sobre la vega. Y a la vista de las primeras casas me detuve de nuevo bajo el perfumado bosquecillo de sauces y tamariscos del Jordán que sombreaban el final del camino. Los relojes del módulo debían de marcar las once u once y media. El anárquico cuadro de casitas de una planta se presentó ante este indeciso explorador como un impertinente dilema. ¿Qué dirección tomaba? ¿Me dirigía directamente a la puerta principal del caserón de los Zebedeo? ¿Rodeaba las callejuelas y me dirigía a la playa? ¿Aguardaba a que llegara la muchedumbre emplazada por Pedro para la hora nona? Y de pronto me vi asaltado por otro pensamiento. Había transcurrido una semana desde la solemne promesa de Simón de hablar abiertamente a la multitud sobre la resurrección del Maestro. ¿Recordaría la gente la referida cita? Y obedeciendo un extraño «impulso» me decidí por la «calle mayor». (El hipotético lector de este diario sabrá disculpar la licencia. La supuesta «calle mayor» era en realidad la continuación del rústico camino que conducía a la aldea y que la atravesaba de parte a parte.) Avancé entre los oscuros muros de basalto, hundiéndome sin remedio en el fango. Las lluvias habían convertido el lugar en un cenagal por el que correteaban alegres y despreocupados pelotones de niños descalzos, armados de varas y palos, persiguiendo y mortificando a otras tantas cuadrillas de embarradas y escandalosas ocas. Algunas matronas espiaron mi penoso caminar desde las puertas, siempre abiertas, o por las estrechas troneras que hacían las veces de ventanas. Y el zumbido de las moscas, nacidas a millares en los recalentados estercoleros que menudeaban entre los callejones, el olor a guisotes y pescado frito que escapaba de los patios y las rebeldes humaredas de las fogatas que combatían la penumbra de las míseras viviendas terminaron envolviéndome como un todo pertinaz e insufrible. Con el tiempo acabaría acostumbrándome también a estos sofocantes escenarios en los que, por supuesto, se movió a diario el rabí de Galilea. Y al encararme al fin con la puerta de doble hoja del hogar de los Zebedeo la feroz duda me contuvo. Aquellos instantes de vacilación serían decisivos. Me estremezco al pensar en lo que hubiera sucedido si, como era mi intención, acierto a golpear la madera. Al otro lado del muro, en el patio a cielo abierto, se escuchaban voces. Reconocí algunas. Simón Pedro, Juan Zebedeo, Natanael, Andrés y Tomás discutían, gritaban y se pisaban las palabras entre continuas imprecaciones, insultos y maldiciones. Agucé el -oído y creí comprender las razones de la nueva trifulca. El sol volaba hacia el cenit y, al parecer, la pretendida aparición del Maestro no se había producido. Simón Pedro, impaciente e inmisericorde, volvía por sus fueros, atacando al grupo de Juan, que obviamente pretendía apurar la tregua. Pero, de la polémica inicial -esperar o no hasta las tres de la tarde-, unos y otros terminaron por pasar a la insolencia y a los ataques personales. Simón, encabezando a los que deseaban la inmediata movilización de los «embajadores del reino», acusaba a los prudentes de «mujeres asustadizas, comadrejas repugnantes e indignos seguidores del Hijo de un Dios». El Zebedeo, por su parte, no le iba a la zaga. Secundado por los no menos airados Andrés, Mateo Leví y el «oso» de Caná, replicó en plena histeria que allí el único cobarde era Pedro. Y mordaz e hiriente, sacó a flote las cuatro negaciones. Y aplastando la enronquecida voz de Simón Pedro, en uno de sus típicos arrebatos de vanidad, recordó a los presentes que él, y sólo- él, «era el discípulo amado por Jesús: el único que recostaba la cabeza en su pecho». Me negué a seguir escuchando. Y abatido me retiré, caminando sin rumbo. De haber penetrado en el caserón en tan críticos instantes, sólo Dios sabe lo que hubiera sido de aquel odiado pagano. Y sin darme cuenta me vi frente al estrecho, quebrado y turbulento río Zají. La fuente de Saidan, al otro extremo del puente de piedra sin parapetos, se hallaba solitaria. Contemplé distraído el puñado de casas y chozas que se apelotonaban junto a la dársena y, necesitado de un poco de sosiego, me encaminé por la margen derecha del Zají al encuentro con la playa. La agria pelea me confundió. Y recordé la flotilla de cuervos junto a la «cuna». ¿Cómo finalizaría la jornada? Naturalmente, ninguno de estos conflictos sería reseñado jamás por los evangelistas. Su imagen -debieron de calcular- no salía bien parada. Creo que se equivocaron. Después de todo sólo eran hombres. Si hubieran guardado fidelidad a los hechos, los futuros creyentes y seguidores del Maestro lo habrían comprendido y aceptado, venerando con más fuerza, si cabe, su memoria. Pero ¿de qué me extrañaba? Otros sucesos -infinitamente más importantes- también fueron silenciados. La costa se hallaba desierta. Frente a la media docena de escalinatas de piedra que permitía el acceso a la aldea por aquella zona descansaba una veintena de lanchas, varadas sobre una «arena» basáltica roja, negra y blanca, encendida por el implacable sol del mediodía. De pronto, el maarabit comenzó a mecer las barcas ancladas en la orilla. Continué paseando entre amasijos de redes y lanchones y, lentamente, sin proponérmelo, fui a parar a la «quinta piedra», el atraque de los Zebedeo: la roca prismática de medio metro de altura, con un orificio en la parte superior (a manera de «ojal»), que servía para amarrar los cabos, sujetando las embarcaciones fondeadas cerca de la playa. Algunos de los barcos que faenaban frente a la primera desembocadura del Jordán extendieron las velas, aprovechando las primeras brisas. Y el yam comenzó a rizarse. Las gaviotas, montadas en el viento, se reagruparon, animando a los pescadores con sus chillidos. Eché una ojeada a la casa de los Zebedeo. Aparentemente parecía tranquila. Y agobiado por el calor -quizá rondásemos los 30° centígrados- me dirigí al agua. Deposité cayado y sandalias entre los guijarros y suavemente me introduje en el lago. El relativo frescor me serenó. Humedecí rostro y brazos y, por espacio de algunos minutos, permanecí plácidamente con los ojos cerrados y la cara levantada hacia el poderoso sol. Aquella bendición me ayudó a olvidar momentáneamente lo desafortunado de mi situación. Pero súbitamente el instinto (?) me previno. Fue una clarísima sensación. Alguien se hallaba a mis espaldas. El silencio era casi completo, apenas agitado por un oleaje infantil y el casi humano silbido del viento entre la cordelería de las barcas que cabeceaban a mi alrededor. Me estremecí. Y una familiar y querida imagen se instaló en mi cerebro. ¿El Maestro? Me negué a aceptarlo. Abrí los ojos y muy despacio -deseando en lo más profundo que así fuera- giré hacia tierra. Al descubrir la «presencia» sonreí para mis adentros. El instinto acertó. Yo, en cambio, fui víctima de aquella vieja obsesión. Frente a mí, junto a la vara y el calzado, me observaba, en efecto, una persona. Pero no quien imaginaba. Su rostro, grave, se modificó al reconocerme. Y con una incipiente sonrisa avanzó hacia el agua, abrazándome. La desilusión quedó difuminada por el fraternal recibimiento del jefe de los Zebedeo. El anciano -según sus palabras-, no pudiendo soportar el enrarecido clima provocado por la pelea entre los íntimos, optó por abandonar la casa, refugiándose, como este explorador, en la paz del yam. Y durante dos horas, a la sombra de una de las barcazas, frente por frente a las negras escalinatas que unían aquella franja de la costa con la puerta posterior del gran caserón, Zebedeo padre y quien esto escribe pasaron revista a un buen número de asuntos de los que este explorador tomaría especial nota. Así supe, por ejemplo, que la Señora y su gente habían llegado sin novedad a la casa. Y también que la rodilla de la mujer se recuperaba satisfactoriamente. El honrado y sincero propietario de los astilleros de Nahum no esquivó la delicada situación creada entre su hijo Juan y este «cobarde pagano». Y habló como era su costumbre, sin rodeos. María y Santiago le pusieron al corriente de los sucesos acaecidos en el viaje a Nazaret, así como de las desventuras padecidas en la aldea de la Señora. Y a la luz de algunas insinuaciones deduje que la madre del Maestro pudo revelarle parte de la verdad sobre mi auténtica identidad. En un primer momento me alarmé. Pero el intuitivo galileo, atravesándome con sus ojos azules, me tranquilizó. -Si fueras lo que afirma mi torpe e impetuoso hijo -clarificó con aplomo-, ni el rabí, ni su madre, ni Santiago, ni yo mismo sentiríamos tan sólido afecto por tu persona...
Y depositando las gruesas y encallecidas manos sobre mis hombros remachó, dando por concluido el enojoso asunto: -No temas. Mi amistad y hospitalidad siguen intactas. Disculpa a Juan. Es joven y engreído. Necesita tiempo. Hace años tuve el privilegio de conocer a otro Jasón, muy parecido a ti. De nuevo la extraña historia... -Aquel griego, especialmente amado por Jesús, se comportó siempre como un leal amigo. Tú, en muchos aspectos, eres idéntico a aquel bondadoso y enigmático personaje. Pues bien, no dudes de nosotros. Te queremos y respetamos. Y te ayudaremos, como- lo hicimos con aquel Jasón, a cumplir esa importante «misión». Debió de notar mi agradecimiento. Y envolviéndome en una interminable sonrisa, me acogió como un padre. Y el curtido y arrugado rostro se dulcificó. Animado por aquella especie de confesión me atreví a interrogarle sobre algunos puntos que, ciertamente, al ser despejados por el anciano -excelente conocedor de la región-, beneficiaron nuestros siguientes movimientos. No hizo preguntas. Ni siquiera se mostró sorprendido por lo singular de mis cuestiones. Así era Zebedeo padre: discreto, respetuoso, inteligente y generoso. Lástima que los mal llamados escritores sagrados no mencionen a esta pléyade: de personajes -¿de segundo orden? que arropó igualmente al Hijo del Hombre y contribuyó -¡y de qué forma!- al éxito de su encarnación. Y hacia las 14 horas, ante nuestra sorpresa, por el este (la desembocadura del Zají), por el oeste (siguiendo el camino de Nahum) y por las escaleras que descendían de la aldea, comenzó a registrarse un lento e ininterrumpido fluir de hombres, mujeres y niños. Y recordé la convocatoria de Simón Pedro: «en la playa, a la hora nona». Y el viejo Zebedeo, poco amante de este tipo de concentraciones, hizo ademán de despedirse. Pero, aturdido por lo que calificó como «imperdonable descuido», me rogó tuviera a bien compartir con ellos la comida del sábado. Con todo el tacto de que fui capaz le expliqué que -dadas las circunstancias, bien conocidas por él- no consideraba prudente personarme en su hogar. Y bien que lo sentía. Prefería esperar en la playa. Una vez concluido el discurso de Pedro abandonaría Saidan. Y prometí visitarle en los próximos días. La verdad es que una de las fases de la misión me obligaba a ello. Lo comprendió y, deseándome paz, se retiró presuroso, desapareciendo escalera arriba. Y durante casi una hora permanecí apaciblemente sentado a la sombra de la embarcación, pendiente de los grupos que iban tomando la playa y que, como yo, buscaban frescor al socaire de las lanchas.
Algunos niños -ajenos al verdadero motivo de la presencia de sus padres en el lugar- terminaron haciendo lo más sensato en aquellos calurosos momentos: abandonando túnicas y calzado en la orilla, se arrojaron al yam, jugando y disfrutando con el gratificante baño. Y nadando hasta las barcas próximas las tomaron por asalto. Y allí prosiguieron la diversión, arrojándose a las aguas con estrépito y en todas las posturas imaginables. Los gritos, risas y chapoteos me tuvieron ensimismado durante largos minutos. Por lo que pude apreciar, aquellas gentes -en su mayoría- eran sencillos felah, trabajadores y artesanos de las poblaciones vecinas. También distinguí un buen número de am-ha-arez (la escoria del pueblo), semidesnudos y protegiéndose del sol por largos lienzos negros y rojos que arrollaban alrededor de la cabeza. No observé sacerdotes o representantes de la sinagoga más cercana, la de Nahum. Tampoco soldados. Nada más acceder a la playa, muchos de los grupos se movilizaron en dos direcciones. Mientras unos recorrían la costa a la búsqueda de toda suerte de combustible, otros -preferentemente mujeres- se arrodillaban en la orilla, descamando y abriendo tilapias. Y poco a poco, aquí y allá, fueron surgiendo pequeñas hogueras. Los hombres, de pie, de espaldas al lago, formaron murallas protectoras, evitando que el viento arruinara las modestas candelas. Y las mujeres procedieron al asado de los peces. A todas luces, aquello -más que una reunión de carácter religioso- se me antojó una festiva jornada «de campo o de playa», según se mire. A nadie parecía preocuparle la prometida aparición de los discípulos del rabí de Galilea. No acerté a escuchar un solo comentario sobre las supuestas «presencias» del Resucitado. Y durante un rato se limitaron a dar buena cuenta del almuerzo. De vez en cuando los niños, reclamados por las madres, corrían hasta las fogatas, tomaban un grasiento trozo de pescado y regresaban alborozados a sus juegos. Y así continuó la «fiesta» hasta que, poco antes de la hora nona (las tres), el -silencio fue apoderándose de los cuatrocientos o quinientos congregados. Y las miradas se dirigieron a la puerta trasera del caserón de los Zebedeo, abierta de par en par. Me puse en pie. Pedro apareció en primer lugar. Se detuvo unos instantes y, colocando la mano izquierda sobre los ojos –a manera de visera-, inspeccionó el gentío. A su espalda, el resto del grupo. Mejor dicho, «su» grupo. Desde mi posición -a unos cincuenta o sesenta metros- no pude apreciar con nitidez la expresión de su rostro. Pero, a juzgar por el ánimo con que emprendió la bajada, la concentración debió de ser de su agrado. Y al pisar la playa, sin pérdida de tiempo, fue a encaramarse a una de las barcas. La mala fortuna, sin embargo, hizo que, nada más saltar al interior, fuera a tropezar con uno de los cabos y cayera entre las cuadernas: Y una espontánea y general risotada vino a celebrar la impetuosa y torpe irrupción del galileo. Los gemelos, Felipe y Santiago Zebedeo se apresuraron a auxiliarle. No hizo falta. Rojo de ira se alzó al momento, corrigiendo la dirección de la espada que sobresalía bajo la faja. Enmendó los pliegues de la túnica palmoteando furioso sobre el abultado abdomen y, sin más preámbulos, se enfrentó a la divertida parroquia. Y chanzas y risas se extinguieron bruscamente ante la inquisidora mirada de Simón. El estudiado silencio del apóstol se prolongaría un par de minutos. Sólo la gente menuda -enfrascada en sus juegos- empañó el clima de expectación. Pedro, poco hábil aún en este menester, señaló hacia la chiquillería. Y las mujeres, comprendiendo, salieron a la carrera hacia la orilla, reclamando a gritos a los fogosos muchachos. Algunos obedecieron. Otros, haciéndose los sordos, se arrojaron a las aguas, reanudando la diversión. Eché de menos a la Señora y su familia. Tampoco el bando de Juan Zebedeo hizo acto de presencia. La puerta fue cerrada y en lo alto de la escalinata se recortó la figura del joven Juan Marcos. Y siguiendo su costumbre fue a sentarse en los peldaños. La blanda y redonda cara de Pedro recobró cierta quietud. Y con voz ronca se dirigió al fin a los presentes, recordando quién era el Hijo del Hombre. Después, gesticulando, con las arterias inflamadas, fue elevando el tono a medida que entraba en los pormenores de la resurrección. Y el suspense sobrecogió a la muchedumbre. Sinceramente, quedé maravillado. Simón Pedro «vivía» el discurso. Disfrutaba de una innegable capacidad captar y conducir. Sabía cuándo y cómo prolongar la emoción. Instintiva-mente forzaba o ralentizaba la inflexión de la voz, acelerando o aliviando los corazones. Parecía conocer el formidable efecto de las pausas. Y las trabajaba con admirable precisión. Aquel -probablemente su primer discurso «en serio»- dejó tan agradablemente sorprendidos a sus compañeros que, tácitamente, fue aceptado como el nuevo líder. Y la pasión y certeza de sus palabras fueron tales que, al poco, aquellos que escuchaban detrás de la puerta del caserón, terminaron abriéndola y asomándose a la playa. Juan Zebedeo, Mateo Leví, Andrés, Tomás, Simón el Zelota y Natanael -en un gesto que los honraba- descendieron lenta y sigilosamente y se reunieron con el resto de los emocionados discípulos. Pedro, al percatarse de la llegada de sus amigos, fijando los claros ojos en su hermano, enganchó con habilidad las últimas referencias al «reino», haciendo pública confesión de sus recientes errores. Y advirtió al gentío que la «imperfecta y torpe condición humana es, justamente, el único sello requerido para entrar en él».
Andrés respondió al imprevisible Simón con una leve inclinación de cabeza. Lo he dicho y no me importa repetirlo: aquellas disputas se hallaban siempre por debajo del sincero y entrañable cariño que se profesaban. Asistí a muchas. Algunas incluso, como espero relatar, más envenenadas. Sin embargo, tarde o temprano, se hacía la paz. Una paz sin rencores. Una paz sin memoria. Las ardientes palabras motorizaron los sentimientos de los más oprimidos los am-ha-arez-, que corearon la advertencia con entusiastas peticiones de ingreso en ese «reino». Y Pedro, reclamando calma, les hizo ver que «sólo había un camino: imitar al Resucitado». Éste, en mi opinión, fue el único error del magnífico y entregado orador. Ahí nacería la futura religión «cristiana». En aquel sábado, 29 de abril del año 30, en la remota playa de Saidan y siendo casi las 16 horas, fue plantada la semilla de una Iglesia que olvidó el fondo en beneficio de la forma. Y tras cincuenta minutos de discurso, con un público embelesado y rendido, Simón Pedro cerró la alocución con un audaz acto de fe: -Y afirmamos que Jesús de Nazaret no está muerto. Y declaramos que se ha levantado de la tumba. Y proclamamos que le hemos visto y hemos hablado con Él. Y digo «audaz acto de fe» porque, como se recordará, la casta sacerdotal prohibió toda alusión a la supuesta resurrección del Galileo. (Al día siguiente de dicha resurrección -lunes, 10 de abril-, el sumo sacerdote Caifás, su suegro Anás, los saduceos, escribas y demás fanáticos celebraron una reunión de urgencia en la que, ante las inquietantes noticias que corrían por la Ciudad Santa, adoptaron las siguientes y drásticas medidas: Primera: todo aquel que hable o comente [en público o en privado] los asuntos del sepulcro o la pretendida vuelta a la vida de Jesús de Nazaret será expulsado de las sinagogas. Segunda: el que proclame que ha visto o hablado con el Galileo será condenado a muerte.) Y aunque esta última propuesta no pudo ser sometida a votación, lo cierto es que el incumplimiento de tales normas podía acarrear serias dificultades al infractor. Pedro lo sabía y, no obstante, se arriesgó valientemente. Éste era Simón: un hombre consumido por las contradicciones. Y de pronto, finalizado el discurso, cuando el discípulo -en mitad de un respetuoso silencio- se disponía a saltar de la lancha, sucedió «algo» que, obviamente, nadie esperaba. Fue tan increíble que, de no haber contado con aquel medio millar de testigos, habría dudado de mi capacidad de percepción e incluso de mi salud mental. Pero los hechos, como digo, fueron reales. Las gentes, atónitas, no reaccionaron. ¿Cómo hacerlo?
Recuerdo que el viento cesó. Y lo hizo bruscamente y a destiempo. El maarabit sopla indefectiblemente, entre abril y octubre, desde el mediodía al atardecer. Era, poco más o menos, la hora «décima» (las cuatro). Faltaban por tanto dos horas y cuarenta minutos para el ocaso. Y las fogatas -«alimentadas» (?) por una fuerza invisible- estiraron sus lenguas de fuego. Pero fue un crepitar silencioso. ¿Silencioso? En realidad, «todo» era silencio. (Las palabras no me ayudan.) Quizá estoy tratando de racionalizar lo irracional. Quizá los hechos no ocurrieron en este orden. Quizá todo fue simultáneo. De algo sí estoy seguro: «todo» era un inmenso y antinatural silencio. Dejé de oír el golpeteo del yam. Las risas y chapoteos de los niños se extinguieron. Y también el lejano manicomio de las gaviotas. Sin embargo, el oleaje batía la costa. Los muchachos continuaban retozando y las aves volaban incansables alrededor de las embarcaciones. Unos barcos con las velas súbitamente deshinchadas. ¿Qué estaba pasando? Y en aquel atronador silencio, en el centro de la barca, surgió una alta figura. Pero creo que, en mi precipitación, no estoy siendo riguroso. Quien esto escribe no presenció el primer instante de esa aparición. Me explico. Alarmado por estos acontecimientos, había vuelto el rostro hacia el lago, intentando averiguar la razón de aquel cambio en la sonoridad del lugar. Y en ello estaba cuando, de improviso, las gentes retrocedieron. Algunos tropezaron y cayeron. No escuché exclamaciones. El movimiento -provocado por el miedo- fue igualmente silencioso. Y al girar de nuevo la cabeza hacia la lancha vi al «hombre». Quiero decir con esto que la gente contempló la imagen uno o dos segundos antes que yo. Un pequeño gran detalle que me convenció de la realidad de lo que estaba presenciando. No hubo, por tanto, sugestión colectiva. ¿Y a santo de qué iba a haberla? La casi totalidad de los allí reunidos, como ya mencioné, podría ser catalogada como simples curiosos, incapaces de provocar fenómenos tan puntuales y complejos como la «congelación» del maarabit, la brusca «crecida» de los fuegos y el enmudecimiento del lago. Demasiado, a mi entender, para unos humildes hombres, mujeres y niños que sólo pretendían disfrutar del descanso sabático y de las palabras de un grupo de «locos» que pregonaba la vuelta a la vida de otro no menos «loco». Y quedé petrificado. Frente a mí, a poco más de cinco metros, se erguía el añorado rabí. Vestía su larga túnica blanca, sin manto, con los brazos desmayados a lo largo del «cuerpo».
Y durante unos instantes -¿cómo medir el tiempo en esas circunstancias?- los ojos se pasearon por la desconcertada y temerosa concurrencia. Percibí un corto recorrido de la cabeza -de su izquierda a la derecha-, acompañando esta especie de «inspección». No sé qué fue lo que más me sobrecogió: la presencia del Resucitado o aquel indefinible e incomprensible «silencio» que lo envolvía y nos envolvía. El rostro, relajado, aparecía directamente iluminado por un sol que escapaba ya hacia el oeste. Y observé otro interesante «detalle». Los hermosos y rasgados ojos acusaron la intensa radiación solar obligándole a parpadear. Su aspecto era idéntico al que ofrecía en «vida». Los cabellos, acaramelados, caían lacios y dóciles sobre los anchos y musculosos hombros. No distinguí los pies, ocultos por el casco del bote. Las manos, largas, velludas y bronceadas, apenas se movieron. ¿Utilizar la vara? Imposible. No hubo tiempo material. Ni siquiera acerté a prevenir a la «cuna». Sólo tuve ojos para devorar aquella figura. Y abriendo los finos labios, con su templada, vigorosa y acariciante voz, exclamó: « Que la paz sea con vosotros... » Se produjo una brevísima pausa. Sé que puede parecer de locos. Yo mismo continúo haciéndome una y mil preguntas. Fue desconcertante. Las palabras sonaron perfectas en un escenario «perfectamente insonorizado». «... Mi paz os dejo. » E instantáneamente dejé -dejamos- de verle. Sencillamente (?) se volatilizó. Y sin intervalo alguno, con el eco de la última frase en mi cerebro, todo recuperó la normalidad. El viento arremetió contra las espigadas llamas, humillándolas, y el yam despertó con sus habituales sonidos. Pedro, con las manos sobre la borda y el rostro vuelto hacia el lugar que había «ocupado» el Resucitado, seguía con la boca abierta. Los íntimos, con la. misma expresión de asombro, no acertaban a moverse. En cuanto a la gente -anclada como árboles-, terminó levantando las miradas, buscando en el cielo una explicación a lo inexplicable. Finalmente, los gemelos de Alfeo rompieron a gritar, liquidando la paralización general. Y unos y otros, saltando, llorando, riendo y abrazándose, convirtieron la playa -esta vez sí- en una auténtica fiesta. Y quien esto escribe -más confundido que nadie se dejó caer sobre la arena, incapaz de razonar. Era la tercera aparición en Galilea. Muy breve. Inferior quizá a los diez segundos, pero clara y rotunda.
Ninguno de los evangelistas habla de ella. Sólo Juan hace una inconcreta alusión cuando, en el capítulo 20 (30-31) de su evangelio, afirma que «Jesús realizó otras señales en presencia de los discípulos, que no están escritas en este libro». Y yo me pregunto: ¿por qué no fue escrita? ¿Es que no era lo suficientemente importante? Tratándose del Maestro y, sobre todo, de una soberbia demostración de la existencia de vida después de la muerte, por supuesto que sí. ¿Qué fue entonces lo que ocurrió? ¿Perdió la memoria el Zebedeo? A mi corto entender sólo cabe una posible explicación: Juan sucumbió de nuevo a su incorregible vanidad, concediendo prioridad a su buena imagen y, de paso, a la del resto del colegio apostólico. Si el evangelista se hubiera decidido a contar lo acaecido en las primeras horas de la tarde de aquel sábado frente a la aldea de Saidan, una de dos: o mentía o escribía la verdad. Y optó por una tercera vía: el silencio. De haber sido fiel a los hechos habría tenido que razonar el porqué de la presencia de aquellas gentes en la playa. Eso significaba el reconocimiento de una división entre los «sagrados embajadores del reino». Más aún: tendría que haber admitido que él y parte del grupo se mantuvieron alejados del brillante discurso de Simón Pedro durante buena parte del mismo. E igualmente, que terminaron cediendo. Tanta sinceridad no parecía prudente en aquellos difíciles albores de la comunidad cristiana... E invito al desconocido lector de este diario a que explore los cuatro textos evangélicos. No encontrará un solo párrafo en el que se intuya la más mínima división entre los íntimos del Maestro. Y remedando la «conclusión» de Juan en dicho evangelio, yo también me atrevo a escribir: «Estas señales del Resucitado -todas- han sido escritas para que quizá alguien, algún día, conozca la verdad -toda la verdad- y sepa a qué atenerse.» La playa fue despejándose y, durante un tiempo, continué absorto, luchando por comprender. Reconstruí lo ocurrido una y otra vez. Pero siempre me veía enfrentado a la misma e irritante conclusión: incomprensible. La ciencia no estaba -no está- preparada. Y humildemente me postré de rodillas, aceptando cuanto había visto y oído. El retorno al módulo fue rápido y sin tropiezos. Si digo la verdad, me extrañó el cierre de la aduana. Lo que no podía imaginar es que este explorador fuera el responsable. Pero debo contenerme y respetar el orden cronológico de los acontecimientos. Cambié el aureus en Nahum (con relativo éxito: treinta y tres denarios de plata) y, tras adquirir un buen surtido de provisiones, accedí a la nave con las primeras sombras del anochecer. Eliseo, como siempre, me recibió con alivio. Y el resto de la jornada fue invertido en dos capítulos, a cuál más atractivo: el repaso a la inminente exploración del lugar donde debería aterrizar la «cuna» en los próximos días y el cada vez más desconcertante doble asunto del fenómeno del sepulcro y las apariciones del Maestro. Como ya indiqué, durante mi estancia en Nazaret, mi hermano procedió a los análisis de las bayas, hojas y ramas del sicómoro existente frente a la cueva en la que había reposado el cadáver de Jesús de Nazaret. Dicho árbol, al igual que otros frutales cercanos, resultó afectado, como se recordará, por la misteriosa lengua de luz que partió de la boca de la cripta. La radiación (?), de un blanco azulado brillantísimo, desecó parte del ramaje del corpulento «ficus», consumiendo y «fosilizando» buen número de frutos. No agotaré al hipotético lector con los complejos procedimientos analíticos. Me concentraré en los resultados, aunque debo adelantar que, lejos de esclarecer el fenómeno, nos sumieron en una mayor perplejidad. Quizá la ciencia, algún día, a la vista de estos datos, pueda llegar más lejos. Antes de proceder al estudio químico, las muestras fueron sometidas a un detector Geiger. Pero no arrojaron el menor indicio de emisiones radiactivas. Las exploraciones fisiológico-estructurales -a niveles celulares- mostraron una intensa deshidratación (casi al ciento por ciento). En algunos casos, elementos claves como el calcio, sodio, cobre y potasio aparecían casi irreconocibles y convertidos en «piedra». Lamentablemente, el hecho de no saber con exactitud lo que realmente debíamos buscar terminó confundiendo y desanimando a mi hermano. Evidentemente, aquel ser vivo fue sometido a una intensa modificación celular. Pero ¿qué alteró su estructura? ¿Calor? ¿Una radiación desconocida? ¿Una fuente electromagnética? Uno de los indicios más relevantes en aquella enigmática y compleja anormalidad surgió en la analítica de los elementos minerales. Mientras los índices de los componentes habituales en este tipo de árbol se mostraban en los límites más o menos aceptables, el del manganeso, en cambio, se elevó siempre -en todas las muestras por encima de las 2 800 ppm. (partes por millón). (En un sicómoro sano, la cantidad de Mn oscila alrededor de las 300 ppm.) Pensar en una alteración como consecuencia de algún tratamiento fungicida nos pareció fuera de lugar. Al no disponer de muestras del terreno donde se asentaba el «ficus», las valoraciones tuvieron que ser interrumpidas. Algunas semanas más tarde, en una nueva incursión a la Ciudad Santa, pude hacerme con dichas muestras, verificando lo que sospechábamos: la plantación de José de Arimatea gozaba de un suelo de tipo medio básicamente calizo-, con unas proporciones razonables de manganeso . No debía atribuirse, por tanto, la elevada toxicidad descubierta en el sicómoro a las características naturales de la capa de tierra sobre la que crecía el huerto.
¿Qué fue lo que elevó el volumen de aquel micronutriente (el manganeso) hasta 2 830 ppm.? Honradamente, no lo sabemos. Eliseo, quien esto escribe y «Santa Claus» debatimos el enigma hasta el agotamiento. Pero no logramos aunar criterios. La hipótesis sobre la misteriosa desaparición del cadáver del Maestro no encajaba con las vibraciones percibidas antes y durante el corrimiento de la pesada muela que cerraba la cripta y tampoco con la lengua luminosa que se proyectó hasta los árboles. Nuestra teoría apuntaba hacia una infinitesimal e intensísima «aceleración» de la putrefacción del cuerpo de Jesús. El instrumental detectó en las «colonias cuánticas» que flotaban sobre el lienzo en el que había reposado el cadáver unos swivels claramente «removidos» y «estacionados» en un «ahora» histórico (año 35) que, obviamente, nada tenía que ver con aquel presente (año 30). La descomposición fue consumada, por tanto, en décimas o centésimas de segundo. Un proceso que, de haber seguido los cauces de la Naturaleza, hubiera necesitado, justamente, alrededor de cinco años. Nosotros conocíamos esa fantástica posibilidad de modificar los ejes ortogonales de estas «unidades subatómicas elementales». Pero dichas inversiones axiales -al menos con la tecnología de Caballo de Troya- nunca fueron acompañadas por los fenómenos ya mencionados: vibraciones y «escapes» luminosos. Unos fenómenos que evidentemente alteraban el entorno. A no ser que ambos sucesos -aceleración de la descomposición y lengua luminosa- fueran independientes. «Santa Claus» propuso entonces una vía alternativa que nos dejó perplejos: quizá «alguien» (?), satisfecha la resurrección, quiso dejar constancia física de los hechos. Una especie de «acta notarial», válida para aquel tiempo y para el nuestro. Verdaderamente, tanto aquélla como las generaciones futuras han contado con el espléndido «regalo» del lienzo que cubrió al rabí de Galilea durante treinta y seis horas. En él, como ya dije, se encuentra encerrada la «información» que puede esclarecer esa última fase de la resurrección: la enigmática desaparición del cuerpo. En cuanto a los anormales índices de manganeso, la deshidratación y «fosilización» era justo reconocer que constituían otra interesante evidencia. Una prueba que -de acuerdo a los «torcidos renglones de Dios»- nos tocó rescatar del olvido. Como decía el Maestro, «quien tenga oídos...». Eliseo defendió la aparentemente absurda y anticientífica sugerencia de «Santa Claus». Quien esto escribe, por el momento, se abstuvo de pronunciarse, aguardando a que la ciencia esté en condiciones de ampliar y clarificar lo ocurrido.
Tampoco el intrincado enigma de las apariciones del Resucitado fue fácil de resolver desde el prisma de la racionalidad. Aquellas súbitas materializaciones y desmaterializaciones -ignoro cuál podría ser el término que las definiera correctamente- iban contra todo lo conocido. Basándonos en los descubrimientos obtenidos durante la segunda de estas «presencias» en Galilea -la registrada a corta distancia de la nave-, mi hermano y yo pusimos en pie varias «soluciones» (?). Ninguna, naturalmente, puede ser estimada como definitiva. Me referiré someramente a la que, en principio, presentaba mayor solidez (?). De acuerdo con los cálculos del ordenador, a juzgar por los «movimientos» atómicos detectados en lo que podríamos calificar como «encéfalo» y en el resto del no menos fantástico «sistema nervioso central», aquel «cuerpo glorioso» parecía disfrutar de una asombrosa capacidad para modificar -¡a voluntad!- el ritmo vibratorio de sus trillones de átomos . Esa desconocida y magnífica potestad permitía, al parecer, que la materia que conformaba aquel «organismo» comenzase a vibrar vertiginosamente dentro de sus límites espaciales, alcanzando una velocidad próxima a la de la propagación de la luz. (Cuán difícil es traducir a conceptos humanos lo que, sin duda, son realidades sobrenaturales.) Pues bien, en tal circunstancia, la masa del «cuerpo glorioso» perdía las propiedades de «masa pesante», adquiriendo las correspondientes a las de una «masa inercial» de proporciones similares a las que podría haber alcanzado dicho «cuerpo» trasladándose por el espacio a una velocidad próxima a la de la luz. (La misma a la que vibraban sus componentes atómicos.) Los efectos cinéticos de esa masa inercial serían superiores -ten miles de veces- a los registrados por la masa del cuerpo en su estado normal de vibración atómica. (Un estado que, en líneas generales, es denominado «de reposo».) Y llegamos a lo que importa. Esa elevadísima velocidad en todos y cada uno de los átomos estimulada, insisto, a voluntad del «individuo»- «comprimía» (?) la materia hasta colocarla en los límites de la adimensionalidad. El siguiente paso era el ya conocido de la brusca desmaterialización. Sencillamente (?), el «cuerpo glorioso» desaparecía de la vista. Se cumplía así, en efecto, la teoría de Fitzgerald. Lamentablemente, ahí concluían nuestras especulaciones. Y no era poco. Lo que no encajaba con lo actualmente aceptado por la Física -amén de otros pormenores- era la evidente ausencia de implosión. En ese crítico instante -al desaparecer el «cuerpo glorioso»-, el volumen ocupado en el espacio debería quedar bruscamente vacío. Y el aire que rodeaba al Resucitado tendría que precipitarse hacia él. Sin embargo, en ninguna de las apariciones que este explorador tuvo la fortuna de presenciar, y en las que me fueron narradas, se produjo estampido alguno. Tampoco la exploración instrumental aportó novedad al respecto. Mejor dicho, sí la hubo. Pero sólo contribuyó a multiplicar nuestra oscuridad. Los dispositivos técnicos de la «cuna» -al menos en la citada segunda aparición en Galilea- no fueron capaces de localizar ese vacío. Simplemente: no hubo tal vacío. La masa de aire que había sido ocupada por el «cuerpo» se comportó con normalidad: sin movimiento, tensión o succión. ¿Guardaba esta anomalía (?) alguna relación con los «silencios» que precedían y acompañaban a las apariciones? Tampoco lo sabemos. Para estos confundidos exploradores sólo cabía una posible explicación: la desmaterialización era una realidad objetiva, pero sólo a nivel visual. En otras palabras: aquella entidad, al cruzar la frontera de la adimensionalidad, continuaba «ocupando» el mismo espacio en nuestro mundo, pero «instalada» en un «universo» (?) de naturaleza y dimensiones desconocidas. Seguía allí..., pero no para nosotros. Por supuesto, ni los radares, ni el cinturón IR, ni tampoco el «bombardeo» teletermográfico proporcionaron la menor pista. Aquel Ser podía «existir» simultáneamente en dos «mundos» (?) diferentes. ¿Y por qué en dos? ¿Por qué no en un número infinito de planos? Y nos preguntamos con emoción: ¿es justamente esto lo que nos aguarda tras la muerte? Éste, ni más ni menos, fue el mensaje de esperanza que latió detrás de cada una de las apariciones del Hijo del Hombre.
DEL 30 DE ABRIL AL 3 DE MAYO
Al concluir los estudios tuvimos que reconocer que quizá estábamos invadiendo unos sagrados dominios que no eran de nuestra competencia. Estas y otras «lecciones» similares servirían para rebajar el engreimiento intelectual y científico de quien esto escribe a su justo lugar; es decir, prácticamente a cero. Desde entonces aprendimos a contemplar el inmenso poder de aquel Hombre con humildad y respeto. Pero sigamos adelante en esta apasionante aventura. Una aventura que apenas arrancaba... Decía también que buena parte de aquel sábado, 29 de abril del año 30 de nuestra era, fue consumida en el repaso a la obligada exploración del paraje en el que, necesariamente, se posaría la nave, de cara al ya próximo e intrigante tercer «salto» en el tiempo.
A la mañana siguiente, domingo, inauguramos dicha exploración con una fase que podríamos calificar de tanteo, en la que los «ojos de Curtiss» y el material filmado en el sobrevuelo del lago jugarían un papel esencial. El nuevo asentamiento -al que denominaré desde ahora «base-madre-tres» («BM-3»)- debía reunir una serie de importantes requisitos. Primero y fundamental: unas condiciones mínimas de seguridad. El «punto de contacto» tenía que ser un lugar aislado, no frecuentado por hombres y animales y, al mismo tiempo, que permitiera un rápido desplazamiento a las poblaciones del lago, presumiblemente frecuentadas por el rabí de Galilea durante su vida de predicación. Por otra parte, la escasez de combustible nos forzaba a un vuelo corto. (Tras el último periplo sobre el yam, en el que fueron quemadas casi dos toneladas, la disponibilidad era de un 47,5 por ciento. Es decir, lo justo para retornar a Masada.) Era necesario, por tanto, que «BM-3» se hallara a escasa distancia de la colina de las Bienaventuranzas. Y durante horas valoramos las diferentes alternativas. Los estudios cartográficos desarrollados en el mencionado sobrevuelo y las informaciones recogidas por los «ojos de Curtiss» y este explorador resultarían determinantes. Quiero destacar en este sentido las valiosas noticias aportadas por Zebedeo padre en torno, sobre todo, a dos hechos que nos preocupaban especialmente: el bandidaje y los cazadores de palomas en el macizo que, en principio, fue designado como «candidato» número uno. Este promontorio el monte o har Arbel-, asomado a la orilla occidental del yam, con una altitud de 181 metros sobre el lago, presentaba las condiciones ideales: una cumbre despejada, rocosa y sin vegetación y un acceso relativamente cómodo a ciudades como Tiberíades (a casi cuatro kilómetros), Migdal (a uno y medio), Nahum (a nueve) y Saidan (a catorce, aproximadamente). El tentador emplazamiento, sin embargo, se vino abajo. El primer inconveniente, como ya relaté, fue avistado en el viaje a Nazaret, al atravesar el wadi Hamám. Este desfiladero -del que formaba parte el har Arbel aparecía sembrado en su cara norte de una abundante cordelería que se precipitaba desde la cumbre hacia una nutrida colección de cuevas existente en dicha pared. Y las iniciales informaciones, proporcionadas por Juan Zebedeo en aquel accidentado viaje, serían ratificadas y ampliadas en la playa de Saidan por el padre del discípulo. Estas cavernas, en efecto, seguían constituyendo un inmejorable refugio para toda clase de ladrones, esclavos huidos, desheredados de la fortuna y «sicarios» y zelotas procedentes de las partidas que se levantaban regularmente contra el poder de Roma. A pesar de la limpieza» practicada por el rey Herodes el Grande en el año 39 a. de C. , tomando al asalto dichas grutas, con el paso del tiempo nuevas remesas de asesinos y rebeldes habían vuelto a ocuparlas. Y era frecuente verlos escalar o descender por las citadas maromas, emprendiendo toda suerte de fechorías en la soledad del desfiladero de las Palomas. Las recompensas ofrecidas por sus cabezas no servían de gran cosa. La población de las inmediaciones, aterrorizada, era incapaz de hacer frente a aquellos desalmados. Tampoco el patrullaje de las unidades romanas destacadas en la región resultaba efectivo. Entre otras razones -según el Zebedeo- porque algunos de los oficiales y suboficiales se hallaban compinchados con los jefes de estas partidas, percibiendo sabrosas comisiones sobre los botines arrebatados a los viajeros. Sólo cuando la alarma llegaba a límites insoportables, el gobernador de Cesarea o el tetrarca Antipas tomaban cartas en el asunto, procediendo con operaciones más drásticas y contundentes. Pero, al poco, como una maldición, otras bandas venían a reemplazar a las exterminadas
o cautivas, convirtiendo de nuevo el reseco wadi en un paradójico «río» de sangre. Verdaderamente, a la vista de este siniestro panorama, tuve que reconocer que la suerte (?) nos acompañó en aquella travesía con la Señora, Juan Zebedeo y el «oso» de Caná. A esta comprometida situación había que sumar un segundo problema: los cazadores de tórtolas y palomas torcaces que recorrían el har Arbel día y noche, armados con sus tradicionales redes-trampa. Estos individuos vecinos de Migdal y Tiberíades fundamentalmente- desempeñaban además el papel de «espías» y «correos» de unos y otros. Es decir, de los bandoleros y de los corruptos centuriones y optios. A cambio de este «servicio» podían moverse con libertad por el macizo y sus acantilados. Y el apetecible Arbel tuvo que ser descartado definitivamente. Y tras un minucioso y tenaz examen de la zona -en el que colaboraron eficazmente los seis «ojos de Curtiss» disponibles-, de común acuerdo, Eliseo y quien esto escribe nos decidimos por un segundo «candidato», ubicado a tres kilómetros y medio del conflictivo desfiladero. Se trataba de otro espectacular peñasco, de ciento treinta y ocho metros de altitud, con un perfil y características muy similares a los del Arbel. Recibía el nombre de Ravid, hallándose a unos ocho kilómetros en línea recta de la «base-madre-dos». Los informes de los sucesivos «ojos de Curtiss» destacados en la vertical de este har fueron animándonos progresivamente: estábamos ante un macizo pelado, con una curiosa forma de «barco» cuya «proa» apuntaba hacia el sudeste (en dirección al lago). Las dimensiones se nos antojaron perfectas: alrededor de dos mil trescientos metros de «proa a popa» (siguiendo el eje longitudinal del supuesto «buque» o «zapato») y otros doscientos en el punto más ancho. La cima aparecía dividida en dos partes claramente diferenciadas: la de «proa» formaba un triángulo equilátero cuya base venía a coincidir con la referida anchura máxima (200 m). A partir de ahí, el Ravid se inclinaba hacia el noroeste, en una suave rampa que moría en las estribaciones de los montes de Galilea. Pronunciados acantilados constituían las «amuras» del gran espolón o plataforma triangular. Estas paredes verticales -entre 100 y 131 metros de altura- hacían prácticamente inaccesible lo que he dado en llamar la «proa» del Ravid. Abajo, por la izquierda (la banda de babor) de lo que empezamos a denominar también como el «portaaviones», corría negro y estrecho el camino que unía Migdal con la lejana ciudad de Maghar, al noroeste. El abrupto cortado existente en este flanco terminaba reuniéndose con el sendero, en una cota «cero», al final de la mencionada pendiente de dos kilómetros y 127 metros. Por estribor, en cambio, aunque el acantilado iba perdiendo igualmente altura, hasta situarse en cuarenta metros, el «portaaviones» conservaba su providencial inaccesibilidad. Una breve vaguada lo fundía con una modesta cadena montañosa cuyas altitudes oscilaban entre 213 y 121 metros. Estos picos, escasamente arbolados, no arrojaron indicio alguno de asentamientos humanos. Y durante tres días, las eficaces esferas de acero de 2,19 centímetros de diámetro «peinaron» el «portaaviones» y un amplio radio, suministrando imágenes e infinidad de datos sobre la naturaleza geológica del terreno, flora, fauna, condiciones meteorológicas, movimiento de hombres y caravanas, distancias, puntos considerados estratégicos, rutas alternativas para los ascensos y descensos y configuración y diseño de las posibles áreas de aterrizaje y de las necesarias medidas de seguridad que deberían protegernos. Y el Ravid, previa y exhaustiva evaluación del ordenador central, fue estimado finalmente como el paraje idóneo. Aquella masa pétrea -integrada por rocas calizas y dolomíticas del Cretácico Superior y del Eoceno, con residuos basálticos en la cima- aparecía como un lugar solitario, barrido por los vientos y sin un solo sendero que se atreviera a penetrar en la cumbre. Según nuestras investigaciones, allí no había nada que pudiera reclamar el interés de los moradores de la comarca. La escasa tierra rojiza que despuntaba entre las erosionadas agujas rocosas aunque fértil- resultaba impracticable. La cima, como digo, convertida en un «mar» de piedra, no permitía un solo cultivo medianamente rentable. Tampoco el ganado de Migdal, Tiberíades y Guinosar (las ciudades más cercanas) se arriesgaba a pisar aquellas latitudes, pobladas únicamente por serpientes, escorpiones y por una curiosa «familia» subterránea que, dicho sea de paso, prestaría un impagable servicio a estos exploradores. El único atractivo -de dudosa rentabilidad comercial- que acertamos a descubrir entre el «oleaje» de las blancas calizas y los negros basaltos lo formaba un heroico batallón de arbustos y cardos entre los que identificamos el Thymbra spicata (de la familia de la menta), la Centaurea eryngioides (del grupo de las margaritas), la Centaurea ibérica, los también cardos sirio y lechero, la Gundelia de Tournefort (de raíz gruesa y comestible), el Teucrium creticum (de altos tallos), el Echinops adenocaulus y las impresionantes Iris, unas plantas no menos valientes de hermosísimas flores violetas. Naturalmente, por un elemental sentido de la prudencia, las siguientes fases de la exploración fueron practicadas por estos pilotos directamente «sobre el terreno». El lunes, 1 de mayo, le correspondió el turno a quien esto escribe. En la jornada del martes -con un conocimiento más exacto y preciso del Ravid y su entorno- repetimos la incursión. Esta vez tuve la alegría de verme acompañado por Eliseo. Y su habitual perspicacia resultó de gran utilidad a la hora de materializar los cinturones de seguridad que deberían rodear a la «cuna». Merced a las meticulosas imágenes y mediciones tomadas por los «ojos de Curtiss», el camino de ida, desde la «base-madre-dos» a la «popa» del Ravid (el final de la suave pendiente), fue resuelto sin incidentes y en un tiempo récord: ocho kilómetros y medio en una hora y cuarenta minutos. De acuerdo a las observaciones previas, la ruta elegida para el ingreso en el «portaaviones» discurría por la cómoda «vía maris» durante los primeros cinco kilómetros, cruzando el vergel y los molinos de Tabja, el puente sobre el río Ammud y el lujurioso jardín de Guinosar. Al alcanzar el segundo río importante de dicha costa occidental del yam -el Zalmon-, límite para la conexión auditiva, nuestro particular «camino» torcía a la derecha, adentrándose hacia el oeste. Con el fin de evitar en lo posible futuros problemas y suspicacias entre los caminantes decidimos prescindir del paso por la ciudad de Migdal, situada a un kilómetro de la desembocadura del mencionado Zalmon. De haber rodeado dicha población hubiéramos podido acceder al sendero que marchaba hacia Maghar, acortando la distancia al Ravid. Pero, como digo, por prudencia, optamos por una senda alejada de las carreteras habituales. Dicha «senda» corría paralela al generoso cauce del Zalmon, desafiando la cerrada «jungla» que prosperaba en su margen izquierda. El obligado avance por esta orilla del río -erizada de altas espadañas, papiros, venenosas adelfas, juncos de laguna y los míticos «aravah» o sauces de diminutas y verdosas flores- nos inclinó a reforzar una de las ya habituales medidas de seguridad: la «piel de serpiente». Y no nos equivocamos. Aquel trecho, al igual que otras áreas pantanosas por las que nos vimos forzados a caminar, encerraba un permanente y peligroso riesgo: los numerosos insectos transmisores de enfermedades como el paludismo, la fiebre amarilla, filariasis, oncocercosis, dengue, leishmaniasis, tifus y tripanosomiasis, entre otras. Tal y como pudimos observar en las frecuentes caminatas por aquella «jungla» del Zalmon, las colonias de Anopheles -el mosquito responsable de la malaria o paludismo iban prosperando con la primavera y las altas temperaturas. No podíamos arriesgarnos a contraer una de estas graves dolencias. Y aunque fuimos vacunados convenientemente y respetábamos las periódicas dosis de fármacos antiinfecciosos, hicimos bien en extender la protección de la referida «piel de serpiente» a la totalidad del rostro, cuello, manos y piernas. Desde ese primero de mayo, por tanto, todas las salidas de la nave fueron precedidas de la correspondiente pulverización general del cuerpo del explorador. A tres kilómetros del puente, en una amplia y casi perfecta curva de doscientos metros, el río se ensanchaba considerablemente, ofreciendo una serie de vados que permitía un cómodo paso. Aquella curva -conocida entre nosotros como la «herradura»- era el final de lo que designamos igualmente como la «jungla», el tramo más laborioso y comprometido en el referido camino hacia el Ravid. Quinientos metros más allá (en dirección sudoeste), tras cruzar unas incultas cañadas de poco más de cincuenta metros de profundidad, el explorador arribaba al fin al camino de tierra negra y esponjosa que se perdía hacia Maghar. Aquella ruta, desestimada como digo para acceder al «portaaviones», nos situaba en Migdal en cuestión de veinte minutos (alrededor de dos kilómetros). Pero sólo sería utilizada en los descensos. Para el retomo a la colina de las Bienaventuranzas decidimos suprimir los tres kilómetros de «jungla», abordando la «vía maris» por esta carretera que, repito, llevaba a Migdal y Maghar, respectivamente. Una vez «instalados» en el Ravid -salvo emergencias-, los caminos de ida y vuelta quedarían fijados tal y como estoy explicando: el ingreso en la nave, siempre por la «jungla». El descenso hacia el lago, por la negra senda que bordeaba el acantilado izquierdo del «portaaviones». Salvadas, pues, las cañadas que separaban la «herradura» de la ruta Migdal-Maghar, el explorador se encontraba con la «popa» del Ravid. En aquel punto, como decía, las agresivas paredes del costado de «babor» perdían toda su altura, fundiéndose con la cota del sendero. Bastaba cruzarlo para entrar en «nuestros dominios». Y tras cerciorarme de la soledad del camino, ataqué la rampa (de unos seis grados) que debía colocarme en la suave pendiente de algo más dedos mil metros que conducía a la «proa» del Ravid. Esa rampa, de unos cincuenta metros, constituía el sector más «débil» en lo que a seguridad se refiere. La situación del explorador era realmente comprometida. En dicho tramo nos hallábamos expuestos a las miradas de los posibles viajeros que marchasen en una u otra dirección. El problema no tenía solución. No había forma de camuflarse en aquellos malditos cincuenta pasos. La única alternativa era la ya practicada por quien esto escribe: sencillamente, esperar a que la ruta apareciese desierta.
Al dejar atrás la «zona muerta», el terreno recuperaba cierta horizontalidad y el caminante quedaba a salvo de las miradas indiscretas. A partir de ese momento centré la atención en las referencias que ya habíamos detectado desde el aire y que nos servirían de orientación. en los futuros ascensos y descensos. La primera de estas «marcas» -casi en el centro de la «popa» del «portaaviones» (a unos cien metros de la «zona muerta»)- resultaría especialmente útil. En plena planicie, como un capricho de la Naturaleza, se alzaba un solitario y singular árbol. El único en toda la masa del Ravid: un voluntarioso manzano de Sodoma (un Calatropis procera), misteriosamente desterrado de su hábitat natural. Esta peculiar planta, que gusta de los oasis, crece habitualmente en el mar Muerto y en el bajo Jordán. Lo más probable es que la semilla, plana y dotada de un penacho, hubiera sido transportada por el viento o por las aves. La cuestión es que, «milagrosamente» y para nuestro beneficio, aquel extraño ejemplar bíblico cantado por Josefo había arraigado en mitad de una pendiente reseca y sembrada de cantos volcánicos y calizos. Y nos alegramos por un doble motivo. Primero, porque, como digo, constituía una magnífica «señal». En segundo lugar porque su presencia mantendría alejados a los judíos. Este tipo de árbol simbolizaba el mal y la condenación de Sodoma y Gomorra, siendo evitado generalmente por los israelitas. Su fruto estaba maldito. La actitud del pueblo judío hacia el manzano de Sodoma aparece perfectamente dibujada en una de las obras del referido Flavio Josefo (La guerra de los judíos, IV, 8-4). En ella escribe textualmente: «Así como las cenizas de sus frutos, que tienen un color apetitoso, pero si se estrujan con la mano se vuelven humo y cenizas.» Dicho fruto, en efecto, se desarrolla rápidamente formando dos cuerpos globulares parecidos a una manzana, de siete a diez centímetros de diámetro, sin carne, lleno de pelos y con un jugo venenoso. También las ramas destilan un licor lechoso que produce irritación al contacto. Aquel espléndido ejemplar alcanzaba una altura de casi cuatro metros, con una envergadura de diez y un ramaje espeso, trenzado horizontalmente y cuajado de gruesas hojas de hasta veinte centímetros y miles de flores plateadas con las puntas de los lóbulos en un brillante morado. El día acababa de echar a andar (serían aproximadamente las nueve) y el calor era ya sofocante. Y tras lanzar una detenida ojeada a la larga pendiente que se abría ante mí proseguí por el centro del «portaaviones». El terreno, como ya sabíamos, inculto y atormentado, se hallaba conquistado por una caliza cuarteada, enrojecida y oxidada, y un basalto negro y desintegrado que crujía bajo las sandalias. A buen paso, los dos mil metros de dulce ascenso hacia la «proa» del Ravid fueron satisfechos en algo menos de veinte minutos.
Y al fin pude enfrentarme a la plataforma rocosa que nos acogería durante un dilatado periodo de tiempo. En principio -tal y como comprobamos en la fase de tanteo-, el lugar me pareció espléndido. En la base del triángulo equilátero que formaba dicha «proa» permanecían los restos de una muralla, al parecer de origen romano. Este informe montón de piedras azules ocupaba la totalidad de la base (doscientos metros), estableciendo una clara división entre las dos áreas de la cima: la pendiente que acababa de superar y el triángulo que recibiría a la «cuna» en cuestión de horas. Lo recorrí con detenimiento, explorando cada metro cuadrado. Pero sólo encontré esporádicos corros de cardos y arbustos y el rápido y huidizo zigzagueo de serpientes y lagartos. A juzgar por el trazado y la orientación, aquellas ruinas pudieron constituir un sistema defensivo destinado a la vigilancia de la mencionada ruta entre Migdal y Maghar. Según nuestras informaciones y las proporcionadas por Zebedeo padre, la muralla-fortín se remontaba a la época de Pompeyo (año 63 a. de C.), o quizá a la de la campaña de Herodes el Grande en Galilea (año 40 a. de C.). Entre los escombros -que no superaban el metro y medio de altura por cinco de fondo- se adivinaban cinco torres, intercaladas cada cuarenta metros. El lugar, evidentemente, llevaba muchas décadas abandonado. Y al estudiar la posición y derrame de los bloques deduje que la destrucción tuvo que ser provocada por algún fuerte seísmo. En el año 35 a. de C. -según narra Josefo en su obra La guerra de los judíos, 1, capítulo XIV- se registró en el país un «temblor de tierra, con el cual murió infinito ganado y perecieron treinta mil hombres...». Por más que me entretuve no conseguí hallar un solo vestigio de las guarniciones. Y procedí a la inspección de la última zona: la «proa» del Ravid. La plataforma triangular, con sus doscientos metros de lado, aparecía más intensamente castigada por el «mar» de rocas que su «hermana», la pendiente de dos kilómetros que la precedía. Caminar por aquel espolón significaba sortear de continuo todo un «arrecife» de blancas agujas calizas, afiladas por los elementos y agrietadas por las oscilaciones térmicas. La mayor parte de estas formaciones pétreas no rebasaba los cuarenta o cincuenta centímetros de altura. Y a pesar de la aparente hostilidad del paisaje me sentí reconfortado por la sencilla y «funcional» belleza de lo que, en breve, sería nuestro «hogar». Entre un roqueño sombreado por un sol sin prisas, disputándose los escasos calveros de tierra roja, florecía una intrépida familia de cardos perennes (la mencionada Gundelia de Tournefort) que humanizaba el rostro azul y acerado de las piedras con el amarillo rasante de sus diminutas florecillas. Y lentamente, absorbiendo cada detalle, cada rincón y cada roca, fui aproximándome al vértice del Ravid. Al principio, nervioso y aturdido, en mi afán por redondear la información suministrada por los «ojos de Curtiss», no reparé en aquellos montoncitos de tierra finamente triturada. Y al asomarme a la «proa» del «portaaviones» -cumpliendo lo programado-dirigí el cayado hacia el nordeste y advertí a Eliseo, vía láser, del éxito de la ascensión. Desde aquella magnífica atalaya el panorama era sencillamente soberbio. Una Migdal en miniatura, prácticamente enfrente, soleada y desconocida, se destacaba como la población más cercana. Las entradas y salidas a la ciudad, así como buena parte de la calzada romana (la «vía maris»), podían ser «controladas con una estimable precisión. Y más allá, hacia el norte, se perfilaba limpia y majestuosa la costa occidental del lago, con las firmas blancas de sus núcleos urbanos. En aquella radiante y luminosa mañana se distinguían, incluso, el negro caos de Saidan -a doce kilómetros en línea recta y la habitual reunión de lanchas en la bahía de la Betijá. Pero hubo algo que me inquietó. Algo que ya habíamos detectado y que, no obstante, no evaluamos suficientemente. A mis pies, pegada al camino de escoria volcánica que bordeaba el flanco izquierdo del Ravid, en una extensión de medio kilómetro, apuntaba una verde y floreciente plantación, con un confuso mosaico de huertos y estrechas manchas de frutales y palmeras. Esta franja de tierra, que arrancaba en la cara oeste de Migdal, prolongándose, como digo, en un espacio de quinientos metros y por la orilla derecha de la carretera que llevaba a Maghar, podía presentarse como uno de los escasos e hipotéticos «focos de conflicto». Entre los huertos y frutales se distinguían unas quince cabañas que presumiblemente constituían los depósitos de los aperos de labranza. Poco a poco, en efecto, iríamos descubriendo que los propietarios y arrendatarios de aquellas parcelas eran vecinos de Migdal y de los restantes poblados costeros. Y aunque la «zona muerta» (el punto de ingreso al «portaaviones») se hallaba a kilómetro y medio de dicha «plantación» -así bautizamos el vergel-, la verdad es que la relativa proximidad nos quitó el sueño durante las primeras semanas. Y prometí ocuparme de la «plantación» en el viaje de retomo al módulo. La inspección de los acantilados -hasta donde acerté a llegar con la vista- fue satisfactoria. Las minuciosas imágenes transmitidas por los «ojos» eran correctas. Las paredes, a derecha e izquierda del triángulo, en caída vertical, resultaban prácticamente inaccesibles. Aquellos cien y ciento treinta y un metros representaban la mejor de las barreras contra un muy poco probable ataque. Intentar escalar semejantes cortados hubiera sido una labor casi suicida. Y durante el resto de la mañana, hasta la puntual avenida del maarabit, quien esto escribe se afanó en el último de los exámenes: la zona específica de «contacto». Completé las mediciones y, sonriendo para mis adentros, tuve que reconocer la eficacia de «Santa Claus». Sus cálculos, una vez más, eran perfectos. La nave, valorando siempre la seguridad como el factor prioritario, debería posarse lo más cerca posible del vértice del Ravid. El lugar, erizado de rocas de escaso porte, no suponía un obstáculo para los pies extensibles y telescópicos del módulo. Otra cuestión -enteramente secundaria- era la comodidad de los pilotos a la hora de subir o bajar de la «cuna». Marqué los posibles e ideales puntos para la toma de contacto del tren de aterrizaje y -según lo acordado-, valiéndome del láser de gas, desintegré la caliza, allanándola. De esta forma, si todo marchaba correctamente, el asentamiento seria más cómodo. Desde el aire, como verificaríamos esa misma tarde con el lanzamiento de un nuevo «ojo de Curtiss», los cuatro círculos -de un metro de diámetro- se presentaban como una excelente ayuda en los postreros instantes de la aproximación. La nave, si el vuelo discurría con normalidad, quedaría estacionada a seis metros del mencionado vértice. En esta posición, tanto las medidas habituales de seguridad como las «extras», previstas inicialmente para «cubrir» la totalidad de la pendiente, disfrutarían de un radio de acción lo suficientemente desahogado como para protegemos casi a un ciento por ciento. Y hacia las doce, un silbante maarabit me previno. Era el momento de iniciar el descenso. Advertí a Eliseo de mis intenciones y me dispuse a salvar los 173 metros existentes entre el vértice y la «muralla». Fue entonces, al esquivar una de las agujas rocosas, cuando lo vi. Aquello, en efecto, pasó inadvertido en los análisis de las imágenes aéreas. Me incliné intrigado. ¡Qué demonios...! Al socaire de uno de los macizos de «gundelias» se levantaba un montículo de tierra rojiza, delicadamente triturada, que no alcanzaría más allá de los treinta centímetros de altura. El «volcán» presentaba junto a la base un orificio de unos siete centímetros de diámetro. Tomé un puñado del cuasipolvo. Se hallaba seco, sin rastro de excrementos. ¿Topos? Francamente, me extrañó en aquel peñasco desértico, con un subsuelo de especial dureza y presumiblemente huérfano de la dieta habitual de estos insectívoros: gusanos, insectos y pequeños invertebrados. Y al recorrer de nuevo la plataforma triangular descubrí la presencia de, al menos, una decena más de aquellos misteriosos conos y sus correspondientes agujeros, casi siempre al amparo de las familias de las espinosas «gundelias». Crucé sobre los escombros de la «muralla» y, por puro instinto, fui «peinando» la pendiente, comprobando cómo buena parte de la misma aparecía igualmente perforada. No conseguí establecer orden alguno entre los «volcanes». Surgían aquí y allá, con un único denominador común: todos habían sido practicados en las proximidades de los cardos y arbustos. Para ser riguroso, a la sombra de las plantas de raíces gruesas y comestibles. En total, desde el vértice del triángulo hasta casi la mitad de dicha pendiente, llegué a contabilizar cuarenta orificios con sus inseparables «volcanes». Y conforme descendí hacia el manzano de Sodoma, conos y agujeros fueron remitiendo hasta desaparecer a unos 1200 metros del mencionado vértice del Ravid. Allí, sospechosamente, cardos y arbustos se extinguían igualmente, sofocados por una rebelde caliza y un río de escoria volcánica. Y concentrándome en el viaje de regreso olvidé por el momento a los desconocidos «vecinos» de la cumbre del «portaaviones». Tendríamos que esperar al asentamiento de la «cuna» para identificar a la insólita colonia que bullía en el subsuelo. Un descubrimiento al que fui ajeno y que sería aprovechado por Eliseo para proporcionarme uno de los mayores sustos de mi vida. La «zona muerta», gracias al cielo, fue superada sin novedad. Y saltando al camino «inauguré» la ruta de retorno. Aquellos dos kilómetros, hasta las afueras de Migdal, los cubrí prácticamente en solitario. Y al llegar a la altura de la «plantación» aminoré la marcha, procurando retener un máximo de detalles. Se trataba, efectivamente, de un rico y floreciente vergel, ganado no sin esfuerzo a un áspero montículo de 54 metros de altitud. En terrazas escalonadas, los tenaces felah habían sacado adelante un pequeño ejército de almendros, higueras, olivos, algarrobos, alfóncigos, manzanos de Siria y palmeras datileras. Y entre las masas de frutales, huertos, casi de juguete, esmeradamente cercados y protegidos por las espinosas «pimpinelas». Allí se daba de todo: desde el suculento hatzir (puerro), hasta el shmim (ajo), pasando por una gruesa variedad de adashim (lenteja), un carnoso hamitz (garbanzo), la polémica pol (haba) y una increíble betzalim (cebolla) de hasta veinte centímetros de diámetro. Sin saberlo, estaba desfilando ante la que sería una de nuestras principales fuentes de abastecimiento de frutas y verduras. Y con el tiempo descubriríamos también el «secreto» de aquellos enormes y deliciosos frutos. Algunos campesinos desafiaban el calor, trajinando entre las hortalizas o extrayendo agua de los dos pozos que acerté a distinguir entre la espesura. Otros, menos dispuestos, dormitaban a las puertas de las chozas de adobe y techos de palma.
Supongo que me vieron pasar. Sin embargo, ninguno prestó excesiva atención. Tal y como imaginaba, aquella reducida concentración de campesinos constituía un lejano pero potencial peligro. Y de pronto, cuando me hallaba hacia la mitad de la «plantación», reparé en una serie de cultivos que no había observado en mis correrías anteriores. Pensé que estaba equivocado, si bien, al fijarme con más detenimiento, comprendí que no se trataba de un error. No era perejil o hinojo, como creí en un primer momento. Aquellas plantas de un metro de altura, con tallos ramificados, hojas pinnadas y pequeñas flores blancas recién estrenadas, eran la Conium maculatum: la célebre y peligrosa cicuta que probablemente prefirió beber el filósofo griego Sócrates antes que renunciar a su magisterio. Yo sabía de la alta toxicidad de esta umbelífera, rica en «coniína», un alcaloide de gran poder narcótico. Pero ¿qué destino podían darle estos felah? Las sorpresas, sin embargo, no concluyeron ahí. Algunos pasos más adelante fui a distinguir otros corros -no menos mimados- de una planta igualmente famosa: la mandrágora, con sus fragantes y anaranjados frutos en forma de ciruela. Esta vez sí entendí la razón de su cultivo. Judíos, griegos y romanos la tenían en especial aprecio a causa de sus poderes afrodisíacos. Los griegos, por ejemplo, la denominaban la «manzana del amor», considerándola un infalible filtro amoroso, previamente empapada en vino. La tradición rabínica iba incluso más allá, asegurando que procedía directamente del Paraíso y que su ingestión, además de curar la esterilidad, multiplicaba la riqueza. Sea como fuere, lo cierto es que esta solanácea alcanzaba altos precios en el mercado. Y llegaríamos a descubrir auténticos «especialistas» en la recolección de estos ejemplares, muy abundantes en cementerios y lugares habituales de ejecución. Y tras rodear Migdal me incorporé de nuevo a la «vía maris», caminando hacia el norte, al encuentro del puente sobre el río Zalmon. Poco después -rebasada la hora «nona» (las tres de la tarde)-, sin un solo tropiezo, conseguía reunirme con el módulo. La primera exploración «sobre el terreno», en principio, podía estimarse como un rotundo éxito. Sólo hubo un «detalle» que nos mantuvo relativamente preocupados: el más de medio centenar de misteriosos orificios y «volcanes» que, en efecto, sería confirmado por el «ojo de Curtiss» esa misma jornada en la cima del Ravid. En el banco de datos de «Santa Claus» no constaba pista alguna. Y tuvimos que resignarnos, confiando en esclarecer el enigma durante la segunda visita al «portaaviones». Dos de mayo. Aquel martes amaneció igualmente radiante. No podíamos quejamos.
Y al alba, con un Eliseo no menos radiante, emprendimos la marcha hacia el ya familiar Ravid. «Santa Claus» pasó a responsabilizarse de los cinturones de seguridad, quedando facultado para avanzar la barrera gravitatoria hasta el límite de la colina en caso de emergencia. (Doscientos metros en dirección sur y hasta cuatrocientos hacia el norte.) El camino discurriría con normalidad, a excepción de las comprensibles detenciones de mi hermano, deslumbrado por el paisaje y el paisanaje. Más de una vez me vi obligado a tirar de él, rescatándole de entre los felah que ofrecían sus mercaderías al pie de la «vía maris». Atravesamos sin impedimento la solitaria «jungla» del río Zalmon y hacia las nueve, tras vadear la curva de la «herradura», avistamos la cinta negra de la senda a Maghar y la odiosa rampa de acceso al «portaaviones». Y surgió el primer inconveniente. En aquellos instantes la ruta aparecía hipotecada por una hilera de onagros procedente de Migdal. Era demasiado tarde para retroceder y ocultarnos entre las barrancas. Los burreros, a buen seguro, se habían percatado de nuestra presencia. E hicimos lo único razonable. Descendimos hasta el camino y, saludando a los caravaneros, proseguimos por la pista de tierra volcánica, simulando que nos dirigíamos al lago. Minutos más tarde, desaparecidos reata y peligro, dimos la vuelta y, extremando las precauciones, ascendimos veloces por la «zona muerta». Y sin respiro fuimos a reunirnos con el manzano de Sodoma. Y Eliseo y quien esto escribe nos mostramos de acuerdo: aquel paso podía acarrear complicaciones. Debíamos encontrar una fórmula alternativa. Pero ¿cuál? El resto de los posibles accesos al Ravid ya fue evaluado y rechazado. Escalar los acantilados, por cualquiera de los flancos, hubiera supuesto un riesgo tan inútil como peligroso. Y seriamente preocupados reanudamos la ascensión hacia la «proa». Todo en el desolado paisaje seguía igual. Mi hermano inspeccionó con detalle los «volcanes» y orificios, pero, al igual que yo, terminó rindiéndose. Durante las horas que permanecimos en la cumbre llegamos incluso a sentarnos pacientemente frente a varios de estos misteriosos conos de tierra, confiando en ver aparecer a los supuestos moradores del subsuelo. Eliseo, ayudándose con largos y flexibles tallos de «gundelia», tanteó el interior de las bocas, comprobando únicamente que el nacimiento de las galerías avanzaba en paralelo con la superficie. Eso fue todo. A pesar de nuestro esfuerzo, no hubo forma de detectar un solo ruido, un solo movimiento o un solo indicio. Y sospechando que quizá los túneles se hallaban abandonados, nos centramos en los objetivos básicos de aquella nueva exploración.
En primer lugar repetimos las mediciones, verificando los cálculos del ordenador central respecto a los tres grandes cinturones de protección. Y quedamos satisfechos. Revisamos igualmente los parámetros y el diseño del «punto de contacto» del módulo, procediendo a continuación al enésimo y exhaustivo rastreo de la plataforma triangular. Y Eliseo dio también su aprobación. Por último, con los ánimos relajados, convencidos de lo acertado del lugar, nos dispusimos a ensayar la nueva medida de seguridad personal: el «tatuaje» que deberíamos portar obligatoriamente desde ese mismo día. Mi hermano, responsable de la puesta a punto, fue el primero en probarlo. Sonrió divertido. Lanzó una mirada a su alrededor y eligió un «blanco». -¿Qué tal la muralla? Me encogí de hombros, dejándole hacer. Y aproximándose a las ruinas tomó uno de los pequeños bloques, situándolo en vertical, de forma y manera que sobresaliera del montón de piedras. Retrocedió cuatro o cinco pasos y, haciéndome un guiño, extendió la palma de la mano izquierda, pulsando repetidas veces el delicado mecanismo. Cerró el puño con suavidad y apuntó hacia la caliza con el sello de oro y ágata que lucía en el dedo medio. Un segundo después, ante nuestro regocijo, el menguado pedrusco «desaparecía» literalmente con un seco y discreto estampido. Me miró complacido. Correspondí a su lógica satisfacción con una sonrisa y le animé a completar el ensayo. Repitió el breve «tecleado» sobre el «tatuaje» que presentaba la mencionada palma de la mano izquierda y, cerrando el puño, dirigió el anillo de nuevo hacia el espacio que había «ocupado» el azulado bloque. Y en un segundo, como un «milagro», la piedra se materializó, apareciendo en el punto y en la posición elegidos originalmente por mi compañero. Y feliz se apresuró a examinarla. La caliza no presentaba alteración alguna: ni en la forma, ni en la textura, ni en el color... Y dando la vuelta me invitó a probar. -Su turno, mayor... Esta vez seleccionamos uno de los frondosos macizos de cardos. Abrí igualmente la palma de mi mano izquierda y, «encendido» el sistema, programé el «objetivo» (Gundelia de Tournefort), distancia (cuatro metros), volumen espacial (un cubo de dos metros de lado), finalidad (desmaterialización) y tiempo de ejecución (un segundo). Y pulsando finalmente el «punto omega» di «luz verde» al microcomputador. Y como hiciera mi hermano, cerré el puño, apuntando a las «gundelias» con el recién estrenado sello, alojado en el mismo dedo medio.
Un segundo más tarde, inexorablemente, los tallos, hojas espinosas y las bellas umbelas cuajadas de flores amarillas y rojizas se «extinguieron» con un casi imperceptible chasquido. Y en el suelo aparecieron los orificios ocupados hasta ese momento por las raíces. Reprogramé el «tatuaje» y, tal y como sucediera con la roca de la muralla, un segundo después de la activación de «omega», tras apuntar hacia el teórico «cubo» de dos metros de lado, la planta reapareció intacta. Esta «joya» del proyecto Caballo de Troya -diseñada con el concurso de especialistas del AFOSI, AFORS (Oficinas de Investigaciones Espaciales y Científicas de la Fuerza Aérea Norteamericana), ITM (Instituto de Tecnología de Massachusetts), Universidades de Pennsylvania, Michigan y Maryland e Instituto de Tecnología de ToIdo- era en realidad una de las espléndidas aplicaciones del gran hallazgo mencionado en las primeras páginas de este diario: los swivels las entidades elementales, generalizadas en el cosmos, que algún día, cuando sean de dominio público, removerán los anticuados conceptos sobre la naturaleza y comportamiento de la materia. El swivel o «eslabón», como ya comenté, pulverizó nuestras teorías respecto al espacio euclídeo (con sus tramas de puntos y rectas), obligándonos a reconsiderar todo lo sabido sobre las estructuras atómicas. Dicha partícula posee una insólita propiedad: puede modificar la «posición» de sus hipotéticos «ejes», transformándose en otro swivel diferente. Y los especialistas aprovecharon esta «cualidad» no sólo para manipular el tiempo, sino también para modificar a voluntad la naturaleza de las cosas o, como en el caso que me ocupa, para desmaterializar y materializar cualquier objeto sin que sufriera alteración alguna. Bastaba para ello, como digo, con «penetrar» en las redes de swivels, forzando los ángulos de los hipotéticos «ejes ortogonales» a la posición deseada. En la «aniquilación» del bloque de piedra, por ejemplo, el proceso -muy sintetizado- era el siguiente: el microprocesador recibía, entre otros parámetros, la identificación de la entidad a desmaterializar. Acto seguido, si el «objetivo» constaba en su millonario banco de datos, puntualizaba las posiciones habituales de las cadenas de swivels para esa determinada materia, programando las «inclinaciones» necesarias para consumar la citada «aniquilación». Lo más simple, para lograr la «extinción» de la caliza, era «movilizar» su enjambre atómico hasta los ángulos correspondientes a cualquiera de los gases que integran el aire. Esta operación clave debía complementarse con una serie de informaciones igualmente básicas: distancia, volúmenes espaciales a «remover» y tiempo para la inversión. El «tatuaje» se hallaba preparado, incluso, si así lo requería el explorador, para ejecutar ambas maniobras (desmaterialización y materialización) en un solo proceso y en tiempos igualmente programados. Para ello, el microprocesador, una vez consumido el periodo de «aniquilación», «empujaba» los «ejes» de los swivels del hidrógeno del aire, por ejemplo, a las posiciones que daban forma al bloque de caliza. Esta tecnología -casi «mágica»- resultaba grosera si la comparábamos con la prodigiosa modificación, a voluntad, de la vibración atómica del «cuerpo» del Resucitado. Mientras nosotros nos veíamos obligados a recurrir a dispositivos técnicos, Él podía aparecer y desaparecer con un sencillo acto de voluntad. Con el «tatuaje» -si la programación era correcta no se lesionaba ni comprometía la naturaleza íntima de los objetos manipulados, proporcionando a los exploradores un amplio margen de seguridad en situaciones de alto riesgo. De haber contado con él durante el encierro en la caverna del saduceo, lo más probable es que las cosas hubieran sucedido de manera muy diferente. ¿Por qué no fue utilizado desde el principio de la Operación?. Muy simple: los directores del proyecto no lo estimaron conveniente. En ningún momento imaginaron siquiera las serias dificultades en las que nos vimos envueltos. Y dado el carácter espectacular del mismo aconsejaron su empleo, única y exclusivamente, en casos muy especiales. Quien esto escribe, como jefe de la misión, asumió la responsabilidad de su uso y puedo adelantar que no me equivoqué. La puesta en vigor de esta medida sería un completo acierto, sacándonos con bien de los conflictos que nos aguardaban. Y aunque no estoy autorizado a revelar las líneas maestras de esta magnífica obra de ingeniería electrónica, trataré de exponer superficialmente algunas de sus características, en beneficio de una mejor comprensión de los sucesos que nos tocó vivir y en los que fuimos auxiliados por dicha tecnología. Una tecnología, por cierto, guardada celosamente por los responsables de la Operación. No hace falta ser muy despierto para sospechar lo que podría hacerse con ella, de caer en manos de gente o gobiernos sin escrúpulos... El «tatuaje» debía su nombre al hecho de haber. sido concebido como una aparente «pintura», permitiendo su transporte sin levantar sospechas. Y aunque, naturalmente, no se trataba de un elemento introducido bajo la epidermis, el efecto visual y al tacto eran similares. Los ingenieros lo. diseñaron inicialmente en forma de «estrella de David» (de seis por seis centímetros), aunque la naturaleza de sus componentes hacía posible una distribución aleatoria, de forma que pudiera adoptar cualquier otro dibujo. Esta estrella de seis puntas (dos triángulos equiláteros superpuestos), susceptible de ser fijada y despegada de la palma de la mano con extrema facilidad, fue confeccionada con milimétricas mallas trenzadas de «polianilina», un polímero orgánico sintético parecido a las películas fotográficas de 35 milímetros, con unas excelentes propiedades. Parte incluso de los circuitos fue fabricada con elementos poliméricos basados en la «sesquitiofeno» (una molécula de cadena corta y de gran flexibilidad). En el interior de este material extraplano, teñido de añil -en un alarde de miniaturización-, fue dispuesta la casi totalidad de los complejos componentes: cerca de 2,16 por 10' canales informativos, con elementos que, en muchos casos, no ocupaban volúmenes superiores a 0,07 mm'; dos microprocesadores (uno siempre en la reserva); un conducto emisor conectado al anillo (con capacidad de emisión de haces troncocónicos de ondas en una frecuencia de 6,77 por 10" ciclos por segundo); dos pilas atómicas de curio 244 (una en la reserva) y los correspondientes activadores (el llamado «punto alfa», para la apertura y cierre del sistema, respectivamente, y el «omega», destinado a la proyección de los haces troncocónicos que materializaban las inversiones de los swivels), entre otros dispositivos que quizá vaya pormenorizando más adelante. Cada microprocesador -auténtica «alma» del ingenio- fue construido con una miríada de órganos integrados topológicamente en cristales estables denominados «amplificadores nucleicos». Algunos de estos componentes para hacemos una idea de su ínfimo tamaño tenían un volumen de 0,0006 milímetros cúbicos, con canales eléctricos o «puertas» que oscilaban entre 0,1 y 0,3 micrómetros (equivalente, por ejemplo a la anchura de una hebra de ADN o a la milésima parte del grosor de un cabello humano). Naturalmente, el ensamblaje sólo pudo llevarse a cabo con microscopios electrónicos. La capacidad de memoria de estos minicomputadores -merced a los mencionados cristales de titanio, cuyos billones de átomos actuaban como portadores de guarismos- era tan fantástica que sólo podríamos definirla en términos de «terabytes». (Una información superior a la contenida en la biblioteca del Congreso norteamericano.) También su velocidad de transmisión resultaba escalofriante. Cada microprocesador podía trabajar a razón de un millón de operaciones por femtosegundo (es decir, 10" segundos). El sistema lo completaba un corto enlace de 1,5 cm, fabricado igualmente en «polianilina» dopada, que unía el extremo superior derecho de la «estrella» con el falso sello o anillo de oro y ágata. Esta gema, de la familia del cuarzo criptocristalino, recogida por los hombres de Caballo de Troya en el desierto egipcio de Jebel Abu Diyeiba, fue vaciada meticulosamente, depositando en el interior un minúsculo cristal de boro. La extraordinaria dureza de este isótopo estable garantizaba la proyección de los enérgicos haces troncocónicos destinados a las inversiones axiales de los swivels. El alcance máximo del flujo fue establecido en cien metros. Una distancia razonable para un instrumental que requería una especial discreción. En cuanto a la distribución de los principales dispositivos en la «estrella de David», aunque cabía modificarlos según variase el dibujo del «tatuaje», inicialmente quedó fijada de la siguiente manera: las dos pilas atómicas, de duración prácticamente ilimitada, ocuparon las puntas del lado izquierdo (ambos vértices de la «estrella» penetraban en las llamarlas «eminencias tenar e hipotenar» de la referida mano izquierda). En el centro se alineaban los microprocesadores y el miniteclado. El «punto alfa», que «encendía» y «apagaba» la totalidad del sistema, fue alojado en la punta superior de la «estrella». El «omega», por su parte, responsable del «disparo» de los, haces, se hallaba en el extremo opuesto. Por, último, las dos puntas de la derecha fueron reservadas para un «complemento o periférico» tan prodigioso como su «hermano» y que prefiero describir en su momento. El «tatuaje», en suma, era la culminación y un prometedor ejemplo de lo que deberá ser algún día la informática. Una máquina perfecta y, al mismo tiempo, casi «invisible». Un sistema divorciado de esas computadoras que esclavizan al hombre. Un ingenio que auxilia pero que, merced a su ínfimo tamaño, pasa inadvertido, permitiendo que inteligencia, imaginación y esfuerzo humanos puedan volar hacia menesteres más nobles. El «tatuaje» hubiera hecho las delicias de científicos tan admirables como Mark Weiser, defensor de esta informática que «está y no está» y que camina «de puntillas». Y satisfechos procedimos a la segunda fase del experimento: la ejecución de ambas operaciones («aniquilación y restitución» de la materia) con un solo «tecleado». El éxito fue igualmente redondo. El «tatuaje» actuaba con tal precisión y limpieza que incluso, cuando «desmaterializábamos» una planta, los insectos que deambulaban por sus hojas
o volaban en su entorno permanecían intactos, cayendo a tierra o zumbando -desconcertados ante la súbita desaparición del vegetal. Y el resto de la mañana, hasta el regreso a la colina de las Bienaventuranzas, se convirtió en un «festival». Sinceramente, disfrutamos hasta caer rendidos. El proceso inverso -la aparente «creación» de objetos y su posterior «extinción» -fue quizá la parte más brillante y sobrecogedora de los ensayos. Imaginando supuestas emergencias, mi hermano y quien esto escribe hicimos «aparecer» sobre la solitaria cumbre del Ravid toda clase de puentes, muros, escaleras, rampas e incluso asombrosos y gigantescos cubos de hielo. El banco de datos del microprocesador era tan exhaustivo que bastaba anunciar «objetivo», materiales y volúmenes para que, en un femtosegundo, programase además cálculos de resistencias, dilataciones, cimentaciones, etc. Los únicos inconvenientes del «tatuaje» -a tener siempre muy presentes-eran los haces troncocónicos, que podían lesionar a cualquier ser vivo que se interpusiera en el camino, y los inevitables «truenos» provocados por las implosiones en el estadio de «aniquilación».
Tres de mayo. Un miércoles inolvidable. Una jornada decisiva. Ya estábamos más cerca del acariciado momento. Pronto, muy pronto, volveríamos a verle... El orto solar -a las 5 horas y 15 minutos de un supuesto TU (Tiempo- Universal) en aquel año 30- dejó libre la vida en las romas y ancianas colinas de la costa oriental del yam. Y Nahum, a nuestros pies, se desperezó apagando las últimas antorchas. Todo se hallaba dispuesto para el despegue. Y obedeciendo un íntimo impulso abandoné la «cuna» en silencio. Eliseo, comprendiendo mis sentimientos, me dejó hacer. Reconozco que tuve -tuvimos- mucha suerte. Mi hermano y quien esto escribe llegamos a entendernos con la mirada. Me aterra pensar lo que podría haber ocurrido si aquellos pilotos no hubieran congeniado. Y adentrándome entre los lirios y rojas anémonas me arrodillé, agradeciendo a los cielos su benevolencia e implorando luz y fuerzas para no desfallecer. Acaricié las húmedas flores y, aunque nunca me gustaron las despedidas, les dije adiós. Nunca volveríamos a posarnos en aquel promontorio. Y a las 6 horas, bañada en la dorada luz del nuevo día, la nave se elevó ansiosa, agitando la fresca piel del monte de las «Bienaventuranzas» con el chorro del poderoso J 85. Y el amortiguado silbido del motor principal fue como un precioso canto. Los sistemas respondieron con docilidad. Y el módulo ascendió veloz hasta el nivel de crucero (800 pies). -Tiempo invertido: veintiséis segundos... Quemando a cinco coma dos kilos... La precaria disponibilidad de combustible nos obligó a trabajar con especial finura. (La «cuna» despegó con 7785,8 kg). Las condiciones meteorológicas jugaron a nuestro favor. El tenaz anticiclón de los últimos días continuaba gobernando, proporcionándonos una «WX» que, por supuesto, no desaprovechamos. -Visibilidad ilimitada. A nivel «ocho» (ochocientos pies), viento inapreciable... Leo catorce grados centígrados... -Roger... Dame caudalímetro...
El plan de vuelo al Ravid era casi de juguete. Y Eliseo, como buen piloto, no dejó pasar la oportunidad. Le arrebató el control a «Santa Claus», disfrutando de la breve singladura. -Jasón, atento... Dame caudalímetro... -Quemando según lo previsto. Leo cinco coma dos kilos. -Roger -replicó mi hermano movilizando el J 85 en 90°-, Nivel «ocho» ... Allá vamos... Rumbo dos-dos-cinco. -OK!... Reglaje sin variación. - Caudalímetr... -Leo cuatro kilos por segundo... -No es justo -se lamentó Eliseo-. Esto es un abrir y cerrar de ojos. Comprendí su justificado disgusto. La nave, a 18 000 pies (6 kilómetros) por minuto, cubriría los ocho mil metros que nos separaban de la vertical del Ravid en un minuto y treinta y tres segundos. Un suspiro, a decir verdad. -¡Atención! -le advertí-. Punto «BM-3» en radar. -Lo veo... Preparados cohetes auxiliares. La plataforma rocosa del «portaaviones» -teñida en azul y ocre- se presentó tranquila y solitaria bajo la «cuna». -Continúo en rumbo dos-dos-cinco... Estacionario. -Roger... Tiempo estimado para reunión trece segundos. -¡Abajo a veintitrés! -0K!... No la fuerces. -Roger..., seiscientos pies... Abajo a quince por segundo. -Frenando... ¡Adelante, preciosa! -Leo cinco para reunión... -¡Atento!... Once adelante... Luces de altitud. -Bajando a tres coma cinco... Punto de contacto a la vista. -Roger... ¡Ya es nuestro! -Veo polvo... -Un poco más... Dos adelante... Derivando a la derecha. -¡Luz de contacto! La nave tocó la «proa» del Ravid con dulzura, descansando en los cuatro «círculos» de caliza previamente rebajados. Y «Santa Claus» corrigió el pequeño desnivel, alargando las secciones telescópicas del tren de aterrizaje. -Ventilación de oxidante... -Roger... Sin «banderas» ... Todo de primera clase. Y sonriendo felicité a mi compañero. -Activados cinturones de seguridad. Y el ordenador tomó el mando. -Y ahora -intervino Eliseo señalando el caudalímetro- las malas noticias... Leo quinientos setenta y cuatro coma ocho kilogramos. -No está mal -añadí en un pueril intento de animarlo-. Verificaré con «Santa Claus». Y el computador resumió la situación. En dos minutos y doce segundos (tiempo total de vuelo) habíamos consumido más de media tonelada de combustible. Exactamente, 574,8 kilos. Eso
significaba que disponíamos casi de un 44 por ciento: 7211, sin contar los sagrados 492 de la reserva. -Bueno -reflexioné en voz alta-, hemos escapado por poco... Mi hermano no respondió. E intranquilo consultó de nuevo al ordenador central. . La derrota prevista para el retorno, como detallé en su momento, sumaba 109 millas (196 kilómetros). Con el salto al Ravid quemamos 4,4 millas y 574,8 kg de combustible. Si el vuelo a la meseta de Masada se desarrollaba sin problemas, la «cuna», desde la nueva ubicación, necesitaría 6 896 kilos, aproximadamente. Teniendo en cuenta, como digo, que el stock era de 7 211 y 492 en la reserva, la nave podría arribar a la orilla occidental del mar Muerto con un sobrante de 315 kilos (sin contar los tanques de emergencia). Eliseo me miró en silencio. No era mucho, por supuesto, pero insistí: -Suficiente para volver. Y contagiado del estilo del Maestro, subrayé, dando por finalizado el asunto: -Demos a cada día su afán. Ya sabes que el Destino juega con las cartas marcadas. ¡Y tan marcadas! Quién podía imaginar en aquellos momentos que el viaje de vuelta a nuestro «tiempo» terminaría como terminó... Sonrió con desgana, aceptando el consejo. Y procedimos al chequeo del apantallamiento del módulo y de los habituales cinturones protectores. El gravitatorio, última de las defensas, capaz de provocar una barrera similar a un viento huracanado, fue prolongado -según lo establecido por «Santa Claus»- hasta 205 metros (contando siempre desde la «cuna»). Es decir, a poco más de treinta pasos de los restos de la muralla romana. El IR quedó fijado a 1500 metros. Una primera ojeada desde las escotillas -situadas a siete metros de la plataforma rocosa- ratificaría la lectura de la radiación infrarroja. -Negativo... No veo target en pantalla. Triángulo y pendiente permanecen «limpios». Y tras una postrera revisión a los sistemas disparamos la escalerilla hidráulica. Y fuimos a «tomar posesión» -si se me permite la licencia- de la cumbre del Ravid. De acuerdo a lo planificado, antes de consolidar el tercer cinturón de seguridad, recorrimos sin prisas lo que, a partir de aquella calurosa mañana, sería nuestro «hogar». Descendimos hasta el manzano de Sodoma, asomándonos con precaución al camino de Migdal a Maghar. Todo se hallaba en paz.
Y extrañamente felices -pocas veces habíamos disfrutado de tanto sosiego-atacamos la puesta en marcha del referido cinturón .«extra». Una barrera protectora sin estrenar. Eliseo repasó distancias, grados, frecuencia y demás parámetros, dejando el control en las incansables «manos» de «Santa Claus». Y un invisible «abanico» de microláseres se abrió desde lo más alto de la «cuna», invadiendo la cima. Esta colosal radiación -también en la banda del infrarrojo- se hallaba integrada por millones de láseres que partían de una especie de «ojo» implacable -bautizado como el «cíclope»- y confeccionado, fundamentalmente, por treinta pares de espejos de arseniuro de aluminio y galio. En cada centímetro cuadrado de dicha superficie fueron grabados, mediante tres técnicas diferentes, dos millones de láseres. Bajo la rigurosa vigilancia del computador central, el «cíclope» barría el Ravid un centenar de veces por segundo, cubriendo el ángulo deseado. En nuestro caso, dicha cobertura fue programada con una amplitud de 180 grados y una inclinación suficiente para «alcanzar» el manzano de Sodoma, situado a 2 300 metros de la nave. De esta forma, para nuestra tranquilidad, el «portaaviones» quedaba perfectamente controlado, incluyendo el filo de los precipicios. El dispositivo -otro alarde de miniaturización- emitía en una longitud de onda de un micrómetro (radiación infrarroja), siendo invisible al ojo humano. Sólo con las «crótalos» y los canales de «visión nocturna» de la «cuna» era posible disfrutar -ésa sería la palabra correcta- del formidable espectáculo de aquella «cortina» de luz. El consumo, por otra parte, calculado sobre una potencia de 100 miliwatios, era realmente bajo, permitiéndonos un funcionamiento continuado si así lo estimábamos oportuno. El único punto no sometido a vigilancia por este tercer y eficaz cinturón se encontraba a «espaldas» del módulo, en la estrecha franja de seis metros que nos separaba de la «proa». Dada la formidable caída al vacío no lo consideramos necesario. Y durante buena parte de la mañana nos afanamos en toda clase de pruebas, siempre bajo la escrupulosa «mirada» de «Santa Claus». Y el «cíclope» reaccionó puntual y sin concesiones. Primero fue este explorador el encargado de penetrar en la frontera de los microláseres. Pues bien, nada más pisar ese límite, situado a la altura del manzano de Sodoma, la «cuna» era alertada instantáneamente. Eliseo, a través de la conexión auditiva, fue informándome de los excelentes resultados. En una línea de doscientos metros (la anchura máxima de la «popa» del «portaaviones»), los sucesivos y vertiginosos haces -con una inclinación de 22°- impactaban en el terreno la friolera de "seis mil veces por minuto. El «muro», sencillamente, era imposible de franquear. Cualquier ser vivo, con una temperatura corporal mínima, capaz de emitir IR, era fulminante-mente detectado. La sensibilidad del sistema era tal que registraba variaciones de temperatura de menos de dos décimas de grado Fahrenheit, hallándose capacitado, incluso, para percibir los cambios térmicos de labios y nariz en los momentos de inspiración y espiración. Cuando los haces «descubrían» al intruso, el computador central procesaba la imagen, ofreciéndola en pantalla con una importante información complementaria: dirección, velocidad de desplazamiento y características físicas del «transgresor». Por último, la flamante barrera fue probada en «automático». Mi hermano y quien esto escribe, caminando codo con codo y por separado, violamos los microláseres por diferentes puntos, recibiendo al instante la señal de alerta del ordenador. Eliseo, sin embargo, no se mostró enteramente satisfecho. Aquellos pitidos -vía conexión auditiva- no eran suficientemente explícitos. De cara al tercer «salto» en el tiempo -que nos obligarla a prolongadas ausencias del Ravid- convenía perfeccionar la necesaria comunicación con «Santa Claus». Y prometió estudiar el procedimiento denominado «tercer ojo», incluido igualmente entre las «ayudas» a los observadores de Caballo de Troya. Y la jornada, como decía, transcurrió en paz. En una insólita e inquietante paz. ¿Qué nos deparaba el Destino? Mi hermano, con un tesón admirable, prosiguió los preparativos para ese tercer «salto». No hizo comentario alguno, pero yo había aprendido a leer en su corazón. Y como el mío, saltaba impaciente, imaginando el gran momento: el encuentro con el Hijo del Hombre.