o bastardo. En otras
palabras: «pura basura», manchado a perpetuidad y sin derechos. Si
la Señora hubiera concebido a su Hijo antes de casarse con José
-así rezan los textos de Lucas (1, 26-39) y Mateo (1, 1825)-,
habría entrado en la ya mencionada dinámica de los mamzerim.
Doctores y rabinos -antes incluso del nacimiento del Maestro-
habían discutido sobre el particular. ¿Qué consideración debía
recibir el hijo nacido de una prometida (no casada aún
oficialmente)? El tratado «Sanedrín» (capítulo VII, 9), como he
mencionado, dice al respecto: «El que tiene relación sexual con una
joven prometida (Deuteronomio 22, 23 y ss.): no es culpable en
tanto no sea joven, virgen y prometida (en matrimonio) y se
encuentre en la casa de su padre.» Para una de las corrientes de
opinión en vigor en aquellas fechas, los hijos resultantes de este
tipo de unión -amenazada en la Torá con «pena de muerte legal»-
eran inexorablemente mamzerim. Y aunque el propio Hillel -uno de
los brillantes sabios que precedieron al Hijo del Hombre- luchó por
rebatir esta normativa, lo cierto es que en el año «menos siete»,
cuando nace Jesús, se hallaba vigente, con todas sus funestas
consecuencias. Los creyentes -movidos por una fe encomiable pero
infantil y sin el menor rigor jurídico- presuponen que el anómalo
embarazo de María fue justificado ante los ojos de José y de la
sociedad judía en base a las palabras del Evangelio: «encontrarse
encinta por obra del Espíritu Santo». Doble error. En primer lugar
porque dicho argumento -quedarse embarazada de forma sobrenatural-,
de haber existido, habría movido a la risa y al escepticismo a
jueces y convecinos. Y el peso de la férrea Ley mosaica, insisto,
hubiera caído sobre la Señora y su familia, comprometiendo incluso
su vida. Lo he dicho y lo mantengo: sé que Dios existe. Y estoy
convencido que actúa con tanta inteligencia como sensatez. De
haberse producido los hechos como pretenden los evangelistas, la
magnífica obra de ese Dios-Padre respecto a la encarnación de Jesús
habría topado con un gravísimo e innecesario problema: el de la
Ley, las intrigas y las suspicacias. La Gran Inteligencia lo puede
y es capaz de todo. Es el hombre, con su «miopía» cósmica, el que
reduce y manipula ese poder, comerciando con él según le convenga.
Segundo error. Los creyentes, como es natural, aceptan los textos
sagrados como la palabra de Dios revelada a los hombres.
Personalmente tengo mis dudas. Un escrito de
semejante trascendencia difícilmente podría contener errores,
silencios y manipulaciones como los que presentan dichos
Evangelios. Más claro aún: si consideramos que tanto Lucas como
Mateo se hallaban al corriente de lo que significaba la condición
de bastardo, ¿cómo resolver esa pertinaz obsesión por presentar a
María como una «virgen embarazada por obra divina»? Resulta
evidente que ninguno de los citados escritores habría tenido el
valor o el poco sentido común de incluir en sus memorias algo que
podía manchar la imagen de un Dios. La explicación -reñida
naturalmente con el supuesto carácter de obra «revelada»- hay que
buscarla en una posterior interpolación. Sencillamente, alguien
«metió la mano», en un ridículo -casi enfermizo- afán por enaltecer
un capítulo absolutamente secundario. Pero no quiero extenderme en
un tema que, lamentablemente, seguirá apareciendo. Y vaciado el
corazón, proseguiré con lo acaecido en aquel viaje de retorno al
módulo. Un viaje que me reservaba todavía algunas interesantes
sorpresas...
13.30 horas. El Destino
fue misericordioso... Al asomarme al lago, la miseria humana que
había dejado atrás se vio mitigada ante el sereno azul del
Kennereth. Inspiré codicioso, llenando los pulmones con el perfume
de unas aguas mansamente rizadas por el viento del oeste. Decenas
de velas blancas, rojas y negras abrían el pequeño mar con estelas
breves, casi infantiles, seguidas o sobrevoladas por nerviosos
averíos de gaviotas. Y al fondo, al norte, rabioso de luz, el
nevado Hermón, una cadena montañosa en la que viviríamos uno de los
más íntimos momentos con el añorado Maestro. Y al recrearme en el
plateado sosiego de Saidan y Nahum -las ciudades de Jesús-, el
recuerdo del «gigante» me atropelló. ¡Cómo le echaba de menos! ¡Qué
fuerza, qué magnetismo, qué singular embrujo irradiaba aquel Hombre
para que, en tan corto periodo de tiempo, llegara a obsesionarme! Y
allí mismo, a la vista de la verdeante colina en la que reposaba la
invisible «cuna me planteé la atractiva posibilidad de adelantar el
tercer «salto» en el tiempo. El deseo de reunirme de nuevo con Él,
de contemplarle, escucharle y seguir sus pasos, empezaba a
desplazar peligrosamente el interés por el resto de las misiones
que teníamos encomendadas. Sí, lo haría en cuanto pisara el módulo:
hablaría abiertamente con mi hermano, manifestándole la ansiedad
que, gota a gota, estaba colmando mi espíritu. Y atrapado por la
sugestiva idea apenas si presté atención a la «perla» del lago: la
ciudad de Tiberíades, blanca, bulliciosa, estirada a mis pies y
confiada a la sombra de la altiva y centelleante fortaleza erigida
a ciento noventa metros sobre el nivel del yam en su flanco
oeste.
Y animado ante la proximidad de la ladera en
la que aguardaba Eliseo -a dos horas escasas de camino-, descendí
confiado por la pendiente que desembocaba en la «vía maris». La
calzada romana, procedente del sur, bordeaba la orilla occidental
del Kennereth, pasando a cincuenta metros de la puerta «norte» de
la referida capital. Mi propósito era simple: ingresar en dicha
arteria y, sin detenerme, rodeando Migdal y las restantes
poblaciones, acceder al módulo alrededor de la hora décima (las
cuatro de la tarde). Pero mis buenos deseos -como iré narrando-
contaban poco para el nada rectilíneo Destino. La primera
advertencia llegaría justamente en aquellos trescientos metros que
me separaban de la vía romana. Pero los reflejos fallaron. No fui
capaz de interpretar el vocerío de los caravaneros que, al parecer,
advertía de algo relacionado con una «tormenta». Los felah que
partían de la costa, al cruzarse con las reatas y los caminantes
que, como yo, se dirigían a Tiberíades, hablaban con excitación de
«piedras» y «lluvias». Pero, como digo, no estuve lo
suficientemente atento. Y proseguí despreocupado. El día era
radiante. ¿Una tormenta? Imposible. El horizonte aparecía
despejado, con una visibilidad prácticamente ilimitada. E inocente,
fui aproximándome al cruce, más pendiente del gentío que se
divisaba frente a la puerta de la ciudad que de los comentarios de
los viajeros. Y aunque estas aglomeraciones a las entradas de los
núcleos amurallados formaban parte del paisaje habitual, en
previsión de cualquier contingencia, extremé la cautela. La
curiosidad, sin embargo, sería más fuerte que mis buenas y sanas
intenciones. Al pisar las grandes placas negras de basalto que
pavimentaban la calzada me sentí atraído por los nutridos grupos de
hombres y animales que permanecían al pie del muro de piedra de
quince metros de altura que cercaba la población. Consulté el sol.
Tenía tiempo de sobra. Faltaban unas cinco horas para el ocaso: Y
deseoso de echar un vistazo, abandoné la «vía maris», salvando el
medio centenar de pasos que me separaba de aquel pintoresco y
multicolor universo. La puerta «norte» aparecía coronada por un
soberbio arco, trabajado también en roca basáltica, que volaba a
diez metros del suelo de muralla a muralla. En el centro había sido
entronizada la diosa protectora de Tiberíades: «Tyche», hija de
Zeus, conocida también como Fortuna. La hermosa estatua, en mármol
blanco, sostenía una esfera en la mano derecha y el cuerno de la
abundancia en la izquierda. E intrigado fui a mezclarme en aquel
caos. Y viví unas escenas que también fueron conocidas y
experimentadas por el Hijo del Hombre. Al momento me vi asaltado
por una legión de mendigos. Mendigos auténticos y, por supuesto,
fingidos. Mendigos siempre a la greña. Poco podía ofrecerles. Así que, aburridos de clamar a mi alrededor,
terminaron por olvidarme, maldiciendo, eso sí, mi supuesta
tacañería. Allí montaban guardia igualmente, desde el alba al
crepúsculo, expertos simuladores en toda clase de enfermedades y
dolencias. A lo largo de los muros contabilicé no menos de
cincuenta falsos ciegos, tuertos, sordos, cojos, mancos, leprosos y
lisiados. «Ciegos» con blancas «nubes» en los ojos, astutamente
fabricadas con minúsculas porciones de lino. «Tuertos» con parches
de quita y pon. «Cojos y mancos» con las más sorprendentes e
ingeniosas colecciones de «muñones» que ocultaban pies y manos
diestramente doblados sobre sí mismos y cubiertos de harapos.
«Sordos» capaces de distinguir a una veintena de pasos el tintineo
de una bolsa repleta de monedas. Y supuestos y dolientes
«leprosos», en fin, con el rostro maquillado de barro y las
escudillas tendidas hacia el caminante. Allí, sentados a la turca,
engañando sin pudor a los confiados esclavos o campesinos, se
afanaban los inevitables escritores de cartas. Naturalmente, sólo
utilizaban tinta «simpática»... Allí, de pie frente a improvisadas
carpas de piel de cabra, sonreían sin ganas las ambulatarae
(prostitutas ambulantes, de ínfima categoría), tocadas con las
obligadas pelucas amarillas y las cejas y párpados pintarrajeados
en azul galena. Algunas, animadas por la tolerancia de la parroquia
y la alta temperatura (cercana ya a los 30° centígrados), exhibían
unos pechos tatuados o coloreados en rojo y en dorado, cubriéndose
de cintura para abajo con gasas transparentes. Allí, espantando
moscas y bregando con los caminantes, discutían, vociferaban y
regateaban los comerciantes que no gozaban de un puesto fijo en los
mercados de la ciudad. Allí se apretaban cabras de largas y
colgantes orejas y rebaños de «barbarines» (los celebrados carneros
de cinco cuartos, cuyas colas -el quinto cuarto podían pesar hasta
diez kilos). Los machos cabríos aparecían con el falo cubierto por
una piel, con el fin de que no montasen a las hembras. Y las
ovejas, a su vez, «vestidas» con taparrabos de esparto. En algunos
casos, los previsores y ahorradores pastores colocaban una especie
de pequeña carreta bajo la cola del macho, protegiendo así el
bolsón de sebo que producían los animales. Pero lo que más llamó mi
atención entre aquellos rebaños fue el aro de madera que portaban
en el hocico muchas de las ovejas. Al examinarlos comprendí el
porqué. Los responsables del ganado amarraban a la madera brotes de
pimienta, provocando el estornudo del animal y la expulsión de los
insectos que se colaban en las fosas nasales. De esta forma
evitaban algunas de las enfermedades que los diezmaban. Allí se
alquilaban porteadores de todas las edades -desde niños a ancianos-
por unas míseras leptas o un plato de
comida.
Allí, por último, holgazaneaba, dormitaba o
intrigaba lo más selecto de la picaresca, del bandidaje, de los
aventureros y de los huidos de la justicia. Tiberíades -como
tendríamos oportunidad de comprobar más adelante se distinguía del
resto de las poblaciones de Galilea por un talante tan abierto y
liberal que, irremediablemente, terminó convirtiéndola en el
refugio de toda suerte de malhechores e indeseables. Aquel
submundo, a pesar de su peligrosidad, ejercía sobre mí una
irresistible fascinación. Y tengo que reconocer que esta debilidad
me arrastraría a más de un conflicto. Pero ¿qué podía hacer? Y
durante más de una hora disfruté y me saturé de aquel pueblo liso y
llano. Un pueblo -lo anuncio ya-, mezcla de judíos y gentiles, que
sería el auténtico protagonista en la vida pública de Jesús de
Nazaret. Fueron aquellos lamentos de mendigos y lisiados, aquellas
chillonas reclamaciones de las «burritas», aquellas monótonas e
infatigables cantinelas de comerciantes, porteadores y aguadores y
aquella atmósfera densa y sofocante -entre polvo, sudor y balidos
de ovejas y carneros-, lo que rodeó casi de continuo el ir y venir
del Maestro. Y cuando me disponía a reanudar la marcha, una segunda
advertencia salió a mi encuentro. Me hallaba absorto contemplando y
escuchando a un curioso personaje que, subido en el filo de uno de
los sillares de la muralla, intentaba a duras penas alzar su bronca
voz sobre la algarabía general. El individuo, enjuto como una
espada, de barbas desaliñadas y labios babeantes, cubierto con un
talit blanco (el paño con borlas en las esquinas que se empleaba en
la recitación de las plegarias), arremetía con furia contra aquella
Tiberíades «impúdica, idólatra y perezosa». Y con gran teatralidad
invocando sin demasiado rigor el capítulo nueve del Eclesiástico-
amenazaba con fuego y azufre a cuantos se tomaban la pecaminosa
licencia de frecuentar o mirar a prostitutas, cantadoras y
doncellas sin velo. Y en ello estaba cuando, a escasa distancia,
bajo el arco de la diosa Fortuna, percibí un inusitado movimiento.
Una reata de onagros que, al parecer, se disponía a abandonar la
ciudad, quedó inmovilizada, entorpeciendo el paso de los que
entraban y salían. Pero la tormentosa arenga del «iluminado» me
distrajo. Escuché voces y maldiciones. Todo muy habitual. Y observé
de soslayo el exagerado gesticular de los conductores de la
caravana. Y al poco, ante mi extrañeza, los felah -a varazo
limpio-, visiblemente contrariados, movilizaron a los jumentos,
obligándolos a volver grupas. Pero tampoco supe captar este segundo
«aviso». Y al igual que los escépticos que atendían al «profeta»,
cansado de tanta estupidez, terminé alejándome del predicador. Muy
pronto comprobaría que la mayor parte de los falsos mesías y
enviados de Dios que pululaban por Palestina no era otra cosa que
un puñado de desequilibrados, psicóticos y
esquizofrénicos.
Y enfilé la dirección de la «vía maris».
Pero, a punto de abordarla, volví a detenerme. El pregón de un
viejo campesino me dejó perplejo. A sus pies se alineaba una
batería de ajos, cebollas y rábanos picantes. Según el cántico del
vendedor, «los mejores afrodisíacos para la noche del sábado». Al
percatarse de mi interés elevó el tono de la letanía, recordando
maliciosamente la próxima llegada del sábado y la sagrada
obligación de cumplir con los deberes conyugales. «¿Y qué mejor
para estimular al esposo que los excelsos productos del jardín de
Guinosar, presentes en las mesas de emperadores, reyes y jeques de
Moab?» Fue entonces cuando recordé las prisas de los caravaneros.
Efectivamente, con el atardecer del viernes, el pueblo judío
festejaba la entrada del día santo por excelencia. Y buena parte de
las actividades quedaba en suspenso. Aunque comerciantes o
campesinos fueran paganos, dicha paralización los afectaba también
indirectamente. De ahí las urgencias por alcanzar sus destinos y
cargar o descargar las mercaderías antes de la puesta de sol.
Negocios, tratos y pagos debían resolverse -al menos entre
israelitas y entre éstos y gentiles- antes de que un «hilo blanco
pudiera confundirse con uno negro». Y mientras proseguía la marcha
me pregunté por el anómalo comportamiento de los felah en la puerta
«norte». ¿Podía guardar relación con la cercanía del sábado? No me
pareció lógico. Faltaban unas cuatro horas para el ocaso. Un tiempo
más que sobrado para ganar cualquiera de los objetivos situados en
el yam o en sus proximidades. Y encogiéndome de hombros, incapaz de
solventar el misterio, olvidé el asunto. Aceleré el paso,
concentrándome en la ruta y en la última fase del viaje: el
delicado ingreso en el módulo. La ausencia de las «crótalos» podía
complicar mi reunión con Eliseo. Según lo planeado, al llegar a la
altura de Migdal debería establecer la conexión, vía láser. Como ya
expliqué en su momento, las sandalias «electrónicas» habían sido
dotadas de un segundo dispositivo -alojado también en la suela- que
permitía al piloto ubicado en la «cuna» el seguimiento por radar de
su compañero. Un microtransmisor emitía impulsos electromagnéticos
a razón de 0,0001385 segundos que, debidamente amplificados en la
«vara de Moisés», eran «transportados» mediante láser hasta las
pantallas de la nave. Este enlace, puramente informativo, venía a
sustituir la conexión auditiva, válida tan sólo en un radio máximo
de quince mil pies. A lo largo de los dos primeros kilómetros la
calzada fue encajonándose entre los altos farallones rojizos del
macizo del har o monte Arbel y un peligroso talud (a mi derecha),
de cuatro a cinco metros, que caía casi vertical sobre las aguas
del lago. Y empecé a observar algo que no resultaba normal. La ruta presentaba un escaso movimiento de viajeros. Más
aún: el fluir de caminantes sólo se registraba en dirección a
Tiberíades. Este explorador era el único que caminaba hacia el
norte. Y percibí igualmente que entre los judíos y gentiles que se
cruzaban con quien esto escribe no aparecía un solo animal. Las
acostumbradas cuerdas de asnos o bueyes y los rebaños de cabras y
ovejas desaparecieron. Aquellos individuos circulaban con prisas. Y
hablaban y discutían sobre un tema que me resultó familiar: las
«rocas», las «lluvias» y un «castigo
divino».
15.30 horas. A cosa de dos kilómetros y
medio de Tiberíades, al dejar atrás un suave recodo, fui a toparme
de pronto con la explicación a cuanto venía oyendo desde que
divisara el yam. Y atónito continué avanzando lentamente. La vía se
hallaba cortada por un desprendimiento. Los cuatro metros y medio
de calzada habían sido invadidos por varias toneladas de piedras y
tierra procedentes del gran cortado rocoso que se alzaba a mi
izquierda. Y entendí las alusiones a las lluvias. La reciente
tormenta, padecida por este explorador en Nazaret, tenía que ser la
responsable del desastre. Las frecuentes y feroces torrenteras,
casi con seguridad, fueron las encargadas de lavar y remover las
cumbres del Arbel, provocando la avalancha. Aquel tipo de fenómenos
-realmente peligrosos- se daba habitualmente en la época de lluvias
y en especial en las regiones desérticas de Judá y del mar Muerto.
Examiné la situación. El summum dorsum (la cubierta de losas de la
calzada) aparecía materialmente cegado por las rocas. No se
apreciaba un solo hueco por el que poder cruzar. En el centro de la
vía descansaba la piedra más voluminosa, de unos dos metros de
altura y ocupando prácticamente la casi totalidad del ancho de la
ruta. A derecha e izquierda de esta gran mole, otros peñascos de
menor proporción clausuraban el resto de la carretera. Como digo,
el camino no ofrecía muchas alternativas. Descender por el talud,
sumergirse en las aguas y trepar de nuevo era viable pero sumamente
incómodo. Sólo quedaba una solución: encaramarse a las rocas
situadas a los costados de la piedra central y saltar. Y eso fue lo
que hicieron muchos de los viajeros que se dirigían a Tiberíades. Y
eso fue lo que hizo quien esto escribe. Pero, una vez salvado el
obstáculo, fui a encontrarme con la auténtica dimensión del
problema. El panorama, al otro lado, era desolador. Y justificaba
la excitación de los caravaneros. Los caminantes que marchaban en
solitario o con cargamentos livianos podían considerarse
afortunados. Para las reatas de onagros y bueyes que se apretaban
en la calzada la situación, en cambio, era desesperada. El paso de
los animales entre las rocas era impracticable. Y dueños y
conductores, indignados, iban y venían hasta la barrera,
maldiciendo, gimiendo y discutiendo. Algunos, formando causa
común, se entregaron al estéril intento de
levantar los peñascos de menor calibre. La lucha duró poco. Las
piedras pequeñas fueron desplazadas con celeridad. No así las rocas
ubicadas en los flancos de la masa central. Y sudorosos, jadeantes
y vencidos, terminaron sentándose sobre las losas, con las cabezas
hundidas entre las rodillas. Los animales -varias decenas- habían
taponado la carretera. Dos de las cuerdas -integradas por unos
quince asnos- parecían especialmente afectadas por el corte. Y me
hice cargo de la rabia, de los improperios y del llanto de sus
cuidadores. Estas caravanas, cargando canastos y cántaros de todos
los tamaños, descendían a diario desde el monte Hermón con una
delicada mercancía: nieve. Generalmente aprovechaban la noche para
transportarla hasta los puntos más recónditos de Israel. Y a pesar
del esmerado embalaje y del abundante helecho que la preservaba, el
fuerte calor comenzaba a deteriorarla. Los fardos chorreaban
alarmantemente ante la lógica desesperación de los burreros.
Aquellos hombres -galileos en su mayoría-, tratando de escapar de
la ruina, se interpelaban sin cesar, cayendo en agrias y absurdas
discusiones que, por supuesto, no llevaban a ninguna parte. Sólo
uno de los conductores más templado y sensato que el resto
discurría con serenidad. Pero las soluciones aportadas por este
caravanero -un individuo de mediana edad al que le faltaba el pie
izquierdo y que se ayudaba en su caminar con una negra y lustrosa
muleta- no satisfacían a sus codiciosos e impacientes compañeros.
La verdad es que no quedaban muchas opciones. Contratar lanchas
-como sugería el cojo- y descargar la nieve, transportándola así
hasta Tiberíades, representaba un tiempo y un costo adicionales que
-a juzgar por las airadas protestas de la mayoría- no estaban
dispuestos a asumir. La segunda posibilidad -dar la vuelta y vender
la carga en las localidades cercanas- tampoco era del agrado de los
comerciantes. El precio de la nieve, sin duda, bajaría
considerablemente. ¿Qué otra solución podían contemplar? La
demolición de las rocas -como apuntó acertadamente el de la muleta-
se demoraría una o dos jornadas. Al parecer, las cuadrillas de
hodopoioí (especie de peones camineros responsables del
mantenimiento de la vía) y los correspondientes contingentes de
esclavos ya estaban avisados. Pero, por mucha diligencia que
pusieran en el trabajo, con la llegada de la noche todo se
complicaría. A esta crítica situación debía añadirse la inoportuna
y próxima entrada del sábado. Y aunque muchos de los afectados eran
gentiles, otros, por su condición de judíos, veían con horror cómo
a la calamidad deberían sumar el pecado. Según las rígidas leyes
mosaicas, entre los trabajos prohibidos en sábado -cuarenta menos
uno- figuraba, naturalmente, el de «transportar de un ámbito a
otro» . En el caso de la nieve, la Ley consentía el transporte, al
igual que en todo aquello que no fuera apto para
ser conservado. (Así consta en el tratado del «Shabbat» VII, 3.) El
resto de las reatas, en cambio, con mineral de hierro de Fenicia,
maderas del valle de Hule o cristal de Nahum, entre otras
mercancías, se veía sujeto a la drástica normativa religiosa. Pero
lo peor no era el sentimiento de pecado o los sacrificios
exculpatorios que estaban obligados a llevar a cabo. Lo que
verdaderamente temían y los angustiaba era no llegar a negociar los
cargamentos, tachados de «impuros» por el hecho de haber sido
transportados en sábado. Y de pronto -conmovido por la aflicción de
aquellas gentes- surgió en mí la ardiente necesidad de ayudarlos.
Al principio dudé. Pero la visión de la nieve chorreando entre las
patas de las caballerías y el abatimiento de los rudos caravaneros
fue minando la inicial resistencia. Analicé el problema, aceptando
que no se trataba de algo crucial o irremediable. Tarde o temprano,
en efecto, las rocas serían demolidas y retiradas. La ayuda -de
poner en práctica la idea que rondaba mi mente- aceleraría tan sólo
un proceso que podríamos estimar de «rango inferior» y que, como
digo, no tenía por qué alterar los esquemas vitales de los
individuos. Hoy, desde mi retiro, con la perspectiva del tiempo y
de la distancia, no tengo claro si aquella intervención fue
correcta. Por supuesto, los responsables de la Operación no la
habrían aprobado. Sólo me consuela -a medias- que nunca lo
supieron. Elegí el punto idóneo. Por lógica, economía y rapidez el
lugar ideal correspondía a los peñascos que cerraban la calzada por
el flanco situado junto al farallón. Me enfrentaba a dos grandes
moles. Ambas superiores al metro y medio de longitud, con alturas
máximas que oscilaban alrededor de los cien centímetros. El peso
total no bajaría de los quinientos o seiscientos kilos. La
composición de las rocas -caliza con predominio de calcita y
estrechas fajas de marga- no constituía mayor problema. Repasé la
textura, verificando lo que ya sabíamos por estudios anteriores.
Densidad algo inferior a 2,71. Un grano de tipo medio, con
diámetros de 3,3 a 1,0 milímetros y entre 10' y 102 granos por
centímetro cuadrado y lo más importante: un nivel de dureza de «3»
en la escala de Mohs0. En otras palabras, un material «dócil»,
fácil de manejar. Y una vez seguro de dónde y cómo ejecutar la
operación, me volví hacia los hombres y bestias, contemplándolos
durante algunos segundos. Aquélla, sin duda, era la parte más
delicada del «trabajo» que me disponía a realizar. Tenía que
conseguir que la maniobra pasara inadvertida. Aunque me contentaba
con algo más simple: lograr que no se acercaran. Pero ¿cómo?
Comerciantes, burreros y felah continuaban enzarzados en la
polémica. Y al reparar de nuevo en las cuerdas de asnos, fui a
encontrar la solución. «Aquello», si daba resultado, me concedería
quizá cierta ventaja. Y dispuesto a probar
fortuna dirigí los ultrasonidos hacia la testuz de uno de los
onagros inmovilizado en primera fila. El fulminante desplome del
animal sembró la alarma entre los caravaneros. Y rodearon al
exánime burro, luchando por levantarlo. Pero las patadas, varazos,
tirones y juramentos no sirvieron de nada. Aquél era el momento. E
introduciéndome entre las inquietas caballerías, pulsé el clavo que
activaba el láser de gas, posicionándolo en la potencia mínima
(unas fracciones de vatio). Y sin pérdida de tiempo apunté el
cayado hacia las ancas de los cuadrúpedos que miraban hacia Migdal.
En cinco segundos, otros tantos jumentos acusaron el impacto del
finísimo (inferior a veinticinco micras) e invisible haz de calor.
Y reaccionaron tal y como había supuesto. Doloridos y asustados,
coceando y rebuznando, emprendieron un veloz trote, arrastrando en
la estampida a buena parte de sus hermanos. Y tras un primer
instante de sorpresa y confusión, la casi totalidad de los
burreros, vociferando y con las varas en alto, salió a la carrera
en persecución de las reatas. Por supuesto, los gritos y
maldiciones sólo consiguieron multiplicar el miedo de los onagros
y, obviamente, la distancia a sus cuidado-res. Si todo iba bien, la
captura de los ariscos animales se prolongaría, al menos, durante
veinte o treinta minutos. Y aprovechando la estimable ventaja,
regresé a la barrera que cortaba la calzada, centrándome en los dos
peñascos previamente seleccionados. Como medida precautoria fui a
situarme al otro lado de las rocas (en el flanco que miraba a
Tiberíades), pero sin perder la cara a los escasos felah que
permanecían junto al asno desmayado. Y recostándome en el farallón,
adoptando una actitud de supuesto descanso, puse manos a la obra.
Pulsé de nuevo el láser de gas, elevando la potencia hasta los ocho
mil vatios. Y extremando las precauciones (la ausencia de las
«crótalos» me obligaba una vez más a manejar la vara sin visualizar
el «cilindro» infrarrojo), dirigí el «chorro de fuego» hacia la
calcita, iniciando el corte de la primera piedra. Cada roca sería
cuarteada transversalmente. Estimé que tres tajos eran suficientes.
Según mis cálculos, el poderoso «bisturí», trabajando a una
velocidad de cinco centímetros por segundo, podía trocear cada uno
de los bloques en sesenta o setenta segundos. De esta forma, una
vez seccionados, podrían ser removidos con rapidez, habilitándose
un paso de casi metro y medio de holgura. Y con los cinco sentidos
repartidos entre el láser y los caravaneros rematé la primera de
las divisiones. El dióxido de carbono, implacable, acometió el
siguiente corte. Pero, de improviso, a mis espaldas, en la
dirección de Tiberíades, escuché un apagado rumor. Y contrariado
descubrí en la distancia a un grupo de individuos que avanzaba
hacia nosotros. Procuré serenarme. El recodo por
el que acababan de aparecer se hallaba a unos quinientos metros.
Eso significaba un margen de tres o cuatro minutos hasta que
arribaran a la barrera rocosa. Aumenté el nivel a quince mil vatios
y el invisible y silencioso flujo devoró prácticamente la blanda
caliza. Segundo peñasco. Las dos primeras tajaduras fueron
resueltas en algo menos de un minuto. Pero las cosas parecían
empeñadas en complicarse. El jumento que yacía en tierra se
recuperó y los caravaneros, tras enderezar la carga, dejaron de
prestarle atención. Si alguno se acercaba, me vería obligado a
suspender la operación. Más complicaciones. Al volver el rostro
comprobé desolado cómo el pelotón -alrededor de treinta hombres- se
aproximaba a mayor velocidad de lo que había estimado. Y ocurrió lo
inevitable. Alertados por el clamor de la cuadrilla, burreros y
felah se apresuraron a caminar hacia mi posición. Aguanté unos
instantes, tratando de rematar el sexto y último tajo. Por fortuna
se decidieron por la peña más alta. Treparon y, al identificar a
los que marchaban por la calzada, estallaron en gritos de júbilo.
Eran los hodopoioí, los «peones camineros» -gentiles en su mayoría-
encargados de despejar la ruta. La presencia de los funcionarios
públicos desvió momentáneamente las miradas. Y este explorador -más
muerto que vivo- pudo concluir su trabajo. El éxito, sin embargo,
no fue redondo. ¿Cuánto tiempo llevaba allí, frente a quien esto
escribe? Probablemente muy poco. La cuestión es que, al levantar la
vista del bloque de calcita, fui a descubrir el atónito semblante
del cojo. Parecía hipnotizado por el simétrico troceado de las
piedras. Y soltando la muleta, se arrojó sobre los restos de los
peñascos. Los palpó, los examinó y percibió el débil calor del
último corte. Y comprobó, en efecto, que no se trataba de un sueño.
La perfección del láser no dejaba lugar a dudas. «Aquello» no era
accidental. Y tras una rápida reflexión clavó los vivos ojillos en
los de este no menos aturdido griego. Bien sabe Dios que procuré
disimular. Pero una inoportuna sonrisa de circunstancias -muy
próxima a la estupidez- terminó delatándome. Y reaccioné sin
demasiada precisión, poniendo tierra de por medio. Buscar una
excusa habría sido una pérdida de tiempo y un insulto a la
inteligencia de aquel hombre. Y saltando sobre «mi obra» me alejé
sin mirar atrás. Las reatas, reorganizadas poco a poco, retornaban
junto al desprendimiento. Pero la «huida» fue breve. El Destino no
había dicho la última palabra. Cuando apenas llevaba recorridos
cien metros, la voz del cojo sonó imperativa a mis espaldas. Simulé
no haberle oído. Acosado, sin embargo, por su insistencia y procurando que la difícil situación no fuera a
peor, cedí, atendiendo sus requerimientos. A pesar de la cojera,
avanzó ligero. Venía solo. Esto me tranquilizó..., a medias. Y el
Destino me desarmó una vez más. Me puse en guardia, dispuesto a
todo. Pero aquel judío helenizado -con el que llegaría a trabar una
sincera amistad- no era como el resto de los caravaneros. A su
notable inteligencia debía sumar un tacto y un instinto muy
especiales. Me observó con curiosidad. Después, adelantando una
cálida sonrisa, en el colmo de la ironía, trató de sosegarme. -No
temas -exclamó, señalando hacia sus compañeros-. Esos infelices son
peores que las caballerías. Ni ven, ni escuchan, ni entienden...
¿Entender? No le comprendí. Y advirtiendo mi extrañeza aclaró: -He
rezado y los cielos han atendido mi súplica. Fui un fiel seguidor
del constructor de barcos de Nahum y sé que el Padre nunca
desampara a sus hijos. ¿Constructor de barcos de Nahum? ¿A quién se
refería? Y de pronto me estremecí. Aquel hombre -para designar al
Padre- había empleado un término («Ab-bd») especialmente querido
por el rabí de Galilea. Cuando el Maestro se dirigía al buen Dios
casi siempre lo hacía llamándole «Ab-bd». Es decir, «papá». ¿Es que
Jesús de Nazaret trabajó también como constructor de barcos? Si no
recordaba mal -hasta los veintidós años- desempeñó los oficios de
carpintero, ebanista de exteriores, jefe de un almacén de
aprovisionamiento de caravanas, forjador -en Séforis- y,
ocasionalmente, de labrador, pescador en el yam e instructor o
maestro «particular» de sus hermanos. Francamente, aquello me
desconcertó. Pero no quise interrumpirle. -No sé quién eres, ni de
dónde vienes -añadió reforzando la acogedora sonrisa-. Tampoco cómo
lo has hecho. Pero no preguntaré. El Maestro nos habló de la
próxima venida del reino y de los prodigios que la acompañarían. Y
yo le creo. Ahora estaba seguro. Hablaba del «gigante». Y
refugiándose en el incidente de las piedras -aceptándolo como una
confirmación de esa inminente llegada del reino-, fue a refrendar
sus pensamientos con un pasaje del libro de Jeremías (43, 8-12):
-«Toma en tus manos piedras grandes y las hundes en el cemento de
la terraza que hay a la entrada del palacio del faraón... Y así
habló el Dios de Israel: "He aquí que yo mando en busca de mi
siervo, el rey de Babilonia, y pondrá su sede por encima de estas
piedras..., y desplegará su pabellón sobre
ellas."»
Aunque el texto, evidentemente, se refería a
Nabucodonosor, guardé un respetuoso silencio. En cierto modo le
asistía la razón. El «prodigio» del láser estaba anunciando una
nueva era. Y tanto mi hermano como yo, en efecto, podíamos
considerarnos como «enviados», aunque de un «reino» muy diferente.
Sea como fuere, la «mágica» presencia de estos exploradores en
aquel remoto «ahora» venía a confirmar lo ya dicho: los caminos,
hilos y artes de ese inmenso y sabio Ab-bd parecen sostenerse -más
que por la inteligencia- gracias a una inagotable imaginación. Y
concluido el solemne discurso, el buen hombre procedió a
presentarse. Dijo llamarse Murashu o Muraschu. El nombre me sonó
familiar. Residía en Tiberíades y ejercía la profesión de monopolei
(una especie de mayorista en el comercio de trigo, nieve, pescado,
fruta y cualquier otra mercancía susceptible de ser importada o
exportada). Y empecé a atar cabos. ¡Cuán extraño es el Destino!
Aquel individuo era el contacto del que me había hablado Elías
Marcos al abandonar su casa en Jerusalén. Pero, discretamente, no
mencioné al padre del joven Juan Marcos. En aquellos momentos
-dadas las prisas por retornar al módulo- no tenía mucho sentido.
Insistió en que su casa se vería honrada con mi visita. Por último,
introduciendo los dedos de la mano izquierda en la faja tomó una
mugrienta bolsa de lana y extrajo una moneda. El bronceado rostro
se iluminó y en tono suplicante rogó que la aceptara: -El Maestro
nos enseñó a dar sin interés ni compromiso. Recíbela en nombre de
todos. Y aproximando el aureus, lo depositó en la palma de mi mano.
Cerró los dedos y, a manera de despedida, subrayó: -Un poco de oro
y un mucho de gratitud... Que el Todopoderoso, que Abbd, te siga
guiando. Y a dos horas del ocaso reemprendí la marcha, tenso y
emocionado por los últimos acontecimientos. Verdaderamente, el
afable y generoso monopolei llevaba razón. Quizá no sepa
explicarme. Lo mío no es escribir. El caso es que, en efecto, me
sentía guiado. Casi protegido. Era una reconfortante sensación. Muy
sutil, es cierto, pero firme y puntual. Algo así como si «alguien»
invisible y cercano permaneciera atento a lo más grande y a lo más
insignificante. Pocas horas antes, por ejemplo, este desconfiado
explorador sostenía una dura pelea consigo mismo, atormentándose
por la falta de dinero. Pues bien, de improviso, esa «fuerza» (?)
trenzó el Destino de forma y manera que, finalmente, un desconocido
terminara regalándome el equivalente a treinta denarios de plata.
Una cantidad más que sobrada para salir del paso. ¿Podía llamarse a
esto casualidad? Con el tiempo, como ya he referido, el rabí de
Galilea nos demostraría que nada es fruto del azar. Lo siento por
mis colegas, los científicos...
Y a la altura de Migdal, según lo planeado,
establecí la conexión con la «cuna». Y aquellos últimos ocho
kilómetros -gracias al Cielo- fueron salvados sin contratiempo. Y
aproximadamente hacia las 18 horas -a unos cuarenta minutos del
crepúsculo-, tras verificar que la calzada a Nahum se hallaba
despejada, salté sobre la suave ladera del monte de las
Bienaventuranzas, a la búsqueda del invisible módulo. El ingreso en
la nave resultaría más rápido y sencillo de lo que había supuesto.
Aunque carecía de las lentes de contacto, Eliseo asistido por el
radar- fue dirigiéndome con precisión. Y orientado igualmente por
los regueros de rojas anémonas y las flores violetas de los cardos
que alfombraban aquella falda sur del promontorio alcancé el límite
del primer cinturón de seguridad que rodeaba la «cuna»: ciento
cincuenta pies (cincuenta metros). Y siguiendo las instrucciones de
mi hermano me detuve. -Roger -la voz de Eliseo sonó fuerte y clara
a través de la conexión auditiva-, procedo a la desconexión de la
barrera IR. Cambio. -OK! Listo para avanzar. Cambio. -¡Adelante!
-bromeó mi hermano-. Si el hijo pródigo no ordena lo contrario haré
coincidir la anulación del escudo gravitatorio con el descenso de
la escalerilla. Cambio. Lancé una nueva mirada a mi alrededor. Todo
parecía tranquilo. -Por mi parte -repliqué- no hay inconveniente.
¿Tienes algún target?. Cambio. -Negativo. Todo limpio en pantalla.
Cambio. -Entendí «limpio»... Cambio. -Roger. Cuando quieras. Y
Eliseo, interrumpida la poderosa emisión de ondas gravitatorias que
envolvían la nave hasta una distancia de treinta pies, activó el
mecanismo hidráulico de la escalerilla. Aquél era uno de los
momentos más delicados del ingreso. Para un hipotético observador,
la pequeña escala metálica habría surgido de la «nada»,
sosteniéndose vertical -como por arte de magia- sobre la plataforma
rocosa en la que reposaba la invisible «cuna». Por supuesto, ese
atónito testigo tampoco hubiera comprendido la siguiente escena: un
individuo ascendiendo veloz por dicha escalerilla y
«desmaterializándose» poco a poco -desde la cabeza a los pies-
conforme trepaba por los peldaños. Por fortuna, nada de esto
sucedió. La colina, como digo, se hallaba desierta. Y nada más
pisar la nave, la hidráulica retornó al interior con su familiar
resoplido. Y mi hermano, restaurado el doble cinturón protector, me
recibió con los brazos abiertos. Y ambos,
emocionados, sin demasiadas palabras, coincidimos en algo: aquellos
cinco días nos parecieron eternos. El resto de la jornada
transcurrió rápidamente. Eliseo, recuperado de la herida en la
frente, fue el primero en aportar novedades. En realidad -a Dios
gracias-, ninguna o casi ninguna. La nave operaba sin problemas y
los estudios sobre el misterioso «cuerpo glorioso» del Resucitado y
el no menos enigmático fenómeno registrado en el sepulcro en la
madrugada del domingo, 9 de abril, habían prosperado...
relativamente. Pero de este capítulo me ocuparé más adelante.
Cuando me llegó el turno procuré hacer una síntesis lo más precisa
posible de cuanto había vivido y padecido en aquel viaje a Nazaret.
Supo escucharme en silencio, casi sin interrupciones. Y esta vez,
obedeciendo a la intuición, preferí no ocultarle ninguno de los
problemas que nos asediaban. Unos problemas que podrían resumirse
en el siguiente orden: Primero y más acuciante: la falta de dinero.
Disponíamos tan sólo de un aureus. (Eliseo respetó mi deseo de
conservar el denario de la Señora.) Con suerte quizá pudiéramos
cambiarlo por treinta o treinta y cinco de plata. Pero esta
cantidad -administrándola severamente- apenas cubriría un par de
semanas. A lo sumo tres. De no hallar una solución, la Operación
tendría que ser cancelada. Segundo: las medidas de seguridad de los
exploradores. Era menester reforzarlas. Una situación como la de la
caverna del saduceo no podía repetirse. Y tercero y no menos
comprometido problema: la actitud de algunos de los íntimos del
Maestro -abiertamente hostil hacia quien esto escribe- obligaba a
replantear la forma de trabajo en las inmediatas fases de la
misión. Y apoyándome en esta lamentable realidad planteé la
posibilidad de adelantar el tercer «salto» en el tiempo. Y a pesar
del cansancio, durante buena parte de la noche nos ocupamos del
exhaustivo análisis de estos imprevistos. Eliseo, lejos de ceder a
la tentación de suspender la misión, se mostró templado y animoso.
Fue él quien infundió aliento, espantando el pesimismo que
acechaba. Prometió ocuparse del ingrato asunto del dinero. Y a
juzgar por la pícara sonrisa que se deslizó entre sus palabras algo
debía de tener en mente. ¡Y ya lo creo que lo tenía! Pero el muy
vivo supo guardar silencio y esperar el momento oportuno. ¡Le
fascinaban las sorpresas! Hablamos igualmente de la utilización de
los dispositivos técnicos como fuente «extra» de ingresos. La
reciente experiencia con el láser de gas había sido prometedora.
Pero admitimos también que este tipo de aventuras
entrañaba graves riesgos y que merecía un análisis más reposado. No
lo descartamos aunque, de mutuo acuerdo, lo dejamos en manos del
Destino. En cuanto a las medidas de seguridad, Eliseo, amén de
mostrarse absolutamente conforme con su reforzamiento, disfrutó lo
suyo con la sola idea de estrenar el sistema que habíamos bautizado
como el «tatuaje». Al día siguiente -en estrecha colaboración con
el ordenador central- puso manos a la obra. Y el domingo, 30 de
abril, tuvimos la ocasión de probarlo sobre el terreno. El último y
doble problema -el más abstracto- fue el que nos ocupó más tiempo.
No era fácil granjearse de nuevo la amistad de Juan Zebedeo y de
algunos de los íntimos, claramente envenenados por el «hijo del
trueno». El desarrollo de las tres siguientes misiones me obligaba
a permanecer junto al grupo. Mi posición, evidentemente, no era
cómoda. ¿Cómo salvar semejante escollo? Mi hermano -procurando
animarme- me hizo ver que quizá exageraba. No todos los discípulos
compartían el intransigente criterio del Zebedeo. Más aún: contaba
con el incondicional apoyo de la Señora y sus hijos. María, en
cierto modo, conocía la «verdad». Quien esto escribe, sin embargo,
sabiendo de las airadas y neuróticas reacciones del «discípulo
amado» (?), no se mostró tan optimista. Y no me equivocaría. Por
supuesto, la sugerencia de adelantar el «salto» en el tiempo
entusiasmó a mi compañero. Él, más que yo, ardía en deseos de
«salir al exterior» y compartir la vida del Maestro. Pero conforme
profundizamos en la ansiada aventura, la despiadada realidad fue
poniendo las cosas en su sitio. En primer lugar, ni Eliseo ni yo
nos hubiéramos sentido tranquilos dejando a medias la misión
«oficial». El deber y nuestra propia curiosidad nos forzaban a
ultimar lo ya iniciado. Por otra parte -y no era poco-, además del
referido problema del dinero, fallaban las fechas. Este explorador
no había logrado aún la información exacta sobre los arranques de
la llamada vida pública del Hijo del Hombre. En parte, como ya
expliqué, porque ni los mismos apóstoles se ponían de acuerdo a la
hora de matizar este trascendental momento. Naturalmente, dado el
mal que nos aquejaba, no podíamos abusar de las inversiones de masa
de los swivels. El tercer y extraoficial «salto» debía ejecutarse
con un máximo de precisión. Y para eso tenía que aprovechar las
tres últimas incursiones obteniendo, como fuera, el año y mes
concretos. Lo que no imaginaba es que dicha información llegaría,
curiosamente, de la mano de alguien que no pertenecía al colegio
apostólico. Por último coincidimos en que los preparativos para tan
prolongada, compleja y arriesgada misión se hallaban todavía muy
verdes. Necesitábamos un salvoconducto especial que garantizase, en
la medida de lo posible, nuestra seguridad a lo largo y ancho de
todo el territorio de Israel. Ese documento, lógicamente, sólo
podíamos obtenerlo del gobernador romano. De ahí que mi presencia en Cesarea -residencia habitual de Poncio- fuera
programada para la siguiente semana. ¿Y cómo olvidar el nuevo
asentamiento de la «cuna»? La definitiva elección y
acondicionamiento de la «base-madre-tres» no era una labor sencilla
y rutinaria. Pero el sueño y el cansancio terminaron doblando la
página de aquel intenso y fascinante
viernes.
29 DE ABRIL, SÁBADO
Desperté sobresaltado. Casi lo había
olvidado. La computadora central nuestro fiel Santa Claus- no
entendía de pájaros. Y hacía muy bien. Mi hermano, tras verificar
la pantalla, me tranquilizó. Algunas madrugadoras bandadas de aves
-como cada amanecer-, al penetrar en el escudo infrarrojo, hicieron
saltar las señales acústicas y luminosas del «panel panic». Aquella
servidumbre no tenía arreglo. Poco a poco, sin embargo, iríamos
acostumbrándonos. Es más, con el tiempo, lo agradeceríamos. Las
puntuales irrupciones de las colonias migradoras y autóctonas en
torno a la nave se convertirían en el mejor despertador para
aquellos, casi siempre, extenuados exploradores. Esta vez, en
cambio, no se trataba de las alegres y confiadas palomas o
tórtolas, tan abundantes en los cercanos riscos del har Arbel. Al
asomarme a una de las escotillas descubrí con desagrado que los
intrusos eran negros y funerarios cuervos de cola en abanico (los
Corvus rhipidurus), expertos carroñeros, recibidos siempre a
pedradas por los supersticiosos judíos. Y a pesar de mi supuesta
inteligencia, me vi contagiado por aquel sentimiento de rechazo.
¿Cómo terminaría la jornada? Eliseo me devolvió a la inmediata
realidad. Las lecturas de los sensores exteriores de la «cuna»
parecían inmejorables. El «emagrama de Stüve» presentaba inversión
térmica, calma chicha (alrededor de 1020 mb), presión en ascenso,
visibilidad ilimitada y una temperatura preocupante para tan
temprana hora: 150 centígrados en el orto solar (5.15 h). Y tras un
excelente desayuno -a la «americana» por supuesto-, mientras mi
hermano acometía con entusiasmo la puesta a punto del delicado
«tatuaje» (el dispositivo de seguridad que deberíamos portar en la
obligada exploración del lugar donde se asentaría la nave
definitivamente), quien esto escribe repasó por enésima vez el plan
previsto para aquel sábado. Al abandonar el lago, camino de
Nazaret, la situación era la siguiente: En la mañana del 23 de
abril, el impulsivo Simón Pedro inició un apasionado discurso
frente al caserón de los Zebedeo, en Saidan. Deseaba «abrir los
ojos a la buena nueva de la resurrección del Maestro» a la
muchedumbre que se concentraba en la aldea. Pero
la predicación fue interrumpida por algunos de sus compañeros. Como
ya relaté, aquel domingo se registraría una desagradable polémica
entre los íntimos de Jesús. Parte de los discípulos -con el fogoso
e irreflexivo Pedro a la cabeza- decidió que había llegado el
momento de salir a los caminos y anunciar el formidable hecho de la
resurrección. Dicho grupo -con la abierta oposición de Juan
Zebedeo, Mateo Leví y Andrés, el hermano de Simón Pedro- pretendía
además que el anuncio del reino se iniciara en Jerusalén. (Pedro
estaba convencido que Jesús se hallaba definitivamente junto al
Padre y que no regresaría durante un tiempo.) Juan, sin embargo,
basándose en «algo» que le fue comunicado por el propio Resucitado
en la última de las apariciones, defendía lo contrario: convenía
esperar en el lago hasta que se produjera la tercera presencia del
Maestro. Esta situación creó una atmósfera explosiva. Pedro,
irritado, se enfrentó a los disidentes. Pero, cobarde e inseguro
como siempre, se cebó en su hermano, humillándole por dudar de sus
palabras. Finalmente aceptaron una tregua. Si el Resucitado no
aparecía en el plazo de una semana, Simón seguiría adelante con su
plan. Y regresando junto al gentío, los emplazó para la hora nona
(las tres de la tarde) del sábado, 29, en la playa de la aldea.
Entonces hablaría abiertamente. No me cansaré de insistir en ello.
Aquella disputa sería el principio del fin. Estábamos asistiendo al
nacimiento de un líder -Simón Pedro- y a una irremediable división
entre los «once». Una ruptura ideológica que culminaría en los
célebres y manipulados hechos acaecidos en la fiesta de
Pentecostés. Mientras el grupo de Mateo Leví (el publicano)
pretendía extender el auténtico mensaje del Maestro (la realidad de
un Dios Padre y la fraternidad entre los hombres), Pedro y el
resto, deslumbrados por la resurrección, centraron las
predicaciones en la figura del rabí de Galilea. Y surgiría una
religión «a propósito de Jesús». Pero no adelantemos
acontecimientos. Lo que importaba en aquellos momentos es que nos
hallábamos al final de la mencionada tregua. Ahora, todo dependía
de la supuesta nueva aparición del Galileo. Pero ¿tendría lugar? Y
en caso afirmativo, ¿dónde y cuándo? Lo único claro en aquel
rompecabezas es que -de no producirse dicha presencia- Simón Pedro,
cumpliendo lo prometido, se dirigiría a la multitud a las tres de
la tarde en la playa de Saidan. Mi trabajo; en consecuencia,
consistiría en permanecer lo más cerca posible de los íntimos,
intentando asistir al prodigio, suponiendo que ocurriera. La
aparentemente sencilla labor tropezaba, sin embargo, con un par de
inconvenientes. Primero: la ya conocida hostilidad de algunos de
los discípulos hacia mi persona. Esto podía entorpecer el
seguimiento. Segundo:- la nada remota posibilidad
de que los apóstoles se hubieran embarcado la noche anterior, con
el fin de pescar, tal y como tenían por costumbre. Ello encerraba
un riesgo: que la pretendida presencia del Maestro se registrase en
aquel amanecer y con los apóstoles como únicos testigos. De hecho,
así sucedió el viernes, 21 de abril. De ser así, parte de aquella
misión habría fracasado. Contemplamos también la hipótesis de una
aparición a lo largo de la jornada y en un lugar cerrado. Tampoco
sería una novedad. ¿Dónde? Por lógica, en el caserón de los
Zebedeo. Allí se refugiaban los íntimos y, presumible-mente, si el
viaje transcurrió con normalidad, los expedicionarios procedentes
de Caná. Éstos, junto a Natanael, el «oso», tenían que haber
arribado a Saidan a primeras horas de la tarde del día anterior. Y
deduje que allí seguirían. Pero, obviamente, estos planteamientos
sólo eran especulaciones. El difícil dilema nos empujó incluso a
preparar el lanzamiento de uno de los «ojos de Curtiss». Pero
¿hacia dónde? Y en el caso de que no acertáramos a detectar al
Resucitado, ¿cuánto tiempo debíamos mantenerlo en el aire?
Finalmente desistimos, confiando en mi buena estrella. Lo haríamos
a la manera habitual: apostamos por una investigación directa y
sobre el terreno. Naturalmente, como ya habrá adivinado el
hipotético lector de estas memorias, las cosas se encadenarían al
revés de como habíamos supuesto... Y sin pérdida de tiempo, a las 9
horas -con el último par de «crótalos» y la inseparable «vara de
Moisés»-, abandoné la «cuna», dispuesto a recorrer los siete
kilómetros que me separaban de Saidan, la aldea de pescadores. Si
este explorador tenía la fortuna de presenciar la nueva aparición
del Hijo del Hombre, el plan era simple: alertar al módulo -vía
láser- y catapultar uno de los «ojos». Pero, como venía diciendo,
el hombre propone... Y al inspeccionar los alrededores caí en la
cuenta de un nuevo error. La calzada que lamía el extremo sur de
«nuestra» colina, uniendo Tiberíades con Migdal y Nahum, aparecía
extrañamente solitaria. También el yam -azul y dormido- presentaba
una escasa actividad. Sumé ocho o diez embarcaciones, bregando a
fuerza de remos o al garete cerca de la costa oriental,
aprovechando la relativa templanza de la mañana para faenar.
¡Estúpido de mí! Olvidé que nos hallábamos en pleno sábado. Esto
anulaba, muy probablemente, la posibilidad de que los íntimos del
rabí se hubieran embarcado. Aunque la mayoría no comulgaba con la
enfermiza rigidez del descanso sabático, por interés propio
procuraba respetarlo en lo sustancial. Y animado por lo que parecía
un golpe de suerte, descendí hacia la «vía maris». A pesar de la
ausencia de caminantes, por pura precaución, elegí el rumbo del
circo basáltico que se abría en el costado oriental del
promontorio. Saltar a la senda principal por el espolón sur hubiera
sido arriesgado.
Y en minutos dejé atrás la estrecha y
zigzagueante pista de tierra rojiza que partía de la cripta ubicada
entre las enormes moles de basalto. Un cementerio de triste
recuerdo para Eliseo y para quien esto escribe. Todo continuaba
prácticamente igual. Los dorados campos de trigo duro y escanda,
castigados por las fuertes y recientes lluvias, empezaban a
recuperar la verticalidad, doblando las cabezas con sumisión a
causa de las bien preñadas espigas. Y al pisar la calzada romana, a
la vista de los negros muros de Nahum, me vi asaltado por una
incómoda duda. Uno de los objetivos de aquella incursión era
cambiar el denario de oro. Y a trescientos o cuatrocientos metros
de la ciudad me pregunté si debía entrar y aventurarme en la
siempre irritante operación de canje. Absortos en los problemas de
fondo, ni Eliseo ni yo habíamos prestado excesiva atención a este,
aparentemente, insustancial trámite doméstico. La experiencia, sin
embargo, nos iría enseñando. Ninguno de aquellos asuntos podía ser
descuidado, por muy venial que pudiera parecernos. Algunos incluso,
como ya he referido y espero seguir narrando, llegarían a
colocarnos en situaciones realmente conflictivas. Ésta, para mi
desgracia, fue una de ellas. Siendo sábado -proseguí con mis
cavilaciones-, el rutinario negocio podía retorcerse. No obstante
-rectifiqué sobre la marcha-, quizá merecía la pena intentarlo.
Necesitábamos moneda fraccionaria. No resultaba práctico cargar con
una única pieza y de tan considerable valor. Y sumido en la
indecisión, continué el avance, alcanzando el laberinto de huertos
que cercaba Nahum por la cara oeste. Algunos propietarios,
semi-ocultos entre los tupidos sicómoros, los altos nogales, las
higueras y los radiantes almendros en flor, se afanaban en el abono
de la tierra y en la reparación de los muretes de piedra basáltica.
Al verme, conocedores de la prohibición de trabajar en sábado,
soltaban precipitadamente las herramientas y los cestillos de
estiércol, adoptando las más inocentes y conciliadoras posturas.
Elevaban los brazos al cielo, entonando a gritos el Oye, Israel o
correspondían a mis saludos con exageradas e hipócritas
inclinaciones de cabeza. (La Ley prohibía incluso el transporte de
abono o arena fina «como para surtir el tallo de un algarrobo».) Y
a escasos metros de la triple puerta me detuve. ¿Qué debía hacer?
La cuestión quedó zanjada casi al instante, por obra y gracia de la
inevitable «nube» de mendigos, lisiados y truhanes que se agitaba
bajo los arcos, pendiente ya de la posible «víctima». No me sentí
con ánimos para cruzar aquel semillero de posibles problemas. Y
pasando de largo pospuse el cambio para una mejor oportunidad.
Quizá a la vuelta de Saidan, me consolé. Y decidido bordeé Nahum a
la búsqueda del puentecillo que saltaba sobre el río
Korazín.
Instantes después tendría que admitir que la
decisión de aplazar el cambio no fue tan correcta como cabía
suponer. Frente a mí, a la derecha de la ruta, apareció «algo» con
lo que no contaba. Mejor dicho, que había olvidado: la casa de una
planta que hacía de aduana entre los territorios de Filipo, al
norte, y los de su hermanastro Antipas, por los que avanzaba este
desmemoriado explorador. Y como decía, un problema aparentemente
inocuo -el canje de moneda- terminaría enconándose y arrastrándome
a una situación límite. El estúpido olvido me descompuso. Si el
vigilante reclamaba el «peaje» -no más allá de un as (un denario de
plata equivalía a veinticuatro ases)-, ¿qué podía hacer? ¿Mostrarle
el aureus? Suponiendo que aceptara, ¿a qué me arriesgaba?
Probablemente a ser robado en el cambio. ¿Pasaba de largo? Me negué
en redondo. La presencia de dos soldados, al pie de una de las
corpulentas higueras que sombreaba la fachada de la casona, me
inclinó a conducirme con cautela. Y despacio, simulando
naturalidad, fui a situarme frente a los mercenarios. Casi ni me
miraron. Y continuaron conversando en una jerga indescifrable para
quien esto escribe. Supuse que se trataba de voluntarios
generalmente sirios, tracios, españoles o germánicos-, integrantes
de las tropas auxiliares. Lejos de la rígida disciplina que
imponían los suboficiales, acosados por la alta temperatura, se
habían desembarazado de las corazas anatómicas, de los jubones de
cuero sobre los que descansaban habitualmente las armaduras y de
los cascos metálicos. Todo ello, junto a las picas, gladius y
escudos cuadrangulares, descansaba a corta distancia, a la sombra
del árbol. Unas túnicas rojas, de mangas cortas hasta los codos,
constituían el único vestuario..., de momento. Y tras unos segundos
de vacilación, extrañado ante la ausencia del griego que revisara
días antes la malograda cesta de víveres, me atreví a
interrumpirlos, preguntando por el funcionario. Pero sólo obtuve
silencio y malas caras. Sospechando que no comprendían el arameo
galaico, repetí la cuestión en koiné, el griego «descafeinado» de
uso común en todo el Mediterráneo. El resultado fue igualmente
negativo. Peor aún. Evidentemente molestos por la insistencia de
aquel extranjero, uno de los mercenarios -por toda respuesta- fue a
lanzar un salivazo a una cuarta de mis sandalias. Estaba claro. Y
procurando sortear un posible conflicto, di media vuelta,
alejándome hacia la calzada. Y me felicité por la oportuna ausencia
del funcionario. Pero la alegría duró poco. Un sonoro «¡Bastardo!»
me obligó a detenerme. En parte me tranquilicé: fue pronunciado en
un pésimo arameo. No me equivoqué. Al volverme descubrí bajo el
dintel de la puerta al griego del gorro de fieltro y la chapa de
latón sobre la túnica. YY autoritario indicó con
la mano que me aproximara. Obedecí contrariado. Y de malos modos
-como si hubiera interrumpido algo importante- preguntó qué
deseaba. En segundos adivinaría el porqué de su indignación. Una
sensual voz femenina se escuchó de pronto en el interior de la
casa, reclamando insistentemente al griego. Los soldados
redondearon la escena con unas mordaces risitas. Aquello sólo vino
a caldear la ya embarazosa situación. El aduanero -rojo de ira-
perdió la escasa paciencia y, considerándome cómplice de los
guardias en la poco caritativa interrupción, alzó la mano
intentando abofetearme. Detuve el golpe. Y haciendo presa en la
muñeca derecha, con una rápida llave, fui a doblar el brazo sobre
su espalda, inmovilizándole. Sorprendido, sin dejar de gemir,
reclamó el auxilio de. los mercenarios. Y antes de que pudiera
darme cuenta las brillantes puntas en flecha de dos pilum oscilaron
amenazadoras frente a mi garganta. Solté al aduanero y, tratando de
recomponer los nerviosos ánimos, les hice ver que sólo deseaba
satisfacer la tasa y reanudar el camino hacia Saidan. Y cometí el
peor de los errores. Animado por una ingenuidad tan conmovedora
como peligrosa, eché mano de la bolsa de hule, mostrando el denario
de oro. Debí intuirlo. La aparición del aureus fue milagrosa.
Sospechosamente milagrosa. Griego y soldados modificaron la
agresiva actitud y, de pronto, bajando las picas, todo fue
cordialidad y buenas maneras. Los mercenarios, a una señal del
funcionario, retornaron bajo el árbol. Y el griego olvidó incluso
las obscenas reclamaciones de la mujer. Y deshaciéndose en falsos
halagos hacia mi valor y destreza, rogó que disculpara su torpe
conducta. Y tomándome por el brazo me acompañó hasta la «vía
maris», recordándome que -al no transportar carga- no estaba
obligado a pagar «peaje». Me sentí como un perfecto imbécil. Aquel
fallo informativo pudo costarme muy caro. Y desconcertado por el
lapsus perdí de vista las auténticas intenciones del corrupto
funcionario y de sus secuaces. Sinceramente, aún tenía mucho que
aprender... El maldito griego se despidió con una forzada
reverencia, «recomendando que extremara las precauciones en el
camino hacia Saidan». Como digo, no supe adivinar la razón de aquel
súbito y singular cambio. Pero no tardaría en averiguarlo. Y algo
más sereno crucé el puente, tomando el sendero de- tierra que nacía
en los contrafuertes de la calzada. La «vía maris», como ya
describí en su momento, nada más brincar sobre las terrosas aguas
del Korazín, giraba bruscamente hacia el norte, perdiéndose entre
olivares y terrazas de cereales.
A partir del río, por espacio de kilómetro y
medio, la senda aparecía prácticamente despejada, con algunas
formaciones rocosas a la izquierda y las tranquilas aguas del lago
a poco más de cien metros por la derecha. Acto seguido corría hasta
el fondo de un wadi o depresión de escasa profundidad, improductivo
y de laderas salpicadas por arbustos de alcaparro, cardos, anabasis
y retamas. Aquél era el punto más alejado de la costa: alrededor de
medio kilómetro. Desde allí hasta el Jordán, con algunas modestas
curvas, la vereda penetraba en un sombrío espeso bosque de
tamariscos y gruesos álamos del Eufrates. En total, desde la aduana
hasta las rápidas y marrones aguas del río bíblico, debía salvar
unos tres kilómetros y medio. Y prudentemente, al descender por el
wadi, establecí la última conexión auditiva con el módulo. Aquella
barranca -a quince mil pies de la «cuna»- era el límite. A partir
de allí sólo podría enviar señales -vía láser-, pero sin
posibilidad de respuesta por parte de mi hermano. Afortunadamente,
enfrascado en su trabajo, Eliseo había mantenido cerrado el canal
auditivo. (A raíz del penoso incidente en la cripta funeraria del
circo basáltico, dicha conexión fue rectificada, pudiendo ser
abierta indistintamente por cualquiera de los pilotos). De haber
estado alerta habría escuchado y conocido parte del desagradable
incidente en la aduana. Y estimando que el lance -una vez superado-
no merecía mayor consideración, le oculté lo ocurrido. Pero Eliseo
sagaz como siempre- sí preguntó. Sabiendo que la partida de la
«cuna» fue registrada en el ordenador a las 9 horas y que el tiempo
empleado normalmente hasta Saidan no debía superar una hora y
media, ¿cómo es que la conexión se producía a las 10 y a medio
camino de la aldea? No quise inquietarle. E improvisé una excusa
que, en parte, se acercaba a la verdad: me entretuve valorando la
idea de un posible cambio del aureus. No quedó muy convencido e
insistió en que multiplicara la prudencia, al menos hasta la puesta
a punto del «tatuaje». Y reconociendo la sensatez de sus palabras,
me introduje en el cerrado bosque de álamos y tamariscos. El súbito
frescor me relajó. Y durante un corto trayecto disfruté de la
rumorosa espesura. Los grises -casi blancos- troncos de los álamos
(el Arbor populi o «árbol del pueblo» para los romanos) se
estiraban desafiantes hasta treinta metros de altura, tejiendo una
bóveda verde, púrpura, amarilla y rosa. Por debajo, más humildes
pero igualmente bellos, se apretaban los Tamarix gallica: los
tamariscos, de tres a seis metros, de troncos múltiples,
ramificados desde la base y vestidos de oscura ceniza. Las hojas,
pequeñísimas, casi escuamiformes, competían en un verde glauco con
los largos y colgantes penachos de florecillas rosas que remataban
el ramaje horizontal, en permanente disputa con la sobria
verticalidad de sus hermanos, los álamos.
Pero la paz se vio interrumpida por un
súbito crujido. Sonó nítido a mis espaldas. Y me volví, imaginando
que podía tratarse de algún animal o de otro caminante. Inspeccioné
la senda que garrapateaba entre los árboles, pero no acerté a
descubrir al responsable del sonido. Y no concediéndole mayor
importancia reanudé la marcha. Instantes después, sin embargo, un
sordo cuchicheo me puso en guardia. Giré de nuevo sobre los talones
y a cosa de veinte pasos creí distinguir una sombra que se ocultaba
precipitadamente tras uno de los corpulentos álamos. El instinto,
acompañado de un escalofrío, me advirtió que algo no iba bien.
Extraje lentamente las «crótalos» y las adapté a los ojos. Y los
colores fueron nuevamente «traducidos» por mi cerebro. El blanco de
los troncos se tomó plata, el verde surgió rojo y naranja y el azul
del cielo más oscuro y marino. Aguardé tenso. Y al poco,
comprendiendo que habían sido descubiertos, dos individuos se
destacaron sigilosos entre la arboleda, reuniéndose en la pista. Y
caminaron resueltos hacia quien esto escribe. Y en décimas de
segundo fui consciente del error cometido en la aduana y del porqué
del brusco cambio de actitud del funcionario. Los dejé avanzar. Las
rojas túnicas -ahora negras- y los gladius que empuñaban -brillando
en un blanco fulgurante- los identificaron al punto. También las
intenciones de los mercenarios parecían claras. Pero este
explorador no estaba dispuesto a ceder. El aureus seguiría conmigo.
Al llegar a cinco o seis metros se detuvieron. La intensa carrera
desarrollada para darme alcance los había cubierto de sudor.
Rostros, brazos, manos y piernas aparecían teñidos de ¡in
amenazador color azul verdoso. Y, deslizando los dedos hacia el
clavo del láser de gas, me preparé. Los soldados, apuntando con las
temibles espadas de doble filo, señalaron la bolsa que colgaba del
ceñidor. Entendí perfectamente: reclamaban el dinero. Yo sabía que,
aunque se lo entregase, aquella basura no respetaría mi vida. Una
denuncia ante el jefe de la guarnición en Nahum podría conducirlos
a la muerte por apaleamiento. E inmóvil, con las mandíbulas
apretadas y el semblante endurecido, aguardé la primera acometida.
Irritados ante mi insolencia, repitieron la demanda, blandiendo las
hispanicus con impaciencia y pronunciando la palabra «Aureus», la
única que, al parecer, dominaban a la perfección. Pero sólo
obtuvieron silencio y un rictus de
desprecio.
Agotada la paciencia, uno de ellos levantó
el gladius por encima de la cabeza, dispuesto a segar la reunión
-y. mi vida- expeditivamente. En ese instante, un «hilo» de luz
negra partió del cayado haciendo blanco -con una potencia de
cincuenta vatios- en los desnudos dedos que sobresalían entre el
cuero de la sandalia derecha. Y berreando cayó a mis pies. La
quemadura, aunque superficial, le inutilizaría durante algún
tiempo. El segundo mercenario, atónito, sin entender lo ocurrido,
no supo dónde mirar. Y antes de que reaccionara, una nueva descarga
-esta vez de quinientos vatios perforó el hierro de su espada. (El
dióxido de carbono permitía cortar una plancha de acero dulce de
1,5 milímetros de espesor a razón de un centímetro cada 0,07
segundos.) Y desconcertado, con los ojos a punto de salirse de las
órbitas, observó cómo un «poder» invisible incendiaba y ennegrecía
vertiginosamente el gladius que sostenía en la mano derecha. Y en
0,42 segundos, la hoja -de seis centímetros de anchura- se derritió
a dos dedos de la empuñadura, cayendo en el camino. Y espantado,
sin mirarme siquiera, olvidando a su compinche, dio media vuelta y
huyó entre alaridos. El soldado caído, al percatarse de la fuga de
su compañero, se incorporó como pudo y, cojeando, se alejó entre
gemidos en dirección a Nahum. Y en la senda quedaron las
hispanicus, como mudos testigos del fallido ataque. Por supuesto
que valoré la utilización de los ultrasonidos -más rápidos y
seguros-, pero en aquellas circunstancias elegí un método que no
resultara fácil de olvidar. Si volvía a encontrarlos sabrían a qué
atenerse. Lo que no imaginaba es que este incidente me favorecería
en un futuro muy cercano... Y a buen paso, tratando de ganar el
tiempo perdido, crucé el puente sobre el Jordán, adentrándome en
los dominios de Filipo. Al filo del bosque, como ya señalé, muy
próximo a los mojones que anunciaban el territorio del hijo de
Herodes el Grande, el camino se dividía en dos. El ramal de la
izquierda se adentraba hacia el nordeste, perdiéndose en una
extensa planicie pantanosa de doce kilómetros cuadrados, cuajada de
minifundios, acequias, chozas de paja, bosquecillos de frutales y
pequeñas piscinas. Aquel brazo, mejor pavimentado que el de la
derecha, conducía a la ciudad que ostentaba la capitalidad de
aquella región: Bet Saida Julias, en honor de la hija de Augusto.
Proseguí por el segundo y deplorable senderillo, sorteando los
charcos y las peligrosas nubes de mosquitos que zumbaban a diestro
y siniestro. Aquellos quinientos metros, hasta la desembocadura del
Jordán, constituían una seria amenaza para el viajero. Y lamenté
haber dejado el manto en la nave.
La senda se abría paso con dificultad entre
un mosaico de lagunas de aguas verdosas y poco recomendables,
infectadas de cañas, adelfas, juncos de mar, papiros y un espinoso
entramado de arbustos enanos. Sólo las bandadas de martín
pescadores de pecho blanco y espalda azul verdosa, revoloteando
inquietas sobre los tulipanes de fuego, las varas de azucenas y los
perfumados matorrales de menta, ponían una nota tranquilizadora en
el insalubre y chirriante pantano. Y al fin, junto al delta, divisé
a lo lejos una negra y emborronada Saidan. Y me sentí nuevamente
inquieto. ¿Cómo abordar el caserón de los Zebedeo? ¿Cómo salvar la
dura oposición de Juan? Los últimos mil metros -lo reconozco-
fueron un suplicio. Aminoré la marcha, pensando a gran velocidad.
Imposible. No conseguí armar una sola idea que me permitiera entrar
en la casa y permanecer en ella con naturalidad. A mi izquierda, en
un terreno llano y despejado, entre garbanzos y bancales de habas,
empecé a distinguir las siluetas de los campesinos, acarreando
cubos o entregados al cuidado de la tierra. Y continué el avance
con un creciente nerviosismo. Tenía que hallar una solución... A la
derecha del camino, a poco más de cincuenta metros, el yam dejaba
oír su voz con un rítmico y seco golpeteo sobre la playa. Una
solución... E impotente -con la mente en blanco- me detuve unos
instantes frente a la colonia de plácidas tortugas que sesteaba al
sol de la mañana. Quizá exageraba. Quizá -como apuntó Eliseo- las
cosas se presentasen bajo un signo favorable. Y presa de las dudas
lancé una nueva mirada a la aldea. El lugar parecía tranquilo.
Algunas columnas de humo ascendían indolentes. Las familias,
conocedoras de la próxima e incómoda llegada del maarabit, se
apresuraban a preparar la comida del sábado, generalmente más
cuidada y surtida. Y una vez más me dejé llevar. El Destino,
siempre imprevisible, dictaría mis movimientos. Y ya lo creo que lo
hizo... Ataqué los últimos cien metros, coronando la empinada
pendiente de casi treinta grados que aupaba a Saidan sobre la vega.
Y a la vista de las primeras casas me detuve de nuevo bajo el
perfumado bosquecillo de sauces y tamariscos del Jordán que
sombreaban el final del camino. Los relojes del módulo debían de
marcar las once u once y media. El anárquico cuadro de casitas de
una planta se presentó ante este indeciso explorador como un
impertinente dilema. ¿Qué dirección tomaba? ¿Me dirigía
directamente a la puerta principal del caserón de los Zebedeo?
¿Rodeaba las callejuelas y me dirigía a la playa? ¿Aguardaba a que
llegara la muchedumbre emplazada por Pedro para
la hora nona? Y de pronto me vi asaltado por otro pensamiento.
Había transcurrido una semana desde la solemne promesa de Simón de
hablar abiertamente a la multitud sobre la resurrección del
Maestro. ¿Recordaría la gente la referida cita? Y obedeciendo un
extraño «impulso» me decidí por la «calle mayor». (El hipotético
lector de este diario sabrá disculpar la licencia. La supuesta
«calle mayor» era en realidad la continuación del rústico camino
que conducía a la aldea y que la atravesaba de parte a parte.)
Avancé entre los oscuros muros de basalto, hundiéndome sin remedio
en el fango. Las lluvias habían convertido el lugar en un cenagal
por el que correteaban alegres y despreocupados pelotones de niños
descalzos, armados de varas y palos, persiguiendo y mortificando a
otras tantas cuadrillas de embarradas y escandalosas ocas. Algunas
matronas espiaron mi penoso caminar desde las puertas, siempre
abiertas, o por las estrechas troneras que hacían las veces de
ventanas. Y el zumbido de las moscas, nacidas a millares en los
recalentados estercoleros que menudeaban entre los callejones, el
olor a guisotes y pescado frito que escapaba de los patios y las
rebeldes humaredas de las fogatas que combatían la penumbra de las
míseras viviendas terminaron envolviéndome como un todo pertinaz e
insufrible. Con el tiempo acabaría acostumbrándome también a estos
sofocantes escenarios en los que, por supuesto, se movió a diario
el rabí de Galilea. Y al encararme al fin con la puerta de doble
hoja del hogar de los Zebedeo la feroz duda me contuvo. Aquellos
instantes de vacilación serían decisivos. Me estremezco al pensar
en lo que hubiera sucedido si, como era mi intención, acierto a
golpear la madera. Al otro lado del muro, en el patio a cielo
abierto, se escuchaban voces. Reconocí algunas. Simón Pedro, Juan
Zebedeo, Natanael, Andrés y Tomás discutían, gritaban y se pisaban
las palabras entre continuas imprecaciones, insultos y maldiciones.
Agucé el -oído y creí comprender las razones de la nueva trifulca.
El sol volaba hacia el cenit y, al parecer, la pretendida aparición
del Maestro no se había producido. Simón Pedro, impaciente e
inmisericorde, volvía por sus fueros, atacando al grupo de Juan,
que obviamente pretendía apurar la tregua. Pero, de la polémica
inicial -esperar o no hasta las tres de la tarde-, unos y otros
terminaron por pasar a la insolencia y a los ataques personales.
Simón, encabezando a los que deseaban la inmediata movilización de
los «embajadores del reino», acusaba a los prudentes de «mujeres
asustadizas, comadrejas repugnantes e indignos seguidores del Hijo
de un Dios». El Zebedeo, por su parte, no le iba a la zaga.
Secundado por los no menos airados Andrés, Mateo Leví y el «oso» de
Caná, replicó en plena histeria que allí el único cobarde era
Pedro. Y mordaz e hiriente, sacó a flote las cuatro negaciones. Y aplastando la enronquecida voz de Simón
Pedro, en uno de sus típicos arrebatos de vanidad, recordó a los
presentes que él, y sólo- él, «era el discípulo amado por Jesús: el
único que recostaba la cabeza en su pecho». Me negué a seguir
escuchando. Y abatido me retiré, caminando sin rumbo. De haber
penetrado en el caserón en tan críticos instantes, sólo Dios sabe
lo que hubiera sido de aquel odiado pagano. Y sin darme cuenta me
vi frente al estrecho, quebrado y turbulento río Zají. La fuente de
Saidan, al otro extremo del puente de piedra sin parapetos, se
hallaba solitaria. Contemplé distraído el puñado de casas y chozas
que se apelotonaban junto a la dársena y, necesitado de un poco de
sosiego, me encaminé por la margen derecha del Zají al encuentro
con la playa. La agria pelea me confundió. Y recordé la flotilla de
cuervos junto a la «cuna». ¿Cómo finalizaría la jornada?
Naturalmente, ninguno de estos conflictos sería reseñado jamás por
los evangelistas. Su imagen -debieron de calcular- no salía bien
parada. Creo que se equivocaron. Después de todo sólo eran hombres.
Si hubieran guardado fidelidad a los hechos, los futuros creyentes
y seguidores del Maestro lo habrían comprendido y aceptado,
venerando con más fuerza, si cabe, su memoria. Pero ¿de qué me
extrañaba? Otros sucesos -infinitamente más importantes- también
fueron silenciados. La costa se hallaba desierta. Frente a la media
docena de escalinatas de piedra que permitía el acceso a la aldea
por aquella zona descansaba una veintena de lanchas, varadas sobre
una «arena» basáltica roja, negra y blanca, encendida por el
implacable sol del mediodía. De pronto, el maarabit comenzó a mecer
las barcas ancladas en la orilla. Continué paseando entre amasijos
de redes y lanchones y, lentamente, sin proponérmelo, fui a parar a
la «quinta piedra», el atraque de los Zebedeo: la roca prismática
de medio metro de altura, con un orificio en la parte superior (a
manera de «ojal»), que servía para amarrar los cabos, sujetando las
embarcaciones fondeadas cerca de la playa. Algunos de los barcos
que faenaban frente a la primera desembocadura del Jordán
extendieron las velas, aprovechando las primeras brisas. Y el yam
comenzó a rizarse. Las gaviotas, montadas en el viento, se
reagruparon, animando a los pescadores con sus chillidos. Eché una
ojeada a la casa de los Zebedeo. Aparentemente parecía tranquila. Y
agobiado por el calor -quizá rondásemos los 30° centígrados- me
dirigí al agua. Deposité cayado y sandalias entre los guijarros y
suavemente me introduje en el lago. El relativo frescor me serenó.
Humedecí rostro y brazos y, por espacio de algunos minutos,
permanecí plácidamente con los ojos cerrados y la
cara levantada hacia el poderoso sol. Aquella bendición me ayudó a
olvidar momentáneamente lo desafortunado de mi situación. Pero
súbitamente el instinto (?) me previno. Fue una clarísima
sensación. Alguien se hallaba a mis espaldas. El silencio era casi
completo, apenas agitado por un oleaje infantil y el casi humano
silbido del viento entre la cordelería de las barcas que cabeceaban
a mi alrededor. Me estremecí. Y una familiar y querida imagen se
instaló en mi cerebro. ¿El Maestro? Me negué a aceptarlo. Abrí los
ojos y muy despacio -deseando en lo más profundo que así fuera-
giré hacia tierra. Al descubrir la «presencia» sonreí para mis
adentros. El instinto acertó. Yo, en cambio, fui víctima de aquella
vieja obsesión. Frente a mí, junto a la vara y el calzado, me
observaba, en efecto, una persona. Pero no quien imaginaba. Su
rostro, grave, se modificó al reconocerme. Y con una incipiente
sonrisa avanzó hacia el agua, abrazándome. La desilusión quedó
difuminada por el fraternal recibimiento del jefe de los Zebedeo.
El anciano -según sus palabras-, no pudiendo soportar el enrarecido
clima provocado por la pelea entre los íntimos, optó por abandonar
la casa, refugiándose, como este explorador, en la paz del yam. Y
durante dos horas, a la sombra de una de las barcazas, frente por
frente a las negras escalinatas que unían aquella franja de la
costa con la puerta posterior del gran caserón, Zebedeo padre y
quien esto escribe pasaron revista a un buen número de asuntos de
los que este explorador tomaría especial nota. Así supe, por
ejemplo, que la Señora y su gente habían llegado sin novedad a la
casa. Y también que la rodilla de la mujer se recuperaba
satisfactoriamente. El honrado y sincero propietario de los
astilleros de Nahum no esquivó la delicada situación creada entre
su hijo Juan y este «cobarde pagano». Y habló como era su
costumbre, sin rodeos. María y Santiago le pusieron al corriente de
los sucesos acaecidos en el viaje a Nazaret, así como de las
desventuras padecidas en la aldea de la Señora. Y a la luz de
algunas insinuaciones deduje que la madre del Maestro pudo
revelarle parte de la verdad sobre mi auténtica identidad. En un
primer momento me alarmé. Pero el intuitivo galileo, atravesándome
con sus ojos azules, me tranquilizó. -Si fueras lo que afirma mi
torpe e impetuoso hijo -clarificó con aplomo-, ni el rabí, ni su
madre, ni Santiago, ni yo mismo sentiríamos tan sólido afecto por
tu persona...
Y depositando las gruesas y encallecidas
manos sobre mis hombros remachó, dando por concluido el enojoso
asunto: -No temas. Mi amistad y hospitalidad siguen intactas.
Disculpa a Juan. Es joven y engreído. Necesita tiempo. Hace años
tuve el privilegio de conocer a otro Jasón, muy parecido a ti. De
nuevo la extraña historia... -Aquel griego, especialmente amado por
Jesús, se comportó siempre como un leal amigo. Tú, en muchos
aspectos, eres idéntico a aquel bondadoso y enigmático personaje.
Pues bien, no dudes de nosotros. Te queremos y respetamos. Y te
ayudaremos, como- lo hicimos con aquel Jasón, a cumplir esa
importante «misión». Debió de notar mi agradecimiento. Y
envolviéndome en una interminable sonrisa, me acogió como un padre.
Y el curtido y arrugado rostro se dulcificó. Animado por aquella
especie de confesión me atreví a interrogarle sobre algunos puntos
que, ciertamente, al ser despejados por el anciano -excelente
conocedor de la región-, beneficiaron nuestros siguientes
movimientos. No hizo preguntas. Ni siquiera se mostró sorprendido
por lo singular de mis cuestiones. Así era Zebedeo padre: discreto,
respetuoso, inteligente y generoso. Lástima que los mal llamados
escritores sagrados no mencionen a esta pléyade: de personajes -¿de
segundo orden? que arropó igualmente al Hijo del Hombre y
contribuyó -¡y de qué forma!- al éxito de su encarnación. Y hacia
las 14 horas, ante nuestra sorpresa, por el este (la desembocadura
del Zají), por el oeste (siguiendo el camino de Nahum) y por las
escaleras que descendían de la aldea, comenzó a registrarse un
lento e ininterrumpido fluir de hombres, mujeres y niños. Y recordé
la convocatoria de Simón Pedro: «en la playa, a la hora nona». Y el
viejo Zebedeo, poco amante de este tipo de concentraciones, hizo
ademán de despedirse. Pero, aturdido por lo que calificó como
«imperdonable descuido», me rogó tuviera a bien compartir con ellos
la comida del sábado. Con todo el tacto de que fui capaz le
expliqué que -dadas las circunstancias, bien conocidas por él- no
consideraba prudente personarme en su hogar. Y bien que lo sentía.
Prefería esperar en la playa. Una vez concluido el discurso de
Pedro abandonaría Saidan. Y prometí visitarle en los próximos días.
La verdad es que una de las fases de la misión me obligaba a ello.
Lo comprendió y, deseándome paz, se retiró presuroso,
desapareciendo escalera arriba. Y durante casi una hora permanecí
apaciblemente sentado a la sombra de la embarcación, pendiente de
los grupos que iban tomando la playa y que, como yo, buscaban
frescor al socaire de las lanchas.
Algunos niños -ajenos al verdadero motivo de
la presencia de sus padres en el lugar- terminaron haciendo lo más
sensato en aquellos calurosos momentos: abandonando túnicas y
calzado en la orilla, se arrojaron al yam, jugando y disfrutando
con el gratificante baño. Y nadando hasta las barcas próximas las
tomaron por asalto. Y allí prosiguieron la diversión, arrojándose a
las aguas con estrépito y en todas las posturas imaginables. Los
gritos, risas y chapoteos me tuvieron ensimismado durante largos
minutos. Por lo que pude apreciar, aquellas gentes -en su mayoría-
eran sencillos felah, trabajadores y artesanos de las poblaciones
vecinas. También distinguí un buen número de am-ha-arez (la escoria
del pueblo), semidesnudos y protegiéndose del sol por largos
lienzos negros y rojos que arrollaban alrededor de la cabeza. No
observé sacerdotes o representantes de la sinagoga más cercana, la
de Nahum. Tampoco soldados. Nada más acceder a la playa, muchos de
los grupos se movilizaron en dos direcciones. Mientras unos
recorrían la costa a la búsqueda de toda suerte de combustible,
otros -preferentemente mujeres- se arrodillaban en la orilla,
descamando y abriendo tilapias. Y poco a poco, aquí y allá, fueron
surgiendo pequeñas hogueras. Los hombres, de pie, de espaldas al
lago, formaron murallas protectoras, evitando que el viento
arruinara las modestas candelas. Y las mujeres procedieron al asado
de los peces. A todas luces, aquello -más que una reunión de
carácter religioso- se me antojó una festiva jornada «de campo o de
playa», según se mire. A nadie parecía preocuparle la prometida
aparición de los discípulos del rabí de Galilea. No acerté a
escuchar un solo comentario sobre las supuestas «presencias» del
Resucitado. Y durante un rato se limitaron a dar buena cuenta del
almuerzo. De vez en cuando los niños, reclamados por las madres,
corrían hasta las fogatas, tomaban un grasiento trozo de pescado y
regresaban alborozados a sus juegos. Y así continuó la «fiesta»
hasta que, poco antes de la hora nona (las tres), el -silencio fue
apoderándose de los cuatrocientos o quinientos congregados. Y las
miradas se dirigieron a la puerta trasera del caserón de los
Zebedeo, abierta de par en par. Me puse en pie. Pedro apareció en
primer lugar. Se detuvo unos instantes y, colocando la mano
izquierda sobre los ojos –a manera de visera-, inspeccionó el
gentío. A su espalda, el resto del grupo. Mejor dicho, «su» grupo.
Desde mi posición -a unos cincuenta o sesenta metros- no pude
apreciar con nitidez la expresión de su rostro. Pero, a juzgar por
el ánimo con que emprendió la bajada, la concentración debió de ser
de su agrado. Y al pisar la playa, sin pérdida de tiempo, fue a
encaramarse a una de las barcas. La mala fortuna, sin embargo, hizo
que, nada más saltar al interior, fuera a tropezar con uno de los cabos y cayera entre las cuadernas: Y
una espontánea y general risotada vino a celebrar la impetuosa y
torpe irrupción del galileo. Los gemelos, Felipe y Santiago Zebedeo
se apresuraron a auxiliarle. No hizo falta. Rojo de ira se alzó al
momento, corrigiendo la dirección de la espada que sobresalía bajo
la faja. Enmendó los pliegues de la túnica palmoteando furioso
sobre el abultado abdomen y, sin más preámbulos, se enfrentó a la
divertida parroquia. Y chanzas y risas se extinguieron bruscamente
ante la inquisidora mirada de Simón. El estudiado silencio del
apóstol se prolongaría un par de minutos. Sólo la gente menuda
-enfrascada en sus juegos- empañó el clima de expectación. Pedro,
poco hábil aún en este menester, señaló hacia la chiquillería. Y
las mujeres, comprendiendo, salieron a la carrera hacia la orilla,
reclamando a gritos a los fogosos muchachos. Algunos obedecieron.
Otros, haciéndose los sordos, se arrojaron a las aguas, reanudando
la diversión. Eché de menos a la Señora y su familia. Tampoco el
bando de Juan Zebedeo hizo acto de presencia. La puerta fue cerrada
y en lo alto de la escalinata se recortó la figura del joven Juan
Marcos. Y siguiendo su costumbre fue a sentarse en los peldaños. La
blanda y redonda cara de Pedro recobró cierta quietud. Y con voz
ronca se dirigió al fin a los presentes, recordando quién era el
Hijo del Hombre. Después, gesticulando, con las arterias
inflamadas, fue elevando el tono a medida que entraba en los
pormenores de la resurrección. Y el suspense sobrecogió a la
muchedumbre. Sinceramente, quedé maravillado. Simón Pedro «vivía»
el discurso. Disfrutaba de una innegable capacidad captar y
conducir. Sabía cuándo y cómo prolongar la emoción.
Instintiva-mente forzaba o ralentizaba la inflexión de la voz,
acelerando o aliviando los corazones. Parecía conocer el formidable
efecto de las pausas. Y las trabajaba con admirable precisión.
Aquel -probablemente su primer discurso «en serio»- dejó tan
agradablemente sorprendidos a sus compañeros que, tácitamente, fue
aceptado como el nuevo líder. Y la pasión y certeza de sus palabras
fueron tales que, al poco, aquellos que escuchaban detrás de la
puerta del caserón, terminaron abriéndola y asomándose a la playa.
Juan Zebedeo, Mateo Leví, Andrés, Tomás, Simón el Zelota y Natanael
-en un gesto que los honraba- descendieron lenta y sigilosamente y
se reunieron con el resto de los emocionados discípulos. Pedro, al
percatarse de la llegada de sus amigos, fijando los claros ojos en
su hermano, enganchó con habilidad las últimas referencias al
«reino», haciendo pública confesión de sus recientes errores. Y
advirtió al gentío que la «imperfecta y torpe condición humana es,
justamente, el único sello requerido para entrar en
él».
Andrés respondió al imprevisible Simón con
una leve inclinación de cabeza. Lo he dicho y no me importa
repetirlo: aquellas disputas se hallaban siempre por debajo del
sincero y entrañable cariño que se profesaban. Asistí a muchas.
Algunas incluso, como espero relatar, más envenenadas. Sin embargo,
tarde o temprano, se hacía la paz. Una paz sin rencores. Una paz
sin memoria. Las ardientes palabras motorizaron los sentimientos de
los más oprimidos los am-ha-arez-, que corearon la advertencia con
entusiastas peticiones de ingreso en ese «reino». Y Pedro,
reclamando calma, les hizo ver que «sólo había un camino: imitar al
Resucitado». Éste, en mi opinión, fue el único error del magnífico
y entregado orador. Ahí nacería la futura religión «cristiana». En
aquel sábado, 29 de abril del año 30, en la remota playa de Saidan
y siendo casi las 16 horas, fue plantada la semilla de una Iglesia
que olvidó el fondo en beneficio de la forma. Y tras cincuenta
minutos de discurso, con un público embelesado y rendido, Simón
Pedro cerró la alocución con un audaz acto de fe: -Y afirmamos que
Jesús de Nazaret no está muerto. Y declaramos que se ha levantado
de la tumba. Y proclamamos que le hemos visto y hemos hablado con
Él. Y digo «audaz acto de fe» porque, como se recordará, la casta
sacerdotal prohibió toda alusión a la supuesta resurrección del
Galileo. (Al día siguiente de dicha resurrección -lunes, 10 de
abril-, el sumo sacerdote Caifás, su suegro Anás, los saduceos,
escribas y demás fanáticos celebraron una reunión de urgencia en la
que, ante las inquietantes noticias que corrían por la Ciudad
Santa, adoptaron las siguientes y drásticas medidas: Primera: todo
aquel que hable o comente [en público o en privado] los asuntos del
sepulcro o la pretendida vuelta a la vida de Jesús de Nazaret será
expulsado de las sinagogas. Segunda: el que proclame que ha visto o
hablado con el Galileo será condenado a muerte.) Y aunque esta
última propuesta no pudo ser sometida a votación, lo cierto es que
el incumplimiento de tales normas podía acarrear serias
dificultades al infractor. Pedro lo sabía y, no obstante, se
arriesgó valientemente. Éste era Simón: un hombre consumido por las
contradicciones. Y de pronto, finalizado el discurso, cuando el
discípulo -en mitad de un respetuoso silencio- se disponía a saltar
de la lancha, sucedió «algo» que, obviamente, nadie esperaba. Fue
tan increíble que, de no haber contado con aquel medio millar de
testigos, habría dudado de mi capacidad de percepción e incluso de
mi salud mental. Pero los hechos, como digo, fueron reales. Las
gentes, atónitas, no reaccionaron. ¿Cómo
hacerlo?
Recuerdo que el viento cesó. Y lo hizo
bruscamente y a destiempo. El maarabit sopla indefectiblemente,
entre abril y octubre, desde el mediodía al atardecer. Era, poco
más o menos, la hora «décima» (las cuatro). Faltaban por tanto dos
horas y cuarenta minutos para el ocaso. Y las fogatas
-«alimentadas» (?) por una fuerza invisible- estiraron sus lenguas
de fuego. Pero fue un crepitar silencioso. ¿Silencioso? En
realidad, «todo» era silencio. (Las palabras no me ayudan.) Quizá
estoy tratando de racionalizar lo irracional. Quizá los hechos no
ocurrieron en este orden. Quizá todo fue simultáneo. De algo sí
estoy seguro: «todo» era un inmenso y antinatural silencio. Dejé de
oír el golpeteo del yam. Las risas y chapoteos de los niños se
extinguieron. Y también el lejano manicomio de las gaviotas. Sin
embargo, el oleaje batía la costa. Los muchachos continuaban
retozando y las aves volaban incansables alrededor de las
embarcaciones. Unos barcos con las velas súbitamente deshinchadas.
¿Qué estaba pasando? Y en aquel atronador silencio, en el centro de
la barca, surgió una alta figura. Pero creo que, en mi
precipitación, no estoy siendo riguroso. Quien esto escribe no
presenció el primer instante de esa aparición. Me explico. Alarmado
por estos acontecimientos, había vuelto el rostro hacia el lago,
intentando averiguar la razón de aquel cambio en la sonoridad del
lugar. Y en ello estaba cuando, de improviso, las gentes
retrocedieron. Algunos tropezaron y cayeron. No escuché
exclamaciones. El movimiento -provocado por el miedo- fue
igualmente silencioso. Y al girar de nuevo la cabeza hacia la
lancha vi al «hombre». Quiero decir con esto que la gente contempló
la imagen uno o dos segundos antes que yo. Un pequeño gran detalle
que me convenció de la realidad de lo que estaba presenciando. No
hubo, por tanto, sugestión colectiva. ¿Y a santo de qué iba a
haberla? La casi totalidad de los allí reunidos, como ya mencioné,
podría ser catalogada como simples curiosos, incapaces de provocar
fenómenos tan puntuales y complejos como la «congelación» del
maarabit, la brusca «crecida» de los fuegos y el enmudecimiento del
lago. Demasiado, a mi entender, para unos humildes hombres, mujeres
y niños que sólo pretendían disfrutar del descanso sabático y de
las palabras de un grupo de «locos» que pregonaba la vuelta a la
vida de otro no menos «loco». Y quedé petrificado. Frente a mí, a
poco más de cinco metros, se erguía el añorado rabí. Vestía su
larga túnica blanca, sin manto, con los brazos desmayados a lo
largo del «cuerpo».
Y durante unos instantes -¿cómo medir el
tiempo en esas circunstancias?- los ojos se pasearon por la
desconcertada y temerosa concurrencia. Percibí un corto recorrido
de la cabeza -de su izquierda a la derecha-, acompañando esta
especie de «inspección». No sé qué fue lo que más me sobrecogió: la
presencia del Resucitado o aquel indefinible e incomprensible
«silencio» que lo envolvía y nos envolvía. El rostro, relajado,
aparecía directamente iluminado por un sol que escapaba ya hacia el
oeste. Y observé otro interesante «detalle». Los hermosos y
rasgados ojos acusaron la intensa radiación solar obligándole a
parpadear. Su aspecto era idéntico al que ofrecía en «vida». Los
cabellos, acaramelados, caían lacios y dóciles sobre los anchos y
musculosos hombros. No distinguí los pies, ocultos por el casco del
bote. Las manos, largas, velludas y bronceadas, apenas se movieron.
¿Utilizar la vara? Imposible. No hubo tiempo material. Ni siquiera
acerté a prevenir a la «cuna». Sólo tuve ojos para devorar aquella
figura. Y abriendo los finos labios, con su templada, vigorosa y
acariciante voz, exclamó: « Que la paz sea con vosotros... » Se
produjo una brevísima pausa. Sé que puede parecer de locos. Yo
mismo continúo haciéndome una y mil preguntas. Fue desconcertante.
Las palabras sonaron perfectas en un escenario «perfectamente
insonorizado». «... Mi paz os dejo. » E instantáneamente dejé
-dejamos- de verle. Sencillamente (?) se volatilizó. Y sin
intervalo alguno, con el eco de la última frase en mi cerebro, todo
recuperó la normalidad. El viento arremetió contra las espigadas
llamas, humillándolas, y el yam despertó con sus habituales
sonidos. Pedro, con las manos sobre la borda y el rostro vuelto
hacia el lugar que había «ocupado» el Resucitado, seguía con la
boca abierta. Los íntimos, con la. misma expresión de asombro, no
acertaban a moverse. En cuanto a la gente -anclada como árboles-,
terminó levantando las miradas, buscando en el cielo una
explicación a lo inexplicable. Finalmente, los gemelos de Alfeo
rompieron a gritar, liquidando la paralización general. Y unos y
otros, saltando, llorando, riendo y abrazándose, convirtieron la
playa -esta vez sí- en una auténtica fiesta. Y quien esto escribe
-más confundido que nadie se dejó caer sobre la arena, incapaz de
razonar. Era la tercera aparición en Galilea. Muy breve. Inferior
quizá a los diez segundos, pero clara y
rotunda.
Ninguno de los evangelistas habla de ella.
Sólo Juan hace una inconcreta alusión cuando, en el capítulo 20
(30-31) de su evangelio, afirma que «Jesús realizó otras señales en
presencia de los discípulos, que no están escritas en este libro».
Y yo me pregunto: ¿por qué no fue escrita? ¿Es que no era lo
suficientemente importante? Tratándose del Maestro y, sobre todo,
de una soberbia demostración de la existencia de vida después de la
muerte, por supuesto que sí. ¿Qué fue entonces lo que ocurrió?
¿Perdió la memoria el Zebedeo? A mi corto entender sólo cabe una
posible explicación: Juan sucumbió de nuevo a su incorregible
vanidad, concediendo prioridad a su buena imagen y, de paso, a la
del resto del colegio apostólico. Si el evangelista se hubiera
decidido a contar lo acaecido en las primeras horas de la tarde de
aquel sábado frente a la aldea de Saidan, una de dos: o mentía o
escribía la verdad. Y optó por una tercera vía: el silencio. De
haber sido fiel a los hechos habría tenido que razonar el porqué de
la presencia de aquellas gentes en la playa. Eso significaba el
reconocimiento de una división entre los «sagrados embajadores del
reino». Más aún: tendría que haber admitido que él y parte del
grupo se mantuvieron alejados del brillante discurso de Simón Pedro
durante buena parte del mismo. E igualmente, que terminaron
cediendo. Tanta sinceridad no parecía prudente en aquellos
difíciles albores de la comunidad cristiana... E invito al
desconocido lector de este diario a que explore los cuatro textos
evangélicos. No encontrará un solo párrafo en el que se intuya la
más mínima división entre los íntimos del Maestro. Y remedando la
«conclusión» de Juan en dicho evangelio, yo también me atrevo a
escribir: «Estas señales del Resucitado -todas- han sido escritas
para que quizá alguien, algún día, conozca la verdad -toda la
verdad- y sepa a qué atenerse.» La playa fue despejándose y,
durante un tiempo, continué absorto, luchando por comprender.
Reconstruí lo ocurrido una y otra vez. Pero siempre me veía
enfrentado a la misma e irritante conclusión: incomprensible. La
ciencia no estaba -no está- preparada. Y humildemente me postré de
rodillas, aceptando cuanto había visto y oído. El retorno al módulo
fue rápido y sin tropiezos. Si digo la verdad, me extrañó el cierre
de la aduana. Lo que no podía imaginar es que este explorador fuera
el responsable. Pero debo contenerme y respetar el orden
cronológico de los acontecimientos. Cambié el aureus en Nahum (con
relativo éxito: treinta y tres denarios de plata) y, tras adquirir
un buen surtido de provisiones, accedí a la nave con las primeras
sombras del anochecer. Eliseo, como siempre, me recibió con alivio.
Y el resto de la jornada fue invertido en dos capítulos, a cuál más
atractivo: el repaso a la inminente exploración
del lugar donde debería aterrizar la «cuna» en los próximos días y
el cada vez más desconcertante doble asunto del fenómeno del
sepulcro y las apariciones del Maestro. Como ya indiqué, durante mi
estancia en Nazaret, mi hermano procedió a los análisis de las
bayas, hojas y ramas del sicómoro existente frente a la cueva en la
que había reposado el cadáver de Jesús de Nazaret. Dicho árbol, al
igual que otros frutales cercanos, resultó afectado, como se
recordará, por la misteriosa lengua de luz que partió de la boca de
la cripta. La radiación (?), de un blanco azulado brillantísimo,
desecó parte del ramaje del corpulento «ficus», consumiendo y
«fosilizando» buen número de frutos. No agotaré al hipotético
lector con los complejos procedimientos analíticos. Me concentraré
en los resultados, aunque debo adelantar que, lejos de esclarecer
el fenómeno, nos sumieron en una mayor perplejidad. Quizá la
ciencia, algún día, a la vista de estos datos, pueda llegar más
lejos. Antes de proceder al estudio químico, las muestras fueron
sometidas a un detector Geiger. Pero no arrojaron el menor indicio
de emisiones radiactivas. Las exploraciones
fisiológico-estructurales -a niveles celulares- mostraron una
intensa deshidratación (casi al ciento por ciento). En algunos
casos, elementos claves como el calcio, sodio, cobre y potasio
aparecían casi irreconocibles y convertidos en «piedra».
Lamentablemente, el hecho de no saber con exactitud lo que
realmente debíamos buscar terminó confundiendo y desanimando a mi
hermano. Evidentemente, aquel ser vivo fue sometido a una intensa
modificación celular. Pero ¿qué alteró su estructura? ¿Calor? ¿Una
radiación desconocida? ¿Una fuente electromagnética? Uno de los
indicios más relevantes en aquella enigmática y compleja
anormalidad surgió en la analítica de los elementos minerales.
Mientras los índices de los componentes habituales en este tipo de
árbol se mostraban en los límites más o menos aceptables, el del
manganeso, en cambio, se elevó siempre -en todas las muestras por
encima de las 2 800 ppm. (partes por millón). (En un sicómoro sano,
la cantidad de Mn oscila alrededor de las 300 ppm.) Pensar en una
alteración como consecuencia de algún tratamiento fungicida nos
pareció fuera de lugar. Al no disponer de muestras del terreno
donde se asentaba el «ficus», las valoraciones tuvieron que ser
interrumpidas. Algunas semanas más tarde, en una nueva incursión a
la Ciudad Santa, pude hacerme con dichas muestras, verificando lo
que sospechábamos: la plantación de José de Arimatea gozaba de un
suelo de tipo medio básicamente calizo-, con unas proporciones
razonables de manganeso . No debía atribuirse, por tanto, la
elevada toxicidad descubierta en el sicómoro a las características
naturales de la capa de tierra sobre la que crecía el
huerto.
¿Qué fue lo que elevó el volumen de aquel
micronutriente (el manganeso) hasta 2 830 ppm.? Honradamente, no lo
sabemos. Eliseo, quien esto escribe y «Santa Claus» debatimos el
enigma hasta el agotamiento. Pero no logramos aunar criterios. La
hipótesis sobre la misteriosa desaparición del cadáver del Maestro
no encajaba con las vibraciones percibidas antes y durante el
corrimiento de la pesada muela que cerraba la cripta y tampoco con
la lengua luminosa que se proyectó hasta los árboles. Nuestra
teoría apuntaba hacia una infinitesimal e intensísima «aceleración»
de la putrefacción del cuerpo de Jesús. El instrumental detectó en
las «colonias cuánticas» que flotaban sobre el lienzo en el que
había reposado el cadáver unos swivels claramente «removidos» y
«estacionados» en un «ahora» histórico (año 35) que, obviamente,
nada tenía que ver con aquel presente (año 30). La descomposición
fue consumada, por tanto, en décimas o centésimas de segundo. Un
proceso que, de haber seguido los cauces de la Naturaleza, hubiera
necesitado, justamente, alrededor de cinco años. Nosotros
conocíamos esa fantástica posibilidad de modificar los ejes
ortogonales de estas «unidades subatómicas elementales». Pero
dichas inversiones axiales -al menos con la tecnología de Caballo
de Troya- nunca fueron acompañadas por los fenómenos ya
mencionados: vibraciones y «escapes» luminosos. Unos fenómenos que
evidentemente alteraban el entorno. A no ser que ambos sucesos
-aceleración de la descomposición y lengua luminosa- fueran
independientes. «Santa Claus» propuso entonces una vía alternativa
que nos dejó perplejos: quizá «alguien» (?), satisfecha la
resurrección, quiso dejar constancia física de los hechos. Una
especie de «acta notarial», válida para aquel tiempo y para el
nuestro. Verdaderamente, tanto aquélla como las generaciones
futuras han contado con el espléndido «regalo» del lienzo que
cubrió al rabí de Galilea durante treinta y seis horas. En él, como
ya dije, se encuentra encerrada la «información» que puede
esclarecer esa última fase de la resurrección: la enigmática
desaparición del cuerpo. En cuanto a los anormales índices de
manganeso, la deshidratación y «fosilización» era justo reconocer
que constituían otra interesante evidencia. Una prueba que -de
acuerdo a los «torcidos renglones de Dios»- nos tocó rescatar del
olvido. Como decía el Maestro, «quien tenga oídos...». Eliseo
defendió la aparentemente absurda y anticientífica sugerencia de
«Santa Claus». Quien esto escribe, por el momento, se abstuvo de
pronunciarse, aguardando a que la ciencia esté en condiciones de
ampliar y clarificar lo ocurrido.
Tampoco el intrincado enigma de las
apariciones del Resucitado fue fácil de resolver desde el prisma de
la racionalidad. Aquellas súbitas materializaciones y
desmaterializaciones -ignoro cuál podría ser el término que las
definiera correctamente- iban contra todo lo conocido. Basándonos
en los descubrimientos obtenidos durante la segunda de estas
«presencias» en Galilea -la registrada a corta distancia de la
nave-, mi hermano y yo pusimos en pie varias «soluciones» (?).
Ninguna, naturalmente, puede ser estimada como definitiva. Me
referiré someramente a la que, en principio, presentaba mayor
solidez (?). De acuerdo con los cálculos del ordenador, a juzgar
por los «movimientos» atómicos detectados en lo que podríamos
calificar como «encéfalo» y en el resto del no menos fantástico
«sistema nervioso central», aquel «cuerpo glorioso» parecía
disfrutar de una asombrosa capacidad para modificar -¡a voluntad!-
el ritmo vibratorio de sus trillones de átomos . Esa desconocida y
magnífica potestad permitía, al parecer, que la materia que
conformaba aquel «organismo» comenzase a vibrar vertiginosamente
dentro de sus límites espaciales, alcanzando una velocidad próxima
a la de la propagación de la luz. (Cuán difícil es traducir a
conceptos humanos lo que, sin duda, son realidades sobrenaturales.)
Pues bien, en tal circunstancia, la masa del «cuerpo glorioso»
perdía las propiedades de «masa pesante», adquiriendo las
correspondientes a las de una «masa inercial» de proporciones
similares a las que podría haber alcanzado dicho «cuerpo»
trasladándose por el espacio a una velocidad próxima a la de la
luz. (La misma a la que vibraban sus componentes atómicos.) Los
efectos cinéticos de esa masa inercial serían superiores -ten miles
de veces- a los registrados por la masa del cuerpo en su estado
normal de vibración atómica. (Un estado que, en líneas generales,
es denominado «de reposo».) Y llegamos a lo que importa. Esa
elevadísima velocidad en todos y cada uno de los átomos estimulada,
insisto, a voluntad del «individuo»- «comprimía» (?) la materia
hasta colocarla en los límites de la adimensionalidad. El siguiente
paso era el ya conocido de la brusca desmaterialización.
Sencillamente (?), el «cuerpo glorioso» desaparecía de la vista. Se
cumplía así, en efecto, la teoría de Fitzgerald. Lamentablemente,
ahí concluían nuestras especulaciones. Y no era poco. Lo que no
encajaba con lo actualmente aceptado por la Física -amén de otros
pormenores- era la evidente ausencia de implosión. En ese crítico
instante -al desaparecer el «cuerpo glorioso»-, el volumen ocupado
en el espacio debería quedar bruscamente vacío. Y el aire que
rodeaba al Resucitado tendría que precipitarse hacia él. Sin
embargo, en ninguna de las apariciones que este
explorador tuvo la fortuna de presenciar, y en las que me fueron
narradas, se produjo estampido alguno. Tampoco la exploración
instrumental aportó novedad al respecto. Mejor dicho, sí la hubo.
Pero sólo contribuyó a multiplicar nuestra oscuridad. Los
dispositivos técnicos de la «cuna» -al menos en la citada segunda
aparición en Galilea- no fueron capaces de localizar ese vacío.
Simplemente: no hubo tal vacío. La masa de aire que había sido
ocupada por el «cuerpo» se comportó con normalidad: sin movimiento,
tensión o succión. ¿Guardaba esta anomalía (?) alguna relación con
los «silencios» que precedían y acompañaban a las apariciones?
Tampoco lo sabemos. Para estos confundidos exploradores sólo cabía
una posible explicación: la desmaterialización era una realidad
objetiva, pero sólo a nivel visual. En otras palabras: aquella
entidad, al cruzar la frontera de la adimensionalidad, continuaba
«ocupando» el mismo espacio en nuestro mundo, pero «instalada» en
un «universo» (?) de naturaleza y dimensiones desconocidas. Seguía
allí..., pero no para nosotros. Por supuesto, ni los radares, ni el
cinturón IR, ni tampoco el «bombardeo» teletermográfico
proporcionaron la menor pista. Aquel Ser podía «existir»
simultáneamente en dos «mundos» (?) diferentes. ¿Y por qué en dos?
¿Por qué no en un número infinito de planos? Y nos preguntamos con
emoción: ¿es justamente esto lo que nos aguarda tras la muerte?
Éste, ni más ni menos, fue el mensaje de esperanza que latió detrás
de cada una de las apariciones del Hijo del
Hombre.
DEL 30 DE ABRIL AL 3 DE
MAYO
Al concluir los estudios tuvimos que
reconocer que quizá estábamos invadiendo unos sagrados dominios que
no eran de nuestra competencia. Estas y otras «lecciones» similares
servirían para rebajar el engreimiento intelectual y científico de
quien esto escribe a su justo lugar; es decir, prácticamente a
cero. Desde entonces aprendimos a contemplar el inmenso poder de
aquel Hombre con humildad y respeto. Pero sigamos adelante en esta
apasionante aventura. Una aventura que apenas arrancaba... Decía
también que buena parte de aquel sábado, 29 de abril del año 30 de
nuestra era, fue consumida en el repaso a la obligada exploración
del paraje en el que, necesariamente, se posaría la nave, de cara
al ya próximo e intrigante tercer «salto» en el
tiempo.
A la mañana siguiente, domingo, inauguramos
dicha exploración con una fase que podríamos calificar de tanteo,
en la que los «ojos de Curtiss» y el material filmado en el
sobrevuelo del lago jugarían un papel esencial. El nuevo
asentamiento -al que denominaré desde ahora «base-madre-tres»
(«BM-3»)- debía reunir una serie de importantes requisitos. Primero
y fundamental: unas condiciones mínimas de seguridad. El «punto de
contacto» tenía que ser un lugar aislado, no frecuentado por
hombres y animales y, al mismo tiempo, que permitiera un rápido
desplazamiento a las poblaciones del lago, presumiblemente
frecuentadas por el rabí de Galilea durante su vida de predicación.
Por otra parte, la escasez de combustible nos forzaba a un vuelo
corto. (Tras el último periplo sobre el yam, en el que fueron
quemadas casi dos toneladas, la disponibilidad era de un 47,5 por
ciento. Es decir, lo justo para retornar a Masada.) Era necesario,
por tanto, que «BM-3» se hallara a escasa distancia de la colina de
las Bienaventuranzas. Y durante horas valoramos las diferentes
alternativas. Los estudios cartográficos desarrollados en el
mencionado sobrevuelo y las informaciones recogidas por los «ojos
de Curtiss» y este explorador resultarían determinantes. Quiero
destacar en este sentido las valiosas noticias aportadas por
Zebedeo padre en torno, sobre todo, a dos hechos que nos
preocupaban especialmente: el bandidaje y los cazadores de palomas
en el macizo que, en principio, fue designado como «candidato»
número uno. Este promontorio el monte o har Arbel-, asomado a la
orilla occidental del yam, con una altitud de 181 metros sobre el
lago, presentaba las condiciones ideales: una cumbre despejada,
rocosa y sin vegetación y un acceso relativamente cómodo a ciudades
como Tiberíades (a casi cuatro kilómetros), Migdal (a uno y medio),
Nahum (a nueve) y Saidan (a catorce, aproximadamente). El tentador
emplazamiento, sin embargo, se vino abajo. El primer inconveniente,
como ya relaté, fue avistado en el viaje a Nazaret, al atravesar el
wadi Hamám. Este desfiladero -del que formaba parte el har Arbel
aparecía sembrado en su cara norte de una abundante cordelería que
se precipitaba desde la cumbre hacia una nutrida colección de
cuevas existente en dicha pared. Y las iniciales informaciones,
proporcionadas por Juan Zebedeo en aquel accidentado viaje, serían
ratificadas y ampliadas en la playa de Saidan por el padre del
discípulo. Estas cavernas, en efecto, seguían constituyendo un
inmejorable refugio para toda clase de ladrones, esclavos huidos,
desheredados de la fortuna y «sicarios» y zelotas procedentes de
las partidas que se levantaban regularmente contra el poder de
Roma. A pesar de la limpieza» practicada por el rey Herodes el
Grande en el año 39 a. de C. , tomando al asalto dichas grutas, con
el paso del tiempo nuevas remesas de asesinos y rebeldes habían
vuelto a ocuparlas. Y era frecuente verlos escalar o descender por las citadas maromas, emprendiendo toda
suerte de fechorías en la soledad del desfiladero de las Palomas.
Las recompensas ofrecidas por sus cabezas no servían de gran cosa.
La población de las inmediaciones, aterrorizada, era incapaz de
hacer frente a aquellos desalmados. Tampoco el patrullaje de las
unidades romanas destacadas en la región resultaba efectivo. Entre
otras razones -según el Zebedeo- porque algunos de los oficiales y
suboficiales se hallaban compinchados con los jefes de estas
partidas, percibiendo sabrosas comisiones sobre los botines
arrebatados a los viajeros. Sólo cuando la alarma llegaba a límites
insoportables, el gobernador de Cesarea o el tetrarca Antipas
tomaban cartas en el asunto, procediendo con operaciones más
drásticas y contundentes. Pero, al poco, como una maldición, otras
bandas venían a reemplazar a las
exterminadas
o cautivas, convirtiendo de nuevo el reseco
wadi en un paradójico «río» de sangre. Verdaderamente, a la vista
de este siniestro panorama, tuve que reconocer que la suerte (?)
nos acompañó en aquella travesía con la Señora, Juan Zebedeo y el
«oso» de Caná. A esta comprometida situación había que sumar un
segundo problema: los cazadores de tórtolas y palomas torcaces que
recorrían el har Arbel día y noche, armados con sus tradicionales
redes-trampa. Estos individuos vecinos de Migdal y Tiberíades
fundamentalmente- desempeñaban además el papel de «espías» y
«correos» de unos y otros. Es decir, de los bandoleros y de los
corruptos centuriones y optios. A cambio de este «servicio» podían
moverse con libertad por el macizo y sus acantilados. Y el
apetecible Arbel tuvo que ser descartado definitivamente. Y tras un
minucioso y tenaz examen de la zona -en el que colaboraron
eficazmente los seis «ojos de Curtiss» disponibles-, de común
acuerdo, Eliseo y quien esto escribe nos decidimos por un segundo
«candidato», ubicado a tres kilómetros y medio del conflictivo
desfiladero. Se trataba de otro espectacular peñasco, de ciento
treinta y ocho metros de altitud, con un perfil y características
muy similares a los del Arbel. Recibía el nombre de Ravid,
hallándose a unos ocho kilómetros en línea recta de la
«base-madre-dos». Los informes de los sucesivos «ojos de Curtiss»
destacados en la vertical de este har fueron animándonos
progresivamente: estábamos ante un macizo pelado, con una curiosa
forma de «barco» cuya «proa» apuntaba hacia el sudeste (en
dirección al lago). Las dimensiones se nos antojaron perfectas:
alrededor de dos mil trescientos metros de «proa a popa» (siguiendo
el eje longitudinal del supuesto «buque» o «zapato») y otros
doscientos en el punto más ancho. La cima aparecía dividida en dos
partes claramente diferenciadas: la de «proa» formaba un triángulo
equilátero cuya base venía a coincidir con la referida anchura
máxima (200 m). A partir de ahí, el Ravid se inclinaba hacia el
noroeste, en una suave rampa que moría en las estribaciones de los montes de Galilea. Pronunciados acantilados
constituían las «amuras» del gran espolón o plataforma triangular.
Estas paredes verticales -entre 100 y 131 metros de altura- hacían
prácticamente inaccesible lo que he dado en llamar la «proa» del
Ravid. Abajo, por la izquierda (la banda de babor) de lo que
empezamos a denominar también como el «portaaviones», corría negro
y estrecho el camino que unía Migdal con la lejana ciudad de
Maghar, al noroeste. El abrupto cortado existente en este flanco
terminaba reuniéndose con el sendero, en una cota «cero», al final
de la mencionada pendiente de dos kilómetros y 127 metros. Por
estribor, en cambio, aunque el acantilado iba perdiendo igualmente
altura, hasta situarse en cuarenta metros, el «portaaviones»
conservaba su providencial inaccesibilidad. Una breve vaguada lo
fundía con una modesta cadena montañosa cuyas altitudes oscilaban
entre 213 y 121 metros. Estos picos, escasamente arbolados, no
arrojaron indicio alguno de asentamientos humanos. Y durante tres
días, las eficaces esferas de acero de 2,19 centímetros de diámetro
«peinaron» el «portaaviones» y un amplio radio, suministrando
imágenes e infinidad de datos sobre la naturaleza geológica del
terreno, flora, fauna, condiciones meteorológicas, movimiento de
hombres y caravanas, distancias, puntos considerados estratégicos,
rutas alternativas para los ascensos y descensos y configuración y
diseño de las posibles áreas de aterrizaje y de las necesarias
medidas de seguridad que deberían protegernos. Y el Ravid, previa y
exhaustiva evaluación del ordenador central, fue estimado
finalmente como el paraje idóneo. Aquella masa pétrea -integrada
por rocas calizas y dolomíticas del Cretácico Superior y del
Eoceno, con residuos basálticos en la cima- aparecía como un lugar
solitario, barrido por los vientos y sin un solo sendero que se
atreviera a penetrar en la cumbre. Según nuestras investigaciones,
allí no había nada que pudiera reclamar el interés de los moradores
de la comarca. La escasa tierra rojiza que despuntaba entre las
erosionadas agujas rocosas aunque fértil- resultaba impracticable.
La cima, como digo, convertida en un «mar» de piedra, no permitía
un solo cultivo medianamente rentable. Tampoco el ganado de Migdal,
Tiberíades y Guinosar (las ciudades más cercanas) se arriesgaba a
pisar aquellas latitudes, pobladas únicamente por serpientes,
escorpiones y por una curiosa «familia» subterránea que, dicho sea
de paso, prestaría un impagable servicio a estos exploradores. El
único atractivo -de dudosa rentabilidad comercial- que acertamos a
descubrir entre el «oleaje» de las blancas calizas y los negros
basaltos lo formaba un heroico batallón de arbustos y cardos entre
los que identificamos el Thymbra spicata (de la
familia de la menta), la Centaurea eryngioides (del grupo de las
margaritas), la Centaurea ibérica, los también cardos sirio y
lechero, la Gundelia de Tournefort (de raíz gruesa y comestible),
el Teucrium creticum (de altos tallos), el Echinops adenocaulus y
las impresionantes Iris, unas plantas no menos valientes de
hermosísimas flores violetas. Naturalmente, por un elemental
sentido de la prudencia, las siguientes fases de la exploración
fueron practicadas por estos pilotos directamente «sobre el
terreno». El lunes, 1 de mayo, le correspondió el turno a quien
esto escribe. En la jornada del martes -con un conocimiento más
exacto y preciso del Ravid y su entorno- repetimos la incursión.
Esta vez tuve la alegría de verme acompañado por Eliseo. Y su
habitual perspicacia resultó de gran utilidad a la hora de
materializar los cinturones de seguridad que deberían rodear a la
«cuna». Merced a las meticulosas imágenes y mediciones tomadas por
los «ojos de Curtiss», el camino de ida, desde la «base-madre-dos»
a la «popa» del Ravid (el final de la suave pendiente), fue
resuelto sin incidentes y en un tiempo récord: ocho kilómetros y
medio en una hora y cuarenta minutos. De acuerdo a las
observaciones previas, la ruta elegida para el ingreso en el
«portaaviones» discurría por la cómoda «vía maris» durante los
primeros cinco kilómetros, cruzando el vergel y los molinos de
Tabja, el puente sobre el río Ammud y el lujurioso jardín de
Guinosar. Al alcanzar el segundo río importante de dicha costa
occidental del yam -el Zalmon-, límite para la conexión auditiva,
nuestro particular «camino» torcía a la derecha, adentrándose hacia
el oeste. Con el fin de evitar en lo posible futuros problemas y
suspicacias entre los caminantes decidimos prescindir del paso por
la ciudad de Migdal, situada a un kilómetro de la desembocadura del
mencionado Zalmon. De haber rodeado dicha población hubiéramos
podido acceder al sendero que marchaba hacia Maghar, acortando la
distancia al Ravid. Pero, como digo, por prudencia, optamos por una
senda alejada de las carreteras habituales. Dicha «senda» corría
paralela al generoso cauce del Zalmon, desafiando la cerrada
«jungla» que prosperaba en su margen izquierda. El obligado avance
por esta orilla del río -erizada de altas espadañas, papiros,
venenosas adelfas, juncos de laguna y los míticos «aravah» o sauces
de diminutas y verdosas flores- nos inclinó a reforzar una de las
ya habituales medidas de seguridad: la «piel de serpiente». Y no
nos equivocamos. Aquel trecho, al igual que otras áreas pantanosas
por las que nos vimos forzados a caminar, encerraba un permanente y
peligroso riesgo: los numerosos insectos transmisores de
enfermedades como el paludismo, la fiebre amarilla, filariasis,
oncocercosis, dengue, leishmaniasis, tifus y tripanosomiasis, entre
otras. Tal y como pudimos observar en las frecuentes caminatas por
aquella «jungla» del Zalmon, las colonias de Anopheles -el mosquito
responsable de la malaria o paludismo iban
prosperando con la primavera y las altas temperaturas. No podíamos
arriesgarnos a contraer una de estas graves dolencias. Y aunque
fuimos vacunados convenientemente y respetábamos las periódicas
dosis de fármacos antiinfecciosos, hicimos bien en extender la
protección de la referida «piel de serpiente» a la totalidad del
rostro, cuello, manos y piernas. Desde ese primero de mayo, por
tanto, todas las salidas de la nave fueron precedidas de la
correspondiente pulverización general del cuerpo del explorador. A
tres kilómetros del puente, en una amplia y casi perfecta curva de
doscientos metros, el río se ensanchaba considerablemente,
ofreciendo una serie de vados que permitía un cómodo paso. Aquella
curva -conocida entre nosotros como la «herradura»- era el final de
lo que designamos igualmente como la «jungla», el tramo más
laborioso y comprometido en el referido camino hacia el Ravid.
Quinientos metros más allá (en dirección sudoeste), tras cruzar
unas incultas cañadas de poco más de cincuenta metros de
profundidad, el explorador arribaba al fin al camino de tierra
negra y esponjosa que se perdía hacia Maghar. Aquella ruta,
desestimada como digo para acceder al «portaaviones», nos situaba
en Migdal en cuestión de veinte minutos (alrededor de dos
kilómetros). Pero sólo sería utilizada en los descensos. Para el
retomo a la colina de las Bienaventuranzas decidimos suprimir los
tres kilómetros de «jungla», abordando la «vía maris» por esta
carretera que, repito, llevaba a Migdal y Maghar, respectivamente.
Una vez «instalados» en el Ravid -salvo emergencias-, los caminos
de ida y vuelta quedarían fijados tal y como estoy explicando: el
ingreso en la nave, siempre por la «jungla». El descenso hacia el
lago, por la negra senda que bordeaba el acantilado izquierdo del
«portaaviones». Salvadas, pues, las cañadas que separaban la
«herradura» de la ruta Migdal-Maghar, el explorador se encontraba
con la «popa» del Ravid. En aquel punto, como decía, las agresivas
paredes del costado de «babor» perdían toda su altura, fundiéndose
con la cota del sendero. Bastaba cruzarlo para entrar en «nuestros
dominios». Y tras cerciorarme de la soledad del camino, ataqué la
rampa (de unos seis grados) que debía colocarme en la suave
pendiente de algo más dedos mil metros que conducía a la «proa» del
Ravid. Esa rampa, de unos cincuenta metros, constituía el sector
más «débil» en lo que a seguridad se refiere. La situación del
explorador era realmente comprometida. En dicho tramo nos
hallábamos expuestos a las miradas de los posibles viajeros que
marchasen en una u otra dirección. El problema no tenía solución.
No había forma de camuflarse en aquellos malditos cincuenta pasos.
La única alternativa era la ya practicada por quien esto escribe:
sencillamente, esperar a que la ruta apareciese
desierta.
Al dejar atrás la «zona muerta», el terreno
recuperaba cierta horizontalidad y el caminante quedaba a salvo de
las miradas indiscretas. A partir de ese momento centré la atención
en las referencias que ya habíamos detectado desde el aire y que
nos servirían de orientación. en los futuros ascensos y descensos.
La primera de estas «marcas» -casi en el centro de la «popa» del
«portaaviones» (a unos cien metros de la «zona muerta»)- resultaría
especialmente útil. En plena planicie, como un capricho de la
Naturaleza, se alzaba un solitario y singular árbol. El único en
toda la masa del Ravid: un voluntarioso manzano de Sodoma (un
Calatropis procera), misteriosamente desterrado de su hábitat
natural. Esta peculiar planta, que gusta de los oasis, crece
habitualmente en el mar Muerto y en el bajo Jordán. Lo más probable
es que la semilla, plana y dotada de un penacho, hubiera sido
transportada por el viento o por las aves. La cuestión es que,
«milagrosamente» y para nuestro beneficio, aquel extraño ejemplar
bíblico cantado por Josefo había arraigado en mitad de una
pendiente reseca y sembrada de cantos volcánicos y calizos. Y nos
alegramos por un doble motivo. Primero, porque, como digo,
constituía una magnífica «señal». En segundo lugar porque su
presencia mantendría alejados a los judíos. Este tipo de árbol
simbolizaba el mal y la condenación de Sodoma y Gomorra, siendo
evitado generalmente por los israelitas. Su fruto estaba maldito.
La actitud del pueblo judío hacia el manzano de Sodoma aparece
perfectamente dibujada en una de las obras del referido Flavio
Josefo (La guerra de los judíos, IV, 8-4). En ella escribe
textualmente: «Así como las cenizas de sus frutos, que tienen un
color apetitoso, pero si se estrujan con la mano se vuelven humo y
cenizas.» Dicho fruto, en efecto, se desarrolla rápidamente
formando dos cuerpos globulares parecidos a una manzana, de siete a
diez centímetros de diámetro, sin carne, lleno de pelos y con un
jugo venenoso. También las ramas destilan un licor lechoso que
produce irritación al contacto. Aquel espléndido ejemplar alcanzaba
una altura de casi cuatro metros, con una envergadura de diez y un
ramaje espeso, trenzado horizontalmente y cuajado de gruesas hojas
de hasta veinte centímetros y miles de flores plateadas con las
puntas de los lóbulos en un brillante morado. El día acababa de
echar a andar (serían aproximadamente las nueve) y el calor era ya
sofocante. Y tras lanzar una detenida ojeada a la larga pendiente
que se abría ante mí proseguí por el centro del «portaaviones». El
terreno, como ya sabíamos, inculto y atormentado, se hallaba
conquistado por una caliza cuarteada, enrojecida y oxidada, y un
basalto negro y desintegrado que crujía bajo las sandalias. A buen
paso, los dos mil metros de dulce ascenso hacia la «proa» del Ravid
fueron satisfechos en algo menos de veinte
minutos.
Y al fin pude enfrentarme a la plataforma
rocosa que nos acogería durante un dilatado periodo de tiempo. En
principio -tal y como comprobamos en la fase de tanteo-, el lugar
me pareció espléndido. En la base del triángulo equilátero que
formaba dicha «proa» permanecían los restos de una muralla, al
parecer de origen romano. Este informe montón de piedras azules
ocupaba la totalidad de la base (doscientos metros), estableciendo
una clara división entre las dos áreas de la cima: la pendiente que
acababa de superar y el triángulo que recibiría a la «cuna» en
cuestión de horas. Lo recorrí con detenimiento, explorando cada
metro cuadrado. Pero sólo encontré esporádicos corros de cardos y
arbustos y el rápido y huidizo zigzagueo de serpientes y lagartos.
A juzgar por el trazado y la orientación, aquellas ruinas pudieron
constituir un sistema defensivo destinado a la vigilancia de la
mencionada ruta entre Migdal y Maghar. Según nuestras informaciones
y las proporcionadas por Zebedeo padre, la muralla-fortín se
remontaba a la época de Pompeyo (año 63 a. de C.), o quizá a la de
la campaña de Herodes el Grande en Galilea (año 40 a. de C.). Entre
los escombros -que no superaban el metro y medio de altura por
cinco de fondo- se adivinaban cinco torres, intercaladas cada
cuarenta metros. El lugar, evidentemente, llevaba muchas décadas
abandonado. Y al estudiar la posición y derrame de los bloques
deduje que la destrucción tuvo que ser provocada por algún fuerte
seísmo. En el año 35 a. de C. -según narra Josefo en su obra La
guerra de los judíos, 1, capítulo XIV- se registró en el país un
«temblor de tierra, con el cual murió infinito ganado y perecieron
treinta mil hombres...». Por más que me entretuve no conseguí
hallar un solo vestigio de las guarniciones. Y procedí a la
inspección de la última zona: la «proa» del Ravid. La plataforma
triangular, con sus doscientos metros de lado, aparecía más
intensamente castigada por el «mar» de rocas que su «hermana», la
pendiente de dos kilómetros que la precedía. Caminar por aquel
espolón significaba sortear de continuo todo un «arrecife» de
blancas agujas calizas, afiladas por los elementos y agrietadas por
las oscilaciones térmicas. La mayor parte de estas formaciones
pétreas no rebasaba los cuarenta o cincuenta centímetros de altura.
Y a pesar de la aparente hostilidad del paisaje me sentí
reconfortado por la sencilla y «funcional» belleza de lo que, en
breve, sería nuestro «hogar». Entre un roqueño sombreado por un sol
sin prisas, disputándose los escasos calveros de tierra roja,
florecía una intrépida familia de cardos perennes (la mencionada
Gundelia de Tournefort) que humanizaba el rostro
azul y acerado de las piedras con el amarillo rasante de sus
diminutas florecillas. Y lentamente, absorbiendo cada detalle, cada
rincón y cada roca, fui aproximándome al vértice del Ravid. Al
principio, nervioso y aturdido, en mi afán por redondear la
información suministrada por los «ojos de Curtiss», no reparé en
aquellos montoncitos de tierra finamente triturada. Y al asomarme a
la «proa» del «portaaviones» -cumpliendo lo programado-dirigí el
cayado hacia el nordeste y advertí a Eliseo, vía láser, del éxito
de la ascensión. Desde aquella magnífica atalaya el panorama era
sencillamente soberbio. Una Migdal en miniatura, prácticamente
enfrente, soleada y desconocida, se destacaba como la población más
cercana. Las entradas y salidas a la ciudad, así como buena parte
de la calzada romana (la «vía maris»), podían ser «controladas con
una estimable precisión. Y más allá, hacia el norte, se perfilaba
limpia y majestuosa la costa occidental del lago, con las firmas
blancas de sus núcleos urbanos. En aquella radiante y luminosa
mañana se distinguían, incluso, el negro caos de Saidan -a doce
kilómetros en línea recta y la habitual reunión de lanchas en la
bahía de la Betijá. Pero hubo algo que me inquietó. Algo que ya
habíamos detectado y que, no obstante, no evaluamos
suficientemente. A mis pies, pegada al camino de escoria volcánica
que bordeaba el flanco izquierdo del Ravid, en una extensión de
medio kilómetro, apuntaba una verde y floreciente plantación, con
un confuso mosaico de huertos y estrechas manchas de frutales y
palmeras. Esta franja de tierra, que arrancaba en la cara oeste de
Migdal, prolongándose, como digo, en un espacio de quinientos
metros y por la orilla derecha de la carretera que llevaba a
Maghar, podía presentarse como uno de los escasos e hipotéticos
«focos de conflicto». Entre los huertos y frutales se distinguían
unas quince cabañas que presumiblemente constituían los depósitos
de los aperos de labranza. Poco a poco, en efecto, iríamos
descubriendo que los propietarios y arrendatarios de aquellas
parcelas eran vecinos de Migdal y de los restantes poblados
costeros. Y aunque la «zona muerta» (el punto de ingreso al
«portaaviones») se hallaba a kilómetro y medio de dicha
«plantación» -así bautizamos el vergel-, la verdad es que la
relativa proximidad nos quitó el sueño durante las primeras
semanas. Y prometí ocuparme de la «plantación» en el viaje de
retomo al módulo. La inspección de los acantilados -hasta donde
acerté a llegar con la vista- fue satisfactoria. Las minuciosas
imágenes transmitidas por los «ojos» eran correctas. Las paredes, a
derecha e izquierda del triángulo, en caída vertical, resultaban
prácticamente inaccesibles. Aquellos cien y ciento treinta y un
metros representaban la mejor de las barreras contra un muy poco
probable ataque. Intentar escalar semejantes
cortados hubiera sido una labor casi suicida. Y durante el resto de
la mañana, hasta la puntual avenida del maarabit, quien esto
escribe se afanó en el último de los exámenes: la zona específica
de «contacto». Completé las mediciones y, sonriendo para mis
adentros, tuve que reconocer la eficacia de «Santa Claus». Sus
cálculos, una vez más, eran perfectos. La nave, valorando siempre
la seguridad como el factor prioritario, debería posarse lo más
cerca posible del vértice del Ravid. El lugar, erizado de rocas de
escaso porte, no suponía un obstáculo para los pies extensibles y
telescópicos del módulo. Otra cuestión -enteramente secundaria- era
la comodidad de los pilotos a la hora de subir o bajar de la
«cuna». Marqué los posibles e ideales puntos para la toma de
contacto del tren de aterrizaje y -según lo acordado-, valiéndome
del láser de gas, desintegré la caliza, allanándola. De esta forma,
si todo marchaba correctamente, el asentamiento seria más cómodo.
Desde el aire, como verificaríamos esa misma tarde con el
lanzamiento de un nuevo «ojo de Curtiss», los cuatro círculos -de
un metro de diámetro- se presentaban como una excelente ayuda en
los postreros instantes de la aproximación. La nave, si el vuelo
discurría con normalidad, quedaría estacionada a seis metros del
mencionado vértice. En esta posición, tanto las medidas habituales
de seguridad como las «extras», previstas inicialmente para
«cubrir» la totalidad de la pendiente, disfrutarían de un radio de
acción lo suficientemente desahogado como para protegemos casi a un
ciento por ciento. Y hacia las doce, un silbante maarabit me
previno. Era el momento de iniciar el descenso. Advertí a Eliseo de
mis intenciones y me dispuse a salvar los 173 metros existentes
entre el vértice y la «muralla». Fue entonces, al esquivar una de
las agujas rocosas, cuando lo vi. Aquello, en efecto, pasó
inadvertido en los análisis de las imágenes aéreas. Me incliné
intrigado. ¡Qué demonios...! Al socaire de uno de los macizos de
«gundelias» se levantaba un montículo de tierra rojiza,
delicadamente triturada, que no alcanzaría más allá de los treinta
centímetros de altura. El «volcán» presentaba junto a la base un
orificio de unos siete centímetros de diámetro. Tomé un puñado del
cuasipolvo. Se hallaba seco, sin rastro de excrementos. ¿Topos?
Francamente, me extrañó en aquel peñasco desértico, con un subsuelo
de especial dureza y presumiblemente huérfano de la dieta habitual
de estos insectívoros: gusanos, insectos y pequeños invertebrados.
Y al recorrer de nuevo la plataforma triangular descubrí la
presencia de, al menos, una decena más de aquellos misteriosos
conos y sus correspondientes agujeros, casi
siempre al amparo de las familias de las espinosas «gundelias».
Crucé sobre los escombros de la «muralla» y, por puro instinto, fui
«peinando» la pendiente, comprobando cómo buena parte de la misma
aparecía igualmente perforada. No conseguí establecer orden alguno
entre los «volcanes». Surgían aquí y allá, con un único denominador
común: todos habían sido practicados en las proximidades de los
cardos y arbustos. Para ser riguroso, a la sombra de las plantas de
raíces gruesas y comestibles. En total, desde el vértice del
triángulo hasta casi la mitad de dicha pendiente, llegué a
contabilizar cuarenta orificios con sus inseparables «volcanes». Y
conforme descendí hacia el manzano de Sodoma, conos y agujeros
fueron remitiendo hasta desaparecer a unos 1200 metros del
mencionado vértice del Ravid. Allí, sospechosamente, cardos y
arbustos se extinguían igualmente, sofocados por una rebelde caliza
y un río de escoria volcánica. Y concentrándome en el viaje de
regreso olvidé por el momento a los desconocidos «vecinos» de la
cumbre del «portaaviones». Tendríamos que esperar al asentamiento
de la «cuna» para identificar a la insólita colonia que bullía en
el subsuelo. Un descubrimiento al que fui ajeno y que sería
aprovechado por Eliseo para proporcionarme uno de los mayores
sustos de mi vida. La «zona muerta», gracias al cielo, fue superada
sin novedad. Y saltando al camino «inauguré» la ruta de retorno.
Aquellos dos kilómetros, hasta las afueras de Migdal, los cubrí
prácticamente en solitario. Y al llegar a la altura de la
«plantación» aminoré la marcha, procurando retener un máximo de
detalles. Se trataba, efectivamente, de un rico y floreciente
vergel, ganado no sin esfuerzo a un áspero montículo de 54 metros
de altitud. En terrazas escalonadas, los tenaces felah habían
sacado adelante un pequeño ejército de almendros, higueras, olivos,
algarrobos, alfóncigos, manzanos de Siria y palmeras datileras. Y
entre las masas de frutales, huertos, casi de juguete,
esmeradamente cercados y protegidos por las espinosas «pimpinelas».
Allí se daba de todo: desde el suculento hatzir (puerro), hasta el
shmim (ajo), pasando por una gruesa variedad de adashim (lenteja),
un carnoso hamitz (garbanzo), la polémica pol (haba) y una
increíble betzalim (cebolla) de hasta veinte centímetros de
diámetro. Sin saberlo, estaba desfilando ante la que sería una de
nuestras principales fuentes de abastecimiento de frutas y
verduras. Y con el tiempo descubriríamos también el «secreto» de
aquellos enormes y deliciosos frutos. Algunos campesinos desafiaban
el calor, trajinando entre las hortalizas o extrayendo agua de los
dos pozos que acerté a distinguir entre la espesura. Otros, menos
dispuestos, dormitaban a las puertas de las chozas de adobe y
techos de palma.
Supongo que me vieron pasar. Sin embargo,
ninguno prestó excesiva atención. Tal y como imaginaba, aquella
reducida concentración de campesinos constituía un lejano pero
potencial peligro. Y de pronto, cuando me hallaba hacia la mitad de
la «plantación», reparé en una serie de cultivos que no había
observado en mis correrías anteriores. Pensé que estaba equivocado,
si bien, al fijarme con más detenimiento, comprendí que no se
trataba de un error. No era perejil o hinojo, como creí en un
primer momento. Aquellas plantas de un metro de altura, con tallos
ramificados, hojas pinnadas y pequeñas flores blancas recién
estrenadas, eran la Conium maculatum: la célebre y peligrosa cicuta
que probablemente prefirió beber el filósofo griego Sócrates antes
que renunciar a su magisterio. Yo sabía de la alta toxicidad de
esta umbelífera, rica en «coniína», un alcaloide de gran poder
narcótico. Pero ¿qué destino podían darle estos felah? Las
sorpresas, sin embargo, no concluyeron ahí. Algunos pasos más
adelante fui a distinguir otros corros -no menos mimados- de una
planta igualmente famosa: la mandrágora, con sus fragantes y
anaranjados frutos en forma de ciruela. Esta vez sí entendí la
razón de su cultivo. Judíos, griegos y romanos la tenían en
especial aprecio a causa de sus poderes afrodisíacos. Los griegos,
por ejemplo, la denominaban la «manzana del amor», considerándola
un infalible filtro amoroso, previamente empapada en vino. La
tradición rabínica iba incluso más allá, asegurando que procedía
directamente del Paraíso y que su ingestión, además de curar la
esterilidad, multiplicaba la riqueza. Sea como fuere, lo cierto es
que esta solanácea alcanzaba altos precios en el mercado. Y
llegaríamos a descubrir auténticos «especialistas» en la
recolección de estos ejemplares, muy abundantes en cementerios y
lugares habituales de ejecución. Y tras rodear Migdal me incorporé
de nuevo a la «vía maris», caminando hacia el norte, al encuentro
del puente sobre el río Zalmon. Poco después -rebasada la hora
«nona» (las tres de la tarde)-, sin un solo tropiezo, conseguía
reunirme con el módulo. La primera exploración «sobre el terreno»,
en principio, podía estimarse como un rotundo éxito. Sólo hubo un
«detalle» que nos mantuvo relativamente preocupados: el más de
medio centenar de misteriosos orificios y «volcanes» que, en
efecto, sería confirmado por el «ojo de Curtiss» esa misma jornada
en la cima del Ravid. En el banco de datos de «Santa Claus» no
constaba pista alguna. Y tuvimos que resignarnos, confiando en
esclarecer el enigma durante la segunda visita al «portaaviones».
Dos de mayo. Aquel martes amaneció igualmente radiante. No podíamos
quejamos.
Y al alba, con un Eliseo no menos radiante,
emprendimos la marcha hacia el ya familiar Ravid. «Santa Claus»
pasó a responsabilizarse de los cinturones de seguridad, quedando
facultado para avanzar la barrera gravitatoria hasta el límite de
la colina en caso de emergencia. (Doscientos metros en dirección
sur y hasta cuatrocientos hacia el norte.) El camino discurriría
con normalidad, a excepción de las comprensibles detenciones de mi
hermano, deslumbrado por el paisaje y el paisanaje. Más de una vez
me vi obligado a tirar de él, rescatándole de entre los felah que
ofrecían sus mercaderías al pie de la «vía maris». Atravesamos sin
impedimento la solitaria «jungla» del río Zalmon y hacia las nueve,
tras vadear la curva de la «herradura», avistamos la cinta negra de
la senda a Maghar y la odiosa rampa de acceso al «portaaviones». Y
surgió el primer inconveniente. En aquellos instantes la ruta
aparecía hipotecada por una hilera de onagros procedente de Migdal.
Era demasiado tarde para retroceder y ocultarnos entre las
barrancas. Los burreros, a buen seguro, se habían percatado de
nuestra presencia. E hicimos lo único razonable. Descendimos hasta
el camino y, saludando a los caravaneros, proseguimos por la pista
de tierra volcánica, simulando que nos dirigíamos al lago. Minutos
más tarde, desaparecidos reata y peligro, dimos la vuelta y,
extremando las precauciones, ascendimos veloces por la «zona
muerta». Y sin respiro fuimos a reunirnos con el manzano de Sodoma.
Y Eliseo y quien esto escribe nos mostramos de acuerdo: aquel paso
podía acarrear complicaciones. Debíamos encontrar una fórmula
alternativa. Pero ¿cuál? El resto de los posibles accesos al Ravid
ya fue evaluado y rechazado. Escalar los acantilados, por
cualquiera de los flancos, hubiera supuesto un riesgo tan inútil
como peligroso. Y seriamente preocupados reanudamos la ascensión
hacia la «proa». Todo en el desolado paisaje seguía igual. Mi
hermano inspeccionó con detalle los «volcanes» y orificios, pero,
al igual que yo, terminó rindiéndose. Durante las horas que
permanecimos en la cumbre llegamos incluso a sentarnos
pacientemente frente a varios de estos misteriosos conos de tierra,
confiando en ver aparecer a los supuestos moradores del subsuelo.
Eliseo, ayudándose con largos y flexibles tallos de «gundelia»,
tanteó el interior de las bocas, comprobando únicamente que el
nacimiento de las galerías avanzaba en paralelo con la superficie.
Eso fue todo. A pesar de nuestro esfuerzo, no hubo forma de
detectar un solo ruido, un solo movimiento o un solo indicio. Y
sospechando que quizá los túneles se hallaban abandonados, nos
centramos en los objetivos básicos de aquella nueva
exploración.
En primer lugar repetimos las mediciones,
verificando los cálculos del ordenador central respecto a los tres
grandes cinturones de protección. Y quedamos
satisfechos. Revisamos
igualmente los parámetros y el diseño del «punto de
contacto» del módulo,
procediendo a continuación al enésimo y exhaustivo rastreo
de la plataforma triangular. Y
Eliseo dio también su aprobación. Por último, con los ánimos relajados, convencidos de lo
acertado del lugar, nos
dispusimos a ensayar la nueva medida de seguridad personal: el
«tatuaje» que deberíamos portar obligatoriamente desde ese mismo
día. Mi hermano, responsable de
la puesta a punto, fue el primero en probarlo.
Sonrió divertido. Lanzó una mirada a su alrededor
y eligió un «blanco». -¿Qué tal
la muralla? Me encogí de
hombros, dejándole hacer. Y
aproximándose a las ruinas tomó uno de los pequeños bloques,
situándolo en vertical, de
forma y manera que sobresaliera del montón de piedras. Retrocedió
cuatro o cinco pasos y, haciéndome un guiño, extendió la palma
de la mano izquierda, pulsando
repetidas veces el delicado mecanismo. Cerró
el puño con suavidad y apuntó hacia la caliza con
el sello de oro y ágata que
lucía en el dedo medio. Un segundo después, ante nuestro regocijo,
el menguado pedrusco
«desaparecía» literalmente con un seco y discreto
estampido. Me miró complacido.
Correspondí a su lógica satisfacción con una sonrisa y le animé a completar el
ensayo. Repitió el breve
«tecleado» sobre el «tatuaje» que presentaba la mencionada palma de
la mano izquierda y, cerrando el puño, dirigió el anillo de nuevo
hacia el espacio que había «ocupado» el azulado bloque. Y en un
segundo, como un «milagro», la piedra se materializó, apareciendo
en el punto y en la posición
elegidos originalmente por mi compañero.
Y feliz se apresuró a examinarla. La caliza no
presentaba alteración alguna: ni en la forma, ni en la textura, ni en el
color... Y dando la vuelta me
invitó a probar. -Su turno,
mayor... Esta vez seleccionamos
uno de los frondosos macizos de cardos.
Abrí igualmente la palma de mi mano izquierda y,
«encendido» el sistema, programé el «objetivo» (Gundelia de Tournefort), distancia
(cuatro metros), volumen
espacial (un cubo de dos metros de lado), finalidad
(desmaterialización) y tiempo de ejecución (un segundo). Y pulsando
finalmente el «punto omega» di «luz verde» al microcomputador. Y
como hiciera mi hermano, cerré
el puño, apuntando a las «gundelias» con el recién estrenado
sello, alojado en el mismo dedo
medio.
Un segundo más tarde, inexorablemente, los
tallos, hojas espinosas y las bellas umbelas cuajadas de flores
amarillas y rojizas se «extinguieron» con un casi imperceptible
chasquido. Y en el suelo aparecieron los orificios ocupados hasta
ese momento por las raíces. Reprogramé el «tatuaje» y, tal y como
sucediera con la roca de la muralla, un segundo después de la
activación de «omega», tras apuntar hacia el teórico «cubo» de dos
metros de lado, la planta reapareció intacta. Esta «joya» del
proyecto Caballo de Troya -diseñada con el concurso de
especialistas del AFOSI, AFORS (Oficinas de Investigaciones
Espaciales y Científicas de la Fuerza Aérea Norteamericana), ITM
(Instituto de Tecnología de Massachusetts), Universidades de
Pennsylvania, Michigan y Maryland e Instituto de Tecnología de
ToIdo- era en realidad una de las espléndidas aplicaciones del gran
hallazgo mencionado en las primeras páginas de este diario: los
swivels las entidades elementales, generalizadas en el cosmos, que
algún día, cuando sean de dominio público, removerán los anticuados
conceptos sobre la naturaleza y comportamiento de la materia. El
swivel o «eslabón», como ya comenté, pulverizó nuestras teorías
respecto al espacio euclídeo (con sus tramas de puntos y rectas),
obligándonos a reconsiderar todo lo sabido sobre las estructuras
atómicas. Dicha partícula posee una insólita propiedad: puede
modificar la «posición» de sus hipotéticos «ejes», transformándose
en otro swivel diferente. Y los especialistas aprovecharon esta
«cualidad» no sólo para manipular el tiempo, sino también para
modificar a voluntad la naturaleza de las cosas o, como en el caso
que me ocupa, para desmaterializar y materializar cualquier objeto
sin que sufriera alteración alguna. Bastaba para ello, como digo,
con «penetrar» en las redes de swivels, forzando los ángulos de los
hipotéticos «ejes ortogonales» a la posición deseada. En la
«aniquilación» del bloque de piedra, por ejemplo, el proceso -muy
sintetizado- era el siguiente: el microprocesador recibía, entre
otros parámetros, la identificación de la entidad a
desmaterializar. Acto seguido, si el «objetivo» constaba en su
millonario banco de datos, puntualizaba las posiciones habituales
de las cadenas de swivels para esa determinada materia, programando
las «inclinaciones» necesarias para consumar la citada
«aniquilación». Lo más simple, para lograr la «extinción» de la
caliza, era «movilizar» su enjambre atómico hasta los ángulos
correspondientes a cualquiera de los gases que integran el aire.
Esta operación clave debía complementarse con una serie de
informaciones igualmente básicas: distancia, volúmenes espaciales a
«remover» y tiempo para la inversión. El «tatuaje» se hallaba
preparado, incluso, si así lo requería el explorador, para ejecutar
ambas maniobras (desmaterialización y materialización) en un solo
proceso y en tiempos igualmente programados. Para ello, el
microprocesador, una vez consumido el periodo de
«aniquilación», «empujaba» los «ejes» de los swivels del hidrógeno
del aire, por ejemplo, a las posiciones que daban forma al bloque
de caliza. Esta tecnología -casi «mágica»- resultaba grosera si la
comparábamos con la prodigiosa modificación, a voluntad, de la
vibración atómica del «cuerpo» del Resucitado. Mientras nosotros
nos veíamos obligados a recurrir a dispositivos técnicos, Él podía
aparecer y desaparecer con un sencillo acto de voluntad. Con el
«tatuaje» -si la programación era correcta no se lesionaba ni
comprometía la naturaleza íntima de los objetos manipulados,
proporcionando a los exploradores un amplio margen de seguridad en
situaciones de alto riesgo. De haber contado con él durante el
encierro en la caverna del saduceo, lo más probable es que las
cosas hubieran sucedido de manera muy diferente. ¿Por qué no fue
utilizado desde el principio de la Operación?. Muy simple: los
directores del proyecto no lo estimaron conveniente. En ningún
momento imaginaron siquiera las serias dificultades en las que nos
vimos envueltos. Y dado el carácter espectacular del mismo
aconsejaron su empleo, única y exclusivamente, en casos muy
especiales. Quien esto escribe, como jefe de la misión, asumió la
responsabilidad de su uso y puedo adelantar que no me equivoqué. La
puesta en vigor de esta medida sería un completo acierto,
sacándonos con bien de los conflictos que nos aguardaban. Y aunque
no estoy autorizado a revelar las líneas maestras de esta magnífica
obra de ingeniería electrónica, trataré de exponer superficialmente
algunas de sus características, en beneficio de una mejor
comprensión de los sucesos que nos tocó vivir y en los que fuimos
auxiliados por dicha tecnología. Una tecnología, por cierto,
guardada celosamente por los responsables de la Operación. No hace
falta ser muy despierto para sospechar lo que podría hacerse con
ella, de caer en manos de gente o gobiernos sin escrúpulos... El
«tatuaje» debía su nombre al hecho de haber. sido concebido como
una aparente «pintura», permitiendo su transporte sin levantar
sospechas. Y aunque, naturalmente, no se trataba de un elemento
introducido bajo la epidermis, el efecto visual y al tacto eran
similares. Los ingenieros lo. diseñaron inicialmente en forma de
«estrella de David» (de seis por seis centímetros), aunque la
naturaleza de sus componentes hacía posible una distribución
aleatoria, de forma que pudiera adoptar cualquier otro dibujo. Esta
estrella de seis puntas (dos triángulos equiláteros superpuestos),
susceptible de ser fijada y despegada de la palma de la mano con
extrema facilidad, fue confeccionada con milimétricas mallas
trenzadas de «polianilina», un polímero orgánico
sintético parecido a las películas fotográficas de 35 milímetros,
con unas excelentes propiedades. Parte incluso de los circuitos fue
fabricada con elementos poliméricos basados en la «sesquitiofeno»
(una molécula de cadena corta y de gran flexibilidad). En el
interior de este material extraplano, teñido de añil -en un alarde
de miniaturización-, fue dispuesta la casi totalidad de los
complejos componentes: cerca de 2,16 por 10' canales informativos,
con elementos que, en muchos casos, no ocupaban volúmenes
superiores a 0,07 mm'; dos microprocesadores (uno siempre en la
reserva); un conducto emisor conectado al anillo (con capacidad de
emisión de haces troncocónicos de ondas en una frecuencia de 6,77
por 10" ciclos por segundo); dos pilas atómicas de curio 244 (una
en la reserva) y los correspondientes activadores (el llamado
«punto alfa», para la apertura y cierre del sistema,
respectivamente, y el «omega», destinado a la proyección de los
haces troncocónicos que materializaban las inversiones de los
swivels), entre otros dispositivos que quizá vaya pormenorizando
más adelante. Cada microprocesador -auténtica «alma» del ingenio-
fue construido con una miríada de órganos integrados
topológicamente en cristales estables denominados «amplificadores
nucleicos». Algunos de estos componentes para hacemos una idea de
su ínfimo tamaño tenían un volumen de 0,0006 milímetros cúbicos,
con canales eléctricos o «puertas» que oscilaban entre 0,1 y 0,3
micrómetros (equivalente, por ejemplo a la anchura de una hebra de
ADN o a la milésima parte del grosor de un cabello humano).
Naturalmente, el ensamblaje sólo pudo llevarse a cabo con
microscopios electrónicos. La capacidad de memoria de estos
minicomputadores -merced a los mencionados cristales de titanio,
cuyos billones de átomos actuaban como portadores de guarismos- era
tan fantástica que sólo podríamos definirla en términos de
«terabytes». (Una información superior a la contenida en la
biblioteca del Congreso norteamericano.) También su velocidad de
transmisión resultaba escalofriante. Cada microprocesador podía
trabajar a razón de un millón de operaciones por femtosegundo (es
decir, 10" segundos). El sistema lo completaba un corto enlace de
1,5 cm, fabricado igualmente en «polianilina» dopada, que unía el
extremo superior derecho de la «estrella» con el falso sello o
anillo de oro y ágata. Esta gema, de la familia del cuarzo
criptocristalino, recogida por los hombres de Caballo de Troya en
el desierto egipcio de Jebel Abu Diyeiba, fue vaciada
meticulosamente, depositando en el interior un minúsculo cristal de
boro. La extraordinaria dureza de este isótopo estable garantizaba
la proyección de los enérgicos haces troncocónicos destinados a las
inversiones axiales de los swivels. El alcance máximo del flujo fue establecido en cien metros. Una
distancia razonable para un instrumental que requería una especial
discreción. En cuanto a la distribución de los principales
dispositivos en la «estrella de David», aunque cabía modificarlos
según variase el dibujo del «tatuaje», inicialmente quedó fijada de
la siguiente manera: las dos pilas atómicas, de duración
prácticamente ilimitada, ocuparon las puntas del lado izquierdo
(ambos vértices de la «estrella» penetraban en las llamarlas
«eminencias tenar e hipotenar» de la referida mano izquierda). En
el centro se alineaban los microprocesadores y el miniteclado. El
«punto alfa», que «encendía» y «apagaba» la totalidad del sistema,
fue alojado en la punta superior de la «estrella». El «omega», por
su parte, responsable del «disparo» de los, haces, se hallaba en el
extremo opuesto. Por, último, las dos puntas de la derecha fueron
reservadas para un «complemento o periférico» tan prodigioso como
su «hermano» y que prefiero describir en su momento. El «tatuaje»,
en suma, era la culminación y un prometedor ejemplo de lo que
deberá ser algún día la informática. Una máquina perfecta y, al
mismo tiempo, casi «invisible». Un sistema divorciado de esas
computadoras que esclavizan al hombre. Un ingenio que auxilia pero
que, merced a su ínfimo tamaño, pasa inadvertido, permitiendo que
inteligencia, imaginación y esfuerzo humanos puedan volar hacia
menesteres más nobles. El «tatuaje» hubiera hecho las delicias de
científicos tan admirables como Mark Weiser, defensor de esta
informática que «está y no está» y que camina «de puntillas». Y
satisfechos procedimos a la segunda fase del experimento: la
ejecución de ambas operaciones («aniquilación y restitución» de la
materia) con un solo «tecleado». El éxito fue igualmente redondo.
El «tatuaje» actuaba con tal precisión y limpieza que incluso,
cuando «desmaterializábamos» una planta, los insectos que
deambulaban por sus
hojas
o volaban en su entorno permanecían
intactos, cayendo a tierra o zumbando -desconcertados ante la
súbita desaparición del vegetal. Y el resto de la mañana, hasta el
regreso a la colina de las Bienaventuranzas, se convirtió en un
«festival». Sinceramente, disfrutamos hasta caer rendidos. El
proceso inverso -la aparente «creación» de objetos y su posterior
«extinción» -fue quizá la parte más brillante y sobrecogedora de
los ensayos. Imaginando supuestas emergencias, mi hermano y quien
esto escribe hicimos «aparecer» sobre la solitaria cumbre del Ravid
toda clase de puentes, muros, escaleras, rampas e incluso
asombrosos y gigantescos cubos de hielo. El banco de datos del
microprocesador era tan exhaustivo que bastaba anunciar «objetivo»,
materiales y volúmenes para que, en un femtosegundo, programase además cálculos de resistencias, dilataciones,
cimentaciones, etc. Los únicos inconvenientes del «tatuaje» -a
tener siempre muy presentes-eran los haces troncocónicos, que
podían lesionar a cualquier ser vivo que se interpusiera en el
camino, y los inevitables «truenos» provocados por las implosiones
en el estadio de «aniquilación».
Tres de mayo. Un miércoles inolvidable. Una
jornada decisiva. Ya estábamos más cerca del acariciado momento.
Pronto, muy pronto, volveríamos a verle... El orto solar -a las 5
horas y 15 minutos de un supuesto TU (Tiempo- Universal) en aquel
año 30- dejó libre la vida en las romas y ancianas colinas de la
costa oriental del yam. Y Nahum, a nuestros pies, se desperezó
apagando las últimas antorchas. Todo se hallaba dispuesto para el
despegue. Y obedeciendo un íntimo impulso abandoné la «cuna» en
silencio. Eliseo, comprendiendo mis sentimientos, me dejó hacer.
Reconozco que tuve -tuvimos- mucha suerte. Mi hermano y quien esto
escribe llegamos a entendernos con la mirada. Me aterra pensar lo
que podría haber ocurrido si aquellos pilotos no hubieran
congeniado. Y adentrándome entre los lirios y rojas anémonas me
arrodillé, agradeciendo a los cielos su benevolencia e implorando
luz y fuerzas para no desfallecer. Acaricié las húmedas flores y,
aunque nunca me gustaron las despedidas, les dije adiós. Nunca
volveríamos a posarnos en aquel promontorio. Y a las 6 horas,
bañada en la dorada luz del nuevo día, la nave se elevó ansiosa,
agitando la fresca piel del monte de las «Bienaventuranzas» con el
chorro del poderoso J 85. Y el amortiguado silbido del motor
principal fue como un precioso canto. Los sistemas respondieron con
docilidad. Y el módulo ascendió veloz hasta el nivel de crucero
(800 pies). -Tiempo invertido: veintiséis segundos... Quemando a
cinco coma dos kilos... La precaria disponibilidad de combustible
nos obligó a trabajar con especial finura. (La «cuna» despegó con
7785,8 kg). Las condiciones meteorológicas jugaron a nuestro favor.
El tenaz anticiclón de los últimos días continuaba gobernando,
proporcionándonos una «WX» que, por supuesto, no desaprovechamos.
-Visibilidad ilimitada. A nivel «ocho» (ochocientos pies), viento
inapreciable... Leo catorce grados centígrados... -Roger... Dame
caudalímetro...
El plan de vuelo al Ravid era casi de
juguete. Y Eliseo, como buen piloto, no
dejó pasar la oportunidad. Le arrebató el control
a «Santa Claus», disfrutando de la breve singladura. -Jasón, atento... Dame caudalímetro...
-Quemando según lo previsto. Leo cinco coma dos kilos. -Roger -replicó mi hermano movilizando el J 85 en 90°-, Nivel
«ocho» ... Allá vamos... Rumbo
dos-dos-cinco. -OK!... Reglaje sin variación. -
Caudalímetr... -Leo cuatro kilos por segundo...
-No es justo -se lamentó Eliseo-. Esto es un
abrir y cerrar de ojos. Comprendí su justificado disgusto. La nave, a 18 000 pies (6
kilómetros) por minuto,
cubriría los ocho mil metros que nos separaban de la
vertical del Ravid en un minuto
y treinta y tres segundos. Un suspiro, a decir verdad. -¡Atención!
-le advertí-. Punto «BM-3» en radar. -Lo veo...
Preparados cohetes auxiliares.
La plataforma rocosa del «portaaviones» -teñida en azul y ocre- se presentó tranquila y solitaria
bajo la «cuna». -Continúo en
rumbo dos-dos-cinco... Estacionario. -Roger... Tiempo estimado para
reunión trece segundos. -¡Abajo
a veintitrés! -0K!... No la fuerces. -Roger..., seiscientos pies... Abajo a quince por
segundo. -Frenando...
¡Adelante, preciosa! -Leo cinco para reunión...
-¡Atento!... Once adelante... Luces de altitud.
-Bajando a tres coma cinco... Punto de contacto a la vista. -Roger... ¡Ya es nuestro! -Veo polvo...
-Un poco más... Dos adelante... Derivando a la
derecha. -¡Luz de
contacto! La nave tocó la
«proa» del Ravid con dulzura, descansando en los cuatro «círculos» de caliza previamente
rebajados. Y «Santa Claus» corrigió el pequeño desnivel, alargando
las secciones telescópicas del tren de aterrizaje. -Ventilación de oxidante... -Roger... Sin «banderas» ... Todo de
primera clase. Y sonriendo
felicité a mi compañero. -Activados cinturones de seguridad.
Y el ordenador tomó el mando.
-Y ahora -intervino Eliseo señalando el
caudalímetro- las malas noticias... Leo quinientos setenta y cuatro coma ocho
kilogramos. -No está mal -añadí
en un pueril intento de animarlo-. Verificaré con «Santa Claus». Y el computador resumió la situación.
En dos minutos y doce segundos (tiempo total de
vuelo) habíamos consumido más de media tonelada de combustible.
Exactamente, 574,8 kilos. Eso
significaba que disponíamos casi de un 44
por ciento: 7211, sin contar los sagrados 492 de la reserva. -Bueno
-reflexioné en voz alta-, hemos escapado por poco... Mi hermano no
respondió. E intranquilo consultó de nuevo al ordenador central. .
La derrota prevista para el retorno, como detallé en su momento,
sumaba 109 millas (196 kilómetros). Con el salto al Ravid quemamos
4,4 millas y 574,8 kg de combustible. Si el vuelo a la meseta de
Masada se desarrollaba sin problemas, la «cuna», desde la nueva
ubicación, necesitaría 6 896 kilos, aproximadamente. Teniendo en
cuenta, como digo, que el stock era de 7 211 y 492 en la reserva,
la nave podría arribar a la orilla occidental del mar Muerto con un
sobrante de 315 kilos (sin contar los tanques de emergencia).
Eliseo me miró en silencio. No era mucho, por supuesto, pero
insistí: -Suficiente para volver. Y contagiado del estilo del
Maestro, subrayé, dando por finalizado el asunto: -Demos a cada día
su afán. Ya sabes que el Destino juega con las cartas marcadas. ¡Y
tan marcadas! Quién podía imaginar en aquellos momentos que el
viaje de vuelta a nuestro «tiempo» terminaría como terminó...
Sonrió con desgana, aceptando el consejo. Y procedimos al chequeo
del apantallamiento del módulo y de los habituales cinturones
protectores. El gravitatorio, última de las defensas, capaz de
provocar una barrera similar a un viento huracanado, fue prolongado
-según lo establecido por «Santa Claus»- hasta 205 metros (contando
siempre desde la «cuna»). Es decir, a poco más de treinta pasos de
los restos de la muralla romana. El IR quedó fijado a 1500 metros.
Una primera ojeada desde las escotillas -situadas a siete metros de
la plataforma rocosa- ratificaría la lectura de la radiación
infrarroja. -Negativo... No veo target en pantalla. Triángulo y
pendiente permanecen «limpios». Y tras una postrera revisión a los
sistemas disparamos la escalerilla hidráulica. Y fuimos a «tomar
posesión» -si se me permite la licencia- de la cumbre del Ravid. De
acuerdo a lo planificado, antes de consolidar el tercer cinturón de
seguridad, recorrimos sin prisas lo que, a partir de aquella
calurosa mañana, sería nuestro «hogar». Descendimos hasta el
manzano de Sodoma, asomándonos con precaución al camino de Migdal a
Maghar. Todo se hallaba en paz.
Y extrañamente felices -pocas veces habíamos
disfrutado de tanto sosiego-atacamos la puesta en marcha del
referido cinturón .«extra». Una barrera protectora sin estrenar.
Eliseo repasó distancias, grados, frecuencia y demás parámetros,
dejando el control en las incansables «manos» de «Santa Claus». Y
un invisible «abanico» de microláseres se abrió desde lo más alto
de la «cuna», invadiendo la cima. Esta colosal radiación -también
en la banda del infrarrojo- se hallaba integrada por millones de
láseres que partían de una especie de «ojo» implacable -bautizado
como el «cíclope»- y confeccionado, fundamentalmente, por treinta
pares de espejos de arseniuro de aluminio y galio. En cada
centímetro cuadrado de dicha superficie fueron grabados, mediante
tres técnicas diferentes, dos millones de láseres. Bajo la rigurosa
vigilancia del computador central, el «cíclope» barría el Ravid un
centenar de veces por segundo, cubriendo el ángulo deseado. En
nuestro caso, dicha cobertura fue programada con una amplitud de
180 grados y una inclinación suficiente para «alcanzar» el manzano
de Sodoma, situado a 2 300 metros de la nave. De esta forma, para
nuestra tranquilidad, el «portaaviones» quedaba perfectamente
controlado, incluyendo el filo de los precipicios. El dispositivo
-otro alarde de miniaturización- emitía en una longitud de onda de
un micrómetro (radiación infrarroja), siendo invisible al ojo
humano. Sólo con las «crótalos» y los canales de «visión nocturna»
de la «cuna» era posible disfrutar -ésa sería la palabra correcta-
del formidable espectáculo de aquella «cortina» de luz. El consumo,
por otra parte, calculado sobre una potencia de 100 miliwatios, era
realmente bajo, permitiéndonos un funcionamiento continuado si así
lo estimábamos oportuno. El único punto no sometido a vigilancia
por este tercer y eficaz cinturón se encontraba a «espaldas» del
módulo, en la estrecha franja de seis metros que nos separaba de la
«proa». Dada la formidable caída al vacío no lo consideramos
necesario. Y durante buena parte de la mañana nos afanamos en toda
clase de pruebas, siempre bajo la escrupulosa «mirada» de «Santa
Claus». Y el «cíclope» reaccionó puntual y sin concesiones. Primero
fue este explorador el encargado de penetrar en la frontera de los
microláseres. Pues bien, nada más pisar ese límite, situado a la
altura del manzano de Sodoma, la «cuna» era alertada
instantáneamente. Eliseo, a través de la conexión auditiva, fue
informándome de los excelentes resultados. En una línea de
doscientos metros (la anchura máxima de la «popa» del
«portaaviones»), los sucesivos y vertiginosos haces -con una
inclinación de 22°- impactaban en el terreno la friolera de "seis
mil veces por minuto. El «muro», sencillamente, era imposible de
franquear. Cualquier ser vivo, con una
temperatura corporal mínima, capaz de emitir IR, era
fulminante-mente detectado. La sensibilidad del sistema era tal que
registraba variaciones de temperatura de menos de dos décimas de
grado Fahrenheit, hallándose capacitado, incluso, para percibir los
cambios térmicos de labios y nariz en los momentos de inspiración y
espiración. Cuando los haces «descubrían» al intruso, el computador
central procesaba la imagen, ofreciéndola en pantalla con una
importante información complementaria: dirección, velocidad de
desplazamiento y características físicas del «transgresor». Por
último, la flamante barrera fue probada en «automático». Mi hermano
y quien esto escribe, caminando codo con codo y por separado,
violamos los microláseres por diferentes puntos, recibiendo al
instante la señal de alerta del ordenador. Eliseo, sin embargo, no
se mostró enteramente satisfecho. Aquellos pitidos -vía conexión
auditiva- no eran suficientemente explícitos. De cara al tercer
«salto» en el tiempo -que nos obligarla a prolongadas ausencias del
Ravid- convenía perfeccionar la necesaria comunicación con «Santa
Claus». Y prometió estudiar el procedimiento denominado «tercer
ojo», incluido igualmente entre las «ayudas» a los observadores de
Caballo de Troya. Y la jornada, como decía, transcurrió en paz. En
una insólita e inquietante paz. ¿Qué nos deparaba el Destino? Mi
hermano, con un tesón admirable, prosiguió los preparativos para
ese tercer «salto». No hizo comentario alguno, pero yo había
aprendido a leer en su corazón. Y como el mío, saltaba impaciente,
imaginando el gran momento: el encuentro con el Hijo del
Hombre.