atento a la cargase precipitó hacia el jovenzuelo, descargando un violento y despiadado mandoble de su gladius sobre la muñeca del ladrón. El tajo seccionó limpiamente la mano, que cayó entre los orines y la negra tierra apisonada. Y con ella, la horrorizada y menuda figura del muchacho. La cruel y desproporcionada acción del felah me paralizó. Y le vi alejarse, festejando la «hazaña» con estrépito y sin volver la vista atrás. Nadie reaccionó. Nadie protestó. Nadie se atrevió a detener al agresor. Nadie se ocupó del pequeño, desmayado sobre el camino, desangrándose y pisoteado por las siguientes reatas. En cuanto a este perplejo explorador, apenas si tuve tiempo de hilar un solo pensamiento. Uno de los asnos terminó arrollándome, forzando a quien esto escribe a continuar entre trompicones e imprecaciones de los responsables de la cuerda. Y en el caos, cayendo y alzándome sin demasiado éxito, fui a perder el manto. Y en cuestión de segundos, un amasijo de aquellos desheredados de la fortuna se precipitó sobre el ropón, disputándoselo a mordiscos y puntapiés. No intenté siquiera retroceder y recuperarlo. Habría sido tan inútil como peligroso. Y di por buena esta nueva pérdida. Alguien, más necesitado que yo, tendría la oportunidad de protegerse durante la noche. A lo largo del tercer «salto» en el tiempo, en una de las giras de predicación del Maestro, tendríamos la oportunidad de penetrar en aquel «infierno» y averiguar el porqué de semejante vergüenza. El lugar, conocido como la «ciudad de los mamzerim», era uno de los enclaves más populosos de la clase social más despreciada entre los israelitas: los bastardos. Para los judíos ortodoxos en particular y para la comunidad en general, un mamzer (un bastardo) era un individuo marcado por una mancha grave que le incapacitaba para contraer matrimonio con levitas, israelitas de origen puro y descendientes ilegítimos de sacerdotes. La prohibición arrancaba desde los tiempos de Moisés, en base a lo ordenado por el mismísimo Yavé y que era recogido en el Deuteronomio (23, 2-3). Esta increíble disposición -emanada de un Dios supuestamente justo- apartaba a los bastardos de la «asamblea de Yavé», reduciéndolos a «pura basura». Y con el tiempo, lo que se supone fue un principio religioso terminó convirtiéndose en un «pecado» social de la peor ralea que salpicaba todos los órdenes de la vida diaria. El mamzer, por ejemplo, además de hallarse incapacitado por ley para ocupar puestos de responsabilidad u ostentar dignidad alguna, debía mantenerse alejado del resto del pueblo, desempeñando los oficios llamados «despreciables» y viéndose sometido al permanente abuso de ricos y pobres, sacerdotes y laicos y dominadores y dominados. El derecho a heredar era incluso discutido y su presencia en un tribunal invalidaba la sentencia. Y todo, como digo, por causa de un nacimiento no reconocido o, lo que era más dramático, como consecuencia de matrimonios no autorizados por la Ley mosaica, que podían remontarse a diez generaciones. Esto, en multitud de ocasiones, daba lugar a situaciones desesperadas. Si el bastardo no recordaba su genealogía y concretamente al primero de los antepasados mamzer, la mancha podía perpetuarse durante siglos. Muchos de estos desgraciados, incapaces de resolver el problema, ponían punto final a la insoportable cadena con el suicidio. Pues bien, entiendo que la información sobre esta penosa realidad -de la que tampoco hablan los evangelistas- resulta de interés para ajustar con precisión algunas de las palabras y actuaciones del rabí de Galilea. Cuando en los textos sagrados se menciona a un Jesús que frecuentaba la compañía de los «pecadores», la mayoría de los creyentes asocia este calificativo a lo que hoy, con mayor o menor acierto, interpretamos como pecado. Craso error. La mayor parte de las veces -y espero relatar algunos ejemplos más adelante- esos «pecadores» eran en realidad mamzerim o bastardos, ebed (esclavos), am-ha-arez (el pueblo inculto que seguía la Torá a su antojo) y, por último, gentiles, samaritanos, publicanos (cobradores de impuestos) y demás aliados con el poder invasor de Roma. Que fueran honrados, leales, generosos y justos era lo de menos. Ante la intolerante ortodoxia judía se trataba de «pecadores» de la peor especie. Y poco a poco fui comprendiendo cuál era nuestra verdadera situación -la de repulsivos «pecadores»-, el porqué del odio de Juan Zebedeo y el auténtico alcance de aquella sangrante división social que empañaba y enfrentaba a la nación judía y a la que el Hijo del Hombre dedicó buena parte de su vida de predicación. Un panorama, insisto, cuya comprensión era vital para medir con pulcritud las ideas y movimientos del Maestro. Aquellos que pretenden trasladar al siglo XX el modelo de actuación del rabí de Galilea corren un serio peligro: muchas de las circunstancias sociales eran diametralmente distintas. Su mensaje básico y central -la existencia de un Dios-Padre y la consiguiente hermandad física de los seres humanos- permanece inalterable, es cierto, pero, como digo, conviene conocer en profundidad el marco histórico-político-religioso-social para no caer en el error, buscando imitar a ultranza a un Hijo de un tiempo que no se corresponde con el nuestro. Y a partir de aquella y de las siguientes aventuras entre los bastardos entendí igualmente por qué la expresión mamzer se consideraba como la peor de las injurias, siendo castigada con treinta y nueve azotes. Y no deseo pasar por alto otra reflexión que, a raíz de mis contactos con los mamzerim y las odiosas leyes que los oprimían, se ha hecho fuerte en mí, chocando violentamente con un dogma de la Iglesia católica. He rozado el asunto en otras páginas de este apresurado diario, pero creo que éste es el momento de zanjarlo definitivamente. Cuando los católicos hablan de la virginidad de María, sinceramente, no puedo remediarlo: la sangre se enciende. No logro comprender -¿o sí?- por qué los responsables y pastores de dicha Iglesia se empeñan en ocultar la verdad. ¿O será que ni siquiera se han preocupado de indagar las costumbres de aquel tiempo? De haberlo hecho con objetividad habrían descubierto que lo planteado por los Evangelios colocaba automáticamente al rabí de Galilea en la categoría de mamzer