DIECISIETE
El cuaderno de notas de Nerezza era una obra de arte además de un registro de sus secretos. Cuando Alessandro vio que contenía dibujos de vestidos, panorámicas de jardines, notas musicales y entradas de ópera, insistió en que Rosa se lo quedara. Tullia estuvo de acuerdo con él.
—Ese tipo de diarios femeninos me aburren soberanamente —comentó—, pero si te gusta la historia, puede que tú lo encuentres interesante.
—Es justo la clase de objeto con el que Rosa disfruta muchísimo —les aseguró Antonio, dedicándole un guiño a ella—. Me enamoré de mi esposa por su capacidad de relatar las historias que había detrás de los muebles.
Rosa le dio calurosamente las gracias a la pareja. Nunca llegarían a adivinar cuánto interés tenía aquel cuaderno de notas para ella.
—Si finalmente acaba por tener algún valor de importancia histórica os lo devolveremos —les prometió Antonio.
—No, insisto en que se lo quede tu esposa —le respondió Alessandro con un brillo en la mirada—. Rosa nos ha entretenido maravillosamente esta noche y quiero dárselo como regalo. Me he percatado de lo contenta que se ha puesto al descubrirlo —y con una sonrisa pícara, añadió—: Contadnos si encontráis algo escandaloso en él. Nos encantan los cotilleos jugosos.
A Rosa le hubiera gustado leer el cuaderno allí mismo. Sin embargo, Alessandro volvió a proponerles a todos que se tomaran unas bebidas en la terraza, y Rosa no tuvo otra opción que acompañarlos. Cuando Antonio y ella regresaron a casa los niños ya se habían acostado y Rosa se metió en la sala de estar para leer el cuaderno. No obstante, Antonio la siguió y la miró con ojos apasionados.
—Ese cuaderno no se va a ir a ninguna parte —le dijo mientras le cubría el cuello de besos.
Ella metió el cuaderno en un cajón del escritorio y le dedicó una sonrisa a Antonio. Bien podría contener su impaciencia hasta por la mañana.
Al día siguiente, una vez que Giuseppina se hizo cargo de los niños, Rosa desapareció, metiéndose en la salita con instrucciones de que no se la molestara. Sacó el cuaderno y examinó fascinada las páginas. Claramente, Nerezza era toda una artista. Había dibujado elegantes vestidos, a los que les había añadido etiquetas: «puesto», junto con la fecha; «pendiente»; y «envidia». Un modelo que le llamó particularmente la atención estaba hecho de tul de seda negra sobre un vestido de satén de color marfil con pavos reales bordados en hilo dorado. Nerezza lo había dibujado al detalle, anotando junto al modelo qué telas se habían empleado en él. Había un vestido de novia en encaje de Chantilly con fecha de 1912, que Rosa supuso que pertenecía a la propia Nerezza. Uno de los modelos que había recibido la etiqueta de «envidia» era un abrigo de noche de terciopelo con inspiración rusa y un cinto de pasamanería con cuentas. Rosa se preguntó quién se lo habría puesto.
Llevaba sintiendo curiosidad por Nerezza desde que vio las escenas de ópera en el dormitorio de Clementina, cuando comprendió que las había confeccionado la ocupante de aquella sepultura tan extraordinaria. No podía creerse que tuviera entre sus manos el cuaderno de notas personal de Nerezza. No obstante, aunque el cuaderno en sí resultaba enigmático, además, había algo en él que le producía una sensación incómoda. Tenerlo entre sus manos la perturbaba, aunque no hubiera sabido decir por qué. No era como una antigüedad cualquiera, algo heredado después de que su dueño original hubiera fallecido. Aquel cuaderno parecía latir en sus manos como si fuera un objeto vivo.
Otros dibujos representaban Villa Scarfiotti, una escena de Carmen, un autorretrato que mostraba a Nerezza tal como Rosa la había visto ante el piano… Sin embargo, pronto comprendió que aquello era más que una colección al azar de momentos especiales. Contenía listas: de lo que Nerezza quería hacer cuando iba a Florencia, de las personas con las que había que charlar en las fiestas y a quiénes había que evitar, de las piezas de música que quería tocar a la perfección… Resultaba obvio que Nerezza había sido una persona extraordinariamente disciplinada. Su determinación y la necesidad de que el resto del mundo la admirara trascendían de las páginas de su cuaderno.
Aunque al principio Rosa interpretó la palabra envidia escrita debajo de algunos vestidos como que Nerezza se estaba burlando de sí misma, a medida que continuaba pasando las páginas descubrió que también estaba escrita junto a caballos y carruajes, destinos de vacaciones y joyas. Nerezza también había etiquetado algunas fiestas con la palabra envidia, y en ellas, describía detalles de la comida que se había servido, las personas a las que se había invitado y los espectáculos que se habían organizado. El signor Collodi, el encargado de la finca en la villa, le había contado que las fiestas de Nerezza eran legendarias. Ahora comprendía que aquellas celebraciones habían sido el resultado de meticulosas planificaciones y de una minuciosa observación. Todo lo que a Nerezza le daba «envidia», Nerezza lo conseguía y lograba mejorarlo.
En la última página del cuaderno había una fecha tachada con una línea roja: 13 de marzo de 1914.
Rosa se quedó sin aliento cuando leyó la frase que figuraba bajo ella: «Tengo que conseguir dominar mi corazón».
Aquellas eran las palabras escritas en el lapislázuli de la tumba egipcia oculta en los aposentos de la marchesa. ¿Por qué habrían escrito ambas mujeres la misma frase?
Rosa tocó con la punta de los dedos la contraportada del cuaderno y notó que, bajo ella, había algo formando un bulto. La cubierta contaba con un doble fondo. Metió la mano y en el interior descubrió dos sobres muy desgastados. Abrió el primero y sacó la carta que contenía. Estaba escrita en francés y firmada por «François». Entonces, vio el membrete en relieve: «El barón François Derveaux». Recordó al barón, con sus piernas desgarbadas y sus cejas en forma de ala, y la fascinación con la que la había contemplado a ella. Sin embargo, ¿por qué le escribía una carta a Nerezza? Entonces se acordó de la visión que había tenido sobre el joven barón y una muchachita de pelo oscuro y lo comprendió todo. Nerezza y el barón eran amigos de la infancia.
París, 1 de mayo de 1914
Mi querida Nerezza:
Me preguntaste cómo está París ahora y lo único que puedo decirte es que París es París, y que cuando más bella está es en primavera. Los cafés están llenos de gente, la música se escapa por las ventanas y se puede oler el aroma de las rosas en cada esquina.
Hélène y yo nos casamos el pasado miércoles. Ella iba muy hermosa ataviada con su traje de novia de encaje irlandés. Te envía un abrazo y promete que ella misma te escribirá pronto. Nos ha alegrado enormemente saber que tienes intención de venir a París. Me intriga mucho lo que me escribiste de que tienes «noticias de extraordinaria importancia» que contarme.
Y con respecto a lo que me preguntas sobre qué me ha parecido mademoiselle Caleffi, me temo que mi respuesta no te complacerá. Aunque no es la conversadora más animada del mundo, me ha parecido que tiene cierto encanto diabólico. Es aguda y tiene un aire bastante salvaje, pero no se asusta fácilmente. Creo que dice lo que piensa y, ya que las dos competís activamente por el afecto de tu hermano, me imagino que esto es lo último que querías que te dijera. Sin embargo, yo nunca te he mentido, Nerezza. Mi consejo es que, si deseas seguir disfrutando de una buena relación con Emilio, no le presiones en ningún sentido. Es posible que la llama de la pasión que siente por mademoiselle Caleffi se extinga por sí misma. Pero si no es así…, que tú te opongas podría provocar que se aleje de ti y se acerque más a ella.
Rosa levantó la mirada de la carta. Mademoiselle Caleffi no era otra que la marchesa Scarfiotti. Rosa se estremeció. Le resultaba extraño leer aquellas cosas sobre la marchesa, observada por la gente que la conocía personalmente. De la carta del barón quedaba claro que a Nerezza no le agradaba su futura cuñada.
El resto de la carta proseguía describiendo la vida social en París a pesar de las amenazas de la guerra. El tono del barón era amigable e íntimo, pero el contenido de la misiva resultaba bastante superficial. Rosa volvió a pensar en la fiesta de cumpleaños de Clementina. ¿No había insinuado miss Butterfield, la institutriz de los niños, que el barón era un hombre muy frívolo? Para hacerle justicia, aquella carta la había escrito hacía más de veinte años, cuando no era más que un muchacho.
La segunda carta estaba escrita en italiano y firmada con el nombre de «Ferdinando». ¿Quién era? Al leer el saludo, Rosa comprendió que se trataba del marido de Nerezza, que le escribía desde Libia. La carta estaba fechada un mes después de la del barón y el tono era totalmente diferente.
Trípoli, 2 de junio de 1914
Mi querida esposa:
No comprendo esta repentina urgencia por verme. ¿Debería sentirme halagado? Debes comprender que la situación aquí es extraordinariamente inestable. He perdido a mi conductor en un bombardeo y este sencillamente no es lugar para una mujer, aunque, tal como tú señalabas, varias de las esposas de los oficiales del ejército han venido hasta aquí para estar cerca de sus esposos. No veo que haya una buena razón para ello, excepto porque los maridos de turno sientan la necesidad de hacerse ilusiones de que sus esposas no pueden vivir sin ellos, y, a su vez, ellas se imaginan lo mismo sobre ellos.
Tú y yo somos más juiciosos. Así que, por favor, quítate ese pensamiento de la mente. No puedo reservar a nadie para que cuide de ti mientras yo estoy ocupado. Te diría, si pensara que eso te puede hacer cambiar de idea, que podrían matarme en cualquier momento.
Y con respecto al asunto que mencionas referente a los afectos de tu hermano por la signorina Caleffi, no tengo más que malas noticias que comunicarte de mis fuentes. El padre de esa mujer era un militar respetado, pero durante su vejez se enamoró de una mujer de mala reputación: un ser despiadado e intrigante que no dudaría ni lo más mínimo en explotar a sus propios hijos en beneficio propio y, claramente, pretende ganar algo interponiendo a su hija en el camino de Emilio. La signorina Caleffi tampoco es que tenga una moral excesivamente recomendable. El hombre al que he contratado ha descubierto que mientras le hace el amor a tu hermano en Fiesole, juega sobre seguro manteniendo el interés de un joven caballero adinerado en Milán. Recuerda que tu hermano, aunque menor que tú, será el que detentará el título de marchese cuando contraiga matrimonio. ¡Qué deshonra podría traer esta mujer a toda la familia! Debes evitar su unión sea como sea.
Ferdinando finalizaba su carta únicamente con su firma, sin saludos afectuosos y sin mandarle besos a su esposa. Era como si hubiera emitido una orden.
Rosa se reclinó en su asiento y miró por la ventana, contemplando las nubes que se movían por el cielo. Esas cartas que acababa de leer eran las dos únicas en el cuaderno, pero debía de haber habido muchas más dada la naturaleza de la relación de Nerezza con ambos hombres. ¿Por qué habría guardado únicamente aquellas?
Cerró los ojos y pensó en la fría y venenosa marchesa Scarfiotti. Aquellas misivas revelaban que el marchese parecía estar bastante enamorado de ella, pero ni su hermana ni su cuñado se mostraban conformes con aquel matrimonio. Rosa se preguntó si la marchesa hubiera conseguido salirse con la suya de no haber muerto asesinado Ferdinando y si Nerezza no hubiera estado embarazada y enferma cuando regresó de Libia. También le extrañaba que esta última hubiera desobedecido a su esposo y hubiera ido a visitarle aunque él le había pedido explícitamente que no lo hiciera.
El cuaderno de notas hacía que le surgieran aún más preguntas y, a cambio, no respondía ninguna. Recordó el rostro de Ada aquel último día en la villa, cuando había visto la llavecita plateada colgando en torno a su cuello. Antonio le había explicado que aquella llave probablemente podía abrir varias cerraduras, y que el hecho de que encajara en la del cajoncito de la banqueta del piano seguramente no era más que una coincidencia. Sin embargo, ella sabía que eso no era cierto. La llave que llevaba colgada del cuello sin duda pertenecía a aquella banqueta, y era la que suor Maddalena había hallado en los paños que la envolvían cuando la dejaron en el convento. Entonces ya no le cabía la menor duda de que ella misma también provenía de la villa. Pero ¿de quién era hija? No tenía manera de ponerse en contacto con Ada para averiguarlo, a menos que deseara que la detuvieran por entrar en Villa Scarfiotti.
Contempló de nuevo el cuaderno de notas. Aunque Nerezza la había poseído mientras tocaba el piano, no pensaba que ella fuera hija suya. Ada le había contado que el bebé de Nerezza había fallecido. Se acordó de Maria. ¿Puede que fuera hija de alguna sirvienta que se hubiera encontrado en una situación desesperada similar? Volvió a pensar en Giovanni Taviani. El signor Collodi le había contado que se había metido en algún lío y que, por eso, le habían degradado de su puesto de encargado de la finca. Rosa se estremeció y apartó aquel pensamiento de su mente. ¡Ella no podía ser la hija de Giovanni Taviani porque eso haría que fuera hermana de Luciano!
Los orígenes y la herencia lo eran todo. Eso era algo que Rosa comprendía perfectamente. Desde niña había cargado con el deshonor de la falta de antepasados. Descubrir el cuaderno de notas de Nerezza no había aclarado las cosas, sino que, de hecho, las había enturbiado aún más. Cogió el cuaderno y lo escondió bajo una pila de papeles en el cajón del escritorio. Cuando Nonno falleció, Rosa y Antonio lloraron su muerte y, con el tiempo, volvieron a encontrar la paz. Sin embargo, ella seguía experimentando un vacío en su interior que no había disminuido ni siquiera gracias a un matrimonio feliz ni a la alegría de la maternidad. Suspiró y pensó en suor Maddalena. De no ser por el cariño que la monja le había dedicado, la infancia de Rosa habría sido sombría y deprimente. Recordó lo mucho que la consolaba encontrar a suor Maddalena esperándola en la cocina cuando terminaba las clases. La monja siempre se interesaba por todos los detalles de su día a día. Era lo más cercano que había tenido a una madre, y estaba segura de que suor Maddalena sentía lo mismo.
«No está bien que suor Maddalena y yo vivamos separadas, del mismo modo que no lo es que separen a una madre de su hija —pensó—. Está claro que, ahora que han pasado los años y ya soy una madre y esposa respetable, deberían permitirme volver a verla.»
Rosa escribió a la badessa pidiéndole permiso para ir a visitar a suor Maddalena. Puso todas sus esperanzas en recibir una respuesta positiva. Sin embargo, la contestación de la badessa la hirió en lo más profundo: «A pesar de que me alegra saber que te has estabilizado en la vida y eres feliz, no puedo permitirte que veas a suor Maddalena. Su deber con Dios cuando te crio hace tiempo que llegó a su fin. Ya es hora de que todas continuemos con nuestras vidas y no nos aferremos a antiguas relaciones».
Rosa lloró inconsolable como si la hubieran informado de que su querida monja había fallecido. Hizo lo que pudo por ocultar su dolor ante Antonio y los niños, pero Orietta comprendió rápidamente lo que sucedía cuando fueron juntas una tarde a la iglesia.
—Rosa, ¿qué te pasa? —le preguntó.
La compasión en el rostro de su amiga hizo que Rosa le expresara sin reservas su dolor.
—Soy una «sin nombre» —le dijo a Orietta—, no soy más que un espacio hueco, oscuro y vacío.
Orietta escuchó compasiva la historia de Rosa.
—No eres una «sin nombre» —la contradijo—. Tienes un marido extraordinario que te adora y unos hermosos niños. Incluso tu perro y tu gata te quieren. Te siguen allá donde vas.
Rosa se secó las lágrimas y trató de sonreír.
—Escucha —le dijo Orietta, cogiéndole las manos—. Yo perdí a mi madre antes de aprender a hablar y mi padre nos abandonó. Sin embargo, trato de concentrarme en lo que tengo, no en lo que he perdido. No podemos cambiar nuestro pasado, Rosa. Por el bien de tu salud mental y el bienestar de tus niños tienes que cerrar esa puerta que conduce al misterio de tus orígenes. Necesitas vivir el presente.
Rosa hizo lo que pudo por seguir el consejo de Orietta y, tras el descubrimiento del cuaderno, pasaron tranquilamente los años para ella y su familia. Sin contar con pruebas fehacientes de sus orígenes prefirió no mencionarle a Antonio su sospecha de que había nacido en Villa Scarfiotti. En su lugar, se concentró en disfrutar de su felicidad doméstica y logró olvidarse del anhelo por conocer su pasado. Entonces, una mañana de septiembre de 1939, tuvo un sueño en el que Luciano le gritaba: «¡Corre!». Oyó explosiones y gritos de gente. No obstante, todo se hallaba sumido en la oscuridad. Rosa se sentó bruscamente en la cama mientras el corazón le latía con fuerza y se le bloqueaba la mente por el terror que le producía pensar que la tranquila vida que había llevado hasta entonces estuviera a punto de cambiar.
Se puso de lado y presionó su mejilla contra la de Antonio. Su barba mañanera le produjo picor en la piel. Antonio murmuró unas palabras inaudibles, la besó y volvió a quedarse dormido. Recordó con qué ternura habían hecho el amor la noche anterior y cómo la había mirado fijamente a los ojos. Se amaban apasionadamente, pero Rosa no se había vuelto a quedar embarazada. Obviamente, había sido fértil como para concebir un niño de la violación de Osvaldo, a pesar del terror y las penurias de la cárcel, y más tarde se había quedado embarazada de los mellizos poco después de casarse con Antonio. ¿Por qué su organismo repentinamente se negaba a traer otro niño al mundo? ¿Acaso su propio cuerpo sabía algo que ella ignoraba? ¿Y por qué, tras todos esos años, había vuelto a soñar con Luciano?
Más tarde aquella misma mañana, Rosa y Antonio se sentaron a la mesa del desayuno con los niños y Giuseppina. Sibilla y los mellizos tomaban huevos pasados por agua, mientras que los adultos mordisqueaban sus panecillos con mermelada y bebían café. Por alguna razón, la prensa aún no había llegado, por lo que Ylenia fue a buscar al chico de los periódicos. Rosa se alegró de no tener que leer las noticias. Las tensiones habían aumentado en Europa desde que Alemania había invadido Checoslovaquia.
Los mellizos se estaban riendo mientras colocaban el salero y el pimentero, la cesta del pan y la jarra de leche por orden de tamaño. Sibilla los contemplaba con una sonrisa benevolente, agachándose de vez en cuando para acariciar a Allegra y Ambrosio, que se hallaban sentados a sus pies. De repente, se volvió hacia Rosa.
—Mamma, ¿yo nací en casa, como los mellizos, o en un hospital?
—En un hospital, cariño.
—¿En cuál?
Rosa miró a Antonio. Sibilla ya tenía siete años y le gustaba hacer preguntas. Desgraciadamente, sus interrogatorios solían girar en torno a su nacimiento y sus orígenes. Había entendido que Antonio no era su verdadero padre, aunque ahora sí que era su hija legítima. Rosa no se lo habría contado si la niña no se hubiera interesado por ello. La adopción era muy extraña y un acontecimiento altamente sospechoso en Italia, donde los lazos de sangre lo eran todo. Sin embargo, quedaría por escrito en los documentos de Sibilla, y Rosa y Antonio habían decidido que era mejor contárselo lo más pronto posible. Por suerte, Sibilla se lo había tomado bien y llamaba babbo a Antonio de todos modos sin necesidad de que la obligara a ello. No obstante, ¿qué podía Rosa decirle sobre que, en el lugar en el que debía figurar el nombre de su padre, hubiera escrita la palabra desconocido? Sibilla demostraba ya tendencia a la hipersensibilidad. Se echaba a llorar por el más mínimo reproche o si no lograba hacer algo a la perfección. El duro carácter autocrítico de su hija hacía que Rosa quisiera protegerla aún más. No podía decirle que había sido concebida a causa de una violación.
—Bueno, fue en un hospital muy antiguo —le explicó Antonio—. De hecho, ya no lo es, utilizan el edificio para otra cosa.
—¿Dónde estaba? Quiero ver el lugar donde nací —le dijo Sibilla.
Rosa sabía que no era que su hija estuviera poniéndose difícil, sino que ejercía su curiosidad natural. Sin embargo, hubiera deseado que reprimiera su intriga, del mismo modo que ella había logrado contener el anhelo que había sentido de conocer sus propios orígenes.
—Bueno, puede que algún día —le contestó Antonio—. Pero, Sibilla, vas a estar muy ocupada. Dentro de poco empezarás tus clases de ballet.
La niña dio una palmada emocionada y comenzó a dar vueltas por el comedor. Rosa le dedicó una mirada de agradecimiento a Antonio. Mencionar las clases que Sibilla tanto anhelaba había demostrado ser la distracción perfecta. Rosa condujo a su hija de vuelta a su silla.
—Para hacer ballet tendrás que ponerte fuerte, así que tienes que comerte los huevos —le dijo dándole un beso.
Antonio tenía que marcharse temprano para ir a una subasta. Orietta cuidaría de la tienda durante ese día. Besó a sus hijos por turnos y después abrazó a Rosa.
—No te preocupes por Sibilla —le susurró—. Es natural que haga preguntas. Pronto pasará. Cuando sea mayor lo llevará mejor.
Rosa acompañó a Antonio hasta la puerta y volvió a abrazarle allí. Cuando estaba a punto de volver al comedor, sonó el teléfono. Ylenia aún no había regresado, así que contestó ella. Era Orietta.
—¿Puedes venir a verme a la tienda? —le pidió.
Su voz sonaba ahogada por las lágrimas.
Una sensación enfermiza se apoderó de su estómago. Recordó la pesadilla que había tenido.
—¿Qué sucede? ¿Qué ha pasado?
—Carlo regresó ayer por la noche. Ha traído unas noticias terribles…
Orietta volvió a echarse a llorar. Rosa aguardó un instante para ver si añadía algo más, pero parecía claro que no podía hablar.
—Voy inmediatamente para allá —le dijo.
Le pidió a Giuseppina que cuidara de los niños y corrió hasta la tienda. No lograba pensar con claridad. Carlo había regresado, pero Luciano y Piero no. Lo único que podía hacer era prever aterrorizada cuáles serían las terribles noticias de Orietta. En enero, las tropas de Franco habían derrotado al ejército republicano en Barcelona. A finales de marzo, Madrid también había caído. A pesar de que Churchill le había aconsejado a Franco que mostrara moderación en la celebración de su victoria, miles de simpatizantes de la República estaban siendo ejecutados mediante juicios sumarísimos. Mussolini le había pedido a Franco que no mostrara piedad alguna con los italianos que hubieran luchado en el bando contrario. Algunos habían logrado escapar a Francia, donde los estaban internando, en condiciones terribles, en campos de concentración asolados por la enfermedad. Muchos de ellos estaban pereciendo allí.
Cuando Rosa dobló la esquina para entrar en la Via Tornabuoni se percató de que la gente salía en tropel de las atestadas cafeterías o se reunían en torno a radios en el interior de las tiendas. No obstante, la sangre le martilleaba en el interior de los oídos demasiado fuerte como para poder escuchar lo que decían. Llegó a la tienda y encontró a Orietta sentada con la cabeza apoyada en el escritorio, sollozando. Se preparó para lo peor, pero sabía que se desmoronaría cuando lo oyera.
Orietta miró a Rosa con ojos enrojecidos.
—Piero y Roberto han muerto —le anunció—. Los mataron en Barcelona.
Aquellas palabras golpearon a Rosa como si realmente hubiera recibido una sacudida en el pecho. Se tapó la boca con la mano y estuvo a punto de desmayarse. ¡Piero! El bueno de Piero. No podía creérselo. Recordaba a aquel hombre, que había sido como un hermano para ella; le veía sosteniendo a Sibilla en su regazo y cantándole. ¡Era imposible! Y Roberto también. A Rosa no le agradaba, pero sentía mucho su muerte. Había dado su vida por una causa noble.
Su mirada se encontró con los ojos húmedos por las lágrimas de Orietta.
—¿Y Luciano? —le preguntó con labios temblorosos.
En el momento en el que pronunció su nombre sintió la caricia cálida de su piel tocándole el brazo. Le vio de pie junto al Arno, con la luz del sol bailándole alrededor. Todos sus recuerdos de él estaban cargados de vida. No era posible que hubiera muerto.
Orietta negó con la cabeza.
—Carlo no lo sabe. Le separaron de él.
Rosa cogió a Orietta de las manos y ambas sollozaron juntas. Al menos podían llorar la muerte de Piero y Roberto y sentirse agradecidas por el regreso de Carlo. Sin embargo, no saber nada de Luciano era una tortura. Por lo que Rosa había oído, cualquier soldado en España estaba mejor muerto que apresado. Ambas mujeres seguían aferrándose una a la otra cuando un cliente entró en la tienda. Se sobresaltó cuando vio sus rostros afligidos.
—¿Ya se han enterado de las noticias? —les preguntó.
Rosa reconoció al hombre. Era el signor Lagorio, un amigo de los Trevi. No logró comprender qué les estaba diciendo.
El signor Lagorio sacudió la cabeza.
—Este es el fin de Europa. Alemania ha invadido Polonia.
Rosa sentía demasiado dolor como para soportar más desgracias. Se quedó aturdida durante un momento antes de comprender lo que el signor Lagorio les acababa de contar. «Los británicos y los franceses no lo permitirán», pensó. Habían dejado que Hitler se quedara con Checoslovaquia, pero ahora tendrían que detener a aquel tirano.
—¿Entonces estamos en guerra? —preguntó Orietta secándose el rostro.
—Todavía no —le contestó el signor Lagorio—. Mussolini ha declarado que Italia es no beligerante.
—Pero ¿y qué pasa con todos esos pactos que Mussolini ha firmado con Hitler? —preguntó Rosa—. Es imposible que Italia permanezca neutral si Gran Bretaña y Francia le declaran la guerra a Alemania.
El signor Lagorio dejó escapar una risotada sarcástica.
—Eso es lo que usted se piensa, ¿verdad? Pero no, esa no es la naturaleza de nuestro líder. Todas sus poses promilitaristas no estaban orientadas más que a reforzar su ego. Está claro que Italia no se encuentra equipada para ir a la guerra. Yo les diré lo que hará. Una vez que comience la contienda, verá cuál es el bando que va ganando y se unirá a él justo antes de que se declare la victoria.
Rosa se horrorizó al pensar que el mundo estaba desmoronándose por la guerra, aunque ahora comprendía que aquel efecto dominó había estado fraguándose durante años. Sin embargo, lo que más le sorprendió fue que el signor Lagorio se hubiera burlado de Mussolini abiertamente. Cuando salió a hacer recados esa tarde, oyó opiniones similares en la oficina de correos y en el banco.
—Los alemanes son un hatajo de bestias —oyó que una mujer le susurraba a otra en la cola de la oficina de correos—. Estaríamos mejor aliándonos con los británicos y los franceses. Al menos ellos son civilizados.
La gente mencionaba las políticas de Hitler que afectaban a los judíos. Pensaban que los británicos eran mejores luchadores y que Italia tenía mucho en común con Francia. Los italianos habían deseado la gloria; habían querido tener un imperio. Sin embargo, lo que no querían era una alianza con Alemania.
Cuando Rosa llegó a la calma de su hogar, entró sigilosamente en la sala de estar antes de ir a saludar a sus niños. Se sentó en el sofá y se tapó la cara con las manos. Lloró tanto por Piero, Roberto y Luciano que notó dolor en los costados del cuerpo y se le secó la garganta. Sabía que tenía que desahogar la pena que sentía en su interior antes de que Antonio regresara a casa. Se mostraría comprensivo por que ella estuviera disgustada por el destino incierto de su antiguo amante y por la muerte de sus amigos, pero Rosa sabía que, de algún modo, no sería respetuoso por su parte, y que heriría sus sentimientos, incluso aunque él no lo demostrara. Después de todo, Antonio también tenía su orgullo.
—¡Luciano! —exclamó Rosa entre lágrimas—. ¡Qué estúpidos hemos sido todos!
Luciano y Roberto tenían razón cuando habían intentado deshacerse de Mussolini años atrás en lugar de esperar a que Italia se viera sumida en el desastre. No obstante, muy poca gente había apoyado a los antifascistas. Muchos los habían denunciado en aquella época, cuando consideraban que Mussolini era un dios que iba a conseguir la gloria para todos ellos. Ahora quedaba claro que, en realidad, Mussolini era un diablo que pretendía arrastrar a su propia gente al mismísimo infierno.