TRECE

La noche siguiente, cuando Rosa iba de camino a casa, encontró a Luciano esperándola en la esquina de la calle. Se había afeitado la barba y tenía un aspecto joven y lozano.

—He pensado que podíamos ir a dar un paseo —le dijo.

Rosa sonrió, agradecida por que las revelaciones de la noche anterior no hubieran hecho que se sintieran incómodos.

—Sí —le respondió.

Pasearon en dirección al Arno. La luz del día iba desapareciendo y el aire era fresco. Llevaban la cesta de Sibilla entre los dos, un asa cada uno. Los tenderos les sonreían y las mujeres se detenían a admirar a Sibilla.

Che bella bambina! Che bella coppia! —les decían—. ¡Qué hermosa niña! ¡Qué hermosa pareja!

Rosa no sabía cómo reaccionar ante aquellas atenciones. Se había acostumbrado a los abucheos y a las miradas hostiles. Cuando caminaba por la calle, solía hacerlo con la cabeza gacha. Sin embargo, en compañía de Luciano era totalmente diferente. Rosa levantó la mirada y devolvió los saludos orgullosa. ¿Acaso era posible ser así de feliz? ¿Acaso era posible ser así de normal? Sintió que el oscuro agujero de su corazón se cerraba ligeramente. Puede que no supiera quiénes eran sus padres, pero eso no significaba que no pudiera tener una familia propia.

Llegaron hasta el lugar a la orilla del Arno donde se habían encontrado por primera vez.

—Te daba el sol en los ojos —recordó Luciano agachándose para besar a Rosa en la frente.

Ella lamentó haber echado a perder el momento de pasión de la noche anterior. Sin embargo, sabía que ambos seguían confundidos por su reacción. Comprendió que Luciano aguardaría hasta que ella estuviera lista, y eso la hizo quererlo aún más.

Tomaron asiento allí, con los brazos entrelazados y las cabezas juntas, charlando sobre naderías hasta que salió la luna. Entonces él se puso en pie y le tendió una mano.

—Hay algo que quiero que escuches —le dijo.

Unas calles más abajo, se detuvo frente a una casa y le pidió a Rosa que se sentara junto a él en el escalón de la puerta. La hermosísima voz de una cantante de ópera resonó desde la ventana abierta de una de las casas al otro lado de la calle. Rosa vislumbró a una mujer de cabello rubio cuya silueta se recortaba contra el papel pintado de color rojo sangre de la pared de la habitación en la que se encontraba. Estaba cantando un aria. Había rejas en la ventana. Las hojas de una palmera en una maceta se asomaban entre los barrotes y se agitaban con la brisa. Así, daba la sensación de que aquella mujer era una especie de ave exótica encerrada en una jaula. Su voz era dulce y conmovedora.

—¿Quién es? —preguntó Rosa.

—La esposa del sereno —le contestó Luciano—. Canta todas las noches después de que su marido se marche al trabajo.

Rosa se apoyó sobre el hombro de Luciano. La voz de aquella mujer era excepcional. De haber estado ocupando un asiento en el palco real del Teatro Comunale, no habrían presenciado nada más espléndido.

La escucharon durante un rato más hasta que Luciano le dio un suave codazo.

—Orietta estará sirviendo la cena y será mejor que llevemos a Sibilla a casa antes de que haga demasiado frío.

Recogió la cesta de la niña y le ofreció el otro brazo a Rosa.

—Esa mujer tiene una voz extraordinaria —comentó Rosa entrelazando su brazo con el de Luciano.

—Sí, ha desaprovechado su vocación.

Caminaron por las calles, que ahora se habían quedado más tranquilas. Rosa caviló sobre lo que Luciano le había dicho acerca de la mujer del sereno. Si el padre de Luciano no hubiera cometido los errores que cometió, él probablemente habría ido a la universidad o habría ocupado su lugar en el negocio familiar. No tendría que haberse empleado de vendedor ambulante o de jornalero.

—¿Sientes que tú también has desaprovechado tu vocación? —le preguntó.

Luciano frunció el ceño.

—¿Desaprovecharla? No, no la he desaprovechado —le respondió—. Estoy seguro de que me llegará algún día. Y estoy impaciente por que llegue ese momento.

Rosa examinó su expresión decidida. Él no era como los demás. Había algo muy dinámico en su forma de ser. Ella también estaba de acuerdo en que su destino debía de ser especial. Parecía elegido para ello.

«¿Acaso no me sentí predestinada yo también para algo tiempo atrás? —recordó—. Ahora mi destino es ser madre.» Sin embargo, no podía quejarse. Quería a su hija más que a su propia vida y trabajar en la tienda de Antonio era más un placer que un trabajo.

Poco después de que Rosa comenzara a trabajar para Antonio, este empezó a llevarla a subastas, mercados y ventas de inmuebles.

—Que te guste una pieza y que comprendas su historia es una cosa —le explicó durante una exposición previa a una subasta—, pero tasarla es otra muy distinta. Tienes que tener la seguridad de que encontrarás un cliente al que le guste tanto como a ti, porque, de otro modo, el dueño de una tienda corre el riesgo de llenar su establecimiento de objetos hermosos pero invendibles. Me he dado cuenta de que te fascinan los muebles vistosos, pero nuestros clientes quieren cosas que sean tanto prácticas como hermosas.

Llevó a Rosa hasta un armario de nogal con coronas de rocaille. Tenía tres puertas con espejos biselados y patas estilo cabriolé. Rosa pasó las manos por aquella pieza francesa.

—Es muy bello —comentó.

—Nadie lo comprará a menos que reduzcan el precio de partida —le confió Antonio.

—¿Por qué no?

—Porque casi mide dos metros y medio de alto. Es demasiado grande para que una sirvienta de tamaño medio o la señora de la casa lleguen a las baldas más altas. Debemos utilizar como orientación tanto lo práctico como lo bello. Que un objeto sea útil también encierra cierto atractivo —le dijo dedicándole una sonrisa.

Rosa había pensado que Antonio se comportaba de forma condescendiente demostrando una actitud cínica respecto a su don, pero, claramente, también la respetaba por su inteligencia y por eso le daba explicaciones sobre su trabajo. Aunque se llamaban por sus nombres de pila y se tuteaban cuando los clientes no los oían, la relación entre ellos seguía siendo formal. En ese momento, Rosa descubrió que sentía simpatía por él. Comenzó a pensar en él más como un amigo.

—¿Y qué te parece este mueble? —le preguntó Antonio señalando una mesa de té de estilo español fabricada en madera de castaño.

Se metió la mano en el bolsillo y sacó una lupa. Se la entregó a Rosa. Ella examinó el borde festoneado y la base en forma de lira en busca de astillas, grietas, arañazos o decoloraciones, tal como él le había enseñado. Estaba empezando a comprender qué defectos tenían poca importancia, cuáles reducían el valor del mueble y cuáles lo aumentaban. Comprobó la marca del fabricante. Las patas eran originales, cosa que no mostraba indicios de que hubieran sido sustituidas o reconstruidas. Rosa acarició con la punta de los dedos la superficie del tablero y lo examinó detenidamente.

—Le han dado un nuevo acabado —comentó—. Y se ha lijado la pátina original.

—¿Y eso qué significa? —le preguntó Antonio, arqueando las cejas.

—Darle un nuevo acabado arruina el valor de una antigüedad.

—¿Porque…?

—Porque la pátina es la historia de un objeto y muestra lo que le ha sucedido a lo largo del tiempo. Un acabado agrietado, una muesca, un rasguño… son todo cosas que dotan de carácter a un mueble. La pátina es lo que convierte un objeto en una verdadera antigüedad. De cualquier otro modo, casi sería mejor comprar un mueble recién fabricado.

Antonio aplaudió.

—¡Excelente! ¡Ahora ya no solo eres preciosa, sino que también estás bien informada!

Una de las tareas favoritas de Rosa era encontrar objetos que los clientes hubieran solicitado específicamente, como un tipo de espejo o de mesa en particular para terminar de decorar una habitación. Antonio la enviaba a seleccionar los posibles muebles y, más tarde, los examinaba él mismo antes de decidir cuál era el más adecuado. Un día se alegró muchísimo cuando Antonio le dijo que le habían pedido que encontrara un objeto único como regalo de cumpleaños para una niña de doce años.

—La clienta no lo necesita hasta la primavera —le explicó Antonio—, así que todavía tenemos tiempo. Al parecer, se trata de una niña muy inteligente a la que le gusta escribir y dibujar en su diario. Hay una vendedora en Fiesole que está en plena redecoración de su casa. Podemos ir mañana por la mañana, si te apetece venir. En esa familia siempre ha habido muchas mujeres. Es posible que encontremos algo adecuado allí.

Rosa se estremeció al oír mencionar Fiesole. Podía dejar a Sibilla con Orietta por la mañana, pero se imaginó a sí misma con Antonio entrando en Villa Scarfiotti. Hacía muchos meses ya que había conseguido olvidar aquel mundo.

—¿Cómo se llama la vendedora? —le preguntó.

Antonio la contempló con interés.

—La signora Armelli. ¿La conoces de algo?

Rosa negó con la cabeza.

—No, era por curiosidad —le contestó, aliviada por que no fuera la marchesa.

La villa de la signora Armelli era un edificio del siglo XVIII con vistas panorámicas a las colinas de Florencia. Cuando Antonio aparcó la camioneta en el caminillo de entrada, Rosa se sorprendió al ver otras dos furgonetas Fiat más allí aparcadas.

—No hay de qué preocuparse —la tranquilizó Antonio abriéndole la portezuela—. No son de la competencia. Pertenecen al signor Risoli, que está especializado en libros y mapas raros, y al signor Zalli, que colecciona alfileres de sombreros y botones.

El mayordomo condujo a Rosa y a Antonio por un pasillo hasta una habitación atestada de muebles y objetos domésticos. Todas y cada una de las superficies estaban cubiertas de cachivaches. Antonio centró su atención en una vitrina de caoba que hacía esquina, mientras que Rosa se quedó junto al umbral de la puerta durante un instante, asimilando lo que estaba viendo. Había alfombras orientales apiladas en el suelo junto con muebles de hierro fundido, grabados botánicos, lámparas y apliques, y un par de espejos venecianos. Localizó un tablero de ajedrez de mármol sobre una mesa plegable y vislumbró la imagen de dos ancianos caballeros jugando en él, hasta que la escena se desvaneció.

Había un par de muñecas de porcelana y algunos espejos de mano de madreperla, pero Rosa intuyó que la clienta que quería el regalo de cumpleaños no estaba buscando algo como aquello. Examinó el interior de un cajón lleno de abanicos de encaje y marfil antes de fijarse en un par de candelabros amontonados sobre un viejo tocador. Entre ellos descansaba un objeto semicubierto por un tapete de seda. Rosa se acercó al tocador, preguntándose qué sería lo que había debajo. Levantó el tapete y descubrió una caja de escritura con bordes redondeados. Estaba decorada en peltre con incrustaciones que mostraban la imagen de un ciervo en un bosque. En el interior contenía un tablero de escritura de terciopelo en relieve con compartimentos para el papel y los instrumentos de escritura. Rosa tocó el contorno de la caja y encontró un resorte que activaba un mecanismo. Lo pulsó y exhaló un grito de alegría cuando se abrió un cajoncito secreto.

Llamó a Antonio.

—Creo que he encontrado algo para una niña de doce años.

Antonio se quedó tan impresionado por el hallazgo de Rosa que le prometió que la llevaría a celebrarlo a la Casa dei Bomboloni, famosa por sus rosquillas.

—Tienen un sistema bastante ingenioso para elaborar los bomboloni —le contó, una vez que estaban de nuevo en la camioneta, de vuelta hacia Florencia—. Los dejan caer por una rampa de rejilla para eliminar el exceso de aceite antes de que aterricen en la bandeja del azúcar.

En la Casa dei Bomboloni, Rosa y Antonio tomaron asiento junto al ventanal. Rosa, que nunca había probado los bomboloni, se dejó llevar por el sabor dulce y esponjoso de la masa.

—¿Te gustan? —le preguntó Antonio alargando la mano por encima de la mesa para quitarle una miga de la barbilla.

—¡Están muy buenos! —le respondió Rosa, avergonzada por que se le hubieran quedado restos de comida en la cara sin darse cuenta.

En la radio sonaba la tonadilla popular del momento:

Cuando sonríes, siempre me río.

Cuando te ríes, siempre sonrío…

Aquella letra no tenía ningún sentido, pero la musiquilla resultaba pegadiza y Rosa siguió el ritmo dando golpecitos en el suelo con el pie. La canción fue interrumpida por la Giovinezza a todo volumen, seguida de un anuncio de que Il Duce iba a dar un discurso. Todos los presentes en la Casa dei Bomboloni prestaron atención. El personal que estaba atendiendo tras el mostrador dejó de servir a los clientes y los bomboloni dejaron de caer por el tobogán. Antonio se puso en pie y Rosa hizo otro tanto, aunque se odió a sí misma por hacerlo. Sin embargo, no ponerse en pie mientras Mussolini hablaba llamaría la atención y podía provocar que la detuvieran. Y no estaba dispuesta a correr ese riesgo.

El anuncio de Mussolini era una prolija explicación sobre su noción del fascismo: «El Estado lo es todo. Las personas solamente serán aceptadas siempre que sus intereses coincidan con los del Estado…».

Cuando terminó la transmisión, Antonio la llevó de vuelta a la tienda. Rosa no pudo evitar preocuparse por lo que Mussolini había dicho de que no existía ningún valor humano o espiritual más allá del Estado. Luciano no se habría puesto en pie para escuchar una proclama como aquella. Se sintió débil por haberse desmoronado ante un adoctrinamiento tan insulso.

Antonio notó que algo le preocupaba.

—¿Qué te pasa? —le preguntó.

—Yo no soy fascista —le contestó Rosa—. Y quiero que lo sepas.

—¡Por Dios santo! —exclamó él—. ¿Y crees que yo lo soy?

Se volvió hacia él, aliviada, aun sin estar totalmente convencida.

—Pero tienes el carné del Partido Fascista. Lo he visto en los archivos de la oficina.

Antonio se encogió de hombros.

—Todos los comerciantes estamos obligados a tenerlo, porque si no, los fascistas vendrán y nos destrozarán la tienda. Nos ponemos la camisa negra cuando toca, levantamos el brazo en alto cuando nos lo exigen y, después, volvemos al trabajo y dejamos atrás esa estúpida bufonada. Además, mis abuelos eran judíos. No puedo correr riesgos.

—No lo sabía —le dijo Rosa recordando su visión de los candelabros—. Pensaba que tu madre era católica.

Antonio se quedó perplejo; debía de preguntarse cómo sabía ella aquello.

—Mi padre se convirtió al catolicismo para casarse con mi madre —le explicó—. A mí me criaron en la fe católica. Sin embargo, parece que todas esas cosas no importan en Alemania, y Hitler y Mussolini son demasiado amigos como para estar tranquilo.

Rosa recordó que mientras la compañía estaba de gira, Luciano le había hablado acerca del boicot a los negocios judíos que estaba teniendo lugar Alemania.

—¿Crees tú que ese tipo de discriminación racial sucederá también aquí? —le preguntó a Antonio.

Él negó con la cabeza.

—No, los italianos son brava gente. No son racistas, como los alemanes. El propio Mussolini tiene una amante judía. Pero los matones fascistas…, bueno, nunca se es lo bastante precavido. Podría influirles cualquiera con un plan oculto.

—¿Eso te intranquiliza? —le preguntó Rosa.

Antonio se echó a reír.

—La vida es demasiado corta como para andar angustiándose constantemente. Yo lo que digo es: «Preocúpate por el día de hoy y el mañana se preocupará de sí mismo». Ninguno de nosotros podemos predecir el futuro. Los idiotas como Mussolini vienen y van. Así ha sido siempre desde el Imperio romano. Finalmente, el péndulo acabará por volver a oscilar hacia el liberalismo desenfrenado.

Al principio, Rosa se quedó horrorizada con el pragmatismo de Antonio, pero después comprendió el sentido que había tras él. El fascismo era como un incendio fuera de control: resultaba demasiado grande como para luchar contra él, así que lo mejor que se podía hacer era dejar que se extinguiera por sí mismo. Se reclinó hacia atrás en el asiento. Por muy culpable que la hiciera sentirse, se alegró de escuchar a alguien tomándose a la ligera la política italiana para variar. Admiraba el enfoque vital de Antonio, aunque estaba convencida de que Luciano no lo aprobaría.

Rosa solía pensar que su trabajo era como una búsqueda del tesoro. Acudía a las casas que se estaban redecorando y también a los hogares de la gente fallecida.

—¿Eso no te parece un poco macabro? —le preguntó Orietta un día—. ¿Rebuscar entre las pertenencias de un muerto?

—No —le respondió Rosa—. Ya que no puedes llevarte al otro mundo tus bienes terrenales, por lo menos que otra persona los disfrute. Además, al fin y al cabo, todas las antigüedades son «objetos personales de muertos».

Sin embargo, había un aspecto de su trabajo para el que Rosa no estaba preparada. Un día, Antonio la envió a una casa en la Via della Pergola.

—Ve a ver si hay algo que pienses que vale la pena —le pidió.

La casa era blanca con postigos de color verde. La puerta de madera pulida de roble y el balcón sobre ella de hierro forjado le daban al edificio un aire de elegancia. Rosa se estremeció anticipando los hermosos objetos que esperaba encontrar en el interior. Estaba a punto de cruzar la estrecha calle hacia la casa cuando aparcó frente a ella un camión con la parte trasera descubierta. Unos instantes más tarde, una mujer y dos niños aparecieron en el umbral de la puerta, cada uno de ellos con una maleta. El niño y la niña iban vestidos con unos caros abrigos de lana, y la mujer lucía un collar de perlas en el cuello; y, sin embargo, en sus rostros se reflejaba una expresión sombría. El conductor del camión cargó las maletas y ayudó a los niños a que se subieran en la parte trasera y a la mujer a que ocupara el asiento del copiloto. La siguiente persona que atravesó la puerta fue un hombre delgado de unos cuarenta y cinco años. Arrastraba un baúl, y el conductor del camión le ayudó a cargarlo. El hombre miró fijamente a la mujer, pero ella se puso rígida y apartó la vista de él. Él volvió a desaparecer en el interior de la casa. Una pareja de ancianos estaba mirando por la ventana de la vivienda contigua, pero la mujer ignoró su presencia.

Volvió a abrirse la puerta principal de la casa y esta vez salieron dos hombres embutidos en sendos monos transportando un diván de terciopelo con borlas doradas. No lo metieron en el camión, sino que lo apoyaron sobre la acera. Volvieron a entrar en la casa y sacaron un par de lámparas de filigrana y un tiesto de terracota. El hombre delgado salió con un par de cuadros. Le acarició a la niña la mejilla y le revolvió el cabello al muchacho. Sin embargo, cuando se giró y vio a los transportistas cargando una camita infantil con ángeles tallados en el cabecero, no logró mantener la compostura. Le temblaron las manos y los labios. Entonces fue cuando Rosa comprendió que aquella familia estaba siendo desahuciada. Al entenderlo, se le retorcieron las entrañas y aquello le provocó un dolor físico real.

Un perro spitz de pelaje blanco se asomó a una de las ventanas de la primera planta de la casa y presionó el morro contra el cristal mientras lo arañaba con una pata. Se le unió una gata blanca de cabecilla y lomo negros. Esta última se sentó en el alféizar de la ventana y miró hacia el exterior.

—¡Ambrosio! ¡Allegra! —gritó la niña. Y volviéndose hacia el hombre, le preguntó—: Babbo, ellos también vienen, ¿no?

Su hermano, que era mayor, miró a su padre. El hombre negó con la cabeza.

—¡No! —exclamó la niña—. ¡No podemos abandonarlos! ¡Cualquier cosa menos ellos!

El hombre se miró fijamente los pies y, rápidamente, abrió la portezuela del asiento del copiloto del camión y se subió a él junto a su esposa. El conductor arrancó el motor. La niña se agarró al borde del camión, con el rostro y los nudillos lívidos. Las lágrimas le caían por las mejillas. El perro ladró desesperadamente. La gata maulló. El camión ganó velocidad y desapareció doblando la esquina. Rosa se quedó clavada en el sitio. Lo único en lo que podía pensar era en los Montagnani, cuando los desahuciaron de su hogar. Y ahora había presenciado en directo aquella espantosa escena. No pudo contener los sollozos, que la embargaron por completo.

Estaba a punto de marcharse de allí cuando salió un hombre vestido de traje por la puerta y se percató de su presencia.

—¿Signora Bellocchi? —la llamó—. Soy Fabio Mirra. El signor Parigi me pidió que la atendiera. He reservado una mesa y unas sillas de comedor que creo que le gustarán.

Rosa pensó que aquel debía de ser el acreedor. No podía ni imaginar que alguien lograra guardar la compostura de aquella manera después de haber desahuciado a un hombre y a los suyos. Era más o menos de la misma edad que el padre de aquella familia y él mismo bien podía tener hijos. Sin embargo, no presentaba el aspecto despiadado que ella hubiera esperado. Rosa se sacó un pañuelo del bolsillo y se secó las mejillas antes de acercarse a él.

El signor Mirra le puso una mano sobre el hombro.

—No conviene involucrarse emocionalmente —le aconsejó en tono paternal—. Ese hombre nació teniendo más riquezas de las que usted o yo llegaremos jamás a conocer. Sin embargo, se lo jugó todo. Es como una enfermedad para ciertas personas. Por supuesto, lo siento por su esposa y por sus hijos. Esa es la parte dura.

Rosa recordó la expresión afligida en el rostro de la pequeña.

¿Qué es lo que habría pensado aquel hombre cuando vio a su mujer humillada y a sus hijos angustiados? ¿Le afectaría saber que había traído la desgracia a la gente que dependía de él? No pudo evitar pensar en el padre de Luciano. Al menos, aquel hombre se había quedado con su familia para compartir su destino.

—Lo lamento —le dijo Rosa, recomponiéndose lo mejor que pudo—. Cuando el signor Parigi me envió aquí no sabía que esto era…

—¿Un desahucio? —le dijo el signor Mirra asintiendo comprensivo y guiándola hacia el interior del edificio.

La casa era aún más hermosa de lo que Rosa había previsto, con papel pintado de color blanco y crema, revestimientos de palo de rosa y suelos de parqué. Sin embargo, para ella había dejado de ser mágico.

—¿El signor Parigi suele comprar objetos en los desahucios? —le preguntó Rosa.

Le tenía cariño a Antonio, pero le dolía pensar que pudiera ser un buitre, aprovechándose de las desgracias ajenas.

—Todos los comerciantes lo hacen, de alta y baja categoría —le respondió el signor Mirra conduciéndola hacia el salón comedor, de cuyo techo colgaba una lámpara de araña de cristal de Bohemia—. Tiene que pensar, signora Bellocchi, que lo que está haciendo, de algún modo, es ayudar a esa gente. Cuanto más compre usted, mejor podrán ellos pagar sus deudas. El signor Parigi no fue el que le dijo a ese hombre que se jugara su fortuna, ¿no es cierto?

Rosa negó con la cabeza.

—No, supongo que no.

El juego de mesa y sillas que el signor Mirra había reservado para ella era tan impresionante como le había prometido. La mesa era de estilo Luis XVI y las sillas medallón a juego estaban tapizadas en lino con escenas pastorales. Estas últimas estaban ligeramente desgastadas, pero no tenían manchas, y la mesa no había sufrido ningún tipo de alteración. Rosa sabía que su sencilla elegancia atraería a muchos clientes.

—Son muy hermosas, estoy segura de que al signor Parigi le gustarán —comentó Rosa—. ¿Puede guardarlas hasta esta tarde?

—Por supuesto —le contestó el signor Mirra haciéndole una ligera reverencia.

Rosa le siguió de vuelta al pasillo cuando oyó al perro ladrar.

—¿Qué les sucederá a los animales? —le preguntó.

El signor Mirra se encogió de hombros.

—Podré soltar al gato para que cace ratones, pero el perro…, bueno, va contra la ley liberarlos en la calle por si contraen la rabia. Tendré que llevarlo a la comisaría de policía para que lo…

—¿Maten?

—Para que lo sacrifiquen.

Aquel eufemismo no suavizaba la realidad. Rosa recordó la expresión destrozada en el rostro de la niña. Ambos animales habían sido mascotas queridas. Pasaron por la sala de estar y Rosa vio al felino metiendo una pata por debajo de la puerta. Vaciló y miró un fresco de Pompeya que había en la pared.

El signor Mirra se volvió hacia ella.

—¿Hay algo más que le interese, signora Bellocchi? —le preguntó.

—Sí —le respondió ella alisándose el abrigo—. Me gustaría llevarme al perro y a la gata.

Antonio miró alternativamente a la gata hecha un ovillo en el alféizar de la ventana y al perro sentado a sus pies.

—Lo de la mesa y las sillas lo entiendo —dijo—, pero, por favor, explícame una vez más cómo es que ahora soy el dueño de estos dos nobles animales.

Allegra saltó del alféizar de la ventana y se frotó contra la pierna de Rosa. Emitió un ronroneo tan sonoro que podría haber sido el motor de un camión.

—No puedo comprender a la gente que abandona a sus animales, del mismo modo que no entiendo a los que dan a sus hijos en adopción —le contestó Rosa agachándose para rascar a la gata bajo el morro.

Levantó la mirada y vio que Antonio le estaba sonriendo mientras sacudía la cabeza.

—Bueno, el perro sí me gusta —reconoció—. Es italiano. Un volpino italiano. Un zorrillo italiano. Han sido los favoritos de la realeza durante cientos de años. Miguel Ángel tenía uno. Pero la gata…, es que no me gustan los gatos.

Rosa se puso rígida.

—¡No puedes deshacerte de ella! Son como hermanos.

Antonio trató de contener una débil sonrisa que le estaba cosquilleando en los labios. Rosa no tenía ni idea de cómo interpretar el brillo de su mirada.

—Bueno, vale, se puede quedar —concedió Antonio—. Pero tú te encargarás de limpiar el pelo de gato y de evitar que arañe los muebles.

Cuando regresó a casa aquella noche, Rosa le dio a Luciano un largo abrazo.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó él.

No quería contarle que había presenciado un desahucio porque aquello le evocaría su propio dolor. Sin embargo, la mirada de desesperación en el rostro de la pequeña se le había quedado grabada en la mente. Le dolía el corazón al pensar en el sufrimiento que había presenciado. La única manera en la que sentía que podría aliviarlo era cuidando de Allegra y Ambrosio.

—Es solo que estoy cansada —le contestó colocando la cesta de Sibilla junto a la estufa.

—Quiero enseñarte algo —le dijo Luciano llevándola hacia el pasillo.

Salieron del edificio y volvieron a entrar en él por la puerta contigua, y subieron varios tramos de escaleras hasta un apartamento de una sola habitación con vistas a la calle. Una cama doble con una colcha de volantes ocupaba la mayor parte del espacio. Un pequeño armario y la cuna de Sibilla se encontraban en una esquina. Luciano ahuecó las almohadas bordadas de la cama.

—Acuéstate —le dijo—. Ahora esta es nuestra casa —él mismo se echó en la cama y le dio unos golpecitos con la mano al espacio que había junto a él—. Orietta ha cosido todas las colchas.

Rosa no pudo moverse. Luciano se había molestado mucho por hacer que la habitación le agradara. ¿Acaso pretendía casarse con ella? Sintió el corazón henchido al imaginarlo: un marido, una niña, una acogedora habitación. ¿Qué más podía desear?

—Ven aquí, Rosa —le dijo—. Túmbate y descansa. Está claro que estás muy cansada.

Ella se quitó los zapatos y se tumbó junto a él. Él la rodeó entre sus brazos y Rosa se sintió instantáneamente reconfortada por su fuerza. Aunque todavía no habían mantenido contacto físico íntimo, Rosa sabía que Luciano la consideraba su mujer.

—¿Qué significa esto? —le preguntó.

Luciano no le contestó inmediatamente, y a Rosa se le cayó el alma a los pies. Puede que le sucediera como a la mayoría de los hombres y no deseara casarse con una mujer que ya no era virgen.

Luciano suspiró.

—Me encantaría casarme contigo, Rosa, más que nada en el mundo.

Vaciló y se deslizó fuera de la cama, acercándose a la ventana y mirando hacia el exterior.

—¿Pero…? —le instó Rosa.

Luciano se volvió hacia ella.

—Ahora no es el momento —le contestó—. Quiero casarme contigo cuando pueda proporcionaros a Sibilla y a ti un país sin fascistas. Una Italia de verdad.

—Vaya, eso sí que sería un buen regalo de bodas —comentó Rosa incorporándose.

Estaba tratando de tomarse a la ligera la situación, pero se le rompía el corazón. Sabía que las actividades antifascistas de Luciano eran importantes para él, pero no comprendía por qué debían interferir con que ambos tuvieran una vida en común.

Luciano regresó a la cama y le apartó a Rosa el pelo de la frente con una caricia.

—¿Puedes confiar en que mantendré mi promesa? —le preguntó.

Ella le miró a los ojos. Las madres solteras en Italia resultaban inaceptables, pero las parejas que no estaban casadas eran algo diferente. Muchos hombres y mujeres de clase trabajadora convivían sin casarse hasta que podían permitirse al menos una cama de matrimonio. Rosa se apartó. Amaba a Luciano, pero quería algo más. Deseaba tener un apellido, uno de verdad. Quería aparecer en algún lugar del árbol genealógico de alguien. Y anhelaba poder darle un padre a Sibilla. Entonces, se le ocurrió otra razón por la que Luciano no quisiera casarse.

—¿Acaso Sibilla y yo estamos en peligro? ¿Nuestro traslado aquí tiene algo que ver con los panfletos?

Luciano adoptó una expresión sombría.

—Han detenido a la mujer que me entregó los panfletos cuando estábamos en Lucca. Es dura de pelar, así que no creo que hable, pero podría hacerlo.

—Entonces eres tú quien está en peligro —repuso Rosa—. Ella apenas se percató de mi presencia.

Luciano negó con la cabeza.

—Los fascistas utilizan a esposas e hijos para llegar hasta los hombres que se oponen a ellos. Quiero que Sibilla y tú estéis a salvo. Tengo que manteneros separadas de mí, al menos de momento. Pero te prometo que no siempre será así.

Rosa se apretó las manos entre sí. Ahora comprendía por qué Luciano había elegido un apartamento con vistas a la calle: para que ella pudiera escapar con Sibilla si veía que a él le detenían. Se sintió dividida. Amaba a Luciano, aunque temía volver a prisión. Pero, sobre todo, tenía miedo por su hija. Si la detenían a ella, Sibilla se quedaría huérfana.

El día en el que la clienta que había solicitado el regalo para la niña de doce años tenía que ir a recogerlo, Rosa llegó con Sibilla a la tienda antes de lo habitual. Su hija había crecido demasiado como para llevarla en la cesta y Antonio le había regalado un cochecito de bebé hecho de mimbre que, según le dijo, había conseguido «por apenas nada» en la subasta de una casa. Sin embargo, Rosa vio que estaba fabricado en Inglaterra y la ropita era nueva. Se sintió avergonzada, pero también agradecida. Cuando Luciano lo vio, Rosa mintió para no herir sus sentimientos. Le dijo que se lo había dado el benefactor del hogar de alguien fallecido. Necesitaba el cochecito: Sibilla pesaba demasiado como para transportarla a pulso desde el apartamento hasta la tienda.

Aquella mañana, Rosa se dirigió a la trastienda, pero se detuvo en seco cuando oyó unas voces acaloradas. Antonio estaba discutiendo con alguien. Rosa reconoció la voz de la signora Visconti.

—¿A qué viene esto? —le gritó ella—. Hemos sido felices durante años.

—Eso no es cierto —la contradijo Antonio.

—¿Con qué te ha amenazado tu padre ahora? —le preguntó ella—. ¿Con que si no te casas le cederá toda tu herencia a la Iglesia?

—No me importa ni lo más mínimo si lo hace —le espetó él—. Esa nunca ha sido la cuestión. Es que… se está haciendo viejo y no tiene nietos.

—Bueno, ¡pues entonces cásate! —le respondió la signora Visconti.

A Rosa, su tono no le pareció en absoluto convincente.

—¿Cómo puedo hacer tal cosa? La única mujer a la que he amado en este mundo es a ti.

Rosa percibió el dolor en el tono de voz de Antonio. Seguramente sería un buen marido algún día, pero sospechaba que no terminaría casado con la signora Visconti.

Aquella era una conversación demasiado personal como para andar escuchándola a hurtadillas, así que se retiró a su escritorio en la parte delantera de la tienda. Sacó a Sibilla del cochecito y la colocó en el suelo junto a ella. Su hija estaba empezando a andar sin ayuda, agarrándose a los muebles. Tenían un parque instalado en la trastienda, pero en la parte principal del establecimiento Rosa debía mantener vigilada a Sibilla en todo momento. Por muy tolerante que Antonio fuera con respecto a que trajera a su hija al trabajo y con que tuvieran a Ambrosio y Allegra como mascotas de la tienda, se imaginaba que no se sentiría demasiado entusiasmado si veía a una cría de once meses babeando sobre un sofá de doscientos años. Suspiró ante la alegre sonrisa de la niña. Sibilla se había destetado más pronto de lo que Rosa había previsto y ahora se sentía más interesada por los huevos cocidos que por los pechos de su madre. En poco tiempo, Rosa tendría que dejarla con Orietta, que entonces trabajaba a jornada completa en el apartamento.

—¡Cómo echaré de menos tu hermosa carita! —exclamó arrodillándose para darle un beso a Sibilla.

Sacó el catálogo de la tienda con la intención de actualizarlo, pero las voces que provenían del cuarto trasero crecieron en intensidad.

—No puedo divorciarme de Stefano y casarme contigo. ¡Esto es Florencia, no Hollywood! —le gritó la signora Visconti.

—¿Y por qué te casaste con ese payaso en primer lugar? —bufó Antonio.

—¡Porque él puede proporcionarme cosas que tú no podrías!

—¡Sí! ¡Un palazzo y una casa de campo! ¡Pero no le amas!

La signora Visconti se echó a llorar.

—¡No! ¡Te quiero a ti! ¡Pero no puedo hacerlo! ¡La Iglesia no lo permitiría! ¡Y no quiero arder en el infierno!

Rosa se quedó helada en el sitio, preguntándose qué debía hacer. Antonio apenas sabía nada de su vida privada y nunca había tratado de entrometerse. Por su parte, ella no quería saber de la suya más que lo estrictamente necesario. Se puso en pie con la idea de sacar a Sibilla a dar un paseo o ir a alguna cafetería durante un rato. Se estaba poniendo el abrigo cuando la signora Visconti, con los ojos llorosos, salió bruscamente de la trastienda. Pasó corriendo junto a Rosa sin apenas mirarla y se apresuró a salir del establecimiento. Rosa se volvió para ver a un Antonio de expresión afligida, pero rápidamente apartó la mirada de su rostro.

Buon giorno, Rosa —la saludó.

Buon giorno —le respondió ella sonrojándose—. ¿Puedo prepararte algo? ¿Una taza de té?

—Muchas gracias. Creo que me sentará bien.

Rosa recogió a Sibilla y se encaminó al cuarto trasero para poner el hervidor de agua al fuego. Antonio se sentó ante su escritorio y comenzó a hacer llamadas a los clientes. Ambos mantuvieron la apariencia de normalidad, pero el ambiente estaba cargado de tensión.

Por la tarde, Antonio fue a visitar a unos artesanos y Rosa se quedó en la tienda para encontrarse con la clienta que tenía que recoger la caja de escritura. Antonio le había proporcionado una lista con otros posibles objetos en caso de que a la mujer no le gustara la caja, pero a Rosa no le cabía la menor duda de que sería el regalo perfecto. Estaba limpiando unos jarrones de cristal cuando tintineó la campanilla de la puerta de entrada. Escuchó el frufrú de una falda y un aroma a azahar. Se dio la vuelta y se quedó helada en el sitio. Aquel cabello rubio rojizo y aquellos ojos azules eran inconfundibles. Era la signora Corvetto, la amante del marchese Scarfiotti.

Buon giorno, signora —le dijo Rosa tratando de recuperar la compostura.

La signora Corvetto le dedicó una sonrisa desconcertada. Había reconocido a Rosa, pero parecía tener problemas para identificar dónde la había visto antes. A Rosa le vino un tropel de recuerdos a la cabeza. Rememoró el día en el que había abandonado el convento. La signora Corvetto se encontraba en el interior del automóvil cuando el marchese fue a buscarla allí y le había puesto su chal de armiño sobre las rodillas.

—¿Viene usted a recoger la caja de escritura? —consiguió decirle finalmente.

—Sí —le contestó la signora Corvetto tomando el asiento que le había ofrecido Rosa—. El signor Parigi me ha dicho que es particularmente hermosa.

Rosa sonrió para ocultar su confusión interna. La signora Corvetto acabaría por reconocerla. Y entonces ¿qué pasaría? ¿Se lo diría a Antonio? ¿O se lo contaría al marchese Scarfiotti? Ella había cumplido el trato de permanecer apartada de la familia Scarfiotti y de no volver a mencionárselos a nadie. Sin embargo, parecía que el pasado la perseguía, quisiera o no.

Le mostró la caja a la signora Corvetto, que exhaló un grito emocionado cuando la vio. Pasó los dedos por la madera de palo de rosa y abrió el pestillo para mirar el interior.

—Es muy hermosa —comentó—. Qué inteligente por su parte haber pensado en algo así.

—Tiene un compartimento secreto —le explicó Rosa mostrándole el resorte.

—Es perfecta —aseguró la signora Corvetto—. ¿Podrían grabar una inscripción?

Rosa cogió su cuaderno para anotar las instrucciones de la signora Corvetto. Antonio odiaba que la gente grabara inscripciones en los objetos, pues destruía el valor de la antigüedad. No obstante, comprendía que la signora Corvetto pretendía hacer un regalo exquisito, no algo que más tarde pudiera revenderse.

—¿Qué desea que ponga? —le preguntó.

—«Para Clementina. Ocho de mayo de 1933.»

A Rosa le tembló la mano, pero hizo lo posible por parecer tranquila. Su querida Clementina. Recordó la fiesta en el jardín celebrada en honor de su noveno cumpleaños en Villa Scarfiotti. «La signora Corvetto es muy buena. Viene a verme siempre por mi cumpleaños», le había dicho Clementina. Los recuerdos que había procurado guardar en lo más profundo de su mente afloraron a la superficie: Clementina en la sala de estudio al despuntar el día, impaciente por empezar las clases; leyendo juntas Le tigri di Mompracem; el nerviosismo que Rosa había sentido cuando había tenido que dejarla con las instructoras de los Piccole Italiane…

—¿Se encuentra bien, signora…?

Rosa recobró la compostura.

—Signora Montagnani —le respondió, terminando la pregunta de la signora Corvetto—. Lo lamento, creo que he oído llorar a mi hija.

Hizo un gesto hacia la trastienda, donde se veía a Sibilla jugando con sus juguetes en el interior del parque.

La signora Corvetto se volvió para mirar a la niña.

—Qué criatura tan hermosa —comentó—. ¿Puedo cogerla en brazos? Me encantan los niños.

Rosa acompañó a la signora Corvetto a la trastienda y sostuvo a Sibilla para pasársela.

—¡Hola! —le dijo haciéndole cosquillas en la nariz a la niña.

Esta soltó una risita encantada. Dado que los miembros de la familia Montagnani se pasaban el día mimándola, no se mostraba tímida ante las atenciones de los demás.

La signora Corvetto se volvió hacia Rosa.

—¿Y tiene usted a su hija aquí mientras se encuentra en el trabajo?

—Solo será durante un poco más de tiempo —le confesó Rosa encogiéndose de hombros resignada—, cuando le daba de mamar debía tenerla aquí conmigo, pero ahora empieza a estar demasiado activa y pronto tendrá que quedarse en casa con su tía.

Una expresión afligida ensombreció el semblante de la signora Corvetto.

—No siempre es sencillo dejar a los hijos con extraños —comentó—. Sin embargo, a veces hay que hacerlo porque es lo mejor.

Ambas mujeres regresaron a la parte principal de la tienda, donde Rosa rellenó el recibo de compra, al que adjuntó los documentos que detallaban las características de la caja de escritura. No había experimentado ninguna visión de los orígenes de aquel objeto, y ahora lamentaba no haberlo intentado. Trató de forzar alguna imagen del pasado de aquella caja mientras la envolvía en papel de seda para llevársela más tarde al grabador, pero no le vino nada a la mente. Quizás su relación con su futura dueña impedía que viera qué había sido de los anteriores.

La signora Corvetto pagó la caja y Rosa le entregó el recibo. Al hacerlo, le rozó los dedos y sintió que un cosquilleo la recorría.

—Ya sé quién es usted —le dijo la signora Corvetto—. Usted fue la primera institutriz de Clementina, la signorina Bellocchi.

Rosa se ruborizó hasta la raíz del pelo.

—Clementina la ha echado terriblemente de menos —le aseguró—. Y yo creo que sigue extrañándola.

—Yo… no me marché voluntariamente —tartamudeó Rosa.

La signora Corvetto la miró sorprendida.

—¡Oh! —exclamó—. No lo sabía. Me dijeron que había encontrado un puesto en otro lugar.

La mente de Rosa comenzó a darle mil vueltas. Deseaba rogarle a la signora Corvetto que no le contara a nadie que la había visto. ¿Qué pasaría si Antonio se enteraba de que no era viuda? ¿O si la marchesa Scarfiotti descubría que todavía se encontraba en Florencia? Aunque temía que decir cualquier cosa empeorara la situación, decidió correr el riesgo.

—La marchesa Scarfiotti y yo —comenzó a decirle incómoda— no nos llevábamos bien.

La signora Corvetto fijó la mirada en el rostro de Rosa.

—Lo comprendo bastante bien —comentó—, tuvo que ser difícil para una chica tan joven como usted. La marchesa puede llegar a ser muy intimidante.

Rosa le abrió la puerta de la tienda.

—Por favor —le rogó en voz baja—, no le diga a nadie que me ha visto.

La signora Corvetto asintió.

—No, por supuesto que no. Ahora tiene usted una nueva vida con su marido y su hija. Lo único que le deseo es que sea feliz.

—Muchas gracias.

Rosa contempló a la signora Corvetto caminar calle abajo. Era una mujer muy elegante, pero además había algo en ella cargado de soledad.

Volvió a sentir un cosquilleo en la mano. Vio el rostro de la signora Corvetto apareciendo ante ella en la fiesta en el jardín. Su semblante se yuxtapuso al de Clementina, y aquella revelación dejó sin aliento a Rosa. La piel cremosa, el cabello rubio rojizo, los ojos azules… ¡La signora Corvetto era la verdadera madre de Clementina!

De repente, las cosas que habían sucedido cobraron sentido. Entonces, comprendió por qué había sido la signora Corvetto la que había acudido con el marchese a recogerla al convento y por qué siempre iba a visitar a Clementina por su cumpleaños. ¿Qué la habría obligado a entregarle su hija a la marchesa? «No siempre es sencillo dejar a los hijos con extraños. Sin embargo, a veces hay que hacerlo porque es lo mejor.»

Rosa pensó que debía de ser terrible para una madre encontrarse en aquella situación: ver a su hija crecer ante sus ojos y no ser capaz de reconocerla como propia jamás. No obstante, y por encima de todo, Rosa sintió lástima por Clementina. Pensó en la signora Corvetto y en Clementina abrazándose en la fiesta en el jardín. La niña estaba entonces en brazos de su verdadera madre sin saberlo siquiera.