DIEZ

A la mañana siguiente, la monja portera le trajo a Rosa pan y leche. Además le entregó un vestido similar al que llevaba puesto el día que abandonó el convento: de algodón negro con un cuello de Peter Pan. También había ropita para Sibilla. Rosa agradeció a la monja la generosidad del convento. Tras la fría acogida de la badessa, resultaba inesperado.

—También tengo tu flauta —le anunció entregándole la funda.

Rosa sintió el peso de su querido instrumento. Pensaba que lo había perdido para siempre. Tenerlo de nuevo entre sus manos le resultaba tan milagroso como la vuelta de Lázaro de entre los muertos. Levantó la mirada hacia la monja.

—Una mujer la trajo poco después de que desaparecieras —le dijo esta.

Rosa abrió la funda y contempló la flauta. «Ada debió de recuperarla», pensó. Notó un sentimiento cálido en el corazón al acordarse de la cocinera. Se palpó la llave por encima del cuello del vestido y vislumbró una serie de imágenes de su último día en la villa. Ada quería advertirla acerca de la marchesa Scarfiotti. ¿Acaso había percibido que algo terrible iba a suceder aquella noche? Rosa suspiró. No debía volver a pensar en ello. Tenía que dedicar todos sus esfuerzos y pensamientos a sobrevivir.

—Gracias —le dijo—. Por favor, dígale a la badessa que se lo agradezco mucho.

La monja se apartó a un lado para que Rosa pudiera salir por la puerta, sosteniendo en un brazo a Sibilla y la ropita envuelta en una sábana y en el otro la fluta. Cuando llegaron al portón de entrada que daba a la piazza la monja las bendijo a ambas.

—Por favor, rece por nosotras —le pidió Rosa—. Nunca tuve la intención de hacerle daño a suor Maddalena. Eso era lo último que pretendía.

La religiosa asintió.

—Rezaré por ti. Ten valor. Ahora en lo único en lo que debes pensar es en tu hija.

Tras llegar a la comune y conseguir la partida de nacimiento de Sibilla, Rosa decidió pedir también la asignación de la ONMI para madres solteras. Su experiencia en el hospital Santa Caterina la había vuelto desconfiada con respecto a la beneficencia, pero si no podía encontrar alojamiento por sus propios medios tendría que intentar hospedarse en uno de los hogares estatales para madres solteras. Justificó su cambio de actitud diciéndose a sí misma que si Mussolini le había provocado tantos sufrimientos injustos, del mismo modo podía pagar su reinserción en la sociedad. Estaba convencida de que su amiga Sibilla habría estado de acuerdo.

Rosa le pidió la vez a un funcionario y aguardó en una atestada sala de recepción. Se dio cuenta de que el color de su número era diferente del de las demás madres con recién nacidos sobre sus regazos. Cuando dos de ellas le dedicaron unas penetrantes miradas de desaprobación, comprendió que el color indicaba el estado civil.

—Favorecen a las mujerzuelas en lugar de a las mujeres casadas como nosotras —comentó una de ellas en una voz lo suficientemente alta como para que todo el mundo lo oyera—. ¡Nosotras también somos pobres, pero les dan a ellas las ayudas para alimentar a sus hijos!

—Es para evitar que los abandonen, ¡o los estrangulen! —le respondió su acompañante.

La mayor parte de la gente se ocultó aún más detrás de sus periódicos para evitar tomar parte en la discusión que se avecinaba. Sin embargo, algunas personas levantaron la vista con interés.

—Les están construyendo otro hogar especial más solo para ellas —añadió otra acompañada de un niño pequeño.

Rosa trató de pasar desapercibida leyendo los impresos. Sin embargo, notaba los ojos de aquellas mujeres clavándose en ella. Cuando no pudo soportarlo más se puso en pie para marcharse, pero en aquel momento una de las funcionarias dijo su número.

—Pase por aquí —le indicó conduciéndola hasta un escritorio detrás del mostrador.

Rosa esperó en el asiento frente a ella, mientras esta marcaba varias casillas en sus impresos.

—¿Cuenta usted con algún tipo de manutención? —le preguntó apartándose un rizo rebelde de la frente—. Por favor, escriba aquí la cantidad.

Rosa cogió la pluma que la funcionaria le ofrecía y anotó la cantidad de dinero que había ganado cosiendo. Por la forma en que esta arqueó las cejas, percibió que debía de ser muy poco.

—Nuestro hogar para madres solteras tiene una lista de espera —le explicó en tono compasivo—. Apuntaré su nombre en ella. Mientras tanto, he oído que hay alojamiento en las cercanías del Palazzo Vecchio.

Se inclinó hacia delante y murmuró:

—Ayudaría si… si se pusiera una alianza de boda y simulara que es usted viuda.

Rosa se sonrojó avergonzada, pero comprendió que las intenciones de aquella mujer eran buenas. Apenas pasaba de los veinte años y tenía ojos almendrados.

—Tiene usted derecho a recibir una ayuda para la crianza de su hija y para alojamiento —le informó recuperando su tono normal. Firmó los impresos—. Tenemos un comedor para madres a la vuelta de la esquina. Puede usted comer allí.

Rosa se sorprendió de que los fascistas fueran tan generosos con las madres solteras cuando el resto de la sociedad las despreciaba tanto.

—Necesito que mi supervisor apruebe estos documentos —le dijo la funcionaria—. Un momento, por favor.

Rosa acunó a Sibilla en sus brazos. Notó que iba aumentando su valor. Gracias a un poco de ayuda monetaria sus vidas resultarían más sencillas. Con su vestido limpio y la nueva ropita de Sibilla, Rosa sintió que nada podría detenerla. El sonido de los gritos de un hombre interrumpió sus pensamientos. Se volvió y vio a la funcionaria hablando con otro empleado público. El hombre señalaba con el dedo algo que había escrito en los documentos de Rosa. Al ver la escena, se le cayó el alma a los pies. ¿Qué sucedía? ¿La rechazarían porque ponía Figlia di Non Noto en sus informes? El asunto no pintaba bien, ¿verdad? No solo era huérfana, sino también madre soltera.

El supervisor se acercó a ella con la funcionaria, coloradísima, tras él.

—¿Ve usted este número aquí? —le espetó a Rosa tirándole los impresos por encima del regazo y golpeando a Sibilla en la carita con ellos—. Es usted una enemiga del Estado. ¡Y tiene la osadía de venir a pedir ayuda a ese mismo Estado!

Las mujeres que aguardaban en la sala de espera levantaron la cabeza, interesadas por ver qué estaba ocurriendo.

La funcionaria trató de intervenir.

—Pero si ya ha cumplido condena…

El supervisor levantó una mano para hacerla callar.

—Mala hierba nunca muere.

Sibilla se puso nerviosa por los gritos y comenzó a llorar. Rosa recogió los documentos de la partida de nacimiento y dejó los demás sobre la silla. Sin siquiera mirar al supervisor se dirigió hacia la puerta.

—¡Espere! —la llamó la funcionaria.

A pesar de las miradas de desaprobación que le dirigieron las mujeres de la sala de espera, la joven alargó la mano por encima del mostrador y le entregó a Rosa dos cajas de comida para bebés y un pañal de tela.

—Gracias —le dijo Rosa.

La funcionaria hizo un gesto de asentimiento. A Rosa le habría gustado añadir algo más, pero las miradas de la gente de la sala de espera fueron demasiado para ella. Se apresuró a salir a la calle. Se prometió a sí misma que, por muchas dificultades que tuviera que atravesar, nunca jamás volvería a recurrir a la beneficencia del Estado.

Tras caminar unas cuantas manzanas, comenzó a recuperarse de la conmoción de la escena que había tenido lugar en la comune. Quizás la situación no era tan desesperada. Tenía algo de dinero y su flauta. Que su instrumento hubiera vuelto a sus manos le proporcionaba una posible fuente de ingresos aparte de dedicarse a la limpieza o buscar trabajo en fábricas. Una vez que encontrara un lugar en el que quedarse y comprar ropa presentable, se anunciaría como profesora de música. Podría ir a casa de los alumnos y llevarse a Sibilla con ella. Si alimentaba a la pequeña antes de cada clase, su hija dormiría durante unas cuantas horas sin llorar.

Las calles circundantes al Palazzo Vecchio no estaban pavimentadas. Había llovido aquella mañana y regueros de agua corrían a lo largo de los canalones centrales de las calles adoquinadas. Rosa se estremecía cada vez que pasaba junto a ella un coche o una camioneta por miedo a que la salpicaran. Había visto anuncios de habitaciones en casas por solo media lira, pero estaban situadas en los sótanos, y no quería arriesgarse a eso. La ciudad era propensa a las inundaciones, y los sumideros solían obstruirse y desbordarse y el agua entraba en los edificios. Una habitación en un sótano podía llegar a ser una trampa mortal.

Rosa se presentó a los gerentes de los dos primeros hoteles que visitó en la Via dei Calzaiuoli como «la signora Bellocchi», viuda del difunto Artemio Bellocchi, e insinuó que era profesora de música, pero, aun así, siguieron negándole el alojamiento.

—Si dejo entrar aquí a su bambina, el resto de mis huéspedes se marcharán —le explicó el primer gerente—. Se quejarán por el ruido.

La respuesta del segundo fue totalmente inesperada.

—No puedo dejar que una madre respetable se aloje aquí, signora —le susurró contemplándola con ojos enternecedores—. Este no es lugar para una joven de buena familia.

Rosa estuvo a punto de protestar. Renació la desesperación que había sentido el día anterior. ¿Adónde más podía acudir? Antes de que tuviera oportunidad de decir nada, se abrió una puerta en el rellano del primer piso. Un hombre únicamente vestido con unos pantalones y una camiseta interior que apenas le cubría su peluda barriga surgió de ella y encendió un cigarrillo. Unos instantes después, una joven enfundada en un vestido rojo y con un sombrero de plumas salió a toda prisa al rellano y bajó las escaleras. Llevaba tanto maquillaje como la marchesa Scarfiotti, pero la tela de su vestido era barata. Rosa se percató de que sus medias estaban llenas de carreras. La mujer pasó rápidamente junto al mostrador de recepción y Rosa percibió un olor a algo que le recordó a Osvaldo.

—No, quizás no, signore —le dijo al encargado retirándose a toda prisa.

A la vuelta de la esquina, y algo más abajo por un callejón, encontró una casa estrecha con un anuncio de alquiler de una habitación en la buhardilla. La pintura de las paredes se había descascarillado y las jardineras de las ventanas estaban llenas de malas hierbas. Era el lugar más destartalado de todos los que había visto hasta entonces, pero quizás eso significara que sus ocupantes no serían tan exigentes.

A mali estremi, estremi rimedi —se dijo Rosa con un suspiro. A grandes males, grandes remedios.

Había un montón de basura junto al umbral de la puerta. Un escuálido gato anaranjado lo estaba olisqueando. Rosa llamó a la puerta. Un bebé se echó a llorar. Oyó que una mujer gritaba algo, pero nadie contestó a la puerta. Aguardó unos minutos, indecisa de si debía volver a llamar o marcharse de allí. Levantó la mano para intentarlo de nuevo y, en ese momento, la puerta se abrió de un golpe y se encontró cara a cara con una mujer de cabello despeinado, prematuramente canoso en la zona de las sienes. Tenía un bebé mamándole del pecho. Sus caderas eran anchas, pero el resto de su cuerpo parecía esquelético. Tres niños pequeños se arremolinaron en torno a su falda. El más pequeño de ellos se estaba chupando el dedo pulgar mientras se rascaba la cabeza.

—¿Qué desea? —le preguntó—. No será usted otra de esas zorras entrometidas de la ONMI, ¿verdad? Ya ve que mis niños están bien atendidos. ¡Mire! ¡Si hasta le estoy dando de mamar a uno de ellos!

—Busco habitación —le respondió Rosa antes de tener la oportunidad de pensárselo.

Quería alojamiento, pero ¿realmente deseaba quedarse en aquella casa? La falda de la mujer tenía una quemadura de la plancha; y la ropa de los niños tenía manchas de comida y su pelo estaba sucio y despeinado. Y, por lo que parecía, ella también había tenido algún encontronazo con la ONMI.

Esta relajó el ceño fruncido. Miró a Rosa de arriba abajo.

—Dos liras la noche —le dijo—. Almuerzo incluido.

A Rosa la pilló desprevenida. La mujer había visto a Sibilla durmiendo entre sus brazos y no la había rechazado.

—¿Puedo ver primero la habitación? —le preguntó.

Aquel era su último resquicio de dignidad, pues ya sabía que no tenía otra opción que aceptar la oferta.

Ella le hizo un gesto invitándola a entrar en la casa. El lúgubre recibidor albergaba una amplia variedad de olores, entre los más fuertes, el de café pasado y el de pañales sucios. Un abrigo masculino y un sombrero de los domingos colgaban de un perchero combado por el peso de varias bufandas y mantones. La cocina se encontraba en la planta baja, y Rosa vio a una niña de aproximadamente cinco años y a un niño de unos siete sentados a una mesa comiendo polenta. Las baldosas de terracota se hallaban cubiertas de migas. Ollas y cuencos sucios se apilaban en el fregadero y sobre la encimera. La mujer colocó al bebé en una cesta junto a la chimenea y les indicó a los otros tres niños que se unieran a sus hermanos en la mesa. Mientras se abotonaba la blusa, Rosa alcanzó a verle los pechos. Los tenía caídos y cubiertos de venas rojizas.

—La habitación se encuentra en el tercer piso y tiene vistas panorámicas —anunció conduciéndola escaleras arriba.

El primer piso y el segundo estaban tan desordenados como la planta baja, con camas sin hacer, y juguetes y zapatos desperdigados por todas partes. La barandilla de la escalera y los pomos de las puertas necesitaban urgentemente una mano de laca, y el papel de las paredes había adquirido un tono amarillento. Cuanto más subían, más estrechas eran las escaleras. El calor resultaba sofocante. Rosa se agarró a la barandilla con una mano por miedo a desmayarse mientras sostenía con la otra a Sibilla.

La mujer abrió una puerta al final de las escaleras e hizo pasar a Rosa. Aunque los postigos de las ventanas se hallaban cerrados para proteger la habitación de la luz del sol, el ambiente resultaba opresivo. El calor parecía traspasar el techo inclinado. Aquella habitación estaba más ordenada que el resto de la casa, pero una capa de polvo cubría el suelo y el cabecero de la cama. El armario tenía espejos en las puertas, y Rosa se vio a sí misma en ellos. Aquel reflejo era totalmente diferente del de la muchacha de rostro lozano que había visto por vez primera en Villa Scarfiotti. Parecía cansada y, a pesar de haber dado a luz hacía muy poco tiempo, estaba delgada. Si hubiera tenido alguna otra opción no habría aceptado aquella oferta. Pero no tenía alternativa. Tendría que andarse con cuidado para que Sibilla o ella no sufrieran un ataque al corazón. Le dijo a la mujer, que se presentó con el nombre de signora Porretti, que se quedaría con la habitación.

Se oyó un lamento que procedía de la planta de abajo seguido por el sonido de un niño pequeño llorando. La signora Porretti corrió escaleras abajo para ver qué pasaba. Rosa se sentó en la cama y apretó el rostro de Sibilla contra el suyo. Unos minutos más tarde oyó a la signora Porretti gritándoles a sus hijos para que arreglaran el desorden que habían montado.

—¡Cómo se os ha podido ocurrir comer en el suelo cuando tenéis mesas y sillas!

Rosa besó a Sibilla en la parte superior de la cabecita.

—Al menos aquí no se quejarán cuando llores.

Sacó uno de los cajones de la cómoda y usó la sábana de bebé para preparar una especie de cuna para Sibilla. Abrió la ventana y los postigos para ver las vistas que la signora Porretti le había prometido. Lo que se encontró fue un patio lleno de piezas oxidadas de maquinaria y cuerdas de tender. Aquella escena la decepcionó, pero vislumbró un cartel en el edificio de enfrente que la hizo ahogar un grito. Cerró los postigos de un golpe, queriendo bloquear el recuerdo de la noche en la que fusilaron a su amiga Sibilla. El cartel tenía escrito uno de los eslóganes del Partido Fascista: «¡Mussolini siempre tiene la razón!».

—¡No! —exclamó Rosa entre dientes—. Mussolini no siempre tiene la razón. Mussolini es el diablo.

A la mañana siguiente, Rosa contó el dinero del que disponía. El alquiler incluía la comida, así que tenía suficiente para la habitación y para un poco de pan y comida para tres semanas. O bien tendría suficiente para el final de esa semana si se compraba un vestido y un sombrero nuevos y llevaba su flauta para que le cambiaran las almohadillas. Había inspeccionado el instrumento el día anterior y se había percatado de que las teclas se quedaban bloqueadas. Con un vestido mejor y su flauta en buen estado aumentarían sus posibilidades de conseguir trabajo de profesora de música, cosa que imaginaba que estaría mejor pagada y sería menos ardua que dedicarse a la limpieza. Suspiró y acarició a Sibilla, que dormía en su cuna-cajón.

—Tengo que conseguir que ambas podamos disfrutar de una buena vida —murmuró.

Decidió arriesgarse y poner en práctica su segundo plan. Se lavó en el lavabo y se aseó lo mejor que pudo. Al menos, Sibilla estaba elegante con el vestido que las monjas le habían dado. Su plan era dirigirse a la tienda de música de la Via Tornabuoni. Le preguntaría al signor Morelli si sabía de alguien que estuviera buscando profesor de flauta y piano.

En el rellano del primer piso se encontró con dos de los niños de la signora Porretti jugando con un muñeco hecho con un calcetín. La contemplaron con ojos como platos.

Buon giorno —les dijo.

Buon giorno, signora —le respondieron tímidos.

Rosa se percató de que tenían unas manchas rojas en el cuello. Se preguntó si sería a causa de alguna alergia por el calor y el polvo.

—Será mejor que vuestra madre os mire esa piel —les recomendó amablemente.

La Via Tornabuoni estaba tan elegante como Rosa la recordaba, pero la moda había cambiado. Había hombreras y mangas abullonadas por todas partes, junto con sombreros panamá, cinturones anchos y zapatos bicolor. Esta vez no sintió la tentación de entretenerse mirando los escaparates de las tiendas. La excepción fue cuando pasó por delante de «Parigi, antigüedades y muebles de primera calidad». Pensó en el signor Parigi aquel día que lo había visto con su traje color gris paloma y la gardenia en el ojal. Le echó un vistazo al escaparate del comercio y vio expuesto en él un escritorio con motivos azules. Junto a él había una cómoda de madera de cerezo. Bajó la mirada hacia su propia mano y recordó aquella vez en la que el signor Parigi le había dado dinero. Entonces no tenía ni idea de la fortuna que había recibido. Además, también le había ofrecido trabajo. ¿Seguiría estando interesado en ella?

Captó la imagen de su propio reflejo en el cristal del escaparate. La primera vez que había visitado aquel establecimiento era joven y despreocupada. Ahora, el aspecto lozano de su rostro había desaparecido. Era madre de una niña ilegítima y «enemiga del Estado». Para colmo, ya no estaba convencida de que pudiera volver a ver el origen de las cosas. No le había sucedido durante mucho tiempo. Toda la magia había desaparecido de su vida el día en que la encerraron en la cárcel.

Vio que una mujer salía de la trastienda con unos clientes. Iba ataviada con un vestido ceñido y un escote redondo. Llevaba el cabello arreglado con un recogido ondulado y sus largas uñas estaban pintadas de rojo ciruela. Un enorme anillo de diamantes refulgía en su dedo. «El signor Parigi debe de haberse casado», pensó Rosa decepcionada. Sacudió la cabeza, descartando sus estúpidas ensoñaciones y prosiguió su camino. Una dama sofisticada como aquella era exactamente el tipo de mujer con la que el elegante signor Parigi se casaría. Se acordó del hermoso sombrero de color rosa flamenco que había anhelado en aquella misma calle y comprendió que nunca llegaría a tener tanto glamour como la esposa del signor Parigi. Presionó su mejilla contra la de Sibilla.

—Pero puede que tú sí puedas tenerlo —le dijo a su pequeña.

Para su alivio, la tienda de música de la Via Tornabuoni todavía seguía allí, y el signor Morelli se hallaba de pie tras el mostrador cuando ella entró. No la reconoció de su visita anterior, cosa que Rosa prefirió. De camino hasta allí había pasado por una mercería, había comprado un anillo de cortina dorado y se lo había puesto en la mano izquierda. Acabaría por deslustrarse, pero tendría que bastar por el momento. Le mostró la flauta al signor Morelli, le explicó qué reparaciones necesitaba y, después, le preguntó si sabía de alguien que estuviera buscando una profesora de música.

—Pues sí, la verdad es que sí —le respondió él—. Hace unos días me lo comentó la signora Agarossi. Tiene tres niños. ¿Le gustaría que la llamara?

—Sería muy amable por su parte —le respondió Rosa tratando de que no se le notara la desesperación en la voz.

El signor Morelli la examinó por encima de sus gafas.

—Son unos niños bastante revoltosos. Han terminado con la paciencia de no pocos profesores.

A Rosa no la desalentó la advertencia del signor Morelli. Después de todo, ¿cómo de malos podían ser unos niños? La noche anterior había oído a la signora Porretti regañando a sus hijos por sus travesuras, y ninguna de ellas le había parecido demasiado grave.

—Está bien —le aseguró—. Estoy segura de que me llevaré bien con ellos.

El signor Morelli marcó el número. Cuando le dieron comunicación con el hogar de los Agarossi y se puso al teléfono la señora, le explicó que había una joven que estaba disponible para dar clases de flauta y de piano. Se detuvo un instante y tapó el auricular con la mano para hablar con Rosa.

—¿Cuánto cobra usted?

Rosa había pensado sobre su tarifa con mucho detenimiento. No quería pedir demasiado, pero tampoco deseaba malvenderse.

—Diez liras la hora —contestó.

El signor Morelli no cambió de expresión, pero Rosa se preguntó si sería demasiado. Después de todo, era casi el alquiler de una semana. El encargado del taller musical le comunicó el precio a la signora Agarossi. Rosa oyó la voz amortiguada al otro lado de la línea. El signor Morelli se volvió hacia ella de nuevo.

—¿Puede darles clase a los tres niños juntos? —le preguntó.

—Lo que la signora Agarossi prefiera —le respondió Rosa.

Él le transmitió esa información a su interlocutora. Intercambió unas cuantas palabras más con ella y después colgó el teléfono.

—La signora Agarossi la recibirá el viernes a las once en punto —le dijo anotándole la dirección en un papel—. Les dará clase a los niños durante dos horas. Puedo tenerle reparada la flauta para el jueves por la tarde.

Rosa le dio las gracias. En comparación con encontrar un lugar donde vivir, conseguir trabajo resultaba fácil después de todo. Compró papel pautado adecuado para niños y abandonó la tienda con la esperanza bulléndole en su interior. Puede que la signora Agarossi tuviera otras amigas que también estuvieran interesadas en una profesora de música para sus hijos y pudiera recomendarla. A diez liras la hora sería capaz de valerse por sus propios medios. Y pronto podría permitirse encontrar un alojamiento mejor.

Feliz por primera vez en muchísimo tiempo, Rosa se permitió el lujo de disfrutar de los placeres para los sentidos que la Via Tornabuoni ofrecía. No podía adquirir ningún vestido ni zapatos en aquellas tiendas, pero decidió mimar a Sibilla comprando una pastilla de jabón de leche de claveles para bañarla y una minúscula botella de perfume de azahar para ella. Tranquilizó su conciencia pensando que, a partir de ahora, podría permitirse ese tipo de pequeños lujos, sobre todo si estaba a punto de ganar diez liras por hora como profesora de música. La habían privado de tantas cosas durante tanto tiempo que quería aprovechar cualquier oportunidad que se le presentara.

Aún padecía mareos por el parto, y se detuvo delante de una cafetería con la intención de tomarse una taza de café y un dulce. Miró el escaparate, tratando de decidir qué pastel tomaría: si una tartaleta de frambuesa o un biscotto; un trozo de panforte o un bizcocho con pasas… Una sombra pasó junto a ella. Rosa sostuvo a Sibilla con más firmeza. Al reflejo del escaparate, vio un turismo negro con paneles laterales de carey deslizándose calle abajo a su espalda. El automóvil se quedó detenido en medio del tráfico. Rosa vislumbró a la pasajera de cabello oscuro y un acceso de bilis le subió a la garganta. No se atrevió a girarse. La marchesa Scarfiotti no había cambiado ni un ápice tras todos aquellos años desde que Rosa la había visto por última vez. Aún seguía siendo extraordinariamente llamativa con su maquillaje fantasmagórico y su delgadísima figura. Ladeó la cabeza con aquellas maneras altivas suyas, mirando con la nariz levantada al resto del mundo. Rosa hizo un esfuerzo por recuperar el aliento. Sentimientos de aversión y miedo le corrieron por las venas. El coche se detuvo a unos metros de ella. Durante un fugaz instante se imaginó a sí misma abalanzándose sobre él y abriendo la portezuela. Arrastraría al exterior a su presuntuosa ocupante y la pisotearía hasta matarla.

Ahogó un grito, conmocionada por sus instintos asesinos. Presionó los labios contra la suave cabecita de Sibilla. Jamás podría enfrentarse a volver a prisión y dejar sola a su hija. Ella no era más que una persona indefensa frente a aquella mujer poderosa y no había nada que pudiera hacer para cambiarlo. La venganza no sería dulce: le arrebatarían a Sibilla y la meterían en un orfanato.

Rosa se percató de que había alguien en el interior del automóvil junto a la marchesa. Vio el reflejo de una melena rojiza. Era Clementina. Recordó el rostro desolado que la contemplaba desde la ventana de la sala de estudio la noche que fue detenida. Se volvió para ver mejor a su antigua discípula, pero en ese momento el tráfico se descongestionó y el coche se alejó acelerando. Rosa se echó a temblar de pies a cabeza. Se volvió de nuevo hacia el escaparate de la cafetería, pero su apetito había desaparecido.

El viernes siguiente, Rosa se preparó para su entrevista con la signora Agarossi. Por una suma extra la signora Porretti dejaba que utilizara el baño. Cuando Rosa lo vio, comprendió que tendría que haber sido ella la que le cobrara a la signora Porretti, pues a la bañera le hacía falta una buena limpieza de la cal incrustada antes de poder ser utilizada, y también había que barrer del suelo los pelos, colillas de cigarrillos y uñas que había desperdigados por todas partes. Supuso que las colillas pertenecían al signor Porretti. Se trataba de un hombre corpulento que trabajaba por turnos en el ferrocarril. Rosa lo había visto dos veces. Imaginó que él también era el responsable de las salpicaduras de orina que había por todo el suelo del retrete del patio. Se quedó desconcertada por el fuerte olor a vinagre y la media docena de botellas vacías que había bajo el lavabo. ¿Cómo podía utilizar todo aquel vinagre la signora Porretti y, aun así, tener el cuarto de baño tan sucio? Amontonó las toallas usadas en una esquina, dando por hecho que su casera las lavaría. Después de bañarse, utilizó sus propias enaguas para secarse y se puso el vestido que se había comprado: un traje entallado de rayón negro y un sombrero de paja a juego. Aquel era un atuendo adecuado para una joven viuda. También había comprado una cesta de mimbre para transportar a Sibilla y se detuvo durante un instante para admirar a su bebé antes de salir por la puerta con ella.

La familia Agarossi residía en un apartamento cerca de la Piazza Massimo d’Azeglio. El día era cálido y Rosa tomó el tranvía un trecho del camino y después continuó andando. Había utilizado una loción fijadora para hacerse bucles en el cabello y ahora lo lamentaba. Le picaba el cuero cabelludo. Debía de tener sensibilidad a algún ingrediente de aquella loción, pero no tenía otra opción que ignorar la incomodidad hasta que la entrevista hubiera terminado y pudiera lavarse la cabeza.

El apartamento de los Agarossi ocupaba dos plantas de un palacio renacentista. Cuando la sirvienta la hizo pasar, Rosa se quedó atónita ante los techos abovedados, los frescos y los relieves esculpidos. El apartamento no era tan espléndido como Villa Scarfiotti, pero resultaba elegante y estaba meticulosamente limpio. A pesar de la antigüedad del edificio no había rozaduras en las paredes ni huellas dactilares sobre los espejos; el suelo y las alfombras estaban limpios y los muebles relucían lustrosos. Claramente, los Agarossi eran una familia que se enorgullecía de su hogar. Rosa se preguntó si aquella precisión se aplicaría también a lo que esperaban de una profesora de música. Tomó nota mentalmente sobre la importancia de la meticulosidad en su entrevista con la signora Agarossi.

La hicieron pasar a una sala de estar en donde había un piano de cola junto a la ventana. Se dejó embargar por el lujo circundante, sentándose en aquella estancia en cuyo ambiente flotaba el aroma de las rosas, con sus cuadros y cojines cuidadosamente ordenados. Seguía picándole el cuero cabelludo. Se rascó discretamente y volvió a recolocarse el cabello. Unos minutos más tarde entró una mujer rubia ataviada con un vestido de satén azul. Era todo lo que Rosa podría haber esperado de la signora Agarossi después de haber visto su apartamento: alta, con figura estilizada y una piel perfecta. Clavó la mirada en Rosa, que se puso en pie para saludarla.

Buon giorno, signora Agarossi.

Se sintió como si se hallara de vuelta en el convento y casi estuvo a punto de hacerle una reverencia.

La signora Agarossi contempló a Sibilla, que estaba despierta pero quietecita en su cesta.

—¿Es suyo este bebé?

Rosa asintió y discretamente enseñó el anillo de cortina que llevaba en el dedo. Bajó la mirada.

—Mi marido…, él ha…

—Oh, ya veo —la interrumpió la signora Agarossi indicándole que tomara asiento de nuevo—. Su hija puede quedarse con la niñera durante las clases.

—Muchas gracias.

La signora Agarossi miró de soslayo a Sibilla. Hizo una mueca.

—Su bebé está… ¿sano?

—Sí, signora Agarossi —le contestó Rosa.

La ofendió aquella pregunta, pero, dadas las circunstancias, no tuvo otra opción que contestar.

—Oh, eso es bueno —comentó la signora Agarossi—. Ya ve usted, mis hijos son muy sensibles. No los dejo jugar con otros niños. No me gusta que traigan suciedad a casa.

Rosa se preguntó qué tipo de infancia estarían viviendo los retoños Agarossi si no les dejaban jugar con otros niños. Su madre parecía muy perfeccionista. Las uñas pulidas y abrillantadas, los dientes blanco perla y las cejas arregladas formando dos pulcros arcos.

La signora Agarossi tocó una campanilla. Rosa se preguntó si sería para pedir el té, pero unos instantes más tarde apareció una niñera con tres niños, dos chicos y una chica, de edades comprendidas entre siete y doce años. Los muchachos llevaban camisas almidonadas y la niña, un vestido plisado amarillo con un lazo en el cabello a juego. Todos ellos habían heredado el color de pelo y piel de su madre. La signora Agarossi los presentó por nombre y edad. Sebastiano tenía doce años, Fiorella diez y Marco once.

—Qué niños tan hermosos —exclamó Rosa—, parecen ángeles.

La signora Agarossi le indicó a la niñera que se llevara a Sibilla a una habitación tranquila del apartamento. Entonces, se levantó para marcharse ella también.

—¿No le gustaría quedarse para presenciar la clase, signora Agarossi? —le preguntó Rosa—. Podrá así comprobar que todo esté a su gusto.

La mujer pareció sorprendida por la sugerencia.

—Los niños serán los mejores jueces para eso —le respondió—. Además, estaré en la sala de costura y les oiré desde allí.

Los niños hicieron una reverencia cuando su madre se marchó, pero una vez que hubo desaparecido, cualquier rastro de decoro se desvaneció. Sebastiano se dirigió hacia el sofá y se apoltronó en él. Marco tiró del lazo de Fiorella y la agarró por el pelo. Ella gimió.

—Venid aquí, niños —les ordenó Rosa con calma—. ¿Quién quiere ser el primero en tocar?

—La flauta es un instrumento muy ñoño —se burló Sebastiano—. Yo lo que quiero es tocar el trombón.

—Las flautas son para las niñas —admitió también Marco, metiéndose el dedo en la nariz.

Fiorella sacó su flauta de la funda y sopló por ella. Su intento era poco musical, pero por lo menos parecía dispuesta a aprender.

—Mira, déjame enseñarte cómo debes hacerlo —se ofreció Rosa.

Montó su propia flauta y le mostró a la niña cómo sujetar correctamente el instrumento.

Fiorella la ignoró y continuó tocando notas discordantes al azar.

Rosa suspiró. Darle clase a un solo niño ya era todo un desafío, pero dársela a tres juntos era una pesadilla. Sin embargo, no tenía otra opción que seguir intentándolo. Necesitaba el dinero.

—Si la flauta no te interesa —le dijo a Sebastiano—, déjame enseñarte lo que puedes hacer con el piano.

Sebastiano se puso en pie y caminó a grandes zancadas hasta el piano. Rosa se alegró de que finalmente estuviera demostrando algo de interés por la clase. El niño se sentó ante el teclado y tocó unas escalas básicas y después comenzó a tocar el Claro de luna medianamente bien. Aun así, cuando terminó, pareció más que satisfecho consigo mismo.

Rosa comprendió entonces que no era más que un niño arrogante y mimado que no admitiría correcciones. Por eso alabó su interpretación y después tocó el primer movimiento correctamente, sugiriéndole discretamente que quizás quisiera mejorar su técnica de manos. Para su sorpresa, el muchacho volvió a tocar el movimiento e intentó incluir las correcciones que ella le había sugerido, mientras que sus hermanos luchaban entre sí en el suelo: la pelea terminó cuando Marco le mordió a Fiorella el brazo y la hizo llorar.

Tras varios momentos en los que estuvo a punto de perder la paciencia, Rosa logró dirigir a los tres niños para que tocaran juntos Greensleeves. Sebastiano tocó la pieza al piano mientras Fiorella y Marco lo acompañaron durante unos cuantos compases con sus flautas. En ese momento culminante de la clase regresaron la signora Agarossi junto con la niñera y Sibilla.

—Todo está yendo bien —comentó la signora Agarossi.

Rosa, que ya no sabía qué más hacer, se quedó desconcertada por las alabanzas. Los niños le habían contado que llevaban años aprendiendo a tocar el piano, pero ninguno de ellos, excepto un poco Sebastiano, sabía realmente tocarlo.

—Este es el mayor progreso que les he visto hacer en bastante tiempo —añadió la signora Agarossi—. Quizás debería usted venir dos veces a la semana.

A pesar de tener los nervios de punta, Rosa se sintió complacida por la sugerencia. Era difícil darles clase a aquellos niños, pero quizás acabarían por mejorar con el tiempo. Y eso significaría más dinero para ella y para Sibilla.

—¿Dónde aprendió a tocar? —le preguntó la signora Agarossi.

—En el convento del Santo Spirito.

Su interlocutora se quedó impresionada.

—Ese convento tiene muy buena reputación —comentó.

La signora Agarossi le preguntó por su educación en el convento con sincero interés. Rosa hizo lo que pudo por contestar sin dar a entender que era huérfana, pero se distrajo por las risitas de Fiorella y Marco. Seguían de pie a su espalda mientras ella compartía la banqueta del piano con Sebastiano.

—Y también puede impartir clases de idiomas —comentó la signora Agarossi con aprobación—. Lo hablaré con mi marido, pero creo que a Fiorella le vendría bien recibir clases de francés. Lo capta todo con mucha facilidad.

Los dos niños se rieron aún más fuerte.

Mamma —interrumpió Sebastiano.

—¿Qué sucede, cariño?

—Tiene bichos en el pelo.

—¿Quién?

—La signora Bellocchi. He visto uno subiéndole por el cuello. Mira, aquí, lo he cogido.

Su madre se puso de pie de un salto y palideció instantáneamente. Le tendió la mano a Sebastiano y este le dejó caer algo en ella. Exhaló un alarido y la sirvienta dio un paso al frente y cogió lo que su señora tenía en la mano y lo tiró dentro de una jarra de agua. Una sensación enfermiza se apoderó del estómago de Rosa. La signora Agarossi la miró horrorizada.

—¡Piojos! —chilló.

Rosa sintió calor en el rostro. No era posible. ¡Si se había lavado y restregado cuidadosamente! Entonces recordó las botellas de vinagre en el cuarto de baño aquella mañana y las ronchas rojizas que había visto en el cuello de los niños Porretti. «Oh, Dios mío —pensó—. ¡Ellos han sido los que me los han pegado!»

—¡Apartaos de ella! —les gritó la signora Agarossi a sus hijos.

Los niños se desperdigaron por las cuatro esquinas de la habitación, alejándose de Rosa como si esta fuera un animal peligroso. La perfecta fachada de la signora Agarossi se derrumbó totalmente. Se le contorsionó el rostro por la repugnancia. Fulminó a Rosa con la mirada.

—¡Ha traído piojos a mi casa! —exclamó con voz temblorosa—. ¡Márchese! ¡Márchese ahora mismo!

Rosa cogió la cesta de Sibilla y corrió hacia la puerta. La signora Agarossi y la niñera la persiguieron como unos aldeanos enfurecidos corriendo tras la adúltera del pueblo.

—¡Márchese! ¡Márchese! —voceó la signora Agarossi—. ¡Y llévese a su mugriento bebé con usted!

Rosa se sentó a las orillas del Arno con Sibilla, paralizada por el pánico. ¿Qué iba a hacer ahora? Le quedaba muy poco dinero. Había intentado que la contrataran de profesora de música y había fracasado. ¿Cómo podría encontrar trabajo de sirvienta o de limpiadora tan rápido como le hacía falta? ¿Quién cuidaría de Sibilla? No podía confiársela a la signora Porretti.

«Si permanecen juntas, usted no será más que un peso muerto alrededor de su cuello.» Las palabras de la signora Cherubini le vinieron dolorosamente a la cabeza. Contempló a Sibilla acostada en su cesta. Su intento de proteger a ambas no había hecho más que empeorar la situación. Las lágrimas se le acumularon en los ojos. La única cosa que podía hacer para salvar a su hija era dársela a las hermanas del Santo Spirito. Pero ¿cómo podría soportar el dolor de deshacerse de ella? Sibilla era lo único que tenía.

Rosa contempló el Arno y se imaginó hundiéndose en lo más profundo del río: el agua fría y enlodada sepultándola por completo; y así no volvería a sentir pena de nuevo. «¡No, no, no! —se dijo a sí misma—. Tiene que haber otro modo. Dios nos ayudará.»

Sacó a Sibilla de su cesta y la colocó en la sábana junto a ella. Puso la cesta a la luz del sol para ahuyentar a los piojos que todavía quedaran dentro.

—No puedo abandonarte —le dijo a Sibilla—. Debo ser fuerte.

Montó la flauta. En el pasado, su instrumento le había proporcionado paz y tranquilidad y esperaba que ahora la ayudara a pensar con claridad. Tocó el Aire de la Suite orquestal número 3 de Bach, dejando que la música expresara la desesperación que sentía en lo más hondo de su corazón. No era más que una inútil cuya hija estaría mucho mejor sin ella. Cerró los ojos y se dejó llevar por aquella dramática música. No oyó el tintineo metálico de algo que caía a sus pies. El sonido se repitió varias veces a intervalos, pero, aun así, siguió sin prestarle atención.

—Toca usted muy bien —le comentó una voz de hombre—. Maravillosamente, de hecho.

Rosa abrió los ojos y vio que había monedas y billetes en la cesta de Sibilla, como mínimo, veinte liras. La misma cantidad que habría recibido si la signora Agarossi le hubiera pagado su clase de música en lugar de echarla con cajas destempladas de su casa. Una mujer que empujaba un cochecito de bebé pasó junto a ella y le lanzó unas monedas, al igual que un hombre con traje de raya diplomática. Se habían pensado que era una artista callejera. Al principio se sintió avergonzada de que la vieran mendigando, pero entonces, comprendió que aquel dinero podía ser la respuesta a sus plegarias.

Levantó la vista hacia el hombre que se había dirigido a ella y parpadeó. Estaba de pie, a contraluz, y le iluminaban los rayos dorados del sol. Tenía cerca de treinta años, una piel bronceada y el cabello color castaño cobrizo veteado de rubio. Le sonrió y sus dientes relucieron bajo una barba poco poblada. Era atractivo, aunque con facciones marcadas. Llevaba pantalones de gabardina y una camisa blanca. Sus zapatos estaban deslustrados y desgastados por los talones, pero, aun así, su aspecto era más distinguido que el de algunos de los hombres mejor vestidos de la Via Tornabuoni. Sus ojos grisáceos se posaron brevemente en el anillo de cortina que Rosa llevaba en el dedo, pero volvió a mirarla rápidamente a la cara. Había algo especial en la manera en que la contemplaba. Tenía una presencia que Rosa no había visto jamás en ninguna otra persona.

—Muchas gracias —le dijo atragantándose al hablar—. ¿Usted también es músico?

—Dirijo una compañía teatral —le respondió él—. Y necesitamos una flautista. ¿Está usted interesada?

Rosa se sintió mareada. Debía de ser la falta de comida lo que la hacía perder el equilibrio. Apartó la mirada.

—¡Vamos! —le dijo amablemente el hombre, y se echó a reír.

Su risa tenía un timbre atractivo, masculino y grave, lo mismo que su voz.

Rosa no estaba convencida de que hubiera podido resistirse a él, incluso aunque hubiera querido.