Capítulo Octavo

En el que ocurre una catástrofe

-Nastasia, ¿qué gritos son ésos? Ni que te estuvieran degollando... —observó enfadado Ksaveri Feofilaktovich, que se había asomado al vestíbulo alarmado por las voces.

La cocinera era una vieja tonta de lengua incontinente e irrespetuosa con el dueño de la casa. Si Grushin, a pesar de todo, seguía manteniéndola a su lado, era sólo por la fuerza de la costumbre y también porque la muy idiota sabía hornear unas riquísimas empanadas de hígado con ruibarbo. Pero su atronadora voz, que Nastasia no economizaba en sus eternas batallas con la vecina Glashka, con Silich, el municipal del barrio, o con los mendigos, distraía frecuentemente a Ksaveri Feofilaktovich de la lectura del Boletín de la Policía de Moscú, de sus reflexiones filosóficas e incluso de su dulce sueñecito vespertino.

Y hete aquí que también en ese momento la maldita bruja se había puesto a chillar de tal manera que Grushin no tuvo otro remedio que emerger de su agradable somnolencia. Y fue una lástima, porque estaba soñando que no era ningún jefe de policía retirado, sino un repollo de col que crecía en el huerto. Veía su cabeza sobresalir directamente del arriate, y, junto a él, un cuervo que le picoteaba en la mejilla izquierda, aunque no le resultaba doloroso en absoluto, sino que, al contrario, le producía una sensación de tranquilidad y placer. No tenía que andar ni correr hacia ninguna parte, y tampoco preocuparse de nada. Una maravilla. Pero luego el cuervo empezó a hacer el gamberro, a picotearle ya no en broma, sino de modo cruel, produciendo chasquidos, y encima el muy cochino se puso a graznar de un modo ensordecedor, y fue entonces cuando Grushin se despertó con dolor de cabeza por los alaridos de Nastasia.

—¡Que se te retuerza también el alma! —gritaba la cocinera al otro lado de la pared—. ¿Y tú, infiel, por qué guiñas de esa manera? ¡Ahora verás cómo te zurro con este trapo en esa calvorota tan brillante que tienes!

Ksaveri Feofilaktovich escuchó la filípica y se interesó por lo que pasaba. ¿Quién tenía que retorcerse? ¿Qué infiel sería ése? Se levantó con esfuerzo y se fue a poner orden.

El sentido de las misteriosas palabras de Nastasia se hizo manifiesto cuando Grushin salió al porche.

Asunto aclarado: otra vez pedigüeños. Todo el día vagando por las callejuelas de Zamoskvarietski, de la mañana a la noche. Uno era un viejo jorobado y encorvado que se apoyaba en dos cortos bastones. El otro, un sucio quirguiz con un guardapolvo lleno de manchas y un raído gorro asiático de piel. «¡Señor, qué gentuza se empadrona en nuestra querida Moscú!», pensó el comisario.

—¡Basta, Nastasia, que me vas a dejar sordo! —reprendió Grushin a gritos a la escandalosa cocinera—. Dale a cada uno un kopec y que se vayan por donde han venido.

—Pero ¡si preguntan por usted! —dijo la mujer volviéndose hacia él, dominada por la ira—. Este de aquí —y empujó al jorobado— hasta me ha dicho: «¡Anda y despiértalo, que tenemos un asunto con tu amo!»... ¡Yo sí que te voy a despertar, a escobazos! ¡Largo de aquí! ¡Que no dejáis dormir a nadie!

Ksaveri Feofilaktovich se fijó con más atención en los pordioseros. ¡Un momento! ¡El quirguiz le sonaba de algo! Pero ¡qué quirguiz ni qué narices! El comisario se llevó la mano al corazón y le preguntó:

—¿Qué le ha pasado a Erast Petrovich? ¿Dónde está? —«¡Ah, a lo mejor no entiende nada de ruso!»—. ¿Y tú, viejo, vienes acaso de parte de Fandorin? —Se inclinó hacia el jorobado y añadió—: ¿Ha ocurrido algo?

Sin embargo, inesperadamente el inválido se enderezó y resultó ser media cabeza más alto que Grushin.

—Bueno, si ni siquiera usted, Ksaveri Feofilaktovich, me ha reconocido, quiere decir que el disfraz funciona —dijo el jorobado con la voz de Erast Petrovich.

Grushin fue presa del entusiasmo.

—¡Como para reconocerlo! ¡Cuánta habilidad! Si no hubiera sido por su criado, nunca lo habría reconocido. Pero tendrá que ser agotador andar tan encorvado...

—Bah, no tiene importancia. —Fandorin hizo un gesto con la mano—. Superar las dificultades es uno de los placeres de la vida.

—En esa cuestión estoy dispuesto a disentir de usted —dijo Grushin franqueando a los visitantes la entrada a la casa—. Pero, naturalmente, ahora no; después, frente a unas tazas de té. Por lo que veo, va usted a una misión...

—Sí. Quiero echar un vistazo por Jitrovka, por una taberna de romántico nombre, El Presidio. Di-Dicen que ese local es como el cuartel general de Misha el Pequeño.

—¿Quién lo dice?

—Piotr Parmienovich Jurtinski, el jefe de la sección secreta de la cancillería del gobierno general.

Ksaveri Feofilaktovich se limitó a hacer un gesto con los brazos y repuso:

—Bueno, ése lo sabe todo. Tiene ojos y oídos en todas partes. Entonces, ¿está decidido a ir a El Presidio?

—Sí. Pero antes dígame qué tipo de taberna es, qué ambiente tiene y, lo más importante, cómo llegar hasta ella —le pidió Fandorin.

—Siéntese, pichoncito. Aunque no en el sillón, mejor ahí, en la banqueta, que el disfraz... —Ksaveri Feofilaktovich también se sentó y encendió su pipa—. Se lo contaré todo por orden. Primera pregunta: ¿qué tipo de taberna? Pues le respondo: es parte de los dominios del consejero estatal en activo Yeropkin.

—¿Cómo es eso? —inquirió sorprendido Erast Petrovich—. Pero si yo creía que se trataba de una guarida, de una cloaca de delincuentes.

—Y cree bien. Pero el local es propiedad del general y le proporciona a su excelencia unos jugosos ingresos. El general, naturalmente, no va por allí, mas arrienda el local. Yeropkin tiene muchas casas como ésa por todo Moscú. El dinero, como usted sabe, no tiene olor. En el piso superior hay habitaciones con chicas baratas a cincuenta kopecs, y en el sótano está la taberna. Pero el valor principal de la casa del general no reside ahí. En tiempos de Iván el Terrible existía en ese lugar una cárcel subterránea provista de cámaras de tortura. La cárcel fue demolida hace mucho, pero el laberinto subterráneo aún está en pie. Y durante estos trescientos años han ido excavando nuevos pasajes, de manera que en ese revoltijo se pierde hasta el mismo diablo. ¡Como para encontrar allí a Misha el Pequeño!... Ahora la segunda pregunta: ¿que qué ambiente tiene? —Ksaveri Feofilaktovich hizo con los labios un ruidito de placer. Hacía tiempo que no se sentía tan bien. Hasta la cabeza había dejado de dolerle—. Pues un ambiente horroroso. De criminales. Allí no entra ni la policía ni la ley. En Jitrovka sólo viven dos tipos de personas: las que se pliegan a los fuertes y las que oprimen a los débiles. No hay término medio. Y para ellos El Presidio es como el gran mundo, el no va más: allí se trapichea con objetos robados y se maneja dinero a raudales, y es el lugar de encuentro de todos los jefes de bandas. Tiene razón Jurtinski, allí se puede dar con la pista de Misha el Pequeño. Pero ¿cómo?, ésa es la cuestión. Allí no se puede entrar así como así.

—Mi tercera pregunta no se refería a eso —le recordó amablemente, pero también con severidad, Fandorin—. Preguntaba cómo llegar a El Presidio.

—Bueno, eso no se lo pienso decir —dijo Ksaveri Feofilaktovich con una sonrisa, retrepándose en el respaldo del sillón.

—¿Y por qué?

—Porque yo mismo lo conduciré hasta allí. Y no discuta conmigo, que no lo voy a escuchar. —Y nada más advertir el gesto de protesta de su interlocutor, el comisario retirado hizo como que se tapaba los oídos—. Primero, porque sin mí usted no lo encontraría de ninguna de las maneras. Y segundo, porque si lo encuentra, no podrá entrar. Y si entra, no saldrá vivo. —Comprobando que sus argumentos no hacían mella en Fandorin, Grushin comenzó a implorar—: ¡No me trate así, pichoncito! Hágalo por los viejos tiempos, ¿le parece? Sea piadoso, dele un placer a este viejo que se consume por la inactividad. ¡Tan bien como paseábamos juntos entonces!...

—Ksaveri Feofilaktovich, amigo mío —repuso Fandorin pacientemente, como si hablara con un niño—. Pero ¡si en Jitrovka se acuerdan de usted hasta los perros!

Grushin sonrió con picardía y objetó:

—Eso no debe preocuparlo. ¿Cree acaso que usted es el único maestro del disfraz?

Y comenzó una larga y agotadora discusión.

Cuando llegaron a la casa de Yeropkin ya había anochecido. Nunca hasta entonces Fandorin había tenido oportunidad de poner los pies en el desgraciadamente famoso barrio de Jitrovka después de la caída del crepúsculo. ¡Qué sitio tan tenebroso era aquél! Una especie de reino subterráneo habitado por sombras y no por seres vivos. En sus retorcidas calles no alumbraba ningún farol, sus feas casuchas estaban inclinadas hacia la izquierda o hacia la derecha y de los montones de basura emanaba un hedor insoportable. Allí la gente no caminaba, sino que reptaba o renqueaba apoyándose en las paredes. Una sombra gris surgía de algún patio o de alguna portezuela invisible, se deslizaba por una callejuela y luego se esfumaba por otra rendija. «Es el país de las ratas —pensó Erast Petrovich mientras caminaba cojeando sobre sus muletas—. Sólo que las ratas no cantan con voz de borracho, ni gritan a pleno pulmón, ni sueltan palabrotas, ni lloran, ni mascullan ininteligibles amenazas al paso de los viandantes.»

—Ahí está El Presidio —informó Grushin. Señaló una siniestra casa de dos pisos, de ventanucos que resplandecían lúgubremente, y se santiguó—. Quiera Dios que hagamos el trabajo y podamos salir por nuestro propio pie.

Entraron del modo que habían acordado: primero, Ksaveri Feofilaktovich y Masa, y Fandorin un poquito después. Ésa fue la condición que impuso el consejero titular.

—Usted no se preocupe de que mi japonés no hable ruso —le había explicado Erast Petrovich—. Ha estado metido en todo tipo de líos y huele el peligro por intuición. En el pa-pasado fue miembro de una banda de yakuza, una organización de bandidos japoneses. Tiene unos reflejos impresionantes y maneja el cuchillo como el cirujano Pirogov el escalpelo. Con Masa tiene la espalda a buen recaudo. Resultaría sospechoso que entráramos los tres juntos: pareceríamos una patrulla policial de arresto.

Total: que logró convencerlo.

El Presidio estaba oscuro. A sus parroquianos no les debía de gustar la luz intensa. Tan sólo había una lámpara de queroseno en el mostrador —para contar el dinero— y una gruesa vela de sebo en cada una de aquellas burdas mesas de caballete. Cuando la llama vacilaba, unas sombras informes se agitaban en las bajas bóvedas de piedra del local. Pero, para un ojo habituado, la penumbra no es un obstáculo. Se sienta uno, acostumbra la vista y asunto resuelto: todo lo que se necesita ver, se ve. Por ejemplo, a ese grupo de «profesionales» que estaba sentado en un rincón en torno a una mesa bien servida, cubierta con mantel incluso. Todos bebían con moderación y comían aún menos mientras intercambiaban unas frases lacónicas, incomprensibles para cualquier extraño. No cabía ninguna duda de que aquellos fogosos muchachos estaban a la espera de algo: a punto de comenzar un trabajo o de iniciar una conversación muy seria. El resto era público de poca monta y ningún interés. Muchachas de la calle, pordioseros completamente borrachos y, naturalmente, los clientes habituales: carteristas y ladronzuelos. Estos últimos, como es costumbre, estaban «llamándose a la parte», es decir, se repartían el botín del día, agarrándose del pecho los unos a los otros y aclarando los más mínimos detalles: cuánto había cogido fulano y cuánto tocaba por cabeza. A uno ya lo habían tirado debajo de la mesa y lo molían a patadas sin piedad. Él se quejaba entre lamentos y trataba de escapar, pero los otros lo hacían regresar de nuevo y lo aleccionaban para el futuro: «¡No robes nunca a tus amigos, no los robes!»

En ese momento entró un viejo jorobado. Se detuvo un segundo en la puerta, giró la chepa a un lado y a otro, miró a su alrededor y se puso a renquear hacia un rincón manejando con habilidad las muletas. Del cuello del lisiado colgaba una pesada cruz sujeta a una cadena enmohecida y un extraño cilicio formado por estrellas de hierro. El jorobado dio cojeando unos pasos más y se sentó a una mesa. Era un buen sitio, puesto que la pared quedaba a su espalda y había unos vecinos apacibles. A su derecha, un pordiosero ciego que miraba hacia un punto fijo con sus turbias cataratas y cenaba moviendo rítmicamente las mandíbulas. A su izquierda, una muchacha de la vida, con su cabellera morena desparramada sobre la mesa y una botella de litro y medio agarrada, dormía borracha como una cuba. A todas luces debía de ser la chica de alguno de los «profesionales», porque iba vestida de manera más aseada que las demás prostitutas, porque de sus orejas colgaban unos pendientes de piedras turquesas y, lo más importante, porque nadie la molestaba. Y estaba bien claro que no se la podía molestar. La damita estaba cansada, dormía. Cuando se despertara, se tomaría otro trago.

El mozo se acercó al jorobado y le preguntó desconfiado:

—¿De «adónde» vienes, abuelo? Nunca te había visto por aquí.

El jorobado sonrió ampliamente mostrando sus podridos dientes y escupió de un tirón:

—¿De «adónde»? Pues ahora de allá, después de acullá; a veces subo la cuesta a rastras y otras la bajo como una flecha. Y ahora, pichón, tráeme vodka del bueno. Que he estado andando todo el día cargando con esta joroba. Y no te amostaces, que dinero hay. —Hizo sonar la calderilla—. Los buenos cristianos se apiadan de este cojo lisiado.

Entonces el viejo listillo le dedicó un guiño al mozo, se sacó de la espalda una almohadilla de algodón, enderezó los hombros y se irguió. La joroba había desaparecido.

—¡Ay, se me han despachurrado los huesos con este trabajito tan duro!

A continuación el chistoso se inclinó hacia la izquierda y le dio un golpecito a la muchacha que dormía.

—¡Mira, tesoro, la espalda ya está buena! ¿De quién serás? ¿A este viejecito no acariciarás?

Y después soltó otro par de frases de la misma hechura, que obligaron al camarero a reír como un cuervo.

—¡Qué viejo tan gracioso! —dijo. Sin embargo, le ofreció un consejo—: No molestes a Fiska, que no es de tu medida. Si quieres acurrucarte con una hembra, sube por esa escalerita de ahí. Llévate cincuenta kopecs y media botella.

Al viejo le sirvieron su botella de litro y medio, pero no se apresuró a subir las escaleras: al parecer, allá abajo tampoco se lo pasaba mal. Se bebió el primer vaso de golpe y luego se puso a canturrear una coplilla con voz aguda y a disparar miraditas a todos los rincones con los ojos vivarachos y radiantes de un jovenzuelo. En un periquete examinó de arriba abajo a todos los parroquianos, detuvo la mirada un momento en los «profesionales» y luego la dirigió hacia el mostrador, donde el tabernero, Abdul, un tártaro tranquilo y fibroso a quien todos conocían y temían en Jitrovka, charlaba a media voz con un viejo vagabundo. Este último hablaba cada vez más y el tártaro se limitaba a responder con monosílabos, desganado, mientras secaba parsimoniosamente y con un sucio guiñapo un vaso de cristal tallado. Pero el viejo de barbas canosas, que llevaba un abrigo de paño de nanquín de buena calidad y chanclos encima de las botas, no lo dejaba en paz: seguía cuchicheándole algo con el cuerpo echado sobre el mostrador, y de cuando en cuando golpeaba con un dedo la caja que colgaba del hombro de su acompañante, un quirguiz de baja estatura que miraba atentamente a todos lados con sus ojillos estrechos y afilados.

Por el momento, todo marchaba según el plan. Erast Petrovich sabía que Grushin estaba representando el papel de un especulador que había adquirido de lance un juego completo de útiles (de óptima calidad) para el robo y buscaba un buen comprador, entendido en la materia. Aunque la idea era bastante buena, Fandorin estaba muy preocupado por la atención que le estaban prestando los «profesionales» al viejecito y a su acompañante. ¿Los habrían descubierto? Pero ¿cómo? ¿Por qué? Ksaveri Feofilaktovich se había disfrazado con auténtico virtuosismo: resultaba imposible reconocerlo.

También Masa olía el peligro: estaba de pie, con una mano metida en la manga y los gruesos párpados entornados a medias. En la manga llevaba un puñal y su pose delataba que estaba en guardia para repeler cualquier ataque.

—¡Eh, tú, bizco! —le gritó uno de los «profesionales», que se había levantado—. ¿De qué tribu eres?

El viejo vagabundo se volvió con desparpajo y respondió:

—Es quirguiz, buen hombre —respondió educadamente pero sin arrugarse en absoluto—. Un huérfano lisiado. Los turcos le rebanaron la lengua. Pero a mí me viene como anillo al dedo. —Ksaveri Feofilaktovich hizo una pícara señal con los dedos—. Afano a los tontos y trafico con humo, así que a mí los charlatanes no me hacen ninguna falta.

Masa también se volvió de espaldas al mostrador, pues comprendía de qué lugar era previsible que procediera el auténtico peligro. Había cerrado los ojos casi por completo, aunque de vez en cuando una chispita le brillaba entre los párpados.

Los «profesionales» se miraron entre sí. Las enigmáticas palabras del viejecito por alguna razón parecieron tranquilizarlos. Erast Petrovich sintió un alivio en el pecho: Grushin era astuto, sabía arreglárselas solo. Fandorin suspiró reconfortado y sacó de debajo de la mesa la mano que un momento antes había preparado para coger la culata de la Herstal.

Pero no debió retirarla.

De improviso, aprovechándose de que los dos le habían dado la espalda, el tabernero asió por el cordel una pesa de kilo que estaba en el mostrador y, con un movimiento ligero aunque terrible por su potencia, la descargó contra la redondeada nuca del «quirguiz». Se oyó un chasquido espeluznante y Masa se desplomó en el suelo como un saco. Mientras tanto, el cobarde tártaro, con mucha habilidad —se le notaba en aquello una práctica fuera de lo común—, golpeó en la mejilla izquierda a Grushin, que ya había empezado a volverse hacia él, aunque no pudo culminar el giro.

Sin comprender nada de lo que ocurría, Erast Petrovich derribó la mesa mientras sacaba el revólver de debajo de la camisa.

—¡Quietos todos! —gritó con furia—. ¡Policía!

Uno de los «profesionales» metió una mano debajo de la mesa y Fandorin abrió fuego inmediatamente. El tipo dio un grito, se llevó ambas manos al pecho, cayó al suelo y comenzó a agitarse entre convulsiones. Los demás se quedaron petrificados.

—¡Al que se mueva lo mato!

Erast Petrovich apuntaba el cañón de la pistola ora hacia los «profesionales», ora hacia el tabernero, mientras calculaba febrilmente si tendría balas para todos ellos y qué debía hacer. ¡Un médico, hacía falta un médico! Aunque los golpes de la pesa habían sido tan fuertes que el médico apenas serviría de nada... Abarcó toda la taberna con una mirada. A su espalda tenía la pared y en los flancos todo parecía estar en orden: el ciego seguía sentado como antes y se limitaba a girar la cabeza y a pestañear con sus siniestras cataratas; la chica se había despertado por efecto del disparo y había levantado su bonito pero enjuto rostro. Sus ojos eran de un negro radiante: una gitana, evidentemente.

—¡Canalla, para ti será la primera bala! —le gritó Fandorin al tártaro—. No voy a esperar a que te juzguen, ahora mismo te voy a...

Pero no llegó a terminar la frase, porque la gitana, tan silenciosa como una gata, se irguió con ligereza y le dio un botellazo en la nuca. Aunque lo cierto es que Erast Petrovich no llegó a ver eso. Para él sencillamente se hizo la oscuridad: de repente y sin ningún motivo.