Capítulo Séptimo

Donde todos se lamentan y Fandorin pierde el tiempo en vano

El domingo, desde muy temprano, por el apacible cielo de Moscú, nacarado a causa del radiante sol, flotaba un incesante tañido de campanas. El día parecía bonancible y las bulbosas cúpulas doradas de las innumerables iglesias brillaban de una manera que obligaba a entornar los ojos; sin embargo, una gélida melancolía pesaba en el ánimo de la ciudad extendida sobre suaves lomas. Triste y monótonamente repicaban las campanas ortodoxas: era Moscú, que en los oficios religiosos rogaba y se lamentaba por el reposo eterno del recién fallecido siervo del Señor, Michel.

El finado había vivido largo tiempo en Petersburgo e iba a la antigua capital sólo en fugaces visitas, pero Moscú lo quería con mucha más fuerza que la fría y burocrática Peter, lo quería con abnegación femenina, sin reflexionar demasiado en las cualidades de su paladín. Bastaba con que fuera hermoso y célebre por sus victorias, aunque a Soboliev los moscovitas lo amaban más que nada porque veían en él a un auténtico hombre ruso, sin los caprichos ni las ambigüedades foráneas. Por eso las litografías del General Blanco con su amplia barba y su afilado sable desenvainado pendían en prácticamente todas y cada una de las casas de Moscú: en los hogares de la burocracia de menor rango, en los de los comerciantes y en los de la pequeña burguesía.

La ciudad no había mostrado una aflicción tan inmensa ni el mes de marzo del año anterior, cuando se celebraron los funerales por el zar Alejandro el Libertador, salvajemente asesinado, ni después, cuando todos sus habitantes estuvieron de luto durante doce meses: sin engalanarse, sin organizar fiestas populares, sin hacerse permanentes en el cabello ni representar ninguna comedia.

Mucho antes de que el cortejo fúnebre comenzara a cruzar el centro de Moscú en dirección a la Puerta Roja y la iglesia de los Tres Santos Varones, donde debía celebrarse la misa de cuerpo presente, las aceras, las ventanas, los balcones e incluso los tejados del pasaje del Teatro, de la calle Lubianka y de la Miasnitzkaya estaban atestados de espectadores. Los niños habían trepado a los árboles, y, los más temerarios, a los canalones de las casas. Por todo el itinerario que debía seguir el desfile del catafalco se alineaban en hileras los soldados destinados a la guarnición en la ciudad y los alumnos de las academias de Oficiales y de Alejandro I. En la estación de Riazán esperaba ya un tren fúnebre de quince vagones, adornado con banderas, cruces de San Jorge y hojas de roble. Ya que Petersburgo no quería despedirse del héroe, ante él se inclinaba la vieja madre Rusia, cuyo corazón se encontraba justamente situado entre las ciudades de Moscú y Riazán; allí, en la aldea de Spasski, del distrito de Ranenburg, había juzgado el destino que debía recibir eterno reposo.

El cortejo fúnebre se extendía a lo largo de más de un kilómetro. Para empezar, los almohadones que exhibían las medallas del muerto sobrepasaban las dos decenas. La estrella de San Jorge de primera categoría la llevaba el comandante en jefe de la región militar de Petersburgo, el general Ganietzki. ¡Y coronas, cuántas coronas! La ofrendada por los comerciantes de Ojotni Riad, la del Club Inglés, la del Consejo de Burgueses de Moscú, la de la Orden de San Jorge... La lista sería interminable. Delante del catafalco —una cureña de cañón, cubierta con terciopelo carmesí y coronada con un baldaquino dorado— cabalgaban unos heraldos con antorchas, a los cuales seguían los organizadores de las exequias: el gobernador general y el ministro de la Guerra. Detrás del ataúd, sobre una yegua negra de sangre árabe, cabalgaba el gran duque Kiril Aleksandrovich, hermano político y representante personal del zar. A continuación, los edecanes conducían por las riendas y bajo un paramento de duelo al níveo Bayaceto, el famoso caballo turcomano de Soboliev. Y cerrando la comitiva marchaban a paso lento la guardia de honor, otros portadores de coronas —éstas más discretas— y, a pie y con la cabeza descubierta, los invitados ilustres: altos dignatarios, generales, los consejeros de la Duma de Moscú, los ricos de la ciudad... El espectáculo era grandioso, sin parangón posible.

El sol de julio se escondió tras las nubes como si se avergonzara de su improcedente resplandor. El día se hizo gris, y cuando el cortejo alcanzó la Puerta Roja, donde sollozaba y se santiguaba una muchedumbre de cien mil personas, comenzó a caer una menuda y lagrimeante llovizna. La naturaleza armonizaba con el ánimo popular.

Fandorin se abría paso entre el espeso gentío y trataba de localizar al jefe de la policía. Al amanecer, poco después de las siete, se había presentado en la casa del general, en el bulevar Tverskoi, pero había llegado tarde. Le dijeron que su excelencia había salido para el Dusseaux. Una responsabilidad tan grande en un día tan señalado no era ninguna broma. Y todo recaía sobre sus espaldas, las de Evgueni Osipovich.

Después siguió una retahíla de desencuentros. En la entrada del hotel Dusseaux, un capitán de gendarmes le dijo a Erast Petrovich que el general «ha estado aquí hasta hace un minuto, pero acaba de salir a caballo hacia la Dirección». En la Dirección, en la calle Malaya Nikitskaya, tampoco encontró a Karachentsev: había salido precipitadamente a poner orden en la explanada de la iglesia de los Tres Santos Varones, donde amenazaba con formarse un tumulto.

El asunto urgente y de vital importancia que Fandorin tenía entre manos también podía resolverlo el gobernador general. Y contaba con la ventaja de que a éste no hacía falta buscarlo: allí estaba, se le veía desde todas partes, pues presidía el cortejo fúnebre con pose estatuaria sobre un garañón gris con manchas tordas... ¡Como para acercársele!

En la iglesia de los Tres Santos Varones, en la que Fandorin pudo entrar gracias al secretario del príncipe, que había vuelto la cabeza hacia él en el momento preciso, las cosas no presentaban mejor cariz. Aplicando las enseñanzas disciplinarias de los «sigilosos», Erast Petrovich se abrió camino hasta muy cerca de donde se encontraba el féretro, pero delante de él las espaldas de los asistentes se fundían en un muro compacto y continuo. Vladimir Andreevich estaba de pie entre el gran duque y el duque de Lichtenburg. El gobernador presentaba un gesto solemne, los bigotes bien engominados y una lágrima senil en sus ojos saltones. No existía posibilidad alguna de hablar con él, y si la hubiera habido, difícilmente habría apreciado en ese momento la urgencia del caso.

Furioso de impotencia, Fandorin escuchó el enternecedor discurso del obispo Ambrosio, que teorizaba sobre la incomprensibilidad de los caminos del Señor. Pálido de emoción, un cadete declamó con voz sonora un largo epitafio en verso que terminaba con las palabras:

¿Y no lo temía el altivo enemigo

como al celeste trueno divino?

¡Aunque ahora sólo sea podredumbre y polvo,

el espíritu del héroe sigue viviendo entre nosotros!

De nuevo todos los que se hallaban alrededor, y ya no era ni la primera ni la segunda vez, se pusieron a lagrimear. Comenzaron a arrastrar los pies, a buscar los pañuelos de bolsillo. La ceremonia se desarrollaba con la lentitud que exigía la ocasión.

Y mientras tanto el tiempo se esfumaba.

* * *

La noche anterior, Fandorin se había enterado de unas nuevas circunstancias que iluminaban el caso con una luz completamente diferente. La visitante nocturna, a quien el criado, no habituado a los cánones europeos, catalogó de vieja y fea, y su señor, propenso al romanticismo, de hermosa e intrigante, resultó ser Ekaterina Aleksandrovna Golovina, profesora de un gimnasio femenino de Minsk. A pesar de una constitución frágil y unos sentimientos claramente conturbados, Ekaterina Aleksandrovna se expresaba con una valentía y una franqueza que no eran propias de las docentes gimnasísticas: o era así por naturaleza o la amargura la había endurecido.

—Señor Fandorin —comenzó, pronunciando cada sílaba con premeditada claridad—, antes de nada debo aclarar qué tipo de relaciones me unían con... con... el difunto...

Con todo, esa palabra sí se le resistió. En su alta y limpia frente se dibujó una dolorosa arruga, pero su voz no tembló. «Una muchacha de temple espartano —pensó Erast Petrovich—. Una verdadera y auténtica espartana.»

—... Si no lo hiciera así, usted no se explicaría por qué yo sé lo que los demás, incluidos los ayudantes de Michel Dimitri, no saben. Michel y yo nos queríamos. —La señorita Golovina miró a Fandorin con aire escrutador, y por lo visto, no dándose por satisfecha con la amable y atenta expresión de su cara, estimó necesario precisar—: Era su amante.

Ekaterina Aleksandrovna oprimió las manos cerradas en puños contra su pecho y, en ese momento, Fandorin volvió a encontrarle un gran parecido con Wanda cuando la cantante hablaba sobre el amor libre: la misma expresión de reto y de disposición a la ofensa. Pero el consejero siguió contemplando a la señorita como lo había hecho antes: con amabilidad y sin el más mínimo asomo de crítica. Ella suspiró y le aclaró al zoquete una vez más:

—Vivíamos como marido y mujer, ¿comprende? Por eso conmigo era más sincero que con cualquier otra persona.

—La he comprendido, señorita. Co-Continúe —abrió la boca por primera vez Erast Petrovich.

—Porque sabrá usted que Michel tenía esposa legítima. —A pesar de todo, Ekaterina Aleksandrovna consideró oportuno puntualizar ese extremo. Dejó bien claro que deseaba evitar cualquier reticencia y que no se avergonzaba lo más mínimo de su estado.

—Lo sé. De soltera, condesa Titova. Pero hace tiempo que Mijail Dimitrievich se separó de ella. Ni siquiera ha ve-venido a sus funerales... Pero hábleme de la cartera...

—Sí, sí. —Parecía que Golovina iba a perder el hilo—. Mas quiero contarle las cosas por orden. Porque antes tengo que explicarle... Hace un mes Michel y yo tuvimos una pelea... —Se ruborizó—. Resumiendo, que nos separamos y desde entonces no nos vimos más. Él se fue de maniobras, luego regresó a Minsk por un día e inmediatamente...

—Conozco todos los pasos que dio Mijail Dimitrievich en su último mes. —Fandorin trataba, cortés pero inflexiblemente, de que su interlocutora volviese al tema principal.

Ella hizo una pausa y luego le espetó de repente:

—¿Y sabía usted, señor, que Michel, el pasado mes de mayo, convirtió todos sus títulos y acciones en efectivo, retiró todo el dinero de que disponía en sus cuentas bancarias, empeñó su hacienda de Riazán y hasta pidió un importante préstamo en el banco?

—¿Y por qué razón? —inquirió Erast Petrovich arrugando el entrecejo.

Ekaterina Aleksandrovna bajó la mirada.

—Eso no lo sé. Tenía entre manos un asunto secreto y de gran importancia del que no quería ponerme al corriente. Yo me enfadé y reñimos... Nunca compartí las ideas políticas de Michel: lo de Rusia para los rusos, su paneslavismo, la vía propia no europeísta y todas las demás tonterías... Nuestra última y definitiva disputa también estuvo provocada en parte por esa cuestión. Pero había otro motivo... Comprendí que yo había dejado de ocupar en su vida el lugar principal. Había surgido algo mucho más trascendental que yo... —Ella se sonrojó—. Incluso puede ser que no fuese algo, sino alguien... Bueno, eso no importa. Lo importante es otra cosa. —Golovina bajó la voz—. Michel llevaba todo su dinero en una cartera que compró en París el pasado mes de febrero, durante un viaje oficial. Una cartera de piel, de color marrón, con dos cerraduras de plata que se cerraban con unas llavecitas.

Fandorin arrugó de nuevo la frente y trató de recordar si alguna cartera de esas características figuraba entre los objetos personales del muerto que se habían encontrado durante el registro practicado en la habitación número cuarenta y siete. No, estaba seguro, no figuraba.

—A mí me dijo que necesitaba el dinero para un viaje que tenía que hacer a Moscú y Petersburgo —prosiguió la maestra—. El viaje estaba previsto para finales de junio, en cuanto terminasen las maniobras... Usted no encontró esa cartera entre sus cosas, ¿verdad? —Erast Petrovich negó con la cabeza—. Gukmasov también dice que la cartera se ha perdido. Michel la llevaba siempre en la mano y en la habitación del hotel la metió en la caja fuerte, el mismo Gukmasov vio cómo lo hacía; pero luego..., después de... Cuando Projor Ajrameiavich abrió la caja fuerte, encontró varios documentos, aunque la cartera no estaba. Entonces Gukmasov no le concedió demasiada importancia porque todavía estaba conmocionado y porque, además, no sabía qué suma había dentro de ella.

—¿Y cuánto había? —preguntó Fandorin.

—Por lo que sé, más de un millón de rublos —respondió tranquilamente Ekaterina Aleksandrovna.

Erast Petrovich dio un silbido de sorpresa, mas se excusó inmediatamente. Aquellas noticias no le gustaban lo más mínimo. ¿Un asunto secreto? ¿Qué asunto secreto podía tener un general edecán, general de infantería y comandante en jefe de un cuerpo del ejército? ¿Y cuáles podrían ser esos documentos que, al parecer, guardaba en la caja fuerte? Cuando Fandorin miró allí dentro en presencia del jefe de la policía, la caja fuerte estaba completamente vacía. ¿Por qué desearía Gukmasov escamotear esos documentos a la investigación? No era algo que se pudiese tomar a broma. Y lo más importante: ¡aquella enorme, sencillamente increíble suma! ¿Para qué la querría Soboliev? Y la pregunta esencial: ¿dónde estaría en esos momentos?

Al advertir el gesto de preocupación en el rostro del consejero titular, Ekaterina Aleksandrovna añadió rápida, apasionadamente:

—Lo han asesinado, estoy segura. Por culpa de ese maldito millón. Y después simularon una muerte por causas naturales. Michel era fuerte, un auténtico hércules, su corazón habría aguantado cien años de conmociones y batallas. ¡Estaba creado para los tumultos!

—Sí —asintió aprobador Erast Petrovich—, todos dicen lo mismo.

—Y por eso no le insistí en el matrimonio —prosiguió sin escucharlo Golovina, sofocada por sus tempestuosas emociones—. Sentía que no tenía derecho, que su misión era otra. Él no puede pertenecer a una sola mujer y a mí no me gustan las sobras... ¡Dios mío, qué digo! Perdone... —Se tapó los ojos con una mano y luego continuó más pausadamente, haciendo esfuerzos—. Ayer recibí el telegrama de Gukmasov y corrí inmediatamente a la estación. Ya entonces no me creía lo de la parada cardíaca, pero cuando me enteré de la desaparición de la cartera... Ha sido asesinado, no tengo ninguna duda. —De repente cogió a Fandorin de la mano, y éste se sorprendió de la fuerza que había en sus delgados dedos—. ¡Encuentre al asesino! Projor Ajrameiavich asegura que es usted un genio analítico, que puede conseguirlo todo. ¡Hágalo! Él no pudo morir de un infarto. ¡Ustedes no conocían a ese hombre como lo conocía yo!

En ese punto ella estalló finalmente en sollozos, de una manera infantil, escondiendo el rostro en el pecho del consejero titular. Mientras abrazaba torpemente a la muchacha por los hombros, Erast Petrovich recordó cómo unas horas antes, en unas circunstancias completamente diferentes, también había abrazado a Wanda. Los mismos hombros frágiles e indefensos, el mismo perfume en los cabellos. Quizá ya comprendiese por qué Soboliev se había prendado de la cantante: era imposible que no le recordara a su amor de Minsk.

—Naturalmente, yo no lo conocía como usted —repuso suavemente Fandorin—; pero sí lo suficiente como para dudar que la muerte de Mijail Dimitrievich se debiera a causas naturales. La gente de su temple no fallece de muerte natural.

Erast Petrovich sentó en un sillón a la muchacha, que se estremecía en sollozos, y se puso a pasear por la habitación. De repente dio ocho sonoras palmadas, una detrás de otra.

Ekaterina Aleksandrovna se estremeció y miró temerosa al joven con los ojos brillantes por las lágrimas.

—No me haga caso —se apresuró a tranquilizarla Fandorin—. Es un ejercicio oriental pa-para facilitar la concentración. Lo ayuda a uno a desechar lo secundario para concentrarse en lo esencial. ¡Venga conmigo!

Salió resueltamente al pasillo y Golovina, aturdida por el asombro, lo siguió a toda prisa. Sin interrumpir la marcha, Erast Petrovich le soltó a Masa, que esperaba detrás de la puerta:

—Coge el maletín con los instrumentos y alcánzanos.

Medio minuto después, cuando Fandorin y su acompañante aún bajaban la escalera, el japonés ya estaba a su lado, andando a pasitos cortos y resoplando en la nuca de su señor. El criado llevaba en la mano un pequeño maletín de viaje. Allí guardado estaba todo el instrumental necesario para una investigación criminal, un montón de instrumentos útiles, algunos incluso imprescindibles, en la labor de un detective.

En el vestíbulo, Erast Petrovich llamó al portero de noche y le ordenó abrir la habitación número cuarenta y siete.

—No es posible de ninguna manera —replicó el sirviente, que abrió los brazos en un gesto de impotencia—. Los señores de la policía sellaron la puerta y se llevaron la llave. —Y luego, en voz baja, añadió—: Ahí reposa el difunto, ¡que el cielo lo tenga en su gloria! Vendrán a recogerlo al amanecer. Mañana por la mañana se celebran los funerales.

—¿Que sellaron la habitación? Menos mal que no pusieron centinelas —masculló Fandorin—. Sería estúpido, centinelas en el dormitorio... Bueno, ya me encargo yo de abrir. Pero ven conmigo, porque tendrás que encender las velas.

Entraron en «el corredor de Soboliev» y el consejero titular, tras arrancar intrépidamente el lacre de la puerta, sacó del maletín un manojo de ganzúas. Un minuto después ya estaban dentro de la habitación.

El portero miró de reojo y con temor hacia la puerta cerrada del dormitorio y, sin parar de santiguarse, encendió las velas. Ekaterina Aleksandrovna también clavó la mirada en el blanco rectángulo de madera tras el cual se encontraba el cuerpo embalsamado del general. Sus ojos se detuvieron hipnotizados y sus labios comenzaron a temblar, pero Fandorin no tenía tiempo que dedicar a la maestra ni a sus emociones: estaba trabajando. De la misma poco ceremoniosa forma se libró del segundo sello, pero la ganzúa ya no le resultó necesaria, puesto que la puerta del dormitorio no estaba cerrada con llave.

—Bueno, ¿por qué te quedas ahí parado? —Erast Petrovich se volvió con impaciencia hacia su sirviente—. ¡Trae las velas!

Y a continuación entró en el reino de la muerte.

El féretro, gracias a Dios, estaba clausurado: de no haber sido así, quizá hubiera tenido que abandonar su tarea para dedicarse por completo a la señorita. En la cabecera de la cama había un breviario abierto y ardía un grueso velón de iglesia.

—Señorita —gritó Fandorin girándose hacia el salón—, le ruego que no entre aquí. Sería un estorbo. —Luego le gritó a Masa en japonés—: ¡Pronto, la linterna!

Y armado con una pequeña linterna eléctrica inglesa, se dirigió de inmediato hacia la caja fuerte. Alumbró la hendidura de la cerradura y dijo por encima del hombro:

—La lupa número seis.

El fuerte aumento hizo que unos arañazos recientes quedaran por completo visibles: no habían abierto con llave, sino con una ganzúa. Y además, cosa extraña, había rastros de una sustancia de color blanco. Fandorin cogió una muestra con unas pinzas en miniatura y la examinó. Parecía cera. Curioso.

—¿Estaba sentado allí? —Una voz aguda y tensa sonó a sus espaldas.

Erast Petrovich se volvió con disgusto. Ekaterina Aleksandrovna estaba de pie en la puerta y se abrazaba los codos como si tuviera frío. La mujer no miraba el ataúd, incluso se esmeraba en darle la espalda, pero había clavado los ojos en el sillón en el que, supuestamente, había muerto Soboliev. «¡A la pobre no le hace ninguna falta saber dónde ocurrió todo realmente!», pensó Fandorin.

—¡Le había pedido que no entrara! —le gritó con severidad a la maestra, porque en una situación como aquélla la severidad siempre funcionaba mejor que la compasión. Así, la amante del fallecido general recordaría para qué habían entrado allí en mitad de la noche. Cuando lo recordase, recuperaría el control de sí misma. Golovina se dio la vuelta en silencio y regresó al salón—. ¡Y siéntese! —chilló Fandorin—. Esto puede alargarse más de la cuenta.

La concienzuda inspección del cuarto se alargó más de dos horas. El portero, que hacía tiempo había dejado de asustarse del ataúd, se instaló tranquilamente en un rincón y comenzó a pegar cabezadas. Masa seguía a su amo como una sombra, tarareando una invariable cancioncilla y, de cuando en cuando, pasándole los útiles que necesitaba. Ekaterina Aleksandrovna no apareció más por el dormitorio. Fandorin tan sólo se acercó a verla en una ocasión: estaba sentada a la mesa, con la frente hundida entre los brazos cruzados. Al sentirse observada, se levantó rápidamente y abrasó a Erast Petrovich con la mirada, pero no hizo preguntas.

Sólo al amanecer, cuando ya no era necesaria la luz de la linterna, Fandorin encontró una pista. En el alféizar de la ventana que había más a la izquierda advirtió una leve y estrecha huella de calzado, como de mujer. Sin embargo, el zapato era claramente masculino, y con la lupa incluso se podía apreciar el rameado de la suela, apenas marcado, lleno de cruces y estrellitas. Erast Petrovich levantó la cabeza. La parte superior de la ventana, que era basculante, estaba entornada. De no haber visto la huella, no le habría concedido la más mínima importancia, pues la abertura era demasiado estrecha.

—¡Eh, amigo, despierta! —llamó al soñoliento portero—. ¿Han hecho limpieza en la habitación?

—No, en absoluto —respondió el empleado restregándose los ojos—. ¡Qué limpieza! El señor mismo lo puede apreciar. —Y sacudió la cabeza en dirección al ataúd.

—¿Y las ventanas, las han abierto?

—Eso ya no lo sé con certeza. Pero no creo. Donde velan a un muerto no abren las ventanas.

Erast Petrovich examinó las otras dos, aunque no descubrió nada que mereciera su atención.

A las cuatro y media hubo que interrumpir el registro. El maquillador y sus ayudantes se presentaron dispuestos a adecentar a Aquiles para su último viaje sobre el carro fúnebre.

El consejero titular despidió al portero del hotel y se despidió de Ekaterina Aleksandrovna sin decirle nada. Ella le apretó una mano con fuerza y lo miró a los ojos con aire inquisitivo, pero salvó la situación sin palabras superfluas. Lo que Fandorin había pensado: era una auténtica espartana.

Erast Petrovich ardía en deseos de quedarse solo, pues quería meditar sobre los resultados del registro y elaborar un plan de acción. A pesar de que había pasado toda la noche en vela, no tenía ganas de dormir ni sentía ningún cansancio. Así que regresó a su cuarto y se puso a analizar la situación.

Había que reconocerlo. En un primer momento, a Erast Petrovich la versión de que al héroe popular lo hubieran matado por dinero se le antojó increíble, incluso absurda. Pero lo cierto era que alguien, en la noche de autos, se había introducido en la habitación por el postigo de la ventana, había forzado la caja fuerte y robado la cartera. La política no tenía nada que ver. El ladrón no se había llevado los documentos que se guardaban en la caja de caudales, y eso que eran lo suficientemente importantes como para que Gukmasov considerara imprescindible quitarlos de en medio antes de que aparecieran las autoridades. Entonces, ¿al desvalijador lo único que le interesaba era la cartera?

Había un detalle curioso. El ladrón sabía que Soboliev no estaría esa noche en su habitación y que tampoco regresaría de improviso: la caja fuerte había sido forzada tomando todas las precauciones, sin ninguna prisa. Lo que más le llamaba la atención era que la caja robada no la dejaran abierta, sino que la hubieran cerrado cuidadosamente, y eso que, como todo el mundo sabe, en esa operación se emplea mucho más tiempo y destreza que en la propia apertura. ¿Qué necesidad había de asumir un riesgo innecesario, si de todos modos el dueño iba a descubrir la desaparición de la cartera? ¿Y por qué razón el ladrón entró por la parte superior de la ventana si podía haberla abierto toda?... Conclusiones...

Fandorin se levantó y comenzó a pasearse por la habitación.

Conclusión número uno. El ladrón sabía que Soboliev no regresaría; no vivo, en cualquier caso.

Conclusión número dos. Sabía también que nadie, a excepción de Soboliev, echaría en falta la cartera, porque sólo él conocía la existencia del millón de rublos.

Todo ello presuponía un nivel informativo realmente fantástico. Conclusión número tres.

Y, naturalmente, conclusión número cuatro: tenía que encontrar al ladrón. Aunque sólo fuera porque, quizá, no sólo se tratara de un ladrón, sino también de un asesino. Un millón de rublos parecía un estímulo lo bastante serio para matar.

¡Encontrarlo! Era fácil decirlo. Pero ¿cómo?

Erast Petrovich se sentó a la mesa y acercó una resma de papel.

—¿Pluma y tintero? —le preguntó Masa acudiendo solícito y a toda prisa.

Hasta entonces había permanecido inmóvil junto a la pared, respirando en tono menos audible de lo habitual para no molestar a su amo en la aprehensión de la gran espiral en la que están ensartadas todas las causas y consecuencias verdaderas, tanto las más importantes como las más fútiles. Fandorin asintió con la cabeza sin dejar de reflexionar.

El tiempo era oro. La noche anterior alguien se había hecho rico gracias a un millón de rublos. Tal vez el ladrón y su botín estuviesen ya muy lejos. Pero, si era inteligente —y todo daba a entender que no era precisamente astucia lo que a aquel mequetrefe le faltaba—, evitaría realizar movimientos bruscos y se escondería.

Mas ¿quién podía conocer al desvalijador? Tal vez su excelencia, Evgueni Osipovich. ¿Debía hacerle una visita? Sí, pero el general estaría durmiendo, recuperando fuerzas para el ajetreado día que se le avecinaba. Además, no iba a tener el fichero de delincuentes en su casa. Y en la Dirección, tan temprano, tampoco habría nadie. Entonces, ¿no sería mejor esperar a que abrieran las oficinas?

Ah, pero ¿tendrían un fichero? Cuando Fandorin trabajaba en la Dirección, en aquella fábrica no se hilaba tan fino. No, no merecía la pena aguardar a la mañana.

Entre tanto, Masa trituró rápidamente una barrita de tinta china deshidratada en una escudilla laqueada con forma de cubo, echó unas gotas de agua, mojó un pincelito y se lo tendió respetuosamente a Fandorin. Se quedó de pie, a la espalda de su amo, para no distraerlo en sus prácticas de caligrafía.

Erast Petrovich levantó lentamente el pincel, lo mantuvo un segundo en el aire y luego, con cuidado, comenzó a dibujar sobre el papel el ideograma japonés de «paciencia». Se esforzó en pensar tan sólo en una cosa, en que le saliera perfecto. Pero lo que le salió fue un verdadero churro: las líneas estaban forzadas, los elementos carecían de armonía, y a un lado brotó un manchurrón de tinta. La hoja, hecha una bola, voló hasta el suelo. A la primera le siguieron una segunda, una tercera y una cuarta. El pincel se deslizaba cada vez más rápido, más firme. A la decimoctava hoja el ideograma resultó absolutamente irreprochable.

—¡Toma, guárdala! —le dijo Fandorin a Masa mientras le entregaba aquella obra de arte.

Éste la contempló, le dio su visto bueno con un movimiento de labios y guardó la hoja en una carpetita especial de papel de arroz.

Entonces Erast Petrovich supo qué hacer. La sencilla y acertada decisión que había tomado le tranquilizó el alma. Las decisiones acertadas son siempre sencillas. Ya lo dice el proverbio: un hombre noble no inicia una actividad desconocida hasta conseguir sabiduría y un buen maestro.

—Prepárate, Masa —le ordenó Fandorin—. Vamos a hacer una visita a mi antiguo maestro.

Ksaveri Feofilaktovich Grushin, antiguo comisario de la Dirección de la Policía Secreta, ése era el hombre. Más valioso que cualquier fichero. Bajo su paternal e indulgente tutela había comenzado el joven Erast Petrovich su carrera detectivesca. Aunque no había tenido ocasión de servir mucho tiempo a su lado, aquella temporada le resultó muy provechosa. Grushin ya era viejo y llevaba tiempo retirado, pero conocía a todos los ladrones de Moscú. Los había estudiado de frente y de través en sus largos años de servicio. A veces, cuando el veinteañero Fandorin paseaba con él por el barrio de Jitrovka o, pongamos por caso, por el bandidesco Grashevka, no dejaba de sorprenderse. Una vez era un delincuente de cara fiera quien se acercaba al jefe; otra, un vagabundo repelente; una tercera, un figurín todo engominado de mirada huidiza. Uno se quitaba el sombrero como muestra de respeto, el otro le hacía una reverencia, el tercero le daba los buenos días. Con el primero Ksaveri Feofilaktovich secreteaba un ratito al oído, al segundo le propinaba un sopapo en la oreja sin mala intención, al tercero le estrechaba la mano. Y allí mismo, cuando aquellos conocidos suyos se alejaban, ponía al día a su escribiente novato:

—Ése es Tishka el Gordo, ladrón de trenes. Trabaja en las estaciones. Roba maletas de las carretas en marcha. Y ese otro, Gulia, un cambista de primera clase.

—¿Un cambista? —le preguntaba tímidamente Erast Petrovich mientras examinaba de arriba abajo a aquel señor de porte esmerado con sombrero hongo y bastón ligero.

—Eso digo. Vende oro de mano en mano. Tiene mucha habilidad para cambiar un anillo de bisutería por otro de oro auténtico. A su cliente le enseña oro, pero le entrega una medalla de imitación. Un oficio muy respetable, exige mucha experiencia.

Luego Grushin se detenía detrás de los trileros —esos que limpian a los bobos con tres dedales— y lo aleccionaba.

—Joven, ¿ha visto usted cómo Stiepka ha colocado la bolita de pan debajo del dedal de la izquierda? Pues bien, no crea a sus ojos: la bolita la lleva pegada a la uña y nunca se le quedará debajo de ningún dedal.

Y cuando el fogoso Fandorin exclamaba en tono reprobatorio un «¡Y nosotros sin arrestar a esos estafadores!», Grushin, burlón, se limitaba a sonreír y decir:

—Pichoncito, todos debemos vivir. Yo sólo les exijo una cosa: que tengan conciencia y no dejen en cueros a nadie.

Entre los ladrones de Moscú, el comisario gozaba de un respeto especial: por su equidad, porque dejaba vivir a los pajaritos y, sobre todo, por su desinterés. Ksaveri Feofilaktovich no exigía gratificaciones como otros policías, por eso nunca pudo construirse una mansión de piedra y, al jubilarse, se fue a una humilde casita con huerto al otro lado del río Moscova. Cuando estaba destinado en la misión diplomática rusa en el lejano Japón, de vez en cuando Erast Petrovich recibía noticias de su antiguo jefe, y cuando lo trasladaron a Moscú, pensó en visitarlo sin falta en cuanto estuviera instalado. Pero la situación exigía que la visita se realizara ya, de inmediato.

Cuando la tosca calesa traqueteaba sobre el puente Moskvarietski, bañado por la más temprana y tímida luz de la mañana, Masa le preguntó preocupado a su amo:

—Señor, ¿«Gurushin»-sensei es simplemente sensei o es onshi? —Y manifestó su duda moviendo la cabeza con aire de reproche—. Porque si para una visita de respeto a un sensei la hora es demasiado temprana, para una respetuosísima visita a un onshi lo es mucho más.

Entre los japoneses, un sensei es un maestro, pero un onshi es alguien inconmensurablemente más importante: un maestro hacia el que se profesa un profundo y sincero agradecimiento.

—Un onshi, más bien. —Erast Petrovich miró la franja encarnada del amanecer que se divisaba justo en la mitad del cielo y reconoció a la ligera—: Cierto, es temprano. Pero, bueno, puede que Grushin sufra de insomnio.

Y, en efecto, Ksaveri Feofdaktovich no dormía. Estaba sentado junto a la ventanita de su casa (que, aunque pequeña, al menos disfrutaba en propiedad), situada en el laberinto de callejuelas que había entre la Gran y la Pequeña Ordinka, entregado a la reflexión sobre las extrañas propiedades del sueño.

«Por un lado, el hecho de que en su vejez el hombre duerma menos que durante su juventud, parece lógico y hasta justo. ¡Para qué perder tiempo en vano, si de todas formas, muy pronto, deberá recuperar a la fuerza el sueño atrasado! Pero por otro, ¡cuánta más falta hace el tiempo durante la juventud! De joven me solía ocurrir que me pasaba todo el día andando de un sitio para otro, de la mañana a la noche, y las piernas ya no me daban más de sí, y con sólo una horita más de que hubiera dispuesto, podría haber arreglado todos mis asuntos. Pero disponer de esa hora me resultaba imposible porque tenía que entregarle a la almohada sus ocho horas reglamentarias. Algunas veces me sentía triste por ello, mas no podía hacer nada: la naturaleza siempre exigía lo suyo. Sin embargo, ahora dormito una o dos horas en el jardincito y después ya me puedo pasar toda la noche sin pegar ojo, pero ocurre que ya no tengo nada en qué ocuparme. A nuevos tiempos, nuevos sistemas de vida. Al viejo caballo lo han dado de baja y lo han enviado al cálido establo a vivir sus últimos años. Y, naturalmente, tengo que dar las gracias por ello, quejarme sería un pecado. Sin embargo, resulta aburrido. Mi esposa yace ya bajo tierra: va a hacer tres años que murió. Mi única hija, Sashenka, corrió a casarse con un alférez de navío cabeza de chorlito y se fue con su marido al fin del mundo, a la ciudad de Vladivostok. La cocinera Nastasia, naturalmente, cocina, y lava la ropa, pero también a uno le gusta hablar. Aunque ¿de qué se puede hablar con ella, con lo tonta que es? ¿Sobre el precio del queroseno o del grano?

»Porque Grushin todavía podría ser útil, ¡ah, y tanto! Aún no he perdido todas mis fuerzas, y mi cerebro, gracias a Dios, no se ha oxidado. Me descartó usted demasiado pronto, señor jefe de la policía. ¿Ha enchironado usted a muchos malhechores con esos estúpidos sistemas antropométricos de Bertillon? Ahora andar por Moscú da miedo: en un abrir y cerrar de ojos te roban el bolso y, de noche, hasta puedes recibir un trastazo en la cocorota con una barra de plomo.»

De la trifulca dialéctica con sus antiguos mandos, Ksaveri Feofilaktovich pasaba habitualmente al abatimiento. El comisario retirado era honrado consigo mismo. Sabía que, mejor o peor, la policía sin él se las apañaba, pero él sin la policía se aburría.

—¡Ah, qué tiempos aquéllos, cuando salía por la mañana para investigar un caso y en mi cabeza sonaba un tintineo, como si me hubieran apretado un resorte hasta el límite! Después del café y la primera pipa, mi mente siempre estaba clara, mi propio discurrir se encargaba de señalarme cómo actuar. Ahora lo veo claro, aquello era la felicidad, aquello era la auténtica vida. ¡Ay, Señor, con lo que he vivido y he pasado, y cuánto más me gustaría aún vivir! —suspiró Grushin, contemplando con desaprobación cómo el sol comenzaba a asomar por encima del tejado: empezaba otro día, largo y vacío.

Pero he aquí que el Señor lo escuchó. Ksaveri Feofilaktovich entornó sus ojos de gavilán y los dirigió hacia la calle sin pavimentar. Parecía como si un coche de caballos se acercara del lado de la calle Pianitzkaya levantando polvo. Los pasajeros eran dos: uno iba con corbata; el otro, bajito, enfundado en algo verde. ¿Quiénes podrían ser a esas horas tan tempranas?

Después de los inevitables besos, abrazos y preguntas, a las que Grushin respondió de manera extremadamente prolija y Fandorin extremadamente lacónica, los dos antiguos conocidos pasaron al grano. Erast Petrovich no quiso entrar en los pormenores de la historia, y sobre todo calló sobre Soboliev: se limitó a describir las características del trabajo.

Dijo que en cierto hotel habían robado una caja fuerte y que el autor había dejado allí su firma profesional. La cerradura había sido forzada con no demasiado primor: a juzgar por los rasguños, el ladrón se había conducido con una profesionalidad media. Una nota característica: en la cerradura habían quedado rastros de cera. El delincuente se distinguía por una delgadez insólita: había entrado por la parte superior de una ventana, que medía dieciocho por treinta y seis centímetros. Calzaba unas botas o unas polainas con un dibujo rameado en las suelas lleno de cruces y estrellitas. Longitud aproximada del pie: veinticuatro centímetros. Anchura: unos ocho centímetros... Sin embargo, Fandorin no tuvo tiempo para terminar de enumerar las características del trabajo, porque, de repente, Ksaveri Feofilaktovich interrumpió al joven.

—Botas...

Asustado, el consejero titular miró de reojo a Masa, que dormitaba en un rincón. ¿No habrían hecho el viaje en balde? ¿No habría perdido la chaveta el viejo onshi?

—¿Qué ha dicho?

—Que son botas —repitió el comisario—. Nada de polainas. Botas cromadas, bruñidas como un espejo. Otra cosa no calza.

A Fandorin se le paralizaron todas las vísceras. Con cuidado, como si temiera amedrentarlo, le preguntó:

—¿Acaso conoce al sujeto?

—Lo conozco perfectamente. —Grushin sonrió satisfecho con toda su arrugada y fofa cara, en la que había más piel de lo que su cráneo exigía—. Es Misha el Pequeño, no puede ser nadie más. Lo extraño es que empleara tanto tiempo con la caja fuerte. Para él, abrir una caja fuerte de hotel es un juego de niños. De todos los desvalijadores de Moscú, Misha es el único que puede meterse por la parte superior de una ventana. Además, siempre unta las cerraduras con cera: es muy sensible, no soporta los chirridos.

—¿Misha el Pequeño? ¿Y quién es ése?

—¿Que quién es? —Ksaveri Feofilaktovich desató la bolsa de tabaco y llenó su pipa sin prisas—. El rey de los «profesionales» de Moscú. Un desvalijador de cajas fuertes de primera clase que no siente remilgos ante los delitos de sangre. Y también un «gato», que comercia con lo robado, y jefe de una banda. Un maestro de amplio diapasón, un Benvenuto Cellini del crimen. Estatura pequeña: metro y medio. Flacucho. Ropa elegante. Astuto, ladino y cruel como una fiera. Un personaje muy conocido en Jitrovka.

—¿Tan famoso y no está en presidio? —se extrañó Fandorin.

El comisario soltó un «¡hum!» cargado de ironía y aspiró la pipa con placer: la primera bocanada de la mañana era siempre la más dulce.

—¡Anda y prueba a meterlo entre rejas! Yo no pude, y es poco probable que lo consigan los de ahora. El muy canalla tiene a su gente en la policía, eso es seguro. Con las veces que yo intenté echarle el guante... Pero ¡ni por ésas! —Grushin hizo un gesto con una mano—. Se escapa de todas las redadas. Sus amistades le dan el soplo. ¡Y le tienen miedo, ay, cómo lo temen! Su banda está plagada de asesinos. Ya sabe usted cómo me respetan en Jitrovka, pero si pregunto por Misha nadie se va de la lengua, ni siquiera arrancándoles los dientes con unas pinzas. Y eso que yo nunca utilizo pinzas. Lo más que hago es darles un sopapo que otro en la boca. Y Misha después, ya no digo pinzas, con unas tenazas al rojo vivo les arranca la carne a bocados a los soplones. Una vez, hace ahora cuatro años, estuve a punto de cazarlo. Me había trabajado a una de sus chicas de la calle. Era guapa, la muchacha, y todavía no estaba perdida del todo. Pues bien, poco antes de que iniciáramos la batida, poco antes de que atrapáramos a Misha en su madriguera de bandidos, tiraron un saco en las mismas puertas de la Dirección. Y allí dentro estaba mi confidente: cortada con una sierra, en doce rodajas... Pero, ¡ay!, Erast Petrovich, alma mía, yo contándole mis aventuritas, y supongo que usted apenas dispondrá de tiempo. De no ser así, no habría venido a visitarme a las cinco y media de la mañana.

Y Ksaveri Feofilaktovich, satisfecho de su perspicacia, entornó los ojos con picardía.

—Necesito encontrar a Misha el Pequeño —dijo Fandorin amohinando el gesto—. Parece increíble, pero de alguna manera está relacionado con... Aunque no tengo derecho a... Sin embargo, le aseguro que se trata de una cuestión de Estado y, además, de máxima urgencia. ¿No podríamos ir ahora a mismo a apresar a su Benvenuto, eh?

Perplejo, Grushin levantó los brazos y replicó:

—¡Cualquier cosa pide usted! Me conozco Jitrovka de cabo a rabo, mas ignoro dónde duerme Misha el Pequeño. Lo ideal sería una redada general. Pero que la orden viniera directamente de arriba, sin que los jefes municipales ni de distrito se enteraran: si no, darían el chivatazo. Habría que rodear todo el barrio de Jitrovka y cardarlo muy bien, sin prisas. Probablemente, si no al mismo Misha, al menos atraparíamos a alguno de su banda o a una de sus amiguitas. Pero para una operación así habría que movilizar como mínimo medio millar de policías. Y que hasta el último minuto no supieran el motivo. Eso es imprescindible.

Y aquí tenemos a Erast Petrovich corriendo de un lado para otro en esta ciudad embargada por el desconsuelo; moviéndose sin parar entre el bulevar Tverskoi y la Puerta Roja; buscando a la más alta autoridad que pueda encontrar. ¡Se estaba perdiendo un tiempo precioso, se perdía! Con una suma de dinero tan fabulosa, Misha el Pequeño podría marcharse con viento fresco a la alegre ciudad de Odessa, a Rostov o a la misma Varsovia. El imperio era grande, había espacio suficiente para que un pillo con suerte pudiera darse un buen paseo. Ya llevaba Misha dos noches sentado sobre un botín que nunca hasta entonces podía siquiera imaginar. Resultaba sensato eso de esperar un poco para tranquilizarse y observar si se levantaba o no demasiado ruido. Y eso Misha, un perro viejo con mucha experiencia, de seguro lo comprendía. Aunque un dineral como ése estaría quemando su corazón de bandido. No podría aguantar mucho: un poco más y saldría volando. Si no lo había hecho ya. ¡Ah, qué intempestivos esos funerales!...

Hubo un momento —Kiril Aleksandrovich había avanzado un paso hacia el ataúd y en la iglesia reinaba un respetuoso silencio— en que Fandorin cazó la mirada del gobernador general y le hizo un saludo con la cabeza a fin de llamar su atención, pero el príncipe le respondió con un saludo de la misma factura, suspiró penosamente y, acto seguido, con aire pesaroso, clavó la mirada en la flameante araña cuajada de velas. Sin embargo, la gesticulación del consejero titular sí que fue advertida por su alteza, el duque de Lichtenburg, que permanecía allí de pie, entre todo aquel baño de oro bizantino, con una expresión un tanto confundida, santiguándose no como los demás, sino de izquierda a derecha y, al parecer, en general, sintiéndose fuera de lugar. Arqueando ligeramente una ceja, Evgueni Maximilianovich mantuvo la mirada en aquel funcionario que lanzaba señales tan extrañas y, tras pensárselo un segundo, tocó con un dedo el hombro de Jurtinski, cuyo aplastado peinado se hacía visible por encima de la charretera del gobernador. Piotr Parmienovich resultó más avispado que su jefe. Comprendiendo al momento que sucedía algo fuera de lo común, señaló a su vez con el mentón hacia una puerta lateral, como diciendo: «Vayamos hacia allá y hablaremos.»

Erast Petrovich comenzó a deslizarse otra vez entre la muchedumbre, pero en otra dirección: no hacia el centro, como había hecho antes, sino en ángulo oblicuo, así que en esta ocasión avanzó más rápidamente. Y mientras el consejero titular se abría paso entre aquellas dolidas personas, bajo las bóvedas del templo retumbaba la voz profunda y varonil del gran duque, a quien todos escuchaban con especial interés. No se trataba sólo de que Kiril Aleksandrovich fuera hermano, y además el hermano más querido, del zar. Muchos de los asistentes al panegírico sabían perfectamente que aquel general guapo y de proporcionada estatura, de rostro ligeramente aguileño, como de ave de rapiña, no sólo era el comandante en jefe de la guardia imperial, sino que además aparecía como el verdadero dirigente del imperio. Era el jefe del Ministerio de la Guerra y del Cuerpo de Policía, y, lo que era aún más significativo, del Cuerpo Autónomo de la Gendarmería. Pero el hecho principal era que, como se decía, el zar no tomaba ninguna decisión sobre un asunto de importancia sin discutirlo previamente con su hermano. Abriéndose dificultosamente camino hacia la salida, Erast Petrovich seguía con atención el discurso del gran duque mientras pensaba que la naturaleza le había jugado a Rusia una mala pasada: de haber nacido un hermano dos años antes y el otro dos años después, el verdadero autócrata ruso no habría sido el lento, indolente y taciturno Aleksander, sino el sabio, perspicaz y decidido Kiril. ¡Ah, cómo habría cambiado entonces la somnolienta vida rusa! ¡Y cómo habría relumbrado esa potencia en la arena internacional! Sin embargo, no era justo lamentarse de la naturaleza, y si había que culpar a alguien, desde luego no era a ella, sino a la providencia. Pero la providencia, además, no hacía nada sin un motivo supremo, y si no estaba escrito en el destino del imperio levantarse de un salto de la mano de un nuevo Pedro el Grande, era porque, por lo visto, Dios no lo consideraba necesario. Era otro el destino que le reservaba a la Tercera Roma, un destino bien diferente, misterioso. ¡Ah, qué alegría si se tratara de un destino feliz y brillante! Con ese pensamiento, Fandorin se santiguó, acto que ejecutaba raramente, pero su movimiento no llamó la atención de nadie, pues todas las personas que había a su alrededor se persignaban constantemente. ¿No estarían pensando ellas lo mismo que él?

Kiril hablaba de un modo excelso: noble, ponderadamente, con palabras que llegaban al corazón.

—... Muchos son los que se lamentan de que este valeroso héroe, la esperanza de la tierra rusa, nos haya abandonado de una manera tan repentina y, para decirlo con franqueza, tan absurda. Este hombre, al que llamaban Aquiles por su legendaria fortuna militar, que tantas veces lo salvó de una muerte inminente, no sucumbió en el campo de batalla, sino que encontró una muerte tranquila y burguesa. Pero ¿fue así realmente? —Su voz adquirió el tañido del bronce viejo—. El corazón de Soboliev se partió porque había sido desgastado por muchos años de duro trabajo al servicio de nuestra patria, debilitado por las innumerables heridas recibidas en los combates contra nuestros enemigos. ¡No era Aquiles el nombre que mereció recibir, oh, no! Seguramente, protegido por el agua estigia, Aquiles fue invulnerable a las espadas y a las flechas, y hasta el mismo día de su muerte no derramó ni una gota de su sangre. Pero Mijail Dimitrievich llevaba en su cuerpo las huellas de catorce heridas, cada una de las cuales, de manera invisible, acercaba la hora de su muerte. No, no es con el afortunado Aquiles con quien deberíamos comparar a Soboliev, sino más bien con el noble Héctor, aquel sencillo mortal que arriesgaba su vida en igualdad de condiciones con sus soldados...

Erast Petrovich no escuchó el final de aquel emotivo discurso porque justo en ese punto alcanzó por fin la puerta de salida, donde ya lo esperaba el jefe de la sección secreta de la cancillería del gobierno general.

—Y bien, ¿qué ha ocurrido? —preguntó el consejero adjunto arrugando la piel de su alta y pálida frente mientras conducía a Fandorin al patio, lejos de oídos ajenos.

Erast Petrovich, con su sempiterno laconismo y su claridad matemática, expuso el meollo del asunto y concluyó con estas palabras:

—... Y punto seis: es necesario llevar urgentemente a cabo una redada masiva, a más tardar esta misma noche.

Jurtinski escuchó en tensión, en dos ocasiones lanzó una breve exclamación y finalmente hasta se aflojó el cuello postizo, que llevaba demasiado apretado.

—Me está usted matando, Erast Petrovich, sencillamente matando —imploró—. Esto es un escándalo peor que el del espionaje. Que al héroe de Plevna lo mataran por el vil metal significaría nuestra vergüenza ante todo el mundo. Y eso a pesar de que un millón, naturalmente, no sea una suma en absoluto desdeñable... —Piotr Parmienovich hizo crujir los dedos mientras buscaba una salida—. ¡Dios mío, qué podemos hacer, qué podemos hacer!... Recurrir a Vladimir Andreevich es del todo absurdo, no está él ahora precisamente para estas cosas... Tampoco Karachentsev nos podría ayudar: en estos momentos no dispone ni de un solo agente ocioso. Esta noche se espera cierto revuelo popular con ocasión de tan doloroso acontecimiento, y además han acudido a los funerales muchos personajes ilustres, a los que hay que proteger y salvaguardar de los terroristas y las bombas... No, nobilísimo señor, una redada hoy es del todo imposible, ni lo piense.

—Entonces lo dejaremos escapar —casi gimió Fandorin—. Huirá.

—Lo más probable es que ya haya huido —dijo Jurtinski suspirando lúgubremente.

—Aunque haya huido, al menos el rastro estará aún fresco. Posiblemente encontremos alguna pista.

Piotr Parmienovich cogió delicadamente del codo a su interlocutor.

—Tiene usted razón. Es un delito perder más tiempo. Como no es éste el primer año que dirijo la sección secreta de Moscú, conozco a Misha el Pequeño. Hace tiempo que intento echarle el guante, pero ese animal es muy listo. Escuche entonces lo que voy a decirle, querido Erast Petrovich. —La voz del consejero adjunto sonó amistosa y confidencial, y aquellos ojos suyos, siempre entornados, se abrieron todo lo que daban de sí para mostrarse sagaces y sensatos—. He de serle sincero: al principio usted no me gustó. Quiero decir, no del todo. Pensé: «Un botarate, un estudiante señorito. Aquí está, revoloteando y preparándose para arrebatar lo que otros han logrado con sudor y sangre.» Pero Jurtinski siempre está dispuesto a reconocer sus errores. Me equivoqué con usted: los sucesos de estos dos últimos días lo han demostrado con toda elocuencia. Ahora veo que es usted un hombre experto e inteligente, un detective de primera clase. —Fandorin hizo una leve reverencia, a la espera de lo que seguiría después—. Y he aquí la propuestilla que le hago. Si, naturalmente, no tiene usted miedo... —Piotr Parmienovich se acercó hasta rozarlo y bajó la voz hasta el susurro—; para no perder esta noche, ¿por qué no se da usted una vuelta por los garitos de Jitrovka, un paseíto de reconocimiento? Sé que es un insuperable maestro del disfraz, así que para usted será un juego de niños hacerse pasar por un habitante más de ese barrio. Yo le podría indicar en qué locales es más probable encontrar la pista de Misha. Dispongo de información. Y también le asignaría algunos de mis mejores agentes para que lo acompañaran. Qué, no le hará ascos a un trabajo así, ¿no?... ¿O es que tiene miedo?

—Ni le hago ascos ni tengo miedo —respondió Erast Petrovich, a quien la «propuestilla» del consejero adjunto le parecía más que razonable. De hecho, si una operación policial en toda regla era imposible, ¿por qué no podía probar por su cuenta y riesgo?

—Y si encuentra alguna pista —continuó Jurtinski—, ya hacia el amanecer podríamos realizar la redada. Bastará con que me avise. Naturalmente, no podré reunir quinientos policías, pero tampoco hacen falta tantos. Además, supongo que usted, para entonces, habrá reducido el campo de acción... Envíeme el recado con uno de mis hombres, que de lo demás ya me encargaré yo. Y nos las arreglaremos perfectamente sin la intervención de Evgueni Osipovich.

Erast Petrovich arrugó el entrecejo al advertir en esas palabras un eco más de las intrigas moscovitas, que en aquellos momentos habría sido preferible obviar.

—Le agradezco la ayuda que me propone, pero no necesito a sus agentes —repuso el joven—. Estoy acostumbrado a arreglármelas solo. Tengo un ayudante muy capaz.

—¿Ese japonés suyo? —inquirió Jurtinski demostrando de forma inesperada estar muy bien informado. Aunque de qué asombrarse, si en eso precisamente consistía su trabajo: en saberlo todo de todos.

—Sí. Con él tendré más que su-suficiente. De usted sólo necesito una cosa: que me diga dónde puedo encontrar a Misha el Pequeño.

El consejero adjunto se santiguó devotamente al repique de una campana que se oyó en lo alto.

—En Jitrovka hay un local de mucho cuidado. Una taberna, El Presidio se llama. De día allí no hay más que borrachos despreciables, pero por la noche se dejan caer los «profesionales»: así es como llamamos en Moscú a los delincuentes. También Misha el Pequeño suele recalar por allí de vez en cuando. Quizá no acuda él en persona, pero alguno de sus matones aparecerá sin falta. Préstele atención también al tabernero, es un criminal de marca mayor. —Jurtinski movió la cabeza con reprobación y añadió—: Hace mal rechazando a mis agentes. Es un sitio peligroso. Éstos no son los bajos fondos de París, sino Jitrovka. Una puñalada trapera y desapareces sin dejar rastro. Permita al menos que alguno de los míos lo lleve hasta El Presidio y se quede vigilando fuera. Se lo ruego, no sea testarudo.

—Muchas gracias, de verdad, pero ya me las arreglaré solo —le respondió Fandorin con cierta presunción.