Capítulo Cuarto

Donde se demuestra la utilidad de las opulencias arquitectónicas

El hotel Inglaterra no cedía ante el Dusseaux en respetabilidad, suntuosidad decorativa o ingeniosidad arquitectónica, incluso quizá lo superara, pero en el fasto de sus techos dorados y sus volutas de mármol se percibía una sensación equívoca, o, al menos, cierta inconsistencia. No obstante, la puerta de entrada estaba iluminada con luz eléctrica, se podía subir en ascensor a los tres pisos superiores, y en el vestíbulo sonaba continuamente el estridente repiqueteo del milagro técnico de moda: el teléfono.

Después de pasearse por el amplio vestíbulo amueblado con espejos y divanes de tafilete, Erast Petrovich se detuvo ante la pizarra en que figuraban los nombres de los huéspedes. Allí la clientela era más variopinta que en el Dusseaux: comerciantes extranjeros, corredores de bolsa, actores de los teatros más famosos de la ciudad... Sin embargo, en aquella relación no se encontraba ninguna cantante llamada Wanda.

Fandorin examinó con atención al personal de servicio que cancaneaba entre el mostrador de recepción y el ascensor. Finalmente se decantó por un empleado que parecía particularmente avispado, de rostro despierto e inquieto.

—¿Es que la señorita Wanda ya no se aloja aquí? —le preguntó el consejero titular simulando un ligero embarazo.

—¡Cómo que no, señor! ¡Claro que se aloja aquí! —respondió de buen grado el mozo, quien, siguiendo la mirada de aquel hombre tan atractivo, señaló la pizarra con un dedo—. Ahí la tiene: «Srta. Helga Ivanovna Tolle», ella misma. «Wanda» es su nombre artístico, que resulta más sonoro. Se aloja en un ala del edificio. Usted, señor, salga al patio por esa puerta. Allí está el apartamento de la señorita Wanda, con una entrada separada. Aunque a estas horas aún no habrá llegado.

El criado se disponía ya a alejarse, pero Erast Petrovich hizo crujir un billete en un bolsillo y el joven se quedó inmóvil, como clavado en el sitio.

—¿Puedo ayudarle en algo, señor? —preguntó al tiempo que le dirigía al joven una mirada tierna y devota.

—¿A qué hora suele regresar?

—Eso depende. Canta en La Rosa Alpina. Todos los días salvo el lunes, señor. Pero mire lo que puede hacer, señor: siéntese en el bar, tómese un té o lo que guste, y yo lo avisaré sin falta cuando llegue mademoiselle.

—¿Y cómo es ella? —Erast Petrovich giró vagamente los dedos en el aire—. ¿Qué aspecto tiene? ¿Es ta-tan hermosa como dicen?

—Una pintura, señor —cloqueó con sus gruesos labios rojos el criado—. Aquí en el hotel goza de una consideración especial. Paga trescientos rublos al mes por el apartamento, y en las propinas es muy generosa.

Llegado a ese punto, el mozo hizo una precisa pausa de índole psicológica, así que Fandorin se vio obligado a extraer lentamente el billete de dos rublos, aunque luego, con aire distraído, volvió a introducirlo en el bolsillo del pecho de su levita.

—La señorita Wanda apenas recibe a nadie. Es muy severa en esa cuestión —informó significativamente el criado, con la mirada clavada en la levita del visitante—. Pero yo mismo lo anunciaré, ya que gozo de su especial confianza.

—Toma, cógelo —le ordenó Erast Petrovich ofreciéndole el billete—. El segundo lo recibirás de-después, cuando llegue mademoiselle Wanda. Mientras tanto, iré a leer el periódico. ¿Dónde dices que está el bar?

El 25 de junio de 1882, el Noticiero de la Provincia de Moscú incluía la siguiente noticia:

Telegrama de Singapur

El famoso viajero N. N. Mikluja-Maklai tiene intención de regresar a Rusia en el clíper Saeta. La salud del señor Mikluja-Maklai se ha quebrantado visiblemente. Está muy delgado y sufre continuas fiebres y neuralgias. Su estado de ánimo parece de lo más sombrío. El viajero ha declarado a nuestro corresponsal que está harto de viajes y desea arribar cuanto antes a las costas patrias.

Erast Petrovich sacudió la cabeza mientras se imaginaba vivamente al mártir de la etnografía, con su rostro demacrado, contraído por un tic nervioso. Pasó la página.

Blasfemia de la publicidad americana

«EL PRESIDENTE HA MUERTO.» Éste es el anuncio que, en letras descomunales, apareció recientemente en Broadway, la calle principal de Nueva York. Los transeúntes se quedaban pasmados y sólo entonces tenían la posibilidad de leer lo que estaba escrito a continuación en letras más pequeñas: «Sin duda habría muerto si en este incierto clima nuestro no llevase la cálida ropa interior de lana de la firma Garland.» El representante de la Casa Blanca ha denunciado ante los tribunales a tan irrespetuosa firma por la utilización del cargo presidencial con fines comerciales.

«Gracias a Dios que aquí no hemos llegado hasta ese punto, y que posiblemente nunca lleguemos —pensó con satisfacción el consejero titular—. A fin de cuentas, nuestro zar soberano no tiene comparación con ninguno de esos presidentes que gastan por allí.»

A continuación, como persona no indiferente a la literatura, se interesó por este otro titular:

Conferencias literarias

En el amplio salón del palacio de la duquesa Trubetskaya, y ante un numeroso auditorio, tuvo lugar una conferencia del profesor I. N. Pavlov sobre literatura contemporánea. La conferencia versó sobre el análisis de las últimas obras de I. S. Turgueniev. El señor Pavlov demostró cuán bajo ha caído el genio en la búsqueda de una realidad falsa y tendenciosa. La próxima conferencia se dedicará al estudio de la obra de Shedrin, máximo representante del realismo literario más engañoso y procaz.

Fandorin leyó y se consternó. Entre el cuerpo diplomático ruso destinado en el Japón se consideraba de buen tono alabar a los señores Turgueniev y Shedrin. Cuán rezagado de la vida literaria, al parecer, se había quedado durante esa ausencia suya de casi seis años. Pero, cambiando de tema, ¿qué había de nuevo en el mundo de la técnica?

Túnel bajo el canal de La Mancha

La longitud del túnel ferroviario que pasará bajo el canal de La Mancha alcanza ya los 1.200 metros. La galería está siendo excavada por el ingeniero Brunton con una barrena de ariete accionada por aire comprimido. De acuerdo con el proyecto, la longitud de esta construcción subterránea deberá rebasar los treinta kilómetros. En el proyecto inicial se preveía que las galerías francesa e inglesa deberían encontrarse al cabo de cinco años, pero los escépticos aseguran que, a causa de los laboriosos trabajos de revestimiento y tendido de los raíles, la apertura de la vía no podrá producirse antes de 1890...

Sensible a los avances del progreso, Fandorin estaba extraordinariamente interesado en la excavación del túnel anglofrancés, mas no pudo acabar de leer aquel artículo tan sugestivo. Y todo porque un señor vestido con traje gris (el mismo en quien Erast Petrovich había reparado un poco antes: estaba en el vestíbulo junto al jefe de recepción) zascandileaba desde hacía unos minutos por el mostrador del bar. Y las palabras aisladas que llegaban a oídos del consejero titular (y su oído era excelente) le resultaban tan intrigantes que dejó de leer en el acto, aunque mantuvo el periódico delante de sus ojos.

—A mí no me andes con rodeos —le exigió el señor de gris al camarero—. ¿Estabas de guardia anoche o no?

—Dormía, señor —contestó el camarero, un zagal mofletudo y sonrosado con una barba grasienta peinada hacia los lados—. De los de anoche sólo está Senka. —Y señaló con la barbita a un muchacho que servía pasteles y té por las mesas.

El hombre de gris hizo señas con un dedo a Senka para que se acercara. «Uno de la secreta», determinó infaliblemente Erast Petrovich, sin sorprenderse en exceso. Había resultado algo celoso ese Evgueni Osipovich, el señor jefe de la policía, que no estaba nada dispuesto a que todos los laureles recayeran sobre el funcionario para misiones especiales.

—Dime, Senka —entonó zalamero el puntilloso señor—, ¿estuvieron anoche en el apartamento de mademoiselle Wanda un general y varios oficiales?

Senka se frotó la nariz, batió varias veces sus rubias pestañas y preguntó a su vez:

—¿Anoche? ¿Un «eneral»?

—Sí, sí, un «eneral» —respondió el de la secreta asintiendo con la cabeza.

—¿«Aquín»? —El muchacho arrugó el entrecejo.

—Aquí, aquí, ¡dónde si no!

—Pero ¿pasean de noche los «enerales»? —inquirió desconfiado Senka.

—¿Y por qué no?

El mozo contestó con profunda convicción:

—Por la noche un «eneral» duerme. Para eso es «eneral».

—¡Oye, tú..., mírame, so pánfilo! —se enfadó el hombre de gris—. ¡A que te llevo a comisaría y verás cómo cantas allí de otra manera!

—Soy huérfano, señor —replicó a eso Senka, y sus ojos bobalicones se llenaron instantáneamente de lágrimas—. Y a comisaría no puede llevarme usted, porque me daría un ataque epiléptico.

—Así que estáis todos compinchados, ¿eh? —escupió el agente—. Pero ¡no importa, ya desenmascararé vuestros manejos! —Y salió de allí dando un portazo.

—¡Qué señor tan «serioso»! —dijo Senka siguiéndolo con la mirada.

—Más «seriosos» eran los de ayer —susurró el camarero del bufé antes de pegarle un papirotazo al muchacho en su afeitado cogote—. Personas así te arrancan la cabeza sin necesidad de ser policías. Así que ya sabes, Senka, ¡punto en boca! Y puede que hasta te diesen propina, ¿o no?

—¡Prov Semienich, por Cristo Dios! —repuso con premura el chico, sin dejar de parpadear—. ¡Se lo juro por el santo icono bendito! Tan sólo me dieron una moneda de quince kopecs, y la eché en el cepillo de la capilla. Para encender una velita por el reposo eterno del alma de mi madre...

—¿Cómo que quince kopecs? Miente lo que quieras, pero no a mí. ¡En la capilla! —exclamó el camarero del bar alzando la mano a Senka, pero el chico lo esquivó con agilidad y, tras coger la bandeja, acudió a la llamada de un cliente.

Erast Petrovich dejó el Noticiero de la Provincia de Moscú y se acercó al mostrador.

—¿Ese hombre era de la policía? —preguntó con gesto de extremo desagrado—. Porque yo, amigo, no he ve-venido aquí a tomarme un té. Estoy esperando a la señorita Wanda. ¿Qué interés puede tener en ella la policía?

El mozo del bar lo miró de pies a cabeza e inquirió con cautela:

—Entonces, ¿el señor tiene una cita?

—¡Y cómo no iba a tenerla! Ya le he dicho que la estoy esperando. —Los ojos celestes del joven mostraron una inquietud extrema—. Pero a mí la policía no me hace maldita la falta. Me recomiendan a mademoiselle Wanda como una señorita decente, ¡y, de pronto, la po-policía! Menos mal que visto de levita y no de uniforme.

—No se preocupe, noble señor —tranquilizó el mozo al nervioso visitante—. La señorita no es ninguna mujer de mala vida. Todo es de lo más recatado. Hay quienes vienen en uniforme y no lo tienen a deshonra.

—¿En uniforme? —preguntó el joven, incrédulo—. ¿Cómo, y son oficiales?

El mozo de la barra y Senka, que había aparecido de nuevo, se miraron el uno al otro y rompieron a reír.

—Sube más alto —picó el anzuelo el muchacho—. Vienen hasta «enerales». ¡Y tan contentos que salen! Llegan sobre las dos piernas y después sus escoltas los sacan de aquí del brazo. ¡Ya ve qué mademoiselle tan alegre!

Prov Semienich le arreó un pescozón al bromista y le recomendó:

—Senka, no te pases de la raya. Te lo he dicho mil veces: la boca cerrada con llave.

Erast Petrovich hizo una mueca de disgusto y regresó a su mesa, pero ya había perdido las ganas de leer sobre el túnel. En ese momento se moría de ganas de hablar con mademoiselle Helga Ivanovna Tolle.

Al consejero titular le quedaba esperar un ratito de nada. A los cinco minutos más o menos, el mozo con el que había hablado antes entró rápidamente en el bar y, dedicándole una inclinación, le susurró al oído:

—Ha llegado, señor. ¿Cómo quiere que lo presente?

Fandorin sacó una tarjeta de visita de su agenda de piel de tortuga y, tras pensar un instante, escribió unas cuantas palabras con un pequeño lápiz de plata.

—Ahí tienes. E-Entrégasela.

El botones cumplió el encargo en un periquete y, ya de vuelta, le informó:

—La señorita lo reclama. Tenga la bondad de seguirme. Yo lo acompañaré.

En el patio ya empezaba a anochecer. Erast Petrovich contempló el edificio anexo, cuya planta baja ocupaba por entero la misteriosa señorita Wanda. Entonces comprendió por qué aquella dama necesitaba una entrada separada. Estaba claro que sus huéspedes preferían la discreción. Por encima de las grandes ventanas de la planta baja sobresalía el balcón del primer piso, apoyado sobre los hombros de una pléyade de cariátides. Molduras en la fachada había más que de sobra, en consonancia con aquel mal gusto de los años sesenta, decenio durante el que, a juzgar por todas las trazas, fue construido el coqueto edificio.

El botones llamó al timbre eléctrico y, nada más recibir el billete prometido, se despidió con una inclinación. Y con tanto celo quiso representar su exquisita reserva y su más absoluta comprensión de la escena, que el camino de vuelta a través del patio lo hizo de puntillas y dando saltitos.

La puerta se abrió y Fandorin vio ante sí a una mujer delgada y de aspecto frágil con ahuecados cabellos color rubio ceniza y unos enormes y burlones ojos verdes. Aunque en ese preciso momento, bien está decirlo, no era tanto jocosidad como tensión lo que se leía en su mirada.

—Entre, visitante enigmático —lo invitó la mujer con una voz grave y profunda a la que el poético epíteto de «hechicera» le iba que ni pintado. Pese al nombre germano de la inquilina, Fandorin no pudo distinguir en sus palabras el más mínimo acento.

Los aposentos ocupados por mademoiselle Wanda se componían de un vestíbulo y un amplio salón que, por lo visto, hacía también las veces de boudoir. Erast Petrovich pensó que, dada la profesión de su moradora, aquello era de lo más natural, pero ese pensamiento lo turbó, pues la señorita Wanda no parecía en absoluto una mujer de conducta ligera. Después de conducir a su huésped al salón, se sentó en un mullido sillón turco, cruzó una pierna sobre la otra y miró expectante al joven, que se había quedado inmóvil en el marco de la puerta. Entonces, bajo la luz eléctrica, Fandorin tuvo la posibilidad de examinar mejor a Wanda y su morada.

No era una belleza, eso fue lo primero que percibió Erast Petrovich. Quizá tuviese la nariz un poco respingona, y la boca más bien ancha; por otro lado, los pómulos también le sobresalían de un modo más ostensible de lo que establecen los cánones clásicos. Pero todas esas imperfecciones ni por asomo debilitaban la impresión general de un atractivo poco frecuente, sino que, al contrario, la reforzaban de manera extraña. Uno deseaba admirar, sin desviar ni un instante la mirada, cuánta vida, cuántos sentimientos contenía ese rostro, así como otros elementos que no se prestan a ser descritos, pero que infaliblemente pertenecen a esa magia que apresa a cualquier hombre y que se denomina femineidad. Sí, si mademoiselle Wanda era tan popular en Moscú, eso significaba que el gusto de los moscovitas no era tan malo, concluyó Erast Petrovich. Apartándose a su pesar de aquella cara tan singular, examinó la pieza con atención. Un interior del todo parisino: una gama cromática entre el púrpura y el rojo burdeos, una mullida alfombra, un mobiliario caro y confortable, multitud de lámparas y velones con tulipas de diversos colores, estatuillas chinas y, en las paredes, la última moda: grabados japoneses con geishas y actores de teatro kabuki. En el ángulo más alejado, sobre dos columnas, estaba el lecho, pero, por delicadeza, Fandorin no se permitió mantener la mirada en esa dirección.

—¿Qué es «todo»? —preguntó en ese momento la dueña de la casa, con lo que cesó aquella patente y más que prolongada pausa, y Erast Petrovich se estremeció al tener la sensación casi fisiológica de que esa mágica voz tañía en su interior unas misteriosas cuerdas que raramente habían sido tocadas. Ante la cortés perplejidad que se dibujó en el rostro del consejero titular, Wanda declamó con impaciencia—: Usted, señor Fandorin, escribió en su tarjeta de visita: «Lo sé todo.» Y bien, ¿qué es «todo»? ¿Y quién es usted?

—Funcionario para misiones especiales, adjunto al gobernador general, el príncipe Dolgoruki —respondió tranquilamente Erast Petrovich—. Se me ha asignado la investigación de la muerte de general edecán Soboliev. —Al advertir cómo se arqueaban las finas cejas de la dueña del apartamento, Fandorin observó—: Sólo le pido, señora, que no disimule que conocía la muerte del general. Por lo que se re-refiere a la anotación en mi tarjeta de visita, reconozco que la he engañado. Me queda mucho por saber, aunque no ignoro el hecho principal. Michel Dimitri murió ayer en esta habitación alrededor de la una de la madrugada.

Wanda se estremeció y se llevó aquellas delgadas manos suyas a la garganta, como si de repente hubiese sentido un escalofrío, pero no dijo nada. Asintiendo satisfecho, Erast Petrovich continuó:

—Usted no ha traicionado a nadie, mademoiselle, ni ha faltado a la palabra que dio. Los culpables son los señores oficiales. Borraron las huellas de una manera bastante torpe. Le se-seré sincero..., y confío en que obtendré de su parte la misma sinceridad. Dispongo de los datos siguientes. —Y entornó los ojos para no distraerse con el sutilísimo juego tonal de blancos y rosas que se mostraba en el agitado rostro de su interlocutora—. Desde el restaurante del Dusseaux, usted, Soboliev y su séquito vinieron directamente aquí. Eso ocurrió poco después de la medianoche. Y una hora más tarde el general ya estaba muerto. Los oficiales lo sacaron de aquí simulando que estaba embriagado y lo llevaron de vuelta al hotel. Si me completa el cuadro de lo ocurrido, haré todo lo posible por librarla de los interrogatorios de la policía. A propósito, la policía ya ha estado aquí: los mozos de servicio seguramente la pondrán al corriente de ello. Por tanto, le aseguro que será mejor para usted que se sincere conmigo.

Dicho esto, el consejero titular se calló, pues consideraba que ya había hablado demasiado. Wanda se levantó bruscamente, cogió un chal persa del respaldo de la silla y se lo echó por los hombros a pesar de que la noche era cálida, incluso sofocante. Sin apartar la vista del expectante funcionario, recorrió dos veces la habitación. Por fin, se detuvo frente a él.

—Bueno, al menos no se parece usted a un policía. Siéntese, entonces. El relato puede alargarse demasiado.

Ella le señaló un suntuoso diván lleno de almohadones adornados con dibujos de hilo, pero Erast Petrovich prefirió sentarse en una silla. «Una mujer inteligente —se dijo—. Con carácter y mucha sangre fría. No me contará toda la verdad, pero al menos tampoco mentirá.»

—Conocí al héroe ayer, en el restaurante del Dusseaux.

Wanda cogió un taburete de brocado y se sentó al lado de Fandorin, pero tan cerca y de tal manera, que lo miraba de abajo arriba. En aquel escorzo, ella se mostraba tentadoramente indefensa, como una esclava oriental a los pies de sus padishah. Erast Petrovich se removió inquieto en la silla, pero separarse de ella habría sido absurdo.

—Un hombre guapo. Naturalmente, había oído hablar mucho de él, pero no imaginaba que fuera tan hermoso. Especialmente aquellos ojos, de color aciano. —Wanda se llevó una mano a las cejas con aire soñador, como si quisiera espantar los recuerdos—. Canté en su honor. Me invitó a sentarme a su mesa. No sé lo que le habrán contado de mí, pero estoy segura de que le habrán dicho muchas mentiras. No soy una santurrona, sino una mujer libre y moderna, y soy yo quien decide a quién debo amar. —Lanzó una mirada retadora hacia Fandorin, y éste comprendió que ella hablaba en ese instante sin fingimiento—. Si un hombre me gusta y decido que debe ser mío, no lo arrastro hasta el altar, como hacen sus «mujeres honestas». Cierto, no soy honesta, pero sólo en el sentido de que no reconozco sus reglas.

«Pero ¡qué esclava ni qué desamparo!», se extrañó Erast Petrovich para sus adentros mientras contemplaba aquellos brillantes ojos esmeralda desde arriba. Parecía la reina de las amazonas. Le resultaba fácil imaginar cómo lograba volver locos a los hombres con aquellas bruscas transiciones suyas desde la altanería a la sumisión y viceversa.

—Le rogaría que fuera al me-meollo del asunto —le espetó secamente Fandorin, que no deseaba rendirse en absoluto a sentimientos inoportunos.

—Al me-meollo voy —lo remedó la amazona—. ¡No son ustedes los que me compran, sino yo quien los atrapa, obligándolos, además, a pagar por ello! ¡Cuántas de esas «mujeres honestas» suyas considerarían una suerte engañar a sus maridos con un hombre como el General Blanco! Pero ¡sólo lo piensan en secreto, como si fueran delincuentes! Sin embargo, yo soy libre y no tengo por qué esconderme. Sí, es cierto, Soboliev me gustó. —Y otra vez cambió el tono de su voz, de desafiante a pícaro—. Además, por qué habría de ocultarlo, ¡como si no resultara halagador recibir a un macaón como él en mi colección de mariposas! Y después... —Wanda se encogió nerviosamente de hombros—. Después, lo de siempre. Vino a mi casa, bebió vino... Lo que ocurrió a continuación lo recuerdo mal. La cabeza comenzó a darme vueltas. Cuando quise acordarme, ya estábamos ahí, en la alcoba. —Soltó una risa ronca, mas la cortó casi al instante, mientras su mirada se apagaba—. Luego fue horrible, no quiero ni acordarme de ello. Dispénseme de los detalles fisiológicos, ¿de acuerdo? Una desgracia como ésa no se la deseo a nadie... Cuando tu amante, en el apogeo de sus caricias, de repente se queda inmóvil y cae sobre ti como un peso muerto...

Wanda prorrumpió en sollozos y se secó las lágrimas con rabia.

Erast Petrovich seguía con atención su entonación y su mímica. La señorita, al menos eso le parecía, decía la verdad. Después de mantener el silencio de rigor, Fandorin le preguntó:

—¿Su encuentro de ayer con el ge-general fue casual?

—Sí. Mejor dicho, no del todo, naturalmente. Había oído que el General Blanco se alojaba en el Dusseaux. Sentía curiosidad por verlo.

—¿Y bebió mucho vino Michel Dimitri en su casa?

—Apenas nada. Media botella de Château d'Yquem.

Erast Petrovich se mostró extrañado:

—¿Trajo él el vino?

También la dueña de la casa pareció extrañarse:

—No, ¿por qué lo dice?

—Verá, mademoiselle, yo conocía bien al difunto. El Château d'Yquem era su vino preferido. ¿Cómo podía usted saberlo?

Wanda agitó vagamente sus finos deditos y contestó:

—No lo sabía. Pero a mí también me gusta el Château d'Yquem. Por lo que se ve, el general y yo teníamos bastantes cosas en común. Fue una pena que nuestra relación resultara tan breve.

Ella esbozó una sonrisa amarga y, como por casualidad, dirigió una mirada de pasada al reloj de la chimenea.

Ese movimiento no escapó a la atención de Fandorin, que hizo una pausa a propósito antes de continuar su interrogatorio.

—Bien, lo que ocurrió después está claro. Usted se asustó. Posiblemente se pondría a gritar. Al instante llegaron los oficiales e i-intentaron reanimar a Soboliev. ¿Llamaron al médico?

—No, era evidente que estaba muerto. Los oficiales por poco me rompieron en pedazos. —De nuevo esbozó una sonrisa, pero en ese momento su rictus no era de amargura, sino de rabia—. Uno se mostró particularmente enfurecido: el de la circasiana. No dejaba de repetir no sé qué sobre el honor, de una misión en peligro, de lo que suponía encontrar la muerte en la cama de una fulana. —Wanda sonrió con desagrado y dejó al descubierto unos dientecillos blancos e idealmente parejos—. Otro, un capitán de cosacos, también se mostró de lo más amenazador. Al principio se echó a llorar, pero luego dijo que me mataría si me iba de la lengua. Me ofreció dinero. Dinero que, por cierto, acepté. También me asusté con sus amenazas. Unas amenazas demasiado convincentes, en especial las de ese capitán de cosacos.

—Sí, sí, lo sé —replicó Fandorin asintiendo con la cabeza.

—Bien. Luego vistieron al muerto, lo cogieron por los brazos, como si estuviera borracho, y se lo llevaron a rastras. En efecto, era un héroe, pero desapareció para siempre... ¿Quería usted oír la verdad, no? Pues ahí la tiene. Informe a su gobernador de que el vencedor de los mahometanos y la esperanza de Rusia murió como un valiente en la cama de una fulana. Es muy posible que hasta yo entre en la historia como una nueva Dalila. ¿Qué cree usted, monsieur Fandorin, hablarán de mí los manuales escolares?

Y rompió a reír, ya en clara actitud desafiante.

—Lo veo poco probable —respondió pensativo Erast Petrovich.

Los acontecimientos estaban claros. En ese instante, hasta la terquedad con que los oficiales protegían su secreto resultaba comprensible. Todo un héroe nacional... ¡y morir de aquella manera! Resultaba indigno. Al menos, visto a la manera rusa. Quizá los franceses hubieran perdonado a su ídolo, pero en Rusia se consideraría una vergüenza nacional.

En fin, la señorita Wanda no tenía de qué preocuparse. Naturalmente, su suerte la decidiría el gobernador, sin embargo, se podía asegurar que las autoridades no importunarían a la cantante amante de la libertad con una investigación oficial.

Parecía que el caso podía darse por cerrado, pero a Erast Petrovich, hombre curioso donde los hubiere, no lo dejaba en paz una pequeña observación. Wanda ya había mirado varias veces a hurtadillas hacia el reloj, y al consejero titular se le había antojado que con esos efímeros vistazos se hacía patente en ella una intranquilidad cada vez mayor. Mientras, la manecilla de las horas se acercaba lentamente a las diez: en unos cinco minutos el reloj marcaría en punto. ¿No estaría esperando la señorita Wanda alguna visita... precisamente a las diez? ¿No estarían provocadas su anuencia y sinceridad por esa circunstancia? Fandorin dudaba. Por un lado podía resultar interesante saber a quién aguardaba la dueña a aquella hora tan tardía. Pero, por otro, a Erast Petrovich le habían enseñado desde la infancia que su presencia no debía resultar nunca una carga para las damas. En una situación como ésa, un hombre educado, y tanto más uno que hubiera recibido aquello para lo que había acudido, saludaría con una inclinación y se retiraría. ¿Qué hacer?

La indecisión vino a resolverla esta juiciosa reflexión: si daba largas hasta las diez y esperaba a la visita, entonces podría verla, pero, ¡ay, sería imposible que entablaran conversación en su presencia! Y él sentía unos deseos terribles de escuchar esa conversación.

Así que Erast Petrovich se levantó, agradeció la sinceridad demostrada y se despidió, lo que proporcionó a mademoiselle Wanda un evidente alivio. Sin embargo, después de salir por la puerta del apartamento, Fandorin no cruzó el patio, sino que se detuvo como para sacudirse una mota de polvo de una hombrera y echó un vistazo hacia atrás, hacia la ventana, para saber si Wanda lo estaba siguiendo con la mirada. No, no lo observaba. Y era natural: una mujer normal que acaba de despedir a una visita masculina y está a punto de recibir a otra, no se lanza hacia la ventana, sino hacia el espejo.

Después de echar también un vistazo, por si acaso, a las ventanas iluminadas de las demás habitaciones, Erast Petrovich apoyó el pie en un hueco del muro, se asió con destreza a la pendiente del antepecho, se elevó y un segundo después se encontró sobre la ventana del salón-dormitorio de Wanda, semitendido en el saledizo horizontal que coronaba la orla superior de la ventana. El joven se acomodó de costado en la estrecha cornisa, apoyó el pie en el busto de una de las cariátides y se agarró con la mano al robusto cuello de otra. Luego se volvió ligeramente y se quedó inmóvil; es decir, tal y como enseña la ciencia de los ninja japoneses, los «sigilosos», se convirtió en piedra, en agua, en hierba. Se diluyó en el terreno. Desde un punto de vista estratégico, su posición era ideal. Fandorin no podía ser visto ni desde el patio —estaba oscuro y, por si fuera poco, la sombra del balcón le proporcionaba una protección suplementaria— ni mucho menos desde las habitaciones. En cuanto a él, desde allí divisaba todo el patio y podía escuchar las conversaciones que tuviesen lugar en el salón del apartamento por la ventana, que estaba abierta a causa del veraniego tiempo. Queriendo, y con cierta dosis de elasticidad, podía incluso colgarse y mirar a través de la rendija que quedaba entre las cortinas.

Aquel escondite tenía un único inconveniente: la incomodidad de la postura. En esa encorvada posición, y sosteniéndose sobre una repisa de piedra de sólo diez centímetros de ancho, una persona normal no podía aguantar mucho. Sin embargo, el grado superior de maestría en el arte ancestral de los «sigilosos» de ninguna manera estriba en la destreza de matar al enemigo con las manos desnudas o de arrojarse desde lo alto de los muros de una fortaleza. No, ni mucho menos. El máximo logro para un ninja consiste en asimilar el excelso arte de la inmovilidad. Sólo un gran maestro puede permanecer seis u ocho horas sin mover un solo músculo. Erast Petrovich no había alcanzado el grado de gran maestro, pues había comenzado a instruirse en esa noble y terrible ciencia a una edad demasiado madura, pero en ese momento se podía consolar con el pensamiento de que no era probable que la fusión con el medio se prolongara demasiado tiempo. El secreto para superar una situación difícil es muy simple: no hay que ver la dificultad como un mal, sino como un bien. Pues el mayor gozo que puede sentir un hombre noble deviene de la superación de las limitaciones de su propia naturaleza. Y en eso es en lo que hay que pensar cuando esas limitaciones resultan particularmente dolorosas. Por ejemplo, cuando un borde de piedra se te está clavando de forma horrible en un costado.

Dos minutos de placer más tarde, la puerta trasera del Inglaterra se abrió y apareció una silueta masculina: robusta, segura y rápida. Fandorin le distinguió la cara sólo de manera fugaz, cuando el hombre, ya ante la puerta, penetró en el rectángulo de luz que caía desde la ventana. Se trataba de un rostro como cualquier otro, desprovisto de detalles especiales: contorno ovalado, ojos un poco juntos, pelo rubio, arcos supraciliares ligeramente prominentes, bigotes retorcidos a la manera prusiana, nariz mediana y un hoyuelo en el cuadrado mentón. El desconocido entró en el apartamento de Wanda sin llamar a la puerta, lo que ya de por sí resultaba curioso. Erast Petrovich aguzó el oído. Casi de inmediato le llegaron voces desde la habitación, y al instante comprendió que esa vez no le bastaba sólo con el oído, sino que debía aguzar también su conocimiento del alemán, pues la conversación se desarrollaba en la lengua de Schiller y Goethe. Durante su mocedad, el estudiante de gimnasio Fandorin no había hecho demasiados progresos en esa disciplina, por lo que aquel artificio para la superación de las dificultades se trasladó de manera natural de la incomodidad de la postura a la tensión intelectual. Pero, como no hay mal que por bien no venga, en cierta manera logró olvidarse del punzante borde de piedra.

—Me está haciendo un mal servicio, fraulein Tolle —dijo una aguda voz de barítono—. Naturalmente, obró correctamente al entrar en razón y ejecutar lo que se le había ordenado, pero ¿qué necesidad tenía de hacerse de rogar y ponerme nervioso en vano? Porque yo no soy una máquina, sino un ser humano.

—¿De veras? —respondió burlona la voz de Wanda.

—Juzgue usted misma. Ciertamente, pese a todo, ha cumplido su tarea a la perfección. Pero ¿por qué debía enterarme de ello a través de un periodista conocido mío y no de usted? ¿Quiere que me enfade? Pues no se lo aconsejo. —Entonces a la voz de barítono se añadió un tono metálico—. ¿Recuerda lo que puedo hacer con usted?

La voz de Wanda respondió con cansancio:

—Lo recuerdo, herr Knabe, lo recuerdo.

En ese momento Erast Petrovich se agachó cuidadosamente y miró hacia el interior de la habitación, pero el misterioso herr Knabe se encontraba de espaldas. El hombre se había quitado el sombrero hongo, mas era poco lo que se distinguía: unos cabellos pulcramente peinados («un rubio de tercera categoría con un ligero tono pelirrojo», precisó Fandorin con un término policial específico) y un cuello robusto y sonrosado (a primera vista, una talla seis como mínimo).

—Está bien, está bien, la perdono. Vamos, no se enfade.

El visitante acarició la mejilla de la dueña de la casa con una mano de dedos cortos y la besó por debajo de la oreja. El rostro de Wanda estaba en el campo de luz, y Erast Petrovich vio que un rictus de repugnancia recorría sus finos rasgos.

Sin embargo, por desgracia tuvo que interrumpir la observación visual. Un poco más y Fandorin se habría desplomado, lo que en esa situación hubiera sido de lo más inoportuno.

—Cuéntemelo todo. —El hombre dulcificó la voz para hacerla más embaucadora—. ¿Cómo lo hizo? ¿Utilizó el preparado que le di? ¿Sí o no? —Silencio—. Es evidente que no. Sé que la autopsia no descubrió rastros de veneno. ¿Quién podía pensar que llevarían el asunto hasta la autopsia? Pero, entonces, ¿qué ocurrió? ¿O hemos tenido suerte y se murió de repente él solito? Sería entonces obra de la Providencia, sin duda alguna. Dios protege a nuestra Alemania. —La voz del barítono vibró de emoción—. ¿Por qué está tan callada?

Wanda repuso sordamente:

—Márchese. Hoy no puedo recibirlo.

—Otra vez con las contingencias femeninas. ¡Qué harto estoy de ellas! Está bien, está bien, no me fulmine con la mirada. Se ha llevado a término una gran proeza y eso es lo importante. Es usted una buena chica, fraulein Tolle, así que me marcharé. Pero mañana deberá contármelo todo. Lo necesito para el informe.

Entonces se oyó el sonido de un beso prolongado. Erast Petrovich arrugó el entrecejo, pues recordaba el asco que había visto dibujado en el rostro de Wanda. Luego se escuchó un portazo.

Herr Knabe, silbando una melodía, cruzó el patio y desapareció.

Fandorin saltó al suelo sin hacer ruido, se irguió con alivio, estiró sus entumecidas extremidades y siguió los pasos de la visita de Wanda. El caso adquiría un matiz completamente distinto.