VI
La vida picaresca
¡Ah, el paisaje de España!
...Inacabables y polvorientos llanos, desesperantes y tristes, sin un árbol, sin una casa, sin una charca, sin un pájaro; despeñaderos al abismo y picachos blanqueados por eternas nieves, venero de claras fuentes que bajan saltando por acequias empedradas de menudas guijas y riegan las frondosas alamedas de calado palacio árabe; vegas de tupidos naranjos, tibio el aire y perfumado por el azahar, diáfano y transparente él cielo de azul claro; pueblecillos de casas parduzcas, agrupadas en una ladera, escalonadas, apiñadas en desarrapado conjunto de tejados, chimeneas, paredones, esquinazos que se empinan desde la verdura de los huertos y el follaje de los almendros, hasta remontar en los muros bermejos de viejo castillo moruno; ondulantes llanuras de viñedos, limitadas por ribazos que presidían y sustentan los altos terreros, cortadas por una negruzca vereda que serpentea entre los pámpanos y se aleja, se aleja, bordeada de blancos montoncillos de piedra, estrechándose, ensanchándose, hasta perderse en el angosto paso de una montaña; cuadros de clara alfalfa y breves términos de emparradas hortalizas entre páramos salitrosos y rapadas lomas; siestas estivales de bravio y ardiente sol, que llena las quiebras de los montes, los surcos de los bancales, las copas de los árboles y ciega, a través de la movible gasa de la calina abrasadora, la lejana silueta de las montañas y abate los pámpanos, y reseca los tomillos y consume los calderones de las peñas y pinta en la tosca pared de salientes y agudas piedras de una casita que surge en un recodo del camino cebrina piel de luz y sombra; casas de labor solapadas entre los olmos en el fondo de un collado, mudas y silenciosas en las horas del bochorno, silenciosas las grandes y aljofifadas piezas de albas paredes colgadas de patinosos cuadros, los graneros de capaces aíhorines, las húmedas bodegas, la cocina de ancha campana, por donde baja la luz y hace sobre las losas del hogar un blanco resplandor; noches, en fin, de callado y profundo recogimiento, en que se siente el fatigoso anhelo del misterio y parpadean en lo alto las eternas luminarias y canta la menuda fauna en coro inmenso, mientras en lejano caserío un perro aulla con ladrido largo y plañidero, y de los últimos confines de la campiña llega y retumba en todo el valle el formidable y sordo rumor de un tren que pasa…
Solapada entre los árboles está la famosa venta del Santo Cristo del Coloquio, pasado el puerto del Guadarrama y en los términos de la villa del Espinar, conforme vamos a Valladolid.
Es la venta un grande y destartalado caserón; tiene delante un desmesurado patio, con sus cuadras de terrero tejadillo, su abovedado algibe, sus rezumantes pilas; destácase en el fondo la anchurosa portalada de la vivienda.
Ardiente sol de Agosto reverbera en las paredes y caldea las techumbres. A lo lejos, por el tortuoso camino, divísase un coche de camino que avanza lentamente al paso tardo de las mulas. El coche llega; para en la puerta; apéase de él un capitán, un doctor con su criado, un oidor, un estudiante, una viuda tocada de negro, chaperonada de ancho sombrero con barbuquejo de seda… Y toda la población de la venta se ha puesto en movimiento. Sale el mesonero, gordo, grasiento, entreverado de zaino, bravo oficial en hurtar; sale la ventera, desgreñada vieja, boquisumida y acartonada; salen sus dos pimpollos, gloria de Castilla, morena la una, larga de pestaña y colorados los labios; blanca y rubia la otra, de las paradas y zazositas, más gustosas en las obras que en las palabras. Los escuderos y mozos descargan las maletas; toman posesión de sus cuartos; disponen la comida.
En la venta hay poca cosa, con ser de las más calificadas. Y aunque esté bien provista de vianda, siempre los venteros han de decir que no tienen, para encarecer el servicio. Oficio es este en que descansadamente puede un hombre ahorrar a poco que entienda de ciertas tretas y artimañas. Ha de saber adobar la cebada con agua caliente, de modo que crezca un tercio; medir falso; raer con la mano; hincar el pulpejo. La cédula de la postura pública ha de estar colocada en alto, y no haya junto a ella silla, banco o escabel. El arca de la cebada está en un aposento obscuro, de modo que pueda mermarse sobre seguro en la medida. Por tres us decía un mesonero de Arévalo que se enriquecían los del oficio; por velas, por barato y por barajas. Brava mina es el juego; no es peor lo que toca a la comida. Den gato por liebre, pato por pavo, gallo por capón, grajo por palomino, carpa por lancurdia, lancurdia por trucha. Lo que empanaren, empánenlo holgadamente, y así parecerá más grande. Si mandare un huésped por vino, diga alto la moza mostrando un enorme jarro: Señor: ¿cuánto quiere usted que le traigan de vino?; porque los huéspedes, por, vergüenza de ver grande pichel, tanto como por no ser notados de mezquinos, envían por más del que necesitan. Y mozuelos de posada hay tan listos, que, enviándoles por ocho de vino, sisan doce; y es el misterio que venden el jarro en un cuarto y dicen luego que se les ha quebrado y derramado el vino.
Mozas lindas en mesón es dinero seguro en arca; por ellas viene la abundancia a casa; por sus artes se enriquece el mesonero. Tengan con los huéspedes muchas palabras y promesas y no den cabo a ninguna. Si mientras comen alaban el guisado, diga como inocente y vergonzosa: En verdad que compré por amor de sus mercedes un ochavo de especias y un maravedí de vinagre y ajos para que la cazuela sabiese bien a sus mercedes, y dejé en prendas la mi sortija de plata, que no tengo otra. Cuando al alzar los manteles le dieren algo, diga: Déjelo ahí, señor galán, en esa mesa, y presto, que me quiero ir a comer, y de camino lo daré a un pobre. Palabras tan eficaces, que muchos, por no parecer pobretes, dejan el pan entero, el pedazo de queso, tocino, conservas.
Innumerables son los engaños del mesonero. Dispusieron los católicos monarcas, en 1480, que «no pueda ganar más del quinto»; ordenóse que sean tasados los precios de seis en seis meses; mandóse que pongan los aranceles en las puertas y partes públicas para que los vean los caminantes. Empeño inútil. «La palabra del ventero es una sentencia definitiva —escribe Mateo Alemán—; no hay a quien suplicar, sino a la bolsa; y no aprovechan bravatas, que son los más cuadrilleros, y (por un antojo) siguen a un hombre callando hasta poblado, y allí le probarán que quiso poner fuego a la venta, y les dio de palos, o le forzó la mujer o hija, sólo por hacer mal y vengarse».
Se acerca el medio día; tintinea el almirez y chirrían las sartenes. El sol cae a plomo; cantan las cigarras en los vecinos árboles. En la venta entran y salen viandantes; los arrieros comen haciendo mesa de la albarda; retoza el estudiante con una de las mozuelas; habla el capitán de la toma de la Goleta; platican gravemente el médico y el oidor.
Para un coche a la puerta; apéase un familiar del Santo Oficio. Es un caballero de noble porte: alargada la cara, morena la tez, el mostacho escaso. Camina apoyado en un paje; impídele casi ver cruelísima enfermedad de los ojos. Al verlo, levántanse los presentes y quítanse respetuosamente el sombrero. ¡Deme mi señor don Luis los brazos! Exclama el médico. ¿No me conoce vuestra merced? Salúdanse; hablan; piden al recién llegado noticias de la corte.
—Una y notable ocurre —dice el noble inquisidor—. Anteanoche mataron al conde de Villamediana.
Escandalízanse los presentes; le instan a que cuente menudamente el suceso; y el caballero habla:
—Fué a prima noche, viniendo de Palacio en su coche con el señor don Luis de Haro, hijo mayor del marqués del Carpió; y en la calle Mayor salió de los portales que están a la acera de San Ginés un hombre que se arrimó al lado izquierdo que llevaba el conde, y con arma terrible de cuchilla, según la herida, le pasó del costado izquierdo al molledo del brazo derecho, dejando tal vateria, que aún en un toro diera horror. El conde, al punto, sin abrir el estribo se echó por cima de él, y puso mano a la espada, mas viendo que no podía gobernarla, dijo: Esto es hecho; confesión, señores; y calló. Llegó a este punto un clérigo que lo absolvió porque dio señas dos o tres veces de contricción, apretando la mano del clérigo que le pedía estas señas, y llevándole a su casa antes de que espirara, hubo lugar de dalle la unción y absolverlo otra vez por las señas que dio de bajar la cabeza dos veces.
Suspiró el anciano y luego añadió:
—Anteanoche mismo lo enterraron en un ataúd de ahorcados, que trajeron de San Ginés. ¡Miren vuestras mercedes en qué vienen a parar las pompas y vanidades de la vida!
—Vuestra merced —dice el doctor— habrá recibido una grande pesadumbre.
—Yo estoy —contesta el familiar— ya desengañado del mundo. Todos son dolores; en dando lugar el despacho del hábito, volveré a Córdoba, donde aguardaré sosegado que Dios disponga de mi ánima.
La comida está a punto; puestas las mesas con blancos manteles. Y mientras los señores van yantando ricas perdices, conejos mechados, empanadas inglesas de venado, gordales aceitunas, dorado y albo pan, entonan las cigarras su incesante himno a la siesta…
En el Lazarillo, de Luna, llega a Madrid un carro de Alcalá de Henares. «Saltaron a tierra —dice Lázaro— los que venían dentro, que todos eran putas, estudiantes y frailes».
Nobilísima facultad es esta de las cotorreras. La Historia ha conservado preciosos documentos. Clásicas son las saturnales que anualmente celebran en las riberas del manso Tormes; en Valencia, dice Timoneda en su traducción de Los Menemnos de Plauto, (acto único, escena V.), que las había magnum quantitatem; y lo confirma Giovanni Botero al estampar en sus Relationi universali que «no hay ciudad en Europa donde sean más estimadas las mujeres de mal vivir». En León las había extremadas frente al Rollo; lo certifica todo un reverendo Padre: Fray Andrés Pérez. «Enfrente de él —dice en La Pícara Justina— estaban unas mezquitas pequeñas, o casas de calabacero, donde estaban asomadas unas mujercitas relamiditas, alegritas y raiditas como pichones en saetera». Otro religioso, teólogo respetable afirma —y esta es justa doctrina— que no incurren en pecado los que sirvieren a las cantoneras. Decimos esto, por citar el pasaje, que es curioso. Pueden las mozas y mozos servir a las mujeres cantoneras y malas —escribe Rodríguez Lusitano en su Summa de casos de consciencia— «abriendo la puerta a sus galanes cuando ellos vienen a pecar con ellas; y cuando ellas van a casa de ellos a pecar, bien las pueden acompañar. También les pueden hacer la cama, donde saben que han de pecar; y llevar cartas a los galanes, en las cuales saben que les ruegan que vengan a verlas, sabiendo que viniendo han de pecar con ellas, y puédenlas también llevar recaudos, diciéndoles: Mi señora os espera para que cenéis esta noche con ella; sabiendo que acabando de cenar harán lo que suelen».
Nobilísima institución. ¿Cómo pudiera sustentarse sin ella tanto número de bravos? Rufián, según las crónicas, vale tanto como amparador de damas que si no honra, dan provecho. Acontece venir un honrado hidalgo a pobreza; o hallarse un ingenio en apretado trance; o verse desnudo de protección un valeroso soldado; y entonces encuéntrase en la casa llana lo que la injusticia de los hombres negó al valor a la doctrina. Discuten los teólogos si el voto de no casarse hecho por mujer mala, de miedo a su rufián, es válido; y dase con esto a entender que los tales caballeros no eran muy amorosos con sus damas. Cuestión delicada es esta, que a falta de mayores luces dejaremos quieta por ahora…
No siempre se encuentra una dama compasiva, y entonces el honrado hidalgo arrójase con harta pesadumbre a posesionarse de lo ajeno. En La romera de Santiago, de Velez de Guevara, roban unos cuantos caballeros en pleno campo y dice uno de los personajes:
estos son algunos hombres
de obligaciones, que pasan
necesidad, y procuran
de esta suerte remediarla
saliéndose a los caminos.
Otras veces suple el ingenio la fuerza de las espadas. El hidalgo, de acuerdo con alguna noble anciana, mete en una bolsa tres doblones de oro, cincuenta reales en plata, un dedal y cuatro sortijas; carga con estos apatuscos y se va derecho a la celda de un famoso predicador. «Padre mío —le dice— yo soy un pobre forastero muy necesitado. Vine a esta ciudad con ánimo de acomodarme. Salí esta mañana y me hallé aquesta bolsa en medio de la calle; quise ver qué tenía dentro, y cuando sentí ser dineros la torné a cerrar. ¡No permita el Señor que bienes ajenos me saquen de trabajos corporales!» Maravíllase del caso el sencillo religioso; publícalo en el próximo sermón; viene la vieja a reclamar la bolsa como suya, y llueve un diluvio de limosnas sobre el escrupuloso encontrador.
Con las cuales limosnas, el honrado hidalgo aderézase lindamente y presume salir por siempre de su estrechez. Se casa. Una hermosa cara es fecundo juro. Hállase siempre puesta la mesa a medio día; hállase a la noche prevenida la cena. El resto del día pásalo el caballero en el juego de trucos o en honestos e higiénicos paseos. Y cuando vuelve a casa, mira si la celosía está corrida, o si hay en la ventana jarro o chapín, que es la seña convenida de que hay huespedes en la posada.
Muchos hombres se pasean por Madrid —dice Guzmán de Alfarache— que no comen de otro trato ni tienen otra hacienda; de tal modo, que «sin darse por entendidos de palabra, sabían ya lo que había cada uno de poner por obra. Y estos tales eran respetados de sus mujeres y de las visitas, a diferencia de otros que, sin máscaras ni rodeo, pasaban por ello, y aún los solicitaban, llamando y trayendo consigo a los convidados, comiendo en una mesa y durmiendo en una cama juntos. Yo conocí uno, que, porque un galán de su mujer se amancebó con otra, se fué a él, y diciéndole que por qué faltas que le hubiese hallado había dejádola, le dio dos puñaladas, aunque no murió de ellas. Estos tales van al bodegón por la comida, por el vino a la taberna y a la plaza con la espuerta». Pero «los más honrados —añade el buen Guzmán— dejan la casa libre y no se meten en bullas». «No hiciera yo por ningún caso lo que algunos, que, cuando en presencia de sus mujeres alaban otros algunas buenas prendas de damas cortesanas, les hacían ellos que descubriesen allí las suyas, loándoselas por mejores».
Azares tiene la vida de que no se puede librar ningún mortal. ¿Quién dirá que una u otra noche no ha de dar una cuchillada, o cometer cualquier otro notable disparate? Pues acontécele tal lance a este honrado hidalgo que vivía en paz en su casa comiendo con el dulce trabajo de su esposa…
Viene la justicia; métenlo en la cárcel; dánle tormento; confiesa de plano. En la cárcel, como en una justa, puede manifestar un caballero su valor y buenas partes. Hácese valentón; cobra los derechos de los presos nuevos; presta sobre prendas a cuarto diario por real; estafa a los que entran; dales culebras, pesadillas y libramientos. Curare etiam debet cusios carceris —dice Suárez de Paz en su Praxis eclesiástica et secularis—ne alimenta et religua necessaria deficiant incarceratis, nec permitiere debet, quo aliqua molestia, vel injuria eis irrogetur. Contéstenle al docto varón Quevedo, Espinel, Mateo Alemán…
El juez dicta la sentencia. Condenan a unos a galeras; mandan ahorcar a otros.
Si los ahorcan, procuran conservar hasta lo último, como buenos caballeros, su arrogancia y gallardía. «Hubo en mi tiempo un rufián —cuenta Guzmanillo— que teniéndole sentenciado a muerte y puesto en la enfermería para sacarlo el día siguiente a justiciar, viendo jugar en tercio a los que le guardaban, se levantó del banco y se fué para ellos, como pudo, con sus dos pares de grillos y una cadena, y preguntándole donde iba, dijo: Acá me vengo a pasar el tiempo un rato. Las guardas le dijeron que se ocupase rezando y encomendándose a Dios, y respondióles. Ya tengo rezado cuanto sé, y no tengo más que hacer; barajen y echen por todos, tráigase vino con que se ahogue esta pesadumbre. Dijéronle ser muy tarde, que ya estaba cerrada la taberna, y dijo: Díganle a ese hombre que es para mí; basta, no digan más, y juguemos, que juro a Cristo que no entiendo en lo que ha de parar este negocio».
Si los echan a galeras, salen una mañanica en muy gentil cadena amarrados de dos en dos, camino de Sevilla o Cartagena, lacias las brabuconas caras, caídos los sombreros sobre los ojos, penitentes a la fuerza y arrepentidos forzosos. En Sevilla los recogen los esclavos moros con sus lanzones; llévanlos a las galeras; repártenlos en los bancos; pasa el barbero; les rapa las barbas y la cabeza y puesto el remo en las pecadoras manos, vuela rápida la galera por los anchurosos mares. Las horas de ocio, en los puertos, mientras las naves se proveen a remiendos, o el mar anda soliviantado, pásanlas los pobretes entretenidos en algunas curiosas niñerías, tales como labrar botones de seda o de cerdas de caballo, pulidos palillos de dientes, medias de punto y aprestos para fulleros, quiero decir, dados con pintas y señales apropiadas a esta honrosa facultad. Ventiséis onzas diarias de bizcocho empedernido y ración de infame potaje es su alimento; remar continuamente es su faena. Y si por acaso el infeliz se insubordina o murmura, veréis cómo viene el alguacil con su escandallo y a vista del comitre, que es el amo, como el capitán es el amo del comitre, le endilga cincuenta palos, ya en la espalda, o ya, caso feroz, en la barriga; y si el delito es mayor, se dará por bien librado si no lo ahorcan de una entena o lo despedazan entre cuatro galeras.
Pero suele acontecer que llega gracia del rey para que sean remitidos de la pena tantos o cuantos galeotes y entonces perdonan a los más humildes y mansos y los ponen quitos del banco en la tierra.
¿Qué hará en este trance el desdichado galeote, olvidado de sus deudos, huido de sus amigos, abominado de todas las criaturas? Ancha es Castilla; menos amparo tienen los pajaricos del campo y viven y cantan. El desdichado galeote se gradúa de poltrón; pónese un coleto de cordobán viejo, un jubonazo de estopa, gabán largo y remendado; aprende a pedir con voces doloridas y conmovedores lamentos. «Dadle, buen cristiano, siervo del Señor, al pobre lisiado y llagado, que me veo y me deseo», clama unas veces. «Fieles cristianos y devotos del Señor», grita otras, «por tan alta Princesa como la Reina de los Ángeles, madre de Dios, dadle limosna al pobre tullido y lastimado de la mano del Señor»; y parando un poco —cosa de gran importancia según los entendidos— añade: «Un aire corruto en hora menguada, trabajando en una viña, me trabó mis miembros, que me vi sano y bueno, como se ven y se vean: loado sea Dios».
Sabe y recita numerosas oraciones para toda suerte de males y contingencias: la acreditada del Justo Juez, la de San Gregorio, la del apartamiento del cuerpo y el alma; las sabe para mujeres parturientas, para las que no paren, para las mal casadas; sabe de raíces salutíferas y remedios misteriosos y hasta se alarga a procurar bebedizos para bien lograr amores, o tal vez proporciona la famosa yerba que abre las cerraduras, herba pici —dice el padre Victoria en su tratado De arte mágica-Hispané—, el pico, seras etiam férreas aperit.
Su continente es tranquilo y humildoso; gran rosario entero de quince dieces al cuello; sonora y reposada el habla. Y en resolución, tal es su arte, que coge sin fatigas ni malandanzas abundantísima pecunia.
¿He dicho arte? Arte es en efecto el de la poltronería. Es preciso saber los puntos que ha de subir la voz para pedir; a qué horas hay que pedir; cómo se ha de besar y guardar el pan de la limosna; en qué casas hay que entrar hasta la cama y en qué otras no pasar de la puerta. Hay que saber fingir lepra, hacer llagas, hinchar una pierna, teñir el color del rostro, alterar todo el cuerpo; hay que llevar la cuenta de las funciones religiosas para ocupar el primero el puesto del agua bendita o la capilla de la estación. Si se atisba a lo lejos un caballero, es toque eficacísimo pedirle de muchos pasos atrás para que tenga espacio de aperdigar la limosna, porque suele suceder no darla muchos por no detenerse. En llamando a una puerta dos veces, huelga llamar más, pues no están o no quieren estar. No se abra puerta cerrada, porque acontece salir un perro que se llevará media nalga de un bocado. Cuando pida, no se ría ni mude de tono; procure hacer la voz quejumbrosa y de enfermo, aunque rebose salud. Responda con humildad a las malas palabras; diga con devoción dónde le dieron limosna: «Loado sea Dios; él se lo dé a vuesas mercedes con mucha salud, paz y contento de esta casa, para que lo den a los pobres».
Sea afable, sea agradecido, sea lisonjero…
Y un día, en un pajar de tal venta de Sierra Morena o mesón de la Mancha, entrega su alma a Dios el buen ex galeote…
Fuentes:
Francisco López de Ubeda (o sea Fray André Pérez). La Picara Justina.
Góngota. Cartas y poesias inéditas. (Granada, 1892).
Luna. Obra citada.
Manuel Rodríguez Lusitano. Summa de casos de consciencia. (Salamanca, 1569).
Mateo Alemán. El picaro Guzmán de Alfarache.
Quevedo. El buscón don Pablos.
Francisco Victoria. De arte mágico, en Relectiones theológicae. (Lyon, 1586).