I
La hacienda

Costosas son las guerras; por las guerras nos hemos arrumado los españoles. Peleamos en Flandes, en Italia, en Portugal, en Francia; sometemos por la fuerza las Américas. Para ocurrir a tan enormes dispendios, se aumentan considerablemente los tributos y se altera el valor de la moneda. De los reinos de León y Castilla, donde en el siglo XIV aparecen, generalízanse a toda la nación las alcabalas. Estableciéronse en un principio sobre las ventas; las extienden los Reyes Católicos a los trueques y permutas. El 5 por 100 era el tipo que fijaron las Cortes de Burgos en 1342; al 14 llegó a fines del siglo XVIII. 728 reales valía el marco de oro fino en tiempo de Fernando e Isabel; lo subió a 959,65 Felipe II; a 1334,28 Felipe IV, y a 4051 Carlos II.

Desatienden los monarcas el fomento de la agricultura. Logran privilegios la carretería, la ganadería lanar, la cría de yeguas y potros; se conceden exenciones a los empleados de la Real Hacienda, a los cabos de ronda, a los guardas, a los estanqueros de tabacos, de naipes y de pólvora, a los dependientes del ramo de la sal, a los ministros de la Inquisición, a los de la Cruzada, a los de las Hermandades, a los síndicos de los conventos mendicantes. Pesan sobre el labrador todas las cargas concejiles; le agobian las quintas, los bagajes, los alojamientos, la recaudación de bulas y papel sellado.

Los mismos derechos de la propiedad rústica son desconocidos. Creíase que la riqueza de las naciones estriba en la ganadería; y en que la ganadería prosperase pusieron su empeño nuestros reyes. No repararon en arruinar la agricultura. Dispúsose que los propietarios no pudiesen romper ni labrar sus dehesas sin permiso del Consejo de Castilla, permiso difícilmente concedido; autorizóse la entrada del ganado lanar en las viñas y olivares después de alzados los frutos; prohibióse cerrar las tierras y arrendar las dehesas a quien no tuviese ganados; quitóse a los arrendadores la libertad de fijar el precio del arrendamiento; concedióse a los ganaderos los privilegios de tanteos, alenguamientos, exclusión de pujas, fuimientos, amparos, acogimientos, reclamos «y todos los demás nombres exóticos sólo conocidos en el vocabulario de la Mesta».

Desde el reinado de Felipe IV, la ruina nacional progresa rápidamente. Con las continuas guerras y la expulsión de los moriscos, la población amengua; con el aumento de sisas, alcabalas y millones, la industria perece. La corte arde en fiestas; celébranse funciones de comedias en huertos y salones aristocráticos, fastuosos saraos en el Buen Retiro, espléndidos autos de fe en la Plaza Mayor. Afluyen a Madrid los provincianos; rebosan las casas de los grandes y los patios de Palacio de pretendientes. Carlos II, en 1684, determina expulsar los forasteros.

Los hidalgos descuidan o malbaratan sus haciendas por alcanzar en la guerra una gineta o una roja cruz de Santigo. Saavedra Fajardo, escribe que el «espíritu altivo y glorioso» de los españoles, «aun en la gente plebeya, no se aquieta en el estado que le señaló la naturaleza y aspira a los grados de nobleza, desestimando aquellas ocupaciones que son opuestas a ella». Más tarde, en 1682, Carlos II declara, en una pragmática, que se le ha informado de cómo una de las causas de la ruina industrial es «el haberse llegado a dudar si el mantener fábricas de paños, sedas, telas y otros cualesquiera tejidos de oro, plata, seda, lana o lino, contraviene a la nobleza».

Desdeñan los españoles los mecánicos ministerios. ¿Cómo pudiera concillarse el idealismo de quien asombraba al mundo por su generosidad y su valor con las innobles artes del mercader? No es la vida del espíritu y del corazón propia a las granjerias de la industria y del comercio. Pobreza lleva aparejada esta vida, pero fieramente encubren su pobreza los que así viven. Pasan increíbles estrecheces en lo íntimo del hogar, toman noble apostura y apacible semblante en el público trato humano. No se quejan, ni descubren sus lacerías: la dignidad con que sufren los rigores de la fortuna les ennoblece. Teresa de Jesús habla, en sus Fundaciones, de gentes «muy honradas, que, aunque mueran de hambre, lo quieren más que no que lo sientan los de fuera». Todos los españoles son esas gentes: más se precian de vivir pobres con dignidad, que de allegar caudales con bajeza… Enmudecen los talleres; paralízase el comercio. Sesenta mil telares reposan en todo el reino; los tres mil de Sevilla quedan reducidos a sesenta. Arruinanse las fábricas de paños de Segovia, las boneterías de Toledo, las guanterías de Ocaña, las sederías de Valencia y Murcia.

Exaltan los arbitristas la balanza de comercio; pero imposible no traer a España lo que en España hace falta y no se fabrica. Traemos de Francia: peines, alfileres, estuches, flautas, vocacies, espejos, fustanes, coches de plomo, cascabeles, trompas de París, camas, sillas, almohadas, colchas, sobremesas, relojes; de Genova: listonería, hiladillo, papel, gambalos, botones, juguetes de porcelana, abanicos, clavazón dorada para sillas, cambrayones, medias de peso y de arrollar; de Milán y Holanda: puntas, lanas, felpas; de Inglaterra: paños, amascotes para monjas y frailes; de Breda: sombreros, guarniciones de oro y plata, puntas para corbatas de soldados…

Los extranjeros se apoderan de los oficios que reputamos «bajos y viles». 120 000 ocupan los oficios de aceiteros, vinateros, palanquineros, esportilleros, costaleros, capacheros, giferos, carniceros, taberneros, bodegoneros, salchicheros, mesoneros, pasteleros, caldereros… Los naturales, les ponen pleitos y estorban sus empresas. «Harto mejor hubiera sido», se ha escrito, «que hubieran procurado vencerlos por el agrado y la constancia en el trabajo. Lo escribe un economista, no un psicólogo».

Aun el comercio con América tienen acaparado. Prohibiéronlo nuestros reyes a los extranjeros; pero casábanse los extranjeros en Cádiz, Sanlúcar, Puerto de Santa María, Sevilla, y gozaban sus hijos los privilegios reservados a los naturales de España. Mandábanlos a educarse a Francia, Genova, Holanda, en casa de sus abuelos, o sus tíos, y una vez instruidos en las artes del comercio y navegación, volvían a España y hacían por cuenta de sus deudos la carrera y tráfico de las Indias.

La administración de la Hacienda está a cargo de empleados malversadores, «Absorbían las dos terceras partes de ella», dice un economista. «Roban cada año de millones, alcabalas y estancos, cuatro millones», escribe otro.

Secuela obligada de la pobreza es la usura. A fines del siglo XVIII, los Cinco gremios mayores de Madrid se constituyen, por protección de influyentes personajes, en lonja de estafadores y banco de ladrones. Prestaban a familias de la grandeza en urgencias de bodas, viajes u otras necesidades; incautábanse de sus rentas, y venía a suceder, que cobrado el débito con creces fabulosas, todavía quedaba el prestatario en descubierto por reparaciones que fuera preciso hacer en los bienes incautados. Prestaban otras veces en invendibles géneros averiados —que el mismo prestamista volvía a tomar a una cuarta parte de su valor— y se hacía la escritura como prestado todo en metálico. Cierto abogado de Madrid defendió a una de estas víctimas: excusóse el depredador con el ejemplo de otros siete compañeros que habían hecho lo mismo.

Arruinado el erario, decadentes las artes, pobres los ciudadanos, llega España a los primeros años del siglo XIX en estado propicio a políticas alteraciones y desmanes populares.

Fuentes:

Sempere y Guarinos. Biblioteca española económico-política, (Madrid, 1801-4).

Jovellanos. Informe sobre la ley agraria.

Pedro Delgado. Exposición al Congreso nacional reunido en Cortes sobre las rentas y recursos de la monarquía española. (Madrid, 1820).

Saavedra Fajardo. Idea de un príncipe político christiano. (Mónaco, 1640).

«Papeles curiosos», en la Revista calasancia; Junio, Julio y Agosto de 1895.