III
La vida doméstica

...A las ocho, todos los días, invariablemente, fatalmente, el hidalgo sale de casa, el rosario en la mano, la capa limpia, engomado el bigote, y encamínase a oír misa. Óyela devotamente, ambas rodillas en tierra, las manos levantadas pecho arriba, el sombrero encima de las manos. Luego, gravemente, majestuosamente, el hidalgo charla un rato en las gradas de San Felipe; asiste, acaso, a las cuatro esquinas de las calles del Lobo y Prado, uno de los famosos mentideros; discurre sosegadamente, si el día es bueno, por las orillas del río.

La hora de comer se acerca; la señora aguarda; el hidalgo regresa a su posada. Los caballeros nobles no tienen nada por junto en sus casas; hay que comprar al día las vituallas. Torna a salir el hidalgo y compran para los tres —amo, señora y criado— un cuarto de cabrito, fruta, pan y vino.

Modestísima es la comida; no alcanza a más la hacienda de un caballero castellano. Por «prodigio increíble» tiene Gracian, en su Criticón, el ver un real de a ocho en Castilla. Cáele un escaso caudal en las manos a Lázaro —en la novela de Luna— y dice: «El tiempo que los veinte escudos me duraron, si el rey me hubiera llamado primo, lo tuviera por afrenta».

Cuarenta y cuatro reales daba el alcalde de Córdoba a su criado Alonso para gasto de toda la semana, en El Donado hablador, de Jerónimo de Alcalá. Un real allega por acaso el escudero de Hurtado de Mendoza y cree que tiene «el tesoro de Venecia». «Toma, Lázaro —dice regocijado—, que Dios ya va abriendo su mano; ve a la plaza y merca pan, y vino, y carne; quebremos el ojo al diablo». En Valencia, en casa de una honestísima viuda, dice Alonso: «Los más días se cocían acelgas; otras veces, granadas y membrillos eran nuestro sustento, y tal vez nos aprovechábamos de las garrofas».

Llenas están las antiguas historias de ejemplos de tan épica pobreza. ¿Hay cosa más graciosa que el lance que cuenta Luna sucedió a su héroe en una venta? Un galancete, su dama y una venerable alcahueta, encuéntranse sin dineros para dar satisfacción a sus hambres; llega Lázaro, pide un poco de cabrito y pónese a comerlo. El cabrito parece piedra imán; todos miran con avidez tragar al mozo. Poco a poco se acercan a la mesa; por fin, no pueden contenerse. «La sinvergüenza cachondilla tomó un bocado y dijo:

Con vuesa licencia, hermano; y antes de tenerla ya lo había metido en la boca. La vieja replicó: —No le quitéis a este pecador su comida. —No se la quitaré, dijo ella, porque yo se la pienso pagar muy bien; y diciendo y haciendo, comenzó a comer con tanta prisa y rabia, que parecía no lo había hecho en seis días. La vieja tomó un bocado para probar qué gusto tenía; el galán, diciendo—: ¿Esto les agrada tanto?, se hinchó la boca con un tasajo como un puño…»

Siete cuartos diarios le dan de salario al mismo Lázaro, y dice: «Comencé a comer espléndidamente, bebiendo no de lo peor».

Los criados sirven generalmente de balde; daránse por satisfechos si logran alimentarse. Tal es, según Jerónimo de Alcalá, «el orden que suele guardarse ahora en algunas casas». Y los criados hurtan lo que pueden; escamotean de la cocina al comedor las viandas; dan lugar a que sus amos pongan candados en las ollas. Raros son los servidores que logran buen salario; D’Aulnoy habla de salarios de dos reales diarios; parécenos esplendidez inusitada. Tirso, en El amor y la amistad (acto III, escena V), asegura que treinta reales es soldada que a un lacayo siempre dan.

El citado Lázaro —de Luna—, maltratado de una señora a quien servía, dice, ponderando sus exigencias: «Quien la oía gritar y amenazar con tanto orgullo, sin duda creía me daba cada día dos reales, y de salario cada año treinta ducados».

¿Cómo es la mujer española de estos tiempos? ¿Sabemos, acaso, cómo es ahora?

Seria, silenciosa, humilde y recogida, en las apariencias; levantisca y andariega, en el fondo. Cuando ama, ama con pasión ardorosa; cuando la humillan, se venga.

Abundan los ejemplos. Fray Joaquín Compañy habla, en su Vida del B. Nicolás Factor de la pena que le produjo a doña Angela de Cardona, duquesa de Segorbe, la muerte de su esposo. «De suerte —añade— que por el espacio de más de dos meses después de la muerte de su marido no hubo arbitrio para sacarla de un cuarto obscuro, en donde, negada a toda comunicación, sólo permitía que, por una ventanilla que mandó hacer en la misma puerta, se le administrase el preciso alimento para vivir».

Parece hazaña increíble que una mujer, por azares amorosos —como vemos frecuentemente en las comedias— corra el mundo en hábito de varón. La cosa tiene visos de certeza; a tal punto llegaban antaño en España los arrestos femeninos. Pedro Ordóñez de Cevallos, en su curiosísimo libro titulado Viaje del mundo, cuenta el siguiente suceso: «En la ciudad de Sevilla vivió una señora, casada con un hombre noble; sus nombres callo, aunque el caso fué bien manifiesto; ésta enviudó y la dejó usufructuaria de la hacienda, por no tener hijos; un cuñado suyo la infamó de mala con un hombre de menor calidad que la suya; fué reprehendida de sus parientes, y muy afligida de razones, así de los de parte de su marido, como de los de la suya; apretada, juró de vengarse, y así lo hizo, amaneciendo una mañana, enclavados en las puertas de su casa, la lengua, narices, orejas y manos, y un letrero que decía cómo ella lo había hecho. Acudió la justicia a hacer sus ordinarias y debidas diligencias, y nunca pudo ser hallada. El segundo día después de llegados a Malta, púseme a ver jugar a los dados, como es uso de soldados, y vi jugar un mozuelo como capón, y reparando en él, parecióme haber visto aquel rostro en otra parte: como vio que lo miraba, me apartó y me dijo si lo conocía; y diciéndole que sí, aunque sólo de vista, se descubrió y me contó todo lo referido; y que ella y un negro, a quien dio libertad y dejó en Lisboa, lo habían hecho».

Seria y silenciosa, he dicho antes. Un personaje de Lorenzo me llamo, de Matos Fragoso, dice, y lo dice en Flandes:

Además, que allá en España,

usan las nobles mujeres

una hermosura afectada

que como melancolía

a la vergüenza acompaña;

pues sólo en gravedad fundan

de su honestidad la gala;

y no se alegran tan presto

como aquí vuestras madamas.

Sí, no se alegran tan presto, pero al fin se alegran; y cuando se alegran, bien pueden henchirle las medidas al hombre más mohino. Un literato extranjero lo confirma. El testimonio es irrecusable; lo dice una mujer. «Las españolas son más cariñosas que nosotras», escribe madame D’Aulnoy, «y para quien les agrada, tienen conmovedoras y tiernas expresiones».

«Paz sea en esta casa», dice una pobre en la Eufemia, de Rueda; «paz sea en esta casa. Dios te guarde, señora honrada; Dios te guarde. Una limosnica, cara de oro, cara de siempre novia…» ¡Cara de siempre novia! ¿Hay más cariñosa expresión, más lisonjera, más original expresión?

Por la tarde, mientras el marido refresca y charla en alguna tienda de aloja y cerveza, la señora recibe a las visitas y gasta rumbosamente en convidarlas a chocolate. Es entusiasta la pasión por el chocolate en el siglo XVII. Lo combaten unos por «opilativo», a causa del cacao, que es «frío y seco»; lo defienden otros, como Antonio Colmenero de Ledesma, y ciertamente muy por lo metafísico y con razones «sacadas de la fuente de la Filosofía». Este Colmenero tiene una obra preciosísima sobre el aromático brebaje; documento de inapreciable valor histórico. Se titula Curioso tratado de la naturaleza y calidad del chocolate; publicóse en 1631. El autor, que residió largo tiempo en Indias, de donde nos vino la invención, ofrece al lector una fórmula del más puro y exquisito chocolate y reseña las distintas maneras en que se estilaba tomarlo. He aquí la fórmula, y yo, fiel cronista, la transcribo tilde por tilde, por si a algún repostero moderno le viene en gana echar un rato a dulce arqueología: «A cada cien cacaos se le mezclan dos chiles, de los que tengo dicho, grandes, que se llaman chilpatlagua, y en lugar de estos de las Indias, se pueden procurar los más anchos y calientes pimientos de España. De anís, un puño, orejuelas, que llaman vinacaxtlidos, y otros dos que llaman mecasuchil, si el vientre estuviere astrito. Y en lugar de éste en España, seis rosas de Alejandría en polvos. Vainilla de campeche, una; canela, dos adarmes; almendras y avellanas, de cada cosa una docena; azúcar, media libra. Achícate, la cantidad que bastare para teñirlo todo. Y si no se hallare algunas cosas de las Indias, se hará con lo demás». El autor dice que puede añadirse también pepitas de melón, de calabaza y de Valencia tostadas; y para olor, algo de ámbar o almizcle.

En cuanto a las maneras de tomarlo, son en caliente y en frío. Da las primeras, la una es «deshecho el chocolate en agua fría y sacado del la espuma en otra vasija, y el residuo que queda se pone al fuego con azúcar, y después en caliente se echa sobre la espuma que quedó aparte, y así se bebe. La otra es calentar el agua, y en la jicara o tocomate, tener echado el chocolate que fuere necesario, y echar un poco de agua y con el molinillo deshacerlo muy bien; y luego bien deshecho, echar lo restante del agua caliente con su azúcar en el mismo chocolate, y así se bebe».

«Hay fuera de esto —añade el autor— otro modo de hacerlo, que es, echar el chocolate en una ollita, en poca agua, y darle un buen hervor hasta que esté deshecho, y luego añadirle el azúcar y el agua suficiente según la cantidad de chocolate, y cocerlo hasta que sale encima una grasa mantecosa; con advertencia que si se le da mucho fuego hervirá de manera que boze y se salga. Y advierto que este último modo no le tengo por tan saludable, si bien más gustoso, porque como se aparta la manteca de lo terrestre, que queda abajo, esto causa melancolía, y la manteca relaja el estómago y quita la gana de comer».

En frío se tomaba de dos maneras: una que se llama cacao, la otra cacao pinoli. Para la primera se deslíe con el molinillo el chocolate en agua; se saca la espuma y se pone aparte; en el sedimento que queda pónese azúcar; y luego el tal sedimento se va echando, «desde en alto», sobre la espuma. Hecho esto, se bebe.

En el pinoli se hace lo mismo, sólo que la pasta del chocolate consta de otra tanta cantidad de maíz tostado.

No es esto solo; el autor advierte que hay «otro modo más breve para hombres de negocios que no pueden aguardar». Se calienta el agua, se deshace el chocolate mientras tanto y se pone con el azúcar correspondiente en un jarrico, y cuando el agua borbolla, se echa en ella el chocolate y queda hecha la mixtura.

Hemos creído oportuno dar todos estos detalles atendiendo al frecuentísimo uso en estos tiempos, es decir, en aquéllos, del ardiente soconusco, tanto, que no faltan observadores viajeros que se escandalizan y protestan. El señor Colmenero de Ledesma también protesta y recomienda sobriedad. La sobriedad es la siguiente: «Por la mañana cinco o seis onzas dél, en tiempo de invierno, y si el sujeto se colérico, en lugar del agua ordinaria, se haga con agua de enduvia…»

Algo también ha de decir el cronista de otra máquina e invención que asimismo nos vino de allende los mares; hablo con esto del tabaco. De sus misteriosas propiedades hablan los historiadores de Indias. Los indios llaman a esta planta pacielt; en Francia, hierba de la reina; otros, hierba santa; otros, nicociana; los españoles, tabaco, a causa de una isla mejicana así llamada donde se criaba en abundancia. Combaten unos su uso; lo exaltan otros. El famoso jurisconsulto Francisco Torreblanca Villalpando examina, en su obra Juris spiritualis (libro VIII, capítulo I, números 13, 14, 15 y 16), el aspecto jurídico de la cuestión, y dice del tabaco, entre otras lindezas, quae homines dementat et temulentos reddit.

Lo mismo opinan los médicos: el doctísimo cirujano Pedro López de León, en su Práctica y teórica de las apostemas (libro I, capítulo VI), llama «invención de Satanás» el tomar tabaco en humo, y añade que «abrasa las partes interiores, como yo he visto en este reino con algunos que he abierto por mandado de la justicia, y halládoles el hígado hecho ceniza y las telas del cerebro negras como hollín de chimenea, que lavándolas salía el agua como tinta».

Pero así como el chocolate tuvo un entusiasta defensor, tiénelo también el tabaco. Se trata de todo un catedrático de Medicina en la Universidad de Salamanca: Cristóbal Hayo, autor del siguiente libro, digno de que los impenitentes fumadores lo glorifiquen e impriman en letras de oro: Las excelencias y maravillosas propiedades del tabaco conforme gravísimos autores y grandes experiencias, agora nuevamente sacadas a luz para consuelo del género humano. (Salamanca, 1645).

«Es ya tan abundante la copia de tabaco seco en estos reinos y el uso del y en los demás reinos extraños —escribe Hayo—, que se brindan los unos a los otros graciosamente con él en banquetes, conversaciones y fuera de ellas, haciendo sentimiento si no se recibe el ofrecimiento».

Se toma el tabaco de tres maneras: en polvo, en hoja y en humo. Lo menos frecuente es en humo, «por la dificultad del aparejo evaporativo y del fuego que se requiere». «Suelen gastar en humo el tabaco seco en hoja gente regalona, eclasiásticos y señores».

El docto catedrático va destruyendo uno a uno todos los cargos de los adversarios —entre los cuales adversarios está Fray Tomás Ramón, de cuya obra se da noticia más adelante—, y dice, entre otras cosas, que «usando del no se siente soledad», y que tiene la inapreciable «virtud de dar descanso al cuerpo trabajado y cansado…»

Aquí daría por terminada el cronista su tarea si no fuera escrupuloso. Porque, ¿no falta, acaso, otra de las más famosas novedades indianas? ¿No falta el café? Graves debates ha motivado también este brebaje en los pasados tiempos. Cuéntase entre los impugnadores a Isidro Fernández Matienzo, que en 1693 publicó su Discurso médico y phisico, agradable a los médicos ancianos y despertador para los modernos contra el medicamento caphé.

Matienzo llama al café «desabrida y amarga bebida»; dice que, solo, no es útil a las enfermedades de las mujeres y dolencias comunicadas del útero; que con leche no aprovecha a las calenturas; y, finalmente, recomienda con insistencia que en vez de café se tome «agua caliente». Recomendación, ¡oh, buen Matienzo!, que los que se sientan en torno de los blancos mármoles ponen en práctica, bien a su pesar, ha largos años…

Al anochecer, cansado de pasear por el Prado o de aplaudir en la comedia, torna a casa el noble hidalgo. Cena; sale acaso a alguna misteriosa aventura; vuelve a media noche; duerme; amanece; llaman las campanas a misa…

Fuentes:

Jerónimo de Alcalá. El donado hablador. (Madrid, 1624; Valladolid, 1626).

Hurtado de Mendoza. El Lazarillo de Tormes.

H. de Luna. Segunda parte de El Lazarillo de Tormes.

Pedro Ordóñez de Cevallos. Viaje del mundo. (Madrid, 1614. Hay otra edición de 1691).

Antonio Colmenero de Ledesma. Curioso tratado de la naturaleza y calidad del chocolate. (Madrid, 1631).

Francisco Torreblanca Villalpando. Juris spiritualis. (Córdoba, 1631).

Pedro López de León. Práctica y teórica de las apostemas. (Sevilla, 1618).

Cristóbal Hayo. Las excelencias y maravillosas propiedades del tabaco. (Salamanca, 1645).

Isidro Fernández Matienzo. Discurso médica y phisico contra el medicamento caphé. (Madrid, 1693).