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La razón por la que Grushenka no deseaba emparejarse para el resto de su vida con el capitán de policía radicaba, sin duda, en la repugnancia física que el hombre le inspiraba. Era bajito y gordo; los brazos, las nalgas y las piernas, realmente, todo en él era repelente, y, por si fuera poco, iba siempre satisfecho de sí mismo. No era un buen amante y, cuando una o dos veces por semana le hacía el amor con su verga corta y gruesa, no tenía para nada en cuenta los deseos de ella y se sentía la mar de contento y despreocupado. Roncaba, no veía la necesidad de lavarse con frecuencia y escupía en el cuarto como podría hacerlo en una pocilga. Cumplía brutalmente con sus deberes y no tenía otro concepto de justicia que el látigo. Hasta sus bromas eran pesadas. Entonces ¿para qué seguir con él?
Para poder alejarse, Grushenka necesitaba dinero. Pero el capitán tenía mucho. Por la noche, siempre volvía con los bolsillos repletos de oro y plata, y se marchaba a la mañana siguiente sin un centavo. Las cantidades extraídas mediante soborno eran enormes, pero ¿qué hacía con el dinero?
Grushenka no tardó mucho en descubrirlo: había en el suelo una caja fuerte de hierro, muy grande; medía unos tres pies de alto y cinco de largo. No tenía cerradura, y Grushenka no supo abrirla. Observó al capitán y vio cómo manejaba una clavija en la parte trasera. A la mañana siguiente, hizo funcionar la clavija y se quedó atónita: la caja fuerte estaba llena casi hasta los bordes de monedas, miles de monedas de oro, plata y cobre. Las había guardado descuidadamente, tal y como caían.
Grushenka reflexionó y empezó a meter mano sistemáticamente en el montón de dinero. Diariamente, cuando el capitán se marchaba, se apoderaba de cientos de rublos de oro, cambiaba una o dos piezas en monedas de cobre o de plata y las depositaba en la caja fuerte para no dejar huecos. Lo demás se lo guardaba.
Pronto tuvo acumulados miles de rublos sin que el montón de moneda hubiera disminuido. Un buen día, transfirió su tesoro a un banco; ya tenía suficiente para empezar.
Lo único que le quedaba por hacer era alejarse del capitán, y lo logró al cabo de semanas de cuidadosa estrategia. Para empezar, se mostró malhumorada, enfermiza, quejándose de su mala salud. Después se negó a entregarse a él cuando no tenía ganas de hacerlo. Por supuesto, él no quiso admitirlo, y la montaba a pesar de sus protestas. Mientras lo tenía encima se ponía a charlar con él, fastidiándolo todo el tiempo. Le pedía que llegara pronto al orgasmo, o, de repente, sin que viniera a cuento —cuando estaba a punto de lograrlo— le preguntaba qué quería comer al día siguiente.
Naturalmente, él, a su vez, tampoco la trataba con mucha amabilidad; a menudo le daba una bofetada, y eso le proporcionaba a ella otra buena excusa para su mal humor. En una o dos ocasiones, la agarró boca abajo y le dio una buena paliza con sus propias manos.
Lo aguantó porque sabía que pronto estaría deseando perderla de vista.
Se puso otra vez a hacer el amor con las presas, como solía hacerlo siempre que no disponía de una puta lo bastante excitante. Grushenka se enteraba de sus infidelidades por supuesto, y le hacía escenas.
Al mismo tiempo le hablaba de los burdeles de Moscú, de lo excelente que era el negocio y de lo pequeñas que eran las cantidades que obtenía por dejarse sobornar. Luego, le propuso abiertamente poner un prostíbulo, darle toda su protección, cerrar todos los demás, y encargarla a ella de su funcionamiento.
Él no le hizo mucho caso porque no le interesaba aumentar su riqueza. Pero, cuando ella le hizo ver hábilmente que así siempre tendría a su disposición jóvenes que le organizarían grandes orgías, sucumbió a la idea y le dijo que podía hacer lo que quisiera, pero que debía comprender que él no tenía dinero y que ella debía espabilarse por sus propios medios. Grushenka casi sintió afecto por él y al instante puso manos a la obra.
Lo primero que hizo fue comprar una casa en el mejor barrio de la ciudad, donde nadie se habría atrevido a abrir un establecimiento de este tipo sin la protección del capitán. La casa, rodeada de jardín, tenía tres pisos. Los de arriba tenían más o menos doce cuartos cada uno, y la planta baja consistía en un espléndido comedor y cuatro o cinco salones espaciosos que se abrían todos al vestíbulo principal. Grushenka planeó toda la casa de acuerdo con la distribución del mejor burdel de Roma, al que había visitado con frecuencia siempre que deseaba que una joven le hiciera el amor.
Decidió emplear únicamente a siervas, a las que podría adiestrar a su gusto sin tener que satisfacer los de ellas. Lo preparó todo a escondidas del capitán y tuvo que realizar más incursiones a la caja fuerte porque compraba lo mejor para su establecimiento. Disponía ya de un coche vistoso y cuatro caballos, varios estableros, una vieja gobernanta y seis robustas doncellas campesinas, buenos muebles y, naturalmente, una colección de camas con baldaquino y sábanas de seda. Cuando estuvo todo a punto, dejó al capitán, se estableció en el caserón y se dedicó a comprar con toda la calma a sus muchachas.
Ahora se la podía ver paseando en su propio coche por todos los rincones de Moscú, examinando rostros y tipos, del mismo modo que Katerina lo había hecho diez años antes, al comprarla a ella para Nelidova. Pero a Grushenka le resultaba más fácil que a Katerina porque no tenía que buscar un tipo especial de mujer; necesitaba chicas de todos los tipos y formas con el fin de satisfacer a sus futuros clientes.
La miseria en los barrios más pobres de Moscú estuvo en el origen de sus mejores hallazgos. No sólo los padres políticos, sino también los mismos padres le llevaban a sus hijas. Las muchachas, por su parte, estaban encantadas de entrar al servicio de una dama tan bella y elegante, donde ya no padecerían hambre.
Grushenka enviaba a su gobernanta a las calles más pobres para que diera voces acerca de su intención de adquirir chicas entre quince y veinte años para su servicio particular. Entonces, le indicaban dónde podría examinar la mercancía, por ejemplo en la trastienda de aquélla u otra posada. Cuando su elegante coche corría por la calle, se producía un gran alboroto, las madres se arremolinaban a su alrededor, le besaban el dobladillo del vestido y le suplicaban que se llevara a sus hijas.
Una vez pasado el tumulto que acompañaba a su llegada, conducían a Grushenka a una sala grande donde esperaban unas veinte o treinta muchachas harapientas, sucias y malolientes. La charla y los gritos de los padres deseosos de vender no la dejaban escoger a gusto. Las primeras veces se encontró tan indefensa ante todo aquello que se retiró sin intentar siquiera examinar a las muchachas. Arrojando al suelo monedas sobre las que se abalanzaron los presentes, pudo retirarse rápidamente.
Más tarde encontró un sistema más apropiado; sacaba de la sala a todos los padres y, cerrando la puerta por dentro, se dedicaba a la tarea con la frialdad de un comerciante. Las muchachas tenían que despojarse de sus harapos. Grushenka eliminaba a las que no le gustaban y se quedaba con las tres o cuatro que le parecían convenientes. Sometía a éstas al examen más riguroso: los cabellos largos, los rasgos finos, los dientes perfectos, los pechos bien moldeados y los nidos de amor pequeños y bien formados no eran los únicos requisitos; ella quería muchachas con vitalidad y resistencia.
Las sentaba en sus rodillas, las obligaba a abrir las piernas, jugueteaba con sus clítoris y observaba la reacción. Les pellizcaba con sus largas uñas el interior de los muslos y, cuando se mostraban blandas, les daba un par de monedas y las despachaba. Regateaba con obstinación por las que escogía, las vestía con ropas que había traído para el objeto y se las llevaba.
Después de bañarlas y darles de comer en su mansión, les administraba personalmente la primera paliza y lo hacía muy en serio. Era una prueba más para saber si la muchacha serviría o no. No las llevaba al cuarto oscuro que había encontrado en la casa del aristócrata al que la había comprado, ni tampoco las ataba. Las tumbaba en la elegante cama que habría de ser la suya para sus encuentros y, amenazándolas con devolverlas a sus casas, las obligaba a descubrir las partes de sus cuerpos a los que deseaba azotar.
Todas las muchachas habían recibido palizas anteriormente, pero casi nunca habían pasado de golpes y patadas, y sólo unas cuantas habían probado ya una paliza bien dada con el látigo de cuero. Tras azotarles con dureza las nalgas y la parte interna de sus muslos, Grushenka ordenaba que se levantaran, se quedaran muy erguidas y se sostuvieran los pechos por debajo para recibir otro castigo.
Las que aceptaban no eran castigadas, pero las que no estaban dispuestas a obedecer sentían una y otra vez el látigo en sus espaldas hasta que aceptaran someterse por completo. Grushenka había dejado de ser blanda, había olvidado el miedo y el terror de su propia juventud; por eso triunfaba.
Cuando hubo encontrado de ese modo aproximadamente a quince mozas, empezó a instruirlas cuidadosamente respecto a la forma de conservar el cuerpo limpio y las uñas en perfecto estado; a sonreír, caminar, comer y charlar. Pronto lo consiguió, especialmente porque ordenó que sus chicas vistieran siempre magníficas prendas especialmente diseñadas; la ropa elegante provoca en cualquier mujer una conducta refinada.
Cumplida esta primera etapa, emprendió su instrucción sexual y les enseñó cómo manejar y satisfacer a los hombres. Estas instrucciones podrían ser motivo de un capítulo más de esta obra.
Se dirigía a jóvenes atentas, pero asombradas. Oían las palabras, pero no entendían totalmente su significado, pues la tercera parte de aquellas mozas era todavía virgen. Las que habían sido ya desfloradas, no habían hecho otra cosa que tumbarse y estarse quietas mientras los rudos hombres de sus barrios se apoderaban de ellas. No comprendían aún que pudiera existir una gran diferencia entre una cortesana experta y una campesina que sólo sabe quedarse con las piernas abiertas. Pronto aprenderían.
Cuando Grushenka creyó estar ya preparada, organizó la inauguración de su establecimiento con gran pompa y ruido. De acuerdo con el uso de los tiempos, mandó imprimir una invitación que era como un cartel, perfectamente impreso y adornado de viñetas que representaban escenas amorosas. Allí podía leerse que la célebre madame Grushenka Pawlovsk, de regreso de un largo viaje por toda Europa en busca de experiencias sexuales jamás soñadas, invitaba a los honorables duques, condes y barones a la inauguración de su establecimiento. En cuanto cruzara el umbral, el cliente se vería sumido en un océano de placer. Seguía una invitación que asombró a toda la ciudad: para el banquete de gala con motivo de la inauguración no se cobraba nada. Aquella noche, cada una de sus célebres bellezas satisfaría todos los caprichos sin cobrar y habría una lotería cuyo premio consistía en cinco vírgenes que los ganadores habrían de violar.
De acuerdo con el estilo de la época, también se estipulaba que los ganadores podrían desflorar a las chicas en cuartos privados o en público. Debe recordarse que la mayoría de los matrimonios de la época se iniciaban con la desfloración de la recién casada en público, lo cual significaba que el novio debía hacer el amor en presencia de todos los parientes próximos, a menudo ante los invitados a la boda, con el fin de demostrar que el matrimonio había sido consumado. Esta costumbre prevaleció en las familias de las casas reinantes de Rusia durante la mayor parte del siglo XIX.
La fiesta resultó ser una tumultuosa bacanal. Duró más de tres días con sus noches, hasta que puso fin a la fiesta la intervención silenciosa y discreta de la policía. Grushenka recibió a los invitados con un vestido espléndido y muy audaz, como correspondía a la ocasión. De la cintura para abajo llevaba una falda de brocado púrpura con una larga cola que le daba dignidad al andar. De la cintura para arriba llevaba sólo un ligero velo plateado que dejaba sus magníficos pechos y su espalda bien redondeaba a la vista de los admiradores. Iba con una enorme peluca blanca con muchos rizos que, como aún no tenía diamantes, iban adornados de rosas rojas. Sus muchachas lucían elegantes trajes de noche que dejaban los pezones al descubierto y que se ceñían a la cintura para dejar mayor amplitud a la cadera y las nalgas. No llevaban ropa interior de ninguna clase y, mientras los hombres cenaban, Grushenka las presentó en una plataforma, una detrás de otra, levantándoles los vestidos por delante y por detrás, revelando sus partes desde todos los ángulos.
Grushenka esperaba unos setenta visitantes, pero se presentaron más de doscientos. Dos reses fueron abatidas y asadas en el jardín, sobre un fuego al aire libre, pero pronto hubo que enviar a buscar más comida. La cantidad de botellas de vino y de vodka que se bebieron durante aquellos días seguirá siendo una incógnita; un pequeño ejército de lacayos se afanaba descorchando botellas y amontonando las vacías en sus cajas apiladas en un rincón.
Terminada la cena, empezó la función con la rifa de las vírgenes. Después de prolongados discursos, más obscenos que ingeniosos, los hombres decidieron entre sí que el que no aceptara joder en público sería excluido de la rifa. Los hombres pertenecían todos a la clase aristocrática, en su mayor parte terratenientes o hijos de terratenientes, oficiales del ejército, funcionarios del gobierno, etc. Estaban borrachos y les pareció que aquélla era la ocasión para derribar las barreras del convencionalismo.
Dejaron libre un espacio en medio del gran comedor y reunieron a las cinco jóvenes en el centro, donde permanecieron quietas y avergonzadas. Les colgaron números del cuello, y cada uno de los hombres recibió una tarjeta numerada; los ganadores serían aquéllos que tuvieron los números correspondientes a los de las muchachas.
Las chicas recibieron órdenes de quitarse sus vestidos, mientras los ganadores se colocaban orgullosamente a su lado. Los demás participantes estaban tendidos, o sentados, o de pie en forma de círculo en la sala; algunos se habían subido a las ventanas para verlo mejor.
Las muchachas se sentían asustadas y se pusieron a llorar; la multitud acalló aquel llanto con aplausos y abucheo.
Grushenka penetró en el círculo y reunió a sus doncellas. Les habló con tranquila resolución, pero las amenazó en el caso de que no obedecieran de buena gana. Las jóvenes se despojaron de sus vestidos y se tumbaron tímidamente en la alfombra, cerrando los ojos y tapando con una mano sus nidos de amor.
Pero sus conquistadores también se encontraron en apuros; lo cierto es que dos de ellos descubrieron hermosas y duras vergas al abrir sus pantalones, pero los otros tres no sabían cómo enderezarlas en medio de aquella multitud aullante. Se sacaron las levitas, se abrieron los pantalones y se tumbaron sobre sus muchachas; muy bien, pero sus buenas intenciones no bastaban para consumar el acto.
Madame Grushenka entró entonces en acción. Prestó sus servicios a los que ya tenían los cañones listos para disparar. Muy pronto, se oyó el grito agudo de una de las muchachas, y el movimiento de sus nalgas anunció que, con sus dedos expertos, madame Grushenka había metido la verga del primer cliente en un nido de amor.
El segundo grito llegó poco después. Con el tercero —un joven teniente de caballería—, encontró mayores dificultades; mientras con su mano izquierda Grushenka le tocaba la hendidura, su mano derecha de acariciaba el sable con tanta habilidad que no tardó en insertarlo en la vaina.
El cuarto fue un fracaso. El caballero en cuestión estaba demasiado anhelante, con la verga llena, pero caída. En cuanto la tocó Grushenka, chorreó sobre el peludo montecillo de Venus de la doncella que yacía debajo. Al levantarse, colorado y avergonzado de su desdicha, la multitud no entendió qué había ocurrido, pero, cuando se percató de lo que había pasado, se armó un gran alboroto. Por supuesto, pronto se encontró a un sustituto, y las doncellas de los números cuatro y cinco quedaron debidamente desvirgadas.
Por un momento, los hombres a medio vestir se quedaron resoplando encima de las formas blancas y desnudas de las mujeres que cubrían. El aire de la sala era asfixiante; cada uno de ellos, después del orgasmo, se enderezó y mostró orgullosamente su verga palpitante cubierta de sangre.
A Grushenka le costó muchísimo trabajo sacar de la sala a las muchachas desfloradas, pero sanas y salvas. Tuvo que abrirse paso entre la multitud de hombres que agarraban y manoseaban a las niñas espantadas, por cuyos muslos corría la sangre de la violación. Grushenka las entregó a la vieja gobernanta que se ocupó de ellas en un cuarto del tercer piso.
Cuando volvió Grushenka, se vio metida en otro lío con aquellos hombres excitados: querían que también se subastaran las demás muchachas. Una sugerencia llegó desde un rincón exigiendo otro tipo de virginidad, o sea la del culo.
Grushenka no quería saber nada de aquello, y trató de disuadir a sus invitados a fuerza de bromas. Comenzaron a manosearla y, cuando estaba a punto de salir de la sala, le arrebataron el velo transparente y su amplia falda, dejándola sólo con sus pantalones de encaje. Todos se abalanzaron sobre ella, medio en broma, medio amenazadores; Grushenka se asustó y prometió hacer lo que quisieran.
Llegó con las diez muchachas restantes que esperaban en un cuarto de arriba. Había decidido meterlas a todas en un coche y sacarlas de la casa, dejando que los borrachos se despabilaran y se fueran. Pero lo pensó mejor y recordó cuánto dependía su vida del éxito de aquella fiesta; cuando hubo gastado sus últimos kopeks, había hipotecado la casa para comprar comida y vinos. Además, quizá fuera conveniente que las chicas sufrieran malos tratos desde el principio; después, no sería peor.
Les ordenó que se quitaran sus vestidos antes de llevárselas a la sala, donde esperaban los hombres con impaciencia. No se preocupó por tener torcida la peluca, ni por no llevar más que los pantalones. Ahora era la personificación de la energía, decidida a jugar y a jugar fuerte.
Los hombres se portaron bien cuando llevó a las chicas desnudas. Habían colocado diez sillas en medio de la sala y organizado una rifa que tardó un poco. Mientras tanto, contemplaban a las diez bellezas desnudas. Más de un comentario o un chiste obsceno cruzó el aire. Las muchachas, a su vez, incitadas por madame e ignorantes de lo que les esperaba, contestaban a los hombres con observaciones no menos alegres y lanzaban besos, tocándose los labios, los senos o los nidos de amor, a los hombres que más les gustaban.
Una vez reconocidos los ganadores, Grushenka escogió para cada pareja dos ayudantes que estarían a su lado y colaborarían. Se ordenó a las muchachas que se arrodillaran en las sillas y levantaran el culo, listas para la agresión. Lo hicieron riendo y abrieron las rodillas, pues naturalmente pensaban que iban a ser penetradas por su nido de amor.
El haber seleccionado a los ayudantes fue una hábil maniobra por parte de madame. Ahora estaban a ambos lados de cada pareja, mantenían agachada la cabeza de la muchacha, jugueteaban con sus pezones y hasta se aventuraban en sus partes nobles. Fue una suerte, porque, en cuanto cada una de aquellas muchachas sencillas sintió una verga abriéndose paso por su puerta trasera, se pusieron a aullar y a tratar de escapar. Brincaban en las sillas, rodaban por la alfombra, pateaban y se mostraban muy dispuestas a ofrecer toda la resistencia posible.
¡Y cómo disfrutó la multitud de mirones! Se cruzaron apuestas respecto a quién sería el primero en acertar y cuál sería la última muchacha desflorada. Ninguno de los hombres había presenciado jamás semejante espectáculo, y la fiesta se convirtió en un gran éxito. Los gladiadores tomaron sus armas en la mano y las frotaron descaradamente. Las inhibiciones y la vergüenza se habían acabado ya por completo. La propia Grushenka, de pie en medio del círculo, se sintió contagiada por el ambiente y, si los hombres le hubieran pedido que las mozas fueran azotadas primero, habría accedido de buena gana, tanto por su propio gusto como por el de sus invitados.
Las muchachas fueron asaltadas en diferentes posiciones: algunas tendidas boca abajo en la alfombra, otras con la cabeza entre las piernas de un ayudante inclinado sobre ellas, otras sentadas en las rodillas de los hombres, cogidas por dos ayudantes que le aguantaban en el aire las piernas para que pudieran ser penetradas.
Sólo una mujer seguía luchando en el suelo; era una muchacha pequeña y joven, muy rubia, con largos cabellos sueltos y enmarañados sobre los hombros y los senos. Grushenka intervino y arregló ella misma el asunto. Hizo señas de que se apartara el hombre que la moza se había quitado de encima con gran destreza, en el momento preciso en que él creía que iba a penetrarla. Ordenó a la joven que se pusiera de pie y la agarró de los pelos de la entrepierna y de un pecho. Hipnotizándola con toda la fuerza de su personalidad, le dio unas cuantas órdenes, dominándola por completo. Hizo que se arrodillara en la silla y se inclinara hacia delante; en esa postura le abrió la hendidura y manoseó hábilmente el estrecho pasaje durante unos momentos.
Sólo entonces invitó al premiado a que se acercara a tomar lo que era suyo. La muchacha no se movió ni se atrevió a dar un solo grito al sentir que su entrada trasera se llenaba con la enorme verga. Fue la única muchacha que desfloraron de rodillas sobre una silla, en la forma prevista y según todos los hombres habrían querido hacerlo. Pero, a pesar de todo, cada una de ellas fue enculada.
Cuando terminó este espectáculo, Grushenka ordenó que cada una de las jóvenes se retirara a su cuarto y esperara a sus visitantes. Cuando las muchachas hubieron desaparecido, invitó a los hombres a que fueran a las habitaciones y lo pasaran a gusto con las chicas. Calculó que cada una de ellas tendría que ocuparse de unos diez individuos, cosa que podían hacer en poco tiempo.
Los hombres no esperaron a que se les repitiera y no se fueron de uno en uno, sino por grupos, juntos amigos y desconocidos. Durante las siguientes horas, ocuparon todos los cuartos de las muchachas. Mientras uno hacía el amor con una de las chicas, quienes se movían a toda prisa para terminar cuanto antes, los demás esperaban su turno.
Si los hombres se hubieran marchado después, como lo había planeado Grushenka, todo habría ido muy bien. Pero, después de lograr lo que se proponían, volvieron al piso de abajo y se tumbaron o sentaron por los salones, bebiendo. El aire se llenó de canciones, se vaciaron los vasos, se devoró comida y se contaron chistes. Algunos dormitaron un buen rato antes de despertar, listos para volver a empezar. Tras descansar y pasar un buen rato abajo, se pusieron a explorar otra vez la casa mirando cómo otros hacían el amor, o tomando parte en las juergas.
Muchas escenas de lujuria y depravación se llevaron a cabo en los cuartos de las mujeres. Por ejemplo, un grupo de hombres recordó a las chicas desfloradas; entonces, se abalanzaron a sus cuartos y obligaron a algunas a dejarse desflorar por detrás, a pesar de sus lágrimas y protestas.
Grushenka estaba en todas partes, al principio animada y alegre, después cansada y abatida. Dormitaba en un sillón, tomaba una copa o dos, consolaba a sus muchachas o quitaba del paso a los borrachos. Finalmente envió un lacayo en busca de su capitán quien, con mucho tacto, consiguió sacar de allí a los invitados borrachos. La mansión era un caos de desorden y suciedad. Las prostitutas y su madame, agotadas, quedaron sumidas en un sueño mortal durante cuarenta y ocho horas.
Pero el esfuerzo, el costo y el cansancio agotadores no fueron en balde. Madame Grushenka Pawlovsk había conseguido llamar la atención sobre su establecimiento y lo administró con un ánimo muy beneficioso para su bolsillo. Se hizo rica y famosa, tanto que después de su muerte y mucho después de que se cerrara su famoso salón, cualquier moscovita podía señalar su casa, del mismo modo que señalaban en París el famoso establecimiento de madame Gourdan, conocida en toda Europa hace ciento cincuenta años como la mejor madame del mundo, con el apodo de la «La Condesita».
Cómo terminó madame Grushenka su vida amorosa es algo que se ignora. Quizás haya encontrado satisfacción en las lenguas amistosas de sus muchachas; quizás se haya casado con un hombre joven y formal, del que se haya enamorado sin que nadie lo supiera.
Se supo de ella por última vez con ocasión del documento oficial de la policía que citamos al principio de la historia, en el cual la describen como una «dama distinguida, en la flor de la edad, hermosa y refinada, con ojos azules atrevidos y una boca grande y sonriente, capaz de hablar con habilidad sin salirse del tema». Deseamos que así haya permanecido hasta su FIN.