11
Al oír el veredicto, Grushenka se sintió deprimida. Habría preferido que le dieran una buena paliza y seguir trabajando en los baños de hombres. Para empezar, le gustaban los hombres y las mujeres no; y segundo, la Sra. Brenna era muy estricta con las chicas. Tenía sobre todo siervas que trabajaban para ella, y las espaldas, nalgas y muslos de éstas solían llevar señales de malos tratos.
¿Qué iba a hacer Grushenka? ¿Marcharse?
Y si no, ¿qué?
Cedió, y al mediodía se presentó en los baños de mujeres. El equipo de aquella sala de baños era casi igual al de abajo, salvo que en el suelo y los reservados había alfombras. La Sra. Brenna se encontraba detrás de un mostrador alto donde vendía té y pastelitos, en vez de cerveza y vodka. Pero no se quedaba detrás del bar como hacía siempre su marido, corría de un lado para otro sin parar, cuidando de que los reservados quedaran limpios después de la salida de una cliente, charlando y chismorreando con las mujeres que había en las tinas y regañando sin parar a las chicas. Solían acompañar sus órdenes un pellizco en el brazo o en las nalgas.
Las muchachas se alineaban cerca de la puerta en cuanto entraba una cliente. Cada una de ellas trataba de conseguir el mayor número posible de clientes por las propinas. Las parroquianas eran de la de la misma clase que los hombres: mujeres de todas las edades procedentes de la clase media. Muchas sólo venían a darse un baño caliente porque en las casas de la clase media de aquellos tiempos no había instalación sanitaria. Algunas querían masaje y relax, y muchas, que no tenían siervos en casa, deseaban algo más. Pero todas ellas hacían uso de las celadoras como si fueran su propiedad privada, sus siervas, alquiladas por un rato, a las que podían someter a sus caprichos.
Grushenka lo comprendió con su primera cliente. Aquella parroquiana era una joven cuyo padre había hecho dinero recientemente con un negocio de alfarería. Aun cuando aquel padre negaba a su familia el derecho de tener una casa elegante con sirvientes y las comodidades de la clase alta, había suficiente dinero a disposición de su hija para portarse como una señora en cuanto salía de sus cuatro paredes. Iba emperifollada con un abrigo de tela bordada en oro, llevaba enormes hebillas de plata en los zapatos, y parecía una auténtica dama.
Cuando entró, contempló a las diez muchachas que allí estaban desnudas y sonrientes. Tomó los impertinentes y se puso a examinarlas lenta y cuidadosamente. Grushenka se sintió estremecer cuando la mirada de la joven pasó de sus pechos a su vientre y después a sus piernas. No sintió satisfacción al ser elegida; no sabía por qué, pues aquella joven tenía un rostro amistoso e inofensivo, aun cuando alrededor de la boca tenía un rictus de altanería y amargura.
Grushenka condujo a su cliente a un reservado, cerró la puerta y empezó a desnudarla con devoción. La joven se quedó totalmente quieta y no desató siquiera un lazo, ni se desabrochó una sola prenda. A Grushenka le pareció conveniente alabar en voz alta todas sus ropas, aun cuando no obtuviera otra respuesta que un comentario acerca de que todo aquello costaba mucho dinero y de que Grushenka debía colocar cada una de las prendas con mucho cuidado, o colgarlas debidamente. La joven quiso que le soltaran y trenzaran el pelo para evitar que se mojara. Mientras tanto se quedó sentada delante del espejo estudiando su rostro y su cuerpo que, decididamente, era muy atractivo.
Una vez hubo recogido su pelo, Grushenka le preguntó si deseaba un masaje y de qué forma. Pero, en vez de contestar, la joven se puso a dar vueltas alrededor de Grushenka, estudiando su cuerpo y sus facciones. Sintió envidia de los pechos llenos y bien formados de Grushenka, de su vientre plano y de sus piernas. De repente, metió un dedo en el nido de amor de Grushenka y, hundiéndolo entero, la atrajo hacia ella y le preguntó:
—Todos los hombres están locos por ti ¿verdad?
—¡Oh, no! —respondió Grushenka instintivamente—. ¡Oh, no! En general los hombres no se fijan en mí.
—¿Conque no? ¡Mentirosa! —exclamó la hermosa cliente y, sacando el dedo de donde lo tenía metido, le dio una fuerte palmada en el muslo.
Grushenka se alejó, llevándose las manos al lugar doloroso y gimió:
—No, por favor. ¡No haga eso!
—¿Por qué no? ¿Por qué no puedo yo darte una buena paliza si se me antoja? —contestó despreciativamente la muchacha—. ¿No te he alquilado para mi placer? ¿Desde cuándo no puedo hacer con las chicas de la Sra. Brenna lo que me plazca? ¿Quieres que la llame y se lo pregunte?
—Por favor, no llame a la Sra. Brenna —contestó tímidamente Grushenka—. Haré lo que quiera, pero por favor, no me haga daño. No me pague si no quiere —agregó.
—Ya veremos eso después, pequeña sierva —respondió la parroquiana—. Ahora, ven acá y date la vuelta… inclínate, así está bien. Y no te atrevas a apartarte porque, si lo haces, ya te enseñaré yo.
En cuanto calló, empezó a pellizcarle el trasero a Grushenka. Primero en el carrillo derecho; atrapándola entre el índice y el pulgar apretó con firmeza la carne suave y giró la mano; Grushenka se llevó la mano a la boca para no gritar. Se inclinó hacia delante con piernas temblorosas. La muchacha la contemplaba, complacida. El lugar pellizcado se puso primero blanco como la nieve y después se volvió rojo oscuro.
—Ahora estás asimétrica —observó—. No podemos consentirlo, ¿no crees? —y pellizcó el segundo carrillo del mismo modo. Pero no se conformó con eso, sino que lo repitió en distintos puntos, por encima y debajo de la zona dolorida y se apartó un poco para admirar su obra riendo a carcajadas.
Grushenka sufría con cada pellizco como si le quemaran las nalgas con fuego. Entre pellizco y pellizco la joven le metía la mano en la entrepierna y le estiraba el pelo del pubis, no muy fuerte, pero sí lo suficiente para arrancarle alguna queja.
Grushenka tenía ganas de orinar. Pero temía hacerlo en la mano de la cliente… El látigo de la Sra. Brenna la habría castigado.
Entonces la muchacha se aburrió de sus fechorías.
—Lástima —dijo—, que no tenga un látigo o una vara a mano, pues de lo contrario borraría el maravilloso dibujo que acabo de hacer en tu trasero.
Grushenka se irguió y se alejó. Los ojos de la joven estaban clavados en sus hermosos pechos.
—¡Cuánto me gustaría azotarte los pechos con la varita que tengo en casa para mi perrito faldero! —prosiguió—. Sería un placer ver tus pechos, que llevas con tanto orgullo, lacerados por los golpes. Verás, no me gusta pegar con las manos porque me haría daño, y de todos modos no conseguiría rasgar tu piel de puta.
Sin embargo, hizo que Grushenka se sostuviera los pechos con las manos para que le diera un par de golpes con las manos. Grushenka pudo aguantarlo aunque le doliera bastante.
Luego la joven pidió su bolsa, de la que sacó un falo artificial bastante grande. Se tumbó en la mesa de masajes, abrió las piernas, ordenó que Grushenka se quedara a su lado y le diera la pseudopolla. Grushenka le abrió los labios del nido de amor con la mano izquierda y, con la derecha, lo introdujo cuidadosamente en el orificio anhelante.
La joven pareció entusiasmarse. Metió la mano derecha entre los muslos de Grushenka, cerca de la hendidura, y la aferró hundiendo las uñas en su piel suave. Acariciaba a la vez con la mano izquierda sus bien formados pechos y movía las nalgas hacia la verga falsa con ritmo acelerado. Grushenka intensificó el movimiento del instrumento artificial en el nido de amor de la joven.
Esta se agitaba mucho respirando fuerte, suspiraba repitiendo el nombre de un amante imaginario y movía siempre más las nalgas arqueándose hasta que, cuando alcanzó el clímax, no se apoyaba más que en las plantas de los pies y los hombros. Entonces cayó en la mesa y se quedó inmóvil mientras Grushenka sacaba la verga artificial y limpiaba a la muchacha con una toalla húmeda.
Grushenka se alegraba porque creía que todo había terminado, pero se equivocaba. En cuanto la muchacha volvió en sí, tuvo otro antojo.
—Dame la polla —ordenó—. Agáchate y lámeme el coño. Y no te detengas hasta que te lo diga yo ¿entendido? No, así no. Saca bien la lengua, estúpida. Más adentro. Eso es, así.
Grushenka metió la cabeza entre los muslos de aquella nueva rica que se vengaba de su niñez pobre y de las muchas palizas y humillaciones maltratando a otra mujer. Grushenka había practicado el uso de la lengua por algún tiempo y, aun cuando recordaba cómo se hacía, trabajaba con demasiada rapidez y pegaba demasiado la boca al orificio, de tal modo que pronto se quedó sin aliento y le dolió la lengua.
La muchacha tenía las piernas cruzadas detrás de la nuca de Grushenka y la apretaba estrechamente contra sí. No estaba excitada aún porque acababa de correrse; con la polla falsa en las manos, se acariciaba los pechos y lo besaba. Finalmente se lo metió en la boca y lo chupó con deleite. No se concentraba en las sensaciones de su nido de amor, por agradable que fuera la lengua de Grushenka.
Grushenka se interrumpió un momento para tomar aliento y para descansar su lengua; mirando hacia arriba vio que la verga falsa desaparecía y reaparecía en la boca de la muchacha; pero la hermosa cliente no quería dejarla descansar y le golpeó la espalda con la planta de los pies. Grushenka reanudó su tarea. Entonces mantuvo abierto el orificio con la mano izquierda y, por debajo, metió el índice de la derecha en la cueva de amor, dando masaje al conducto hasta que la matriz secundara los esfuerzos de su lengua lubricándolo e hinchándolo. Al parecer, aquel método dio resultado, pues las nalgas comenzaron a moverse, lentamente al principio, aumentando el ritmo hasta el punto de que a Grushenka le costó mucho mantener la punta de su lengua exactamente en el lugar deseado.
Pero su cliente deseaba prolongar el juego. Se torció, se sacó de la boca la preciosa verga y ordenó a Grushenka que se detuviera. Esta, sin embargo, siguió: mantuvo la boca pegada al blanco y le hizo el amor a la muchacha con todas sus fuerzas.
Finalmente, la muchacha renunció a luchar y llegó al orgasmo. Se quedó rendida y jadeante, mientras Grushenka tomaba una toalla suave y le frotaba piernas, vientre, pecho y brazos, quitándole el sudor y dándole al mismo tiempo un masaje reparador.
Su cliente tenía los ojos, cerrados y parecía dormir. Grushenka estaba a punto de salir cuando la muchacha se levantó perezosamente, le echó una mirada maliciosa y se dirigió a la puerta. Grushenka pensó que había quedado ya satisfecha y que se dirigía a la tina, pero la muchacha abrió la puerta e hizo señas a la Sra. Brenna quien, como siempre, estaba atenta a todo y no tardó en acercarse para saber qué ocurría.
—Siempre pago bien, y ya sabe que nunca me quejo —dijo la muchacha—, pero mire esta sierva. Es tan perezosa que, cuando le digo que me bese un poco, todo lo que hace es hablar. No me importa lo que haga al respecto, pero ya sabe que hay baños aristocráticos adonde podría ir, en vez de venir…
—¿Es posible? —preguntó la Sra. Brenna con una sonrisa, antes de mirar severamente a Grushenka—. Voy a despertar a esa perra, si me lo permite. Ven acá, Grushenka, y túmbate en esa silla. Sí, con el trasero hacia arriba.
Grushenka hizo lo que le mandaron, con la cabeza colgando y, llena de angustia, se agarraba con las manos a las patas de la silla.
La Sra. Brenna cogió una toalla, la metió en el agua hasta empaparla bien y colocó firmemente la mano izquierda en la espalda de Grushenka. Vio las señales de los pellizcos y adivinó el resto de la historia. Grushenka, temblando, llorando y protestando, perdió totalmente el control de sí misma. No sólo le entraron ganas de orinar, sino que lo hizo. Un enorme chorro de líquido amarillo salió de su orificio y corrió por sus muslos hasta la alfombra.
La cliente soltó una carcajada: después de la tristeza y el mal humor que siguieron a sus dos orgasmos, ahora se sentía dicharachera. La Sra. Brenna, sin embargo, se enfureció.
La toalla mojada resultó mucho más dolorosa que la vara o el látigo de cuero. Mientras éste hacía el tipo de corte que su sonido silbante sugería, la toalla mojada emitía un sonido sordo al golpear, pero entumecía la carne y producía el mismo efecto que una contusión. La Sra. Brenna sabía perfectamente cómo manejar una toalla mojada en las nalgas de una chica desobediente; había ido perfeccionándose, con los años, y el de Grushenka era un trasero más.
—¡Vaya cochina, echar a perder esta alfombra! —gritó.
Pronto se puso Grushenka de un rojo púrpura desde el trasero hasta los riñones. Aullaba y chillaba como un cerdo agonizante y se retorcía en aquella postura incómoda. Sus ojos, llenos de lágrimas, estaban fijos en sus rodillas que veía por debajo de la silla. En su cuerpo, arqueado para que las nalgas estuvieran en alto, los golpes llovían con una fuerza creciente…
La Sra. Brenna no contaba los golpes. Grushenka la había irritado, y ya sabría ella cuándo pararía.
La clienta lo miraba todo, divertida. Aun cuando riera porque la sierva había mojado la alfombra, un destello de pasión perversa brillaba en sus ojos, y por sus ingles corría una sensación de placer.
«¡Oh, sí sólo mi padre comprara a unas cuantas siervas —pensaba—, les pegaría yo misma, pero no con una toalla mojada, sino con un buen látigo de cuero!».
Ella misma había sido víctima de la vara y el cuero cuando su padre era todavía pobre y ella era criada de una rica, esposa de un comerciante. ¡Cuántas veces había lacerado el látigo de cuero sus pechos! Al recordarlo, acariciaba con ambas manos sus rollizos pechos, tranquilizándose, pues aquellos tiempos habían pasado.
Mientras tanto, la Sra. Brenna terminó su tarea e indicó a su parroquiana que fuera a la tina. Grushenka se dejó caer de la silla y, tendida boca abajo, palpó sus nalgas doloridas con mucho cuidado. Pero no pudo condolerse por mucho tiempo porque la Sra. Brenna estuvo pronto de vuelta y la obligó a limpiar el reservado. Tomándola brutalmente del brazo, le secó la cara con un pañuelo y la sujetó por el pelo.
—Ni un sollozo más —le dijo—, o vuelvo a empezar. Contrólate y vete a tu trabajo. Ya ves —le dijo maliciosamente—, eso te pasa por liarte con el hombre con la mayor polla del vecindario, no puedes ni aguantar la orina.
Grushenka logró dominar sus sollozos. Siguiendo las órdenes de la Sra. Brenna, llenó de nuevo las tinas de agua caliente, las limpió y siguió haciendo otros quehaceres. Aun cuando las espaldas le dolieran terriblemente, no tuvo tiempo para curarse ni para lamentarse de su suerte.
Tuvo además que ocuparse de una cliente muy distinta. La escogió una señora de edad madura y tipo maternal; era una mujer de mirada amable y cutis rojizo, más fuerte que gruesa, más voluminosa que alta. Mientras Grushenka la desnudaba, admiraba sus carnes firmes, sus pechos grandes y duros, sus piernas musculosas. La mujer acarició la cabeza de Grushenka, la llamó con muchos nombres cariñosos, la felicitó por sus facciones y su cuerpo y no pareció envidiar su belleza.
Después de quitarse la ropa, le pidió a Grushenka que le lavara su nido de amor. Una vez hecho lo cual, dijo:
—Ahora, cariñito, por favor, sé buena, y vuelve a lavarme ahí, pero ahora con la lengua. Verás, mi marido lleva ya cinco años sin tocarme, no sé si podría volver a encontrar el camino si quisiera, y yo no puedo remediarlo, pero tengo mis necesidades. Verás, de vez en cuando me entra un comezón y entonces vengo aquí una vez por semana para que me satisfaga una lengüita tan capaz como la tuya. Y recuerda que disfruto mucho más cuando se trata de una chica bonita y de buena voluntad como tú. —A continuación, con caricias y mucho cuidado, acercó la cabeza de Grushenka a su entrepierna.
Grushenka empezó a trabajar. Tenía ante sí un campo de operaciones amplísimo. La mujer abrió las piernas; la parte baja del vientre, ambos lados de la hendidura, el bien desarrollado monte de Venus recibieron besos suaves y cariñosas lamidas, mientras las manos bien formadas de Grushenka le palpaban las nalgas.
Grushenka tomó alternativamente con la boca los labios anchos y largos de la cueva y los acarició con labios y lengua, mordiéndolos tiernamente de vez en cuando. Entonces encaminó sus esfuerzos al objeto principal, o sea al fruto de amor ancho y jugoso que allí estaba, dispuesto a dejarse devorar.
La mujer estaba quieta, sólo sus dedos trataban de acariciar las orejas de Grushenka, pero ésta se los sacudió. Sin embargo, cuando la lengua se puso a juguetear con el tallo blando de aquel fruto y lo lamió y frotó más fuerte, la ramita comenzó a enderezarse e inquietarse.
Entonces, la mujer empezó a agitarse y sacudirse apasionadamente, y sus palabras de cariño se convirtieron en maldiciones. Grushenka no podía entender qué susurraba con tanta grosería, pero en aquel monólogo se distinguían frases tales como «quita esa maldita cosa», o, «condenado hijo de puta».
Finalmente, cuando consiguió llegar al orgasmo, la mujer cerró sus fuertes piernas detrás de la cabeza de Grushenka en forma tal, que por poco ahoga a la pobre muchacha. Soltándola, se sentó en la mesa, se rascó el vientre sumida en sus reflexiones, y murmuró, más para sí que para Grushenka:
—Es una vergüenza que una vieja, madre de una hija ya mayor… pero ¿qué le voy a hacer?
Pronto estuvo sentada en su tina: una respetable matrona con aspecto amable y conducta refinada. Le dio una buena propina a Grushenka.
A su regreso, saludaron a Grushenka con comentarios sarcásticos otras clientes y muchachas. Su primera cliente había contado que se había orinado en el suelo, y todas las mujeres se morían de risa. La misma cliente la molestó y la ofendió de nuevo cuando hubo terminado de bañarse. Después de que Grushenka la hubo secado —operación que no fue de su agrado y durante la cual la pellizcó con las uñas en las axilas y en la carne suave de los pechos (que tanto envidiaba)—, tuvo otra de sus brillantes ideas.
—Tú, zorra —increpó a Grushenka—. ¿Sabes de qué puedes servir? ¡De orinal! Ven, siéntate en el suelo, que orinaré en tu boca.
Grushenka no obedeció. Trajo un orinal de un rincón y lo puso en el suelo. La muchacha la agarró del vello del pubis y, levantando la mano derecha, amenazó con golpearla. Pero Grushenka se mantuvo firme.
—Llamaré a la Sra. Brenna —dijo, y no se dejó atemorizar. La cliente vaciló.
—¿Qué otra cosa haces todo el día, sino limpiar mujeres con esa lengua gorda e insolente que tienes? —preguntó—. ¿A cuenta de qué te niegas ahora a beber un poco de mi líquido?
Grushenka consiguió liberarse y se fue al otro lado de la mesa de masaje.
—Señorita —dijo—, yo creo que otra muchacha sabrá servirle mejor que yo. ¿Puedo llamar a otra?
—¡No! ¡No! —dijo la joven, encogiéndose de hombros, y se dejó vestir sin más. Cuando estuvo preparada para salir, sacó de la bolsa un rublo en monedas. Grushenka tendió la mano, pero la joven había decidido dárselo de otro modo.
—Espera —dijo—. Túmbate en la mesa y abre las piernas. Te las meteré dentro como un tapón para que tu coño ya no gotee.
Grushenka hizo lo que le pedía, esperando poder librarse más pronto de su torturadora, y mantuvo el orificio todo lo abierto que pudo para que no le doliera cuando le metieran las monedas.
La joven, que ya tenía puestos los guantes, abrió la rendija con dos dedos y durante un instante contempló aquel nido de amor tan bien configurado. Los labios eran ovalados y de color rosa, la abertura estaba más abajo que la suya y su estrecha vecindad con la entrada trasera se apreciaba claramente. La funda parecía estrecha, y el clítoris, muy cercano a la entrada, levantaba atrevidamente la cabeza.
«¡Qué preciosidad! —pensó—. Realmente, nunca le haría yo el amor a una mujer, pero a ésta…».
Grushenka se agitó; sus partes tiernas estaban expuestas a la agresión de aquella cliente en quien no podía confiar.
La muchacha fue metiendo las monedas; primero las de plata, pequeñas, que tenían más valor; después, las grandes de cobre, que sólo valían uno o dos kopeks. Se divertía mucho cuando las monedas no entraban fácilmente, y Grushenka temblaba de ansiedad; no le dolía, pero estaba temerosa de lo que pudiera venir después.
Una vez que hubo terminado, la muchacha golpeó a Grushenka con su enguantada mano justo en el orificio abierto. Grushenka juntó las piernas y bajó de la mesa, mientras la muchacha se reía y le gritaba desde la puerta:
—¡Guárdalo ahí, y nunca te faltará dinero!
Durante las muchas semanas que trabajó Grushenka en los baños de mujeres, descubrió que éstas son más crueles y mezquinas que los hombres. Carecían de sentido del humor y no sabían divertirse; sólo querían que las satisficieran en forma completa y egoísta. Se quejaban sin razón y, como tenían poder sobre sus celadoras, las atormentaban y ofendían sin motivo, a veces inesperadamente. Podían ser muy amables y consideradas y, de repente, pellizcaban, o llamaban a la Sra. Brenna para que las castigara. No daban ni la mitad de las propinas que los hombres y se jactaban en voz muy alta cuando se desprendían de unos cuantos kopeks. Ninguna de ellas la besó nunca ni le hizo el amor, pero muchas exigían un orgasmo para sus ancianos clítoris.
A Grushenka no le importaba. Pronto aprendió a trabajar con la lengua sobre cuerpos y nidos de amor en forma rutinaria, sin reparar en lo que estaba haciendo y fingiendo pasión y anhelo cuando se daba cuenta de que su cliente estaba a punto de gozar. Pero lo que más nerviosa la ponía era no saber cuándo la Sra. Brenna la encontraría en falta y la castigaría.
Los castigos eran muy variados. La Sra. Brenna le azotaba la planta de los pies con un látigo de cuero si consideraba que no se movía con suficiente rapidez; le golpeaba los pechos cuando una parroquiana se quejaba de que había estado admirándose en el espejo; la azotaba con ortigas en la parte interna de los muslos o en las nalgas desnudas cuando le parecía que Grushenka estaba cansada o adormilada.
Aun cuando ninguna de las mujeres le hacía el amor, siempre les agradaba frotar su coño con dedos torpes, no con cariño y suavidad, sino con saña, como si hubieran querido ensanchar aquel pasaje maravillosamente estrecho. Quizás, inconscientemente, la envidiaban por tenerlo más estrecho que ninguna.
Grushenka pensaba que la Sra. Brenna la perseguía más a ella que a las demás porque todavía estaba resentida por lo del marido. Era un error, pero pronto su conciencia empezó a atormentarla, y con razón.
Una noche, después de haber pasado varios días en los baños de mujeres, había terminado sus tareas y acababa de llegar a su cuarto, cuando entró el señor Brenna. Como de costumbre, la tumbó en la cama y le dio una de sus tremendas sesiones. No se atrevió ella a luchar ni a pedir ayuda. Cedió, jadeando. No disfrutó con el encuentro, pues estuvo vigilando la puerta, asustada por la idea de que pudieran descubrirlos.
Al día siguiente, él volvió y, desde entonces, lo hizo diariamente. Como todo pareció normalizarse, ella dejó de preocuparse y se concentró en sus encuentros que la hacían gozar ardientemente.
Así continuaron las cosas durante semanas, hasta que, por supuesto, un buen día, la Sra. Brenna entró en el cuarto y se repitió la escena anterior. Sólo que esta vez, después de golpear a su marido, la Sra. Brenna echó una mirada asesina a Grushenka, sacó a su marido del cuarto, se fue dando un portazo y cerró con llave la puerta por fuera.
Por un instante Grushenka quedó aterrada. Se sentó en el borde de la cama, paralizada, incapaz de moverse ni de pensar. Entonces, cruzó por su cabeza una idea, una idea que la incitó a una actividad febril.
¡Huir! ¡Marcharse!
¡Cuanto antes! ¡Como un rayo!
Se vistió, juntó sus ropas en un hatillo y metió en su corpiño el pañuelo con el dinero.
¡Huir!
¿Cómo salir del cuarto? La puerta de roble no se movía, pues la cerradura era de hierro.
¡Pero allí estaba la ventana! Por la ventana, pasó al alféizar y de ahí a lo largo de la cornisa de la casa hasta la ventana abierta del cuarto contiguo. Como una exhalación atravesó el cuarto, corrió escaleras abajo, fuera de la casa, a la calle, dobló la primera esquina, la segunda, la siguiente.
Agotada, con el corazón palpitante, Grushenka se apoyó en la pared de una casa. Nadie la había seguido. Sin recobrar aún el aliento, se obligó a seguir adelante. El crepúsculo daba paso a la oscuridad. Llegó a casa de Marta, y las dos jóvenes se besaron tiernamente, llorando. Durante largo tiempo, ninguna de las dos dijo una sola palabra.