Capítulo VII

Capítulo VII

Bella tenía una amiga, una damita unos meses mayor que ella, hija de un acaudalado caballero que vivía cerca de Mister Verbouc. Julia era, no obstante, de naturaleza menos voluptuosa y disposición menos ardiente, y como pronto descubrió Bella, no estaba lo bastante madura como para comprender los sentimientos pasionales ni los intensos instintos que incitan al goce.

Julia era un poco más alta que su joven amiga, un poco menos rellena, pero con su figura perfecta y sus exquisitos rasgos, parecía haber nacido para deleitar la mirada y embelesar el corazón de un artista.

Cabría suponer que una pulga no puede describir la belleza de una persona, ni siquiera de la de aquellas de quienes se alimenta. Lo único que sé es que Julia constituía un placer suculento para mí, y algún día también lo constituiría para alguien del sexo masculino, pues tenía una hechura como para despertar los deseos de los más insensibles y seducir con sus gráciles ademanes y su agradabilísimo talle a los más quisquillosos adoradores de Venus.

El padre de Julia poseía, como he dicho, holgados recursos; su madre era una mujer apagada y bobalicona que se ocupaba muy poco de su hija; en realidad, no se ocupaba de nada salvo de los deberes religiosos, a los que dedicaba una buena parte de su tiempo, y de las visitas a las ancianas devotas del vecindario, que fortalecían aún más sus inclinaciones.

Mister Delmont era relativamente joven. Hombre robusto, amaba la vida, y puesto que su piadosa media naranja estaba demasiado ocupada para procurarle el solaz matrimonial que el pobre hombre tenía derecho a esperar, acudía a otra parte.

Mister Delmont tenía una amante: una joven hermosa que, según deduje, se mostraba a su vez mal dispuesta a contentarse, como suelen hacer las de su calaña, con su acaudalado protector.

Mister Delmont en modo alguno limitaba sus atenciones a su amante; sus costumbres eran erráticas y sus gustos decididamente eróticos.

En estas circunstancias, no era de extrañar que le hubiera echado el ojo a la hermosa figura en ciernes de la amiga de su hija, Bella. Ya había encontrado ocasión de estrechar su hermosa mano enguantada, de besar —por supuesto de un modo adecuadamente paternal— la blanca frente, e incluso de posar la mano trémula —de manera totalmente accidental— sobre los rollizos muslos.

De hecho, Bella, más juiciosa y mucho más experimentada que la mayoría de las muchachas de su tierna edad, estaba al tanto de que el hombre sólo esperaba una oportunidad para llevar la cuestión hasta su último extremo.

Eso era precisamente lo que le hubiera gustado a Bella, pero era objeto de una estrecha vigilancia, y la reciente y vergonzosa relación en la que apenas había empezado a adentrarse ocupaba todos sus pensamientos.

El padre Ambrose, en cambio, era del todo consciente de la necesidad de mostrarse cauto, y el buen hombre no dejaba pasar ocasión, mientras la damita estaba en el confesonario, de realizar indagaciones directas y pertinentes sobre su conducta con otros y sobre la conducta de éstos con su penitente. Fue así como Bella vino a confesar a su guía espiritual los sentimientos que habían despertado en ella los avances románticos de Mister Delmont.

El padre Ambrose le dio buenos consejos y de inmediato puso a Bella a la tarea de chuparle el pene.

Una vez terminado este delicioso episodio, y retirados los restos del goce, el digno varón, con su astucia habitual, reflexionó sobre lo que acababa de averiguar. Y no transcurrió mucho tiempo antes de que su sensual y vicioso cerebro concibiese un plan audaz y criminal del que yo, humilde insecto, nunca he conocido igual.

Por supuesto, había decidido de inmediato que la joven Julia acabara siendo suya —eso era lo natural—, pero para alcanzar este fin y divertirse al mismo tiempo con la pasión que a todas luces albergaba Mister Delmont por Bella, aspiraba a una doble consumación merced a una estratagema de lo más desvergonzado y horrible, y que el lector entenderá a medida que avancemos.

Lo primero era caldear la imaginación de la hermosa Julia y despertar en ella los latentes fuegos de la lujuria.

Encomendó el buen sacerdote esta noble tarea a Bella quien, debidamente instruida, prometió obediencia de buena gana.

Desde que se rompió el hielo en su propio caso, Bella, a decir verdad, no deseaba nada tanto como convertir a Julia en alguien tan culpable como ella misma. De modo que puso manos a la obra en la tarea de corromper a su joven amiga. En breve veremos hasta qué punto lo consiguió.

Apenas habían pasado unos días desde que la joven Bella se iniciara en las delicias del crimen incestuoso que ya hemos relatado, y desde entonces la joven no había tenido ninguna otra experiencia, ya que Mister Verbouc había sido reclamado lejos de su hogar. Al cabo, no obstante, regresó, y Bella se encontró por segunda vez sola y serena con su tío y el padre Ambrose.

La tarde era fría pero una estufa proporcionaba una agradable calidez al lujoso aposento, mientras que los mullidos y elásticos sofás y otomanas con que estaba amueblada la estancia invitaban a un lánguido reposo. A la luz brillante de una lámpara deliciosamente perfumada, los dos hombres semejaban ostentosos devotos de Baco y Venus, pues descansaban apenas vestidos y acababan de dar cuenta de una suntuosa comida.

En cuanto a Bella, se superó a sí misma en belleza. Ataviada con un encantador salto de cama, medio mostraba, medio ocultaba las golosinas aún en ciernes de las que bien podía enorgullecerse.

Los brazos deliciosamente torneados, las suaves piernas recubiertas de seda, los senos palpitantes, donde asomaban dos pommettes exquisitamente formadas, con las puntas como fresas, el elegante tobillo y el diminuto pie, calzado en su ceñido zapatito: éstas y otras hermosuras prestaban sus diversos encantos para constituir un delicado y cautivador conjunto que hubiera embriagado a las caprichosas deidades y del que dos lascivos mortales se disponían ahora a gozar.

No hizo falta mucho para espolear aún más los infames e irregulares deseos de los dos hombres, que ahora, con los ojos enrojecidos de deseo, contemplaban a placer el espléndido ágape que les aguardaba.

Habían dispuesto que nada les interrumpiera, y ambos buscaban con lascivos attouchements satisfacer las ansias, concebidas en su imaginación, de manosear lo que veían.

Incapaz de refrenar su afán, el sensual tío extendió la mano, y al tiempo que acercaba hacia sí a su hermosa sobrina, dejó que sus dedos erraran entre las piernas de ésta. En cuanto al sacerdote, se apropió de su tierno y lozano busto y enterró el rostro en él.

Ninguno de ellos permitió que consideración alguna sobre el recato interfiriera en su disfrute, y los miembros de los dos fornidos varones estaban completamente a la vista y se mantenían erectos y excitados, los bálanos rojos y relucientes a causa de la tensión de la sangre y el músculo que ocultaban.

—¡Oh, cómo me tocan! —murmuró Bella, abriendo involuntariamente los muslos blancos a la mano trémula de su tío mientras Ambrose casi la ahogaba con sus gruesos labios al robar deliciosos besos de su boca de rubí.

En breve, la complacida mano de Bella sujetaba en su cálida palma el miembro enhiesto del vigoroso sacerdote.

—Ah, dulce niña, ¿no te parece grande? ¿Y no arde por derramar sus jugos en tu interior? Ay, hija mía, ¡cómo me excitas! Esa mano, esa manita… ¡Ah! Me muero por hincártelo en ese tierno vientre. ¡Bésame, Bella! Verbouc, mire cómo me excita su sobrina.

—¡Santa madre, qué polla! Mira qué capullo tiene, Bella. Cómo reluce, qué largo y blanco astil, y cómo se curva hacia arriba, igual que una serpiente dispuesta a picar a su víctima. Mira, Bella, ya se forma una gota en su punta.

—¡Oh, qué dura está! ¡Cómo palpita! ¡Cómo se mueve! Apenas puedo sujetarla. Me mata usted con semejantes besos, me está sorbiendo la vida.

Mister Verbouc se adelantó al tiempo que mostraba de nuevo su arma, erecta y de color rojo rubí, con la cabeza descapuchada y húmeda.

A Bella le brillaron los ojos ante la perspectiva.

—Debemos organizar nuestros placeres, Bella —dijo su tío—. Debemos tratar de prolongar nuestros éxtasis tanto como nos sea posible. Ambrose está ardiendo de deseo; ¡qué espléndido animal tiene, qué miembro! ¡Está dotado igual que un asno! ¡Ah, sobrina mía, hija mía, eso dilatará tu rajita, se hincará en ti hasta lo más hondo, y tras un largo proceso descargará un torrente de leche para tu placer!

—¡Qué dicha! —murmuró Bella—. Ansío tenerlo en mi interior hasta la cintura.

—Sí, sí; no precipites en exceso el delicioso final; deja que todos nos ocupemos de ello.

Ella hubiera contestado, pero en ese momento entró en su boca el bulbo colorado del asunto de Mister Verbouc.

Bella recibió entre sus labios de coral la cosa rígida y palpitante con suma avidez, y permitió la entrada de la cabeza y los lomos hasta donde pudo darles acomodo. Lamió todo su contorno con la lengua; incluso intentó meter por la fuerza la punta de ésta en la abertura roja del ápice. Estaba excitada, fuera de sí. Tenía las mejillas encendidas, respiraba de manera ansiosa y espasmódica. Su mano seguía asiendo el miembro del salaz sacerdote. Su estrecho coñito palpitaba de placer sólo de pensar en lo que vendría a continuación.

Podría haber continuado cosquilleando, frotando y excitando la henchida herramienta del lujurioso Ambrose, pero el digno varón le hizo señas de que parara.

—Espera un momento, Bella —suspiró—. Si sigues así, harás que fluya la leche.

Bella soltó el enorme y blanco astil y se recostó para que su tío pudiera maniobrar a placer entrando y saliendo de su boca. Mientras tanto, su mirada contemplaba con avidez las enormes proporciones de Ambrose.

Bella nunca había degustado una polla con tanto deleite como hacía ahora con la respetable arma de su tío. Por tanto, aplicaba sus labios a ella con suma apetencia, y succionaba con glotonería la humedad que de vez en cuando rezumaba la punta. Mister Verbouc estaba extasiado con sus complacientes servicios.

El sacerdote se hincó de rodillas, e introduciendo su cabeza rapada entre las rodillas de Mister Verbouc, que estaba de pie delante de su sobrina, abrió los rollizos muslos de la muchacha, y a la vez que separaba los labios rosados de su delicada hendidura con los dedos, introdujo la lengua y le cubrió las jóvenes y excitadas partes con sus gruesos labios.

Bella se estremeció de placer: a su tío se le endureció más y arremetió firme y viciosamente contra su hermosa boca. La muchacha llevó una mano a sus pelotas y las estrujó dulcemente. Descapuchó el caliente astil y lo chupó con evidente deleite.

—Deje que se derrame —dijo Bella, retirando durante un momento el reluciente capullo de su boca para hablar y tomar aliento—. Deje que se derrame, tío, me encantaría saborear la leche.

—Así lo harás, querida mía, pero todavía no, no debemos precipitarnos.

—Oh, cómo me chupa, cómo me lame su lengua, padre Ambrose. Estoy que ardo, ¡me está usted matando!

—Ajá, Bella, ahora no sientes sino placer, te has reconciliado con los goces de nuestra incestuosa relación —añadió Mister Verbouc.

—Desde luego que sí, querido tío. Vuelva a meterme la polla en la boca.

—Aún no, Bella, amor mío.

—No me haga esperar mucho. Me está volviendo loca. ¡Padre, padre! Ay, viene hacia mí, se está preparando para follarme. ¡Madre santa! ¡Qué polla! ¡Piedad! ¡Me va a partir en dos!

Ambrose, espoleado hasta la furia debido a la deliciosa tarea que le había tenido ocupado, alcanzó una excitación excesiva para quedarse como estaba, y aprovechando que Mister Verbouc se había apartado momentáneamente, se incorporó y tendió a la hermosa joven sobre el mullido sofá.

Verbouc asió el formidable pene del devoto padre y, tras manosearlo un par de veces, retirar el suave prepucio que rodeaba el bálano en forma de huevo y dirigir la ancha y candente testa hacia la hendidura rosada, le urgió a introducirlo con vigor en el vientre de Bella, que estaba tumbada delante de él.

La humedad de las partes de la niña facilitó la inserción de la cabeza y los lomos, y el arma del sacerdote quedó rápidamente sumergida. Se produjeron luego vigorosas arremetidas, y con lujuria feroz en su semblante y escasa piedad por la juventud de su víctima, Ambrose la folló con entusiasmo. La excitación de Bella anuló toda sensación de dolor, de modo que abrió cuanto pudo sus hermosas piernas y le permitió regodearse tanto como deseaba.

De los labios entreabiertos de Bella escapó un fuerte gemido de éxtasis al percibir que la enorme arma, dura como el hierro, le oprimía el útero y la dilataba con su enorme volumen.

Mister Verbouc, de pie cerca de la excitada pareja, y sin perder detalle de la rijosa escena, colocó su propio miembro, apenas menos vigoroso, en la mano convulsa de su sobrina.

En cuanto Ambrose notó que se había introducido con firmeza en el hermoso cuerpo que tenía debajo, refrenó su ansia, y solicitando la ayuda de la maravillosa facultad de dominio de sí mismo que poseía en tan extraordinario grado, paseó sus manos trémulas por las caderas de la muchacha, se retiró el hábito y dejó al descubierto su barriga velluda, con la que a cada profundo embate restregaba la suave motte de la joven.

Ahora, en efecto, el sacerdote empezó a aplicarse con fervor. Con acometidas vigorosas y regulares se enterró en la tierna figura que tenía debajo de sí. Arremetía apasionadamente; Bella le echó los brazos al fornido cuello. Las pelotas del eclesiástico daban aldabonazos contra el rollizo trasero de ella, su herramienta estaba ensartada hasta los pelos, que, negros y crespos, cubrían abundantemente su voluminosa barriga.

—¡Ya lo ha conseguido! Mire a su sobrina, Verbouc. Observe cómo disfruta de las recomendaciones de la Iglesia. ¡Ah, qué apreturas! ¡Cómo me pellizca con su estrecho coñito desnudo!

—¡Ay, queridísimo mío! ¡Ay, buen padre, siga jodiendo, me corro! Empuje, empuje más. Máteme con ella si le place, pero siga moviéndose. ¡Así! Ay, cielos. ¡Ah! ¡Ah! ¡Qué grande es! ¡Cómo me penetra usted!

El sofá volvió a zarandearse considerablemente y a crujir bajo las rápidas embestidas de Ambrose.

—¡Ay, Dios! —gritó Bella—, ¡me está matando, esto es demasiado, de verdad, me muero, me corro! —y con un chillido ahogado la muchacha estalló y por segunda vez inundó el grueso miembro que tan deliciosamente la forjaba como al hierro.

La luenga polla se caldeó y se endureció más aún. La punta también se hinchó y todo el tremendo asunto parecía listo para reventar con generosidad. La joven Bella gemía palabras incoherentes de las cuales la única audible era «joder».

Ambrose, ya del todo preparado, y percibiendo su enorme asunto atenazado por las tiernas partes de la muchacha, no pudo aguantar más, y al tiempo que asía el trasero de Bella con ambas manos, se hincó en toda su tremenda longitud y descargó, lanzando los espesos chorros de flujo, uno tras otro, en el interior de su compañera de juegos.

Dejó escapar un rugido como el de una bestia salvaje al notar que la leche caliente salía de él a borbotones.

—¡Ah, aquí viene! Me está inundando. Lo noto. ¡Ay, qué delicia!

La polla del sacerdote arremetía inexorablemente contra las entrañas de Bella, y su bálano hinchado seguía inyectando la semilla nacarada en el joven útero.

—¡Oh, qué cantidad me ha dado! —observó Bella, al tiempo que se ponía en pie tambaleante y contemplaba el espeso y cálido flujo que le corría piernas abajo—. ¡Qué blanco y resbaladizo es!

Ésa era exactamente la coyuntura que más ansiaba su tío, y por tanto procedió tranquilamente a aprovecharse de ella. Vio las hermosas medias de seda empapadas por completo; metió los dedos entre los sonrosados labios de su tierno coño y extendió sobre su vientre y muslos lampiños el semen que rezumaba.

Después de colocar convenientemente a su sobrina delante de sí, Mister Verbouc mostró una vez más su rígido y velludo campeón, y excitado por las excepcionales circunstancias con que tanto se deleitaba, contempló con ardor apremiante las tiernas partes de la joven Bella, cubiertas por completo como estaban por la descarga del sacerdote y exudando aún espesas y copiosas gotas de su fecundo flujo.

Bella, tal como él le pidió, abrió las piernas al máximo. Ansioso, su tío se plantó desnudo entre sus jóvenes y rollizos muslos.

—Aguanta, mi querida sobrina. Mi polla no es tan gruesa ni tan larga como la del padre Ambrose, pero sé muy bien cómo follar y luego ya me dirás si la leche de tu tío no es tan espesa y acre como la del eclesiástico. Mira lo tiesa que la tengo.

—¡Ah, cómo me hace usted anhelarla! —dijo Bella—. Ya veo su estimado aparato esperando su turno; ¡qué rojo está! Empuje, querido tío, ya estoy preparada de nuevo, y el buen padre Ambrose ha lubricado abundantemente el camino para usted.

El miembro, ya duro y con el bálano enrojecido, tocó los labios entreabiertos tan resbaladizos como dispuestos; el bálano entró enseguida, el enorme astil le siguió de inmediato, y con unos cuantos firmes embates, pronto el ejemplar pariente estuvo enterrado hasta las pelotas en el vientre de su sobrina y pudo refocilarse en la copiosa evidencia del previo goce impío de la joven con el padre Ambrose.

—¡Mi querido tío! —exclamó la muchacha—, ¡recuerde a quién se folla! No es ninguna desconocida, es la hija de su hermano, su propia sobrina. ¡Jódame pues, tío! ¡Ensárteme toda su fuerte polla! ¡Jódame! Ah, sí, joda, joda hasta que su incestuosa sustancia se derrame en mi interior… ¡Ah, ah! ¡Oh! —Y subyugada por las salaces ideas que evocaba, Bella, para gran dicha de su tío, dio rienda suelta a la sensualidad más desbocada.

El tenaz varón, feliz de poder satisfacer sus placeres favoritos, prodigaba embates rápidos e intensos. A pesar de que la hendidura de su hermosa adversaria estaba anegada, era no obstante tan pequeña y estrecha por naturaleza que se vio atenazado del modo más delicioso por la ceñida abertura, y su placer aumentó rápidamente.

Verbouc se levantaba y se lanzaba sobre el delicioso cuerpo de su joven sobrina; se hincaba ferozmente con cada arremetida, y Bella se aferraba a él con la tenacidad de la lujuria aún insatisfecha. Su polla estaba cada vez más dura y caliente.

La excitación pronto sé hizo casi insoportable. La propia Bella disfrutaba del incestuoso encuentro a más no poder. Al cabo, con un sollozo, Mister Verbouc cayó sobre su sobrina y se corrió, mientras el cálido flujo salía de él a chorros y volvía a inundar su útero. Bella también alcanzó el clímax, y al tiempo que notaba y acogía la intensa inyección, ofrecía pruebas igualmente ardorosas de su disfrute.

Tras culminar de este modo la cópula, a Bella se le permitió hacer las necesarias abluciones, y luego, tras un reconfortante vaso de vino para todos, los tres se sentaron y planearon una diabólica trama para conseguir la deshonra y disfrute de la hermosa Julia Delmont.

Bella reconoció que Mister Delmont sin duda estaba enamorado de ella, y que a todas luces sólo buscaba una oportunidad para encarrilar la cuestión hacia su objetivo.

El padre Ambrose confesó que su miembro se le empalmaba a la mera mención del nombre de la hermosa muchacha. Él solía escuchar a Julia en confesión, y ahora reconoció entre risas que no podía evitar tocarse en el confesonario; el aliento de la joven le provocaba agonías de anhelo sensual, era auténtico perfume.

Mister Verbouc se declaró igualmente ansioso por disfrutar de las tiernas golosinas cuya descripción había enfervorizado su lujuria, pero la cuestión era cómo poner en práctica la trama.

—Si la tomara sin preparación, le reventaría sus partes —exclamó el padre Ambrose, exhibiendo una vez más su aparato rubicundo, humeante todavía y con la prueba de su último disfrute aún sin retirar.

—Yo no podría poseerla en primer lugar. Necesito la excitación de una cópula previa —objetó Mister Verbouc.

—Me gustaría ver a la muchacha bien desflorada —dijo Bella—. Contemplaré la operación con placer, y cuando el padre Ambrose haya hecho entrar su enorme cosa en su interior, usted, tío, podría ofrecerme la suya para compensarme por el obsequio que le estamos haciendo a la hermosa Julia.

—Sí, eso sería doblemente delicioso.

—¡Lo que hay que hacer! —exclamó Bella—. Madre santa, qué rígida vuelve a estar su cosa, querido padre Ambrose.

—Se me ocurre una idea que me provoca una violenta erección con sólo pensar en ella; ponerla en práctica sería el colmo de la lujuria, y por consiguiente del placer.

—¡Oigámosla! —exclamaron los dos al unísono.

—Un momento —dijo el eclesiástico, mientras permitía que Bella retirara levemente la capucha púrpura de su herramienta y le cosquilleara con la punta de la lengua el orificio humedecido—. Presten oídos —dijo Ambrose—. Mister Delmont está prendado de Bella. Nosotros lo estamos de su hija, y a nuestra niña, esta que ahora me chupa el arma, le gustaría que la tierna Julia la tuviera ensartada hasta lo más hondo, sólo para dar a su perverso y salaz cuerpecillo otra dosis de placer. Hasta aquí, todos estamos de acuerdo. Ahora préstenme atención, y por el momento, Bella, deja tranquila mi herramienta. El plan es el siguiente. Sé que la pequeña Julia no es insensible a sus instintos animales; de hecho, el diablillo ya siente las espoladas de la carne. Un poco de persuasión y otro poco de misterio harán el resto. Julia consentirá en obtener alivio de las dulces punzadas del apetito carnal. Bella debe estimularla y alentar la idea. Mientras tanto Bella puede ir dando esperanzas a su estimado Delmont. Puede permitirle que se le declare, si así le place; de hecho, eso es necesario para el éxito del plan. Luego entraré yo en escena; sugeriré que Mister Verbouc es un hombre por encima de cualquier prejuicio vulgar, y que a cambio de cierta suma que deberá convenirse, entregará a su sobrina, hermosa y virgen, a sus exaltados abrazos.

—Eso no acaba de convencerme —comenzó Bella.

—No veo adónde quiere usted llegar —terció Mister Verbouc—. No estaremos más cerca de la consecución de nuestro objetivo.

—Un momento —continuó el eclesiástico—. Hasta aquí, todos hemos estado de acuerdo: bien, Bella será vendida a Mister Delmont; se le permitirá saciarse de sus bellos encantos en secreto, ella no le verá, ni él a ella, al menos no su semblante, que permanecerá oculto. Se le llevará a una agradable estancia, contemplará el cuerpo, desnudo por completo, de una hermosa jovencita, sabrá que es su víctima y disfrutará de ella.

—¡O sea, de mí! —interrumpió Bella—. ¿A qué viene todo este misterio?

El padre Ambrose esbozó una sonrisa morbosa.

—Ya lo verás, Bella, ten un poco de paciencia. Queremos disfrutar de Julia Delmont. Mister Delmont quiere disfrutar de ti. Sólo podemos alcanzar nuestro objetivo si, al mismo tiempo, evitamos todo escándalo. Mister Delmont debe ser silenciado; de otro modo, es posible que paguemos cara la violación de su hija. Lo que tengo planeado es que el lascivo Mister Delmont viole a su propia hija, en vez de a Bella, y que tras despejarnos el camino, nos aprovechemos de ello para satisfacer también nuestra lascivia. Si Mister Delmont cae en la trampa, podemos ponerle al corriente de su incesto y recompensarle con el auténtico disfrute de nuestra dulce Bella, o bien actuaremos según dicten las circunstancias.

—Oh, estoy a punto de correrme —gritó Mister Verbouc—, tengo el arma a punto de estallar. ¡Qué ardid! ¡Qué deliciosa perspectiva!

Ambos hombres se incorporaron. Bella se vio envuelta en sus abrazos. Dos armas duras y voluminosas presionaron su tierna figura. La llevaron hacia el sofá.

Ambrose se tendió de espaldas; Bella montó a horcajadas sobre él, tomó el pene de semental en su hermosa mano y se lo metió en la raja.

Mister Verbouc los miraba.

Bella descendió hasta que la enorme arma estuvo alojada por completo. Luego se tumbó sobre el fornido padre y comenzó una serie de movimientos ondulantes y deliciosos.

Mister Verbouc veía subir y bajar su hermoso trasero, que se entreabría y cerraba a cada embate.

Ambrose había entrado hasta la empuñadura, eso era evidente, sus grandes pelotas colgaban prietas y los gruesos labios de las partes en ciernes de Bella descendían sobre ellas cada vez que se dejaba caer.

La escena le resultó excesiva. El virtuoso tío se subió al sofá, dirigió su largo pene hinchado hacia el trasero de la hermosa Bella y sin apenas dificultad logró encajárselo, pese a su excepcional longitud, en las entrañas.

El trasero de su sobrina era redondo y suave como el terciopelo, y su piel blanca como el alabastro. Verbouc, no obstante, no se detuvo en contemplaciones. Su miembro había penetrado, y notaba la estrecha compresión del músculo y la pequeña entrada, que provocaba en él un efecto sin par. Las dos pollas, sólo separadas por una membrana, se refregaban entre sí.

Bella acusaba el efecto enloquecedor de esta doble jouissance. La excitación se tornó tremenda, hasta que, al fin, el enardecimiento de la lucha trajo su propio desahogo y borbotones de leche inundaron a la hermosa Bella.

Después de eso, Ambrose descargó dos veces en la boca de Bella, donde su tío también emitió el incestuoso flujo, y esta culminación puso punto final al entretenimiento.

Bella llevó a cabo esta operación de tal modo que suscitó los más cálidos encomios de sus compañeros.

Sentada en el extremo de una silla, los recibió, a uno tras otro, de pie delante de ella, de modo que la rígida arma del otro estaba casi a la altura de sus labios de coral. Metiéndose entonces la glándula aterciopelada en la boca, empleó sus hermosas manos para acariciar, cosquillear y excitar el astil y sus apéndices. Así se empleó todo el poder nervioso de su compañero de juegos, y con el pene dilatado a más no poder, disfrutó de esa lasciva estimulación hasta que los indecorosos toqueteos de Bella se tornaron excesivos, y entre suspiros de emoción extática, la boca y el gaznate de ésta quedaron repentinamente inundados por un impetuoso torrente de leche.

La glotoncilla se lo tragó todo; de haber tenido oportunidad, habría hecho lo mismo una docena de veces.