Capítulo XI
Capítulo XI
En cuanto hubo acabado la contienda, y el vencedor, tras apartarse del cuerpo trémulo de la muchacha, empezó a recuperarse del éxtasis que tan delicioso encuentro le había deparado, se corrió una cortina hacia un lado y en la abertura apareció la propia Bella.
Si un cañonazo hubiera pasado cerca del pasmado Mister Delmont no le habría ocasionado la mitad de la consternación que sintió, mientras, apenas capaz de dar crédito a sus ojos, se quedó boquiabierto mirando alternativamente el cuerpo postrado de su víctima y aquella de la que suponía haber gozado hacía unos instantes.
Bella, cuyo fino salto de cama resaltaba a la perfección sus jóvenes encantos, simuló quedarse tan estupefacta como él, pero, fingiendo que se recuperaba del susto, dio un paso atrás con una expresión de alarma, fingida a la perfección, en su rostro.
—¿Qué…, qué es todo esto? —inquirió Mister Delmont, cuya agitación le había impedido recordar que aún no se había arreglado siquiera las ropas y que ese instrumento tan importante a la hora de satisfacer su reciente impulso sensual colgaba, aún henchido y resbaladizo, enteramente expuesto entre sus piernas.
—¡Cielos, cómo he podido cometer tan terrible error! —gritó Bella, lanzando miradas furtivas a esta apetitosa exhibición.
—¡Dime, por piedad, de qué error hablas, y quién es entonces ésta!… —exclamó el trémulo profanador señalando a la joven desnuda que yacía delante de él.
—¡Ay, salga, salga de aquí! —gritó Bella, al tiempo que se precipitaba hacia la puerta, seguida de cerca por Mister Delmont, ansioso de que le explicaran el misterio.
Bella lo condujo a un tocador contiguo, y tras cerrar la puerta, se lanzó sobre un lecho lujosamente dispuesto, mostrando sin empacho sus encantos, a la vez que fingía estar demasiado abrumada por el horror para percatarse de la falta de decoro de su pose.
—¡Oh, qué he hecho! ¡Qué he hecho! —sollozaba mientras ocultaba el rostro entre las manos con aparente angustia.
A Delmont le cruzó fugazmente por la cabeza una horrible sospecha; lanzó un gemido, que la emoción ahogó.
—Dime, ¿quién es ésa?, ¿quién?
—No ha sido culpa mía. No podía saber que era usted el que venía, y… y… he puesto en mi lugar a Julia.
Mister Delmont retrocedió un paso, vacilante. Se cernió sobre él la sensación de haber hecho algo terrible. Una angustia le nubló la vista y luego fue despertándole poco a poco a la plena magnitud de lo ocurrido. Antes, empero, de que pudiera articular palabra, Bella, bien instruida con respecto al curso que tomarían los pensamientos de Mister Delmont, se apresuró a hablar para impedirle que reflexionara.
—¡Calle! Ella no sabe nada de esto. Ha sido un error, un terrible error, y nada más. Si está dolido, ha sido sólo culpa mía, no de usted; tenga por seguro que no sospeché ni por un instante que iba a ser usted. Creo —añadió, poniendo un hermoso morrito y lanzando una significativa mirada de reojo al miembro aún abultado— que fue muy cruel por su parte no haberme dicho que iba a ser usted.
Mister Delmont vio a una joven hermosa delante de sí; no pudo menos que admitir para sus adentros que, fueran cuales fueren los placeres que hubiera obtenido en el involuntario incesto en que había tomado parte, éstos habían frustrado no obstante su intención primera, y le habían privado de algo por lo que había pagado de mil amores.
—Ay, si se enteraran de lo que he hecho… —murmuró Bella, al tiempo que cambiaba un poco de postura y exponía una porción de una pierna por encima de la rodilla.
A Mister Delmont le brillaron los ojos. A medida que recuperaba la calma, y a su pesar, sus pasiones animales se imponían.
—Si descubrieran lo que he hecho… —repitió Bella, y al decir eso se semiincorporó y rodeó con sus hermosos brazos el cuello del iluso progenitor.
Mister Delmont la estrechó en un fuerte abrazo.
—Oh, Dios mío, ¿qué es esto? —susurró Bella, cuya manita había asido la viscosa arma de su galán, y ahora estaba ocupada en apretarla y amasarla.
El miserable acusaba todos sus toqueteos, todos sus encantos, y, una vez más enardecido de lujuria, no ambicionaba sino poseer su joven virginidad.
—Si he de ceder —dijo Bella—, sea usted tierno conmigo… ¡Ay, qué forma de tocarme! Quite esa mano de ahí. ¡Ay, cielos! ¿Qué hace usted?
Bella sólo tuvo tiempo de vislumbrar su bálano colorado, más duro y grueso que nunca, y antes de darse cuenta, el otro se le había echado encima. No opuso resistencia, y Mister Delmont, excitado por su belleza, encontró sin tardanza el punto exacto que buscaba, y aprovechándose de su postura oferente, hincó con fuerza el pene ya lubricado en sus jóvenes y tiernas partes.
Bella gimió.
El dardo caliente la penetró más y más hasta que sus estómagos se encontraron y él se ensartó en el cuerpo de la joven hasta las pelotas.
Entonces dio comienzo un rápido y delicioso encuentro en el que Bella interpretó su papel a la perfección, y excitada por este nuevo instrumento de placer, se derramó en un torrente de goce. Mister Delmont siguió su ejemplo y arrojó dentro de Bella un copioso aluvión de su fecundo esperma.
Durante unos momentos ambos yacieron sin moverse, bañados en la exudación de sus mutuos éxtasis y jadeantes a causa de los esfuerzos, hasta que, de pronto, se oyó un ruidito, y antes de que ninguno de ellos hubiera hecho amago de retirarse, o de cambiar la inequívoca postura en que se hallaban, se abrió la puerta del tocador y, en el umbral, hicieron su aparición tres personas casi simultáneamente.
Se trataba del padre Ambrose, de Mister Verbouc y de la dulce Julia Delmont.
Los dos hombres sostenían entre ambos la figura medio consciente de la jovencita, cuya cabeza, lánguidamente ladeada, se apoyaba sobre los hombros del robusto sacerdote, mientras Verbouc, no menos favorecido por su proximidad, sujetaba su delgado cuerpo con el nervioso brazo y le miraba la cara con una expresión de lujuria insatisfecha que sólo un diablo encarnado habría sido capaz de igualar. El desorden en el vestir de ambos distaba mucho de la decencia, y la pobrecita Julia estaba tan desnuda como cuando, apenas un cuarto de hora antes, había sido violentamente profanada por su propio padre.
—¡Calle! —le susurró Bella a su cariñoso compañero, poniéndole la mano sobre los labios—, por el amor de Dios, no se incrimine. No pueden saber quién lo ha hecho; más vale sufrir que confesar un hecho tan terrible. No tienen piedad; ándese con cuidado de no contrariarlos.
Mister Delmont vio al instante lo que había de cierto en la predicción de Bella.
—¡Mire, dechado de lujuria! —exclamó el piadoso Ambrose—, ¡mire en qué estado hemos encontrado a esta estimada niña! —Y llevando su manaza a la hermosa y escasa motte de la joven Julia, mostró con descaro sus dedos, empapados de la descarga paternal.
—Es terrible —observó Verbouc—, ¿y si hubiera quedado en estado?
—¡Es abominable! —gritó el padre Ambrose—. Debemos evitar eso a toda costa.
Delmont gimió.
Mientras tanto, Ambrose y su compañero introdujeron a su joven y hermosa víctima en el tocador y comenzaron a prodigarle los toqueteos preliminares y los manoseos lascivos que preceden al abandono desbocado a la posesión lujuriosa. Julia, casi del todo recuperada de los efectos del sedante que le habían suministrado, y del todo perpleja ante el proceder de la virtuosa pareja, apenas parecía consciente de la presencia de su padre, mientras que este digno varón, a quien los brazos de Bella mantenían en su lugar, yacía, empapado, sobre el blanco y liso estómago de ésta.
—Le corre la leche piernas abajo —exclamó Verbouc a la vez que metía la mano con afán entre los muslos de Julia—, ¡qué vergüenza!
—Le ha llegado hasta los hermosos piececillos —observó Ambrose, al tiempo que levantaba una de sus torneadas piernas so pretexto de examinar la delicada bota de piel de cabritilla, sobre la que de veras había más de un gota de flujo seminal, mientras que, con una mirada abrasadora, exploraba la rajita rosada así expuesta a la vista.
Delmont volvió a gemir.
—¡Ay, Dios bendito, qué hermosura! —gritó Verbouc, al tiempo que propinaba un cachete a las regordetas nalgas—. Ambrose, proceda para evitar consecuencia alguna de circunstancia tan insólita. Únicamente una segunda emisión de otro vigoroso varón puede darnos garantía absoluta de algo así.
—Sí, debe recibirla, de eso no hay duda —murmuró Ambrose, cuyo estado durante todo este rato es más fácil imaginar que describir.
La sotana le sobresalía por delante: todos sus ademanes delataban sus violentas emociones. Ambrose se levantó el hábito y dejó en libertad su enorme miembro, cuya inflamada testa de color rubí pareció amenazar los cielos.
Julia, terriblemente asustada, hizo un débil intento de escapar. Verbouc, encantado, la sujetó a la vista de todos.
Julia miró por segunda vez el miembro ferozmente erecto de su confesor, y sabedora de su intención, debido a la iniciación que ya había superado, estuvo a punto de desmayarse en un estado de terror convulso.
Ambrose, como si quisiera escandalizar tanto al padre como a la hija, dejó completamente al descubierto sus enormes genitales y meneó el gigantesco pene delante de sus narices.
Delmont, postrado de terror y viéndose en manos de los dos conspiradores, contuvo la respiración y se encogió junto a Bella, que, encantada en extremo con el éxito del plan, continuaba aconsejándole que se mantuviera ajeno y les dejara salirse con la suya.
Verbouc, que había estado manoseando las partes húmedas de la joven Julia, la entregó ahora a la furiosa lascivia de su amigo y se preparó para su diversión preferida: la de contemplar la violación.
El sacerdote, fuera de sí de lubricidad, se despojó de su ropa interior y, con el miembro amenazadoramente erecto todo el rato, pasó a la deliciosa tarea que le esperaba. «Por fin es mía», murmuró, y asiendo a su presa, la rodeó con sus brazos y la levantó del suelo. Se llevó a la temblorosa Julia a un sofá cercano, se lanzó sobre su cuerpo desnudo y se afanó con toda su alma por culminar su goce. Su monstruosa arma, dura como el hierro, arremetía contra la rajita rosada que, aunque ya estaba lubricada con el semen que había recibido de Mister Delmont, no era vaina fácil para el gigantesco pene que la amenazaba.
Ambrose continuó con sus esfuerzos. Mister Delmont sólo veía una masa ondulante de seda negra mientras la robusta figura del sacerdote se debatía sobre el cuerpo de su hijita. Con demasiada experiencia a sus espaldas para que lo mantuvieran a raya, Ambrose percibió que ganaba terreno, y demasiado dueño de la situación como para permitir que el placer lo sorprendiera excesivamente pronto, venció toda oposición, y un fuerte grito de Julia anunció que la había penetrado el inmenso ariete.
Un grito sucedió a otro hasta que Ambrose, al cabo clavado con firmeza en el vientre de la joven, sintió que ya no podía avanzar más y dio comienzo a esos deliciosos movimientos rápidos hacia arriba y hacia abajo que iban a poner punto final a su placer y a la tortura de su víctima.
Entre tanto Verbouc, cuya lujuria había sido intensamente acicateada durante la escena entre Mister Delmont y Julia, y más adelante por la que había tenido lugar entre el necio y su sobrina, se precipitó ahora hacia esta última, y liberándola del abrazo cada vez menos firme de su desafortunado amigo, le abrió las piernas de inmediato, contempló durante un instante el orificio empapado, y a continuación, sintiéndose morir de placer, se enterró de una embestida en el vientre de Bella, asaz lubricado merced a la abundancia de leche que ya se había descargado allí. Las dos parejas llevaban a cabo su deliciosa cópula en silencio, sólo interrumpido por los quejidos de Julia, medio agónica, la respiración estentórea del feroz Ambrose, y los gemidos y sollozos de Mister Verbouc. La refriega fue tornándose más rápida y deliciosa. Ambrose, tras haber forzado su gigantesco pene hasta la mata rizada de pelo moreno que cubría su base en la estrecha hendidura de la jovencita, se puso lívido de lujuria. Empujó, horadó, la desgarró con la fuerza de un toro; y de no haberse impuesto al final la naturaleza llevando el éxtasis a un culmen, habría sucumbido a su excitación con un ataque que probablemente le habría impedido repetir en su vida una escena semejante.
Ambrose lanzó un fuerte grito. Verbouc bien sabía su significado: estaba descargando. El éxtasis de su amigo sirvió para acelerar el suyo propio. Del interior de la cámara surgió un aullido de lujuria apasionada mientras los dos monstruos llenaban a sus víctimas con sus derramaduras seminales. No una, sino tres veces lanzó el sacerdote su fecunda esencia en el útero de la tierna muchacha antes de quedar mitigada su atroz fiebre de deseo.
Tal como fueron las cosas, decir que Ambrose sencillamente descargó no daría sino una idea muy vaga del hecho. Verdaderamente lanzó su semen dentro de la pequeña Julia a chorros potentes y espesos, profiriendo sin cesar gemidos de éxtasis a medida que cada cálida y viscosa inyección pasaba por su enorme uretra y salía despedida en torrentes hacia el ya dilatado receptáculo. Transcurrieron varios minutos antes de que todo hubiera acabado y el brutal sacerdote se retirara de su víctima desgarrada y ensangrentada.
Al mismo tiempo, Mister Verbouc dejó al descubierto los muslos abiertos y la hendidura embadurnada de su sobrina, que sumida aún en el maravilloso trance que sigue al deleite atroz, no se apercibió de los espesos grumos que formaban un charco blanco en el suelo entre sus piernas, que aún estaban enfundadas en las medias intactas.
—¡Ah, qué delicia! —exclamó Verbouc, volviéndose hacia el pasmado sujeto—; ya ve, después de todo, el sendero del deber nos depara placer, ¿no le parece, Delmont? Si el padre Ambrose y yo no hubiéramos mezclado nuestras humildes ofrendas con la fecunda esencia de la que usted parece haber hecho tan buen uso, ni se sabe qué calamidad podría haberse producido. Ah, sí, no hay nada como hacer lo correcto, ¿eh, Delmont?
—No lo sé. Me siento mal; me parece estar viviendo una especie de sueño, y sin embargo no soy insensible a las sensaciones que me provocan renovado placer. No dudo de su amistad ni de su discreción. He disfrutado mucho, y aún estoy excitado. No sé lo que quiero. ¡Digan algo, amigos míos!
El padre Ambrose se acercó a él, y a la vez que posaba su manaza sobre el hombro del pobre hombre, le dio ánimos susurrándole unas palabras de consuelo al oído.
En tanto que pulga, no me puedo tomar la libertad de mencionar cuáles fueron esas palabras, pero su efecto fue el de disipar en gran medida la nube de terror que oprimía a Mister Delmont. Se sentó y fue recuperando la calma poco a poco.
Julia también se había recuperado, y las dos jovencitas, sentadas a ambos lados del fornido sacerdote, no tardaron en estar relativamente a gusto. El devoto eclesiástico les habló como un padre y sacó a Mister Delmont de su encogimiento, y el digno varón, que se había refrescado copiosamente el gaznate con una libación considerable de buen vino, empezó a dar señales evidentes de estar encantado con la compañía en que se encontraba.
Pronto los efectos vigorizantes del vino empezaron a dejar en evidencia a Mister Delmont. Lanzaba tristes y envidiosas miradas a su hija. Su excitación era evidente y se ponía de manifiesto en la protuberancia de sus pantalones.
Ambrose percibió su deseo y le dio aliento. Lo llevó hasta Julia, que, aún desnuda, no tenía manera de esconder sus encantos. El padre contempló a su hija con una mirada en la que predominaba la lujuria.
«Una segunda vez no sería mucho más pecaminosa», se dijo.
Ambrose asintió a modo de aprobación. Bella le desabrochó la ropa interior y le sacó la polla rígida para después apretársela suavemente.
Mister Delmont entendió la situación, y en un instante estaba encima de su hija. Bella guió su incestuoso miembro hacia los tiernos labios rojos; unos cuantos embates y el padre, medio enloquecido, había entrado por completo en el vientre de su hermosa hija.
Las circunstancias de su horrible parentesco intensificaron la lucha que se entabló a continuación. Tras una correría rápida y feroz, Mister Delmont descargó y su hija recibió en lo más recóndito de su joven útero las pecaminosas derramaduras de su antinatural padre.
El padre Ambrose, al que la sensualidad lo dominaba por completo, tenía otra debilidad, y ésa era la de predicar; era capaz de predicar hora tras hora, no tanto sobre temas religiosos como sobre otros mucho más mundanos y que, por lo general, no hubiera aprobado la santa madre Iglesia.
En esta ocasión pronunció un discurso que me resultó imposible seguir, y me eché a dormir en la axila de Bella hasta que hubo acabado.
No sé cuánto tiempo había transcurrido cuando me desperté, pero entonces vi que la dulce Bella, tras asir en su manita el gran asunto colgante del sacerdote, lo apretaba y cosquilleaba de tal modo que el buen hombre se vio obligado a decirle que parara debido a la sensación que le producía.
Mister Verbouc, que como se recordará no codiciaba nada tanto como un bollo bien embadurnado de mantequilla, sabía muy bien lo espléndidamente embadurnadas que estaban las partecillas de la recién convertida Julia. La presencia de su padre —más que impotente para evitar el supremo disfrute de su hija por parte de estos dos libidinosos varones— no hacía sino aumentar su apetito, en tanto que Bella, que notaba cómo le rezumaba la secreción de la tibia hendidura, era asimismo consciente de ciertas ansias que sus encuentros previos no habían aplacado.
Verbouc visitó otra vez con sus lascivos toqueteos los dulces e infantiles encantos de Julia, amasando impúdicamente sus rotundas nalgas y metiendo los dedos entre sus torneados montículos.
El padre Ambrose, no menos activo, había pasado su brazo por la cintura de Bella, y pegándose a la joven medio desnuda, cortejaba sus hermosos labios con licenciosos besos.
A medida que los dos hombres se entregaban a estos jugueteos, sus deseos fueron creciendo hasta que sus armas, rojas e inflamadas debido a los goces previos, se irguieron firmes en el aire y amenazaron, tiesas, a las jóvenes criaturas que tenían en su poder.
Ambrose, cuya lujuria nunca requería de muchos incentivos, se abalanzó sin pérdida de tiempo sobre Bella, que, de buena gana, le dejó que la tumbara sobre el lecho que ya había presenciado dos encuentros, y la osada joven le dejó entrar entre sus blancos muslos, cosa que enardeció aún más su garrote descapuchado y excitado, y facilitando el desproporcionado ataque en la medida de sus posibilidades, lo recibió en toda su tremenda hechura en la hendidura húmeda.
Este espectáculo tuvo tal efecto sobre Mister Delmont que, a todas luces, no necesitó más estímulos para acometer un segundo coup cuando hubo acabado el sacerdote.
Mister Verbouc, que llevaba un rato lanzando miradas lascivas a la hijita de Mister Delmont, volvió a notarse preparado para disfrutar. Llegó a la conclusión de que la repetida violación que había sufrido ya en manos de su propio padre y el sacerdote la habían dejado dispuesta para la parte que a él más le gustaba, y comprobó, tanto con el tacto como con la vista, que las descargas que había recibido habían lubricado sus partes lo bastante como para satisfacer su más ansiado deseo.
Verbouc miró de soslayo al sacerdote, que ahora estaba ocupado en el delicioso disfrute de su sobrina, y acercándose a la joven Julia para aprovechar su oportunidad, consiguió darle la vuelta sobre el lecho y, tras un esfuerzo considerable, le hincó el firme miembro hasta las pelotas en su delicado cuerpo.
Este nuevo e intensificado goce llevó a Verbouc al borde de la locura; se introdujo en la estrecha hendidura como en un guante y todo su cuerpo se estremeció.
—¡Oh, esta niña me hace sentir en el cielo! —murmuró, al tiempo que clavaba su gran miembro hasta las pelotas, que colgaban debajo bien duras—. Dios todopoderoso, ¡qué estrechez, qué escurridizo placer!… ¡Ah! —Y otra embestida hizo gemir de nuevo a la pobre Julia.
Mientras tanto, el padre Ambrose, con los ojos entornados, los labios entreabiertos y las ventanas de la nariz dilatadas, arremetía contra las hermosas partes de la joven Bella, cuyo goce quedaba patente en sus sollozos de placer.
—¡Ay, Dios mío! Su cosa es demasiado grande, ¡es enorme! ¡Oh, me llega hasta la cintura!… ¡Oh, oh, esto es demasiado! No tan fuerte, querido padre… ¡Cómo empuja, me va a matar!… ¡Ah! Con cuidado, más lento, así. ¡Siento sus grandes pelotas contra mi trasero!
—¡Alto ahí! —gritó Ambrose, cuyo placer se había tornado insoportable y cuya leche estaba a punto de brotar a chorros—. Hagamos una pausa. ¿Quiere que nos cambiemos, amigo mío? A mí me parece una estupenda idea…
—No, oh, no… No puedo moverme, sólo puedo continuar: esta querida niña me depara un goce perfecto.
—Quédate quieta, Bella, estimada niña, o me harás derramar. No me aprietes el arma con tanto entusiasmo.
—No puedo evitarlo, me va a matar usted de placer. ¡Oh, continúe, pero con tiento!… ¡Ay, no tan fuerte! ¡No empuje con tanta furia!… ¡Cielos, se va a correr! Se le cierran los ojos, se le abren los labios. ¡Dios mío, me va usted a matar, me parte en dos con eso tan grande!… ¡Oh, sí! Adelante, córrase, estimado padre Ambrose. Deme esa leche ardiente… ¡Oh! Empuje más fuerte, más… ¡Máteme si le place! —Bella rodeó con sus brazos blancos el fornido cuello, abrió al máximo sus tersos y hermosos muslos y se empaló con su enorme instrumento hasta que la velluda barriga se frotó contra su suave monte de Venus—. ¡Empuje, empuje ahora! —gritó Bella, olvidando todo pudor al tiempo que liberaba su propia descarga entre espasmos de placer—. ¡Empuje, empuje, métamela!… ¡Ay, sí, así!… ¡Ah, Dios, qué tamaño! ¡Qué longitud! Me parte en dos, ¡qué bruto es usted! ¡Oh, oh! Ya se corre, lo noto… ¡Dios, qué lechada! ¡Qué borbotones!
Ambrose descargó con furia, como el semental que era, a la vez que se hincaba con toda su alma en el tibio vientre que tenía debajo de sí.
Después se retiró a regañadientes, y Bella, liberada de sus garras, se volvió para contemplar a la otra pareja. Su tío arremetía con innumerables embates rápidos y breves a su amiguita, y era evidente que su goce iba a llegar al culmen sin dilación.
Julia, por su parte, a quien, por desgracia, la reciente violación y el subsiguiente trato despiadado por parte del brutal Ambrose habían herido y debilitado, no disfrutaba en absoluto, sino que yacía sumisa e inerte en los brazos de su violador.
Cuando, por consiguiente, tras unas cuantas arremetidas más, Verbouc se echó hacia delante para correrse con una voluptuosa descarga, Julia sólo notó que inyectaban en su interior algo tibio y húmedo, sin experimentar ninguna otra sensación que languidez y fatiga.
A este tercer atropello le siguió otra pausa, durante la cual Mister Delmont se retiró a un rincón y se quedó, al parecer, adormilado. Se cruzaron entonces un millar de dichos ingeniosos. Ambrose, reclinado en el lecho, hizo que Bella se acercara a él, y aplicando los labios a su raja empapada, disfrutó prodigándole besos y toqueteos de la naturaleza más rijosa y depravada.
Mister Verbouc, para no quedar a la zaga de su compañero, puso en práctica varias invenciones igualmente libidinosas con la inocente Julia.
Luego la tumbaron entre los dos sobre el lecho y palparon todos sus encantos, demorándose con admiración en su motte casi imberbe y en los rojos labios de su coñito.
Tras un rato, los deseos de ambos fueron secundados por los indicios externos y bien visibles de las vergas enhiestas, ansiosas otra vez por probar placeres tan arrobadores y exquisitos.
No obstante, ahora se iba a inaugurar un nuevo programa. Ambrose fue el primero en proponerlo.
—Ya nos hemos divertido bastante con sus coños —dijo sin miramientos, al tiempo que se volvía hacia Verbouc, que se había desplazado hasta donde estaba Julia y jugueteaba con sus pezones—. Vamos a ver de qué están hechos sus traseros. Esta encantadora criatura, por ejemplo, sería un placer para el propio Papa, y debe de tener nalgas de terciopelo y un derrière digno de que se corra en él un emperador.
La idea se puso en práctica de inmediato y se sujetó a las víctimas. Era abominable, era monstruoso, resultaba aparentemente imposible cuando se contemplaba la desproporción. El enorme miembro del sacerdote se presentó ante la pequeña abertura posterior de Julia; el de Verbouc amenazaba a su sobrina por el mismo agujero. Un cuarto de hora se consumió en los preliminares, y tras una aterradora escena de lujuria y lascivia, las dos muchachas recibieron en sus entrañas los chorros candentes de sus impías descargas.
Al cabo la calma sucedió a las violentas emociones que habían arrollada a los intérpretes de esta monstruosa escena.
Finalmente, prestaron atención a Mister Delmont.
El digno varón, como ya he señalado, estaba discretamente instalado en un rincón, al parecer vencido por el sueño, o el vino, o posiblemente por ambos.
—¡Qué sosegado está! —observó Verbouc.
—Una conciencia pecadora es triste compañera —señaló el padre Ambrose, cuya atención se centraba en la ablución de su instrumento colgante.
—Venga, amigo mío, le toca el turno a usted. Aquí tiene un obsequio —continuó Verbouc, exhibiendo, para edificación de todos, las partes más secretas de la casi insensible Julia—. Venga y disfrute de ello. Pero ¿qué le ocurre a este hombre? ¡Cielo santo!, ¿pero qué es esto?
Verbouc retrocedió un paso.
El padre Ambrose se inclinó sobre el cuerpo del malhadado Delmont y le palpó a la altura del corazón.
—Está muerto —dijo con voz queda.
Y así era.