Capítulo I
Capítulo I
Nací —aunque no podría decir cómo, cuándo ni dónde, de modo que debo dejar al lector que acepte la afirmación per se y la crea si así le place—. Igualmente cierto es que el hecho de mi nacimiento no es ni un ápice menos veraz que la realidad de estas memorias, y si el avezado estudioso de estas páginas se pregunta cómo alguien de mi condición —o quizá debería decir de mi especie— adquirió la erudición, la observación y la facultad de rememorar con precisión la totalidad de los maravillosos hechos y revelaciones que a punto estoy de relatar, no puedo sino recordarle que existen inteligencias, apenas sospechadas por el vulgo, y leyes de la naturaleza cuya existencia aún no ha sido detectada por los más adelantados miembros del mundo científico.
He oído comentar en algún sitio que mi especialidad era ganarme la vida chupando sangre. No soy en modo alguno el ser más bajo de esa fraternidad universal, y si bien sustento mi existencia con precariedad en los cuerpos de aquellos con quienes entro en contacto, mi experiencia demuestra que lo hago de un modo notable y peculiar, con un esmero y cuidado que rara vez se da en quienes ejercen mi profesión. Sin embargo, aduzco que tengo otros y más elevados objetivos que la mera sustentación de mi cuerpo merced a las contribuciones de los incautos. Consciente de este defecto original, y con un alma muy por encima de los vulgares instintos de mi raza, ascendí gradualmente a las cotas de percepción mental y erudición que me ubicaron por siempre jamás en el pináculo de la sublimidad insectil.
Es esta conquista de erudición la que evocaré al describir las escenas de las que no sólo he sido testigo, sino también partícipe. No me detendré a explicar por qué medios llegué a poseer aptitudes humanas de raciocinio y observación, sino que, en mis lucubraciones, dejaré simplemente que el lector perciba que las poseo y se admire de ello.
De este modo se percatará de que no soy una pulga común; de hecho, si se tiene en cuenta la compañía que he frecuentado, la familiaridad con que se me ha permitido tratar a personas de lo más exaltado y las oportunidades que se me han brindado de sacar el mayor partido a mis amistades, el lector sin duda convendrá conmigo en que soy en verdad un insecto de lo más maravilloso y eminente.
Mis primeros recuerdos se remontan al momento en que me encontré en una iglesia. Resonaba una música solemne y unos cantos lentos y monótonos que en aquel instante me llenaron de sorpresa y admiración, aunque, desde entonces, hace ya tiempo que aprendí la auténtica importancia de tales ejercicios y ahora tomo las actitudes de los fieles por la apariencia exterior de sus emociones internas, por lo general inexistentes. Sea como fuere, estaba ocupada en cuestiones profesionales relacionadas con la rolliza y blanca pierna de una damita de unos dieciséis años, el sabor de cuya deliciosa sangre bien recuerdo, y el gusto de cuyo…
Pero estoy divagando.
Poco después de empezar a poner en práctica con discreción y suavidad mis diminutas atenciones, la joven se levantó con el resto de los fieles para partir, y yo, como es natural, decidí acompañarla.
Tengo muy aguda la vista y muy fino el oído, y por eso pude ver que un joven caballero deslizaba un trocito plegado de papel blanco en la hermosa mano enguantada de la damita al pasar ésta por el pórtico abarrotado. Había reparado en el nombre de Bella pulcramente bordado en la suave media de seda que me había atraído en un principio, y vi ahora que esta misma palabra aparecía sola en el exterior de la nota de amor. La joven estaba con su tía, una dama alta y augusta con la que yo no deseaba establecer lazos de intimidad.
Bella era una beldad de apenas dieciséis años; tenía una figura perfecta, y a pesar de su juventud, su tierno busto ya empezaba a alcanzar esas proporciones que tanto deleitan al otro sexo. Su rostro era de una franqueza encantadora; su aliento, dulce como los perfumes de Arabia y, como siempre he dicho, su piel tenía la suavidad del terciopelo. Bella estaba a todas luces al tanto de su hermosura y erguía la cabeza con el orgullo y la coquetería de una reina. Las melancólicas y anhelantes miradas de reojo que le echaban los jóvenes —y en ocasiones también los de edad más madura— no dejaban duda de que inspiraba admiración. Cuando salió de la iglesia, se produjo un silencio general y un desvío de las miradas en dirección a la hermosa Bella que expresaron con más claridad que las palabras que era a ella a la que admiraban todos los ojos y deseaban todos los corazones; al menos entre el sexo masculino.
No obstante, prestando muy escasa atención a lo que seguramente era algo cotidiano, la damita, acompañada de su tía, se fue a paso ligero camino de su casa, y tras llegar a la pulcra y elegante residencia, se dirigió rápidamente a su habitación. No diré que la seguí, sino que «fui con ella» y contemplé a la dulce muchacha cruzar una primorosa pierna sobre la otra y quitarse las más diminutas, ceñidas y exquisitas botas de piel de cabritilla que jamás he visto.
Salté a la alfombra y continué con mis indagaciones. Le siguió la bota izquierda, y sin descabalgar una rolliza pantorrilla de la otra, Bella se quedó sentada mirando el trozo de papel plegado que yo había visto al joven depositar a escondidas en su mano.
Observando todo muy de cerca, reparé en los generosos muslos que, en la posición inclinada que había adoptado, se prolongaban hacia arriba más allá de sus ajustadas ligas hasta que se perdían en la oscuridad y se reunían en un punto donde se encontraban con su hermoso vientre; allí, los muslos casi ocultaban una hendidura fina y aterciopelada, y proyectaban una sombra sobre los redondeados labios de ésta.
Poco después, Bella dejó caer la nota, y al quedar abierta, me tomé la libertad de leerla. «Estaré en el lugar de siempre, esta noche, a las ocho», eran las únicas palabras escritas en el papel, pero al parecer tenían un interés especial para Bella, pues estuvo cavilando durante un rato con ánimo meditabundo.
Se había despertado mi curiosidad, y como deseaba saber más acerca de la interesante joven con la que la fortuna tan promiscuamente me había llevado a entrar en grato contacto, permanecí discretamente instalado en un escondrijo acogedor aunque un tanto húmedo, y hasta cerca de la hora mencionada no volví a salir para observar la marcha de los acontecimientos.
Bella se había vestido con escrupuloso esmero y se dispuso a dirigirse al jardín que rodeaba la mansión en que vivía.
Fui con ella.
Al llegar al extremo de una avenida larga y umbrosa, la joven se sentó en un rústico banco y allí esperó la llegada de la persona con la que iba a reunirse.
No transcurrieron más que unos minutos antes de que se presentara el joven al que había visto ponerse en contacto por la mañana con mi hermosa amiguita. Luego tuvo lugar una conversación que, a juzgar por lo enfrascada que estaba la pareja, revestía un inusitado interés para ambos.
Caía la tarde y el crepúsculo ya había comenzado: el aire era cálido y suave, y los dos jóvenes estaban sentados en el banco estrechamente entrelazados, ajenos a todo excepto a su propia felicidad.
—No sabes cómo te amo, Bella —susurró el joven, sellando tiernamente su declaración con un beso sobre los labios que le ofrecía su compañera.
—Claro que lo sé —replicó la muchacha, ingenuamente—. ¿Acaso no me lo dices siempre? Pronto me cansaré de oírlo. —Meneó nerviosa su hermoso piececito y adoptó una actitud pensativa—. ¿Cuándo vas a explicarme todas aquellas cosas tan curiosas de las que me hablaste? —preguntó, levantando la vista fugazmente para, con la misma rapidez, volver a posar sus ojos sobre el camino de grava.
—Ahora, querida Bella —respondió el joven—. Ahora que tenemos la oportunidad de estar a solas sin que nadie nos interrumpa. Bella, tú sabes que ya no somos niños, ¿verdad?
La joven asintió con la cabeza.
—Bueno, pues hay cosas que los niños no saben y que los amantes no sólo deben saber sino también poner en práctica.
—Vaya, vaya —dijo la muchacha, con toda seriedad.
—Sí —continuó su compañero—, hay secretos que hacen felices a los amantes y constituyen el gozo de amar y ser amado.
—¡Cielos! —exclamó Bella—. ¡Qué sentimental te has vuelto, Charlie! Recuerdo cuando decías que el sentimiento no era sino un «completo embuste».
—Así lo pensaba, hasta que me enamoré de ti —replicó el joven.
—Sandeces —continuó Bella—, pero adelante, Charlie, cuéntame lo que me prometiste.
—No puedo contártelo sin hacerte una demostración al mismo tiempo —contestó Charlie—. El conocimiento sólo se adquiere a través de la experiencia.
—¡Ah, entonces adelante, hazme una demostración! —exclamó la muchacha, en cuyos ojos brillantes y mejillas encendidas me pareció detectar que sabía muy bien la clase de instrucción que estaba a punto de impartírsele.
Su impaciencia tenía algo de cautivador. El joven accedió a lo que le pedía, y cubriendo su joven y hermosa figura con la suya propia, pegó su boca a la de ella y la besó con entusiasmo.
Bella no se resistió; incluso puso de su parte y devolvió las caricias de su amante.
Mientras tanto, caía el crepúsculo: los árboles, envueltos en la creciente oscuridad, extendían sus frondosas copas para proteger a los jóvenes amantes de la luz menguante.
Al poco rato Charlie se desplazó hacia un lado; hizo un leve movimiento y luego, sin hallar oposición alguna, metió la mano por debajo de las enaguas de la joven Bella. No satisfecho con los encantos que encontró en el ámbito de las relucientes medias de seda, probó a avanzar un poco más, y sus dedos errabundos alcanzaron la piel suave y trémula de los jóvenes muslos.
La respiración de Bella, al percibir el indecoroso ataque de que estaban siendo objeto sus encantos, se tornó apremiante. No obstante, lejos de resistirse, a todas luces disfrutaba con el excitante toqueteo.
—Tócalo —susurró Bella—, te lo permito.
Charlie no necesitó más invitación: de hecho ya se estaba preparando para avanzar sin ella, y entendida de inmediato la autorización, avanzó los dedos. La hermosa joven abrió a su vez los muslos y al instante la mano cubría los delicados labios rosados de su hermosa hendidura.
Durante los siguientes diez minutos la pareja permaneció casi inmóvil, sus labios unidos y su respiración como única señal de las sensaciones que los abrumaban con la embriaguez del desenfreno. Charlie palpó un delicado objeto, que se endureció bajo sus ágiles dedos y adquirió una prominencia de la que él no tenía conocimiento alguno.
Al poco Bella cerró los ojos, echó atrás la cabeza y se estremeció levemente mientras su talle se tornaba flexible y lánguido, y reposó la cabeza sobre el brazo de su amante.
—Oh, Charlie —murmuró—, ¿qué haces? ¡Qué deliciosas sensaciones me provocas!
El joven, entre tanto, no permanecía ocioso, sino que tras explorar cuanto le había sido posible en la forzada posición en que se encontraba, se incorporó, y notando que necesitaba mitigar la violenta pasión que sus actos habían atizado, suplicó a su hermosa compañera que le permitiera guiar su manita a un preciado objeto que, según le aseguró, era capaz de proporcionarle un placer mucho más intenso que el que le habían dado sus dedos.
De buena gana, en un instante Bella tenía asido un nuevo y delicioso objeto, y ya cediendo a una curiosidad que disimulaba, ya auténticamente transportada por sus deseos recién suscitados, no iba a conformarse con menos que sacar a la luz el asunto ascendente de su amigo.
Aquellos de mis lectores que se hayan visto en una situación similar entenderán enseguida el candoroso asimiento y la mirada de sorpresa con que recibió la primera aparición en público de la nueva adquisición.
Bella contemplaba por primera vez en su vida el miembro de un hombre en toda la plenitud de su fuerza, y aunque en modo alguno era —eso lo vi con claridad— un ejemplar formidable, su astil blanco y su cabeza cubierta con una capucha roja, de la que el suave prepucio se retiró al apretar, infundieron en la joven unos apremiantes deseos de averiguar más.
Charlie estaba igualmente impresionado; le brillaban los ojos y su mano seguía vagando por todo el dulce y joven tesoro del que había tomado posesión.
Mientras tanto, los jugueteos de la manita blanca con el miembro juvenil habían producido los efectos que suelen producirse en circunstancias semejantes en una constitución tan saludable y vigorosa como la del dueño del asunto en cuestión.
Extasiado con las suaves caricias, los dulces y deliciosos apretones, la impericia con que la damita retiraba los pliegues del capullo rampante y dejaban al descubierto la cresta de color rubí, púrpura de deseo, y la punta, acabada en el minúsculo orificio, ahora a la espera de la oportunidad de lanzar su viscosa ofrenda, el joven se puso frenético de lujuria, y Bella, experimentando sensaciones nuevas y extrañas pero que la transportaban en un torbellino de apasionada excitación, suspiraba por no sabía qué extático desahogo.
La joven, con los hermosos ojos entornados, los húmedos labios entreabiertos y la piel caliente y lustrosa debido al inusitado arrebato que la invadía, permanecía tumbada, víctima deliciosa de quien tenía la oportunidad inmediata de cosechar sus favores y coger su joven y delicada rosa.
Charlie, aunque era joven, no era tan tonto como para perder semejante oportunidad; además, sus pasiones ahora violentas lo apremiaban a seguir adelante a pesar de los dictados de la prudencia que, de no hallarse en ese estado, quizás hubiera observado.
Percibió que el centro palpitante y bien lubricado temblaba bajo sus dedos, contempló a la hermosa muchacha postrada e invitándole al juego amoroso, vio los tiernos jadeos que hacían subir y bajar su joven busto, y reconoció las intensas emociones sexuales que animaban a la figura encendida de su tierna compañera.
Las piernas redondeadas, suaves y rollizas de la muchacha estaban ahora expuestas a su sensual mirada.
Tras alzar con precaución los ropajes que interferían, Charlie vislumbró aún más los encantos ocultos de su hermosa compañera, hasta que, con los ojos llameantes, vio cómo las rechonchas extremidades iban a morir en las amplias caderas y el vientre blanco y palpitante.
Entonces su ardiente mirada se posó también sobre el punto que más le atraía: la rajita rosada, medio escondida en la base del henchido monte de Venus, apenas sombreado aún por una levísima pelusa.
La estimulación y las caricias que Charlie había aplicado al codiciado objeto habían inducido el flujo de humedad que tal excitación tiende a provocar, y Bella yacía con su hendidura aterciopelada bien humedecida con el mejor y más dulce lubricante de la naturaleza.
Charlie vio su oportunidad. Retiró suavemente la mano de Bella de su propio miembro y se abalanzó con frenesí sobre la muchacha.^
Su brazo izquierdo se enroscó en torno a la delgada cintura, su aliento rozó la mejilla de la joven, sus labios oprimieron los de ella en un beso largo, apasionado y premioso. Su mano derecha, ahora libre, buscaba juntar esas partes de ambos que son instrumentos activos de placer sensual, y con esfuerzos apremiantes ansiaba culminar la unión.
Bella sintió por primera vez en su vida el roce mágico del aparato de un hombre entre las yemas de su orificio rosado.
En cuanto percibió el cálido contacto de la testa endurecida del miembro de Charlie, se estremeció perceptiblemente, y anticipando ya las delicias del goce venéreo, emitió prueba abundante de su susceptible naturaleza.
Charlie, arrebatado de felicidad, se afanaba con ilusión en perfeccionar su disfrute.
Sin embargo, a la naturaleza, que con tanta intensidad había favorecido el desarrollo de las pasiones sensuales de Bella, le quedaba todavía algo por hacer antes de que un capullo tan temprano pudiera abrirse sin problemas.
Bella era muy joven, inmadura, y desde luego lo era en lo tocante a las visitas mensuales que supuestamente marcan el comienzo de la pubertad; y las partes de Bella, si bien rebosaban de perfección y frescura, apenas estaban preparadas para alojar siquiera a un campeón tan moderado como ese que, con testa rotunda y penetrante, buscaba ahora entrar y obtener acomodo.
En vano Charlie empujaba y se esforzaba por ahondar en las partes delicadas de la encantadora joven con su miembro excitado.
Los pliegues rosados y el minúsculo orificio se resistían a todos sus intentos de penetrar en la mística gruta. En vano la hermosa Bella, ahora presa de una furiosa excitación y medio enloquecida debido a la estimulación de que había sido objeto, secundaba por todos los medios de que disponía las audaces tentativas de su joven amante.
La membrana era fuerte y resistió airosa hasta que el joven, con el propósito de alcanzar su objetivo o reventarlo todo, se retiró durante un instante y, con un embate desesperado, logró perforarla y embutir la cabeza y los lomos de su erguido asunto en el vientre de la complaciente muchacha.
Bella lanzó un gritito al notar la vigorosa incursión en sus encantos secretos, pero el delicioso contacto le dio coraje para soportar el dolor, con la esperanza del alivio que parecía estar en camino.
Mientras tanto, Charlie empujaba una y otra vez, y orgulloso de la victoria que ya había alcanzado, no sólo defendía su terreno sino que con cada embate avanzaba un breve trecho vereda adelante.
Se ha dicho que ce n’est que le premier coup qui coûte («el que más cuesta es el primer polvo»), pero bien podría argumentarse que quelquefois il coûte trop («a veces cuesta demasiado»), como podría inferir conmigo el lector en el presente caso.
Sin embargo, por curioso que parezca, ninguno de nuestros amantes pensó siquiera en esa cuestión, sino que del todo absortos en las deliciosas sensaciones que les embargaban, se unieron para llevar a cabo aquellos ardientes movimientos que ambos notaban que culminarían en éxtasis.
En cuanto a la muchacha, temblando toda ella de deliciosa impaciencia, y mientras sus carnosos labios rojos dejaban escapar breves y esporádicas exclamaciones que anunciaban el extremo deleite, se entregaba en cuerpo y alma a las delicias del coito. Sus compresiones musculares sobre el arma que ahora la había conquistado como es debido, la firmeza con que asía al atormentado mozo en su delicada y humedecida vaina, semejante a un guante, se sumaban para excitar a Charlie hasta la locura. Insertó en el cuerpo de su compañera su aparato hasta las raíces, y los dos globos ceñidos bajo el espumante campeón de su virilidad presionaron las firmes nalgas del blanco trasero de Bella. Ya no podía avanzar más, y su única ocupación era disfrutar y recoger en su totalidad la deliciosa cosecha de sus esfuerzos.
Bella, no obstante, insaciable en su pasión, apenas comprobó que la ansiada unión se había llevado a cabo, experimentó el penetrante placer que el rígido y cálido miembro le proporcionaba y se excitó demasiado para que supiera o le importara lo que estaba ocurriendo, y así, en su frenética excitación, sorprendida de nuevo por los enloquecedores espasmos de la lujuria culminada, hizo presión sobre el objeto de su placer, levantó los brazos con arrobamiento apasionado y luego, volviendo a hundirse en los brazos de su amante, entre profundos gemidos de agonía extática y grititos de sorpresa y deleite, despidió una copiosa emisión, que al encontrar una salida por la parte inferior, empapó las pelotas de Charlie.
En cuanto el joven presenció el disfrute que gracias a él estaba obteniendo la hermosa Bella y reparó en el profuso aluvión que había vertido sobre su persona, también cayó presa de una furia lasciva. Un violento torrente de deseo se precipitó por sus venas, e hincó con furia su instrumento hasta la empuñadura en el delicioso vientre de Bella; después, retirándose, extrajo el miembro humeante casi hasta el bálano. Hizo presión y se lo llevó todo por delante. Notó que le invadía una sensación hormigueante y enloquecedora; asió con más fuerza a su joven amante, y al tiempo que el pecho jadeante de ésta lanzaba otro grito de goce extático, se encontró resoplando sobre su busto y derramó en su agradecido útero un chorro abundante y fogoso de vigor juvenil.
De los labios de Bella escapó un profundo quejido de salaz goce al sentir en su interior los borbotones espasmódicos de flujo seminal que salían del excitado miembro; en ese instante, el delirio lascivo de la emisión obligó a Charlie a lanzar un grito agudo y conmovedor al tiempo que quedaba postrado, con los ojos en blanco, en el último acto del drama sensual.
Ese grito fue la señal para una interrupción tan repentina como inesperada. De entre los arbustos circundantes surgió a hurtadillas la figura sombría de un hombre; éste se acercó y se plantó ante los jóvenes amantes.
El horror les heló la sangre a ambos.
Charlie se retiró del cálido y exquisito refugio que ocupaba, se incorporó como buenamente pudo y se apartó de la aparición como de una horrible serpiente.
En lo que respecta a la joven Bella, en cuanto vio al intruso, se cubrió el rostro con las manos, se acurrucó en el banco que había sido testigo silente de sus placeres y, demasiado asustada para emitir sonido alguno, esperó, con todo el aplomo que fue capaz de reunir, la tormenta que se avecinaba.
El suspense en que estaba no se prolongó mucho.
Avanzando presto hacia la pareja culpable, el recién llegado agarró al muchacho por el brazo mientras, con un severo y autoritario ademán, le ordenaba reparar el desorden de sus ropas.
—Chico impúdico —siseó entre dientes—, ¿qué es lo que has hecho? ¿A qué extremos te han llevado tus locas y violentas pasiones? ¿Cómo vas a enfrentarte a la ira de tu padre, justamente ofendido? ¿Cómo apaciguarás su furiosa indignación cuando, en el ejercicio de mi obligación ineludible, le ponga al corriente de la ofensa causada por la mano de su único hijo?
Al terminar, el orador, que tenía aún a Charlie agarrado por la muñeca, dio unos pasos y se dejó ver a la luz de la luna. Era un hombre de unos cuarenta y cinco años, bajo, recio y un tanto ancho de espaldas. Su rostro, decididamente agraciado, resultaba más atractivo aún debido a sus ojos brillantes, negros como el azabache, que lanzaban feroces miradas de apasionada indignación. Vestía un hábito de religioso, cuyos colores oscuros y pulcritud perfectamente discreta no hacían sino subrayar su complexión notablemente musculosa y su pasmosa fisionomía.
Charlie, como no era para menos, estaba muy turbado, y para su infinito y egoísta alivio, el severo intruso se volvió hacia la joven con la que acababa de compartir su goce libidinoso.
—Por ti, miserable muchacha, no puedo sino expresar el terror más absoluto y mi más justificada indignación. Descuidando los preceptos de la santa madre Iglesia, e indiferente a tu honor, has permitido a este mozo malvado y presuntuoso que recoja la fruta prohibida. ¿Qué será ahora de ti? Despreciada por tus amigos y expulsada de la casa de tu tío, te reunirás con las bestias del campo, y exiliada como el Nabucodonosor de antaño, los de tu especie huirán de ti como de la peste, y te congratularás de obtener miserable sustento por los caminos.
El desconocido había llegado a este punto en su abjuración de la desventurada muchacha, cuando Bella, que estaba acurrucada, se levantó, se lanzó a sus pies y sumó sus lágrimas y oraciones de arrepentimiento a las de su joven amante.
—No digáis más —continuó al poco el implacable sacerdote—, no digáis más. Las confesiones de nada sirven, y las humillaciones no hacen sino agravar vuestra ofensa. Albergo dudas acerca de cuál es mi deber en este triste asunto, pero si obedeciera los dictados de mi presente inclinación, acudiría directamente a vuestros tutores naturales y de inmediato les informaría de la infame naturaleza de mi fortuito descubrimiento.
—¡Ay, por piedad, tenga compasión de mí! —rogó Bella, cuyas lágrimas descendían ahora por sus hermosas mejillas, encendidas hasta hace tan poco de placer lascivo.
—Perdónenos, padre, perdónenos a los dos. Haremos todo lo que esté en nuestra mano para expiar nuestro pecado. Encargaremos seis misas y se rezarán varios rosarios por nosotros. Ahora realizaré la peregrinación al templo de St. Eugulphus de la que me habló el otro día. Estoy dispuesto a cualquier cosa, a sacrificarlo todo, si tiene piedad de la estimada Bella.
El sacerdote alzó la mano para acallarlo. Luego habló, y se vislumbraba un asomo de piedad en su aspecto severo y decidido.
—Ya es suficiente —dijo—, necesito tiempo. Debo invocar la ayuda de la santa Virgen, que no conoció el pecado, sino que, al margen de los deleites carnales de la cópula mortal, trajo al mundo al santo niño en el pesebre de Belén. Acude mañana a la sacristía, Bella. Allí, en lugar sagrado, te revelaré la voluntad sagrada en lo tocante a tu transgresión. A las dos en punto te espero. En cuanto a ti, joven temerario, pospondré mi decisión y cualquier acción hasta pasado mañana; ese día, a la misma hora, te esperaré.
De las gargantas de los penitentes brotaron al unísono un millar de agradecimientos cuando el padre les indicó que se marcharan. La tarde había caído hacía ya rato y empezaba a levantarse la bruma nocturna.
—Por el momento, buenas noches y que la paz sea con vosotros; hasta que volvamos a vernos, vuestro secreto está seguro conmigo —dijo, y desapareció.