Capítulo
5
Dinamita en las venas
En el campo de la psicología resulta un alivio enfrentarse a variables meramente duales de rápida asimilación, como por ejemplo «maniaco-depresivo», es decir, o se está por las nubes o se está por los suelos. Las sutiles décimas intermedias de ese termómetro cognitivo ya son para desarmar a cualquiera. Por eso me place igualmente saber que Hipócrates clasificó los humores en cuatro y jamás hijo de vecino alguno escapó a dicha división: o jugabas en la primera, en la segunda, en la tercera o en la cuarta. Simplemente, no había escapatoria. O se era colérico, sanguíneo, melancólico o flemático, y allá cada cual con el baile de disfraces una vez puesto el primero. En el caso de los músicos prevalecían los primeros y los terceros, aunque también había alguna rara avis clasificada en el cuarto parámetro, porque la prole no le dejaba ser de otra manera, como Jean Sibelius, que tenía seis hijas. La necesidad de silencio y paz en el hecho creador es un arma de doble filo. Yo siempre me he preguntado dónde está el famoso segundo filo, dado que nunca lo he tenido muy claro, pero en el caso de los músicos lo supongo cruzado con el primero formando una cruz: con el primero se rompe la costura de la esterilidad, con el segundo la costura de la pobreza musical, es decir, de la mediocridad, un fantasma que les perseguía por cada rincón de sus castillos interiores. Pero defenderse de la mediocridad implicaba una dosis de tensión, de arrebato, de tendencia exacerbada hacia la perfección de lo por crear y el perfeccionamiento de lo creado. En tales casos las explosiones de cólera eran tan insanas para el que activaba el dispositivo como para los que estaban a su alrededor y recibían el impacto de la metralla, por lo general en régimen de subordinación y hasta de miedo insuperable, que, por cierto, es una de las eximentes del código penal de cualquier Estado que se precie. Si además tratamos de asignar un determinado subperfil a los músicos engranando conceptos tales como carácter, personalidad y temperamento, debiendo decidirse por alguno de ellos cuando sus límites son tan difusos, es para irse con la música a otra parte. Resumiendo. Hay quien no tiene la suficiente personalidad y por ello ha de fabricarse un carácter, dado que aquella fluye, mientras que este se impone de golpe; por contra, hay quien posee de aquella personalidad la suficiente como para evitar suplantarla por un carácter que se hace pasar por una personalidad artificiosa, poco creíble, excesiva y errática en sus decisiones, al no contar con la sensibilidad, la inteligencia emocional y la intuición. Decía Hölderlin que los seres más interesantes suelen encontrarse en las fronteras. En cuanto a los músicos, los más interesantes son los que estaban… ¡al borde del infarto!
HIPERTENSIONES EJEMPLARES EN VIDAS EJEMPLARES
Legendario era el temperamento colérico de Händel. Con dieciocho años viajó a Hamburgo y allí trabó amistad con el compositor Johann Mattheson, tres años y medio mayor que él. Representándose una ópera de este, Cleopatra, Mattheson no debía de estar muy satisfecho con el papel que desempeñaba su amigo en el podio y, a la vez, en el clavicordio, así que le pidió que se retirase y le dejase su puesto, aun cuando Mattheson se estaba encargando de cantar uno de los papeles principales. Händel no aceptó aquella propuesta (que seguramente había sido formulada para no admitir negativas) y terminaron por enzarzarse en una discusión, saliendo del teatro y batiéndose a espada, queriendo la suerte que Händel se librara de la muerte al desviar uno de sus botones una certera estocada de Mattheson. Aquello fue demasiado. Terminaron por mirar a su alrededor y comprender que el mundo sí era lo suficientemente grande para los dos, así que se reconciliaron e incluso Mattheson llegó a cantar el papel de tenor en la primera ópera de Händel, Almira.
Hay pocas cosas tan placenteras como salir a tomar una copa o un café con un buen amigo para diagnosticar las cosas más esenciales y las más superfluas de la vida. Pero si quedabas con un tipo como Alexandr Scriabin te la jugabas, siendo lo más inteligente llevar hecho de casa un planning cuidadosamente elaborado acerca de los temas permitidos y los temas prohibidos, procurándose no sacar estos bajo ningún concepto. Un veinteañero Arthur Rubinstein desconocía esta consigna de la normativa para la prevención de riesgos laborales cuando el compositor arregló con él un primer encuentro en el Café de la Paz, en París. No bien el camarero dejó sobre la mesa té y pasteles el por entonces ya excéntrico ruso preguntó a bocajarro al polaco quién era su compositor favorito. Rubinstein erró el tiro, cuando tan cerca tenía la diana, y le respondió con pasión: «¡Brahms!». Entonces Scriabin golpeó la mesa con el puño y la reacción posterior la narra Rubinstein en su Autobiografía:
«¿Que qué? ¿Cómo puede gustarle a usted la obra de ese terrible compositor y a la vez la mía? ¡Cuando yo tenía su edad era chopiniano, luego me convertí en wagneriano, y ahora no puedo ser más que scriabiniano!». Y hecho una furia tomó su sombrero y salió del café dejándome atónito y con la cuenta por pagar.
Scriabin o la cólera de los dioses, ya que supongo hablaba también por boca de Chopin y Wagner. Con estos tipos había que medir las palabras con la misma sincronía que ellos mismos utilizaban para medir los compases, porque de lo contrario hacían contigo lo mismo que hacían con las sobras en su mesa de trabajo: echarte a la papelera. Manuel Rosenthal, pianista y gran amigo de Ravel, se burló una vez de este por la pasión que sentía hacia Puccini. «Entonces Ravel se enfureció —cuenta Rosenthal—, me encerró junto a él en su pequeño estudio de su casa en Monfort l’Amaury y se sentó al piano. Entonces tocó para mí Tosca completa y de memoria, deteniéndose alrededor de cincuenta veces para preguntar: “¿Tiene usted alguna queja sobre este pasaje?”». Un caballero normalmente apacible y risueño como era Erik Satie se transformaba en la Gorgona cuando se hablaba de música con ligereza. En una reunión de sociedad el objeto de sus iras fue Jean Cocteau. Lo contaba el compositor francés Georges Auric:
Cocteau estaba también allí y, como solía hacer, comenzó desde el principio de la comida a improvisar un brillante monólogo. Yo estaba tan acostumbrado que escuchaba sólo con media oreja, así que no puedo recordar qué dijo exactamente. Pero lo que sí recuerdo es que en un momento dado se aventuró a hablar demasiado de música. Satie de repente se puso blanco de ira, se levantó y se acercó hasta la silla de Cocteau. Estábamos aterrorizados, observándolo con sus lentes y su servilleta en una mano, acechando amenazadoramente cerca de Cocteau, que había dejado de hablar e incluso de moverse, listo para recibir la servilleta y un plato sobre su cabeza. Satie levantó los brazos como para golpearlo en la cabeza y luego pronunció una sola palabra: Imbécile! Su cara tomó de repente la apariencia de una extraordinaria crueldad y Cocteau estaba paralizado por el espanto. Todos estábamos petrificados y esperábamos lo peor. Pero el bon maître casi de inmediato se alejó y lenta y pausadamente volvió a su lugar. Nos ofreció una sonrisa relajada y feliz y dijo con un sorprendente tono de tranquilidad: «¡Ah! Esto está mejor. Ahora podemos respirar de nuevo». Fue sin lugar a dudas uno de los espectáculos más extraños, incómodos y desconcertantes que presencié en mi vida.
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Llevar la contraria a Scriabin suponía una sentencia de muerte para su amistad. De inescrutable y mística seriedad, su segunda esposa fue de las pocas personas que supo arrancarle alguna sonrisa.
IDIOSINCRASIAS O INDIOS SIN GRACIA, HE AHÍ LA CUESTIÓN
Pataletas, rabietas, malhumores infantiles… A veces los músicos se comportaban como niños, tanto que hubieran dejado en un aprieto a Hipócrates para transportar sus cuatro humores a una tonalidad distinta, a una quinta, como por ejemplo un humor ya constatado desde el principio de los tiempos y ratificado por Albert Einstein: la estupidez humana.
Ya hemos visto en otro capítulo la exasperación que causaban en el colérico Carl Tausig las fallas y errores de sus alumnos durante las clases de piano, interrumpiéndolas a gritos y golpes con más frecuencia de la que aquellos corderos podían soportar. Con Chopin pasaba lo mismo. No bastaba el acicate de sus elevados honorarios (hasta 30 francos la hora) para mantener a raya al peor humor de Hipócrates, y si no véase lo que en sus Aspectos de Chopin cuenta el pianista Alfred Cortot, recogiendo el testimonio directo de un alumno de Chopin, Mathias, quien le vio romper una silla al recibir la armonía equivocada de un torpe alumno, teniendo por costumbre tirarse de los pelos al escuchar una nota falsa, o romper partituras y lápices y esparcer los pedazos por la alfombra, emprendiéndola después a patadas con ellos. En fin, no es de extrañar que cobrase las clases a tal precio si después tenía que inventariar pérdidas y reponer mobiliario. Una sufrida George Sand verificó en su epistolario que «Chopin, cuando se ponía colérico, era espantoso». Un nuevo testimonio nos viene de la mano de otro discípulo (y, sin embargo, amigo), Wilhelm von Lenz, quien durante una clase tocaba para el profesor la Mazurca en Do mayor (3.ª, Op. 33), momento en el que entró su buen amigo Meyer, sentándose en una silla y poniéndose a escuchar. Meyer pronto entró en acción: «Esto es un compás de 2/4». Chopin lo negó y obligó a Lenz a repetir la mazurca marcándola él mismo con el pie. «Dos semimínimas», sentenció de nuevo Meyer. Chopin reaccionó colérico objetando que eran tres y no dos. Sigue el testimonio de un anonadado Lenz pillado en mitad de aquel improvisado torneo: «Nunca había visto a Chopin tan colérico. Verdaderamente resultaba magnífico y terrible contemplar cómo la sangre coloreaba sus mejillas, pálidas de ordinario». Al final Chopin apartó a Lenz de la banqueta y tocó la mazurca varias veces cantando y gritando, marcando bruscamente con el pie, pero el temerario Meyer insistió con el número fatídico: «Dos». Consecuencia: Chopin lo echó de la habitación y no le permitió volver en mucho tiempo.
De muy parecido pronto era Beethoven durante sus clases particulares, al menos las que daba a Giuletta Guicciardi, de quien estaba enamorado. Dice esta en sus recuerdos que el compositor se encolerizaba muy fácilmente, siendo usual que tirase las partituras al suelo y las rompiese. Añadía que «no aceptaba dinero en pago, a pesar de ser bien pobre; sólo ropa». El propio Berlioz era capaz de semejantes arranques siempre que entre aquellas partituras no hubiera alguna de Gluck. Le admiraba sin medida, teniéndole por «el Júpiter de nuestro Olimpo» y sintiendo arder brasas en el estómago cuando alguna formación orquestal alteraba por poco que fuera la literalidad de su música. Cuenta en su Autobiografía cómo durante los ensayos de Ifigenia en Táuride el director añadió unos címbalos de su cosecha en el primer aire de danza de los escitas, cuando Gluck sólo había empleado instrumentos de cuerdas, advirtiendo también en el gran recitativo de Orestes del tercer acto que la parte de los trombones no había sido ejecutada. Berlioz tuvo la flema suficiente para guardar silencio y confiar que en el concierto aquellas dos afrentas se corrigiesen. No fue así, de manera que se levantó de la butaca tras la primera licencia y gritó: «¡No hay címbalo ahí! ¿Quién se permite corregir a Gluck?». El mismo juicio fatídico arrojó en el tercer acto, gritando a la desesperada: «¡No sonaron los trombones! ¡Esto es insoportable!». Berlioz había venido al mundo no sólo como comadrona para dar a luz obras inmortales, sino como albacea llamado a proteger la inmortalidad de las ya creadas por otros, en eterno peligro bajo batutas inconsecuentes que alteraban a capricho las partituras sin antes picar en las tapas de los ataúdes para pedir el debido permiso a sus autores. Esta reacción me trae a la cabeza la de un siempre comedido y pacífico Charles Ives, que sin embargo apretaba los puños hasta sangrar cuando el público despreciaba el estreno de la obra de algún colega. Cuando el 10 de enero de 1931 (64 años) se ofreció en el Town Hall de Nueva York un concierto con obras propias y ajenas hubo un espectador que manifestó sonoramente su indisposición hacia Men and mountains, de Carl Ruggles (Massachusets, 1876). Ives, que estaba allí cerca, cortó por lo sano aquella bajeza con no poca altura de miras: «¡Deje de comportarse como un estúpido maricón! ¿No puede soportar una hermosa música fuerte como esta y usar sus oídos como un hombre?».
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La esquizofrenia puso el peor de los ingredientes en la vida de Nijinsky. La fotografía le representa en el año 1909, cumplidos los veinte años, en la cima de su carrera.
Un tenor con el que era muy aconsejable examinar bien el libreto operístico antes de subir con él al escenario era el mítico Franco Corelli. Cuando había espadas de por medio ya dependía de la necesidad de dinero de cada cual el compartir reparto junto a él. En enero de 1958 se ensayaba Don Carlo, de Verdi, con dos pesos pesados en escena: Corelli (37 años) y el bajo Boris Christoff (44 años). En un momento dado Corelli consideró que el ruso pretendía eclipsar su voz con aquel sonoro trueno de cuerdas vocales que le caracterizaba, así que, tras intercambiarse algunas palabras como preliminar infructuoso, el tenor desenvainó su espada y acometió al bajo, que al defenderse con la suya resultó herido en un dedo, tras lo cual sólo los tramoyistas pudieron separarlos. Tampoco quienes ocupaban tranquilamente sus butacas solían hallarse seguros. Cantando Corelli en Nápoles oyó un comentario en un palco de platea que le disgustó sobremanera, tanto que el tenor abandonó de inmediato el escenario, salió al pasillo y echó abajo la puerta con un golpe de hombro. A aquel espectador le acompañó la fortuna en dos aspectos: uno, el director de escena se hallaba por allí cerca para salir en su auxilio; dos, aquel día no se representaba Don Carlo… Peor lo tenían los tres hijos de la fogosa pianista venezolana Teresa Carreño, casada dos veces, primero con un violinista y después con un barítono. Tras un concierto le dijo a Claudio Arrau en el camerino: «Oh, con todos los niños que tenemos resulta muy difícil practicar. Tengo una pistola cargada sobre el piano. He amenazado a todos mis hijos: si abren la puerta, disparo». Me consta que todos llegaron felizmente a la adultez, aunque no sé si por instinto de conservación o por rapidez de reflejos… A la esposa de Vaslav Nijinski la salvó esto último, y al bailarín la paciencia de santa que aquella siempre tuvo hacia él, sobre todo a partir de los primeros brotes de una esquizofrenia que terminó por arrojarle al manicomio durante unos años. Un día que Rómola le fue a llevar el desayuno a la habitación Vaslav la tiró al suelo de un fuerte golpe, junto con la bandeja y toda la vajilla; cómo ella se pusiera a recogerlo todo flemáticamente él se exasperó y le arrojó una silla, y después, cual discóbolo, la meseta de mármol de la mesilla de noche; como esto tampoco surtió el efecto deseado, fuera cual fuere, terminó por saltar sobre su esposa, la rodeó con sus brazos y empezó a zarandearla. De repente se sosegó, la desasió y volvió tranquilamente a la cama pidiendo el desayuno.
Hans von Bülow no tenía reparos en morder la mano que le alimentaba para así dejar la marca y distinguir entre quien ponía el dinero y quien ponía el talento. En 1875 (45 años) fue contratado por la firma de pianos Chikering para dar una gira por los Estados Unidos promocionando el instrumento. A pesar de la notoria suma que se le pagó, había una cosa, por lo demás bastante insospechada, que Von Bülow no soportaba ver impresa en el piano; no, no eran rayonazos en el bastidor, ni pegotes de sudor sobre las teclas o rastros de cola de embalaje en el mecanismo. ¡Qué va! Era ni más ni menos… ¡el nombre de la propia firma pianística! Le hervía la sangre cada vez que la veía allí grabada, pero recursos nunca le faltaron para solucionar el problema a su manera. Una vez se encontró una etiqueta colgando y la arrancó de un manotazo, con lo que dejaba bien claro que de técnica pianística Herr Von Bülow era por entonces uno de los iconos mundiales indiscutibles, pero de merchandising no tenía ni la más remota idea. «Yo no soy un anuncio ambulante», solía aclarar. No puedo imaginarme hoy día a determinados futbolistas de élite arrancándose de las camisetas sus logos en plena rueda de prensa, créanme, pero esto era lo que por entonces Von Bülow practicaba en conciencia. En otra ocasión vio la terrible marca impresa en el bastidor del piano y se hizo de inmediato con una navaja para rasparla hasta hacerla desaparecer. Con arranques como aquel no es de extrañar que Cósima Liszt hubiera roto su matrimonio para irse a los brazos de alguien mucho más sensible como era Richard Wagner… Sólo hay que leer el apunte de su Diario el 11 de julio de 1869: «[Richard] piensa en las escenas que presenció cuando Hans llegaba a pegarme, y dice que se sintió espantado ante la indiferente calma con que yo las había soportado». En fin, la cosa llegó a su clímax cuando en un concierto de Nochevieja en Nueva York inspeccionó el piano hasta dar con la señal de la bestia, momento en el cual explotó de ira y ordenó que se le cambiase aquel piano por otro donde no hubiera rastro de ella. A lo mejor hasta le dieron un Steinway… Está por ver si al final de la gira aquella fobia le restó algún dígito a su cheque. Los espectadores no salían mejor parados bajo el filo de su desprecio que aquella prestigiosa marca bajo el de su navaja. Hallándose junto a Wagner en Múnich para dirigir Tristán un 3 de mayo de 1869 (39 años) se decidió ampliar el foso del teatro suprimiendo la primera fila del patio de butacas, pero un empleado se opuso a la medida, lo que mereció el siguiente comentario de Von Bülow: «Pero ¿qué importa que un par de docenas de cochinos perros tengan o no sitio en la sala?». Aquello corrió como la pólvora en los tabloides de Múnich, hasta el punto de que el primer ministro hubo de sugerir al rey que tanto Wagner como Von Bülow abandonaran inmediatamente la ciudad tras el estreno.
Pero si ya dolían los puntapiés a las obras ajenas, los guantazos a las propias eran recibidos como retos a un duelo. Ahí no había vuelta de hoja: o se tocaban tal como venían escritas o la mano justiciera del autor te cerraba la partitura sobre la cabeza y hacía correr con toda justicia una cremallera. La cantante Maggie Teyte guardaba evocaciones muy entrañables de las visitas (musicales) que Debussy solía hacerle en su casa:
Recuerdo un día que un acompañante muy famoso fue a mi casa para ensayar algunas de sus canciones conmigo. Este pobre hombre a lo sumo había tocado un compás cuando Debussy lo rodeó y casi lo tiró del taburete del piano. Estaba blanco de furia, y sólo después de haber explicado cómo quería que se tocara ese compás de apertura se quedó tranquilo.
Los mismos accesos de ira sacudían a Prokófiev con aquellos atropellos a la propia obra, una forma de infidelidad que era la más imperdonable de todas las conocidas. En torno a marzo de 1927 (35 años) el mítico David Oistraj (18 años) interpretaba como solista en el Teatro de la Ópera de Odesa su Concierto para violín n.º 1. El Andantino había salido a pedir de boca, pero al llegar al Scherzo la boca del compositor pidió lo inesperado cuando, sin importarle la presencia del público, saltó al escenario como una fiera y, tras interrumpir el concierto, le enseñó a Ostraij a base de palmadas y pisotones cuál era el ritmo correcto que debía imprimir al movimiento.
BATUTAS COMO ESPADAS
Cuando en 1932 Vicente Aleixandre lanzó al mercado su poemario Labios como espadas hubiera prescindido de metáforas y centrado mejor el título de haber visitado a ciertos directores en sus feudos. Cuando se habla de directores con temperamentos más cargados que el tambor de un revólver siempre se piensa en el mago Toscanini, pero la tradición armamentística viene en realidad de mucho más lejos. Gluck, nacido en 1714 y padre de la ópera tal como hoy día se la conoce, como buen padre montaba en cólera cuando alguna hija se le descarriaba en manos de las orquestas, exigiendo a los músicos tocar cada pasaje numerosas veces y explotando cada vez que no se conseguía el resultado apetecido. El crítico Harold Schönberg lo llama el «Toscanini de su tiempo». En las memorias de Christoph von Mannlich, pintor de la corte de París, que asistió a algún ensayo de Gluck, puede leerse este testimonio:
Caminaba como un loco de un lado para otro. Ahora los que fallaban eran los violines, después los instrumentos de viento no lograban expresar debidamente las ideas del compositor. Dirigía y de pronto se interrumpía y cantaba la parte en cuestión con la expresión debida, pero entonces, después de dirigir un rato, volvía a interrumpir a los músicos y gritaba con toda la fuerza de sus pulmones: «¡Esto no vale un cuerno!».
Giuseppe Verdi sólo adquirió una serenidad sostenida cuando llegó a la ancianidad. Era la edad propicia para la cura de la soberbia, pero también de la eterna tensión por buscar la combinación musical perfecta, y es que el drama del creador era que la criatura sonase tal como lo había hecho en su fase prenatal, mientras se mecía en el líquido amniótico, y para eso había que optar por uno de los cuatro humores hipocráticos, por el de siempre, por el menos complaciente. Emanuele Munzio, secretario y amigo de Verdi, nos describe uno de los ensayos en La Scala para el estreno de I lombardi, en 1845 (29 años):
Fui a los ensayos con el señor maestro y me hizo sufrir verle fatigarse de aquel modo. Gritaba como si estuviera desesperado, daba tantos golpes en el suelo con los pies que parecía que estuviera tocando los pedales de un órgano; sudaba tanto que las gotas caían sobre la partitura.
Quien haya leído o visto en película El señor de los anillos recordará el poderoso influjo que ejercía el anillo del Señor Oscuro en quien lo poseía, transformándolo por completo. A Richard Wagner le ocurrió lo mismo con el suyo. Una vez trasladada a partitura la totalidad de El anillo de los nibelungos comenzó los ensayos un año antes de su primera representación, tal era su ansiedad tras veinte años de nada que le había llevado el ciclo completo. Richard Fricke, coreógrafo que trabajó con él en los ensayos, escribió: «En cierto momento parece hablar solo y un instante después ruge de tal modo que uno a lo sumo tiene una idea imprecisa de lo que está diciendo. Rompe a reír y después se irrita y se muestra desdeñoso y sarcástico a causa de lo que le enojó». Para que luego digan que las mujeres son complicadas…
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Cuando Verdi saltaba al escenario en los ensayos todas las gargantas se hacían un nudo. La imagen le representa en la gélida San Petersburgo de 1862, donde estrenó La forza del destino.
Gabriel García Márquez siempre dijo que escribía para que le amasen. Mahler iba por el mismo camino, pero era mucho más autosuficiente, ya que se amaba a sí mismo lo suficiente como para no depender de importaciones en su balanza de pagos afectiva, y como ese cupo ya estaba resuelto decidió que ya sólo podía subir peldaños trabajando para que le temiesen. Y vaya si lo logró. El problema de Mahler es que tenía un ínfimo umbral de tolerancia al dolor cuando se trataba de soportar a los músicos de la orquesta. Estos ni siquiera eran tratados como medios para un fin, sino como mediocres sin utilidad alguna. Lean el extracto de esta carta y comprenderán cuál era la carne más apetecida para aquel león:
¿Crees que a esta gente le importa avanzar y aprender? Para ellos el arte no es más que la vaca lechera que les da de comer y les permite vivir lo más agradable y cómodamente que pueden. Cierto es que, entre ellos, los hay más diligentes y mejores, y con Estos habría que tener más paciencia de la que yo estoy en condiciones de aguantar. Porque cuando uno no acierta a tocar a la primera lo que está escrito en la partitura me dan ganas de matarlo allí mismo y la emprendo a gritos contra él y le saco de quicio hasta el punto de odiarme de verdad.
Si ponemos voz a los músicos los testimonios nos llegan en forma de pretéritos verbales que sólo podían conjugarse con un sustantivo: alivio. Cuenta el bajo Gerhard Stehmann que al maestro Mahler no le hacía falta imponer silencio en los ensayos generales, ya que «nadie se atrevía a moverse, mucho menos a cuchichear». La soprano checa Ernestine Schumann-Heink refería que, dirigiendo sobre el podio, «los músicos le irritaban tanto que casi no podía soportarlo; se convertía entonces en un tirano musical. Y esa gente no podía comprenderle ni perdonarle […]. Cuando empuñaba la batuta se transformaba en un déspota». En realidad cuando Mahler empuñaba cualquier cosa ponía los pelos de punta a quien tuviera enfrente; así como el orden de los factores no altera el producto, el desorden de los músicos jamás alteraba sus deseos de matar. Cuenta Franz Schmidt, violonchelista de la Ópera de la Corte de Viena, que mientras Mahler ejerció el cargo de director musical «en su furia echó o jubiló a tanta gente que, si bien yo era el más joven en 1897, en 1900 era ya el cellista que más tiempo llevaba en activo». Al director y musicólogo Alfred Sendrey le preguntaron cómo eran los ensayos con el maestro y su respuesta fue una especie de liberación largamente controlada: «Diré una sola palabra: crueldad. Trataba a sus músicos como un domador de leones a sus animales». Los que empuñaban la pluma en lugar de instrumentos opinaban exactamente lo mismo, y si no véase el diagnóstico que trazó Stefan Zweig: «Lo veo en el ensayo: enfadado, crispado, gritando, irritado, sufriendo cada equivocación como si le doliera físicamente». Pero a Mahler mucho más que aquello le dolía no ser comprendido, especialmente por sus propios colegas. Ya se sabe lo que ocurre en las alturas celestes cuando entrechocan corrientes de aire frío y caliente; pues bien, en el Olimpo vienés de principios del siglo XX ocurría exactamente lo mismo. Cuando Mahler y Schönberg se conocieron hacia 1905 pronto supieron que estaban condenados a entenderse y desentenderse hasta la saciedad. Alma fue testigo de casi todos los choques de aquellos dos trenes:
Al principio la cosa era siempre de lo más pacífica, pero de pronto o Schönberg se permitía alguna frase arrogante o Mahler se salía con una recensión dicha muy desde las alturas […] y se armaba el jaleo padre […]. Schönberg saltaba y se largaba con un saludo escueto.
Toscanini también amaba la perfección y eso tenía un precio, sólo que quienes lo pagaban eran los que estaban a su alrededor. Él se limitaba a calmarse, desdoblar el pañuelo (con mucho esfuerzo), limpiar en la escena de su furia las gotitas de sangre (nunca eran suyas) y recoger los frutos (le encantaba podar). En febrero de 1930 Prokófiev (38 años) y Toscanini (67 años) coincidieron en Detroit. El ruso, tremendamente expectante, fue a ver uno de sus ensayos y esto fue lo que recogió en su diario:
«Se excitaba, perdía la batuta y gritaba a la orquesta: vergogna! (¡vergüenza!)». Su esposa Lina, que le acompañó en la visita, no estaba menos alarmada: «Eran músicos excelentes, pero él, a pesar de todo, les decía: “¿Qué es eso? ¿Son ustedes músicos o qué? ¡Tocan como perros!”». En un momento del ensayo se sentó en un escalón que llevaba al escenario, metió su cabeza entre las manos y dijo: «¿Qué puedo hacer? Ustedes no hacen música». Luego les obligó a tocar a cada uno por separado.
Un ente afable como era Shostakovich debía aborrecer necesariamente el carácter del italiano: «Creo que es injurioso, no delicado. Chilla y maldice a los músicos y monta escenas de la manera más vergonzosa. Los pobres músicos tienen que sufrir resignadamente todo ese disparate o ser despedidos». Sin embargo, los que asistían a aquel fuego cruzado desde las trincheras se lo pasaban en grande. Cuenta Georg Solti lo gozoso que resultaba ir a casa de Bruno Walter, servirse té con pastas, colocar un disco en el plato y ponerse a cotillear. Un día tocó la grabación de un ensayo de Toscanini, y al parecer aquello se parecía más a una psicofonía que a otra cosa.
Los ataques de ira del maestro —cuenta Solti en sus memorias— le parecían divertidísimos [a Walter], sobre todo cuando gritaba «¡No! ¡No!» una y otra vez, sin decir lo que estaba mal, y se escuchaba al fondo una voz que decía: «Maestro, ¿pero qué quiere que hagamos?». Años más tarde, en Chicago, le pregunté a mi primer violonchelista, Frank Miller, que había tocado con la Sinfónica de la NBC en la época de Toscanini, de quién era la voz que se escuchaba: «Era la mía —me dijo—; no teníamos ni idea de lo que quería el maestro».
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Las iras de Toscanini siempre quedarán como marca de la casa, tan sólo rotas por su nieta Sonia, hija de Wanda Toscanini y del pianista Vladimir Horowitz.
Los músicos que estaban situados más cerca de la entrada durante el ensayo gozaban del privilegio de la huida, pero cuando se trataba de preparar una obra de Beethoven ni siquiera aquello resultaba efectivo y lo mejor que podía ocurrirte era tocar el contrabajo para así usarlo como escudo. Cambiar una sola nota del sagrado alemán generaba alrededor de Toscanini todo un mundo de responsables, con él a la cabeza, y es que el italiano tenía serias dificultades cada vez que había de ensayarse una obra del de Bonn, ya que en cada pasaje se le abría un sinfín de posibilidades y, por lo tanto, de dudas y dificultades. Como Toscanini era de los que no había venido a traer la paz, sino la espada, era esta en realidad la que empuñaba sobre el podio, por mucho que todos vieran una batuta, y la tentación de cortar con ella aquellos nudos gordianos era una constante recurrente. Herbert von Karajan guardó recuerdo de aquellas tribulaciones beethovenianas durante un ensayo en Viena:
Comenzó a ponerse nervioso con su repertorio habitual. Terminó por arrojar al suelo la partitura, rompió su reloj, gritó a los músicos de la orquesta. Los filarmónicos, que ya conocían tales reacciones, estaban preparados para ellas: cuando Toscanini quiso celebrar la superación de su estallido y abandonar el ensayo la orquesta había tomado sus medidas cerrando las puertas que permiten salir del estrado, de manera que cuando intentó salir de la sala y se encontró con las puertas cerradas comprendió que se había previsto su explosión de ira. Entonces se acurrucó como un niño en una esquina, permaneció allí unos dos minutos y sintió vergüenza. Volvió después al podio y, sin decir palabra, reanudó el ensayo.
A partir de ese momento no sólo debía escucharse buena música, sino también guardarse el silencio de una abadía cartuja. El problema venía cuando había que ensayar una ópera; sólo entonces a Toscanini se le quedaba muy mal cuerpo. Me refiero al cuerpo de bailarines, a los que consideraba patanes por el ruido que producían y la desconsideración que desplegaban con sus voces y gritos. Para zanjar aquello el maestro adoptó en La Scala la solución de cualquier ayuntamiento que se precie: imponer multas; pero cuando se enteró que el poderoso duque Uberto de Visconti, presidente del teatro, había eximido de las mismas al cuerpo de bailarinas (váyase a saber por qué razones) le sacudió la ira y le prohibió subir al escenario en lo sucesivo, por lo que el duque hubo de disfrutar de aquel cuerpo en otros lugares más o menos apropiados. En definitiva, a Toscanini no había quien se le pusiera por delante, de manera que tener a todo el mundo detrás le había convertido en un experto en el arte de dar coces. Cuando en 1929 viajó a París con la Filarmónica de Nueva York para tocar el Bolero de Ravel este fue primero un manojo de nervios, pero después de la función un manojo de espuelas cuando se dirigió a Toscanini recriminándole a gritos la dirección de su obra dos veces más rápido de lo que figuraba en la partitura. El italiano le salió al paso con la flema de un enterrador: «Un bolero no es una marcha fúnebre». Como esto era cierto Ravel se desinfló y perdonó a Toscanini lo que a ningún otro hubiera podía perdonar: «Usted, pero nadie más». No es de extrañar que al de Parma se le tratase con tal consideración; cuando una obra caía en sus manos tenía un derecho superior al de veto: el de cancelación una vez iniciada. Una de las varias y severas medidas que adoptó cuando accedió a la dirección de La Scala fue la de prohibir los bises en plena función, tradición inveterada necesitada de su tiempo para implantarse, pero no para el maestro. Dirigiendo Un ballo in maschera rugió el público para que un aria fuese repetida, a lo que Toscanini respondió cruzándose de brazos y esperando silencio. Como el auditorio no diera su brazo a torcer el maestro tiró la batuta al suelo, abandonó el escenario, recogió sus cosas del camerino y se marchó del teatro. He aquí el hombre…
LAS ENTRAÑAS COMO INSTRUMENTO DE TORTURA
El director y compositor germano Oskar Fried adoraba hasta tal punto dirigir la música de Mahler que cuando se la quitaban de la batuta reaccionaba como un chiquillo cuando le arrebatan de las manos una chuchería. En 1906 (35 años) dirigió la Segunda sinfonía en Berlín, asistiendo Mahler (45 años) al ensayo general sentado en una butaca de platea. El programa se completaba con obras de Liszt y Max Reger, las cuales a Fried seguramente le traían sin cuidado. Sin embargo, tras tres horas de ensayo y no habiendo pasado del segundo movimiento de la sinfonía le dijeron que debía suspenderlo, anuncio que se tomó con una furia diabólica, agarrando un silla cercana y arrojándola contra la platea entre gritos. El propio Mahler entendió que se hallaba ante un desequilibrado, así que él en persona se encargó de tranquilizarle llevándole al hotel para analizar juntos el resto de la obra.
Cuando no se tenía a mano una silla valía cualquier cosa que tuviera fácil ida, pero muy difícil vuelta. En el caso de Beethoven sorprende que alguien tan alejado de los cánones de educación estuviera en condiciones de exigirla a los demás. Cierto día que el de Bonn había invitado a comer al fabricante de pianos Johann A. Stumpff tuvo la cocinera la nefasta idea de entrar en el salón sin llamar a la puerta, lo que provocó las iras del señor de la casa y el certero lanzamiento del plato de sopa al delantal. A Toscanini sólo le faltaba ponerse un delantal para cocinar la música de Beethoven desde el podio. Le idolatraba hasta el punto de no consentir a sus músicos una sola nota errónea, de manera que cada vez que esto sucedía detenía el ensayo, y ello las veces que hiciera falta. ¡Cuánto hubiera agradado al de Bonn conocer esta cortesía simpar! El mismo Beethoven era un padre capaz de peinar con raya a la izquierda todas las notas de una partitura y escupir fuego si descubría a algún músico peinando una sola hacia el lado equivocado. Durante un concierto con asistencia de público en el que se tocaba su Fantasía con coros, un clarinetista cometió un grosero error en un pasaje, momento en el que Beethoven, que lo dirigía, detuvo toda la circulación en medio de la autopista, lanzó una mirada envenenada al infractor y mandó repetir todo el pasaje ante el pasmo del respetable. Así lo contaba a sus editores Breitkopf y Härtel en carta del 7 de enero de 1809 (38 años): «Al principio los músicos estaban desmadrados, de forma que, por falta de atención, se equivocaron en la cosa más simple del mundo. Les paré al momento y les grité en voz alta: “¡Una vez más!”. Esto no les había pasado nunca; el público mostró su contento».
Es que con la música de uno no se admitía el más leve error. La mínima alteración de la partitura era tomada con el pavor de Guillermo Tell dejando a un tuerto la ballesta y en manos de la Providencia el siguiente abrazo a su hijo. Contaba el valiente pianista Robert Schmitz cómo estuvo trabajando con Debussy durante una semana un pasaje que se componía a lo sumo de uno o dos compases, añadiendo que las indicaciones que este daba al intérprete eran tan originales como confusas: «Tóquelo de manera peculiar, pues de lo contrario las vibraciones favorables de las otras notas no serán escuchadas estremeciéndose a la distancia en el aire». No quiero pensar en la transfusión que Schmitz necesitó tras la sangre sudada aquellas dos semanas.
Händel no tenía precisamente la paciente verborrea de Debussy. Cuando en mitad de un ensayo la soprano Francesca Cuzzoni, disconforme con la melodía, se negó a cantar el aria de Falsa immagine, de su ópera Ottone, el compositor emuló el barritar de los elefantes, arrastró a la prima donna hasta una ventana y allí escenificó de una forma muy real la defenestración mientras gritaba: «Sé que es usted un auténtico demonio femenino, pero yo le demostraré que soy Belzebú, el jefe de los demonios».
Las mismas iras podían desatarse cuando los atropellos se cometían con la música de un compositor con el que, de puro amado, se compartía el mismísimo tuétano, la duramadre y todos los órganos clasificados por la anatomía de la época. El dramaturgo Ernest Legouvé dejó testimonio de lo visto durante una representación de El cazador furtivo, de Carl Maria von Weber:
Uno de nuestros vecinos se levantó del asiento e inclinándose hacia la orquesta gritó a voz en cuello: «¡Ahí no se necesitan dos flautas, brutos! ¡Se necesitan dos piccolos [dos flautines]! ¡Dos piccolos!, ¿me oyen? ¡Oh, qué brutos!». Dicho esto volvió a sentarse, con una expresión profundamente indignada en el rostro. En el tumulto general provocado por esta explosión me vuelvo y veo a un joven temblando de pasión, las manos entrelazadas, los ojos llameantes y una cabellera…, ¡qué cabellera! Parecía un enorme paraguas de cabello, proyectando algo parecido a un toldo móvil sobre el pico de un ave de presa.
Hablaba, cómo no, de Berlioz.
UNAS BARAJAS LLENAS DE BASTOS
En ocasiones las explosiones iban precedidas de pólvora aparentemente mojada, minucias a priori indetectables al radar de la cólera, echando por tierra la lógica tal como Aristóteles la había dejado planteada, lo de que «a tal causa, tal efecto». En el caso de algunos compositores la causa era cola de ratón y el efecto cabeza de león. Sumamente desconcertante (y bien disculpable, dadas las circunstancias) fue la reacción que presenció Madeleine Milhaud, esposa del compositor francés Darius Milhaud, cuando un buen amigo de la familia llamado Erik Satie agonizaba en el Hospital de Saint-Joseph, siendo la destinataria de encomiendas tan personales como la de ir a recoger su ropa limpia a la casa de la portera. El caso es que cuando madame Milhaud llegó a la habitación del hospital con el paquete, Satie lo abrió, contó el contenido y montó en cólera «porque sólo había 98 pañuelos, cuando al parecer había dado a lavar 99 o 100». Es de entender semejante reacción cuando se estaba al borde de la muerte y la única herencia a dejar eran aquellos pañuelos, un par de zapatos y unos trajes gastados.
El danés Lauritz Melchior, considerado el tenor wagneriano por antonomasia, rugía de rabia cada vez que alguien pronunciaba o escribía mal su nombre o su apellido, hasta el punto de llevar consigo durante una época una tarjeta impresa que entregaba ceremoniosamente a todo aquel que cometía un error al respecto. El texto decía así: «Hay un tenor grande y jovial / que se halla triste muy rara vez: / esto sucede cuando oye que / alguien su nombre pronuncia mal. / Ante tamaño y profundo error, ruge de ira Lauritz Melchior». Aquello siempre era mejor que arrojar un guante y citarse a campo abierto de madrugada…
El compositor y violinista belga Henri Vieuxtemps se sentía protegido, más que con su fama, con un bastón cuyo extremo inferior finalizaba en un pincho de acero. Cuenta en sus memorias Enrique Arbós que siempre llevaba ese bastón en sus paseos y que se servía de él para perseguir a todo el que despertase sus iras, pero también para obtener patentes de corso, ya que solía acceder a los teatros sin localidad y no había quien le detuviera cuando agitaba aquella arma en el aire y pronunciaba en voz alta las palabras mágicas: «Je suis Vieuxtemps!». Según Arbós, en el conservatorio de Bruselas, donde el feroz atacante era profesor, «tenía un alumno pequeño y menudo, a quien colocaba siempre entre sus rodillas mientras tocaba, y a la menor falta le retorcía las orejas a manera de clavijas o golpeaba frenético sobre su cabeza». Y no sólo esto; a veces escuchaba los ensayos de sus alumnos detrás de las puertas y si no le gustaba lo que oía entraba sigiloso para descargar golpes de madurez sobre sus cabezas. De vivir Vieuxtemps en nuestros tiempos hubiera sido un profesor de música muy apreciado en cualquier centro penitenciario de nuestro país.
Más que educación era dignidad lo que pedía a gritos Pablo Casals. De familia humilde no era de los que gustaba recibir en bandeja de plata el producto de sus honorarios, sino en una bolsa del supermercado. Quedó al descubierto su sentido de la sencillez, pero también su pasión pugilística frustrada, cuando tras un concierto en Viena vio cómo el empresario se presentaba en el camerino con una bandeja de billetes y se la alargaba con estas palabras aparentemente ajustadas a la situación: «Su caché. El concierto ha sido un éxito». Casals reaccionó añadiendo al final de la primera palabra una «e» y de una bofetada mandó la bandeja y los billetes al suelo. El chelista habría sido el ídolo de Herr Schönberg de haberse enterado de esta bravata.
Y he aquí la furia, dueña del ruido del que hablaba Faulkner para alzar en su famosa novela un binomio imposible de existir en los callados templos de la música, donde sus dueños entraban vociferando pero sólo para que la belleza pudiera oírse en el rango de la perfección que se merecía. Casi cuesta respirar después de comprobar la alta tensión en la que zumbaban los clásicos, y uno se pregunta para qué, para qué tantos minutos y horas, ensayos e insomnios, jaquecas y desesperación en pos de un fraseo de unos segundos, de media docena de compases perdidos en el tiempo que ahora nos toca y agotados en la indiferencia clasificadora de los oídos que por entonces los recibieron y al instante los olvidaron. De nada servía componer si lo compuesto no sonaba al barro que emergía en el torno de sus cabezas, como tampoco si el alma, la maldita alma que se había plasmado en la partitura bajo la obra, como un código invisible, no sonaba superpuesta a la música. La cólera sólo era una voz de alarma, la voz del alma desterrada clamando por su repatriación. La persecución de la perfección era el mejor entrenamiento para sacudirse la neurosis e ir en pos de la utopía, que es el más sano desequilibrio al que puede aspirar un creador. Ellos lo sabían y viajaron montados en el vehículo más veloz de que disponían: la cólera, uno de los cuatro humores hipocráticos, pero, sobre todo, uno de los cuatro jinetes del Apocalipsis, el de la guerra, reducido a una guerra ontológica donde el hombre y su obra se han enfrentado por parecerse y así pasar uno y otra desapercibidos para la muerte. Los gritos que hemos escuchado en este capítulo sólo podían ser gritos de victoria, aunque seguramente ninguno de ellos lo sabía entonces.