Capítulo 3
Oídos en plena forma…
y en forma plana
El oído humano no es ningún misterio para el otorrino, pero el oído del músico, en cuanto sobrehumano, sume al sector médico en el más completo desconcierto. La memoria es susceptible de mayor o menor educación mediante ejercicios prácticos que rayan la coerción; sin embargo la ultrasensibilidad receptivo-intelectiva del oído tiene mucho de genético. Es como el caparazón de las tortugas o la tinta del calamar, pero ello en un mundo a la inversa donde la generalidad de las tortugas y de los calamares nacieran sin esas armas de protección. Al músico le protegen su oído y su memoria, y en el momento en que alguna de las dos hace aguas pliega sus bártulos y se sienta en dique seco a ver pasar la vida, no la suya, sino la de los demás. Se nace con determinadas facultades ultradesarrolladas como se nace con un determinado coeficiente intelectual que nos confiere una neta responsabilidad en cuanto a su conservación y potenciación. Pero el oído absoluto es otra cosa. El músico nace con él, ha crecido con él en el útero materno y hasta ha podido identificar en qué momento el burbujeo del líquido amniótico sonaba en mi bemol mayor o en do sostenido mayor. Y además, caramba, lo recuerdan. Hablamos de seres absolutamente excepcionales como la humanidad no ha dado en sus cuatro millones de historia. Bueno, también están los futbolistas, pero esa es otra historia, que en la nuestra no merecen ni un pie de página. El oído en el músico se configura como un determinismo orgánico y no es susceptible de educación; es el oído el que condiciona a su poseedor convirtiéndolo en un ser ubicable en un plano diferente al del común de los oyentes, y ese determinismo orgánico es el que propende a determinados genios a la dedicación de una actividad concreta.
En algunos casos estas facultades eran advertidas en la más tierna infancia, de modo que la sorpresa en los hogares era descomunal. Casi me siento avergonzado de mi delectación cuando mi hija de tres años leyó su nombre en una pizarra, y la comparo con la de los padres de Arthur Rubinstein cuando a los dos años le colocaban de espaldas al piano y pulsaban un acorde de diez notas unísonas, que luego el niño identificaba sin error: do, re bemol, fa sostenido, la natural, etc, etc. Invito a los lectores con hijos pequeños a hacer la misma prueba casera sin falta de tener un piano al lado: siéntenlos junto a la ventana, esperen al primer bocinazo de un vehículo, y si el pequeño ha sido capaz de identificar que proviene de un punto definido muy calle arriba, justo entre el supermercado y la tintorería, envíenlo inmediatamente al conservatorio.
PADRES ESCUCHANDO A HIJOS Y, ¡SORPRESA!, HIJOS ESCUCHANDO A PADRES
Eso fue lo que hicieron los padres de Rubinstein y, seguramente, los de Chaikovski al comprobar lo que ocurría cuando pulsaban a sus espaldas una tecla de las ochenta y ocho y el niño adivinaba de qué nota se trataba. Sorprende entonces que treinta y cinco años después Chaikovski reconociera que existía una combinación instrumental a la que su oído era, sin embargo, refractario, incapacitándole incluso para componer nada en tales registros. Así se lo contaba a su amiga invisible Nadezna von Meck en carta de 26 de octubre de 1880:
Me pregunta por qué no escribo nunca tríos. No se inquiete por mí, amiga mía; le proporcionaría de buen grado ese placer, pero ello es superior a mis fuerzas. En efecto: por una particularidad de mi aparato auditivo no puedo soportar la unión del piano con el violín y el violonchelo. Me parece que los timbres de estos instrumentos se hurtan unos a otros. No puedo explicarme este hecho fisiológico; sólo puedo confesarlo.
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Los dos enemigos más temibles para Chaikovski: el miedo a morir y los tríos musicales.
Quizá había algo de pose en esta queja porque al año siguiente, espoleado por la humillación de su confesión, reprogramó debidamente sus principios morales para acostar juntos a los tres instrumentos, y del feliz ayuntamiento surgió un trío que dedicó «a la mémoire d’un grand artiste», refiriéndose a Nikolai Rubinstein.
En otros casos los niños ya no tenían edad para jugar y ponían a los padres en su sitio. Ni adivinanzas, ni espectáculos circenses, ni vanidosos desafíos al teclado ante los amigos en veladas dominicales. En algunos hogares la vida era al revés y la disciplina la ponía el niño, lo que sólo era posible si el progenitor era un visionario al que no le importaba someterse. Había un niño que se llamaba Niccolo y andaba por su casa de Génova con una fusta detrás de su padre, Antonio Paganini, a pesar de que éste era estibador de muelle. Él fue quien con seis años dio a Niccolo las primeras enseñanzas de mandolina y violín, pero el oído hipersensible del alumno le hacía enfurecerse cada vez que su profesor desafinaba, así que las clases finalizaban con el pupilo corrigiendo al maestro. Aquel niño hubiera sido feliz en compañía de otro nacido veintiséis años antes, que a los cuatro años había desarrollado tal receptividad de oído que podía advertir cuándo un violín estaba desafinado un cuarto de tono. Nos referimos a Mozart, por supuesto. Su prodigioso sentido era recordado cinco meses después de su muerte por el violinista Andreas Schachtner, quien contaba por carta a la hermana de Wolfgang, Mariana, cómo en una visita a la familia Mozart el pequeño genio le había recordado de su anterior visita que su violín estaba un cuarto de tono desafinado respecto del suyo. «Me eché a reír, pero vuestro padre, que conocía la extraordinaria sensibilidad y memoria musical del niño, me pidió que fuera a buscar mi violín para ver si tenía razón. Lo hice, y así era». Casos como los de Mozart o Paganini eran verdaderas rarezas; no sólo hubieran sabido ubicar el lugar exacto del bocinazo, sino también si el impaciente conductor había pulsado el claxon con la mano abierta o con ella cerrada.
En ese sentido los músicos de oído privilegiado eran más parecidos a tahúres que a otra cosa. Su tercer ojo estaba perdido, pero muy despierto, en algún lugar entre el tímpano y la trompa de Eustaquio, y en ese reducto algunos eran inexpugnables. Brahms se deshizo en halagos hacia Clara Schumann tras la muerte de su marido, y entre ellos descollaba el de protección. Si a la feraz aritmética de Brahms se sumaban protección y admiración, el resultado era un martirio con más agujeros que el de san Sebastián. Una de las cualidades de Clara que más le deslumbraba era su prodigioso oído interno, según testimonió uno de los nueve hijos del matrimonio, Eugenia. Cierto día en su casa familiar de Fráncfort oyó a su madre tocar unas piezas en el salón, de forma que al entrar se encontró con que…
[…] Brahms estaba sentado frente a ella y parecía impresionado y conmovido […]. Al cabo de un rato Brahms me pidió que le diera el tercer volumen de las sonatas de Beethoven para consultar una cosa. Me dirigí al musiquero de mamá y le llevé lo que me pedía. Buscó una página determinada y luego exclamó: «Es realmente increíble el oído interno de su madre. Vea usted esta nota; figura en todas las ediciones de las sonatas de Beethoven; yo siempre la he considerado equivocada. No hace mucho tuve la oportunidad de consultar el manuscrito de las sonatas y comprobé que mi juicio era acertado. Y ahora me encuentro con que su madre había corregido ya esa errata. Tiene una seguridad de oído como no había visto en ningún otro músico».
Lo que ocurría con Brahms eran dos cosas: que estaba perdidamente enamorado de la mujer de su mejor amigo y que por entonces vivía a finales del siglo XIX, lo que no le aventajaba para decidir si el siglo XVIII había estado plagado de discapacitados auditivos. Un oído interno que funcionaba como una espectrometría era el de Johann Sebastian Bach. Oía toda la música en la cabeza y no necesitaba materializarla simultáneamente al teclado. Sólo debía ser un escriba obediente. Afirmaba su hijo Carl Philipp Emmanuel en 1775, veinticinco años después de la muerte de su padre: «Salvo algunas de sus piezas para clave, particularmente cuando aprovechó el material de alguna improvisación sobre el teclado, él compuso todo lo demás sin instrumento, aunque luego lo probaba en alguno». Siento por J. S. que de los siete hijos que le sobrevivieron volviera a ser Carl Philipp quien persistiera en las virtudes del padre, esta vez ceñida a las sensoriales: «Nadie podía afinar y encanillar los instrumentos de tal manera que él se considerase satisfecho. Lo hacía todo personalmente. Percibía la más leve nota equivocada, incluso en los conjuntos más grandes».
ESCUCHANDO LA AGUJA EN UN PAJAR
Lo verdaderamente llamativo era la afición que algunos compositores tenían a alejarse del conjunto orquestal para apreciar en tres dimensiones el brillo del sonido, pero también para percibir con mayor nitidez el error de un solo instrumento y saltar sobre la yugular del músico desde el patio de butacas para reencauzar la circulación de su mala sangre. No se engañen. Muchos fueron los llamados a esta afición, pero pocos los escogidos. Rimski-Korsakov fue uno de ellos. En enero de 1895 la dirección de la Ópera de Kiev le había invitado al ensayo general del estreno de su obra Snegurotchka, así que hizo de agente controlador paseándose por el escenario entre los músicos hasta que en un momento dado del tercer acto oyó un motivo tocado por los primeros violines, repetido tres octavas más bajo por un contrabajista. Una vez localizado «me acerqué al contrabajista y comprobé que, en efecto, tocaba con arreglo a su parte. Hice parar la orquesta y pedí al músico que me mostrara su parte. Me di cuenta entonces de que el copista había encajado el motivo en la parte del contrabajo. Ordené al músico que no lo tocara y lo suprimí». Lo bueno que tenía un carácter afable como el de Rimski era que la sangre nunca llegaba al río… Lo mismo ocurría con el astringente Debussy. Era un ser privilegiado en muchos sentidos, pero su sentido mejor dispuesto era el del oído. En él guardaba una caja de resonancia como réplica de la gigantesca caja en que se configuraba el exterior, de manera que no había un solo sonido llegado de fuera que no reverberara allí dentro en la misma frecuencia. El pianista francés Robert Schmizt cuenta cómo en una ocasión Debussy asistió a uno de los conciertos de sus obras que aquél dirigió en París. Se representaba La damoiselle élue. Pero durante el ensayo ocurrió una fatalidad: un oboe tocó una nota equivocada. Debussy se contuvo y no dijo ni palabra, pero no bien terminó el ensayo se acercó al escenario, concretamente al oboísta, y tomando la partitura pasó las hojas, mirándole directamente a la cara. Luego colocó su dedo al azar y sentenció: «Usted tocó eso mal». Cuenta Schmizt que «cuando miré por encima de su hombro el lugar donde estaba apoyado su dedo, descubrí que estaba justo donde el oboe se había equivocado. Debussy conocía al tacto las hojas de su partitura».
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Para Debussy la mejor arma del compositor era un oído finísimo. En la fotografía se le aprecia tocando ante amigos en 1913.
En fin, los músicos de la Filarmónica de Nueva York también conocían al tacto la irritabilidad de Gustav Mahler, aunque unos más que otros. La culpa la tenía aquel finísimo oído, fuente de desgracias propias y ajenas. A algunos el sentimiento de culpabilidad no les deja vivir; a Mahler su oído tampoco. Uno de los violinistas de la orquesta, Hermann Martonne, desveló que el conductor «tenía la costumbre de señalar a algún músico desafortunado, correr hacia él, apuntarle a la cara con su batuta y gritar: “¡usted, usted! ¡Toque ese pasaje solo!”». Hay quien piensa que el mejor testimonio histórico de tiranía se halla en Vida de los doce césares, de Suetonio, y puede que tengan razón. La única diferencia es que ellos no tenían una batuta en la mano, pero Mahler sí una corona de laurel en la cabeza, lo que les acercaba peligrosamente. Con Bruno Walter hacía un equipo magnífico, sobre todo cuando Walter estaba lejos del escenario y desde allí colaboraba en malvadas delaciones. El compositor Egon Wellesz cuenta cómo asistió al ensayo de la segunda sinfonía, Resurrección, con motivo de la despedida de Mahler de la Filarmónica de Viena en 1907 para poner rumbo a América. En el primer movimiento existe un crescendo de toda la orquesta en el que los leves desajustes deberían pasar desapercibidos, pero al llegar al clímax Mahler los detuvo y dijo con toda naturalidad: «Algo no funciona en las maderas». Estaba paseando la mirada por las cuerdas seleccionando a quién arrojar desde el estrado su batuta cuando se abrió súbitamente la puerta de un palco y apareció Bruno Walter gritando: «El segundo oboe tocó si bemol en lugar de si natural». Puede que hasta fuera verdad, dado que, a la vista del suceso con Debussy, los oboes al parecer eran los que siempre pagaban el pato. Pero con quien no debía sentirse excesivamente a gusto ninguna orquesta era con Jascha Heifetz, un señor al que, para alivio de todas las orquestas, la providencia había puesto en las manos un violín en lugar de una batuta que sin duda hubiera utilizado como arpón a la menor disonancia de cualquier instrumento. Su oído era tan absoluto que podía diferenciar entre un la de la escala 440 y otro de la 441. Aún no tengo muy claro que esto sea un regalo más que una condena.
Verdaderamente había que tener un oído finísimo como para, comparativamente hablando, sentarse a la orilla de una playa y llegar a localizar el roce de las aletas de un pez en un punto concreto del agua. Existe una frase hecha de repetido uso para encontrar algún objeto perdido en un lugar remoto, como es buscar una aguja en un pajar. En el caso de los músicos la conversión léxica podría ser… ¡buscar una corchea desafinada en un tutti orquestal! Ya hemos visto que había quien era capaz de meter la mano en el pajar y pincharse a la primera. Barenboim nos narra el finísimo oído musical de su amigo Pierre Boulez, del que fue testigo en un ensayo con el francés en la tarima dirigiendo lo menos parecido a un moco de pavo: el Pelleas und Mélisande, de Schönberg, en la década de 1960. Ocurrió que en un tutti orquestal muy complejo Boulez paró la orquesta y señalando a sus víctimas dijo:
—Este instrumento está demasiado alto y aquel otro demasiado bajo.
Me quedé atónito —cuenta Barenboim en Mi vida en la música—. Yo había escuchado que no estaba bien, pero no lograba identificar cuál era demasiado alto o demasiado bajo; en cambio Boulez lo sabía perfectamente. Lo repitió y entonces el acorde sonó bien. El pianista le pidió después explicaciones y al parecer se sintió satisfecho. Yo no.
—Para eso hace falta experiencia —aclaró Boulez—. Por ejemplo, si no escuchas un acorde con mucha claridad o mucha nitidez limítate a decir lo que pienses en ese momento, que esto suena demasiado alto y que aquello suena demasiado bajo. Puede que tengas razón y entonces lo sabrás para la próxima vez.
Acabáramos [dice Barenboim]. Al final va a ser que no se trataba de una cuestión de superioridad sensorial, sino de sinceridad con uno mismo.
Otro bello ejemplar con un oído excepcionalmente caro en
cualquier subasta por el que se pujase era Dmitri Shostakovich. El
director y compositor Alexander Gauk dio testimonio del mismo.
Subido a la tarima en la Gran Sala del Conservatorio de Moscú, se
ensayaba una de las sinfonías de Shostakovich cuando de pronto este
se le acercó presuroso y con un gesto
de consternación le dio el siguiente mensaje: «Alexandr
Vasílievich, el segundo violín del tercer puesto de los primeros
violines ha tocado un fa sostenido en lugar de un fa natural». Gauk
hizo las oportunas comprobaciones y, en efecto, así había sido. Ya
un compañero de conservatorio de Shostakovich, Bogdanov, refería en
sus recuerdos hacia 1966 que «la precisión de su oído era similar a
la de los instrumentos acústicos más sensibles, y su memoria
musical funcionaba como un magnetófono». El propio Shostakovich
encomiaba a su vez el oído de otros compositores, como el de
Glazunov. Le refirió a su biógrafo Volkov que aquél tenía un oído
«absoluto, perfecto», y es que: «Tú ibas al examen, Glazunov estaba
allí. Tocabas y era fantástico, incluso te sentías satisfecho
contigo mismo. Pero después de una pausa llegaba el murmullo de
Glazunov. “¿Y por qué se permitió usted las quintas paralelas entre
el acorde en 6/5 del 2.º grado y el inmediato acorde tonal en 6/4?”
Silencio. Glazunov cazaba todas las falsas notas, intachablemente;
no importaba dónde estuvieran». Toda una proeza para quien solía
quedarse dormido en medio de la clase, asomando por su bolsillo un
botellín de vodka.
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Shostakovich poseía un oído absoluto que era la envidia de sus colegas.
Brahms y Schopenhauer compartían una rareza auditiva excepcional: ambos deploraban lo que podríamos llamar una pésima educación tonal. Si para Schopenhauer la máxima era «no proferirás el nombre de Kant en vano», para Brahms era «amarás la unidad tonal sobre todas las cosas». Él lo hacía, incluso por encima de Clara. Con el músico lo recomendable era ponerse de acuerdo antes de compartir mantel con él, mucho más si uno tenía la desgracia de tocarle a su lado. Brahms inauguró lo que podríamos llamar oído viperino. En una cena de sociedad se le colocaron a izquierda y derecha dos mujeres que a su gusto hablaban más de la cuenta. Pasado un rato uno de los invitados percibió la indignación pintada en su rostro y le preguntó tras la cena qué era lo que tan a todas luces le había incomodado. La respuesta del misógino Brahms fue perfectamente comprensible: «¿Cómo no iba a sentirme molesto? ¡La dama de mi derecha hablaba en mi mayor y la de mi izquierda en mi menor!». Al maniático Verdi le ocurría exactamente lo mismo. En una entrada del Diario de su esposa Giuseppina Strepponi de 4 de enero de 1868 (contaba Verdi con 55 años) está escrito: «A Verdi le irrita el tono de voz de las personas, tanto si es muy bajo como si es muy alto, así que ¡siempre me pregunto cuál será el ambiente en el que pueda sentirse a gusto!». Si es que hay acordes o tonalidades que claman al cielo… Por ejemplo, el acorde de cuarta y sexta, tal como los lectores ya habrán adivinado. Johann Christian Bach, hijo de J. S., podía escupir en el suelo de casa, llegar de la cantina un poco bebido, faltar a misa algún domingo… Vamos, que todo le era perdonado. O casi todo. Hay una noticia recogida por C. F. D. Schubart en su Deutsche Chronik (Ulm, 16 de enero de 1775), detallando cómo le contó Johann Christian que: «En cierta ocasión estaba yo improvisando de forma meramente mecánica al teclado y terminé con un acorde de cuarta y sexta; mi padre estaba en la cama y yo creí que dormía. Sin embargo se levantó, y tras darme una bofetada resolvió el acorde». Se ve que la cólera de los dioses no sólo era patrimonio de Aguirre. Esa crónica se halla en patológica consonancia con otra de C. F. Cramer, en Menschliches Leben (Kiel, 26 de octubre de 1793): «Cuando por la noche (J. S. Bach) se iba a la cama tocaban los tres hijos por turnos (Johann Christian, Carl Philipp Emanuel y Wilhelm Friedemann), como lo había dispuesto él, hasta que se dormía. Con J. Christian era con el que se dormía más fácilmente, a no ser que el enfado lo mantuviera despierto».
Richard Strauss sin embargo amaba la tonalidad en re bemol mayor. Refiriéndose a su ópera Danae como la última que pensaba componer comentaba a Clemens Krauss respecto a la escena final: «¿No es este re bemol mayor el mejor broche para cerrar la obra teatral de toda mi vida? ¡Uno no puede terminar su vida más que con un testamento!». A su decir, dicho tono representaba lo triunfal y lo sublime, razón por la cual ya lo había utilizado en el trío final de El caballero de la rosa.
Pero es que la exacerbación de aquellas facultades podía dar lugar a verdaderas alucinaciones auditivas. Sería un tópico decir que, así como los impresionistas del género pictórico se afanaban por localizar el color adecuado en función de la posición del sol, los músicos soñaban con hallar la célula melódica adecuada, que en algunos casos se quedaba en una sola nota, en dos a lo sumo, notas que sonaban obsesivamente en sus cerebros como tañidos monótonos de una campana. En el caso de Wagner su monótona gotera fue un mi bemol mayor que le martirizó después de una travesía en barco de vapor desde Génova a Spezia, proceso agravado por una disentería causada, según él, por una profusa ingesta de helados. Al llegar a destino buscó un albergue para entregarse a un sueño reparador, pero lejos de ello, según nos cuenta en su Autobiografía, «este no apareció; en cambio me sumí en una especie de estado sonámbulo en el cual recibí de repente la sensación como si me hundiera en un agua que corriera rápidamente. El murmullo de la misma se me representó pronto con el sonido musical del acorde de mi bemol mayor, que ondulaba continuamente formando olas figurativas; estas olas se manifestaban como figuraciones melódicas de un movimiento en aumento, pero nunca se modificaba el acorde perfecto de mi bemol mayor». Wagner era un genio, con o sin opiáceos sobre la mesita de noche, así que aquello debía de tener un propósito, cómo no: «Al punto reconocí que se había abierto paso en mí, tal como lo llevaba dentro pero sin haberlo podido encontrar exactamente, el preludio orquestal para El oro del Rin». Al desgraciado Schumann la instalación en su cabeza de dos notas no fue síntoma de oro alguno, sino de plomo. El 10 de febrero de 1854 se le enquistaron un do y un fa sostenido, primero de forma aislada y luego en forma de acorde. Aquello no podía ser un pronóstico halagüeño, y así días después empezó a escuchar melodías venidas del más allá y a ver tigres y hienas, hasta que el 21 de febrero confesó a Clara que en el más acá las cosas no iban mejor, ya que se culpaba por ser un delincuente cuya única mortificación para salvarse era leer la Biblia.
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En los últimos meses de su vida un do y un fa sostenido fueron la cruz de Robert Schumann. Clara y él firmaron la felicitación conjunta de 1847 que aparece en la fotografía, costumbre que conservaron hasta que la enfermedad del músico los separó.
El problema era cuando una nota se metía en la cabeza y no había forma de rentabilizarla arrojándola a algún compás memorable. Al perfeccionista Debussy esa gestación podía llevarle muchas horas. Su pianista fetiche, Marguerite Long, cuenta como en una ocasión que fue de visita a su casa para preparar un recital con sus obras se lo encontró en medio del salón, espetándole en cuanto la vio: «¿Se da cuenta?». La pianista se sobresaltó. No sabía a qué venía la parca advertencia, de manera que le pidió alguna aclaración, que ni en un millón de conjeturas la Long hubiera adivinado: «¿Usted sabe que el do sostenido debe interpretarse piano? Estuve pensando en ello toda la noche». Se refería al Mouvement, la tercera pieza del primer cuaderno de Images…
Está visto que la orfandad de los músicos no era quedarse sin padres; era quedarse sin oído. En la vida de los músicos la parábola del hijo pródigo no finalizaba con el vástago regresando a casa del padre, sino los sonidos al laberinto auditivo del hijo, donde la música pudiera desenvolverse con la autoridad del Minotauro. Si el santo y seña para el concertino de una orquesta es el la, no quiero pensar la bandada de ángeles convertidos en señales que hubiera necesitado Beethoven para distinguir la primera nota de la segunda en su Novena sinfonía y echarlas a rodar contra la tercera y la tercera contra la cuarta en un dominó gigantesco obediente sólo a las reglas de una intuición musical gigantesca. Distinguir diez notas al unísono en un solo acorde quizá sea una proeza, pero no más que la de distinguir como distingue una madre entre miles de olores el de su hijo pequeño. El sistema límbico del cerebro es una caja de sorpresas donde una vez habitó Pandora, sin males que la contuvieran, porque en la cavidad craneal de los compositores era una inofensiva caja musical. El oído absoluto no era en ellos más que el gusto absoluto, la visión absoluta, el tacto absoluto y, en fin, la exasperación de los sentidos en una miscelánea que les hacía poseedores de sinestesias sin necesidad de distinguir ni reconocer los colores. La sinestesia del oído aún no ha sido advertida por los biólogos; pero yo tardo en sentirla lo que tardo en extraer de mi estantería y colocar en la bandeja del compacto uno de esos brillantes planetas ultraplanos que para los ciegos astrofísicos son imposibles de ubicar en la parte más noble del universo conocido.