Capítulo 2
2
Volver a Inglaterra fue algo así como echar un vistazo a una vieja cicatriz y descubrir que la herida ha vuelto a abrirse y está llena de pus. La había apartado de la mente, me había negado a pensar en Eliza y en la situación que había dejado atrás. Al fin y al cabo, en Italia tenía ya una nueva vida: tenía proyectos, ambiciones, y un libro que escribir.
Pero cuando el avión empezó a describir círculos en el cielo gris, ladeándose para ofrecer ocasionalmente un atisbo del campo que había abajo, parcelado hasta el extremo de que parecía hecho de remiendos, empecé a sentir náuseas y la boca seca, biliosa. Cerré los ojos y vi a Eliza, me recordé a mí mismo pasándole los dedos por el brillante pelo azabache y trazando con la lengua el sendero de la vena que le bajaba por el cuello. Eliza abría los ojos, y era como un resplandor azul claro. Otra imagen: estábamos los dos en la cama, ya era casi de día y una luz muy débil se filtraba en el dormitorio. Me acerqué a ella, pero al tocarla su cuerpo se puso tenso. Escuché su respiración tensa, leve, superficial. Ella encendió la lamparilla que había junto a la cama y se volvió hacia mí, seria. Pasaba algo. Las cosas no marchaban bien entre nosotros, estaría de acuerdo, ¿verdad?
Pero ¿de qué me hablaba? Yo pensaba que nos iba bien. No, mucho mejor que bien. Creía que nuestra relación era extraordinaria, que seguiríamos juntos hasta… Ni me cabía en la cabeza que pudiéramos separarnos nunca. Así de unidos pensaba que estábamos.
En los últimos días ella había notado que se abría entre nosotros una pequeña brecha, una distancia que se temía que no haría más que crecer con el tiempo. Sabía que no era culpa mía, porque yo no lo podía evitar. Que aquel tipo de problemas, que mi dificultad para comunicar (pero ¿de qué estaba hablando?) y para sentir empatía con otras personas eran algo difícil de soportar. Seguramente era a consecuencia de algo relacionado con mi infancia. Tal vez no comprendiera nunca la raíz de todo ello. Tal vez aquélla era simplemente mi manera de ser.
Al principio, mi desconexión del mundo que me rodeaba le había parecido casi divertida, le incitaba a quererme, me explicó. Pero al cabo de un tiempo había empezado a darle rabia. Y en esos momentos tenía dudas sobre el futuro de nuestra relación. No, no es que hubiera conocido a ningún otro, me dijo. No, de verdad que no, aseguraba.
La recuerdo allí tendida, desnuda, con su piel casi traslúcida, blanca como la perla. Los rojos labios le temblaban, y también las manos. Me dijo que le estaba haciendo daño, de verdad me haces daño, insistió, para. Pero tenía que hacerle comprender qué absurdo era lo que me decía. Ella no hablaba de nosotros, eso le dije. Lo que hacía era contarme los problemas de otra pareja de conocidos.
Creo que le inmovilicé las muñecas. Sé que no se podía mover, que estaba rígida. Parecía un cuadro, tan hermosa, como muerta. Yo estaba tremendamente excitado. La penetré, pero ella se resistía. Empezó a chillar, a lanzar alaridos flojos como el llanto de un niño, pero había un reproductor de cedés junto a la cama y no tuve más que encenderlo y subir el volumen.
Estaba convencido de que al final cambiaría de opinión. No podría vivir sin mí. Saltó de la cama y se fue al baño. Oí el agua de la ducha y sus sollozos.
Ya no me dejaría, de eso estaba seguro.
Cuando salió del baño (tenía los ojos vidriosos, extraños), le dije lo mucho que la quería. Echó la cabeza hacia delante y se tapó la boca con la mano. No pude oír lo que dijo, pues sus palabras salieron amortiguadas y confusas, pero creo que me explicaba cuánto me quería ella también a mí. Cruzó el dormitorio para ponerse la ropa. Tenía que salir, me dijo. Sólo para comprar leche. Estaría de vuelta en un par de minutos. Era viernes y me moría de ganas de pasar el fin de semana junto a ella.
Esperé a que volviera, desnudo e inmóvil a un lado de la cama, pensando que si no me movía el tiempo dejaría de correr, o al menos lo haría más despacio. Se me puso la carne de gallina por las piernas y los brazos. A cada crujido de la escalera o sonido de la puerta de la calle, levantaba la cabeza, impaciente, confiando en que fuera ella. Seguro que se habría encontrado con alguna amiga y habrían entrado en un bar a tomar un café. Habría decidido asistir a una conferencia y luego habría entrado en la biblioteca. Se habría caído y se habría hecho un corte en la rodilla y la habrían tenido que llevar a urgencias. Por la mente me fueron pasando las suposiciones más desbocadas, como si tuviera alucinaciones, y cada una resultaba más verosímil que la anterior.
Pero Eliza no volvió aquel día. La luz del sol se desvaneció del dormitorio, y yo me quedé sentado a oscuras, escuchando los sonidos de la ciudad.
Antes que nada, tenía que verla. Aunque sólo fuera para convencerme de que había existido, de que no lo había creado yo todo dentro de mi cabeza.
Tras adquirir otro móvil en el aeropuerto de Stansted y cambiar los euros en libras, cogí un tren para la estación de Liverpool Street y después un metro a Londres norte. Salí del calor sofocante del subterráneo en Kentish Town. Un cielo grasiento, entre negro y amarillo, despedía gotas de llovizna. En la boca de la estación había un borracho sentado en su propia meada, sonriendo. Una mujer con la cara de un niño angelical y el cuerpo de una muchacha preadolescente levantaba la mano para pedir dinero. Cuando le deposité en la mano una moneda de una libra, su rostro sin arrugas sonrió entusiasmado.
Había recorrido tantas veces el camino desde la estación al apartamento que había quedado inscrito de manera indeleble en mi cerebro: la primera a la derecha, a la izquierda nada más pasar el bar, recto por las casas pintadas de colores pastel y la tienda de la esquina, y después la segunda a la derecha. Al recorrer los últimos pasos de nuestra calle, mi mano se internó de manera automática en el bolsillo del vaquero en busca de la llave. Pero, naturalmente, la llave no estaba allí. Las cosas habían cambiado desde la última vez.
Me paré junto a uno de los árboles de la calle y me interné en la sombra. Había una luz encendida en lo que antes era nuestro dormitorio, en el apartamento alquilado del edificio. ¿Estaría ella allí, en el dormitorio, en aquel momento? ¿Estaría con él? ¿Qué le estaría haciendo él a ella? Tenía que haberle lavado el cerebro, ¿cómo si no podría querer estar Eliza con un hombre que por su edad podía ser su padre? La barba roja acariciándole el cuello, su cuerpo fofo restregándose contra el de ella: aún no podía entender que lo prefiriera a mí.
No sé cuándo exactamente comprendí lo que sucedía. Desde luego, no aquel día en que Eliza se fue. La llamé muchas veces al móvil, pero siempre saltaba el contestador. Marqué el número de sus padres, hice levantarse a su padre, que me prohibió volver a contactar con Eliza. Apártate de ella, me dijo, no quiere verte. No quiere ni que te acerques a ella. Si fuera por él, habría llamado a la policía. Le pregunté si ella había tenido algún problema. Me respondió que me dieran por culo y me colgó el teléfono.
El lunes teníamos una conferencia que versaba sobre: «Tarquinio y Lucrecia: representaciones de género y poder en la pintura italiana del cinquecento». Allí podría verla y preguntarle qué pasaba. Obviamente, había hecho algo que le había molestado, pero tal vez podríamos arreglar las cosas, solucionarlas. Comportarnos como adultos, en fin. Me lavé y me vestí, me peiné cuidadosamente y cogí el autobús para la universidad. Llegué temprano a la sala de conferencias. Me sobraban unos quince minutos, así que me dirigí a la cafetería, donde pensé que tal vez pudiera verla. Al entrar, vi que algunos compañeros me miraban con recelo. Jackie, una amiga íntima suya, estaba sentada en un sofá con otra amiga cuyo nombre no pude recordar. ¿Había visto a Eliza? Me miró con un desprecio nada disimulado. Me preguntó cómo demonios me atrevía a aparecer por allí después de lo que había hecho. Si dependiera de ella, me encerrarían por el resto de mis días. Pero antes me haría cortar los huevos.
No sé lo que les habría dicho Eliza, pero todo el mundo me dejaba muy claro que yo no era santo de su devoción. Permanecí en mi sitio durante toda la conferencia, hasta tomé algunas notas, pero no fui capaz de concentrarme realmente. Tal vez la había tratado con brusquedad. Eso no estaba nada bien, lo admito, pero tampoco quería decir que hubiéramos terminado, ¿o sí? Si pudiera decírselo para hacerle comprender…
No importa hacia dónde mirara ni a quién preguntara, no conseguía encontrar a Eliza. Recorrí los pasillos de la facultad y salí a la calle sintiéndome perdido, abandonado. Intenté persuadirme de que no pasaba nada, de que sólo habíamos tenido una discusión sin importancia, pero cuantas más vueltas le daba más grave me parecía.
Aparecieron recuerdos en mi mente que me punzaban con ideas de felicidad pasada. La primera vez que hablamos: le había pasado una nota a ella en medio de una conferencia diciéndole cuánto me gustaba su falda, un colorido diseño mejicano con espejitos cosidos a las costuras. Son para mantener alejado al diablo, me dijo, y entonces se rió, y sus ojos claros brillaron como la luz del sol en el hielo. El primer beso: habíamos salido a tomar algo e íbamos paseando por Covent Garden. Nos paramos junto a un viejo carretón de madera del mercado. Yo estaba nervioso, pero ella alargó la mano y me tocó. Esa noche, más tarde, hicimos el amor por vez primera. Yo no lo había hecho antes. Mi vacilación, su calidez, su confianza.
No podía aceptar que ya no la vería más.
Aquel día en que todo cambió para siempre, volví corriendo al apartamento, convencido de que ella estaría allí. Al acercarme, la llamé por teléfono. Desde el otro lado de la calle, miré hacia arriba y vi una sombra que se movía por el salón, pero el teléfono siguió sonando y no lo cogió nadie. Saqué las llaves, introduje la de la cerradura superior, pero entonces algo la bloqueó. La saqué y comprobé que fuera la correcta. Mientras revolvía entre mis llaves, vi que en el suelo había virutas de madera pintada de verde, finas astillas de madera retorcida, como un nido de culebrillas en el escalón de la puerta. Eliza había cambiado las cerraduras.
Golpeé en la puerta, desesperado por verla. Grité su nombre. Marqué una y otra vez el número de su móvil, pero ella no respondió. Le dije que no me movería hasta verla. Esperé y esperé hasta que al fin oí pasos en el pasillo. Había cambiado de idea: iba a dejarme entrar. Todo volvería a la normalidad, me diría lo tonta que había sido y cuánto lo sentía, y me rogaría que volviera con ella.
Se abrió la rendija para las cartas y salió por ella un sobre blanco. Intenté alcanzar los dedos, cogérselos a través de la delgada abertura, pero volvieron a alejarse de allí los pasos y me quedé a solas con la carta. No iba a presentar cargos, decía. Sólo quería que la dejara en paz. Si yo intentaba establecer contacto o hablar con ella, daría parte a las autoridades universitarias e incluso avisaría a la policía. Lo único que me pedía era que no me acercara, que no me acercara nunca. Quedaba ya poco para los exámenes finales, no nos quedaban más que un par de meses de clase, y no tenía intención de acercarse a la facultad. Estudiaría en casa. Mis cosas, así como los regalos que le había comprado (algún cedé y alguna película antigua en vídeo, la bonita pero barata cadena de oro…) se los daría a alguno de sus amigos, que se encontraría conmigo en la facultad. Cuando terminara el curso, seguramente no volveríamos a vernos nunca.
La verdad es que había pensado en todo: tan eficiente y resuelta como siempre.
Aquellas palabras me penetraron como metralla. Al terminar de leer, esperé ver caer en la carta gotas de sangre negra derramadas desde las cuencas de mis ojos. Leer la carta me hizo tambalearme, y volví a la calle perdiendo el equilibrio, como si los polos magnéticos de la tierra se desplazaran bajo mis pies. Durante el camino de regreso al metro, me parece que vomité en el jardín delantero de alguna casa.
Estaba allí de pie, observando el apartamento, recordando aquella escena acaecida unos meses antes. No quería hacerle daño. En absoluto. Me bastaba verla un instante. Nuestra ruptura era algo que tenía completamente superado, desde luego, pero sería un poco tonto hacer todo aquel camino para después no verla. Desplacé el peso de mi cuerpo de un pie a otro y levanté un poco la mochila que quedaba aprisionada entre mi espalda y el árbol en que me apoyaba. De vez en cuando pasaba alguien por la calle, me veía y, pensando que podía ser un atracador, se cambiaba de acera. Después de esperar una media hora (para entonces me sentía parte integrante del paisaje, tanto como los árboles que se alineaban a lo largo de la calle), se abrió la puerta de una de las casas que tenía más cerca. Salió un hombre que se dirigió a mí. Llevaba gafas, aparentaba cincuenta y pocos años, y llevaba puesto un jersey azul de cuello de pico. Como no lo reconocí, supuse que debía haberse ido a vivir allí hacía poco tiempo.
—Perdone. —Hablaba con acento de clase alta—. ¿Se encuentra bien?
Desde luego, no le preocupaba en absoluto mi bienestar, tan sólo quería comprobar que no tenía intención de entrar a robar en ninguna de las casas.
—Sí, siento haberle preocupado. Es que acabo de llegar en avión, y mi amiga, que vive allí —dije señalando el apartamento de Eliza—, no se ha enterado de a qué hora llegaba mi vuelo. Estoy esperando a que regrese a casa.
—¡Comprendo! Bueno, que le vaya bien —dijo sonriendo, claramente aliviado—. Buenas noches.
—Buenas noches.
No había pensado dónde iba a dormir, pero como se estaba haciendo tarde, juzgué que sería buena idea acercarme a casa de mis padres. No sabían nada de mi llegada, pero estaba seguro de que les encantaría recibir la sorpresa de mi visita. Al echarle un vistazo al reloj para calcular cuánto me llevaría volver a Hertfordshire en el Thameslink, oí que se abría una puerta.
Una rendija de luz acuchilló la noche iluminando el área en torno a la puerta de Eliza. En la entrada apareció una mujer de pelo oscuro que llevaba un montón de periódicos en los brazos. Se detuvo un instante y miró en la oscuridad, como si presintiera mi presencia. Di un paso para esconderme, esperando quedar oculto. Se pasó la lengua por sus bonitos labios pálidos y finos y se inclinó para levantar la tapa del contenedor de papel que tenía justo delante del jardín delantero. Echó los periódicos dentro, volvió a enderezarse y se dio la vuelta. Quise llamarla, tal vez sólo gritar su nombre para comprobar cómo reaccionaba. Abrí la boca para hacerlo, pero mi garganta no funcionó. Mientras cerraba la puerta y la entrada volvía a quedarse a oscuras, dije su nombre para mí, en voz baja.
No podía perder más tiempo con ella. Yo ya había pasado a otra cosa. Tenía un trabajo que hacer, ciertas cosas que averiguar.
Mientras me alejaba del apartamento y me dirigía a la estación, me imaginé la reacción de Eliza ante la biografía que había escrito. La veía entrando en la librería de la calle principal del barrio, echando un vistazo a los libros de bolsillo, y de pronto quedándose inmóvil al tropezar con mi nombre, que estaría estampado en la cubierta y el lomo de un grueso libro. Lo coge y le da vueltas en las manos sin llegarse a creer lo que ve. Se va a la solapa trasera, suponiendo que se tratará de otro Adam Woods más viejo. Pero se equivoca. Se queda sorprendida al leer las palabras: «Adam Woods estudió historia del arte en la Universidad de Londres antes de trasladarse a Venecia, donde conoció al ermitaño novelista Gordon Crace. Éste es su primer libro. Su primera novela verá la luz el próximo año».
Sería la mejor venganza. Causarle dolor mediante la violencia física no sería nada en comparación con aquella sensación.
En el andén, un par de adolescentes, con la cara tapada por capuchas, daban patadas a una caja de plástico de comida para llevar. Un hombre de mediana edad, trajeado, movía la cabeza al compás de una música que sólo oía él. Una puta vestida con falda blanca ajustada daba voces por el móvil en el momento en que yo pasaba a su lado.
De repente, me sentí débil e insoportablemente cansado. Sabía dónde guardaban mis padres la llave de repuesto: bajo una gran caja de cartón, en el lado izquierdo del garaje, pero pensé que sería mejor llamarlos para decirles que iba a ir. Al fin y al cabo, ya era tarde.
Marqué su número utilizando mi nuevo móvil.
—¿Diga? —Era mi madre. Su voz sonaba profunda, somnolienta.
—Hola, mamá. Soy yo.
—¿Adam? ¿Dónde has estado? Ha sido tan…
—Estoy bien, mamá. Escucha: estoy aquí. En Londres.
—¿Estás bien? ¿Qué pasa con tu trabajo de profesor? ¿Y Venecia?
—Te lo contaré todo al llegar a casa. Estoy a punto de coger el tren. Llegaré en media hora, ¿os va bien?
Hubo un silencio. Oí unos pies que se arrastraban y después unas palabras amortiguadas e ininteligibles, como si mi madre hubiera tapado el auricular con la mano.
—Sí, está bien, cariño. Tenemos… tengo… muchas ganas de verte. Es muy tarde para que me lo cuentes todo al llegar. Estarás reventado. Pero hablaremos mañana. Tienes una carta. Me parece que es de la facultad, serán las notas de los exámenes.
—¡Ah, sí! —dije. Mis resultados finales no me podían preocupar menos. Tenía una nueva vida—. Ya las miraré cuando llegue.
—Espero que te haya ido bien, te lo mereces. —Se calló—. Pero, Adam, tengo que decirte que tu padre sigue muy enfadado. Esperábamos que nos enviaras una dirección. No sabíamos cómo estabas, imagínate cómo…
—Bien, bien, mamá. Tengo que dejarte. El tren está a punto de llegar.
No era del todo cierto. Me sobraban por lo menos seis o siete minutos, pero no tenía ganas de escucharla. No aquellas palabras, una vez más.
—¿Jake? Hola, soy Adam.
—¿Adam? ¡Eh, hola! ¿Dónde estás? ¿Dónde has estado? Es como si te hubiera tragado la tierra, tío.
—Ya lo sé, perdona. He estado en Venecia… escribiendo. Pero he vuelto a Londres por un par de días. Escucha: iba a quedarme en casa de mis viejos, pero la cosa con ellos sigue estando un poco chunga, ¿me entiendes?
—Vale, sí. Puedes venirte aquí si quieres. No hay más que un sofá que está hecho polvo, pero si te viene bien es todo tuyo.
—Muy bien. Ahora estoy en Londres norte, así que llegaré en… ¿media hora?
Volví a llamar a mi madre y le dije que había cambiado de idea. Noté su decepción en la voz, pero le dije que me podía llamar y le di mi nuevo número. Seguramente pensaba que mi padre y yo podíamos zanjar de una vez por todas nuestras diferencias y comportarnos como una familia feliz. Como si eso fuera a ocurrir algún día. Oí al fondo los gruñidos de mi padre diciendo que nunca pensaba más que en mí mismo. Pero ella me hizo prometer que al menos iría a verlos en los dos días siguientes: de esa manera podría enterarme de mis notas de licenciatura.
En el metro a Brixton, sentí de repente la posibilidad de ser feliz. Naturalmente, tendría que guardarme mis planes para mí. No había ningún motivo para ponerse a presumir delante de los amigos sobre la biografía de Crace, la biografía de un literato asesino. En vez de eso, les diría que seguía escribiendo mi novela, lo cual era verdad, en cierto modo. No le diría a nadie en qué estaba realmente trabajando. Y en su momento todos se quedarían de piedra. Para cuando salí en Brixton por la escalera mecánica, aspirando aquella peculiar mezcla de incienso quemado, maría y cerveza, me sentía casi indestructible, como si no hubieran ocurrido nunca los sucesos de los meses anteriores.
Salí a Brixton Hill y caminé alegre y confiado por el laberinto de calles que llevaban a la barriada de Jake. Vivía en la planta baja de un bloque de viviendas que habían sido de protección oficial. Llamé al timbre y esperé.
—¡Eh, paso al hombre misterioso! —dijo Jake, presentándose en la puerta con los brazos abiertos—. ¿Cómo estás?
El apartamento olía a moho, como si las ventanas no se hubieran abierto en meses. Los periódicos viejos abarrotaban la entrada, y las pilas de libros amenazaban con derrumbarse y esparcirse por el suelo de madera, un detalle que me recordó el palazzo de Crace antes de que yo lo hubiera limpiado y ordenado. Jake me sirvió una copa de vino, pero vi que tenía que decirme algo en serio.
—Entonces, ¿por qué no has dado señales de vida?
—Qué sé yo —dije pasándome una mano por el pelo—. De verdad que lo siento, tío. Pero es que ha sido… difícil.
—Supe por mi padre que las clases de inglés se fueron al carajo. Cuando me enteré, pensé que volverías a Londres.
—Me lo planteé. ¿Te puedes creer que el hijo de puta dejó preñada a una niña, la hija de la criada? La familia lo mandó a Nueva York.
—¿Así que has seguido en Venecia?
Asentí con la cabeza y tomé un trago de vino.
—¿Y qué has hecho?
—Más que nada, currar en el libro. —No mentía. Estaba tratando de no mentir.
—¿Qué tal va? ¿Estás contento?
—Sí, bueno, va bien. Va adelante.
—Pero tiene que costar una pasta vivir en Venecia. ¿No has encontrado otro trabajo?
—Sí, soy algo así como asistente personal de un escritor anciano. Trabajillos: limpiar, ordenar… Me deja un montón de tiempo para mis cosas.
—Fabuloso —dijo Jake—. ¿Alguien conocido?
—Me parece que no, no lo conoce ni Dios.
—¿Y por qué has vuelto? Dijiste que no volverías nunca. De hecho, por tu manera de actuar, pensé que…
—Ya lo sé —le interrumpí. No quería que me recordaran el pasado—. Supongo que estaba algo alterado.
—Y que lo digas, lo tuyo fue de alucine.
Fijé la vista en la copa y pasé un dedo por el borde. Noté que Jake me miraba como si me estuviera examinando.
—Ibas a decir por qué has vuelto.
—Simplemente estoy investigando un poco para el escritor. Le interesa su genealogía.
—¿Sí?
—La historia familiar —aclaré—. Quiere que le encuentre el certificado de nacimiento, que busque los datos de sus abuelos y siga hacia el pasado.
—Bien, suena interesante.
—¿Y tú qué tal? ¿Cómo te va el trabajo?
—De locura, de locura total —dijo riendo—. Me cojo un pedo cada noche y conozco a las tías más bonitas que te puedas imaginar: rubias, con piernas de kilómetro. El mejor curro del mundo.
Se veía que se engañaba a sí mismo. En la universidad, había albergado la ambición de escribir sobre política y los cambios sociales (en el fondo, era un idealista), y yo sospechaba que su trabajo en el periódico, que consistía en pescar cotilleos sobre famosos de esos que no se sabe por qué son famosos, quedaba a mucha distancia de sus propias expectativas.
—¿Qué planes tienes mañana a la hora del almuerzo? —pregunté.
—Mmm…, no sé. ¿Por qué?
—Porque no te he visto nunca en el trabajo. Me encantaría ver dónde se cuece todo, verte a ti en medio de tu salsa…
Creo que eso le puso contento.
—Puedes entrar en el edificio, si quieres. Podemos ir al exclusivo e hiperglamuroso restaurante de la empresa, también llamado la cantina.
Nos reímos.
—Suena magnífico —dije—. Otra pregunta: ¿tu periódico tiene un archivo de prensa?
—Sí, ¿por qué?
—Tal vez podría serme de utilidad en mis investigaciones.
—Está a tu disposición, si quieres. Puedo llamarles para decirles que estás mirando cosas para mí. No hay problema.
—Gracias —le dije.
El recorte era tan fino y amarillento como la piel de Crace. Estaba fechado el 8 de agosto de 1967 y la noticia había sido publicada en el London Evening News:
ESCRITOR ENCUENTRA INQUILINO MUERTO
El aclamado novelista Gordon Crace, autor de Club de debates, descubrió ayer en su residencia del centro de Londres, el cuerpo sin vida de su inquilino, el aspirante a escritor Christopher Davidson, de 20 años de edad. Según todos los indicios, Davidson se quitó la vida.
«Al volver de la British Library encontré a Chris muerto en la cocina», explicó Crace, cuya primera novela ha sido un gran éxito en todo el mundo. «Ha sido un duro golpe para mí. Sabía que estaba deprimido, pero no me podía imaginar nada así».
Davidson había alquilado una habitación en la casa que tiene el novelista en el barrio de Bloomsbury, unas antiguas caballerizas rehabilitadas. Los dos hombres se conocieron en la abadía de Winterborne, el colegio privado de Dorset en el que el señor Crace daba clases de inglés. Davidson había sido alumno suyo.
Parece ser que Davidson tuvo escaso éxito en sus intentos de escribir una novela. Por el contrario, Crace ha obtenido un éxito enorme: se calcula que se han vendido ya cerca de medio millón de ejemplares de Club de debates, y una productora de cine ha adquirido los derechos cinematográficos. La policía ha confirmado que la vista tendrá lugar dentro de unos meses.
Era evidente lo que intentaba inferir el periodista, pero supongo que las leyes antilibelo le impedían hablar abiertamente de la relación existente entre ellos. La carpeta de Crace no era tan gruesa como me esperaba, y no contenía más que un puñado de recortes, la mayor parte consistente en notas breves y reseñas. Busqué noticias de la investigación, pero no había ninguna referencia. Sí había una que se hacía eco del anuncio de Crace de que abandonaba la literatura y que contenía la cita que había encontrado en Internet, y también una breve nota sobre su traslado a Venecia. Durante los últimos treinta años, era como si Crace hubiera dejado de existir. Mientras leía todo aquello en busca de pistas, tenía la sensación de estar investigando la vida de un hombre muerto.
Pedí al bibliotecario, que era tan bajito que apenas le asomaba la cabeza por detrás del mostrador de madera, la carpeta de Christopher Davidson, y esperé a que llegara junto al tablón de anuncios.
—Aquí lo tienes —oí decir a alguien detrás de mí—. Perdone, aquí está su…
El bibliotecario me entregó un sobre de color beis con la palabra «FALLECIDO» estampada en rojo en la esquina superior derecha. Era tan delgado que me temí que estuviera vacío, pero al abrir la solapa vi que había dentro dos pequeños recortes, el que yo ya había leído y otro sobre la investigación, procedente también del London Evening News y fechado el 4 de diciembre de 1967:
EL FRACASO EMPUJÓ AL ESCRITOR AL SUICIDIO
Una nota de suicidio encontrada junto al cadáver del aspirante a escritor Christopher Davidson, de 20 años de edad, ha revelado que se quitó la vida después de sufrir un prolongado bloqueo.
El inquilino del afamado escritor Gordon Crace no pudo sobrellevar el éxito de su casero. Los dos hombres vivían juntos en el número 7 de Thanet Mews, en Bloomsbury, donde se nos dice que el señor Davidson había alquilado una habitación. En la madrugada del 7 de agosto de este año, Davidson ingirió una sobredosis de somníferos junto con una importante cantidad de alcohol. Crace, de 36 años, fue quien halló el cuerpo y dio parte a la policía.
El juez de instrucción ha sido informado de que al llegar a la escena del suceso la policía descubrió una nota de suicidio mecanografiada por el señor Davidson, que llevaba varias horas muerto, en la que revelaba que no podía soportar más el hecho de que su carrera literaria no estuviera dando los frutos previstos.
El psiquiatra Herbert Jennings ha explicado al juez de instrucción los devastadores efectos del así llamado «bloqueo del escritor», y cómo puede, en circunstancias extremas, conducir al suicidio.
El tribunal ha escuchado asimismo a Gordon Crace, quien testificó sobre su inquilino y el estado de ánimo que le condujo a la muerte. Crace ha declarado que, aunque sabía que el señor Davidson sufría una depresión, el 6 de agosto el fallecido aparentaba encontrarse en su sano juicio.
«Lo dejé en la mesa de la cocina, ante la máquina de escribir —explicó el señor Crace—. Me dijo que iba a intentar improvisar una historia. Tenía muchas esperanzas de sacarla adelante. Por supuesto, yo siempre le había animado a escribir, y tenía confianza en que terminaría escribiendo una buena novela. Nunca imaginé que pudiera ocurrir lo que ocurrió».
Los dos hombres se conocieron cuando el señor Crace impartía clases en el colegio de la abadía de Winterborne, en Dorset. Llevaban dos años viviendo en el barrio de Bloomsbury.
Veredicto de la vista: suicidio.
Fotocopié los recortes y dejé los sobres en la bandeja de devolución. Los fragmentos de la vida de Crace empezaban a encajar y a adquirir cierta forma.
Por fin tenía algo tangible y sustancioso con lo que trabajar. Recorrí la calle adoquinada imaginándome que era Crace. Él había ido a vivir a aquella calle cuando tenía treinta y cuatro años, sólo trece más de los que tenía yo en aquel momento. Aun así, me costaba trabajo imaginármelo joven. En la fotografía que acompañaba la noticia sobre la investigación aparecía bastante guapo: rasgos fuertes, hermosa cabeza cubierta de pelo castaño y un rostro casi romántico. Saqué la fotocopia y observé de nuevo la foto, pasando el dedo por la imagen como el niño curioso que juguetea con un insecto muerto. La miré con atención y recorrí con los ojos la calle, de un lado a otro, tratando de imaginármelo allí.
La calle era indudablemente bonita, con macizos de flores y plantas en grandes tiestos que lucían un follaje exuberante a los lados de cada puerta. Crace tenía que haber llevado allí una vida relajada, refinada. Después de pasarse la mañana ante su mesa de trabajo, saldría a la calle y tal vez paseara hasta el bar que había al final de las caballerizas, donde leería el periódico y se tomaría una cerveza y un sándwich. De vez en cuando charlaría con algún vecino, no conversaría sobre literatura ni nada parecido, sino que hablaría de cotilleos locales. En alguna ocasión, Chris iría con él para tomar algo, pero normalmente le explicaría a Crace que tenía que seguir trabajando porque le resultaba difícil poner nada por escrito. Crace le aconsejaría que se relajara, que no pensara tanto en lo que quería conseguir, que se limitara a escribir lo que le viniera en gana, cualquier cosa vieja que recordara, y que lo hiciera tal cual. Ya se ocuparía después del estilo.
Por las tardes Crace tendría la costumbre de volver a lo que había escrito por la mañana para corregirlo o reescribirlo. Raramente escribiría más de dos mil palabras al día. Antes de acostarse, se aseguraría siempre de tener en la cabeza la escena que tenía que escribir al día siguiente. A pesar de lo cual, le encantaría lo que sus personajes tenían de inesperados para él mismo, la sensación de que vivían por su cuenta, de que sin importar hasta qué punto intentara fijarlos, siempre se desplazaban un poco, con lo que le advertían que no los tomara por algo hecho, pues eran independientes. Sería una sensación tan extraña como la de hablar con los muertos.
A menudo Chris le preguntaría cómo lo hacía, y él no podría responderle. En ocasiones el joven se enfadaría, se pondría hecho una furia y le acusaría de guardarse los consejos para evitar que él aprendiera. De eso nada, le respondería Crace. En el momento de hacer aquellos reproches, Chris llevaría ingerida ya media botella de güisqui o de vodka, y entonces comenzarían las peleas: discusiones desagradables fomentadas por la bebida que normalmente culminarían con Chris vociferando y amenazando con irse de la casa con alguien más joven, para no seguir con un pervertido al que sólo le interesaban los jovencitos.
¿Sería eso lo que había ocurrido entre ellos? Tal vez sí, tal vez no; pero en cualquier caso, tenía la impresión de empezar a entenderlos. Naturalmente, y dado que aquel tipo de pesquisa, de empatía biográfica, era de suma importancia, tenía que apoyar mi imaginación con hechos, con pruebas. Y de eso no andaba sobrado.
Me detuve ante el número 7 y escribí en el cuaderno una descripción de la casa. Era un edificio de dos plantas, la fachada estaba pintada de color gris de regaliz, y una glicinia trepaba por la derecha de la puerta. Me alejé unos pasos para tratar de ver algo a través de la ventana superior, pero no logré distinguir nada. Hice un par de fotos de la residencia. Había comprado un carrete de película para diapositivas porque quería que las imágenes tuvieran la suficiente calidad para poder incluirlas en el libro. Al apretar por segunda vez el disparador, y cuando aún seguía mirando a través del visor de la cámara, vi que la puerta principal empezaba a abrirse. Bajé la cámara y la oculté de la vista, miré a mi alrededor para saber si podía correr o esconderme en algún sitio, y de inmediato comprendí que tal cosa no sólo hubiera resultado absurda, sino también imposible.
—Perdone, joven. ¿Podría decirme qué es lo que hace?
La voz era femenina, sonora y teatral, igual que el aspecto de la mujer que tenía delante. Aparentaba cincuenta y muchos o sesenta y pocos, llevaba su cara de pan recubierta por una capa de maquillaje blanco, como guano, y los fatigados ojos rodeados por gruesos círculos de kohl. Del pelo, exageradamente peinado hacia atrás, surgían unas plumas de colores brillantes, naranjas y púrpuras que reflejaban el sol de otoño y le daban el aspecto de un enorme y bobo pájaro tropical.
—Vamos, acérquese. Acérquese más. No disimule: le he visto con la cámara. ¿Qué es usted, uno de esos paparazzi?
Me acerqué a ella bastante temeroso. Pude ver que las paredes del recibidor y de la escalera de su casa estaban cubiertas de fotografías en blanco y negro que la representaban a ella en diversas poses y papeles dramáticos.
—Vamos, enséñemela.
Saqué la cámara de detrás de la espalda y le dirigí a la mujer una mirada de disculpa. Tenía que arriesgarme y confiar en que ella no conociera a Crace ni tuviera contacto con su editor. Si una palabra relativa a mi investigación llegaba a sus oídos, mi proyecto y mi futuro se irían al traste.
—Estoy investigando sobre alguien que vivió aquí —dije con voz débil.
—¿Así que no es usted de ningún periódico sensacionalista? Qué pena. Creí que podría estar a punto de revivir mi carrera, que se halla en horas bajas, por no decir muertas. Sí, ésa sería la palabra.
Al reírme, me tranquilicé. Comprendí la idiotez y la futilidad de mi anterior intento de ventriloquia literaria. Decididamente, tenía que dominarme. Sabía que no podía dejarme llevar.
—Entonces, ¿va a darme una explicación o se va a quedar ahí como un sordomudo?
—Lo siento, perdone —dije—. Estoy investigando un poco para Gordon Crace, un hombre que vivía antes en esta casa. Seguramente usted no lo conoce, pero…
—Ahí se equivoca, ya ve. No debería atreverse a decir a la gente…
—Perdone, ¿dice que lo conoce? —La voz me salió débil, quebradiza—. ¿Cómo…?
—Ahora siente interés por mí, ¿eh? —Sus ojos me miraron de manera ligeramente desquiciada. Era evidente que disfrutaba del juego, la broma y la simulación—. No me mire con esa cara de circunstancias. No lo he conocido personalmente, si se refiere a eso. Pero sí de nombre. Fue hace sólo unos meses, creo, cuando…
—¿Sí?
—… cuando otra persona llamó a mi puerta. Una señora biógrafa…
La muy zorra. Ya había empezado.
—¿Lavinia Maddon? ¿Se llamaba así?
—Sí, me parece que se llamaba así. Pero ¿cuál es el problema? ¿Le preocupa algo? Y, yendo al grano, ¿para qué son las fotos que ha tomado?
Bajé la voz hasta convertirla en un susurro que imaginé le gustaría. Sabía que le gustaba elevar la vida al reino de lo dramático.
—Pues verá usted, señora…
—Señorita… señorita Jennifer Johnson.
Me miró esperando que su nombre me dijera algo, volviendo la cabeza y señalando las fotografías de las paredes. Asentí con la cabeza, fingiendo que sabía quién era… o había sido.
—Pues verá, al hombre para el que trabajo, que es Crace, el escritor, le preocupa mucho la gente que mete las narices en su pasado. Es contrario a la biografía que prepara esa señora, y está dispuesto a ir hasta donde sea necesario para impedir que salga. Así que esa señora, esa Lavinia Maddon, está trabajando en algo que va totalmente contra su voluntad. Crace intenta evitar que se escriba esa crónica de escándalos, como él la llama.
—Sí, ya veo. Pero ¿para qué son las fotos?
—Ah, eso es puramente sentimental. Tiene mucho cariño a esta casa y quería que yo tomara unas instantáneas como recuerdo. No tiene de qué preocuparse. Pero ¿puedo preguntarle si esa señora le hizo preguntas? ¿Qué era lo que quería exactamente?
Ella prolongó un silencio tal como en otro tiempo podría haberlo hecho en alguna comedia o serie de televisión de segunda categoría: enfocando con los ojos un punto del horizonte y elevando un dedo hasta sus labios rojos y carnosos.
—Recuerdo que me preguntó si conocía a Crace y si tenía conocimiento de lo que había ocurrido hace años. Yo no sabía de qué me hablaba, pero ella mencionó no sé qué de un suicidio. Se andaba con delicadezas, pero terminé sacándoselo. A mí no me importa lo más mínimo que una loca se suicidara en mi cocina. Me preguntó si podría echar un vistazo. Era muy bien hablada y tenía un aspecto bastante decente, así que me dije: ¿por qué no la voy a dejar entrar? Como compañía era bastante agradable. Yo en otro tiempo tenía un enjambre de amigos a mi alrededor, pero ahora…
—¿Qué más? Quiero decir, ¿le dio usted algo? ¿O encontró ella algo?
—No, nada de eso. Ella sacó un pequeño cuaderno, una cosita diminuta, y un lapicero precioso de color oro, así que se limitó a tomar unas notas y después se fue. No he vuelto a tener noticias de ella. Espero no meterla en problemas, porque fue muy amable conmigo. Me regaló una botella de ginebra. Qué detalle, pensé. Espero que no se moleste usted con ella.
—No, no, ni mucho menos. Sólo quería hacerme una idea de la situación, saber hasta dónde habían llegado las cosas. Sin embargo, puede que vaya a ver a esa señora, sólo para aclarar algún punto.
—Pero no mencionará mi nombre, ¿verdad? Por favor, dígame que no lo hará.
—Desde luego que no, señorita Johnson. Pero si tuviera que volver otro día, ¿me dejaría usted echar un vistazo?
—¿Por qué no? Si quiere, puede entrar ahora. Si le apetece tomar algo…
Le dije que tenía prisa, pero que quizá volvería más tarde. Anoté su número de teléfono y la dejé allí, delante de todas aquellas fotografías de sus múltiples papeles, imaginarios y pretéritos: imágenes que no eran más irreales que la propia mujer.
Vigilando. Siempre esperando y vigilando. La casa era alta y magnífica, con fachada de estuco: uno de esos edificios que son como tartas de boda, con una columna estriada a cada lado de la puerta. En la planta principal había un balcón en el que habían colocado un par de laureles. En la plaza, en su extremo occidental, había una pista de tenis circundada por árboles y arbustos, un nuevo símbolo de la vida dorada que a mí me había sido negada. Pero no por mucho tiempo. Estaba decidido a forjarme un futuro acomodado.
Saqué el cuaderno, y de él la carta de Lavinia Maddon para comprobar la dirección: Eaton Square, 47a. Sólo quería hacerle algunas preguntas, nada más que eso. Ninguna cosa siniestra. Tal vez tan sólo reafirmar la postura de Crace de manera correcta pero categórica. Me encontraba en Londres para solucionar un asunto para el señor Crace, y pensé que, como me quedaba de paso, podía hacerle una visita. Pero ¿no pensaría que era un tipo raro si me dejaba caer así, simplemente? ¿Cómo sabía siquiera que me iba a dejar pasar? Al fin y al cabo, podría no hallarse en casa, tal vez ni siquiera estuviera en Londres. Lo mejor sería posiblemente llamarla por teléfono. Sí, eso es lo que haría. Volví a sacar el sobre y marqué el número que figuraba en el membrete. Sonó la señal de llamada cuatro veces antes de saltar el contestador. Tenía una voz profunda y fuerte, que rezumaba seguridad y confianza. ¿Sería tan amable de dejar un mensaje para Lavinia Maddon, haciendo el favor de indicar mi nombre, mi número de teléfono y la hora en que llamaba? Estaba a punto de dejar el mensaje cuando vi una mujer que avanzaba por la acera. Corté la conexión y la observé. Tuve la seguridad de que era ella.
Alta, delgada, morena, peinado perfecto, pelo brillante. Bien vestida, elegante: llevaba falda ajustada color gris marengo y chaqueta a juego, blusa blanca muy planchada y un collar de cuentas de azabache. Al acercarse, parecía absorta en sus pensamientos, tenía los labios fruncidos y apretados y una mirada reconcentrada, inteligente. En una mano llevaba un maletín mullido de cuero negro que parecía caro y en la otra un libro. Sabía que había visto en alguna parte aquella cubierta, un retrato cubista de tres chicos en torno a un profesor, una composición dura de líneas rojas y negras. Entorné los ojos para intentar leer el título, sospechando de qué podía tratarse. Las letras del título se fundían como si fueran de mercurio. Ella se detuvo delante de la casa y subió el maletín hasta la altura de la cintura. Para buscar las llaves dentro de él, posó el libro encima del maletín, donde pude verlo mejor. Entonces distinguí con toda claridad el título: Club de debates.
Sentí como una punzada dentro de mí. No podía permitir que se interpusiera en mi camino. No en aquellos momentos, después de todo lo que había hecho, de todo mi trabajo. ¿Qué opción tenía? ¿Qué futuro me esperaba? Si mi proyecto sobre Crace fracasaba, tendría que quedarme definitivamente en Inglaterra sintiéndome como un luchador derrotado, vivir con mis padres y reñir con mi padre, sufrir interminables conversaciones sobre lo sucedido, pasar por muchos intentos desesperados de conseguir un trabajo de segunda categoría, y pensar en Eliza, sometido a su insoportable recuerdo.
La vi subir la escalera que llevaba a la puerta, girar la llave dentro de la cerradura y entrar en su lujosa casa. Aguardé cinco o diez minutos antes de volver a marcar el número. Me lo cogió.
—¿Diga?
—¿Puedo hablar con Lavinia Maddon, por favor? —dije, intentando pronunciar las palabras con toda la claridad y precisión posible.
—Soy yo —contestó.
—Le llamo de parte de Gordon Crace. Soy Adam Woods, su asistente.
—Ah, le agradezco que llame. —Su tono cambió—. He recibido su carta y, aunque me quedé decepcionada, he tenido siempre la esperanza de hablar al menos con Gordon, con Gordon Crace, para intentar convencerle de que el libro será un estudio muy serio.
—Sí, él lo sabe —dije, antes de quedarme callado un instante. Tenía que averiguar qué era lo que ella sabía exactamente. Hasta dónde había investigado—. Aunque el señor Crace alberga dudas sobre su trabajo (como sabe, se trata de alguien muy celoso de su intimidad), piensa ahora que no tiene objeto poner obstáculos. Creo que piensa que, como su biografía tendrá que escribirla alguien, será mejor que lo haga alguien de su nivel, de su valía. De forma que está, en principio, interesado.
—¿De verdad? —La alegría quedó patente en su voz.
—Sí. En estos momentos estoy en Londres, solucionando un asunto para el señor Crace, y me pregunto si podríamos vernos.
—Por supuesto, eso sería maravilloso. Cuando a usted le venga bien.
Levanté la vista y vi su silueta acercándose a la ventana, que daba a la plaza ajardinada. Di un paso atrás para ocultarme.
—Me preguntaba si podría usted quedar conmigo hoy mismo. Perdone que no la avise con antelación, pero acaba de cancelarse otro encuentro que tenía previsto.
—Me viene bien, perfecto. ¿Podría venir a mi casa? Está en Eaton Square.
Me mostré conforme. Ella me dio indicaciones para llegar (como si las necesitara), y convinimos en encontrarnos a las siete en punto. Tenía una hora para matar el tiempo.
Encontré un café, en el que aproveché para anotar los últimos acontecimientos en mi cuaderno, paladeando un capuchino y volviendo a leer los recortes de prensa. Seguro que Lavinia Maddon había hecho todo el trabajo de campo necesario: investigaciones sobre el origen y formación de Crace, padres, certificados de nacimiento, documentos escolares, estudios universitarios, recogiendo todo aquello que era de dominio público. Si yo seguía adelante con el plan, manteniendo la mentira de que Crace estaba interesado en el libro, tal vez ella me revelara exactamente lo que había descubierto. Si más tarde tenía noticias de mi libro, le diría que me había limitado a actuar a las órdenes de Crace para averiguar todo cuanto me fuera posible de su proyecto. Simplemente hacía mi trabajo. Y Crace deseaba una biografía autorizada, una biografía llevada a cabo por alguien en quien confiara, no por ningún extraño como ella.
Cuando faltaba muy poco para las siete, me dirigí a su apartamento. Los árboles de la plaza proyectaban largas sombras sobre las altas casas de color blanco, y eran como dedos de un esqueleto acariciando una piel de alabastro. Llamé al portero electrónico y ella me abrió la puerta.
—Quinto piso. Olvide el ascensor, es más fácil subir a pie —me dijo.
Por un momento, mientras mi mano se deslizaba por la oscura y pulida barandilla, me sentí embargado por la sensación de que no podría pasar por aquello, y daba igual lo que fuera «aquello». No estaba seguro de lo que iba a hacer, y eso me aterrorizaba. Me detuve en medio de la escalera y me miré en un espejo con marco dorado. Mi propia piel me pareció incluso más fantasmalmente blanca de lo que era habitual, y el pelo rubio incrementaba el efecto de imagen decolorada. Me pellizqué un par de veces en las mejillas con la esperanza de que acudiera algo de color a ellas, pero conservaron su aspecto cadavérico.
Al ascender el último par de peldaños y volver la esquina, vi a Lavinia, que me estaba esperando con la cara radiante.
—Hola, Adam. Soy Lavinia. Me alegro de conocerte. Pasa, por favor.
Me tendió la mano y noté los delgados huesecillos a través de la piel. Su apretón de manos era tan flojo como el de Crace. Al sonreír, una telaraña de diminutas arrugas se esparció por la superficie de su rostro sutilmente empolvado, desde las comisuras de la boca hasta los ojos y la frente. De lejos le hubiera echado cuarenta y tantos, pero de cerca parecía tener por lo menos diez años más.
Me condujo a través del recibidor a un salón grande. Los libros cubrían todas las paredes y ocupaban hasta el último rincón disponible. El suelo estaba enmoquetado con estera de cair de color beis. Un jarrón lleno de lirios blancos impregnaba el apartamento de un aroma sepulcral.
—¿Te apetece beber algo? ¿Qué tal vino blanco?
—De maravilla.
—Por favor, siéntate.
Me instalé en un hondo y ancho sofá gris. Encima de la mesa de centro, había un montón de libros aún envueltos en plástico de burbujas: eran ejemplares de la traducción al alemán de su biografía de Virginia Woolf. Junto a los periódicos del día reposaba un ejemplar del New Yorker que sin duda contendría uno de aquellos artículos suyos de diez mil palabras, tan eruditos y endiabladamente bien escritos.
Volvió y me ofreció una copa de vino blanco, frío. Se sentó enfrente de mí, en un sofá gemelo.
—No puedes imaginarte lo que me ha alegrado tu llamada.
Ya lo creo que podía.
—Por tu última carta, saqué la impresión de que el señor Crace no daría nunca el visto bueno a mi libro. Estaba en un dilema, realmente perdida. No sabía qué hacer.
—¿Ha avanzado mucho? Me refiero a la búsqueda de documentos y…
—Sí, bastante, ya tengo un buen archivo sobre él. No quiero parecer presuntuosa, pero quería que si Crace me daba su aprobación supiera que ya había hecho el trabajo inicial para demostrarle que soy una persona seria, tanto en mi manera de trabajar como en el enfoque que doy a mis biografías. Pero me pregunto qué es lo que le ha hecho cambiar de opinión. Parecía estar radicalmente en contra.
Me desplacé en el asiento para inclinarme hacia ella.
—Le diré la verdad: el motivo es que hay otro escritor que le ha escrito con las mismas intenciones.
Pestañeó, y por un instante en sus ojos se reflejó la cólera.
—Desde luego, no es nadie que tenga sus méritos literarios —añadí—. Esa persona pretende escribir un libro… en fin, un libro vulgar, sensacionalista.
—¿Puedo preguntar de quién se trata?
Me quedé callado durante unos segundos. Un poquito de tortura no vendría mal, pensé.
—Lo lamento. Creo que debo mantenerlo en secreto. No quisiera que el nombre circulara.
—Naturalmente, lo comprendo —aceptó. Hacía como que no le importaba, pero me di cuenta de que se mordía el interior de la mejilla. Empezó a mirar a un lado y a otro—. Entonces, ¿crees que el señor Crace aceptará hablar conmigo?
—No veo por qué no. Desde luego, no ahora mismo, pero creo que sí dentro de unas semanas o meses. Sin embargo, antes de que eso ocurra, él querría asegurarse de sus intenciones. Lo siento, no pretendo resultar desagradable con usted.
—Por favor, trátame de tú.
—No quiero ser desagradable contigo, y estoy seguro de que tienes en mente el tipo de libro más digno posible, pero me parece que a Crace le gustaría ver, para tranquilizarse, cualquier tipo de material que tengas esbozado sobre él.
—Bueno, me parece que es un poco pronto para eso. Aún no he puesto nada por escrito.
—Entonces, ¿podrías preparar algo para enseñárselo? Tal vez una sinopsis, tal vez algo que tengas para tu editor o para tu agente…
—Tengo algo de eso, pero no creo que sea apropiado para enseñárselo.
Me vio algo desconcertado. Sin duda tenía miedo de que yo pudiera desvirtuar las cosas, recomendarle a Crace que lo olvidara todo.
—Pero, a pesar de todo, creo que no me costaría mucho trabajo rehacerlo para convertirlo en algo digno de ser presentado al señor Crace. Algo más agradable de leer.
O sea que suavizaría la propuesta para hacer una versión más aséptica.
—Sí, creo que eso sería algo que le gustaría ver a Crace. Creo que le gustaría solucionar esto en los próximos días, así que…
—¿Tanta prisa…?
—No le gusta dejar las cosas pendientes mucho tiempo. Yo regreso a Venecia no sé exactamente cuándo, pero la semana que viene. ¿Tal vez me lo podrías dar para entonces?
—Sí, creo que podré.
Había mordido el anzuelo. ¿Me atrevería a tirar más de la caña?
—Hay una cosa… En fin, aunque te sorprenda —dije, riéndome—, es posible que tú sepas más de Crace que él mismo. Poco después de que él llegara a Venecia, una gran parte de sus documentos personales se perdió en una tremenda acqua alta.
—¿De verdad?
—Por eso, creo que él te estaría enormemente agradecido si pudieras darle copias de cualquier cosa que tuvieras: certificado de nacimiento, documentos genealógicos… ese tipo de cosas.
—Bueno…
—Creo que con eso cambiarían las cosas.
—Eh…
—Con eso te lo ganarías.
—¿Tú crees?
—Naturalmente, entonces vería que puede fiarse de ti. No sería más que recuperar copias de los documentos que tuvo en su poder en otro tiempo. Pero si no te parece que…
—No, creo que está bien —dijo forzándose a sonreír—. Te lo daré todo la semana que viene, para que se lo puedas llevar al señor Crace.
—Es muy amable por tu parte. Crace te lo agradecerá infinitamente.
Por una vez, la gratitud que reflejaba mi rostro era auténtica. Sí, lo era de verdad.
Para cuando llegué al apartamento de Jake, estaba molido. Me eché en el sofá, me froté los fatigados ojos y me tendí sobre los cojines, notando cómo me abandonaba hasta el último hálito de fuerza. Me envolvieron las tinieblas y debí de dormirme porque no oí nada más hasta que sonó el móvil. Lo cogí y vi en la pantallita brillar el número de teléfono de mis padres. Rechacé la llamada: no estaba en condiciones de hablar con ellos.
Me quedé allí sentado, en la oscuridad, sin moverme y casi sin respirar hasta que volvió Jake. Entró, encendió la luz y me descubrió allí sentado, con los ojos abiertos.
—¡La madre que te parió, tío! ¿Qué quieres, que me dé un infarto? —dijo dejando caer las llaves en el cuenco del aparador.
Me aclaré la garganta y me reí.
—Lo siento.
—¿Cómo te ha ido el día? ¿Has averiguado algo interesante sobre tu hombre misterioso?
Le dije que el archivo de prensa me había resultado útil y volví a agradecerle su ayuda. Para evitar más preguntas, le pregunté cómo le había ido a él. Venía de la presentación de un libro y el vino tinto le había dejado huella alrededor de los labios, como una segunda boca.
—Estaba tu persona favorita —me comentó Jake.
—¿Quién?
—¿No te lo imaginas?
Tuve una cierta idea de a quién se refería, pero no quería pensar en él.
—El doctor Kirkby. Joder, tendrías que haber visto la cara que puso cuando me vio. Creo que se temió que tú también estuvieras por allí. Pero yo estaba igual de alucinado de verle a él. Era la presentación de la biografía de una oscura artista del siglo diecinueve. Por lo visto, los críticos la habían considerado solamente una musa, pero parece ser que también pintó, en secreto. Toda una historia, me imagino, y realmente…
—¿Hablaste con él?
—Muy poco, sólo por no ser descortés. El brazo lo tiene mejor. Por lo menos ya no lo lleva en cabestrillo.
Nos reímos.
—No estaría ella con él…
Jake me miró con preocupación, casi con miedo.
—No, tío, no estaba allí —dijo en voz baja—. ¿Es que todavía piensas en ella?
Asentí con la cabeza. En realidad, no sabía qué responder.
—Pero estás mejor, ¿no?
—Creo que sí —le dije—. Espero que sólo fuera una locura transitoria. Se me fue la olla. Como si me hubiera transformado en otra persona diferente.
—Ya, sí…
—Pero he cambiado, ahora tengo un propósito en la vida. —Pronuncié estas frases tópicas con solemnidad irónica—. Ya sabes a lo que me refiero. Me he centrado.
En aquel instante recordé la última vez que estuve con Eliza. Sólo había querido acercarme a ella.
—¿Qué planes tienes?
—Mañana me voy a Dorset… para continuar las investigaciones para mi escritor. Seguramente volveré a Londres por una o dos noches. Me quedaré aquí, si te viene bien. Y la semana que viene me piro a Venecia.
Estoy seguro de que todo el mundo hubiera hecho lo que yo en una situación similar. Provocación, es como lo llaman. Que ella exhibiera de aquella manera a su nuevo hombre. Y así, de inmediato. Él era su… nuestro… profesor. Había en ello algo completamente sórdido.
—¿Cómo vas a ir… a Dorset?
—En tren. Hay dos horas y media desde la estación de Waterloo a la de Dorchester.
Lo había esperado a la salida del edificio universitario y lo había seguido hasta casa. En el metro había tenido mucho cuidado de que no me viera, me había subido a otro vagón, me había escondido tras el periódico. Le había seguido los pasos desde Finsbury Park, distanciándome cada vez que él aminoraba la marcha o cuando sospechaba que podía volver la cabeza.
—¿Y dónde te vas a alojar?
—No lo sé. Tal vez en una pensión, o en algún bar que tenga habitaciones.
Antes de que doblara la esquina de su calle, yo me había puesto un pasamontañas. Un toque algo teatral, tal vez, pero en aquellos momentos no me pareció absurdo. Por la mañana había entrado en una tienda de ropa barata, me había comprado una asquerosa sudadera de nailon con capucha, pantalones de chándal y zapatillas de deporte. Me había puesto también un par de guantes negros de imitación a piel.
—¿Qué vas a hacer allí?
—Investigar un poco.
Había mirado a mi alrededor para comprobar que no había nadie.
—¿A qué parte de Dorset vas?
—A un pueblo llamado Winterborne. Está a unos veinticinco kilómetros de Dorchester, hacia… ¿cómo se llama?, hacia Blandford Forum.
Mientras él daba vuelta a la llave en la cerradura, dándome la espalda, me abalancé sobre él y lo agarré por el cuello. Trató de volverse y soltarse, pero yo lo tenía muy bien agarrado y él no hacía más que sacudir los brazos como un insecto. Pensé que sería demasiado arriesgado hablar, pero le hice señas de que me entregara el maletín.
Me lo dio y me dijo que cogiera lo que quisiera, pero que le dejara en paz. Qué patético hijo de puta. La barba rojiza le temblaba de miedo; los ojos gris pizarra se le movían asustados como los de un conejo. ¿Cómo podía haber elegido Eliza a alguien tan insípido, tan cobarde, tan patético?
Le había soltado el cuello, y al hacerlo su propio impulso le había hecho caer hacia delante como una muñeca de trapo. Respiró como un ahogado que logra sacar la cabeza del agua. Me lo podía haber cargado, sin duda, y tal vez tenía que haberlo hecho. Pero, en vez de eso, le cogí el brazo derecho y se lo retorcí por la espalda hasta que se partió como un palillo con un sonido que me gustó. Lo tiré al suelo, me reí de sus lloriqueos, revolví en el maletín, saqué una tarjeta de crédito y el dinero y eché a correr. Le oí pedir socorro con voz débil, pero me metí por una calle lateral. Me quité las zapatillas, la sudadera y los pantalones de chándal, me arranqué el pasamontañas y lo metí todo en la mochila. Con la ropa que llevaba debajo tenía el aspecto limpio y respetable de un empollón: vaqueros, camisa blanca, mocasines negros. Todo lo había llevado conmigo. Si la policía me paraba podría hacer como que no sabía nada. Nadie se podría imaginar que yo era la clase de persona que hace cosas como ésa.
Finalmente, decidí no llamar a mis padres antes de dejar Londres. No quería enterarme de mis notas finales. ¿Qué importancia iba a tener eso en mi vida a partir de entonces? Me dieran el título que me dieran, para mi padre nunca sería lo bastante bueno. Mejor no hablar con él, porque estaba como una cabra.
Nos habíamos sentado a la mesa del comedor. Mi madre había intentado que fuera una ocasión especial: cubiertos elegantes, velas, cuchillos con el mango de hueso, copas de cristal… Como anticipo de mi viaje, había preparado comida italiana, y su lasaña no estaba nada mala. Nos tomamos unas copas de vino de Prosecco y después una buena botella de tinto. Encauzamos la conversación por una senda estrecha y segura por la que no se corría el riesgo de un desvío hacia zonas peligrosas referentes a mi pasado ni a mi futuro, y todo parecía indicar que disfrutaríamos de una velada perfectamente civilizada que terminaría con besos en las mejillas por parte de mi madre, un fuerte apretón de manos de mi padre, y aturulladas frases de despedida. Pero en un instante cambió todo.
Mi madre había sacado un tiramisú, que era uno de los platos favoritos de mi padre, y lo había puesto en la mesa.
—¡Caramba!, mirad qué cosa tan bonita —comentó él.
Seguramente, en aquel momento yo tendría que haber dicho algo, o al menos haber emitido algún tipo de sonido inarticulado pero aprobatorio. Pero me pilló pensando en Venecia y en las clases de inglés que iba a ir a dar y en el tiempo que pasaría escribiendo mi novela. Estaba en las nubes.
Creo que él debió de tratar de servirme una porción, pero no me di cuenta hasta que le oí dar un golpe con el plato en la mesa.
—Eso es lo que pasa contigo, que no piensas en nadie más que en ti mismo —dijo de pronto mi padre—. Tu madre ha hecho todo esto para ti y tú ni siquiera eres capaz de darle las gracias.
—Venga, Peter, realmente no…
—Lo siento, Sally, pero tengo que decirlo. No pienso permitir que te trate, que nos trate, de esta manera. Tiene que enterarse.
—Perdona —respondí—. ¿Estabais diciendo algo?
—Sabes perfectamente lo que está mal. ¿No podrías intentar, al menos intentar, ser normal?
—Déjalo, cariño. Es la última noche que Adam pasa con nosotros, y quería que fuera agradable para todos.
Mi padre echaba chispas por los ojos.
—No tienes por qué defenderle. Acuérdate de cómo te pusiste cuando te enteraste de lo que había hecho.
—Peter, no es éste el momento…
—No, mamá —le interrumpí—. Si papá quiere decir algo, déjale que lo diga. Es evidente que está herido y es mejor que se limpie la herida antes de que se le infecte.
Pronuncié la última palabra con un disgusto evidente, como encerrando en ella todo cuanto él tenía que decir.
—Muy bien —dijo—. Te voy a decir qué es lo que se me infecta. Si quieres saberlo, no soporto ni pensar en lo que has hecho. Cuando me llamó el padre de Eliza, no podía creerme lo que me estaba diciendo. La cara se me caía de vergüenza. Aunque de por sí los hechos eran bastante repugnantes, lo peor era que no parecías sentir el menor asomo de remordimiento. ¿Se puede saber dónde tienes la conciencia, Adam?
—Cálmate, Peter. Sabes que no sientes realmente lo que dices. Venga, discúlpate. Si no lo haces, Adam se marchará pensando…
—Por Dios, Sally, ¿es que no lo comprendes? Ya hemos pasado antes por esto, pero a él parece que le da igual. A veces quisiera que Eliza hubiera llamado a la policía. Su padre desde luego quería que lo hiciera, y no entiendo por qué ella desistió. Tal vez tendríamos que haberlo denunciado nosotros.
—No seas ridículo, no sabes lo que dices —dijo mi madre con lágrimas en los ojos.
—Tal vez le hubiera hecho bien. Al menos habría tenido que asumir la responsabilidad de sus propios actos por una vez en su vida.
Nadie dijo nada durante unos segundos. Mi madre bajó la vista hacia la mesa tratando desesperadamente de no llorar. A continuación apartó su propia silla y tiró sobre ella la servilleta.
—Si no fuera por lo distante que eres con él —murmuró mientras entraba en la cocina—, no habría pasado nada de eso.
—¿Así que es culpa mía que tengamos por hijo un monstruo sin principios morales?
No podía soportarlo más. Me levanté de la mesa y, sin decir nada, cogí la chaqueta y la mochila que tenía en el recibidor. En la cocina, le di a mi madre un beso de despedida mientras ella arrojaba desde el plato al cubo de la basura su porción de tiramisú. Naturalmente, con poco entusiasmo, intentó impedir que me fuera, pero pronto comprendió que no había motivo para hacerlo. De camino hacia la puerta tropecé con la mirada de mi padre, que se había quedado con la boca abierta en un gesto de sumisión e imbecilidad. Le dirigí una mirada de odio. Por una vez, me alegraba de ser el que soy.
—Si te acercas a mí, te mato, hijo de puta —le amenacé. Cerré de un portazo y me fui.
Desde entonces no había vuelto a hablar con él. Mejor sería que guardáramos las distancias.
Volví tras la pista de Crace. Tenía la sensación de que en los últimos días, aparte del encuentro con Lavinia Maddon, lo había dejado a un lado. Había sufrido la invasión del pasado, que había ensombrecido mis pensamientos y emborronado mi verdadero objetivo.
En el tren que iba a Dorset repasé todo el material que había reunido sobre Crace. Hojeé mi cuaderno, que estaba ya lleno de datos de mis investigaciones, y examiné una vez más los recortes del periódico. Si todo iba bien, en aquel viaje averiguaría qué era lo que había ocurrido exactamente entre Crace y el «hijastro» del señor Shaw, y el diario pasaría a ser de mi propiedad. Cuando regresara a Venecia la semana siguiente, lo haría provisto del material biográfico básico que me habría facilitado la muy servicial Lavinia Maddon. Era de esperar que el diario describiera el recorrido de Chris hacia la muerte y revelara si se había quitado la vida él o si había sido asesinado. ¡Esta palabra sonaba tan extraña e irreal! No podía creer que Crace fuera capaz de matar a alguien.
Envuelto en una niebla gris, el tren entró en la estación de Dorchester. Fuera, las gotas de lluvia caían sobre los andenes como balas, obligando a la gente a correr agachada para ponerse a cubierto. Yo también corrí a refugiarme, entré en la parte cubierta de la estación, pasé las taquillas y bajé la rampa que conducía a la parada de taxis, donde sólo quedaba uno, que tenía las ventanas empañadas. Al pasarme las manos por el pelo mojado, llamé la atención del taxista, que era un hombre joven pero gordo, con la piel como masa de panadería. Le pregunté si conocía el pueblo, que estaba a unos veinticinco kilómetros de Dorchester, y concertamos una tarifa de dieciocho libras.
Mientras conducía por las calles, dirigiéndose a la salida de la ciudad con los limpiaparabrisas batiendo como las alas de un cansado pájaro mecánico, el taxista trató de entablar conversación.
—¿Viaje de negocios? —me preguntó.
—Más o menos —le contesté.
—¿Es la primera vez que viene por aquí?
—Sí. Creo que lo más cerca que había estado de aquí es en Bournemouth, de vacaciones. —Eso era bastante cierto, y después de decirlo nos quedamos callados, con el único ruido procedente de la carretera de dos carriles y del agua que caía sobre el taxi.
Salimos de la congestionada carretera, atravesamos un pueblo, pasamos campos cultivados y entramos en una amplia extensión de prado. Los árboles goteaban agua de lluvia y el viento sacudía el campo. En algunos tramos, la carretera no tenía más anchura que el coche, y las ramas acariciaban el vehículo al atravesar el bosque por un oscuro túnel de vegetación. Descendimos a una hondonada y volvimos a subir por una pendiente igual de empinada, tomamos una curva muy cerrada y salimos a un claro. A la izquierda apareció el colegio en que Crace había dado clase, un edificio neoclásico perfectamente simétrico en medio de un amplio terreno. Unos segundos después, detrás del colegio, surgió la abadía, una monstruosidad gótica que parecía fuera de lugar junto a aquel edificio de estilo palladiano. El taxista aminoró la marcha, sacudió la cabeza y echó un vistazo:
—El sitio merece la pena —dijo moviendo la cabeza de arriba abajo, como asintiendo a su propia observación.
—Ya lo creo.
El taxi nos llevó por el borde de una ladera de una colina poblada de árboles, subió una cuesta y luego descendió. El pueblo apareció delante de mí, destacando la silueta del campanario de la iglesia, con el cielo al fondo. El taxista me dejó en el bar del pueblo, El Ciervo, que, con su tejado de paja y su entrada curiosamente inclinada, completaba la escena pastoril. Era difícil imaginar que nada malo pudiera suceder en aquel lugar.
Le di al taxista un billete de veinte libras y recorrí el camino de grava que llevaba a la puerta del bar. Accioné el picaporte y entré. Me recibió tal bofetada de calor que fue como si me marcaran al fuego ambas mejillas. Al otro lado de la sala ardían con furia unos troncos prendidos en la chimenea, delante de la cual se recostaba un sabueso cruzado. En el lugar no había nadie más que una camarera rubicunda de mediana edad que estaba tras la barra, y se afanaba en retorcer un paño de cocina para introducirlo hasta el fondo de un vaso. Me acerqué aclarándome la garganta, pero ella no levantó la vista. Hasta que me senté en un taburete y posé la bolsa en la barra del bar, no se percató de que había entrado un cliente.
—Quería preguntar si tienen habitaciones.
Los surcos de su frente se replegaron al mirarme, como si hubiera hablado en una lengua extranjera. Después asintió con la cabeza. Al hacerlo, la piel del cuello le tembló como moco de pavo.
—Me temo que no sé cuánto tiempo me voy a quedar —expliqué.
No parecía que le importara: mientras le pagara por adelantado (treinta y cinco libras la noche), podía hacer lo que quisiera.
La taciturna mujer me hizo atravesar un salón de techo bajo y subir por una escalera de servicio. Parecía haber tres pequeñas habitaciones que salían de un pasillo central. Me hizo pasar a la primera de ellas. No estaba limpia. En el alféizar había un montón de moscas muertas que se secaban al sol del otoño como pasas siniestras. Una telaraña me acarició el pelo. Al arrojar mi bolsa sobre una butaca que había en un rincón, del almohadón se elevó una nube de polvo.
—Creo que aquí tendrá todo lo que necesite —dijo mi nueva casera, haciendo gestos como si me estuviera enseñando una suite en el Savoy. En realidad, aparte de la cama, la butaca polvorienta y las moscas muertas, no había nada más en la habitación—. Así que le dejo.
Se volvió para irse.
—¡Ah, y hay un baño justo al final del pasillo! Nada del otro mundo. —Ni por un segundo dudé de su palabra.
Después de limpiar la habitación y quitar las telarañas y las moscas, deshice mi escaso equipaje y coloqué unos vaqueros y un par de jerséis sobre la butaca. Saqué el cuaderno para buscar las señas de Shaw. Probé a llamarlo con el móvil: no había cobertura. Cogí unas monedas de la cartera y bajé al bar, donde había visto un teléfono público. El perro seguía echado, inmóvil, delante de la chimenea. La mujer había vuelto a su puesto tras la barra, y seguía secando los vasos lenta y metódicamente.
Marqué el número de Shaw. Después de que sonara varias veces, oí unos sonidos roncos que terminaron transformándose en un «¿Diga?».
—Buenas, señor Shaw. Soy yo, Adam Woods. Me dijo que le llamara al llegar. Pues bien, ya estoy aquí.
Le llevó unos segundos recuperar el aliento.
—Sí, me alegro de oírle. Me alegro mucho, sí, señor.
Obviamente, el reclamo del dinero, la idea de que en pocos días podría tener mil libras en sus manos, le alegraba el espíritu.
—Me gustaría saber cuándo podríamos quedar para ver el material que usted mencionó.
—Sí, el cuaderno, el cuaderno. —Se aclaró la garganta—. Podría venir esta tarde si quiere. Si le viene bien.
De repente sentí un desprecio incontrolable por aquel asqueroso que trataba de sacar dinero de su difunto hijastro.
—Sí, está bien. Iré a visitarlo a… ¿hacia las cinco?
—Por mi parte digamos que está perfectamente, señor Woods.
Después de darme la dirección de su casa, dudó un instante:
—Y… lo lleva con usted, ¿no? No le dejaré ver nada si no me da antes la… la… justa recompensa.
—¿Quiere decir el dinero? ¿Que si tengo el dinero?
—Bueno…
—Sí, señor Shaw, no se preocupe. Lo llevaré conmigo. Si quiere, lo podrá contar delante de mí.
—Bueno, no pretendía decir… Es sólo que…
—Está bien. Lo comprendo.
Lo comprendía perfectamente. El intrigante y codicioso chantajista… Mientras colgaba el teléfono pensé si merecería la pena darle una lección. Cierta imagen de él me vino a la cabeza. No tenía ni idea de cuál sería su aspecto, pero me lo imaginé como un hombre envejecido, con un pelo gris que tendría el color y la consistencia de la ceniza. Estaba convencido de que sería tan fácil de aplastar como un trozo de papel quemado.
Cuando regresaba a mi habitación, iba pensando en la moralidad de entregar dinero a un chantajista. ¿Entregarle las mil libras no me convertiría en el mismo tipo de canalla que era él? La sola idea de ensuciarme las manos, de arrastrarme al entrar en tratos con alguien así, me revolvía el estómago. No podía caer tan bajo.
En la habitación, cogí la primera carta que él le había enviado a Crace. ¿A qué juego estaba jugando? ¿Podía estar seguro de que me entregaría el diario? ¿Sería prudente darle el dinero sin ver el diario antes? Era posible que no lo tuviera consigo. ¿Y si ni siquiera existía? Sentí una conmoción dentro de mí, la garganta se me tensó, unas gotas de sudor me cayeron por la frente. No, le estaría fallando a Crace si no conseguía el diario. Tenía que proteger su memoria. Al fin y al cabo, yo era el elegido. Él confiaba en mí.
Tenía que prepararme para cualquier eventualidad. Tenía que ser fuerte. Lo que sucediera aquella tarde decidiría entre el supremo éxito y el ruin fracaso. Y yo ya había fracasado demasiadas veces. No me permitiría retroceder ante mi deber, fuera el que fuera.
Salí del bar consciente de que llegaría demasiado pronto. Aunque los chubascos habían cesado y el cielo había comenzado a aclarar, el viento seguía desprendiendo gotas de los árboles. Me pasé las manos por el pelo, apartándomelo de la frente. Al caminar iba jugando con el fajo de billetes que llevaba en el bolsillo. Desde luego que Shaw vería el dinero. Pero que se lo fuera a entregar, eso era algo que aún no había decidido.
Su casa era una construcción separada de otras, pequeña, en estado de abandono, que por la parte de atrás miraba a un campo tras el que había una cresta de montañas cubiertas de bosque. Por delante de la casita salía un sendero que se dirigía a la iglesia del pueblo. A las cinco, en un patético intento de representar el orden, la campana de la iglesia empezó a repicar. Pero no todo iba bien en el mundo.
Me quedé un momento fuera de la vivienda, que tenía proporciones de casita de muñecas. Los zarcillos de la madreselva se abrían camino por el porche y ascendían por el muro amarillo pálido. Una voluta de humo salía de la chimenea. Golpeé en la puerta, que se abrió casi de inmediato. El hombre, pequeño, era canoso y estaba lleno de arrugas. Resultaba una copia casi exacta de la imagen que me había hecho de él. Pareció sorprendido al verme. Parpadeó, se quedó con la boca abierta, y tuvo que sujetarse al marco de la puerta. Tal vez lo hubiera despertado de su siesta. Pero si hubiera sido así, no habría abierto tan rápidamente la puerta. Tal vez es que esperaba a alguien mayor.
—Buenas tardes… ¿El señor Shaw? Soy Adam Woods.
Le tendí la mano, y después de un breve titubeo, él me la estrechó. Pero mientras lo hacíamos, noté que su palma estaba húmeda y pegajosa y que le temblaban los dedos.
—Pase, tenga la amabilidad —dijo aclarándose la garganta—. Tendrá que perdonarme si no me desenvuelvo muy bien. Lo único que pasa es que no estoy acostumbrado a estas cosas, digamos, a este tipo de tratos. Es todo… demasiado complicado para mí, no sé si me entiende.
—No tiene de qué preocuparse, señor Shaw. Estoy seguro de que podremos llegar a un acuerdo que sea conveniente para ambos. Quiero decir, para usted y para el señor Crace.
La puerta se abría a un espacio abarrotado que servía como sala en su parte delantera y como cocina en la de atrás. En el aire persistían viejos olores de repollo, hígado y beicon. Un jersey granate, de cuello en pico, que colgaba del respaldo de una silla, despedía vapor al secarse delante de una estufa de leña.
—Me pilló el chaparrón que cayó antes —explicó—. Espero que no resultara usted… ¿damnificado?
Su manera de elegir las palabras me hizo sonreír.
—No, afortunadamente pude evitar lo peor —dije.
—En fin, ésta es su casa, póngase cómodo.
La mano, que no dejaba de temblarle, señaló un sofá de dos plazas.
—¿Puedo ofrecerle una taza de té? O de café, también tengo café.
—Me apetece un té —acepté.
Shaw se puso a silbar mientras preparaba el té, pero no descuidaba volver la mirada hacia mí cada par de segundos.
—Aquí tiene —dijo ofreciéndome la taza—. ¿Quiere comer una galleta?
—No, gracias —le respondí—. Me estaba preguntando, ¿conoció usted al señor Crace cuando vivía aquí?
—Yo no, pero Maureen sí, claro está. Pero yo no recuerdo haber hablado nunca con él.
—Ya veo.
Se sentó en una butaca enfrente de mí, más cerca de la puerta. Tomé un sorbo de té caliente, posé la taza en la alfombra gris y saqué el dinero. Me pareció que no ganaría nada andándome por las ramas.
—Supongo que tendrá usted interés en ver esto —dije agitando los billetes delante de su cara.
Se le encendieron los ojos.
—Es lo menos que el señor Crace puede hacer por usted… cubrirle sus gastos por cuidar del diario —comenté.
Alargó la mano derecha con el deseo de acariciar el dinero.
—Pero me temo que no se lo puedo dar hasta que me enseñe usted el diario —observé—. El señor Crace no es hombre desconfiado, pero quiere asegurarse de que emplea bien su dinero.
Shaw se mordió el labio inferior y recorrió rápidamente la habitación con la mirada. Se llevó un dedo a la boca y se mordió un trozo de piel que ya estaba en carne viva junto a la base de la gruesa uña.
—Me temo que puede haber una pequeña dificultad, digamos.
—Perdone, ¿a qué se refiere exactamente? Usted me dijo que tenía el diario aquí, con usted.
—Puedo tenerlo… no habrá problema…
Me metí el dinero en el bolsillo y me levanté. Al hacerlo, le di un golpe con el pie a la taza de té y la volqué. Por la alfombra se extendió una mancha marrón oscuro, como hongos que salieran de repente. Él se levantó de su silla. El pánico lo paralizó, y parecía incapaz de decidir si debía correr a la cocina en busca de un paño para secar el té o quedarse donde estaba para impedir que yo saliera por la puerta.
Caminé hacia él como si hubiera resuelto marcharme.
—Por favor, no se vaya, déjeme explicarle —dijo haciendo ruido al respirar—. No hay ningún motivo para que usted…
Me quedé quieto donde estaba y me volví hacia él, mirándolo con dureza.
—Espero que no me haya hecho venir hasta aquí para tomarme el pelo. Al señor Crace eso no le haría ninguna gracia. Se pondría de muy mal humor si se enterara de que usted se ríe de él. ¿Me ha comprendido, señor Shaw?
Sus labios se movieron formando sonidos que no podía pronunciar. Al acercarme a él, se estremeció y tuvo que agarrarse a la butaca. Yo sabía que me tenía miedo.
—¿Dónde está el diario de Chris? —dije alzando la voz—. ¿Dónde está?
—Puedo traérselo. Sólo necesito un poco de tiempo, nada más.
—Me temo que ése es un lujo que el señor Crace no puede permitirse. Y tampoco dispone de mucha paciencia. Si le llamara ahora, me diría que olvidara el asunto inmediatamente.
—Dudo mucho que lo hiciera —repuso. Obviamente, acababa de pensar en algo que le otorgaba confianza, incluso arrogancia—. Como ya le dije, estoy seguro de que no querría que la policía metiera las narices en sus trapos sucios. —Al decir esto, arrugó las narices con exagerado disgusto—. Las cosas a las que llegó… son realmente increíbles, digamos. Estoy seguro de que a las autoridades… y a la prensa… les parecería una lectura muy interesante. Ahí está todo puesto muy clarito, para que usted me entienda.
Con el rabillo del ojo vi, junto a la estufa, una cesta que contenía un montón de leña. Tras ella, había unas tenazas de chimenea y un atizador de aspecto muy recio. Podía coger el atizador y golpearle en pleno cráneo, reducir su cabeza a una pulpa sanguinolenta. Me volví, di un paso en aquella dirección y a continuación me detuve, haciendo como que quería calentarme las manos en la estufa. Pero necesitaba el diario, y no podía hacer nada antes de tenerlo en mis manos. Una vez que lo tuviera, me daba igual lo que ocurriera con aquel hombre.
—Está bien… vamos a tranquilizarnos, ¿le parece? —dije yo—. Antes que nada, déjeme coger un paño, es una pena que quede la mancha. Después espero que podamos hablar de manera razonable.
Mientras limpiaba el té, Shaw me observaba con recelo, vigilando cada uno de mis movimientos. Tenía los pelos de punta.
—Ahora, empecemos por el principio —dije hablando lentamente—. Usted tiene el diario, ¿no?
Asintió.
—Pero no se halla aquí, ¿correcto?
—Sí, sí, correcto —respondió.
—¿Está usted en situación de cogerlo y traerlo?
—Sí, sí.
—¿Cuánto tiempo cree que puede tardar en hacer eso?
Shaw vaciló, dudando si revelar algo más.
—Dígame, ¿quiere el dinero o no lo quiere? —le solté.
—Muy bien, muy bien… Iré a por él. Usted puede esperar aquí, pero ¿me promete darme el dinero cuando vuelva, cuando le entregue el diario?
—Se lo prometo —dije.
—Sírvase otra taza de té. No tardaré más que unos diez minutos, puede que un cuarto de hora.
Shaw se echó un chubasquero por encima de los hombros y salió por la puerta, dejándome solo. Mientras oía alejarse sus pasos por el camino, examiné la sala. Sobre la pequeña y anticuada televisión había un par de fotos de colores desvaídos enmarcadas en portarretratos baratos. Estaba Shaw, en otros tiempos en que era más joven y feliz, con una mujer, presumiblemente Maureen, la madre de Chris, una mujer rubia con mofletes de manzana. Bronceados por el sol de unas recientes vacaciones, cada uno con su brazo alrededor del otro, sonreían a la cámara. Fotos similares de la pareja llenaban la balda de una hornacina cercana, pero el chico no aparecía en ninguna.
Subí por la escalera que salía de la parte de detrás de la cocina hacia el primer piso. Abrí una puerta de madera y entré en una habitación que estaba en penumbra, un dormitorio. Los olores de la cocina se mezclaban allí con los olores rancios del sudor y del tabaco. En la oscuridad de la habitación pude distinguir a duras penas las manchas de nicotina de las sábanas y el redondel de grasa en el almohadón. En la mesita de noche había un encendedor de plástico, un cenicero de cristal rebosante de colillas y un aerosol contra el asma. Me imaginé al señor Shaw alternando caladas de cigarrillo con inhalaciones del aerosol, en continua batalla entre el instinto de muerte y el deseo de seguir viviendo. Se trataba, con toda probabilidad, de una lucha que no duraría mucho tiempo más.
Salí del dormitorio y entré en el cuarto de baño. Al ver el lavabo con sus estratos de suciedad y las manchas del váter se me revolvió el estómago. Cerré la puerta y fui hacia otra habitación que ocupaba la parte trasera de la casa, llena de cajas y bolsas. Avancé con cuidado por el escaso suelo libre que había entre las bolsas de basura. Una de las bolsas había sido rasgada, y a través de aquella herida podía ver un lío de ropa de mujer: mangas de blusa, perneras de pantalón, pantis de color carne, todo arrebujado como partes descolocadas de un cuerpo.
Pasando por encima de estas bolsas, conseguí llegar al extremo opuesto de la habitación, donde había visto un archivador viejo que tenía parte de su superficie oxidada. Abrí a base de fuerza el cajón superior, tirando de él hacia mí entre chirridos y quejas. Pasé los dedos por las verdes carpetas y elegí una al azar. Dentro había otra carpeta de plástico que contenía documentos. Extraje un papel cuadrado de color crema escrito en tinta roja. Era un certificado de nacimiento que testimoniaba la llegada al mundo de Maureen Frake el 8 de agosto de 1927, en tanto que su certificado de matrimonio me indicaba que se había desposado con John Davidson el 16 de enero de 1946. Busqué por todo el cajón superior, pero no encontré señal del certificado de nacimiento de su hijo. De hecho, ni siquiera había indicio alguno de que hubiera tenido ningún hijo.
Me agaché para explorar los cajones inferiores del archivador, pero al alargar la pierna derecha para adoptar una posición firme, noté que algo afilado me rasgaba la pantorrilla. Al volverme vi un destornillador que asomaba de un trozo de lona. Me levanté la fina tela de los pantalones y me froté el lugar de la herida, una punzada de borde encarnado: un ojo rojo en medio de la pantorrilla. Cogí el destornillador y lo examiné, pasando los dedos por su punta ensangrentada y preguntándome si la herida podía resultar peligrosa. Pero al levantar el envoltorio de lona de la caja de herramientas, me encontré con una amplia gama de posibilidades para mis planes: un lazo de cuerda de tender la ropa, un formón, una maza, un martillo, una sierra de arco. Justo cuando cogía el martillo, oí pasos fuera de la casa. Shaw estaba de vuelta.
Me escondí el martillo en la chaqueta y salí de la habitación. Sabiendo que Shaw entraría en la casa antes de que yo llegara a la cocina o sala, corrí a meterme en el baño, apartando la mirada de la suciedad, y tiré de la cadena. Entonces bajé despacio por la escalera, y prolongué el acto de subirme la cremallera de la bragueta para que Shaw me viera. Mientras él cerraba la puerta y caminaba hacia el interior de la sala, proseguía el ruido de la cisterna.
—¿Necesidades imperiosas? —preguntó Shaw.
En una mano llevaba una bolsa de supermercado casi transparente. A través del fino plástico pude distinguir el lomo de un cuaderno. Sonreí mientras me acercaba a él, palpando bajo la chaqueta la arista del martillo.
—¿Así que ha traído el diario?
Shaw asintió con la cabeza mientras se quitaba el chubasquero.
—¿Le puedo preguntar dónde fue a buscarlo?
—Preferiría no decirlo, si no le importa, señor Woods. Siéntese, haga el favor.
Me hizo un gesto indicándome el sofá, y al sentarme recoloqué el martillo para que no asomara el mango. Shaw se sentó a mi lado y se puso la bolsa en el regazo. Luego la abrió lentamente como si se tratara de un delicado preservativo.
Mientras revelaba el contenido de la bolsa, sopesando el cuaderno en su regazo, se volvió hacia mí de forma que pude ver su cetrina y enfermiza piel y sus dientes amarillos manchados de negro. Estaba también lo bastante cerca como para oler el hediondo aliento de su boca. No parecía que le quedara mucha vida por delante.
—Le acabo de enseñar lo mío, así que ahora debe usted enseñarme lo suyo —dijo riéndose.
Un acceso de náusea amenazó con hacerme perder la compostura. Sentí el amargo gusto de la bilis llegar hasta mi boca, pero la tragué. Tenía que concentrarme.
—Sí, claro: el dinero.
Puse mucha atención para decidir cuál sería el mejor modo de sacar del bolsillo el fajo de billetes sin que se me cayera el martillo a los pies. Colocando los dedos de la mano izquierda como una zarpa invertida, desplacé el brazo con un movimiento que me permitía sujetar el martillo. Después, con la mano derecha, llegué hasta el bolsillo izquierdo y saqué el dinero, que dejé caer sobre el regazo de Shaw.
—Y ahora el diario —dije.
—Aquí lo tiene —dijo pasándomelo.
Después de hojearlo para asegurarme de que se trataba del diario privado de Chris, y de que incluía detalles sobre Crace (vi el nombre del escritor en varios lugares encontrados al azar), me levanté, tratando de posarlo en la mesa que tenía junto a mí. No quería que las páginas se ensuciaran.
Pero al intentar sujetar con una mano el diario y con la otra el martillo, la herramienta estuvo a punto de resbalar y caerse al suelo. Rápidamente cambié de posición, tratando de mantener la compostura. Al hacerlo noté que se me caía el diario. Una de dos: o lo dejaba caer al suelo, o dejaba a la vista el arma que llevaba escondida. No tenía elección.
Así que el diario se me cayó de las manos y golpeó contra las baldosas del suelo. Shaw alzó la vista, preocupado. Se levantó del sofá, se acercó a mí arrastrando los pies, y se agachó para recoger el cuaderno del suelo. Observé su nuca y vi una pequeña zona de piel escamosa en el arranque del pelo. Había llegado el momento.
Con la mano derecha, saqué el martillo de la chaqueta. Una víctima dispuesta, el hombre inútil arrodillado a mis pies. Levanté el martillo desde la altura de mi estómago hasta por encima del hombro para descargar el golpe lo más fuerte posible. Me detuve un momento y entonces, justo cuando empezaba a levantarse, justo cuando iba a golpearle el cráneo para abrirle la cabeza, vi que sostenía algo en las manos. Era una fotografía a color. No me podía creer lo que veía.
Volví a esconder el martillo en la chaqueta mientras me apoyaba en la mesa.
—¿Qué es eso? ¿Y esa fotografía? —le pregunté.
Shaw se llevó la mano a los riñones, y el dolor de la edad le arrugó el rostro.
—Es una foto de Chris, más o menos un año antes de matarse —dijo tendiéndomela.
La fotografía, que había perdido buena parte del color, mostraba a un joven guapo con el pelo rubio y liso peinado hacia atrás. Llevaba una camisa blanca abierta por el cuello y un jersey azul marino con el cuello en pico, y estaba en pie entre un grupo de árboles que empezaban a echar brotes. Pude notar los ojos de Shaw fijos en mí mientras contemplaba la fotografía. Entonces comprendí por qué me había mirado de aquel modo al abrirme la puerta, por qué había dado un paso atrás al verme. Para él, tenía que haber sido como si Chris volviera de entre los muertos. Para mí, era como verme a mí mismo.
—¿Se encuentra bien, señor Woods?
Oía detrás de mí la dificultosa respiración de Shaw mientras me hundía en el sofá. Notaba mi cuerpo agotado, desinflado, y tenía que emplear las pocas energías que me quedaban en evitar que el martillo se me cayera de la chaqueta.
—Aquí tiene. Tómeselo —me dijo poniéndome en las manos una copa de coñac.
Me la llevé a los labios con mano temblorosa. El coñac me quemó la boca y la garganta, pero me alivió.
—El parecido me dejó pasmado en cuanto lo vi a usted, no me lo podía creer —explicó Shaw—. Tengo que admitir que me produjo una fuerte impresión cuando abrí la puerta y me lo encontré allí a usted, la vivita imagen de él. Pensé que era el fantasma de Chris que venía a atormentarme, a castigarme por lo que estaba haciendo. Desde luego, era una tontería pensar eso, pero hay ocasiones en que uno no puede evitar pensar ese tipo de cosas raras, ¿verdad?
Mientras Shaw hablaba yo miraba la foto, pasando el dedo por los bordes para persuadirme de que era real. Me la acerqué a la cara para verla más de cerca, y la alejé todo lo que daba el brazo, colocándola en todos los ángulos posibles para tratar de encontrar la más leve diferencia o imperfección. Pero era como si estuviera examinando una fotografía de mí mismo que no lograra recordar cuándo me habían hecho. Me estrujé el cerebro tratando de reconocer el lugar, pero se trataba de un paraje con un grupo de limeros que podía hallarse en cualquier sitio. Examiné el borde exterior de la foto en busca de alguna pista.
—¿Sabe dónde está tomada esta foto? —pregunté a Shaw, volviéndome hacia él.
—Déjeme ver.
Acercó su mano.
—Es difícil de decir, pero parece por aquí cerca. Ah, sí, es aquí, mire.
Golpeó con el índice en un punto del horizonte, en el lado izquierdo de la foto.
—Mire.
Al devolverme la foto, levantó el dedo para señalar, al fondo, un trozo borroso que parecía unas terrazas.
—¿Qué es? —le pregunté.
—Es un par de escalones de tierra con hierba que conducen a la capilla vieja. —Señaló un punto a dos dedos de distancia del marco, fuera de la foto por la izquierda—. La capilla estaría aquí, en la colina.
No había dudado realmente en ningún momento de la autenticidad de la foto, pero la posibilidad de que hubiera una foto mía que no recordaba en un lugar que no reconocía resultaba menos extraña que la realidad que me veía obligado a aceptar.
—Perdóneme un momento —conseguí pronunciar, y subí corriendo la escalera.
En el baño, me sujeté al lavabo y me eché una y otra vez agua fría a la cara, pero no me sirvió de nada. Tenía el estómago completamente revuelto.
Tenía que volver a dejar el martillo en su sitio. En la habitación que había convertido en almacén, bordeé el abarrotado espacio hasta llegar a la caja de herramientas. Con todo el sigilo que pude, posé el martillo encima del rollo de cuerda de tender la ropa y tapé la caja con la lona. A continuación volví al baño y tiré una vez más de la cadena.
Abajo, Shaw estaba volviendo a hervir agua.
—¿Ya se encuentra mejor?
—Mucho mejor, gracias.
—¿Le apetece un poco más de té?
—La verdad es que sí —respondí—. ¿Hay más fotos en el diario?
—Si quiere que le diga la verdad, ni siquiera sabía que estuviera ésa. Yo también me he llevado una sorpresa, digamos. Maureen era algo maniática con sus álbumes: le gustaba poner todas las fotos ordenadas y tenerlas juntas. Se ponía como loca si encontraba alguna fuera de su álbum. Era un coñazo en ese tema, sí, señor.
—Entonces, ¿conserva usted los álbumes?
—Sí, claro, están arriba.
Al decir esto pasándome una taza de té, me dio la impresión de que Shaw me miraba de una manera especial, como si supiera que yo había andado fisgando por allí.
—Pero que no se preocupe el señor Crace: puede decirle que no hay ninguna foto de él, porque Maureen las quemó todas después de lo que ocurrió. Estaba tan enfadada con él, que las quemó todas.
—Comprendo.
—Tampoco es que le hiciera gracia la situación de Chris, como puede imaginarse, pero las fotos de él no fue capaz de tirarlas. Así que están allí, llenando álbumes y más álbumes, acumulando polvo.
—¿Podría ver alguno? —pregunté—. Es sólo que…
—¿Que no se puede creer que parezca su hermanito gemelo? Lo comprendo muy bien. Vaya sorpresa que se ha tenido que llevar. No me extraña que se haya quedado usted un poco alelado. Si se piensa, vaya cosa más rara, ¿verdad?
Shaw posó la copa y se acercó lentamente a la escalera.
—Voy a ver qué encuentro por ahí —dijo.
Mientras subía, yo seguí observando la foto de Chris, de pie entre aquellos árboles como si fuera mi otro yo. Un par de minutos después regresó Shaw cargado con una torre de álbumes de fotos. Los posó en la mesa y me pasó uno al azar. Al hojear las fotos de Chris (que caminaba por un sendero a la orilla del mar, lamía un helado, se cruzaba de brazos en actitud orgullosa ante la entrada principal de la abadía de Winterborne, miraba a la cámara medio dormido, al ser sorprendido en la cama…) me sentía como si estuviera echando un vistazo a una vida fantasmagórica, alternativa a la que yo había llevado. Ciertamente, el joven de esas fotos se me parecía mucho, y en algunas era exactamente igual a mí; en tanto que el contexto, aquello que lo rodeaba, me resultaba totalmente ajeno, extraño, ignorado.
—Entonces, ¿dice que no hay fotos, no hay ninguna imagen del señor Crace? —pregunté.
—Nada en absoluto, estoy seguro de que le alegrará oírlo. Puede decirle al señor Crace que se quede bien tranquilo, que el diario es lo único… ¿Cómo decirlo…?, la única cosa comprometedora, digamos.
—Ya veo.
—Pero si no le molesta que se lo diga, yo me andaría con mucho cuidado si fuera usted.
—¿Qué quiere decir?
—La cosa es un poco rara, ¿no le parece?
Le dirigí una mirada divertida, haciendo como que no entendía de qué me hablaba.
—Se parece usted tanto a Chris, ¿sabe…? ¡No me querrá hacer creer que es una coincidencia! Quiero decir que lo que ustedes hagan en su vida privada es asunto suyo y…
—Perdone, señor Shaw, no sé qué idea tendrá usted en la cabeza, pero la relación entre el señor Crace y yo es puramente profesional.
—No pretendía…
—Bueno, espero que no.
—Es sólo que… Bueno, lo que quiero decir es que yo me andaría con ojo, nada más.
Recordé el momento en que deposité mi carta en el domicilio de Crace, la suavidad del mármol en el instante de introducir la carta por la boca del dragón. El suave torbellino del agua a mi alrededor mientras contemplaba la luz de las velas que titilaban en el piano nobile y la sombra que entraba y salía de la oscuridad. ¿Qué había visto Crace al mirarme desde lo alto? Un joven que se parecía al amor de su vida. Al chico que había adorado. Al chico que había, tal vez, matado.
Me despedí de Shaw y caminé por el pueblo sumido en un estado de aturdimiento. Los últimos meses me parecían de repente tan insustanciales como un espejismo. Al intentar representarme una imagen mental del tiempo vivido con Crace, sólo para poner algo de orden en mi mente, los recuerdos se me escurrían, se desvanecían delante de mí, y no lograba distinguir lo real de lo imaginado.
Al llegar a Venecia me había sentido tan seguro de mi futuro, de mis planes… Al principio todo había estado en orden: un trabajo, la estancia gratuita, tiempo para escribir… Se me ofrecía la oportunidad de empezar mi vida de nuevo, de olvidarme de Eliza y de los problemas que había tenido con mis padres. Estaba preparado para demostrarle a todo el mundo, y a mí mismo, lo que era capaz de conseguir. Realmente había creído que escribiría una novela y que encontraría el tiempo necesario para recuperarme y poner orden en todas las ideas raras que se me pasaban por la cabeza.
Pero las cosas no habían salido según lo previsto. Una vez instalado en el palazzo de Crace, apenas había dispuesto de tiempo para trabajar en la novela, aparte de la ocasional escritura de alguna página. Le había cedido mi tiempo a Crace, le había ofrecido mi independencia, mi vida. Y resulta que durante todos aquellos meses él había estado jugando a algún juego siniestro.
Por supuesto, ahora todo casaba, adquiriendo un sentido que daba pavor. Aquellas miradas furtivas que me lanzaba cuando creía que yo no lo miraba. Aquella forma de recorrerme con la mirada con sus ojos de lagarto, apresando fragmentos de mí: un trozo de mi frente, el pómulo, un trozo del carnoso labio superior. Aquella extraña expresión que adquiría su rostro de repente (una melancólica ensoñación que parecía en parte un arrebato de éxtasis, y en parte un dolor que estaba por encima de toda medida) cuando me veía cada mañana por primera vez, o cuando le servía su temprana copa nocturna.
Al llegar al bar, me eché agua fría en la cara. ¿Cuáles eran los hechos? De acuerdo, Chris había muerto, pero ¿cómo sabía que lo había matado Crace? ¿Por qué daba por hecho que Shaw me decía la verdad? ¿No podía simplemente haberse suicidado, tal como había dicho el veredicto? En caso de que Crace hubiera matado a Chris, era de suponer que la policía hubiera investigado el crimen y que hubiera habido juicio. Había llegado el momento de examinar el relato que de lo sucedido había hecho el propio Chris.
Abrí el diario, y al hojearlo observé que algunas hojas habían sido arrancadas. Busqué la primera página y encontré un cuarteto que ocupaba el centro exacto del papel.
Si esto hojeas y cedes al desliz
de la mirada, lee el alma tras
las palabras del joven infeliz
que, siempre solo, siempre miró atrás.
C. D.
El mensaje me produjo un escalofrío. Levanté la vista de las páginas. Por un momento contemplé la posibilidad de cerrar aquel objeto maldito y devolverle a Shaw el diario. Pero en realidad sabía que no tenía opción. Volví las páginas, finas como hojas de árbol, y comencé a leer.
31 de agosto de 1959
Me abrí camino por entre los chavales hasta el aula que está al lado de la biblioteca. Las caras se levantaron para mirarme cuando entré. Busqué un pupitre vacío y lo encontré justo al final de la clase. A mi lado se sentaba un chico de pelo negro y ojos oscuros. Dejé la cartera en la mesa y me senté. Le sonreí y le dije hola, pero él se limitó a mirarme fijamente. Fingí que buscaba algo en la cartera, un lápiz o una goma, haciendo tiempo para que se me pasara el miedo y esperando que cuando volviera a levantar la vista todo fuera bien. Conté los segundos con los dedos, apretando con las uñas en la palma de la mano, pero para cuando llegó el profesor, yo ya había perdido la cuenta y tenía las manos enrojecidas.
El profesor nos dio los buenos días. Dijo que se llamaba señor Hamilton-Parker y que sería nuestro tutor aquel año. Cogió la lista de la clase y empezó a pasarla. ¿Adams? Sí, señor. ¿Ammerson? Sí, señor. Y siguió así hasta llegar a mí. ¿Davidson? No pude responder, era como si tuviera la garganta cerrada. Levantó la vista y volvió a pronunciar mi nombre. Atrás, alguien hizo un comentario gracioso sobre mi voz. El chaval de pelo negro que estaba a mi lado, de quien luego supe que se llamaba Levenson, se rió de mí y vi que otros volvían la cabeza para mirarme. Noté que me ponía rojo. El señor Hamilton-Parker les dijo que se callaran y siguió pasando lista.
Durante el acto de presentación, intenté encontrar la mirada de mi padre, pero él no miró en mi dirección, ni siquiera al terminar de tocar. El director, el doctor Hart, dio la bienvenida al colegio a los nuevos alumnos y expresó el deseo de que le hiciéramos sentirse orgulloso. Dijo estar seguro de que tendríamos por delante un futuro prometedor, y que nos aguardaba una feliz estancia en Winterborne.
1 de septiembre de 1959
Mamá me ha preguntado qué tal me fue después de entrar por la puerta. Le dije que bien, que todo estupendo. Qué te pasa en el labio, me preguntó. Nada, le respondí. El rugby, nada más. Ha tenido que ser un partido muy duro, comentó. Me dijo que tuviera más cuidado. Papá estaba en el fregadero, lavando unas verduras que acababa de arrancar de la huerta. Cuando pasé a su lado de camino hacia la escalera, no me miró. En mi cuarto me arranqué el uniforme.
Cuando volví a bajar, vi la cara de impaciencia de mi madre. Me dijo que me sentara y le contara cómo había sido el día. Le preguntó a papá si me había visto en el colegio. Sólo en el acto de presentación, contestó él. Mamá me preguntó si había hecho amigos. Yo asentí, pero me callé la verdad.
3 de septiembre de 1959
En clase de lengua y literatura, el señor Crace me pidió que leyera en voz alta un soneto de Shakespeare. Al comienzo, yo intenté imitar la manera de hablar de los otros chicos, pero a mitad del soneto me di cuenta de que eso era bastante ridículo. Podía oír cómo se reían de mí Levenson y su amigo Jameson, al final de la clase, y cuando concluí el soneto, la clase entera prorrumpió en carcajadas. Los chavales miraban al señor Crace esperando que él se sumara a las risas, pero él pegó en la mesa con el puño y mandó callarse a todos. La clase se quedó en silencio. Yo quería que me tragara la tierra.
El profesor se volvió a mí y me pidió que volviera a leer el poema, pero de manera natural, con mi propio acento. Se volvió a los demás y les explicó que Shakespeare hablaba con el acento de su pueblo. Reírse de los acentos locales sólo demostraba la propia ignorancia, aseguró. Yo le dirigí una mirada implorante, pero él asintió con la cabeza y me miró con ojos bondadosos. Tartamudeé en las primeras palabras, pensando que mi voz era tosca, incluso fea, pero al terminar el señor Crace me dijo que lo había hecho bien. A continuación les pidió a Levenson y Jameson que leyeran en voz alta el soneto decimoctavo, un verso cada uno. Cuando encontraron el soneto del libro, la clase entera volvió a partirse de risa, pero esta vez el hazmerreír eran ellos. Empezó Levenson, tropezando en las palabras «¿Te podré comparar a un día de estío?», y prosiguió Jameson «En belleza y templanza lo superas». Para cuando Jameson declamó el último verso, los dos chavales se retorcían en sus asientos, rojos como tomates. Hasta yo lo encontré divertido. Pero cuando levanté la vista, vi que Levenson me dirigía una mirada de odio.
4 de septiembre de 1959
Al final de la tarde, mientras la mayoría de los chavales se iban al dormitorio o a la sala de estudio, yo bajé por el largo y oscuro pasillo hacia la salida del colegio. Al salir, la luz del sol me deslumbró. Parpadeando, bajé la vista al camino de grava. Volví la esquina y me fui por detrás de las edificaciones anexas del colegio, siguiendo el recorrido del sol. Mi pie tropezó en algo y me tambaleé.
«Mira por dónde vas, Davidson», dijo un chaval. Tenía el pie alargado hacia mí. Era Levenson. «No sólo no sabe hablar como Dios manda, sino que tampoco sabe andar. No sé qué vamos a hacer con él», comentó el de pelo negro. Se intercambiaron una sonrisa, y un segundo después me empujaban hasta la parte de atrás de uno de los anexos, donde no podían vernos. «Deja de evitarnos, rubito», me dijo Jameson echándome contra un muro de ladrillo. «¿Tu papá no se atreve a dejarte interno con los demás? ¿O es tu mamá la que tiene miedo de lo que le pueda pasar a su niño?». Los dos se rieron mientras empezaban a pegarme, al principio bastante flojo. Intenté defenderme, pero eran demasiado fuertes para mí. Uno de ellos me pegó en la cara mientras el otro me daba codazos en el estómago. Al retorcerme, vi una gota de sangre que caía al suelo. «Ya no parece tan guapo, ¿verdad que no?, ¿verdad?». Me dijeron muchas otras cosas.
Me levanté y vi, en la distancia, caminando por el sendero entre el colegio y el aula de música, a un hombre que llevaba una chaqueta de cheviot. Los ojos me escocían de dolor, pero a pesar de eso estoy seguro de que él miró hacia mí. Era mi padre. No era necesario gritar, porque me había visto. Vendría a ayudarme. Me salvaría. Sin embargo, en lugar de acercarse corriendo, se volvió y siguió por el sendero hasta desaparecer. Los dos chavales me dieron unos puñetazos en el estómago y echaron a correr.
23 de septiembre de 1959
Bajé la escalera después de terminar los deberes y me encontré a mamá toda colorada. Me dijo que la merienda ya estaba casi lista. «¿Dónde está tu padre? —me preguntó—. ¿No estará otra vez limpiando las armas, verdad?». Le dije que iría a mirar en el jardín.
Salí por la puerta de la casa, atravesé el caminito y pasé la cancela azul que da al largo jardín. «¿Papá? —grité—. ¿Papá?». Bajé por el césped. Los insectos pululaban por los arbustos llenos de frutos. Alargué la mano para coger una baya, pero en cuanto mis dedos la rodearon, noté un hormigueo en la piel: era una moscarda perezosa. Vislumbré a papá, que me daba la espalda. Estaba junto al cobertizo, en lo más bajo del jardín. «Ya está la merienda, papá», le dije. Como parecía que no me había oído, lo repetí. Pero cuando me acerqué hacia él, mi padre no se volvió para saludarme. Siguió mirando un pequeño trozo de tierra. Le pregunté si estaba bien, y avancé por la franja de tierra para verle la cara. Tenía una mirada extraña, y la cara pálida. Al final volvió en sí y me dijo que sólo estaba en las nubes.
19 de octubre de 1959
Hoy no he dicho una palabra en el colegio. Realmente no me importa. No hablar es fácil en cuanto uno se acostumbra. Además, prefiero escribir las cosas. El señor Crace dice que la palabra escrita queda para siempre.
20 de octubre de 1959
Cuando iba hacia la clase de historia, vi a Levenson y Jameson. Me volví y cambié de dirección. Si salía por la entrada principal, podía rodear el colegio hasta la puerta de atrás. Pensé que les había dado esquinazo, pero justo cuando corría hacia el lateral del colegio vi a Jameson delante de mí. Me volví para echar a correr, pero Levenson estaba justo detrás. Pensé en salir corriendo campo a través, pero si lo hacía me perdería la clase. Me quedé quieto, sin saber qué hacer. Oí sus pisadas en la grava al acercarse a mí. Jameson me empujó contra el muro y vi los ojos de cólera de Levenson. Levantó la mano para pegarme, pero justo cuando iba a descargar el golpe, una mano se posó en su hombro. Era el señor Crace.
Les preguntó qué pasaba y ellos respondieron que nada. Crace me preguntó si eso era cierto, y yo asentí con la cabeza. Está claro que no nos creyó. No era más que una conversación animada, dijo Levenson. Si era eso lo que nos gustaba, dijo Crace, entonces no nos importaría ir después de clase para tomar parte en el círculo de debates. Levenson y Jameson intentaron protestar, pero él los paró. Los hermanos Pemberly estaban en cama por alguna enfermedad, y al círculo le iría bien un par de bocazas extras. Les dijo que fueran y se volvió a mí. Me habló con suavidad, amablemente. Me dijo que no me preocupara: no tenía por qué entrar en el debate si no quería. Podía encargarme del acta.
20 de octubre de 1959
En cuanto oí el timbre, me dirigí al aula del señor Crace. Llamé a la puerta y él me invitó a pasar. Era el primero que llegaba. Al abrir la puerta lo encontré sentado a la mesa, escribiendo. Levantó la vista: parecía que se alegraba de verme.
Llamaron a la puerta y los demás empezaron a entrar. Los últimos fueron Levenson y Jameson, y los dos me miraron con mala cara, como si yo tuviera la culpa de que se encontraran allí. El señor Crace le dijo al grupo que el tema del día era la democracia. Habló sobre ella durante unos minutos y después nos dividió en dos grupos: Levenson, Knowles, Miller y Wright en uno, y Jameson, Dodd, Fletcher y Ward en el otro. Me dijo que yo me hiciera cargo de las obras de consulta, que ayudara a los demás a encontrar citas, y después tomara notas de lo que decían. Todos se pusieron alrededor de mi mesa, y Levenson y Jameson empezaron a comportarse como si yo les cayera bien. Levenson dijo que le gustaría que tuviéramos temas más interesantes sobre los que discutir. Miller preguntó qué tipo de temas. De chicas, dijo Wright riéndose. Levenson le respondió que no dijera estupideces. Lo que a él le gustaría debatir es si a los chicos les estaría permitido asesinar al director.
Vi que el señor Crace levantaba la vista de la mesa. Levenson dijo con voz extraña: «Por la presente se aprueba la propuesta de que el director del colegio sea colgado hasta morir». Desde luego, él votaría a favor, dijo.
Vi la mirada escrutadora del señor Crace y pensé que lo iba a echar del aula. Pero no lo hizo. En vez de eso, abrió el cajón de su escritorio, sacó un cuaderno, y apuntó algo en él.
21 de octubre de 1959
Lo de ayer no cambiaba nada, me dijo Levenson. Entonces me dio un golpe en la cabeza y se rió. Me llamó no sé qué y se fue.
2 de noviembre de 1959
Hoy el señor Cartwright, el profesor de música, estaba enfermo y ha dado la clase mi padre. Todos siguieron hablando mientras él entraba en el aula. Se dirigió a su mesa con paso firme, e intentó que le prestaran atención. Los chicos ni le miraban. Tragó saliva un par de veces. Yo deseé que no tuviera que dar clase. Sabía que sólo lo hacía por mí.
«Ya basta, chicos», dijo mi padre. El ruido no se acabó, incluso puede que fuera a más. «Vamos, por favor», dijo. Su rostro parecía cansado. Yo permanecí allí, quieto, sentado, en silencio, mientras los chicos se burlaban de él. Nadie hizo nada al respecto.
En casa, mi padre no dijo nada. Yo tampoco. Pero ambos comprendimos. Papá parecía avejentado y muy, muy triste.
3 de noviembre de 1959
Yo estaba sentado en lo alto de la escalera, escuchando, rodeado de oscuridad. Mamá y papá hablaban en la cocina. Creían que yo estaba en mi cuarto, dormido con la puerta cerrada. Hablaban en voz baja, en susurros, pero no lo bastante bajo como para que no pudiera entenderlos. Papá estaba disgustado y mamá intentaba consolarlo, pero sin conseguirlo. El director le había dejado claro que perdería su trabajo si no conseguía dominar a los alumnos. Y eso significaba que yo perdería mi plaza. Mamá le intentó tranquilizar, le advertía del riesgo de sufrir otra crisis. Él no sabía qué hacer. Se quedaron callados. Cuando oí que mi padre empezaba a llorar, volví a mi cuarto.
4 de noviembre de 1959
Los chicos están todos muy emocionados por la hoguera de mañana por la noche.[2] Han pasado estos días recogiendo trozos de leña del bosque y apilándolos en uno de los anexos de detrás del colegio. Algunos de los mayores han construido carros para transportar la madera. Hablaban de los petardos que les habían dado y de que iba a ser la mayor hoguera que habían hecho. Va a iluminar el cielo varios kilómetros a la redonda, eso decían. Yo también tengo ganas.
5 de noviembre de 1959
Después de la reunión del colegio, seguí a papá hasta el aula de música. Parecía preocupado. Me dijo que tenía mucho que hacer y no podía hablar conmigo. Se fue hasta un taburete de piano, lo abrió y sacó un montón de partituras de dentro. Dijo que quería ponerlas en orden, que las podía ordenar por compositor o por clave. Había algo raro en su manera de actuar. Hojeó las partituras rápidamente y murmuró algo en voz muy baja.
Le pregunté si se encontraba bien. Tenía tres clases: una a las once, otra a las doce y la última a las cuatro. Cartwright había vuelto a ponerse enfermo, me dijo, y tenía que volver a sustituirlo.
Repasé mentalmente mi propio horario. Le dije que le vería más tarde. No respondió nada, y lo dejé poniendo orden en las partituras encima del piano. El resto del día transcurrió lentamente. No dejé de consultar el reloj, aguardando el momento idóneo. A las 4.15, en clase de química, comprobé el contenido de mis bolsillos para asegurarme de que tenía en ellos cuanto necesitaba. Levanté la mano para preguntar si podía salir al servicio. Me hicieron eco las burlas de costumbre, pero me daba igual. El señor Ormerod asintió con la cabeza y yo atravesé el pasillo hasta el aula de música. Me agaché bajo las ventanas y me incorporé ligeramente para echar un vistazo dentro del aula. Era tal como había imaginado: los chicos se comportaban mal: algunos se tiraban bolas de papel; otros se pasaban notas y se reían; un chaval había puesto los pies sobre la mesa del pupitre. Al frente de la clase, sentado ante su mesa, estaba mi padre con la cabeza en las manos.
Regresé corriendo al colegio, asegurándome de que nadie me había visto. Entré corriendo en los servicios, me metí en un cubículo y cerré la puerta. Bajé de un golpe la tapa del váter, me senté encima y saqué del bolsillo el trozo de papel en blanco, junto con la pluma y la regla de quince centímetros. Usando la regla, escribí en mayúsculas: «PROBLEMAS EN El AULA DE MÚSICA: AHORA». Doblé el papel por la mitad, me lo metí en el bolsillo por si me veían, y caminé hacia el despacho del director. Afortunadamente, la puerta estaba cerrada. Deslicé el papel por debajo de la puerta y volví a toda prisa a la clase.
5 de noviembre de 1959
Papá no había llegado a casa, así que mamá y yo comimos solos las salchichas con puré de patatas. Puso la parte de papá en un plato, que él siempre podría recalentar y comerse más tarde. Estaba enfadada, pero intentaba que no se le notara. A las siete en punto, como él seguía sin dar señales de vida, se dirigió a mí mientras fregaba los platos y me dijo que me pusiera el abrigo y la bufanda, porque no nos íbamos a perder la hoguera. Ya no le íbamos a esperar más, dijo.
Al salir por la puerta, aspiré el frío aire de la noche. Olía a humo. Cuando íbamos por la calle hacia el colegio, observé que el cielo estaba de color anaranjado. Desde bastante distancia se adivinaba el fuego en medio de las tinieblas. En torno a la hoguera se agrupaba una multitud de chicos y profesores. Al acercarnos mamá vio a una de sus amigas, Elaine Shaw, que es la mujer de un vecino, y se paró a hablar con ella.
Notaba el calor del fuego desde donde estaba, pero me quería acercar más. Lo hice, consciente de que las llamas me quemaban en el rostro. El fuego escupía chispas que me rondaban alrededor. Mamá me dijo que no me acercara tanto, pero no le hice caso. A través de las llamas vi a Levenson. A su lado estaba Jameson.
Le dije a mamá que había visto a un par de amigos. Le encantó. Seguramente era la primera vez que me oía usar aquella palabra desde que había llegado al colegio. Me dijo que me tomara todo el tiempo que quisiera y siguió charlando con la señora Shaw, que no se encontraba bien últimamente.
Bordeé la hoguera lo más cerca de las llamas que podía. Si Levenson y Jameson tenían un plan, prefería que lo llevaran a cabo lo más lejos posible de mi madre. Oí una voz detrás de mí. «¡Míralo, ahí está!». Era Dobbs, el conserje. Me puso una mano en el hombro. «¡Dejad paso a Guy Fawkes!», gritaba. Los chavales hicieron un pasillo.
Sobre los hombros de Dobbs había un horrible muñeco hecho de arpillera y almohadones viejos rellenos de heno y serrín. Lo habían vestido con una vieja chaqueta de cheviot. La multitud comenzó a dar vítores, y parecía como si las llamas de la hoguera llegaran más alto que antes en el cielo. Cuando Dobbs alargó los brazos, la cabeza del muñeco cayó de lado y el resplandor de la hoguera le iluminó la cara. Había algo extrañamente familiar en su aspecto. Dobbs lo lanzó a la cima de la hoguera, y su acción fue coreada con vítores. Por los agujeros en la piel del muñeco me di cuenta de que estaba relleno de algún tipo de papel, que parecía como montones de partituras. Un instante después, el muñeco quedó envuelto por las llamas.
Tenía que alejar a mamá para que no viera aquello. Le dije que no me encontraba bien, que quería volver a casa. Cuando nos disponíamos a marchar, algunos chavales empezaron a lanzar cohetes. Luego, en la distancia, oí otro estruendo, un ruido mucho más fuerte que el de los petardos: un disparo. Llegaba del bosque.
[Aquí hay varias páginas arrancadas].
1 de enero de 1960
Empieza el nuevo año. La gente dice que hay que mirar a los meses que tenemos por delante. Yo no lo hago.
Mamá está muy contenta porque en el colegio le han dicho que no tendrá que pagar mi matrícula. Corre a cargo del doctor Hart. Todo el mundo dice que fue un accidente de caza, pero yo sé la verdad. Sé lo que sucedió realmente.
No quiero escribir más.
Leí el diario apresuradamente, casi comiéndome las palabras en busca de alguna mención a Crace. Al hacerlo, el corazón me latía rápidamente, me faltaba el aliento y dentro de mí se despertaban la ira y el pánico.
Shaw me había ofrecido una visión de los motivos por los que Chris se había suicidado, y había sugerido que Crace tenía algo que ver con ello. Pero aparte de la anotación sobre el motivo inspirador de Círculo de debates, el diario me ofrecía poca información extra sobre el novelista. Arrojé el diario, me levanté de la cama, abrí la ventana y contemplé la oscuridad del exterior. De abajo llegaba un murmullo de voces, gente del pueblo que bebía y se calentaba junto al fuego. Alguien tosió con una carraspera potente que me recordó a Shaw. No me podía creer que hubiera sido tan tonto como para fiarme de aquella especie de comadreja. Y le había pagado mil libras. Al oír una aguda risotada de mujer, procedente del bar, pegué un fuerte puñetazo en el alféizar de madera. El dolor, que se originó en el puño y me recorrió el brazo, me proporcionó alivio.
Ya no podía permitirme abandonar mi proyecto. Tenía que seguir y apañármelas para que la cosa funcionara, no tenía alternativa. Para averiguar más sobre Crace, sabía que tendría que acceder al colegio. Pero no podía entrar en el colegio sin más y empezar a hacer preguntas sobre Crace. Mencionar mi propósito de biografía estaba fuera de toda posibilidad, porque la noticia podía acabar llegando hasta el editor o hasta el propio Crace. Se me ocurrieron varias posibilidades (presentarme como hijo de un antiguo alumno, fingirme un turista lleno de curiosidad…), pero comprendí que ninguna de ellas me servía.
¿Y si probaba con la verdad, o con algo que se le pareciera? ¿Qué tal me iría? ¿Y si decía que era un estudiante de historia del arte que había hecho la carrera en la Universidad de Londres (algo que podían comprobar, en caso necesario) y que me había embarcado en la tesina o en la tesis de doctorado para investigar algún particular aspecto referente a la historia del arte de las iglesias medievales? Crace me había dicho que la abadía de Winterborne contenía una interesante colección de reliquias, de esculturas e imaginería, objetos que sin duda estarían documentados de alguna manera, y esa documentación estaría lo más probablemente en los archivos del colegio. Al menos eso me ofrecería una disculpa que me permitiera entrar y entablar conversación con el bibliotecario. Y si alguien hacía comprobaciones en la universidad y se daba cuenta de que yo no había emprendido ninguna tesis, ¿qué diría entonces? ¿Que hacía aquella investigación para acumular méritos de cara a mi solicitud para el curso siguiente? Eso me pareció que sonaba bastante bien, y pensé que merecía la pena correr el riesgo.
Al menos de aquella manera no necesitaría disimular demasiado. No me vería obligado a actuar. Me bastaba con ser yo mismo.
Al día siguiente, que era sábado, después de desayunar temprano, decidí acercarme a la abadía andando para investigar un poco. Las oscuras nubes proyectaban su sombra en el espeso bosque que circundaba el valle. Me quedé allí delante de la abadía, en pie, oyendo cómo rugía el viento al pasar entre los árboles, y en la última hoja del cuaderno hice un rápido boceto del edificio, que parecía una de esas enormes capillas de Oxford coronadas por elaborados arbotantes. Lo que tenía de extraño es que a la iglesia de la abadía le faltaba la larga extensión de la nave, y tenía la entrada en lo que tendría que haber sido la parte central de la iglesia.
Giré el frío anillo metálico de la recia puerta, y empujé. Dentro, el aire era frío y húmedo, tan estancado como en el interior de una tumba. Una tenue luz se filtraba por las enormes vidrieras, proyectando manchas de color sangre sobre las losas del suelo. Agucé el oído por si oía a alguien, pero no pude oír más que el viento en lo alto de los árboles, en la parte de fuera. Dentro, sin embargo, la quietud resultaba opresiva, enervante.
A mi derecha tenía una mesa en la que se ofrecían a la venta guías ilustradas de la abadía al precio de dos libras. En la mesa, un letrero rezaba: «Este puesto se fundamenta en el hecho de que nos fiamos de usted. Por favor, deje el dinero en la caja. Le rogamos no decepcione nuestra confianza». Por lo que a mí se refería, mi honradez estaba fuera de duda. De hecho, me sentía muy orgulloso de ser una persona tan de fiar, y me apresuré a introducir dos monedas de libra por la rajita de la pared. Al hacerlo, recordé algo que había leído en las cartas de Aretino: cómo el rey de Francia había regalado al autor una cadena de oro decorada con lenguas esmaltadas en bermellón, en las que iba escrito el lema: «LINGUA EIUS LOQUETUR MENDACIUM» («Su lengua dice mentira»).
En la pared que tenía enfrente, sobre la cual reposaba el enorme órgano, colgaban varios viejos grabados en marcos antiguos, uno de los cuales contenía una inscripción que describía los orígenes de la abadía. Allí decía que la iglesia había sido edificada por el rey Athelstan en desagravio por la muerte de su hermano menor, de la que era responsable. Según parecía, Athelstan lo había acusado de un crimen (algo de lo que luego resultó ser inocente) y ordenó que lo abandonaran en el mar, en un bote desprovisto de velas y remos, con un paje por toda compañía. Después de que su hermano se ahogara y Athelstan comprendiera su error, hizo erigir la abadía, junto con otro monasterio, e hizo siete años de penitencia con la finalidad de hacer las paces con Dios.
Lo anoté todo antes de pasar por el arco engalanado con cortinas que llevaba a la habitación del tesoro que había bajo la galería del coro. Según mi pequeña guía, allí encontraría las reliquias de la iglesia, exhibidas todas en una vitrina. Encendí una luz de duración limitada para iluminar la colección de objetos preciosos de la abadía: un tríptico de marfil con una escena navideña; fragmentos con aspecto de cigarro de una cruz pectoral del siglo XV; un cáliz y su patena de peltre procedentes de la tumba de un abad, y en el estante inferior de la vitrina, el Libro de los mártires de John Foxe, el único libro propiedad de John Tregonwell (que donó su biblioteca a la abadía) que ha llegado a nuestros días. Cuando me incliné para ver más de cerca el libro, cuyo lomo estaba carcomido por los años y el volumen rodeado de cristales de sílice, oí pasos a mis espaldas.
—No es lo que se dice una gran colección, me temo, pero es fascinante, o al menos a mí me lo parece.
Me volví, asustado, para ver a una mujer madura que llevaba una chaqueta de tela escocesa, una falda gris, cómodos zapatos negros, un par de guantes de goma amarillos y unas grandes tijeras.
—Perdone si le he asustado —dijo—. Estaba en la parte de atrás de la sacristía arreglando un poco las cosas.
Me miró de arriba abajo y sonrió.
—Siempre resulta agradable ver a gente joven que muestra interés en el pasado —dijo. Sus ojos, de un color azul grisáceo, brillaban tras las gafas de montura de carey—. Muchos no tienen ni idea de cómo era el mundo en los tiempos de sus abuelos, no digamos ya en la Edad Media. Es realmente una pena.
Al hacer un amplio gesto señalando con las tijeras la abadía, vio la punta de su herramienta y se rió quedamente.
—Perdone, lo siento, debe pensar que soy una excéntrica, por no decir una maleducada —dijo tendiéndome su mano libre—. Soy June Peters, la esposa del director. Estaba a punto de ponerme a arreglar las flores del altar, allí.
—Encantado —dije, estrechándole la mano—. Sí, es una colección bastante fascinante. Objetos únicos y conmovedores.
—¿De verdad lo cree?
—Desde luego.
—¿Está de vacaciones? La campiña es maravillosa por aquí. ¿Haciendo turismo?
—Bueno, podría decir que estoy de vacaciones y trabajando —respondí—. Soy estudiante de historia del arte, estoy preparando la tesis.
—Eso es estupendo. Qué interesante. Algunas de estas cosas se remontan muy atrás en el tiempo, como usted sabrá. En fin, le dejaré que siga…
Agitó en el aire las tijeras como gesto de despedida y se marchó por el pasillo hacia el altar. Mientras caminaba por la abadía, tomando nota de su arte y esculturas, que incluía algunos finos retablos, una recargada tumba familiar labrada en mármol blanco y un maravilloso tabernáculo colgante de roble de casi tres metros de alto, ideé un plan para obtener la ayuda de la mujer.
—Perdone que la moleste —le dije acercándome a ella cuando empezaba a quitar las hojas secas de un arreglo floral delante de los tres asientos de piedra del presbiterio.
Levantó la vista y sonrió, encantada de poder ayudar.
—No sé si usted sabría…, pero estoy intentando averiguar algo más sobre la colección de la abadía.
—Sí, claro.
—Me pregunto si podría decirme usted algo de algunos de los objetos que se exponen.
—No soy ninguna experta, me temo. Tendría que preguntarle a mi marido. Pero hay una historia encantadora sobre cómo entró el libro en poder de la abadía. ¿La conoce?
—No —respondí.
—Es maravillosa, una historia muy divertida. Cuando John Tregonwell, cuya familia vivía en la casa de al lado… ¿Está seguro de que no la conoce ya?, ¿no ha visto el cartel en el muro de la entrada?
—No —respondí sonriendo.
—Bueno, un día el niño, John, que entonces no debía de tener más de cinco años, estaba jugando aquí dentro y se subió a lo alto de la torre. Supongo que allí arriba haría mucho viento, o puede que se acercara demasiado al borde. De cualquier manera, se cayó de dieciocho metros de altura y sólo lo salvaron las enaguas de nanquín, que supongo que actuaron de paracaídas. En señal de agradecimiento, años más tarde donó todos sus libros a la abadía. Así que gracias a sus enaguas tenemos aquí ese volumen.
—Es increíble —dije, pensando rápido—. Vaya historia. De hecho, es el tipo de cosas que ando buscando.
—¿De verdad?
—Quiero que mi tesis trate de historia oral —expliqué—. Pretendo preguntar a la gente de la localidad qué piensan del arte.
—Comprendo —dijo—. Como le dije, creo que será mejor que hable con mi marido. Es un auténtico experto. Esta tarde está en casa, si lo quiere ver.
—¿Podría?
—No veo por qué no. De hecho, estoy segura de que le encantará tener una disculpa para hacer un alto en su trabajo.
—No quisiera molestarle.
—Vamos, no sea tonto. Mire, en un par de minutos, en cuanto termine esto, iré a casa a preguntarle.
—Eso es muy amable por su parte, muchas gracias.
—No es ninguna molestia. ¿Por qué no sigue usted echando un vistazo mientras yo voy a ver? Estoy segura de que todavía le quedan un montón de cosas interesantes que le gustará contemplar. Perdone, se me olvidó preguntarle su nombre.
—Me llamo Adam —dije—. Adam Woods.
Cuando ella salió de la abadía dejando que la gruesa puerta de madera diera un portazo, proseguí mi recorrido, dejando atrás el altar para entrar en la nave norte. Al volver una esquina me encontré con la tumba de una mujer, con su imagen esculpida en mármol. En la mano izquierda sujetaba un libro, presumiblemente un misal, y en la derecha una calavera que había perdido la mandíbula inferior. La visión de la calavera me intranquilizó, y me aparté de la tumba sin tomar notas. Entonces volví por la nave lateral hacia la entrada. Me paré junto a otra tumba de mármol blanco de un hombre que observaba fijamente la forma en decúbito supino de una dama. Las florituras decorativas (los brocados del vestido de la dama, el cordón que le rodeaba la cintura, las borlas del cojín en que estaba tendida) eran todas extremadamente delicadas, pero en aquel momento no me interesaba la estética. Era la posición de ambos (el hombre mirando el cuerpo sin vida de su esposa) lo que me dejaba clavado en el sitio.
Yo tenía la costumbre de despertarme en medio de la noche y quedarme contemplando el sueño de Eliza. Apoyaba el codo en la almohada y la mejilla en la mano, y me quedaba mirándola mientras dormía. Algunas veces su respiración resultaba tan inaudible que me daba por pensar que se había deslizado inconscientemente desde el sueño a la muerte. Entonces sentía un enorme amor por ella, pero de repente su pecho subía y bajaba y ella empezaba a agitarse.
Oí el portazo de la puerta de la entrada, y al volverme vi mirándome a la mujer del director.
—Buenas noticias —dijo acercándose a mí—. Tal como le dije, mi marido estará encantado de recibirle un poco más tarde. Ha sugerido que venga a merendar a las cuatro en punto, si le viene bien.
—Eso es estupendo.
Me indicó cómo llegar a su casa, que estaba dentro del recinto del colegio, antes de excusarse por tener que irse:
—Perdone, me tengo que marchar, aunque me quedaría aquí hablando con usted… Reconozco que no tengo ni idea de qué es exactamente lo que está investigando, pero me parece maravilloso que le interese el arte y el pasado. Maravilloso. La manera en que usted contemplaba esa escultura casi me hace llorar.
—Usted debe de ser el señor Woods, el joven del que me ha hablado mi mujer —dijo el director abriendo la puerta de su gran casa victoriana y tendiéndome la mano—. Encantado, yo soy Jeffrey Peters. Entre, entre.
Aquel hombre de pelo gris, elegantemente vestido, me acompañó a través de la entrada hasta un salón grande donde crepitaba y chisporroteaba un fuego que iluminaba con un cálido destello las paredes pintadas de crema.
—Por favor, siéntese —dijo, señalando con la mano una butaca bergere con cojines de color verde oliva—. ¿Puedo ofrecerle una taza de té?
—Me encantaría —acepté sentándome.
—No tardaré, pero tenga la amabilidad de ponerse cómodo —me pidió.
Cuando salió del salón para preparar el té, me levanté y aproveché para contemplar la hermosa decoración de la sala. En una de las paredes había una gran estantería llena de libros sobre arquitectura de iglesias y catedrales, espiritualidad y cristianismo, en tanto que sobre una cómoda de caoba muy brillante había unas cuantas fotos del director, su esposa y su familia. Era evidente que, desde la época en que se habían tomado las fotos, el director, que en otro tiempo era rechoncho, había perdido gran parte de su peso. Oí que el hombre traía las cosas del té por el pasillo, y me apresuré a sentarme donde él me había dejado.
—Aquí está —dijo colocando la bandeja sobre la mesa de café que teníamos entre las butacas—. ¿Azúcar y leche?
—Sólo leche —respondí.
—¿Y pastel? June está muy orgullosa de su pastel de frutas.
—Me parece una gran idea —acepté—. Gracias.
—June me ha hablado de su tesis —comentó pasándome un plato—, que parece bastante interesante, pero me pregunto si usted podría explicarme con algo más de detalle de qué va.
—Sí, claro —contesté tratando de no pensar demasiado en la biblioteca de libros especializados que había en los estantes, por encima de mí—. No soy ningún experto en arquitectura de iglesias ni catedrales. Tan sólo acabo de terminar la licenciatura en Historia del Arte…, pero quería estudiar la manera en que los objetos se exponen y perciben en lugares como la abadía de Winterborne.
El director alargó la mano para coger su taza, pero sus inteligentes ojos mostraron vivo interés en el tema.
—Por ejemplo, cuando uno va a un museo, un museo de talla mundial como la Tate, el Victoria and Albert o la National Gallery, ve objetos artísticos llenos de inteligencia, belleza y genialidad, pero a menudo creo que el visitante no siente una conexión personal con esas obras. Mientras que si uno vive, estudia o trabaja junto a un espacio como la abadía, que puede trazar el origen y recorrido de los objetos a lo largo de su historia, pienso que tendrá una recepción muy diferente de las cosas que se exponen.
—Sí, comprendo lo que quiere decir —dijo el director—. Es una idea interesante.
—Su mujer me ha contado esa fascinante historia de cuando John Tregonwell se cayó de la torre de niño.
—Sí, una historia encantadora —comentó riéndose—. Las famosas enaguas de nanquín.
—Y cómo luego él legó su biblioteca al colegio. Me gustaría mucho investigar la historia de ese libro que está expuesto, naturalmente, y también el tríptico de marfil, el cáliz, la cruz y otros objetos. Y también algunas de las esculturas de la abadía. He visto que algunas son muy buenas.
—Sí, y tendríamos muchas más, me parece, si la primitiva iglesia normanda no hubiera sido alcanzada por un rayo y consumida por el fuego a comienzos del siglo catorce.
—¿Sí?
—Sí, me temo que sí. Un caso de totaliter inflammavit, columnis decrustatis.
—Comprendo.
Tomó otro sorbo de té y fijó los ojos en mí.
—Por supuesto, me tiene a su disposición, aunque no sé realmente en qué puedo ayudarle.
—Me preguntaba si el colegio guarda documentación sobre las piezas, si hay una especie de archivo.
—Sí, me parece recordar que hay algo en la biblioteca. Una especie de libro de registro, creo. Podrá acceder a él, si lo desea.
—Gracias, eso es muy amable por su parte. Y también, como me interesa la manera en que la gente percibe esos objetos, me pregunto si usted podría ponerme en contacto con antiguos profesores del colegio, o con antiguos alumnos. Me gustaría tener la mayor variedad de interlocutores que fuera posible, y pertenecientes a las generaciones más jóvenes tanto como a las mayores.
—¿Qué tipo de preguntas piensa hacerles?
Se me atragantó una pasa del pastel.
—Perdóneme —dije tosiendo—. Serían cosas como cuál fue su reacción al ver por primera vez un determinado objeto. O si consideran que está expuesto por ser una obra de arte o un documento histórico, o por ambas cosas a la vez. Y en qué piensan que se diferencia esa obra en particular de las expuestas en un museo convencional.
Pensé en los libros religiosos que había en los estantes.
—Y también si las reliquias u otros objetos tienen para ellos algún significado religioso. Si los consideran revestidos de algún tipo de espiritualidad.
El director bajó la mirada al suelo mientras meditaba. Aguardando su decisión, el corazón se me aceleró, y tuve que hacer un esfuerzo para mantener la compostura. Finalmente, levantó la cabeza, me miró y sonrió.
—Me doy cuenta de que podría resultar muy interesante —comentó—. Supongo que también estudiará otros lugares, ¿no?
—Sí —confirmé—. Todavía no sé muy bien cuáles, pero puede ser cualquier sitio que tenga una colección de obras artísticas en exposición, que lleve años allí y que tenga una especial conexión con la localidad. Puede ser una iglesia, un museo local, un colegio o cualquier tipo de espacio. Por supuesto, no podrán ser muchos los lugares que voy a estudiar, pero si usted tiene alguna sugerencia, estaré encantado de considerarla.
Al terminar mi explicación, casi me había convencido a mí mismo de que era un tema interesante, merecedor de estudio.
—Creo que es una idea espléndida, pero sólo tengo una pregunta —dijo mirándome atentamente—. ¿Por qué demonios ha elegido la abadía de Winterborne? Al fin y al cabo, esto es un lugar remoto, y nuestra colección, aunque contenga algunas piezas de gran calidad, es muy modesta.
Era una pregunta que no tenía preparada. De nuevo, me aclaré la garganta para ganar unos segundos que me permitieran pensar.
—Perdóneme —dije mientras tosía—. El motivo es bastante tonto, me temo. De adolescente leí Círculo de debates, que según creo fue escrito por un antiguo profesor del colegio, Gordon Crace.
A la mención de aquel nombre, el director arrugó el entrecejo. El clima de la sala cambió de inmediato, pero no tenía más remedio que continuar.
—Entonces el libro me produjo una fuerte impresión —expliqué—. En especial las descripciones de la abadía, el colegio y el campo circundante. Unos años después pasé con mi familia las vacaciones de verano en la isla de Purbeck, y les insistí a mis padres para que me trajeran a ver la abadía de Winterborne. Me quedé anonadado con la belleza de este lugar, y no la olvidé.
Hice como que me reía de mí mismo por ser tan tonto, pero eso no consiguió ablandar la severa expresión del director.
—Esperaba que el mundo se hubiera olvidado de ese estúpido libro —dijo exhalando un suspiro—. Creo que cuanto menos se hable de él, mejor.
El director se puso en pie.
—Pero venga a verme a mi despacho del colegio el lunes por la mañana y veremos qué se puede hacer —dijo—. La señora Fowles, la bibliotecaria, le ayudará.
Mientras me acompañaba a la puerta tuve la impresión de que estaba deseoso de deshacerse de mí. Era como si la sola mención del nombre de Crace hubiera contaminado el aire.
—Me parece que es el último —dijo la bibliotecaria, una mujer de pelo gris con ojos tristes, al posar en la mesa tres finos libros encuadernados en cuero verde—. Si desea algo más, dígamelo y le traeré los volúmenes que sean. Si me necesita, estaré en la biblioteca. Sabe dónde queda, ¿no?
—Sí —respondí—. El señor Peters me lo indicó. Gracias.
Aquella misma mañana el director me había ofrecido la posibilidad de examinar los archivos del colegio y le había explicado mi proyecto a la bibliotecaria, sugiriendo que sería mejor que ella me llevara el material a la antecámara de su despacho, donde nadie me molestaría. El director me había prometido también información para contactar con antiguos profesores y alumnos del colegio, pero como era lógico yo no podía pedir directamente esos contactos. Y así, durante las horas siguientes, hojeé libros, anoté detalles sobre la procedencia de diversas reliquias, esculturas, estatuas y pinturas expuestas en la abadía. Sabía que aquellos datos me vendrían bien si me preguntaban por mi tesis.
A través de la puerta que separaba la antecámara del estudio, oía ocasionalmente el timbre del teléfono, seguido por la voz susurrante del director. De vez en cuando le oía abrir la puerta para recibir a algún profesor o alumno, pero no lograba enterarme de lo que decían.
Cerré el último de los libros, cogí mi cuaderno y abandoné la antecámara del director camino de la biblioteca. El pasillo se había llenado de chavales, algunos de aspecto saludable, otros de piel grasienta, llenos de granos y con el pelo lacio, que me miraron con una mezcla de timidez y curiosidad. Llamé a la puerta de la biblioteca y entré en una sala amplia y grandiosa con un complicado artesonado y una imponente chimenea de mármol. A través de una puerta abierta vi una habitación más pequeña en la que estaba sentada la señora Fowles ante un escritorio, leyendo. Levantó la vista cuando entré.
—¿Puedo ayudarle en algo, señor Woods?
—Creo que sí. Ya he terminado con los registros. Me han sido de enorme utilidad, y se lo agradezco mucho.
—Me alegro de que le hayan servido. ¿Le gustaría ver algo más?
—Me pregunto si podría ver algo que me sirviera para localizar a antiguos alumnos o profesores.
—Me parece, como supongo que le habrá explicado el señor Peters, que necesitaríamos que usted nos proporcionara una lista de nombres. Entonces podríamos mirar en los archivos para ver si tenemos datos sobre ellos.
—Sí, ya me lo explicó el señor Peters. Por eso he pensado que tal vez fuera buena idea empezar con…, no sé, tal vez revistas del colegio o bien con una lista de los alumnos de cada una de las casas en que se divide el colegio.
—Hay cierto número de revistas, que estaban supervisadas, me parece, por el departamento de lengua y literatura, pero debo advertirle de que no tenemos de todos los cursos. De tanto en tanto nos faltan un par de cursos. Pero sí tenemos listas de los chicos de cada casa, que se remontan, me parece, al año de la fundación del colegio, a comienzos de los cincuenta. Y también hay algunos álbumes de recortes, nada más que retazos sueltos, fotografías, informes de campeonatos y cosas así.
—Eso suena perfecto —dije sonriendo.
—Me temo que no podré atenderle ahora mismo, porque estoy esperando que llegue una clase de alumnos de trece años de un momento a otro —dijo consultando el reloj y quedándose un momento callada—. Pero si se las apaña sin mi ayuda, puede empezar hojeando los libros del cuarto de atrás, si quiere. Por supuesto, los verdaderos archivos del colegio no los tenemos allí, sólo algunos libros relativos al colegio. A los chicos sólo se les deja entrar en el cuarto si tienen permiso, así que usted estará completamente tranquilo, y hay una pequeña mesa y una silla, por si las necesita.
La señora Fowles bajó la vista al escritorio y empezó a jugar con la esquina de una carpeta de color azul, como si se sintiera ligeramente azorada a causa de su propio acto de bondad, y como si en parte esperara que su ofrecimiento tropezara con un rotundo rechazo.
—Francamente, es usted muy amable —le dije con sinceridad—. Se lo agradezco mucho.
Elevó la vista. El alboroto de los chavales en el pasillo se iba aproximando.
—Dios mío, se me echan encima —dijo acercándose a la puerta que daba a la parte de atrás de la biblioteca.
La seguí al cuarto estrecho y abarrotado, y al meterse por entre los apretados estantes se puso colorada.
—Creo que todo es fácil de entender. Los libros sobre el colegio están principalmente en este estante de aquí —dijo señalando una alta estantería de madera. Oí abrirse la puerta de la biblioteca y entrar a los chicos—. Las revistas del colegio están en las cajas archivadoras de ese estante de allí, y los álbumes de recortes empiezan… —dijo apuntando al estante inferior—, sí, ahí.
—Gracias de nuevo —dije.
—Estaré con usted dentro de una hora —me dijo.
Al volverse para marcharse sonrió, y sus ojos, que antes habían estado tan tristes, se iluminaron con algo próximo al gozo. Era evidente que no había mucha gente que la apreciara. Le hacía sentir bien a uno llevar un poquito de alegría a la vida de otra persona.
Escruté el estante de libros que tenía delante, pasando los dedos por los lomos mientras leía los títulos: Historia de la abadía de Winterborne, Winterborne: colegio y abadía, Capability Brown y el paisaje dieciochesco, La arquitectura de las iglesias y abadías de Dorset y Edificios de Inglaterra, de Pevsner. Después de pasar la mañana estudiando los libros de registro, ya había tenido bastante de polvorientos documentos que describían con detalle la arquitectura de la catedral y su colección de arte. Yo quería investigar sobre lo que realmente me importaba, descubrir material que me diera pistas sobre los años que había pasado Crace en el colegio, o cualquier cosa sobre Chris que ofreciera pistas sobre su estado mental en la época que precedió a su suicidio. No estaba seguro de lo que descubriría, y ni siquiera de que fuera a descubrir algo.
Me incliné para estudiar los enormes volúmenes que carecían de título en el lomo y estaban encuadernados en un cuero azul pálido, abarrotando el estante inferior. Saqué uno al azar. En la cubierta aparecían las palabras «El Colegio de la abadía de Winterborne en fotos, 1957» estampadas en letras de oro. Al abrir el volumen, cayeron al suelo un par de fotografías en blanco y negro, una de ellas de alumnos aproximadamente de sexto, que estaban en pie ante la entrada del colegio, y otra de un chico de pelo rizado que sonreía de oreja a oreja apretando un trofeo contra el pecho. Dejé las dos fotos en el suelo, a mi lado, con la intención de volver a ponerlas en su sitio en cuanto encontrara el hueco del que procedían, y empecé a estudiar el álbum. Bajo cada una de las fotografías alguien había escrito, en tinta negra y con letra muy pulcra, un pie de foto que explicaba el acontecimiento del que eran testimonio. Había detalles del nombramiento del representante de los alumnos, estaban las puntuaciones de cada una de las casas, fotografías de actividades deportivas, musicales y teatrales, y al final del todo, una foto de tamaño reducido de los profesores y los alumnos juntos en la explanada, con el edificio como telón de fondo.
Examiné la foto fijándome en cada una de las varias docenas de caras que me miraban, y pasando lentamente el dedo por la mate superficie. Allí, al final justo de la primera fila, aprisionado entre un anciano delgado con gafas de montura de alambre y una corpulenta mujer vestida de cheviot, estaba Crace. Resultaba difícil reconciliar los finos rasgos del hombre que aparecía en la foto, con su cabellera intacta, su rostro atractivo, su piel juvenil y su sonrisa pícara, con el hombre al que había conocido en Venecia, pero no había duda de que se trataba del mismo.
Después de colocar con cuidado el álbum en su sitio, extraje el volumen contiguo, el del año 1958, y encontré una selección de fotografías muy semejante: campeonatos de rugby, de críquet, recitales musicales y representaciones de teatro, que incluían el Sueño de una noche de verano y el Fin de trayecto. Había una lista mecanografiada del reparto de la obra de Sherriff en la que aparecía Crace como director. Sin embargo, la única imagen que encontré de él fue en la fotografía conjunta, que estaba de nuevo en la última página del álbum, y en la que tenía el mismo aspecto que en el curso anterior.
Volví al álbum del 1959-1960 y escudriñé los rostros en busca de Chris, mi otro yo. Volví a encontrar a Crace, que miraba con expresión de regocijo, pero no encontré rastro de Chris, ni tampoco de su padre. Observé la fecha de la fotografía: 6 de junio de 1960. John Davidson llevaba siete meses muerto.
Volví las páginas del álbum y, muy al principio, vi la foto de un hombre en pie sobre el escenario. Vestido con una chaqueta de cheviot de aspecto modesto y que no le quedaba bien, parecía azorado, asombrado de que nadie, no digamos ya alguien provisto de una cámara, pudiera mostrar el más leve interés en él. Debajo había un pie de foto: «John Davidson, organista y profesor de música en la abadía de Winterborne, al final de su interpretación de los Preludios de Bach, en octubre de 1959». Era difícil encontrar algún parecido entre Chris y su padre. Mientras que las fotos de Chris que había visto en casa de Shaw lo mostraban como un muchacho guapo de mandíbula recta, pelo rubio y ojos de mirada inteligente, el aspecto de aquel hombre era el de alguien a quien la vida le ha sido succionada: tenía los ojos rodeados por círculos de sombra, y su piel parecía amarillenta, como de enfermo.
Cuando estaba a punto de cerrar el volumen para coger el siguiente, al pasar las hojas una noticia me llamó la atención. Volví las páginas en busca de aquella en la que había visto las palabras «círculo de debates». No había fotografía, pero habían pegado en el álbum una página que hacía referencia a la victoria del círculo de debates de la abadía de Winterborne frente al Colegio Pemberton, en la que se daban una serie de nombres, algunos de los cuales eran chicos a los que mencionaba Chris en su diario: Matthew Knowles, Timothy Fletcher, Adrian Levenson y David Ward. El tema, propuesto por la abadía de Winterborne, era: «Este colegio opina que las maneras hacen al hombre». Al final de la página aparecían las palabras «El señor Gordon Crace quiere agradecer de manera muy especial la labor de Christopher Davidson, que ha actuado como imprescindible amanuense del equipo».
Copié en mi cuaderno los detalles y pasé al álbum del curso siguiente. Allí, al final, se encontraba lo que yo había estado buscando: una fotografía en la que aparecían juntos Crace y Chris, tomada tras otra de las victorias del círculo de debates. Profesor y alumno posaban de pie frente a la cámara, separados por varios otros que estaban entre ellos. Crace tenía un aspecto enigmático, casi burlón, y Chris, una expresión más apenada y ambigua, como si se estuviera mordiendo la mejilla por dentro. Abajo, la fecha indicaba «7 de marzo de 1961»: dos años después de la muerte del padre de Chris y seis antes de la suya propia.
Se oía el sonido de voces infantiles procedente de la biblioteca. Me levanté para echar un vistazo y asegurarme de que la señora Fowles no se encontraba en ningún sitio desde el que me pudiera ver. No había rastro de ella. Cogí el álbum que contenía la foto de Crace y Chris e introduje el índice de mi mano derecha por debajo de las lengüetas de las cuatro esquinas de la fotografía. Aplicando un poco de presión debajo de cada borde, saqué la foto de la página, dejando en el papel cuatro marcas blancas. Metí la foto en mi bolsa, asegurándome de que quedaba bien oculta entre las páginas del cuaderno y un periódico viejo. Me sentía algo avergonzado, sobre todo al pensar en lo amable que había sido la señora Fowles conmigo, pero, bien pensado, sólo estaba haciendo mi trabajo, que me obligaba a reunir todos los testimonios que estuvieran a mi alcance. Todo contaba, incluso cosas que podían parecer insignificantes.
Me volví hacia el estante que la señora Fowles había dicho que contenía las revistas del colegio. Cogí una caja archivadora, abrí la cubierta de cartón y liberé el muelle que mantenía sujetos los documentos. Las primeras hojas no eran más que papeles sueltos de un viejo informe anual, columnas de cifras que desglosaban los gastos en las obras del edificio. Tras ellas había una carpeta de color beis, dentro de la cual había una delgada publicación fechada en otoño de 1960 y cuya cubierta presentaba el escudo del colegio. Alguien (uno de los chicos, me imaginé) había diseñado imaginativamente la cubierta, disponiendo el título de la revista, La Explosión, en torno al escudo, de tal manera que parecía que éste estallaba y al hacerlo formaba las letras del título. Hojeé rápidamente la revista, dejé atrás pasajes de prosa grandilocuente que incluían una descripción del paseo por un sublime paisaje hecha por un alumno, en un estilo bastante malo inspirado en Wordsworth, y el poema que había escrito otro a propósito de la pérdida y la muerte, un soneto que revelaba en el último verso que la muerte que lloraba era la de su perro. No había, sin embargo, rastro alguno de Chris, y la única presencia de Crace eran dos líneas de agradecimiento a la vuelta de la cubierta que reconocía su labor supervisora.
Hojeé diversas revistas en busca de algo que me fuera de utilidad, pero hallé pocas cosas interesantes. Era un trabajo aburrido y triste, tan monótono que resultaba casi mecánico. Contuve un bostezo en el momento de cerrar la primera caja archivadora y sentarme a la mesa. Por lo menos tenía algunos nombres, nombres que podían buscarse en los archivos oficiales del colegio. Naturalmente, haría como que los había sacado al azar de los álbumes y documentos afines, confiando en que nadie se diera cuenta de la oculta conexión que había entre ellos: que todos los chicos habían pertenecido al círculo de debates de Crace.
Entonces recordé algo: la fecha de la novela de Crace. La comprobé en mi cuaderno: Círculo de debates había sido publicada el 4 de marzo de 1962. Cogí del estante la siguiente caja archivadora, accioné el resorte del muelle y, en vez de pasar cuidadosa y minuciosamente cada página, lo saqué todo de la carpeta, lo puse en la mesa, y busqué entre las revistas aquella que correspondía a la fecha. Todo lo que había en la caja era de 1961. Lo volví a meter todo en la caja de cualquier manera, con el propósito de ordenarlo después, bajé el resorte, lo dejé a un lado y cogí la siguiente caja. Al abrirla y ver el año 1962, sentí que todo mi cuerpo se estremecía de emoción. Pero entonces recordé las palabras de la señora Fowles sobre la irregularidad de la publicación. ¿Era probable que Crace se molestara en supervisar la revista escolar justo antes de que saliera su propia novela? Y aunque lo hubiera hecho, ¿se habría conservado?
Fui pasando las páginas con impaciencia y encontré enseguida los números publicados en invierno y otoño. No había ninguna que llevara la fecha de primavera, pero al final de la caja se encontraba el número de verano, con la cubierta arrugada y rasgada. Además de los explosivos gráficos que emanaban del blasón, un chico había enmarcado el escudo en el interior del sol, y bajo el título alguien había añadido las palabras: «Tenemos una explosión veraniega».
Lo abrí por la página que presentaba una entrevista con Crace. No podía creerme que tuviera tanta suerte. Al final de la entrevista figuraba el nombre del entrevistador: «Entrevista realizada por Christopher Davidson». Chris comenzaba su trabajo explicando, en un párrafo, los motivos por los que había realizado la entrevista a su profesor.
Por todos sus méritos como profesor, que son muchos, no es probable que el señor Crace hubiera aparecido como protagonista del espacio que La Explosión reserva a entrevistas. Pero en esta ocasión hacemos una excepción, pues lo que ha llamado nuestra atención no es su habilidad a la hora de enseñarnos a desmenuzar un poema o a analizar una escena dramática, sino el hecho de haber escrito una novela, de reciente publicación, titulada Círculo de debates . Tras su inicial aparición en marzo (y espero que al señor Crace no le importe que lo mencione aquí), las ventas fueron muy modestas, pero últimamente, gracias a una crítica aparecida en The Times , y a muchas otras reseñas, se ha hecho un hueco en la lista de los libros más vendidos. En el momento de escribir estas líneas, la novela ocupa el puesto número tres y se habla de que puede ser llevada al cine. Muy amablemente, el señor Crace ha accedido a hacernos un hueco en su apretada agenda para que La Explosión pueda ofrecer esta breve entrevista.
P: La noticia de que usted había escrito una novela ha sido una sorpresa para muchos de los profesores y alumnos del colegio. ¿Ha empleado mucho tiempo en escribirla?
R: La comencé en los primeros meses de 1960 y, después de tener la trama planteada, fue como si se escribiera sola. En absoluto pretendía mantenerla en secreto.
Escribía más que nada por entretenerme, al menos al comienzo, y nunca me imaginé que fuera a publicarse. Y la verdad es que faltó muy poco para que no viera la luz del día, porque después de terminarla envié el manuscrito a varias editoriales de Londres, y todas la rechazaron. Al final una editorial pequeña me ofreció una cantidad muy modesta por ella. Por supuesto, la cantidad no me importaba lo más mínimo, pues estaba encantado de que a alguien le interesara. Me sorprende que el editor la aceptara y, francamente, me sorprende aún más que alguien quiera leerla.
P: ¿Cuál ha sido su reacción cuando se ha convertido en un best-seller?
R: Me he quedado anonadado. De verdad, se lo aseguro: anonadado. Es la única palabra que se me ocurre para expresarlo. Pero, por supuesto, estoy encantado de que la gente disfrute leyéndola. Creo que se han vendido ya alrededor de sesenta mil ejemplares y los editores parecen albergar grandes esperanzas para su salida en bolsillo, que será el año que viene. También están a punto de venderla en el resto del mundo, incluido Estados Unidos.
P: ¿Cómo ha cambiado su vida?
R: Bueno, no la ha cambiado. Sé que la gente puede no creerme cuando lo digo, pero es la pura verdad. Lo que quiero decir es que sigo dando clases aquí y, en contra de lo que dicen algunos rumores, seguiré el próximo curso. Por supuesto, intentaré escribir otra novela, pero todavía no he empezado.
P: ¿Cuáles han sido las reacciones al libro?
R: Bueno… (Se ríe). Creo que a algunos de mis compañeros no les ha hecho mucha gracia descubrir que el tema de la novela es un poco… ¿Cómo decirlo…?, un poco oscuro. Supongo que piensan que podría darle mala fama al colegio, y todo eso. Por supuesto, comprendo su preocupación, pero al fin y al cabo se trata de un trabajo de ficción, cosas imaginadas y nada más. Y aunque la abadía de Winterborne es, claro está, el modelo inspirador, arquitectónicamente hablando, del colegio de la novela, es obvio que ninguno de los alumnos se cargaría al profesor de lenguas clásicas. Entre otras cosas, porque no creo que el señor Gibson se dejara. (Risas).
P: ¿En qué se inspiró?
R: (Se queda un rato pensando). No es fácil hablar de algo como la inspiración, ¿verdad? (Vuelve a quedarse callado). Supongo que me ha inspirado el tiempo que he pasado aquí, pero en cuanto a lo específico (me refiero a la base de la trama, la línea narrativa y tal…), tengo que asumir la total responsabilidad. Creo que surgió todo de las tinieblas de mi imaginación, que dista de ser un lugar apacible, me temo.
Al terminar de leer la entrevista, oí pasos que se acercaban a mí. Era la señora Fowles.
—¿Cómo le va? —preguntó.
—Muy bien, la verdad —respondí—. Esto es una mina de información. Y muy bien cuidada.
Sus pálidas mejillas adquirieron un tono sonrosado.
—De verdad, lleva usted a cabo un trabajo muy considerable —dije—. De primera; sí, señor.
—¿Lo dice de verdad? Intento hacer lo que puedo, tener las cosas en orden, cada una en su sitio. Sólo eso.
—Me ha resultado de gran ayuda. No se lo podré agradecer lo suficiente.
La señora Fowles bajó la vista y empezó a jugar con la costura de su blusa de flores.
—Si necesita algo más…
—No sé si usted me podría acompañar a ver a la secretaria. Como ya tengo algunos nombres, pienso que tal vez pueda proporcionarme contactos y direcciones para que yo les pueda enviar un pequeño cuestionario.
—Sí, por supuesto. Tengo otra clase dentro de… —Consultó el reloj de la pared—. Más o menos un cuarto de hora, pero iré encantada a presentársela. ¿No la ha visto ya esta mañana, a la señora Barwick?
—¿La secretaria del director? Sí, la vi un instante, pero no nos presentaron.
Seguí a la señora Fowles por el pasillo hacia el despacho del director. Llamó a la puerta de la secretaria y me la abrió para que pasara. Ante una mesa limpia y ordenada, se sentaba una mujer rubia, atractiva, de unos cincuenta años.
—Katherine, éste es Adam Woods. Supongo que el director te habrá hablado de él —comentó la señora Fowles—. Es el joven que está haciendo la tesis sobre las reliquias y el arte de la abadía.
—Sí, claro —dijo, levantándose para darme la mano—. ¿Cómo está usted? Sí, el director me dijo que vendría por aquí.
Sus ojos azules le brillaban al hablar, y tenía la sonrisa permanentemente en la boca.
—Les dejo solos —dijo la señora Fowles—. Gracias, Katherine. Señor Woods, si necesita algo más, ya sabe dónde encontrarme.
—Sí, gracias de nuevo por su ayuda —respondí.
Volvió a ponerse un poco colorada mientras avanzaba hacia la puerta.
—Buenos días —dijo cerrando la puerta tras ella.
—Gracias, Jeanette —respondió la secretaria mientras cogía bloc y bolígrafo de su mesa y se volvía hacia mí—. Vamos a ver, ¿en qué puedo ayudarle?
Me aclaré la garganta.
—Como sabe, trabajo en un tema de historia del arte, una tesis sobre los objetos que se exponen en lugares como esta abadía.
Asintió con la cabeza, dispuesta a seguir escuchando.
—Creo que el éxito de mi tesis depende de mi capacidad para hablar con personas que han estado muy próximas al arte, y en concreto a las reliquias y estatuas de esta abadía. Esta mañana, muy amablemente, la señora Fowles me ha permitido el acceso a los álbumes y revistas, así que he podido anotar algunos nombres al azar.
—Comprendo —dijo pasándose por el pelo los dedos abiertos de su mano derecha.
—No sé si usted podría facilitarme el modo de contactar con las personas de la lista de nombres que he preparado. Si me pudiera dar la dirección, yo les escribiría para hacerles algunas preguntas.
—¿Y el señor Peters está enterado?
—Sí.
—Si no le importa, iré a consultarlo con él. No tardo nada.
Llamó a la puerta del director y pasó dentro, dejándome a mí solo en su despacho. En su mesa no había más que un ordenador y una agenda grande. Para aquel día había apuntado varias citas del director, y lo había hecho con una letra diminuta y exquisita: a las once en punto tenía una cita con un funcionario de urbanismo para hablar sobre la construcción de un nuevo edificio para ciencias; a las cuatro de la tarde tenía un claustro, y allí, al final de la página, en el espacio que servía como margen inferior, la secretaria había escrito mi nombre seguido de un signo de interrogación.
Al ver el salvapantallas del ordenador (una foto de un galgo que imaginé sería la mascota de la secretaria), se me ocurrió la posibilidad de entrar en el sistema para consultar los archivos antes de que volviera la señora Barwick. Mi mano se cernió sobre el ratón, y se quedó parada justo encima de él. La idea era absurda. No podía arriesgarme a que ella entrara en cualquier momento y me viera hurgando en su ordenador.
Separé la mano del ratón, pero volvió a posarse en la agenda. Por curiosidad, volví la página. Miré a la puerta. Todavía no había indicios de su presencia. Bajé la vista a la agenda del director. A las nueve de la mañana tenía una cita con un tal señor Perth-Lewis a propósito de su hijo Neil. La secretaria había concertado también una cita con el padre de un posible alumno para las diez y media. Y después, citada para las once en punto, estaba Lavinia Maddon. Junto a su nombre la secretaria había escrito: «Biografía de Gordon Crace». Recordé la reacción que había tenido el director cuando mencioné el nombre del escritor durante nuestra entrevista. Entonces di por hecho que sería por algo que había dicho. Pero en aquel momento lo vi de manera distinta. Estaba claro que no le hacían gracia ni la aparición de Lavinia, ni la perspectiva de exhumar un viejo escándalo que llevaba mucho tiempo enterrado.
Oí que se abría la puerta y me volví rápidamente.
—¿Señor Woods? Acabo de hablar con el director y me ha dicho lo que me imaginaba.
Intenté poner en orden mis ideas. La boca se me había quedado seca, el corazón me latía velozmente, sentía que la sangre me corría por las venas como si fuera ácido.
—¿Sí? —pregunté, en un intento desesperado por controlar mi impaciencia.
—Le parece bien que contacte con quien quiera, pero piensa que yo debería escribirles o llamarles por teléfono antes para asegurarme de que ellos están de acuerdo. Supongo que le parece bien…
Me miró con sus ojos brillantes, alegres, parpadeantes. Sentí ganas de arrancárselos.
—Sí, sí, por supuesto —dije odiándola por lo que acababa de decirme y por lo que acababa de ver escrito de su puño y letra.
—Si me da la lista de las personas con las que quiere contactar, puedo empezar inmediatamente, si lo desea.
—Sí, eso es muy amable por su parte, gracias.
Miré en mi bolsa y saqué el cuaderno.
—Perdone, pero ¿tendría usted una hoja para apuntarlos?
—Por supuesto, sí, aquí tiene —dijo ella abriendo un cajón de su mesa y sacando un folio de una pila de papel cuidadosamente colocada.
Todo estaba tan ordenado, tan reglamentado… ¿No iría nada mal en la vida de aquella mujer?
Escribí los nombres en la hoja, asegurándome de que aquéllos que habían pertenecido al círculo de debates (Matthew Knowles, Timothy Fletcher, Adrian Levenson y David Ward) quedaran mezclados con los que había sacado al azar de los álbumes. Al final añadí un nombre extra, el de Ruth Chaning, la joven profesora de arte que había conocido Crace durante su estancia en el colegio. Le entregué la lista, que contenía en total doce nombres, a la secretaria.
—O mucho me equivoco, o creo que puedo darle ya información sobre uno de ellos —dijo, sonriendo para sí.
—¿Qué quiere decir?
Se acercó al ordenador y tecleó un nombre.
—¿Sabe qué año dejó el colegio Adrian Levenson? —preguntó.
—Supongo que sería hacia mediados de los años sesenta.
—Sí, eso habría sido lo normal —dijo ella mirando algo que aparecía en la pantalla—. Aquí lo tenemos: es el mismo.
—No la entiendo.
—A diferencia de la mayoría, que somos nuevos, el señor Levenson lleva aquí desde el principio. De hecho, se podría decir que nunca dejó el colegio. Es el profesor de educación física. ¿Le gustaría hablar con él?
—Sí, desde luego —respondí, intentando disimular mi sorpresa.
La secretaria utilizó el teléfono de su mesa para llamar a Levenson, pero como no se lo cogieron al otro lado, dejó un mensaje explicando de forma breve mi petición y pidiéndole que la llamara al despacho. A continuación, me dijo que bajaría inmediatamente al sótano para buscar en los archivos.
—Si no le importa esperar unos minutos, puede que me lleve un rato —dijo señalando con la mano una silla.
Mientras esperaba, sentí que el pánico se apoderaba de mí al pensar en Lavinia Maddon y su inminente llegada. No podía creerme que fuera a presentarse allí al día siguiente, investigando en busca de pistas sobre Crace. ¿Cuánto sabía? Probablemente, bastante más de lo que me dejaba ver. Era evidente que trataba de llegar hasta el fondo del misterio de la muerte de Chris y de la participación de Crace en ella. Ya era demasiado tarde para detenerla. ¿Qué iba a pensar si me veía allí? Para empezar, no se tragaría la historia de la tesis y las reliquias de la abadía. De hecho, ella se encontraba en la situación perfecta para desenmascararme: todo lo que tenía que hacer era mencionarle al director como quien no quiere la cosa que yo era el asistente personal de Gordon Crace, y se derrumbarían los cimientos de mi duro trabajo.
No había más remedio: había que pararle los pies.
Me vino a la cabeza una imagen de ella pálida, inmóvil, con la cara rígida como una máscara. La vi tendida entre la maleza del bosque, con la elegante falda gris manchada de barro, una mancha de sangre brotando en la blusa blanca, el contenido del bolso esparcido por el margoso terreno. Tenía la boca abierta en una horrible mueca y los labios se le empezaban a amoratar. El pelo, que parecía llevar siempre tan bien peinado, estaba completamente enmarañado, y un líquido tinto y espeso le brotaba de la cabeza. Tenía rotas o astilladas la mayor parte de las largas y cuidadas uñas, y las manos estaban sucias y llenas de arañazos. Una serpiente de vidrio se deslizaba por el tobillo; un escarabajo negro se le metía por el oído; una babosa dejaba un rastro de plata por el hombro izquierdo al trazar su camino hacia la boca…
Era imposible. Tendría que pensar en otro procedimiento.
Entonces se me ocurrió. Así como en la abadía de Winterborne había dicho algo que no era exactamente la verdad, a Lavinia le contaría exactamente lo que estaba haciendo allí. La única manera de afrontar el problema era adelantándome a él. Era la mejor solución. La llamaría, le diría lo que me traía entre manos, mostraría mi sorpresa cuando me dijera que ella iba a llegar al día siguiente, y le sugeriría que nos viéramos. Entonces sería ella, y no yo, la que se sentiría descubierta. Abandoné el despacho de la secretaria y salí a la calle. Saqué el móvil, y me llevé una alegría al ver que tenía cobertura. Encontré en mi cuaderno el número de teléfono de su casa de Londres y lo marqué. La señal se repitió cuatro veces sin que nadie lo cogiera. A continuación sonó un «clic»: el contestador automático. No dejé mensaje, sino que probé suerte llamándola al móvil. Cogió el teléfono, pero se oía muy mal, con mucho ruido de fondo.
—¿Oiga? —grité al auricular.
—Lo siento, voy conduciendo. ¿Puede esperar un momento?
Se oía el zumbido de los coches que pasaban como bólidos a su lado y la ruidosa frenada de un camión. Evidentemente, estaba ya de camino a la abadía. Me pregunté cuánto le quedaría para llegar.
—Lo siento, he tenido que detenerme.
—Hola, soy Adam Woods.
—Ah, hola, Adam. Mira, se oye fatal. ¿Te parece que te llame yo?
—Sí, muy bien.
—Te llamo a ese número.
El móvil sonó más o menos un minuto después. Antes de cogerlo, comprobé que no había nadie cerca. La comunicación era mucho más clara.
—¿Adam?
—Sí, Lavinia, ¿cómo estás?
—Bien, gracias. Lo que pasa es que me estoy jugando la vida yendo por la M3. ¿Cómo estás tú?
—Muy bien, gracias. Me he venido a Dorset para hacer un trabajo para el señor Crace. Me pidió que le consiguiera algunas informaciones sobre el colegio en que dio clase, la abadía de Winterborne.
Noté el desconcierto en su voz.
—¡Qué curioso! —comentó.
Era evidente que no sabía qué decir.
—¿Por…?
—Es que… no me lo acabo de creer. Es exactamente a donde me dirijo ahora. Tengo cita mañana con el director.
Ella también optaba por la sinceridad.
—Increíble —comenté, tratando de parecer sorprendido—. ¿Vienes por algún motivo en especial?
Hubo un leve silencio al otro lado de la línea.
—Bu… bueno, pensé que sería mejor acumular toda la información posible sobre la vida del señor Crace. Para acelerar un poco el trabajo.
—Comprendo.
—Desde luego, era información que pensaba pasarte para que se la llevaras al señor Crace.
—Eso es estupendo —dije—. Y ya que vamos a estar los dos aquí, creo que podríamos vernos en algún momento.
—Sí, me encantaría. Pero ¿qué haces tú en Dorset?
—Sólo investigar un poco para el señor Crace —respondí—. Como sabes, a él le gusta el secretismo, y me ha dado instrucciones muy estrictas de no revelar mis verdaderas intenciones. Me dijo que me viniera aquí y tratara de averiguar algunos detalles sobre su colegio sin que nadie se entere de lo que hago. Dice que no quiere que sepan ni que está vivo. Así que he tenido que llegar hasta un extremo ridículo, fingiendo que soy un estudiante de historia del arte que hace un estudio sobre la abadía. Gracias a eso me han dejado acceder a algunos documentos.
—¿De verdad? —Parecía intrigada. Pero ¿había un tono de recelo en su voz?
—Sí, ya sé que suena un poco rocambolesco, pero se empeñó el señor Crace. Él discurrió hasta el tema de mi investigación: cómo los antiguos alumnos y profesores perciben los objetos expuestos en la abadía, sus conexiones personales con las reliquias y estatuas. Me ha costado trabajo representar el papel, no te creas.
—No lo dudo —comentó.
—Mira, me encantaría seguir hablando contigo, pero tengo otra cita en un par de minutos. ¿Dónde te vas a alojar?
—En la Mansión Hazelbury. ¿Tienes el número de allí?
—No, pero lo puedo conseguir fácilmente.
—¿Por qué no me llamas mañana después del desayuno?
—Me parece bien. Lo haré.
Regresé al despacho de la secretaria, pero no encontré a la señora Barwick. Le estaba llevando más tiempo del esperado localizar los antiguos datos. Mientras esperaba, observé el despacho: era la imagen misma de la eficiencia, con todas las cosas limpiamente colocadas en armarios y con etiquetas muy claritas. Había un estante con libros, que incluían un diccionario, la Biblia, un diccionario de sinónimos, una enciclopedia en varios tomos y un manoseado volumen de Quién es quién. Las paredes estaban cubiertas de desvaídas fotografías del colegio, grabados de la abadía y unas cartas escritas a máquina y enmarcadas de antiguos alumnos del colegio que se habían hecho famosos. Aunque vi un actor, un presentador de televisión y algunos famosos deportistas, no encontré ni asomo del nombre de Crace.
Oí que se abría la puerta y me volví para ver a la señora Barwick.
—Han tenido una buena cosecha de celebridades —comenté sonriendo—. Todos con buenas cosas que decir de su colegio.
No respondió. Sus ojos, que un rato antes habían estado tan brillantes y alegres, ahora miraban serios, severos. Parecía mayor, más triste. En la mano aferraba un trozo de papel.
—Tengo la información que buscaba —dijo finalmente.
—¡Muy bien!
—Bueno, me temo que no todo son buenas noticias.
—¿Qué quiere decir?
Se sentó ante la mesa y dejó la hoja de papel delante de ella.
—Se lo mostraré —dijo haciéndome un gesto.
—Por encima de su hombro, eché un vistazo a la hoja en que había escrito el nombre de las personas por las que yo había preguntado. Junto a cada uno de los nombres la señora Barwick había garabateado unas notas a lápiz, pero su letra era tan pequeña que no pude entender las anotaciones.
—Mire —dijo pasando el dedo por la hoja—. Tengo aquí la dirección de estos antiguos alumnos: Greason, Downing, Simmons, Cooper-Lewis, Alderman, Jones y Booth-Clibborn.
Eran los nombres que yo había escogido al azar.
—Levenson ya sabe usted que está aquí, así que no hay problema. Pero la señorita Chaning, me temo que no ha dejado señas, así que no tenemos manera de contactar con ella. Y en cuanto al resto, en fin, lamento decirle, no sé cómo hacerlo, la verdad… Bueno, es simplemente que Matthew Knowles, Timothy Fletcher y David Ward están… Bueno, han pasado hace tiempo a mejor vida.
—¿Está segura?
—Sí, así aparece en los registros.
—¿Cuándo murieron?
—Cada uno en su momento. —Observó de cerca sus notas a lápiz. Los tres nombres tenían crucecitas junto a ellos—. El señor Knowles en 1970, el señor Fletcher en 1982 y el señor Ward en 1973.
—Todos muy jóvenes —comenté—. ¿Indican los registros cómo murieron?
—No, me temo que no.
—Son malas noticias. —Empezaba a pensar en voz alta—. Me pregunto qué les sucedió.
—Sólo el cielo lo sabe —dijo la señora Barwick—. Pero fuera lo que fuera, eso no importa para su investigación, ¿no?
Al volverme para irme, la secretaria me dijo que iba a escuchar el contestador por si había llamado Levenson. Y lo había hecho, precisamente mientras yo hablaba con Lavinia. Aunque dijo que no creía que tuviera cosas muy interesantes que decir, proponía que nos encontráramos en el exterior de la abadía en veinte minutos.
Adrian Levenson era un hombre de físico imponente, aunque rondara los sesenta años de edad. Medía por lo menos un metro noventa, era ancho de hombros, y tenía aspecto exactamente de lo que era: un antiguo jugador de rugby que se había metido a profesor de educación física. Era todavía sorprendentemente guapo, con un rostro recio surcado de arrugas, nariz gruesa y pequeña que parecía varias veces rota, impenetrables ojos oscuros y abundante cabellera de pelo gris plateado. Al darnos la mano noté que la suya era por lo menos el doble de grande que la mía. El apretón me dejó los dedos flojos y doloridos.
—¿Qué tal está, señor…?
—Woods. Adam Woods.
—Bien. Me alegro de conocerle. Yo soy Adrian.
Por fuera era muy amable, pero tuve la clara impresión de que el matón que había descrito Chris en su diario no se hallaba muy lejos de la superficie.
—Como puede ver —dijo mostrándome sus pantalones azules de chándal manchados de barro—, soy un hombre de aire libre. Siempre lo he sido. Nunca me han interesado mucho las cosas de puertas adentro. Cuanto menos tiempo paso encerrado, mejor.
—Será interesante escuchar su punto de vista. Trato de recoger tantas opiniones diferentes como sea posible.
—¿Y para qué dijo usted que era?
—Es para la tesis que estoy escribiendo para mi carrera de Historia del Arte. Trata sobre objetos expuestos…
—Probablemente todo por encima del alcance de mi cabeza —dijo secándose la empapada nariz con el dorso de la mano—. A mí que me den la emoción de un partido, me da igual de que sea fútbol, rugby, críquet, hasta las carreras con los niños, todo me gusta. ¿Usted hace deporte?
Cuando le dije que no, pareció ligeramente decepcionado, como si yo le hubiera defraudado.
—No importa. Vamos a ver, ¿en qué puedo ayudarle?
—He pensado que podríamos empezar dando una vuelta por el interior de la abadía. Ya sé que usted me ha dicho que no le interesa demasiado, pero ver algunas cosas puede que le ayude a refrescar la memoria.
—Muy bien —dijo restregándose en la estera de fibra de coco las deportivas llenas de barro incrustado—. Pero le aviso de que no creo que le pueda decir gran cosa.
Penetramos en el frío y húmedo edificio, que estaba en completo silencio salvo por el sonido de nuestra respiración. La luz tenue y gris confería misterio a la abadía.
—Para ser sincero, aquí sólo entro cuando hay una orden tajante que viene del director —dijo Levenson—. Este sitio no me gustó nunca, ni siquiera de niño. Me da escalofríos.
Saqué el cuaderno y empecé a garabatear retazos de la conversación. Tenía que hacer como si me interesaran sus ideas sobre el edificio y la colección. Atravesamos el arco que había debajo del órgano y nos detuvimos cerca de la habitación del tesoro. Di la luz para iluminar la vitrina.
—¿Recuerda si alguna de estas reliquias le causó un impacto especial cuando era alumno del colegio?
Levenson bajó la mirada para dirigirla a la colección: al tríptico de marfil, a la cruz deshecha, al cáliz de peltre, al libro antiguo. Fue como si viera todos aquellos objetos por vez primera.
—Como le dije, me temo que de impacto nada. Yo era, y lo sigo siendo seguramente, un completo ignorante en lo que a estas cosas se refiere. Lo siento.
—No se preocupe, no pasa nada.
Cuando se acabó el tiempo que duraba la luz, no me molesté en volver a encenderla. En vez de eso, salimos hacia el altar de la nave septentrional. Al volvernos hacia la estatua de la mujer que sujetaba la calavera, me pareció que a Levenson le daba un escalofrío.
—Esto es lo único que realmente me impresionaba —explicó señalando la escultura—. Esa mujer y esa miserable calavera. Me acuerdo de que cuando llegué al colegio los chicos mayores hablaban de los gritos de la calavera maldita. Contaban que era la calavera del amante de la mujer, al que había dado muerte su marido. Todo pura invención, por supuesto, pero cuando uno tiene doce años y está lejos de sus padres se cree cualquier cosa absurda como ésa. No se equivoque conmigo, yo era un tipo bastante duro, pero esto es algo que me daba pesadillas. No le estoy siendo de mucha utilidad, supongo.
—Se equivoca —dije sin parar de escribir—, me resulta fascinante. Exactamente el tipo de cosas que me sirven.
—¿De verdad?
—Sí —le dije—. Es un buen detalle personal. ¿Sabe si esta estatua afectaba a otros compañeros suyos en la misma medida?
—Supongo que sí. Era una de esas cosas de las que se hablaba después de que apagaran las luces.
—¿Sigue en contacto con muchos de sus compañeros de entonces? —dije buscando la página del cuaderno en que había apuntado los nombres de los chicos del círculo de debates.
—No, con muy pocos. Es una pena, realmente.
—¿Qué me dice de… veamos… Timothy Fletcher? ¿Y David Ward?
—No —dijo con un parpadeo.
—¿Y Matthew Knowles?
Negó con la cabeza.
—¿Jameson?
—Tampoco —respondió, tratando de controlar el tono de su voz.
Respiré hondo, haciendo todavía como que leía los nombres en el cuaderno, como si los hubiera elegido completamente al azar.
—¿Christopher Davidson?
Sus ojos oscuros se oscurecieron aún más. El carnoso labio inferior tembló como una gruesa oruga expuesta al viento.
—¿Y qué me dice de Gordon… de Gordon Cra…?
Su mano me aferró el cuello, y dejé caer el cuaderno al suelo duro y frío. Me empujó contra la estatua con tal fuerza que al pegar en el mármol mi cabeza emitió un chasquido claramente audible. Sus ojos negros taladraron los míos con feroz violencia.
—No sé qué tipo de juego…
—Usted puede haber amedrentado a todos esos chicos en el pasado —le espeté, sorprendido de mi propio valor—, pero a mí no va a poder asustarme.
Me apretó el cuello más fuerte.
—Sé lo que le hizo a Christopher Davidson.
Se quedó como congelado.
—Lo arrastró a la muerte.
Se quedó boquiabierto.
—Y antes que a él a su padre.
—¿De qué me habla? —preguntó con calma, aflojando un poco la presión sobre mi cuello.
—Del diario de Chris. Lo he leído todo. Allí lo cuenta todo. Todo lo que usted hizo.
—No sé de qué me habla —aseguró, pero era obvio que mis palabras resonaban en su interior.
Al soltarme, la gran mole de su cuerpo pareció encogerse ante mis ojos. Sus hombros cayeron flácidos, el pecho se derrumbó y las piernas estuvieron a punto de doblarse. Yo había vencido empleando sólo unas palabras, un par de frases sobre algo que había sucedido años atrás.
—Mire, se equivoca completamente.
—No según el testimonio que Chris ha dejado. Y sólo Dios sabe qué les haría usted a los demás chicos.
—¡No! —gritó, pero después siguió hablando en voz baja—. No, realmente no es lo que usted cree. En absoluto.
En aquel momento oímos un portazo a la entrada de la abadía, y unos pasos que resonaban por el suelo.
—Aquí no podemos hablar —dijo mirando a su alrededor—. Hace siglos que no subo a la torre, pero creo que tengo la llave. Allí estaremos solos y tranquilos. Nadie nos molestará.
Del bolsillo del pantalón de chándal sacó un gran manojo de llaves y rebuscó por entre ellas hasta que encontró una llavecita pequeña, parecida a la que usaba Crace para el buzón.
—Sí, aquí está. Sígame.
Cogí el cuaderno y lo seguí hacia la galería del órgano. Cerca del tesoro, retiró una vieja cortina de terciopelo negro para descubrir una estrecha escalera de piedra que permanecía cerrada con una puerta de madera con celosías, asegurada con candado. Levenson abrió con la llave la endeble puerta, que no era más que un delicado entrecruzamiento de tablillas de madera, y empezó a subir por la escalera de la torre.
Dubitativo, comencé a seguirlo por la escalera, rozando con los dedos la piedra y la suciedad acumulada por los siglos. La luz de abajo moría después de unas vueltas de la escalera. Un poco más y la oscuridad se convertiría en impenetrable.
—No se preocupe, sólo sígame —dijo Levenson.
Me ayudaba de las manos para guiarme en la subida, y de vez en cuando me raspaba los nudillos contra la dura piedra. Oí un chirrido y el sonido de la respiración profunda de Levenson al atravesar una trampilla. Desde lo alto de la escalera vi una rendija de débil luz grisácea y sentí el frío del viento.
—Por aquí —me dijo—. Déjeme que le ayude.
Me tendió su mano enorme y callosa y tiró de mí hacia arriba. Pasé a través de la trampilla y salí al tejado. Él se dejó caer hacia atrás, respirando con pesadez. Yo me levanté y caminé por el tejado, dando pasos más cortos conforme me acercaba al borde. Allá abajo, la superficie dio un salto hasta mí, y yo retrocedí apresuradamente, mareado. Después observé en la distancia las colinas cubiertas de árboles, coloreadas por el débil resplandor de los últimos rayos del sol; el camino que iba del colegio al pueblo, claramente trazado en el paisaje; y, más cerca de mí, pequeños grupos de niños que se movían despacio por la hierba, como gusanitos negros que recorrieran cada uno su camino por un trocito de tierra.
—Antes de empezar, creo que me debe una explicación —dijo Levenson—. ¿Me quiere decir qué es lo que se trae entre manos?
—¿A qué se refiere?
—Está claro que no está realmente interesado en esa mierda sobre arte.
Por unos instantes no dije nada. Después decidí arriesgarme y contarle la verdad.
—Muy bien —le dije—. Estoy escribiendo un libro sobre Crace. Una especie de biografía.
—Si yo fuera usted, me andaría con muchísimo cuidado.
—¿Por qué?
—¿No se ha mirado en un espejo?
No respondí.
—¿No es evidente? Quiero decir que usted y Davidson podrían haber sido hermanos.
—¿Y qué? Seguramente no es más que una coincidencia.
—Me cuesta creerlo. Si yo fuera usted, me guardaría las espaldas. Me huele raro.
—Lo tendré en cuenta, señor Levenson. Pero pierda cuidado.
Aspiró hondo.
—Entonces, ¿cree que Crace se merece un libro?
—Todo parece indicar que llevó una vida bastante… ¿Cómo podría decirlo…?, peculiar.
—Desde luego —dijo resoplando con desprecio.
—Pero le agradecería mucho si pudiera guardarme el secreto de que estoy escribiendo un libro. Me gustaría que no se supiera. Por lo mismo que a usted no le gustaría que el director y los padres de los alumnos se enteraran de su pasado.
—No he tenido nada que ver con la muerte de esos chicos —dijo volviendo a enojarse—. Absolutamente nada. De acuerdo, le hice la vida imposible a Davidson, que era un gilipollas y un mariquita. Y también a su patético padre. Pero ¿cómo iba a saber que estaba deprimido? Para mí, y para el resto de los chavales, no era más que otro profesor incompetente incapaz de dominar a la clase. Yo no era el único.
—Así que admite su comportamiento.
—Bueno, sí… Pero eso fue cuando yo era un chaval. Fue una actitud estúpida, idiota e inmadura. Y, por supuesto, ahora lo lamento. No se hace una idea de lo que sentí cuando oí que él, el señor Davidson, se había suicidado. El director le dijo a todo el mundo que había sido un accidente con el arma, pero naturalmente Jameson y yo sabíamos la verdad. Pese a lo que usted pueda pensar de mí, pese a lo que Davidson pudiera escribir en su diario, no soy un completo monstruo. Después de aquello me quedé destrozado. Sí, intenté disimularlo, creo que aún me hice más el duro, pero por dentro estaba hecho polvo, especialmente cuando… cuando…
Tosió para aclararse la garganta.
—¿Sí?
—Cuando recordé que el profesor de música nos había visto, a Jameson y a mí, llevando ese muñeco, el Guy Fawkes, hacia el despacho del conserje. Él salía de su aula de música y lo vio…, lo vio vestido con su propia chaqueta. Se la habíamos cogido del respaldo de la silla cuando no miraba. Creímos que se iba a poner furioso, que empezaría a gritar, pero en vez de eso se volvió a meter en el aula, sigilosamente, y cerró la puerta. En aquel momento nos pareció divertido y no podíamos parar de reírnos. Nos felicitábamos por la travesura tan brillante que se nos había ocurrido… Por supuesto, eso fue hasta que nos enteramos de lo ocurrido después.
Se quedó callado y bajó la mirada, avergonzado de sí mismo.
—Comprendo —dije.
—Y después de aquello realmente hice un esfuerzo por portarme bien con Davidson. Bueno, no exactamente bien, pero al menos no como antes. Quiero decir que, aunque al principio no tenía muchas ganas, trabajé con él en el círculo de debates…
—Muy bien. Me gustaría preguntarle sobre eso.
—Adelante.
—¿Sabe que Crace tomó de usted la idea, la idea para su novela?
—¿A qué se refiere?
—Pues a que, por lo que cuenta Chris en su diario, estaban ustedes en clase hablando sobre… Me parece que era sobre la democracia, ¿no?
Las palabras me salían en tropel, casi demasiado aprisa como para pronunciarlas debidamente.
—Creo que fue en su primera sesión en el círculo, después de que Crace les hubiera visto amedrentando a Chris en el pasillo —proseguí—. Usted dijo que tenía una buena idea para debatir: si debían asesinar al director. Crace le oyó, lo anotó en su cuaderno, y esa idea constituyó la base de su libro.
Se quedó sorprendido, anonadado.
—No puedo recordar si fue así o no, porque hace mucho tiempo. Pero si fue así, me alegro. Al menos me utilizó para eso y no para otras cosas.
—¿Cómo dice?
Me imaginé lo que iba a responder.
—El motivo por el que esos chicos se suicidaron. El motivo por el que se mató Davidson. Fue todo lo mismo. Se lo digo para su información. Lo que usted haga luego es cosa suya. Puede ponerlo en su libro o lo que quiera, a mí me da igual. Lo único que le pido es que no me nombre, ¿de acuerdo?
Asentí con la cabeza.
—Bien… —dijo tomando aire—. Él tonteaba con ellos. Ya sabe, puede llamarlo abusos o como quiera. Escogía con cuidado a sus chicos. Siempre respondían a un tipo particular, el tipo de chico delicado, que es como supongo que lo llamaría usted. Era demasiado listo como para intentarlo conmigo.
Todo empezaba a tener sentido: un sentido espantoso, estremecedor.
—¿Y por entonces usted lo sabía?
—No, Dios mío —contestó—. Por supuesto que no. Ninguno de nosotros lo sabía. Sólo lo supe después, mucho después.
—¿Y cómo se enteró?
—Por Knowles. Él me contó lo que había estado pasando, justo antes… antes de morir. Habíamos seguido en contacto después de dejar el colegio. Él se fue a la universidad mientras yo intentaba abrirme camino como jugador de rugby. Demasiadas lesiones, fuera por lo que fuera no lo conseguí, y por eso terminé volviendo aquí. El caso es que Knowles y yo nos encontramos en un bar de Londres, él se emborrachó, los dos lo hicimos, y todo terminó saliendo a la luz. Al principio pensé que me tomaba el pelo, pero lloraba a mares, tuvo una especie de crisis. Se me partía el corazón de verlo en aquel estado. Dijo que había intentado olvidarlo y que durante años creía haberlo conseguido, pero estaba empezando a salir con una compañera y, en fin, todos los recuerdos habían regresado de golpe. Quise ayudarle en lo que pudiera, pero poco después… fue cuando oí que él se había… matado.
—Espantoso —comenté.
—Sí que lo fue. Y todo a causa del hijo de puta de Crace.
Escupió el nombre como si fuera veneno.
—Tras la muerte de Knowles no volví a pensar en el tema, hasta que oí que Ward se había suicidado, y después Fletcher, casi diez años después. Era demasiada coincidencia. Los tres habían estado en el puto círculo de debates de Crace. No me puedo creer que nadie se diera cuenta. Ocurría delante de nuestras narices, y no nos enterábamos.
—¿Cómo comenzó? Con Knowles, quiero decir.
—Me dijo que Crace lo había tratado como si fuera su alumno favorito, le había animado en sus estudios, le había dado clases extras, le había prometido grandes cosas: que iría a Oxford, que un día se convertiría en un escritor célebre; ¡toda esa mierda! Pero las intenciones reales de Crace eran muy diferentes.
»Knowles me dijo que se había sentido cada vez más deprimido a partir de la muerte de Davidson. Los dos, Chris y Matthew, se habían hecho buenos amigos en el círculo de debates, y sin embargo él no había tenido ni idea de que sucediera nada entre Davidson y Crace. La noche en que se emborrachó y me lo soltó todo, me dijo que lo peor de todo era que ya no se sentía nadie especial. Knowles me dijo que odiaba a Crace por lo que le había hecho, pero le odiaba aún más por traicionarle. Da asco pensarlo, ¿no?
—¿Le contó algo sobre Chris? ¿Sobre cómo había muerto?
—No, no realmente, salvo que después del funeral, él, Knowles, se había presentado ante la madre de Davidson, y en el curso de la conversación, él le había preguntado a ella si tenía alguna idea de por qué su hijo se había matado. La madre estaba consternada (sólo Dios sabe hasta qué punto), y no quería hablar de ello, pero se quedó repitiendo una frase: «Su vida ya no era suya», decía. ¡Puto degenerado! Es verdad que siempre pensé que Davidson era un flojo, pero hacerle eso…
Se acercó al pretil, se agachó y, como para limpiarse la boca, escupió a la noche.
—Creo que ya le he hablado bastante. —Se levantó con cierto esfuerzo y se volvió para irse—. Y recuerde lo que le he dicho: tenga cuidado.
Sentí el dolor en cuanto la parte de atrás de mi cabeza entró en contacto con el agua, pero ignorando las palpitaciones y el escozor, me dejé reposar en la bañera. Los ruidos del bar, allí abajo, el tintineo de los vasos y el ocasional grito escandaloso de alguno de los clientes desaparecieron cuando me sumergí en el agua. Cerré los ojos y oí mi corazón latiendo dentro de mi cuerpo con ritmo rápido e irregular.
Al principio Crace, si no me gustaba exactamente, al menos era capaz de fascinarme. Sentía respeto por sus logros, lo admiraba por la pureza de su visión y por su capacidad para forjarse una identidad fuerte y definida, aunque tuviera ciertas peculiaridades. Pero, ahora, ¿qué pensaba ahora de él? La revelación de que me había tomado a su servicio porque le recordaba a Chris era una cosa; averiguar que había estado abusando de todos aquellos jovencitos era otra completamente diferente. La sola idea de haber vivido con él todo el verano me revolvía el estómago. Y el recuerdo de su mirada sobre mí, de sus ojos flojos como de reptil haciendo presa en mí, me provocaba náuseas. Su manera de tocarme, sus dedos huesudos y lánguidos recorriéndome el cuello, acariciándome el hombro… Levenson tenía razón en que era un puto degenerado.
En mi mente apareció una imagen de Crace con un jovencito rubio. Crace agarraba al chico por el hombro y le obligaba a abrir las piernas. El chico intentaba gritar, pero él le tapaba la boca con la mano. Me fijé en el rostro del chico. Era igual que yo.
Sin poder aguantar un segundo más, saqué la cabeza del agua y respiré entre jadeos. Había soñado despierto, nada más, pero todo me había parecido demasiado real. Con premura me enjaboné y aclaré, y después me lavé el pelo. Mientras me secaba utilizando una de las toallas húmedas que me había dado la dueña, noté que había pelos grises, tenues y brillantes en mi piel: la toalla estaba completamente cubierta de pelos de perro. El absurdo cómico de la situación me hizo sonreír por un instante hasta que recordé que realmente tenía poco de lo que reírme. Estaba preparando la biografía de alguien que no sabía lo que yo me traía entre manos, alguien que podría causarme un montón de problemas si se enteraba. Mi tema de estudio no era sólo un trastornado, sino también un criminal, responsable de abusos contra varios de sus antiguos alumnos y de su posterior muerte. Y lo más terrible de todo era que yo tenía que volver a su casa en pocos días.
Me senté en el borde de la bañera. Volvía a sentirme débil y nervioso. ¿Y si abandonaba? Al fin y al cabo, hasta allí mis investigaciones no me habían dado otra cosa que problemas. Me había visto metido en un montón de situaciones que me habían exigido una rápida respuesta para no quedar al descubierto. Pensé en el episodio vivido con Shaw, recordando lo que había estado a punto de hacer. Conocía mi historia, mi propio potencial: sabía que tenía que evitar las situaciones de estrés. Y, sin embargo, ¿qué estaba haciendo?
Si lo mandaba todo al diablo, me vería liberado para siempre de Crace y de su sucia y morbosa mente. No tendría que preocuparme de descubrir más conexiones entre su vida y su obra. Podría olvidarme de Lavinia Maddon y de su influencia en el mundo editorial. No tendría que molestarme en esperar a que se muriera Crace para poder publicar mi libro porque… no habría libro.
¿Que no habría libro? No podía ni imaginármelo. Yo era escritor, al fin y al cabo. Eso es lo que siempre había querido ser, desde que era niño. Lo llevaba dentro. Es lo que era. Si abandonara, sería como si yo nunca hubiera existido. Tenía que continuar. Tenía la obligación de decir la verdad sobre lo que Crace había hecho con aquellos chicos. Y tenía una responsabilidad para conmigo mismo.
Cuando acabé de desayunar, llamé a Lavinia y quedamos en vernos después de su cita con el director. Me pareció que tenía ganas de colgar, pero a mí me apetecía prolongar la conversación un poco más.
—Todavía no me lo puedo creer, que estés aquí al mismo tiempo que yo —le dije—. Es una coincidencia increíble, ¿no te parece?
—Sí, desde luego.
—Fascinante, sí. Me pregunto qué resultado dará tu entrevista con el director.
—Sí, te lo contaré todo cuando te vea después. Ahora mejor…
—Estoy seguro de que al señor Crace le impresionará tu diligencia.
—¿A qué te refieres?
—Cuando le diga que has estado investigando todo esto sólo para poderme ayudar. Quiero decir que me siento como si estuvieras haciendo el trabajo por mí.
—Me gusta ser de utilidad.
—De gran utilidad, desde luego. El señor Crace estará encantado. Y es muy amable por tu parte ofrecerle todo ese material a él, todos esos documentos que has recuperado. Cuando vuelva a Venecia, te garantizo que me encargaré de que él vea que ha hecho bien al elegirte: la biógrafa perfecta.
—Sí, gracias, yo…
—¿No los llevarás contigo?
—¿El qué?
—Los documentos sobre el señor Crace de los que hemos hablado.
—Tengo algunos de los documentos, algunos papeles. Les he echado un vistazo esta mañana, en mi habitación del hotel.
—Maravilloso. Tengo una idea: ¿qué tal si voy a buscarte al hotel después de tu entrevista con el director?
—Bueno, yo…
—Pienso que sería más cómodo para ti enseñarme allí lo que tengas. Así no tendrás que llevarlo todo al colegio.
—Comprendo…
Disfrutaba notando por teléfono su apuro: ¡si hubiera podido verle la cara cuando bregaba con la situación!
—Bueno, si no quieres, si has cambiado de opinión, siempre puedo decir…
—No, no, está bien. Lo único que pasa es que me has pillado por sorpresa. No sabía que los querías tan pronto, y todavía no he hecho copia de ninguno de ellos, ya ves.
—No importa. Podría echarles un rápido vistazo y llevarme algunos para hacer la copia yo. No hay motivo para que tengas que encargarte tú de ello y pagarlo. El señor Crace estará encantado de hacerlo. Al fin y al cabo, le estás haciendo un gran favor.
Hubo un silencio al otro lado de la línea.
—Sí, muy bien —dijo con voz nerviosa—. Lo lamento, ahora tengo que irme.
—Entonces te veo en la Mansión Hazelbury a la una y media. Tal vez podríamos comer juntos. Invita el señor Crace.
—Sí, sí. Nos vemos. Buenos días.
Pasé la mañana escribiendo en mi cuaderno y poniéndome guapo para ir a comer con Lavinia. Logré convencer a la dueña del bar de que me dejara una plancha y una tabla para poder adecentar mi chaqueta de lino. Di lustre a los zapatos con unas toallitas de papel que había encontrado en el cuarto de baño, me puse una camisa blanca limpia y un poco de brillantina en el pelo. La parte de atrás de la cabeza me seguía doliendo y había empezado a formarse una costra en la herida, pero ante el espejo tenía buen aspecto: la imagen exacta de un joven escritor que promete.
La dueña de la pensión me dijo que el trayecto en taxi hasta la Mansión Hazelbury duraba media hora, así que a las doce y media pedí uno que me llevara. Salí del bar a la calle soleada. Era uno de esos días de otoño frescos y gloriosamente brillantes. Aunque todo moría y las hojas se pudrían en el suelo, parecía el anuncio de un nuevo renacer. Tuve la sensación de que podía hacer lo que quisiera y que nada se podía interponer en mi camino. Pese a todas mis dudas, temores y ansiedades, estaba convencido de que hacía lo correcto.
El taxi pasó por el colegio y atravesó un tramo de campo abierto con vistas a un valle. En la distancia, por entre los enormes arbustos de rododendro que flanqueaban la serpenteante carretera, pude ver un edificio blanco. Tras dibujar una curva, la carretera enfiló directamente hacia la casa, y ésta apareció plenamente a la vista. Era una espléndida villa clásica con añadidos posteriores en la parte de atrás, probablemente victorianos. Al acercarse el taxi al hotel, vi, a través de las altas ventanas frontales, un cierto número de clientes ricos que tomaban café en el salón diurno. El aparcamiento estaba atestado de BMW, Mercedes, Saabs y Audis. Hasta vi un Bentley de color verde botella. Era ciertamente bastante distinto de mi propio alojamiento, con sus techos bajos, sus montoncitos de moscas, sus telarañas y sus toallas con pelos de perro. Había que admitirlo: Lavinia sabía vivir con estilo.
Me pregunté de dónde habría sacado tanto dinero. No sólo de lo que escribía, me daba la impresión. ¿Estaría casada? ¿Tal vez tenía un amante rico? Quizás un banquero adinerado o el director de un museo nacional… ¿Tendría hijos? Jovencitos y jovencitas tremendamente inteligentes, de mi edad, me imaginé, que después de terminar en Oxford o Cambridge se habrían colocado en buenos trabajos, o tal vez tipos más bohemios que habían rechazado las ganancias materiales para desarrollar su talento de músicos, pintores, fotógrafos… Naturalmente, con la ayuda de su madre podrían permitirse lo que les diera la gana.
Me di cuenta de lo poco que sabía de ella. Eso tendría que cambiar.
Pagué al taxista y me dirigí por el camino de grava a la puerta principal, a cada lado de la cual había un laurel muy bien cuidado. Abrí la puerta para entrar en el vestíbulo, que tenía las paredes forradas de madera, y me dirigí a la recepción, donde una rubia jovencita y preciosa leía sentada una revista.
—Buenos días, señor —me dijo levantando la vista—. ¿En qué puedo ayudarle?
—He quedado con alguien que se aloja aquí, pero me temo —dije consultando el reloj— que tal vez he llegado demasiado pronto.
—¿Me pregunta por…?
—Lavinia Maddon.
Sonrió y me dijo que llamaría a la habitación. No lo cogieron. Lavinia estaría todavía con el director o tal vez de camino en el coche. Me pregunté qué le habría dicho el señor Peters. ¿Me habría mencionado a mí? ¿Lo habría hecho ella? Mientras Levenson mantuviera la boca cerrada y no dijera nada a ninguno de los dos, no tenía nada que temer. Y no parecía que Levenson tuviera ganas de volver a hablar del tema.
—Me temo que no está en su habitación, señor. ¿Quiere que le deje un mensaje?
—Esperaba que pudiéramos comer aquí.
—Sí, naturalmente. Llamaré al restaurante y reservaré mesa. ¿Para dos?
—Sí, por favor, para dos.
La recepcionista me dijo que podía esperar en el bar. En cuanto volviera al hotel, ella le indicaría a Lavinia Maddon dónde podía encontrarme.
En el bar, que estaba abarrotado por lo que parecía un grupo de vendedores o representantes comerciales, pedí al camarero una copa de vino de Sancerre y me senté junto a la ventana. El encuentro con Lavinia no me proporcionaba inquietud, pero una ayuda extra tampoco me haría daño. Tomé un sorbo de aquel vino seco de sabor un poco calizo, y después otro antes de apurar la copa de un trago. Le pedí otra al camarero. Estaba a mitad de esa segunda copa cuando entró Lavinia.
—Hola, Lavinia. Qué alegría volver a verte —dije poniéndome en pie y tendiéndole la mano.
—Sí, lo mismo digo —respondió.
—Déjame que te pida una copa. ¿Qué quieres tomar?
—Bueno, es un poco temprano para…
—Tenemos algo que celebrar, ¿no?
—¿A qué te refieres?
—Te traigo una copa y después te lo cuento.
Parecía un poco nerviosa. Sonrió ligeramente y transigió.
—Tomaré también una copa de vino, gracias.
En la barra pedí una botella de Sancerre. Al volver, me detuve y observé a Lavinia. Todo en ella resultaba perfecto: su pelo oscuro estaba bien peinado y brillante; su chaqueta y su falda gris de lana eran evidentemente de muy buena factura, caras. Al acercarme por detrás vi su letra en un pequeño cuaderno de piel negra con un diminuto lápiz de oro, el mismo cuaderno que había usado al hablar con Jennifer Johnson en la antigua casa de Crace, en Bloomsbury. Agucé la vista intentando leer algo, pero la letra era tan pequeña que me resultó imposible.
—Ya lo traen —dije, sentándome y sonriendo—. ¿Ha ido bien la entrevista con el señor Peters?
—Sí, ha sido muy interesante —dijo guardando su cuaderno en el bolso negro de piel—. Él, claro, no conoció personalmente al señor Crace, pero me ha proporcionado alguna información de interés sobre cómo era el colegio por aquel entonces y me ha indicado algunas personas con las que puedo hablar, personas que probablemente sí que conocieron al señor Crace.
—¿De verdad? —Tenía que disimular mi desconcierto—. ¿Como por ejemplo…?
—Antiguos profesores, ex alumnos y tal. Pero estoy segura de que tú sabes tanto como yo.
¿Qué quería decir? ¿Me habría descubierto?
—Por raro que te parezca, el señor Crace me mantiene en la ignorancia. Es un misterio completo, incluso para mí.
—No me lo puedo creer —dijo riendo—. Al fin y al cabo, tú has vivido con él.
—Ya lo sé, pero…
Justo en ese instante llegó el camarero con el vino y dos copas nuevas. Descorchó la botella y me preguntó si lo iba a probar.
—¿Quieres probarlo tú, Lavinia?
El camarero le entregó una copa con un poco de vino. Ella movió la copa en la mano y después la colocó bajo la nariz, cuyas aletas se expandieron y contrajeron un par de veces.
—Sí, está muy bien, gracias —dijo, posando la copa en la mesa. El camarero nos llenó las copas y nos dejó solos—. ¿Dijiste que había algo que celebrar?
—Desde luego que lo hay —respondí—. He hablado con Gordon…, con el señor Crace, esta misma mañana, y le he vuelto a hablar de ti. Así que ha tomado una decisión definitiva. Te quedas con el puesto.
Su anterior frialdad desapareció al instante.
—¿De verdad? —dijo sonriendo—. Bueno, eso sí que merece que lo celebremos.
Levanté mi copa.
—Así pues, brindemos. Por ti y por tu libro. Estoy seguro de que será fascinante. Salud.
—Salud, y gracias por toda tu ayuda. No lo habría conseguido sin ti. Has sido indispensable.
—No. Pero estoy encantado de que el señor Crace haya encontrado a la persona adecuada.
Lavinia estaba exultante cuando pasamos al restaurante. Me expresaba lo aliviada que se sentía de que por fin Crace hubiera tomado esa decisión y me contaba las inquietudes de los últimos meses. Cuando recibió mi primera carta, en la que yo le explicaba hasta qué punto Crace se oponía a la biografía que ella proponía, consideró seriamente la posibilidad de abandonar. Pero ahora su editor estaría encantado, me dijo. No podía esperar a decírselo.
—Creo que sería mejor, si hablas con ellos, pedirles que por el momento mantengan la confidencialidad del proyecto —dije mientras ocupábamos nuestros puestos en la mesa—. Como sabes, el señor Crace no es el tipo de hombre al que le gusten las fanfarrias. De hecho, podría hacer un repentino volta faccia si viera o si pensara que se habla de él en la prensa.
—Sí, ya entiendo —dijo Lavinia colocándose en el regazo la almidonada servilleta.
El camarero nos volvió a llenar las copas. Era una buena oportunidad, pensé, para otro brindis.
—Por tu proyecto secreto —propuse.
Se rió como una niña, y las finas arrugas que tenía alrededor de los ojos se fruncieron como papel crêpe.
—Por nuestro proyecto secreto —dijo corrigiéndome—. Y gracias de nuevo.
—¿Ya tienes pensado título?
—Es demasiado pronto, pero les doy vueltas en la cabeza a varios.
—¿De verdad? ¿Como por ejemplo…?
Se calló, dudando.
—Uno que me gusta bastante es El hombre callado, en referencia a la obra Epicene de Ben Jonson[3], porque, como sabes, me intriga mucho el hecho de que un escritor coseche un gran éxito literario y comercial y a continuación caiga en el silencio. Y también, por supuesto, es una referencia al libro de Malcolm sobre…
—Estupendo —dije—. Estoy seguro de que al señor Crace también le gustaría.
—Pero no se lo digas, por favor. No quiero que piense que corro antes de saber andar, ya me entiendes lo que quiero decir.
—No, claro que no. Prometo que quedará sólo entre nosotros.
El camarero vino a tomarnos nota. Lavinia decidió que tomaría la trucha ahumada con salsa de rábanos picantes y después lubina, en tanto que yo me decanté por paloma torcaz con remolacha seguida por la pierna de cordero con alubias. Pedimos otra botella de vino.
—¿Cuánto tiempo llevas escribiendo? —le pregunté.
—¡Ah, caramba! Debe de hacer ya más de treinta años. Un poquito.
—¿Y cómo empezaste? Quiero decir, ¿cómo te volcaste en ello?
—Al terminar la carrera cogí un trabajo en las páginas literarias de un periódico dominical. Mientras trabajaba allí escribí mi primer libro, una biografía de Constance Fenimore Woolson que funcionó muy bien y ganó un par de premios. El caso es que eso me permitió dejar el periódico y dedicarme a escribir a tiempo completo.
—Tuviste mucha suerte.
—Sí, bastante. Siempre digo que no valgo para otra cosa.
—Al volver de la barra vi que tenías un cuaderno.
—Sí.
—¿Es una agenda o…?
—No es realmente lo que se llama una agenda, ni tampoco es propiamente un cuaderno de escritor. Es más bien un recordatorio de con quién me he reunido y, ocasionalmente, de lo que me han dicho. Primeras impresiones, sensaciones, descripciones físicas: ese tipo de cosas. Aspectos de una persona que no se pueden capturar en una cinta de audio.
—Comprendo. Buena idea. ¿Y lo llevas contigo a todas partes?
—Supongo que sí. Lo hago sin darme cuenta. Escribo cosas en cualquier sitio.
Tomé otro par de tragos de vino y me incliné hacia ella.
—Así que escribirás sobre este encuentro, ¿no?
Sonrió, y le brillaron los ojos grises.
—Podría. Si me siento inspirada.
—Ya veo —dije—. ¿Y qué podrías decir?
—Mucho me temo, señor Woods —dijo adoptando de forma burlona un tono solemne—, que eso es algo que queda entre mi cuaderno y yo. Estrictamente reservado a mis ojos.
—¿Quieres decir que ni siquiera se lo muestras a tu marido?
Se rió.
—¡A mi marido menos que a nadie! —dijo mientras el camarero colocaba el plato delante de ella—. La verdad es que Ian y yo no hemos hablado desde nuestro divorcio, y de eso ya hace siete años. Realmente creo que es una actitud algo tonta, después de criar juntos a dos niños, pero…
—Entiendo. ¿Y hay alguien más? ¿Alguien a quien tú…?
—Si pretendes averiguar si tengo pareja, la respuesta es no. Estoy resuelta y decididamente soltera, y feliz de estarlo. ¿Y de ti qué me dices?
—¿Yo?
—Sí.
—Tuve una novia, Eliza, en la universidad, pero el romance terminó en un acorde disonante.
—Lo lamento.
—No, todo es pasado ya, como se dice. Ha salido de mi vida.
—Bien, me alegro por ti.
Lavinia empezó a reírse de nuevo, y se vio obligada a llevarse la servilleta a la boca.
—Lo siento, perdóname —logró decir, moviendo en el aire la palma de la mano en un gesto de excusa.
—¿Dónde está el chiste?
—No te lo puedo contar, lo siento. Es una tontería.
—Venga…
—Está bien. Pero prométeme que no lo usarás contra mí.
—De acuerdo.
—¿Prometido?
—Prometido.
—Es sólo que pensaba, no sé por qué, que estabas, ya sabes, que tú y el señor Crace…
—¿Qué?
—Que estabais…
—¿Qué…?
—Ha sido una tontería, una fantasía, nada más.
—¿Qué demonios te hizo pensar eso?
—No lo sé. Tengo la impresión de que estás tan cercano a él, que lo aprecias tanto. Y pequeñas cosas, como que te brillan los ojos cuando hablas de él. No te ha molestado, ¿verdad?
—No, por supuesto que no. No seas tonta.
—¿De verdad? Si te hubiera molestado, me lo dirías, ¿no?
—Claro que te lo diría. Pero después de lo que acabas de sugerir, necesito otra copa.
Sonreí, pero estaba furioso por dentro. ¿Por qué había dicho eso? Y ¿por qué todo el mundo parecía pensar lo mismo?
—Si no te importa que te lo pregunte, ¿cómo hiciste amistad con Gordon Crace?
—Obtuve el puesto por casualidad —expliqué, abriendo con el cuchillo el cuerpo de la paloma—. En principio me habían ofrecido un trabajo, enseñar inglés al hijo adolescente de una familia italiana, pero ese trabajo se fue al traste después de que el chaval se metiera en camisa de once varas. Yo no quería irme de Venecia porque tenía la loca idea de escribir una novela ambientada parcialmente allí. Así que cuando me apareció el trabajo del señor Crace, lo cogí. En ese momento parecía que me venía como anillo al dedo.
—Comprendo. No sabía que escribieras.
—Bueno, el libro no está saliendo exactamente según lo previsto.
Después de comer tomamos café en el elegante salón diurno, en la parte frontal de la mansión. La luz del sol entraba a raudales por las enormes ventanas, otorgando a todas las cosas una pálida luz dorada. Al pasarme los dedos por el pelo, pillé a Lavinia mirándome con expresión de desconcierto, como aguzando la vista y con las cejas tan de punta que una línea muy definida le dividía en dos la frente. Después, un instante más tarde, abrió los ojos muy ligeramente y los labios se le quedaron separados.
—No me lo puedo creer —susurró.
—¿Cómo dices?
—No, es demasiado absurdo —dijo ella mientras seguía mirándome anonadada—. No puede ser.
—Me temo que no sé de qué hablas.
Pero sí lo sabía.
—¿Cómo es que no me he dado cuenta antes? —se preguntó.
—¿De qué?
—¿Has oído hablar alguna vez de Christopher Davidson?
—No —respondí—. ¿Me he perdido algo?
—¿Y tampoco has visto nunca ninguna foto de él?
—No que yo sepa.
—Ven conmigo —dijo posando en la mesa la taza y poniéndose en pie.
—No entiendo.
—Vamos arriba. Quiero enseñarte algo.
Salió del salón casi corriendo y subió del mismo modo la ancha escalinata de madera.
—¿Me vas a explicar de qué me estás hablando?
Atravesamos un pasillo decorado con cuadros de la casa y de paisajes de Dorset.
—Dentro de un minuto. Hay una cosa que quiero mostrarte.
Al final del pasillo, rebuscó la llave en el bolso.
—Entra —me invitó.
Tiró el bolso en la amplia cama y atravesó la habitación hasta un tocador de triple espejo. Cuando cerré la puerta y me acerqué a ella en el tocador, el extraño tríptico de nuestros reflejos nos devolvió muchas veces la mirada. Ella empezó a buscar entre una pila de papeles, algunos de los cuales se hallaban en carpetas de plástico. Así que era cierto: había reunido una sustancial cantidad de documentos sobre Crace, documentos que serían de gran utilidad.
—Sé que está por algún lado —dijo volviendo a arrugar las cejas.
—¿Qué buscas?
—Aquí, ya la tengo —dijo sacando una copia de una fotografía en blanco y negro—. ¿No la has visto antes? ¿Nunca has visto una foto de él?
—No, ¿por qué?
—¿No te das cuenta?
—¿De qué?
—Tú y él. Parecéis hermanos gemelos.
Le cogí la foto de la mano y fingí que la examinaba.
—Supongo que hay algún tipo de parecido superficial —comenté.
—No, es mucho más que eso. Hay momentos en que pareces exactamente él. Y cuando te pasas la mano por el pelo…
—¿Y qué? ¿Quién es?
—Es Christopher Davidson. El amante de Gordon Crace.
Hice todo lo que pude por parecer muy sorprendido.
—Dios mío —dije—. Sí, ya veo. Pero…
—Exacto. ¿Por qué te eligió Gordon Crace?
—¿Qué le sucedió a él, a este Christopher Davidson?
—Murió. Se suicidó en 1967.
No dije nada, me limité a seguir mirando la foto.
—¿Se lo vas a comentar a él? —me preguntó.
—No lo sé —dije—. Es algo extraño. Inquietante.
—Sí, ya me lo imagino dijo mordiéndose la comisura del labio. ¿Piensas que es del todo sincero contigo?
—Todo parece indicar que no. No lo creo, especialmente después de ver esto —dije señalando la foto—. No acabo de explicármelo.
—Te sugiero que pienses bien en ello —dijo—. Dedícale un rato.
Respiré muy hondo. Quería darle la impresión de que estaba pensando en voz alta.
—Aunque parezca tan extraño, estoy seguro de que tiene que haber una explicación lógica para esto. Tiene que haberla. Y, además, tengo que volver a Venecia de cualquier manera. Debo seguir con la novela.
—¿Qué vas a hacer?
—Volveré con el señor Crace y no diré nada en absoluto.
—¿Estás seguro? No quisiera que lo hicieras sólo por mí.
—No, no. Estoy completamente seguro de que es lo que debo hacer. Y no puedo permitirme no volver.
—¿Y no le dirás nada sobre Christopher Davidson?
—Nada. Me lo guardaré para mí. Al fin y al cabo, la vida privada del señor Crace no es cosa de mi incumbencia, ¿no?
Lavinia se sentó en el borde de la cama y se pasó la mano por el pelo.
—Eso es bastante noble por tu parte. Me refiero a que si yo fuera tú, no sé muy bien cómo reaccionaría.
—Mejor no darle demasiadas vueltas, ésa ha sido siempre mi filosofía —dije observando la habitación—. Pero como voy a regresar, puedo llevarle esos documentos de los que me has hablado.
—Sí, por supuesto.
Se levantó y se acercó de nuevo al tocador, donde empezó a rebuscar entre las carpetas.
—¿Cuáles dijiste que le interesarían?
—Creo que el señor Crace dijo que había perdido cosas como su certificado de nacimiento, documentos genealógicos, todo ese material que decía que le ayudaba a fijar su lugar en el mundo.
—Creo que podrías encontrar alguna cosa por aquí.
Me pasó una carpeta de plástico repleta de papeles. Dentro había una copia del certificado de nacimiento de Crace, una gran hoja doblada de tamaño DINA 3 en la que alguien había entretejido el esquema de un árbol familiar y mecanografiado notas sobre la infancia de Crace en Estambul y sobre el colegio en que enseñó ciencias su padre.
—Gracias —dije—. El señor Crace encontrará muy útil todo esto. Y…
—¿Sí?
—¿Has trabajado en la sinopsis de la que hablamos?
—Ahora que el señor Crace ha tomado la decisión, seguramente ya no la necesita.
—Creo que se sentiría más seguro si viera una copia de ella.
—Me temo que en este momento no te la puedo dar.
—No importa —dije—. Iré a fotocopiar esto, y tal vez cuando te devuelva los papeles podrías tenerla lista. No quiero retrasarme en volver, porque no quiero dejar al señor Crace demasiado tiempo solo.
—Muy bien —dijo acompañándome a la puerta—. Gracias de nuevo por la invitación, Adam, ha sido realmente muy amable por tu parte.
—No, ha sido un placer para mí.
Cuando abrí la puerta y me volví para decirle adiós, Lavinia se acercó a mí y me dio un suave beso en la mejilla. Olía a madreselva, la misma fragancia dulce y empalagosa que llevaba la señora Gondolini la primera vez que oí el nombre de Crace.
—Gracias —dijo—. Por todo.
Se creía muy lista. Creía que me tenía en el bolsillo. La imaginé en la habitación del hotel, tranquilamente sentada y sonriendo para sí, disfrutando el goce de imaginar anticipadamente el éxito. No sólo se creía que iba a escribir la biografía de Crace, que el ermitaño autor le había dado su consentimiento, sino que creía también que había sido la primera persona en el mundo en descubrir la similitud física entre Christopher Davidson y yo, y comenzaba a comprender que tenía entre las manos un tema mucho más extraño (y hasta más vendible) de lo que hasta entonces había imaginado.
Y todas aquellas tonterías para que pareciera que no me quería presionar… Me preguntaba qué habría dicho ella si yo me hubiera aterrorizado y me hubiera negado a volver a Venecia. Casi lamentaba no poder volver a representar la escena de forma diferente, por ver su reacción.
La verdad es que era yo quien la tenía a ella a mi disposición. Me había dado cuanto necesitaba: fechas, lugares, contexto, documentos genealógicos, toda la investigación básica sobre los primeros datos biográficos de Crace que yo pudiera desear. Si a eso le sumábamos mi investigación de primera mano, la experiencia cotidiana de vivir con Crace, y el testimonio de Levenson, el resultado era que el libro empezaba a cobrar forma.
De vuelta en el bar, jugué con el puñado de monedas de libra que llevaba en la sudorosa palma de la mano, respiré hondo y marqué el número de mi viejo teléfono móvil, asegurándome de poner delante el prefijo 141 para que no pudiera saber desde dónde llamaba. Sabía que podía costarle un rato a Crace levantarse de la butaca, posar el libro o la copa de vino que tuviera en la mano, encontrar el móvil, cogerlo y dar con el botón que tenía que apretar, así que dejé que sonara. Al final oí el clic y empecé a echar monedas al teléfono.
—Buon giorno. —Hola, Gordon. Soy yo, Adam.
—¿Adam? Mi querido muchacho, me temo que tendrás que hablar más alto.
—¿Qué tal estás? —grité.
—Mucho mejor ahora que te oigo. Creí que habías huido y me habías abandonado.
—Siento no haber podido llamarte, con el funeral y todo eso. Mi madre ha estado fatal, llorando, preguntándose por qué todo el tiempo, y reviviendo momentos de su infancia.
—Lamento oírlo. Pero es evidente que la muerte de un progenitor es un presentimiento de la muerte propia.
Le conté los detalles que había preparado de antemano para dar un viso de autenticidad a la ficticia experiencia.
—De todas maneras, ya todo ha pasado —añadí—. Y creo que podré tomar el vuelo de regreso que reservé.
—¡Ah, gracias! Ha sido una pesadilla quedarme sin ti.
—Pero estás bien, ¿no?
—Me he encontrado un poco débil. Nada importante, no te preocupes. Sólo algo flojo, nada más.
—Pero la chica de la tienda… ¿Cómo se llamaba…? ¿Lucía? ¿No ha ido a ver qué tal estabas, como acordamos?
—Sí, sí. No es más que una chiquilla. Deja caer la comida que me trae y se marcha. En realidad, estoy encantado de que no quiera demorarse.
Estaba soltando mi última moneda de libra.
—Escucha, Gordon, tengo que dejarte ahora, se me acaba el dinero.
—¿De verdad?
—Eso me temo. Pero escucha, voy a volver pronto y nos desquitaremos.
—Bien, me alegro de que todo haya ido bien por ahí.
—Gracias.
—Sé que la muerte posee diez mil puertas por las que llevarse la vida de los hombres.
—¿De quién es eso?
En el teléfono sonó la señal de que la comunicación iba a cortarse.
—La muerte…
Y la comunicación se cortó. Busqué más monedas en la cartera, pero no había ninguna. Podía ir a la barra para pedirle cambio a la dueña, pero decidí que no. Al subir a mi habitación y observar por la ventana el paisaje oscuro y perturbador, pensé en lo que Crace acababa de decirme. La muerte posee diez mil puertas por las que llevarse la vida de los hombres. Anoté en mi cuaderno la frase, preguntándome su procedencia. Y al final quedó una sola palabra, muerte, repitiéndose una y otra vez.
El día siguiente fue fresco, brillante, espléndido, y me pasé la tarde caminando, dando vueltas y más vueltas en la cabeza a las distintas alternativas. Al regreso, cuando volvía hacia el pueblo a la luz mortecina de la tarde, me crucé con una preciosa chica morena que iba con un collie. Había algo en ella que me recordó a Eliza. Sonreí al cruzármela, pero me pareció que estaba muy nerviosa. El collie olió algo, tal vez el rastro de un conejo o el olor de otro perro, y se fue hacia un árbol cercano. La chica llamó al perro, pero éste no le hizo caso. Intentó gritar su nombre, Robbie, una vez más, pero la voz se le quebró y terminó emitiendo en su lugar una nota de pánico. Miré a nuestro alrededor: estábamos solos. Nuestros ojos se encontraron y comprendí, en aquel instante, que era de mí de quien tenía miedo. Volvió la cabeza y empezó a alejarse. Sentí ganas de correr hasta alcanzarla, de ponerle las manos en su chaqueta de terciopelo rojo oscuro, de decirle que tenía una idea completamente equivocada de mí. Casi podía notar su suave piel en las yemas de mis dedos, casi era capaz de oler su dulce aroma.
—Lo siento, yo… —dije para mí cuando ella se alejaba, ya con el perro detrás.
La observé perdiéndose en la distancia a través de los árboles y penetrando en el bosque. Si hubiera tenido una posibilidad de detenerla para hablar con ella, ¿quién sabe qué podría haber ocurrido?
Continué acercándome al pueblo, pensando en Eliza. Al acercarme a los anexos de una granja, atisbé una figura que caminaba delante de mí por el bosque. Descubrí una mancha roja entre los brillos rojizos del otoño. ¿Era la chica que acababa de ver? Vi otro destello de aquel color antes de que desapareciera. Seguí por entre los árboles, tras el sonido de alguien que iba delante, y observé hasta que pude vislumbrar la figura: se trataba de un hombre con jersey marrón de cuello de pico, que sostenía en la mano derecha una rama de árbol mientras intentaba recuperar el aliento. La cara se le oscureció al inclinarse hacia delante, y la mano izquierda fue a apoyarse en la rodilla. Resollaba. Era Shaw.
Estaba a punto de llamarlo cuando se incorporó, sacó el aerosol contra el asma, inhaló de él rápidamente, tosió un poco y se puso a andar. Iba caminando en dirección opuesta a su casa. ¿Qué se traía entre manos? Me quedé atrás, asegurándome de que los árboles me ocultaban, y empecé a seguirle.
Unos minutos más allá del sendero que bordeaba el bosque, desde donde se veía el pueblo, Shaw salió por la esquina de un campo recién arado. Lo observé bajando por el camino de tierra, acercarse a la valla y cruzarla por el paso. Esperé a que él hubiera desaparecido de la vista y crucé el campo corriendo, intentando ocultarme conforme me acercaba al final. Me escondí tras un seto y desde allí levanté la cabeza para mirar. Lo vi desaparecer en lo que parecían los restos de una casa abandonada. Comprobé que no hubiera nadie observando y me acerqué por un sendero. A un lado había una vieja puerta de madera con restos de pintura azul visibles bajo el follaje de la hiedra, que daba paso a un jardín abandonado; al otro lado había una pequeña casa de dos pisos en la que no parecía que hubiera vivido nadie desde hacía años: no tenía puerta propiamente dicha, sólo un panel sucio de madera lleno de pintadas. Shaw se metió por él. Yo aguardé, intentando oír el jadeo dl hombre, pero no oía nada, y por eso al cabo de unos minutos metí la cabeza por el hueco. No había más que oscuridad.
Después de un rato mis ojos se acostumbraron a la oscuridad. Me pareció distinguir los contornos de una mesa y unas sillas. El suelo estaba cubierto de periódicos y viejas latas de cerveza. Las paredes tenían manchas de humedad y más pintadas.
Entré, poniendo mucho cuidado en no darle una patada a nada en aquel suelo abarrotado de basura. Oí que algo crujía arriba, y después unos pasos. Me fui hacia el rincón opuesto de la oscura habitación, utilizando las manos para tentar el camino, hasta que llegué a la escalera. Posé el pie con cuidado y empecé a subir lentamente, pero cuando estaba en el penúltimo escalón, la vieja madera emitió un crujido lastimero, tan profundo e inquietante como los estertores de un moribundo. Me tembló el cuerpo, y contuve la respiración. Era sólo cuestión de segundos que Shaw saliera de una de las habitaciones y me descubriera en la escalera. Esperé y esperé, pero no ocurrió nada. Miré atrás, intenté ver si podría escapar antes de ser descubierto, pero justo entonces me di cuenta: supe dónde me hallaba exactamente. Me encontraba en lo alto de la escalera de la antigua casa de Chris, a las puertas de la habitación donde probablemente escribió el diario. Por ningún motivo me iba a marchar ahora.
Ascendí muy despacio el último escalón y fui tentando el camino por el pasillo, guiándome por un listón que había en la pared. Palpé el punto en que el listón se juntaba con el marco de una puerta, y escuché. No se oía nada. Avancé por el pequeño pasillo, doblé la esquina y me detuve ante otra puerta. Por la rendija inferior de la puerta vi un poco de luz que parecía desplazarse por la habitación. Shaw llevaba linterna.
Oí que movía algo, tal vez un mueble, y a continuación percibí un crujido de madera. Después, sólo el interminable jadeo de Shaw acompañado de resoplidos, toses y pasos. La luz de la linterna se volvió más brillante: se dirigía hacia mí.
Retrocedí y me puse a cubierto en la oscuridad. Cuando abrió la puerta, intenté arrebatarle la linterna de las manos. La linterna cayó sobre las tablas del suelo y arrojó retazos de luz a un lado y a otro del polvoriento espacio y sobre el rostro aterrorizado de Shaw, hasta que la cogí del suelo y le enfoqué con ella a los ojos. La luz absorbió la escasa vida que afloraba al cadavérico rostro.
—¿Qué…? —preguntó, jadeando.
—¿Me va a decir qué es lo que ha estado buscando aquí o quiere que se lo saque por las malas?
Shaw estaba tan asustado que no dijo nada.
—Vamos a echar un vistazo —dije agarrando su frágil mano y arrastrándolo al interior de la habitación.
—Aquí no hay nada —dijo por fin.
—Mucho me temo que no me fío de usted —dije pasando la luz por la habitación.
Había un viejo tocador completo, envuelto en telarañas, con el espejo sucio y roto; un pequeño marco colgado de la pared, con el lienzo tan ennegrecido que no se podía distinguir nada de la imagen, y en las paredes, llenas de manchas que parecían de humo, estaba arrancado el papel que en otro tiempo debió de ser de color rosa.
—Éste es mi lugar de retiro, digamos, me gusta venir aquí a estar solo y lejos de todo —explicó Shaw.
—Si no tiene cuidado, terminará retirado permanentemente aquí, bajo las tablas del suelo.
Hizo un movimiento con los ojos. Miré hacia el tocador, apuntando con la linterna.
—No hay nada bajo las tablas. Nada, se lo aseguro.
—Bien, señor Shaw, ¿por qué no me lo enseña?
Lo empujé contra el otro lado de la habitación.
—¿Por casualidad no será éste el lugar del que me hablaba? —le pregunté—. O, mejor dicho, del que no me quería hablar. Donde guardaba el diario de Chris.
—No, no —negó con la cabeza—. No sé de qué me habla.
—¿No cree que mil libras son mucho dinero, señor Shaw?
—¿Cómo dice?
—Digo que si no cree que mil libras son mucho dinero.
—Supongo.
—Así que en eso estamos de acuerdo.
—Señor Woods, no se piense que no le estoy agradecido por el dinero. Lo estoy, de verdad que lo estoy.
—Me alegra oírlo. Pero a cambio de mil libras espero la verdad. Usted no me quiere ocultar nada, ¿verdad?
—No, no, claro que no.
—Bien. Entonces enséñeme eso.
El sonido de sus jadeos llenaba la polvorienta habitación.
—No es bueno para mi salud.
—No, seguramente no lo es. Y cuanto antes me lo enseñe, antes podremos salir de aquí.
—Se lo pensaba enseñar, se lo juro.
—Entonces, admite que hay algo más. Algo que me ha hurtado.
—Sí, pero…
—Bien, pues vamos a verlo.
—Pensaba llamarle esta noche.
—¿De verdad?
—Lo que pasa es que como se trata de algo muy especial, pensé que el señor Crace estaría contento de dar una suma aparte.
Me reí en su cara.
—Me parece que no se encuentra usted en una posición cómoda para negociar.
Dudó, sin saber muy bien qué hacer, pasando la mirada una y otra vez del tocador al suelo.
—Muy bien.
Se acercó al tocador arrastrando los pies, se apoyó con la mano en el oscurecido espejo y se hincó lentamente de rodillas. Sacó un destornillador del bolsillo y con la punta levantó una de las tablas, muy cerca del rodapié. Metió las manos en el espacio que había entre las viguetas, movió lo que estuviera buscando para acercarlo a él, desprendió la tabla contigua y extrajo una lata de galletas rectangular y poco profunda que tenía en la tapa la imagen desvaída de la reina de Inglaterra. Abrió la herrumbrosa tapa, extrajo un par de hojas de papel escritas de cabo a rabo, y después hizo un gesto para indicarme que apuntara con la linterna hacia la carta que tenía en la mano.
—Es la nota de suicidio de Chris, que le escribe a su madre —explicó—. La escribió la noche antes de matarse.
—¿Hay algo más ahí? Déjeme ver.
—No, nada —dijo—. Eso es todo.
Iluminé el interior de la caja con la linterna. Decía la verdad.
—Aquí tiene —dijo entregándomela—. Al menos ahora Chris podrá descansar en paz.
Chris le importaba un bledo al asqueroso chantajista, sólo le interesaba el dinero. Respiré hondo, recordando lo que estuvo a punto de ocurrir en mi anterior visita a aquel hombre. Qué idiota hubiera sido. Al fin y al cabo, si hubiera acabado con su vida nunca habría averiguado que existía aquella carta de Chris.
—Gracias —le dije.
—Al menos el señor Crace lo guardará todo en lugar seguro. Lejos de miradas indiscretas. El diario, la carta…
—Por supuesto —confirmé. No me iba a entretener contándole mis planes. No tardaría en conocerlos.
—Pero Maureen nunca le perdonó por lo que hizo.
—Sí, eso fue imperdonable. Trabajo para él, pero no por eso le disculpo.
—Robarle la vida de aquel modo.
—Sí, espantoso. Pero más vale que quede entre nosotros, ¿no cree? Estoy convencido de que Maureen no deseaba un escándalo. Con todas las habladurías, y el nombre de su hijo arrastrado por el cieno. Y luego están las otras familias, que también hay que tenerlas en cuenta.
Shaw jadeó, y una expresión de desconcierto le arrugó el blanco rostro.
—¿Otras familias? —preguntó.
—Sí, las otras.
—¿A qué se refiere?
—Chris no fue el único. No fue el único del que Crace abusó. También hubo otros.
—Pero Crace no abusó de Chris.
—¿Qué?
—No sé muy bien cuándo se fueron a vivir juntos, pero Maureen me dijo que al comienzo fue muy duro para ella, muy duro. Pero luego se dio cuenta de lo feliz que eso le hacía a Chris, de lo felices que eran los dos. No le hizo ninguna gracia, pero vio que si quería conservar a Chris como hijo suyo, digamos, tenía que aceptarlo. ¿Abusos? No, de eso nada.
—Entonces usted me está diciendo que…
—Que no es por eso por lo que se mató Chris.
—Entonces, ¿por qué?
Me pasó la carta.
—Ahora es suya —declaró—. Puede leerla.
Querida mamá:
No sé cómo decírtelo. Se trata de papá. ¿Recuerdas aquella noche de Guy Fawkes hace años? Qué pregunta tan tonta: por supuesto que la recuerdas. Seguramente, igual que en mi memoria, aquella noche está marcada a fuego en la tuya. Todo fue culpa mía.
Aquel día, unas horas antes, observé su clase desde fuera, cuando él intentaba sin éxito controlar a sus alumnos. Aproveché la oportunidad y fui corriendo a los servicios, donde escribí una nota que a continuación deslicé bajo la puerta del director. Sé que fue un acto espantoso, pero entonces pensaba que sería lo mejor. Papá podía perder el puesto, pero conseguiría otro, y yo cambiaría de colegio a otro donde no tuviera miedo de abrir la boca.
No puedo irme sin decírtelo. Lo lamento tanto… Pero no es ése el motivo por el que voy a hacerlo.
No estoy seguro de cuándo la cosa empezó a ir mal. Seguramente poco después de que dejara la universidad. Sé que tú estabas en contra de que la abandonara, pero Gordon estaba convencido de que yo tenía futuro como escritor. Miraba mi obra (que consistía en unos cuentos y descripciones de personajes) y proclamaba que eran buenos, que estaban muy bien escritos, casi listos para ser publicados. Pero lo que tenía que hacer, me decía, era canalizar mis energías en una novela. La mayoría de las primeras novelas, me aseguraba, no eran más que biografías apenas disimuladas, pero no había nada malo en ello. Así que llegamos a la conclusión de que lo mejor era empezar con algo próximo a mi corazón, algo que yo sintiera que era verdad. Así que empecé a darle vueltas a mi viejo diario. Eso era lo más duro, te lo puedo asegurar: leer las cosas escritas por mí años atrás.
Gordon sugería que intentara revivir algunos de mis recuerdos, quizás algunos consignados previamente en el diario, y que escribiera lo que sentía. Decía que podía tomar un incidente, por ejemplo mi primer día en Winterborne, y después intentar reescribirlo una y otra vez, cada vez desde una perspectiva diferente o utilizando un vocabulario distinto. Resultaba de lo más estimulante y la verdad es que parecía funcionar. Algunos días, si me atascaba, algo que me ocurría a menudo, me decía que simplemente hablara. Según él, hablar de una experiencia era suficiente a veces para darle al inconsciente el pistoletazo de salida a partir del cual lo procesaría en una forma apta para la expresión escrita. A veces Gordon tomaba notas. «¿Para qué lo haces?», le pregunté. «Sólo por si acaso, nada más. Puede que te venga bien», contestó.
Claro está que Gordon no necesitaba escribir otro libro después del éxito de Círculo de debates, a pesar de lo cual cada mañana entraba en su estudio y no salía de él hasta las doce y media, con la seguridad de haber escrito su ración de palabras del día. Creía en sí mismo. Sin embargo, mi producción estaba lejos de ser constante. La mayoría de los días, tengo que admitirlo, mi «creación» se quedaba en repasar mi diario y transcribir, una y otra vez, escenas que yo ya había consignado. Cada vez que intentaba hablar a Gordon de mis preocupaciones, él insistía en que lo estaba haciendo muy bien. Lo único de lo que tenía que preocuparme era de escribir todos los días. Tenía que adquirir un hábito de disciplina creadora, algo esencial para cualquier escritor. Me dijo que no me preocupara mucho por la narración ni la trama, pues eso vendría con el desarrollo del personaje. En vez de eso, tenía que intentar capturar la experiencia vital, o la conciencia, como la llamaba.
No sé muy bien cómo contarte lo que sucedió a continuación. No quiero que le hagas a Gordon ningún daño más allá de lo que te pido. Lo último que desearía, créeme, es meterte en todo esto. No podría soportarlo, si pensara que tal cosa iba a ocurrir.
Al principio fueron detalles sin importancia. La sensación de que Gordon estaba preocupado, nervioso. Tenía una mirada extraviada que me inquietaba. Cada vez que le preguntaba si se encontraba bien, o le comentaba mi impresión de que se mostraba distante, me respondía que todo se debía a que estaba experimentando problemas con su libro. Pero a continuación Gordon empezó a desaparecer por las tardes. Decía que se iba a dar un paseo, a tomar el aire. La primera vez que lo hizo, yo fui a buscar mi abrigo, pero él repuso que quería ir solo, para pensar. El bloqueo del escritor, me explicó. Esa tarde me serví un güisqui doble con soda. Ya había tomado un par de ellos por la mañana. Gordon me había dicho que la bebida me ayudaría a relajarme y me animaría a escribir, y no tardó en convertirse en una costumbre fija, algo así como la taza de café nada más levantarse uno o tomar algo a la hora del almuerzo. No constituía ningún problema. Los dos lo podíamos soportar, y de hecho, en este mismo instante, me estoy tomando una copa mientras escribo y apenas noto ningún efecto.
El caso es que los paseos de Gordon pasaron de tener lugar al comienzo de la tarde a hacerlo bien avanzada la noche, y duraban varias horas. Y además estaban las misteriosas llamadas por teléfono: el que marcaba colgaba siempre que lo cogía yo. No te he contado antes nada de esto porque no quería preocuparte. Y pensé que todo se arreglaría. Se supone que los escritores tienen temperamento, ¿no? Como sabes, siempre he respetado la intimidad de Gordon, que es un poco raro en lo que respecta a lo que llama sus espacios «sagrados». Nos lo tomábamos a risa, pero yo me enorgullecía de pensar que él podía confiar en mí. Ahora quisiera que no lo hubiera hecho. Mejor que me hubiera considerado un vulgar fisgón. Quizá las cosas hubieran ido de manera distinta.
Me resulta difícil admitirlo ante ti, pero seguramente ya lo has adivinado: empecé a sospechar que se veía con alguien. Había oído algunas de las cosas que se decían de él, pero no me las había creído. Seguro que no eran más que comentarios inmundos de personas envidiosas. Gordon no se rebajaría a tanto. Pero, entonces, ¿por qué pasaba tanto tiempo lejos de mí? Dejó de hablar conmigo, y cada vez que trataba de preguntarle me decía que no fuera tan histérico y patético. Una vez intenté dejarle, de verdad que lo intenté. Pensaba volver a casa, contigo. Pero me dijo que me necesitaba, que me quería, que sin mí no podría escribir. Se puso a llorar como un niño. No me vi con fuerzas de seguir adelante.
No quería caer en la tentación de mirar en sus cosas. No me parecía que estuviera bien. Pero anoche fue diferente, anoche cambió todo. Le odio por forzarme a hacerlo, pero me odio más aún a mí mismo.
Hacia las diez Gordon entró en la sala procedente de su estudio, y me dijo que iba a salir. Le pregunté que a dónde iba, pero él me respondió, como de costumbre, que a dar un paseo. Me lo dijo como dando a entender que la cosa era perfectamente normal, que el raro era yo por preguntárselo. Hice una pequeña escena, lo admito, pero ¿qué iba a hacer si no? Salió de estampida, y entonces me propuse enterarme de lo que había detrás de sus paseos. Entré en el dormitorio y empecé a mirar entre sus cosas del armario, tirando por todas partes sus chaquetas, corbatas y pantalones. Encontré un par de entradas para una exposición, unas cerillas de un restaurante: lugares a los que yo estaba seguro de que no le había acompañado, y un pañuelo que apestaba a loción barata para después del afeitado, pero nada que me diera pistas sobre su extraño comportamiento. ¿Y si eran ciertos todos esos rumores? No, me negaba a creerlo.
Yo nunca había entrado en su estudio, que, como él me había dicho muchas veces, me estaba totalmente vedado, pero ante la puerta tuve la impresión de que si echaba un vistazo en él descubriría por fin la razón por la que se comportaba de manera tan extraña. Estaba convencido de que me disponía a hacer algo que era, en cierto sentido, completamente irreprochable. Al fin y al cabo, si no descubría nada incorrecto, entonces Gordon me habría estado diciendo todo el tiempo la verdad: que me quería, a mí y a nadie más.
Abrí la puerta con miedo, como si temiera que al hacerlo me lo fuera a encontrar allí, sentado en su silla, delante de la mesa. Pero por supuesto que no estaba allí. Me puse manos a la obra, buscando en los bolsillos de su chaqueta de pana que colgaba del respaldo de la silla, y después en la mesa. De repente me sentí mezquino, sucio y muy, muy estúpido, y estaba a punto de abandonarlo todo y servirme otro güisqui cuando abrí el cajón inferior. Debajo de una pila de viejos periódicos y revistas había dos cajas de hojas escritas a máquina. No sé qué es lo que me hizo abrirlas, tal vez fuera la manera en que estaban tapadas con tanta prensa, como si las hubiera escondido deliberadamente. Aparté los periódicos y saqué la primera caja. Pesaba bastante. Levanté la tapa de la caja y descubrí dentro un manuscrito.
En la primera página, en mayúsculas y en negrita, figuraban las palabras «EL PROFESOR DE MÚSICA», seguidas del nombre de Gordon Crace. No te puedo explicar el terror que sentí. Quise morirme allí mismo, en aquel preciso instante. La segunda caja contenía una copia hecha con papel de calco. Al hojear el manuscrito, me saltaron a la vista frases que me resultaban familiares, había frases que hubiera podido completar sin necesidad de leer hasta el final. Trataba sobre un chico, yo, y la relación que tenía con su padre, que era profesor de música y organista en un colegio privado de segundo rango, y que sufría depresiones. Naturalmente, no necesitaba leer las páginas finales para entender lo que sucedía, pero allí estaba todo: el clímax en que el hombre se vuela la tapa de los sesos durante la noche de las hogueras.
Mientras observaba aquellas páginas finales, oí que se abría la puerta del piso. No me molesté en hacer movimiento alguno. Me daba ya igual lo que me ocurriera. Entró Gordon, me vio en su estudio, empezó a chillar y a dar gritos, y yo le mostré impertérrito lo que había descubierto en el cajón inferior de su mesa de trabajo. No podía negar nada, claro está. Pero cuando le pregunté a qué jugaba, utilizando de aquella manera mi historia, se volvió contra mí. Me dijo que tendría que afrontar la realidad, que nunca llegaría a convertirme en un escritor, que no lo llevaba dentro. Así que no pasaba nada por que otro escritor utilizara aquel material, dijo, ya que a mí no me iba a servir de nada. Intenté decirle que aquella experiencia era mía, que aquellas eran mis palabras, pero no me dejó hablar. Él no hacía más que inspirarse en lo que tenía a su alrededor, me dijo. Él era un escritor, un escritor con obra publicada, y los escritores utilizan la vida de los demás. Yo no era más que un aficionado.
Le dije que no podía seguir. Que ya no me importaba nada, que quería acabar con todo. Y después, como un idiota, le dije que aún le quería. Él me apartó de un manotazo y salió del estudio como alma que lleva el diablo. Volvió enseguida con un par de frascos de píldoras para dormir. Me dijo que estaba harto de mí, que ya tenía suficiente. Haz lo que corresponde, me dijo. Intenta que no quede todo muy sucio. Y cerró de un portazo. No le he visto desde entonces.
No quiero seguir escribiendo. Como te dije, no puedo. No me queda mucho tiempo. Junto a esta carta deberías encontrar la copia hecha con papel de calco del libro de Gordon, que no debería ver la luz del día, o al menos eso espero. Espero que muera conmigo.
Me dispongo a dejarle una nota a Gordon explicándole lo que he hecho, y otra para que la policía se quede contenta. Si Gordon intenta publicar el libro, no tienes más que mostrarle a él o a sus editores esta carta junto con mi diario, que también te voy a enviar, y que te aclarará con todo detalle lo que ocurrió en la noche de las hogueras de Guy Fawkes. Espero que puedas perdonarme. Si Crace acepta no publicar la novela, por favor, no digas nada. No quisiera escándalos.
Tu hijo, que te quiere,
Chris
—Pareces preocupado —comentó Lavinia—. ¿Te encuentras bien?
—¿Cómo dices?
—¿Ves? Está claro que te pasa algo —dijo riéndose.
Después de dejar a Shaw, había vuelto al hotel para verme con Lavinia en el bar. Había insistido en invitarme a unas copas para agradecerme mi papel de mediador. Tenía ganas de fiesta y ya se había tomado ella sola casi una botella de vino. Su alegría le impedía ver la verdad. Pero ¿cómo iba a imaginar mis verdaderas intenciones? Le había devuelto los documentos después de hacer una copia, y ella me había entregado la sinopsis, que aunque estuviera seguramente muy censurada, podía permitirme entrever no obstante su método. No era tan tonto como para copiárselo, pero podría servirme como marco para mi historia, una estructura que me podía ayudar a trabajar. Al servirle otra copa de vino, pensé que yo era el único que tenía algo que celebrar.
—Lo siento, Lavinia —le dije—. No puedo quitarme de la cabeza mi parecido con el chico de la foto. ¿Cómo dices que se llamaba?
—Christopher. Christopher Davidson.
—Eso es. Ya sé que dije que intentaría olvidarlo, que ese parecido no quería decir nada, pero cuanto más pienso en ello más extraño me parece. Lo siento, supongo que no tiene mucho sentido lo que digo.
—No, no seas tonto. Por supuesto que es sumamente extraño. Yo tampoco me lo quito de la cabeza.
—Me preguntaste por qué me había contratado Crace. Entonces yo era lo bastante ingenuo para suponer que yo le había caído bien, o al menos que me veía capaz de desempeñar mi puesto. Pero ahora…
—¿Qué?
—Ahora me pregunto qué es lo que anda buscando.
—Ya te entiendo —dijo bebiendo de la copa.
—Así que si parezco esta noche un poco ido, es por eso. Lo siento.
—Pero ¿vas a volver?
En la entonación de la pregunta hubo una leve nota de miedo. Obviamente pensaba que me había conquistado con sus encantos y que, probablemente, yo estaría dispuesto a hacer lo que fuera por ella. Yo dudé más de lo necesario con la finalidad de contemplar el terror en su rostro. Si yo no estaba cerca de Crace, ella perdería uno de sus aliados más próximos.
—Sí, voy a volver —le dije con cansancio—. De hecho, mañana cojo el tren para Londres y de allí el vuelo a Venecia. Pero sólo lo hago porque no tengo más remedio. Tengo que seguir con mi libro.
—Sí, quería preguntarte por él —dijo—. ¿Se desarrolla en Venecia?
—Sí, parte se desarrolla en Venecia, y parte en Inglaterra.
—Qué fascinante. ¿En la época actual?
—Principalmente —confirmé—, salvo por un pequeño trozo en el pasado.
—Así que has empezado a escribir…
Dudé, sin saber qué decir.
—Lo siento, seguramente no quieres hablar de ello.
—No, no es eso, es sólo que… esa foto… no sé…
—Lo comprendo muy bien —dijo colocándome amablemente la mano en la rodilla—. Lo que necesitas es que te dé un poco el aire. —Lo dijo en tono insinuante—. ¿Te apetece dar un paseo?
—¿Ahora?
—Sí, a lo mejor te ayuda a ver las cosas con perspectiva.
—Bien.
—Voy a buscar algo de abrigo —dijo con una sonrisa. Al tratar de levantarse, tuvo que apoyarse en la silla para no perder el equilibrio—. ¡Vaya, se me ha subido a la cabeza! —Se pasó la mano por el pelo y se rió de manera nerviosa e infantil—. Espérame aquí. No tardo ni un minuto.
Durante los cinco o seis minutos que permanecí solo, comprendí que me estaba ofreciendo la oportunidad perfecta. Tenía que ser entonces. Ella ya había cumplido su propósito.
—¿Estás listo? —me preguntó pronunciando con algo de dificultad. En la habitación se había dado un poco de lápiz de labios de color ciruela y una cobertura extra de polvo facial para intentar hacerse más presentable, pero era evidente que iba algo bebida.
—Sí —dije—. Pero se me acaba de ocurrir algo.
—¿Qué?
—No sé cómo se me ha olvidado hasta ahora.
—¿Sí?
—Y pensar que me iba a ir sin enseñártelo.
—Por Dios, Adam. ¿Qué es?
—El lugar favorito del señor Crace cuando trabajaba en el colegio, el sitio donde dijo que se le había ocurrido la idea del Círculo de debates.
—¿Qué?
—La capilla de la colina. ¿No la conoces?
—No había oído hablar de ella.
—El señor Crace sólo me la mencionó un día de pasada. Había algo en su atmósfera, me dijo, que invitaba a la creación. Pero… no podemos.
—¿Por qué?
—No podemos ir hasta allí porque está muy lejos. Pero me imagino que siempre podrás ir a buscarla tú sola mañana.
Había captado su interés.
—¡Qué dices! —exclamó echándose la correa del bolso sobre el hombro—. Suena fascinante. —Sus ojos, que hasta un momento antes estaban relajados y satisfechos a causa de la bebida, ahora brillaban con intensidad renacida—. Vamos allá.
—¿Cómo?
—Yo conduciré, no estará tan lejos. No creo que nos pille la policía por aquí.
—Aunque no haya policía —repuse—, dudo que estés en condiciones de conducir. Yo he bebido menos que tú, así que si no te importa conduciré yo.
—¿Estás seguro?
—Sí, claro.
—Perfecto —comentó riéndose.
Mientras ella sacaba las llaves de su bolso, yo me puse un par de guantes, comentándole que había oído que uno de los clientes le decía a la recepcionista que la temperatura había bajado varios grados.
—Admito que he tomado demasiadas copas para celebrarlo —dijo entregándome las llaves.
Fuimos hacia la puerta y salimos a la fría noche, que tenía el cielo negro amoratado cuajado de estrellas, como una extensión apretada de diamantes. Lavinia tomó aire y lo soltó.
—Sabes que ver el sitio en que se inspiró Crace podría ayudarnos a los dos —comentó—. Ante un libro siempre siento lo mismo: en parte nervios, en parte emoción. Siempre tengo la sensación de que no voy a ser capaz de captar la esencia de otra persona, de entenderla bien. Da igual que me recuerde a mí misma que ya otras veces lo he logrado y que puedo volver a hacerlo, siempre siento la misma inquietud. Es absurdo, ¿verdad? Pero supongo que a ti te pasará algo parecido, me refiero ahora que estás probando a escribir ficción.
Al acercarnos a su Audi gris plateado, pulsé el mando y se abrieron las puertas.
—Lo siento, ya sé que la ficción es muy diferente de una biografía —dijo mientras montábamos—. A menudo los novelistas no quieren hablar de su obra, especialmente si la están escribiendo. Perdóname.
Sus dedos me rozaron la mano mientras yo accionaba el cambio de marchas y encendía el motor.
—No te preocupes. Lo único que pasa es que me siento un poco inseguro con el libro, nada más.
—Lo comprendo. Pero tengo que decir que te admiro. Decididamente es una decisión muy valiente.
Conduje el coche despacio por el serpenteante camino, pasamos los altos arbustos de rododendro y salimos a la carretera comarcal. Intenté hablar, pero las palabras se me apagaban en la garganta. Tenía que fingir que todo era normal.
—¿Lo… lo has intentado alguna vez? Escribir una novela, me refiero.
—No, no. Admiro demasiado a mis biografiados como para intentar imitarlos. Pero no es que no sienta la emoción de la escritura. Aunque para ser sincera, la investigación es lo que más me gusta. Excavar en busca del pasado de alguien, intentar desenterrar secretos, revisar archivos con la esperanza de hallar un papel que arroje luz sobre alguien en concreto. No te haces idea de la emoción que siento ahora al pensar que dentro de pocos minutos veré el lugar de inspiración de Gordon Crace.
—Sí, me alegro mucho de haberme acordado de hablarte de la capilla —dije metiendo el coche por el camino que conducía a la iglesia—. Uno nunca sabe lo que puede ser útil.
La carretera se estrechaba y detuve el coche en un apartadero. Junto al asiento del conductor había una bolsa vacía de plástico que me metí en el bolsillo. Al salir comprendí que el dosel de árboles que cerraba el camino que llevaba a la capilla nos protegía de la luz de la luna. Sonreí para mí.
—Estoy segura de que tengo una por aquí —dijo Lavinia, echando el asiento para delante y revolviendo por la parte trasera del coche—. Sí, aquí está.
El haz de luz me cegó un instante. Me tapé los ojos con la mano. Lavinia empuñaba una linterna.
—Estupendo —dije, formando en la boca una sonrisa rígida—. No está lejos, sólo al final de este camino, pero el terreno es algo irregular.
Dio un par de pasos, pero comprobé que tenía problemas para avanzar.
—¿Quieres que te ayude?
—Sí, gracias, eres muy amable —dijo agarrándose a mi brazo y pasándome la linterna.
Subimos lentamente por el camino, siguiendo el haz de luz que horadaba la oscuridad. De vez en cuando bajaba la linterna hacia el camino, donde mis ojos escrutaban el suelo. En la distancia, oí el ulular de un búho.
—¿Qué es lo que te contó el señor Crace sobre este lugar, exactamente?
—Sólo que venía aquí a menudo, cuando la enseñanza lo agotaba. Venía caminando desde el colegio, se sentaba en el banco y pensaba, a veces tomaba notas en su cuaderno. Además, desde aquí contemplaba la vista de la abadía y el colegio, abajo en el valle.
—¿De verdad? —preguntó ella apretándose más a mí.
—Parece ser que es normanda, construida con cantos de sílex. Creo que el señor Crace me dijo que había una inscripción dentro que garantizaba ciento veinte días de indulgencia a los peregrinos que pasaban por ella.
—¿Crees que eso se aplicará a nosotros? —preguntó riendo.
—No veo por qué no.
En aquel momento, justo cuando la oscura silueta de la capilla apareció ante nosotros, apagué la linterna fingiendo que se me caía al suelo.
—Lo siento —dije—. Se me ha resbalado de la mano.
—No te preocupes —me dijo—. ¿La ves?
—Sí —dije.
Me agaché hasta el suelo, donde había visto una piedra grande, un trozo de sílex. La cogí en la mano, notando que sus afiladas aristas me mordían la piel. Me levanté rápidamente y alcé el brazo por encima de mí.
—¿Qué…? —empezó, pero no pudo terminar la frase.
Bajé con fuerza la pesada piedra para golpear a Lavinia en la cabeza, y la dejé inmediatamente aturdida. Se oyó un chasquido y un grito débil, y proseguí asestando otros dos golpes. Ella intentó alargar un brazo hacia la noche, se balanceó de un lado a otro, y después se desplomó en el suelo. La piedra que tenía en la mano se iba volviendo húmeda y pegajosa mientras yo seguía golpeando el cráneo.
Finalmente, encendí la linterna y dirigí el haz de luz a sus ojos. No hubo reacción. Si aún no estaba muerta, lo estaría en unos minutos. La sangre le corría por la cara procedente de varias heridas profundas. Saqué del bolsillo la bolsa del supermercado y se la puse en la cabeza. No quería que la sangre me manchara la ropa. Me agaché, levanté a Lavinia en brazos y la llevé por el camino, comprobando que no hubiera nadie cerca. Posé su cuerpo contra un árbol, fuera de la vista de los que pasaran por la carretera, y abrí el coche. Entré en él, me aseguré de que me ponía bien el cinturón de seguridad, y arranqué el motor. Respiré hondo y metí la primera. Aunque tenía planeado lo que iba a hacer, aún no podía creérmelo. Pero la duda no estaba entre las opciones. Pisé con fuerza el acelerador y el coche dio una sacudida hacia delante. Rápidamente subí un par de marchas hasta llegar a los sesenta y cinco kilómetros por hora. Después, deliberadamente, saqué el coche de la carretera y me metí por un camino en dirección a un grupo de árboles. El instinto me decía que apretara el freno a fondo, pero sabía que tenía que aguantar hasta el último instante. Justo cuando se me apareció un árbol delante, frené, pisando a fondo. Dos fuerzas opuestas se enfrentaron por el dominio del vehículo mientras éste se internaba en la maleza sonando como si se estuviera partiendo en dos. Salí disparado hacia delante y vi cómo el parabrisas se rompía y se acercaba a mis ojos peligrosamente. Cuando mi frente golpeó contra el volante me oí gritar, pero el cinturón de seguridad, apretándome el pecho, tiró hacia atrás de mí.
Sorprendido por la repentina calma que siguió, me quedé allí sentado, observando cómo subía en espiral el vapor del motor hasta desaparecer en el frío aire de la noche. Sentí un dolor punzante en la frente y que el hombro derecho me escocía, pero no tenía más heridas. Me desabroché el cinturón y forcé la puerta del coche para salir. No pude abrirla. Lo volví a intentar, pero estaba atascada. Algo la bloqueaba, tal vez la rama de un árbol. Pasé al asiento del acompañante, cuya puerta, sin embargo, se abrió con facilidad. La parte delantera del coche se había arrugado hasta convertirse en un amasijo de metales retorcidos.
Corrí al lugar en que había dejado el cuerpo de Lavinia. Asegurándome de que no había otros vehículos que se estuvieran aproximando, la cogí y la llevé hasta el coche. No pesaba mucho, pero aun así me tuve que detener un par de veces para recuperar el aliento. Mientras la sujetaba junto al coche, comprobé el pulso en el cuello. No pude notar nada. Le quité la bolsa de la cabeza, la metí por el asiento del acompañante, y la fui desplazando hasta el del conductor. Después la agarré por el pelo y le golpeé la cara contra el parabrisas. Se le incrustaron fragmentos de cristales en la fina piel, ennegrecida por la sangre.
Todo lo que me quedaba por hacer era colocar sus piernas y brazos en una postura grotesca para que pareciera que había sufrido un accidente. Cuando la policía analizara la sangre vería que había bebido demasiado, en tanto que el personal del hotel ratificaría que había ingerido una cuantiosa cantidad de alcohol. Para cuando la policía quisiera interrogar al joven que había cenado con ella, éste se encontraría ya en otro país. Si llegaban a dar conmigo, yo testificaría que, en contra de mi opinión, pues le insistí en que había bebido demasiado, ella se había empeñado en llevarme al bar en que me alojaba yo. Estaba claro que había perdido el control del vehículo al volver hacia el hotel. Y el no llevar el cinturón puesto había reducido sus posibilidades de sobrevivir al golpe.
Comprobando que no me dejaba nada en el vehículo, cerré la puerta de un portazo y le dije adiós a Lavinia con el pensamiento.