Capítulo 1
1
Adondequiera que iba, veía siempre un signo de interrogación atravesando el corazón mismo de la ciudad. La primera vez fue en el aeropuerto, mientras esperaba que salieran las maletas por la cinta transportadora. Saqué la guía, consulté el plano que había al final, y fue como si aquella culebra saltará de la página: el Gran Canal serpenteaba por la empapada tierra como un inquisidor constante.
Observé a mi alrededor, preguntándome qué llevaría a Venecia a las personas que me rodeaban: había un joven chino, concentrado en la tarea de introducir en el móvil una nueva tarjeta SIM; una hermosa mujer de piel morena se quitaba las gafas, sacaba un pequeño espejo del bolsillo de su chaqueta y procedía a colocarse en los ojos unas lentillas finas como escamas de pescado; un calvo, cuya afeitada cabeza reflejaba el amarillo chillón de las luces del aeropuerto, aguardaba impaciente su equipaje, con nerviosismo en la mirada.
En cuanto a mí, había llegado con un propósito claro. No pude dejar de sonreír al comparar mi situación con la de mis amigos, a los que había dejado en Londres preparándose para iniciar soporíferos cursos de posgrado o ganando menos del salario mínimo en alguna de las llamadas «industrias de la creación». Mi mejor amigo, Jake, acababa de conseguir un trabajo de becario en la sección de agenda de un periódico, y ganaba tan poco que se veía obligado a subsistir con vino barato y canapés gratis.
Durante el último trimestre de la carrera, le había ido diciendo a la gente, tal vez algo a lo loco, que iba a escribir una novela. Pero en Londres había demasiadas distracciones, y lo único que necesitaba para escribir era tiempo. En Venecia lo tendría.
Un par de meses antes, Jake me había dicho que uno de los amigos de su padre, un inversor italiano, buscaba a alguien dispuesto a ir a Venecia para echarle una mano con el inglés a su hijo de dieciséis años. Era la ocasión perfecta. Mi propósito era darle clase a Antonio por las mañanas, lo cual me dejaría libre el resto del día para dedicarlo a mi libro, que había decidido ambientar en Venecia. Tras media hora de conversación telefónica y un rápido intercambio de correos electrónicos, conseguí el trabajo. El dinero no era mucho, alrededor de trescientos euros al mes, pero incluía la habitación. Tenía que empezar en un par de días. No me podía creer que tuviera tanta suerte.
Después de coger mis cosas y subirlas a un carrito, abandoné el recinto y salí a la ardiente noche. La luna era color de rosa. Seguí a los demás hacia la lancha a través de una serie de improvisados túneles de plástico que atraían el calor de tal manera que parecía que el aire que respiraba me quemaba la garganta. Al acercarme al embarcadero de Alilaguna, podía oír las olas de la marea que lamían la pared del muelle. Imaginé un agua clara, refrescante, pero lo que vi en su lugar me impactó: era un líquido más parecido al alquitrán, espeso, viscoso y cubierto con una fina película cuajada de basuras. En la superficie del agua flotaba una paloma muerta, y el suave reflujo de la marea mecía su cuerpo. La corriente la arrastraba hacia el muelle. No tenía ojos.
No tuve que esperar mucho a que llegara una lancha. Saqué el billete y pasé la hora siguiente atravesando la oscura laguna. En la parada antes de San Marcos desembarqué con el equipaje a cuestas y me detuve a examinar el plano. Vi de nuevo aquel signo de interrogación. Localicé la diminuta calle justo detrás de la piazza, y tomé nota mental de su situación. Empecé a atravesar la plaza. Sólo se oía el constante aleteo de las palomas, que tenía un tono ligeramente socarrón.
El hotel era pequeño y sórdido, olía a tabaco rancio y a sumideros viejos. El dueño, un hombre diminuto, de cara pálida, con una piel casi transparente, pelo negro, lacio, y un labio superior que le colgaba, fijó en mí sus ojillos redondos. Alargó la mano derecha, cubierta con un guante de cuero negro, y me entregó la llave de mi habitación, que era la número 23 y estaba situada en la segunda planta del edificio. Saludé con una sonrisa, subí la escalera y abrí la puerta. Unas viejas vigas de madera cruzaban el techo de la habitación. El papel de la pared estaba moteado con manchas de humedad, y las sábanas parecían sucias. Había una cucaracha en el lavabo en miniatura. Pero no iba a ser más que una noche. Al día siguiente me trasladaría al apartamento que los Gondolini tenían cerca del Arsenal. Y un día después comenzaría a trabajar en mi novela.
Como mi cita con el matrimonio Gondolini no era hasta las cuatro de la tarde, tenía a mi disposición casi todo el día para explorar. Después de desayunar, dejé el hotel, quedando en volver más tarde a buscar el equipaje. Aunque nunca había estado en Venecia, tenía en la mente una idea bastante clara de ella: una elaborada escenografía que flotaba sobre las aguas, un paisaje arquitectónico de ensueño. Pero la innegable belleza de la ciudad, esa Venecia que conocía de películas y guías de viaje, quedaba emborronada por el blanco candente del sol y eclipsada por una apretada masa de turistas. Los guías, hiriendo el aire con sus paraguas de colores, intentaban hacer oír su voz por encima de la multilingüe algarabía. Los gordos sudaban hasta por el último poro de su piel. Y las mujeres, ostentando llamativos bolsos dorados y luciendo su mejor bisutería, intentaban conservar la compostura al encontrarse cara a cara con versiones clónicas de ellas mismas. Muchos de los maridos, con cara de aburrimiento, miraban sin ver.
Me abrí paso hacia la Riva y avancé a duras penas. Plano en mano, crucé el Rio del Vin y tomé una bocacalle a la izquierda, dejando atrás a la multitud. Me encaminé hacia el Campo de San Zaccaria, donde cuenta la leyenda que un año, en la festividad de San Miguel, se apareció el demonio para llevarse consigo a una joven novia al infierno, cosa que impidió el marido recurriendo al truco de asustarlo rugiendo como si fuera el león de San Marcos. No sabía si sería verdad, pero había leído que todos los años, jóvenes varones se acercaban a la plaza para rememorar el ritual en un intento de garantizar la constancia de sus futuras esposas. Me acordé de Eliza, a la que había dejado en Londres. Fantaseé que estaba en la cama con Kirkby. Él tenía un brazo roto, y me lo imaginé follándosela con el brazo en cabestrillo, como si estuviera meciendo a un bebé.
Empujé la puerta de madera de la iglesia y penetré en el oscuro y fresco interior. Al lado de un banco se arrodillaba una mujer anciana, con la cabeza gacha y los ojos cerrados, murmurando muy bajito una oración. Los párpados, finos como el papel, le temblaban como si acabara de levantarse de la cama y estuviera aún somnolienta. Deambulé por la iglesia y me detuve ante la Sacra Conversazione de Bellini o, como se la llama a veces, La Virgen y los cuatro santos. Durante mi carrera de Historia del Arte había contemplado a menudo aquel retablo en mis libros de texto. En aquel momento, saqué una moneda y la metí por la ranura. Una luz artificial bañó la pintura e iluminó al ángel que tocaba un instrumento de cuerda a los pies de la entronizada Virgen y del Niño Jesús, que elevaba la palma de la mano para bendecir a los cuatro santos que había debajo. Eran san Pedro, con el libro y las llaves; santa Catalina, con la rueda quebrada; el estudioso san Jerónimo cubierto de rojo y sosteniendo otro grueso libro, y santa Lucía, con una pequeña jarra que se suponía contenía sus ojos, que Diocleciano había mandado que le arrancaran. Me imaginé los pequeños globos oculares inmersos en agua salada y meciéndose en ella, con las pupilas dilatadas por la confusión y el terror.
Cuando se acabó el tiempo de iluminación del retablo, volví a deambular por la iglesia, pasando por delante del altar del que se decía que contenía el cuerpo de san Zacarías, el padre de Juan el Bautista, y me dirigí por la nave derecha hacia la capilla de San Atanasio. Había un hombre sentado detrás de una mesa, con unas gafas enormes y oscuras que le daban aspecto de moscardón. Le pregunté en italiano cuánto costaba entrar, pero no respondió. En vez de eso, indicó con un gesto el letrero en que se informaba de que la tarifa era de un euro. Le entregué la moneda y me indicó el camino con un movimiento de la mano. Alineados en la pared, sobre la sillería del coro, que era del siglo XV, había una serie de cuadros que incluían un nacimiento de san Juan el Bautista, obra temprana de Tintoretto; una escena de David sujetando la cabeza de Goliat, de Jacopo Palma el Joven; y, sobre la puerta, la imagen de un mártir al que estaban dando tormento: un hombre que sostenía en las manos algo que parecía un atizador de chimenea le había sacado los ojos.
Pasé a la siguiente capilla para admirar los retablos de Vivarini y D’Alemagna y los frescos del artista florentino Andrea del Castagno. Pude contemplar en un nivel inferior, a través de un cristal cuadrado en el suelo, unos mosaicos del siglo IX que habían sobrevivido. Bajando una escalera penetré en la cripta, inundada en aquel momento por cinco centímetros de agua. El espacio, con sus arcadas reflejadas en el agua, y su olor a moho, me resultó opresivo, claustrofóbico. Sentí la necesidad de salir. Desanduve mis pasos a través de las capillas para volver a la nave de la iglesia y me dirigí por el pasillo central hacia la puerta de la calle.
Hice un alto para tomar un espresso y consultar la guía. Deseaba ver San Marcos y el Palacio Ducal, pero no soportaba la idea de meterme entre las multitudes que abarrotaban la plaza, así que decidí marchar rumbo a la Accademia. Me interné por calles secundarias, lejos de las vías principales, callejuelas tan estrechas que no veían nunca la luz del sol, hasta que llegué por fin a las inmediaciones del Campo Santo Stefano. Crucé el puente de la Accademia, deteniéndome a contemplar la vista del Gran Canal, pero al bajar vi una larga cola que serpenteaba a partir de la puerta de la Galleria. Renuncié a la espera porque no me sentía a gusto en la proximidad de toda aquella gente, y opté por acudir a Santa Maria Gloriosa dei Frari, otra de las iglesias que había estudiado en mi carrera y que estaba situada en San Polo, justo al norte. Al atravesar el Campo Santa Margherita, aspiré la fragancia del ajo frito, los tomates frescos y la albahaca picada. Miré el reloj. Era casi la una en punto: hora de comer. Me senté en una mesa al aire libre de uno de los cafés de la plaza y, tras tomar unos humildes spaghetti al pomodoro, contemplé cuanto me rodeaba, disfrutando de cada detalle. Dos niños pequeños lanzaban alaridos de entusiasmo jugando al fútbol, y el retumbar del balón en el suelo de la plaza era un eco exacto de mi corazón. Las amas de casa charlaban con los vendedores que, enfundados en delantales, vendían pulpos, gambas, centollos y pescado en una fila de puestos entoldados. Pasaban cogidos de la mano jóvenes parejas que se ofrecían uno al otro sus helados de estrambóticos colores. Al besarse mezclaban los sabores. Todo parecía tan vivo, tan nuevo. Y yo podía formar parte de aquel todo.
Tomé otro café, pagué la cuenta y emprendí el camino hacia los Frari. En el interior de la enorme iglesia en forma de letra te, se oía el susurro de los zapatos en el suelo de mármol y, en la distancia, la voz apagada de un guía turístico. Dejé atrás el monumento neoclásico a Canova, una estructura piramidal que contiene el corazón del escultor, y seguí hasta la Virgen de la casa Pesaro, de Tiziano, que retrata a Jacopo Pesaro arrodillado en espera de comparecer ante la Virgen y el Niño. El cuadro, según me habían enseñado, había revolucionado la pintura de retablo en Venecia a causa de la decisión del artista de trasladar a la Virgen hacia un lado desde la tradicional posición central, y también a causa de su humanidad, de ese tierno realismo del que Tiziano dotó a sus figuras. Mientras examinaba la composición, acercándome y alejándome para admirar el azul intenso de la túnica de san Pedro y la armoniosa naturaleza de la composición, me sentí incómodo ante la presencia de un niño vestido de blanco satén y situado en la esquina inferior derecha del cuadro. No importaba dónde me pusiera, los ojos curiosos y acusadores del pequeño me seguían, como si quisieran recordarme que un día, como él, yo también estaría muerto. Aunque intenté apreciar la otra obra maestra de Tiziano, la Asunción de la Virgen que dominaba el altar mayor, y el resto de los tesoros, tumbas y monumentos de la iglesia, no pude concentrarme: el rostro de aquel niño no me lo permitía.
Justo después de las tres de la tarde puse rumbo a casa de los Gondolini. Bajé al embarcadero del vaporetto de San Tomà en el Gran Canal y me hice sitio en el abarrotado autobús acuático. Me abrí camino hasta la popa y, nada más pasar la Accademia, conseguí un asiento. La luz solar daba al agua aspecto de mercurio, y a los edificios un tono de ensueño. Al abandonar el vaporetto en el embarcadero de San Zaccaria vi, reflejados en los cristales de las puertas que separaban la zona de asientos del exterior de la zona interior, las imágenes del campanile y de la cúpula de Santa Maria della Salute. Me empezaba a marear con el movimiento de la embarcación y, cuando bajé a tierra firme en el Arsenal, me sentía como si siguiera en el agua.
Me habían dicho que la familia poseía un piso en un almacén remozado, nada más doblar la esquina de la Corderia, la antigua fábrica de cuerdas. Al acercarme a mi nuevo barrio, noté que el número de turistas empezaba a decrecer. Miré el plano para comprobar la situación exacta de la calle y seguí caminando hasta llegar a la casa de los Gondolini, una enorme estructura de ladrillo rojo que dominaba un pequeño canal. Llamé al timbre y aguardé. No hubo respuesta. Volví a llamar. Tampoco nada. Busqué en mi bolsa hasta que encontré el correo electrónico de Niccolò Gondolini. No cabía duda, estaba en la dirección correcta. Tal vez la familia hubiera salido. Puse el dedo en el timbre y volví a pulsarlo un par de veces en rápida sucesión. Entonces oí un «clic», y la puerta se abrió.
La escalera estaba a oscuras, y alargué la mano en busca de un interruptor de la luz. Al hacerlo, retumbó desde lo alto una voz de hombre.
—¿Adam Woods? ¿Es usted, Adam? Estamos aquí… arriba.
Niccolò Gondolini, supuse. Tal vez lo hubiera pillado en el baño o atendiendo el teléfono.
Subí la escalera de madera, tanteando de vez en cuando la pared hasta que mis ojos se acostumbraron a la oscuridad. Al llegar al segundo piso encontré una puerta que habían dejado abierta. Aguardé un momento antes de entrar. A cierta distancia de mí había un hombre asomado a la ventana, dándome la espalda, y su silueta quedaba enmarcada por una luz cegadora. Levanté una mano para protegerme los ojos del resplandor.
Antes de que pudiera decir nada, oí a mis espaldas un taconeo en el mármol. Me volví para encontrarme de cara con la mujer. Todo en ella era pequeño y perfecto, como de muñeca. Era de mediana edad, pero su rostro de alabastro estaba sorprendentemente libre de arrugas.
—Adam, estoy… encantada… de que haya venido —me saludó. Su inglés tenía un fuerte acento, y pronunciaba las palabras como si caminara por un trecho de piedras resbaladizas—. Niccolò está encantado… también… de que haya venido.
Al tiempo que me daba la mano, hizo un gesto a su marido, que era el hombre de la ventana. Él se volvió y se acercó a mí. Como su mujer, Niccolò Gondolini vestía impecablemente. Tenía la piel muy bronceada, y el pelo, negro azabache, echado hacia atrás para que no le molestara en la frente. En la muñeca llevaba un grueso reloj con la esfera circundada de diamantes.
—Por aquí, por favor —me indicó el anfitrión, señalando una habitación que daba al pasillo. Frunció el ceño, tal vez porque no se encontraba cómodo hablando inglés. Les dije que comprendía el italiano básico, y que si me hablaban despacio podría entender lo que me dijeran. Y a partir de ese momento hablaron en su propia lengua.
Entramos los tres en una habitación de forma cúbica pintada de blanco. Los únicos muebles eran un sofá gris de asiento bajo y una silla de respaldo alto. Las paredes estaban completamente desprovistas de cuadros y estanterías.
—Puede sentarse aquí —me insinuó el signore Gondolini, señalando el sofá. Su esposa me sonrió de manera tranquilizadora, pero tuve la seguridad de que había pasado algo. Niccolò miraba al suelo.
—Me temo que tenemos… una… —anunció el señor Gondolini—, una dificultad.
—Sí —confirmó su esposa—. Será mejor ir al grano. Me temo que después de todo no podemos ofrecerle el trabajo, señor Woods.
—¿Cómo dice? —pregunté.
La señora Gondolini se volvió hacia su marido, esperando que él diera una explicación. Él no me miraba a los ojos.
—¿Cuál es el problema? —pregunté.
El hombre se quedó callado.
—Le explico —respondió la mujer—. Es algo… ¿cómo decirlo?, embarazoso. Estaba todo preparado para usted; y Antonio, bueno, se moría de ganas de que usted llegara. Pero entonces descubrimos algo… Es un poco… delicado.
Hubo un silencio y los Gondolini se miraron el uno al otro. Niccolò asintió con la cabeza mirando a su mujer, como si le diera permiso para continuar.
—Según parece, nuestro hijo ha cometido una estupidez —prosiguió ésta—. Anoche, bastante tarde, nos llamó por teléfono el marido de nuestra criada. En cuanto cogí el teléfono, empezó a chillar y a gritar. Le dije que se calmara, que hablara tranquilo. Llamó a Antonio todas esas cosas, cosas sucias, soeces, que no necesito repetirle a usted. Pero dijo que… que Antonio había estado viendo a su hija, Isola. Se ve que ayer por la mañana, como Isola no se levantaba de la cama, cuando su madre entró a ver qué sucedía, la encontró llorando, ¿sabe? Al principio le chica se negó a contar nada, pero terminó explicándolo todo: está encinta. Encinta de lo que dice que es el hijo de Antonio.
Bajó la voz hasta que se convirtió en un susurro, y tuve que inclinarme hacia ella para entenderla. Olía ligeramente a madreselva.
—Adam… la chica sólo tiene catorce años y…
—Así que puede imaginarse lo que hicimos —interrumpió Niccolò—. Interrogamos a Antonio, le preguntamos si era verdad. Y sí, ha estado con Isola, han tenido algún tipo de… relaciones. Terminó diciendo que se haría cargo. Una idea ridícula. ¡Ese idiota! ¡Sólo tiene dieciséis años, y toda la vida por delante! ¡Qué absurdo!
—Ha habido una auténtica conmoción, puede imaginárselo, Adam —comentó la mujer—. Pero de ningún modo podemos permitirle que tire su vida por la borda. Así que esta mañana lo hemos arreglado todo para enviarlo a Nueva York, con mi hermana. Con los padres de Isola todo está todavía muy complicado, por supuesto. Sólo Dios sabe que es imposible seguir teniendo a Maria de criada, pero tendremos que encontrar una solución. Me temo que esto será una faena para usted, ¿no?
Mi nuevo mundo acababa de desplomarse. Me embargaba la cólera, y sin embargo me vi a mí mismo asintiendo con comprensión.
—Naturalmente, no hay nada que hacer —comenté—. Encontraré otra cosa. Como usted dice, tenían que hacer lo que fuera mejor para Antonio. Y me imagino que podrá mejorar su inglés en Nueva York tanto como si estuviera aquí conmigo.
—Me alegro de que lo comprenda, Adam —dijo ella—. Es usted muy amable. Niccolò y yo estábamos muy preocupados por cómo iba a reaccionar usted. Nos sentimos responsables.
La gran mano de Niccolò se internó por la chaqueta y extrajo la cartera de un bolsillo.
—Le pagaremos el primer mes, es lo menos que podemos hacer —explicó—. Y si necesita algo más, díganoslo.
Tomé los trescientos euros. Con ellos no iría muy lejos, pero sonreí de todos modos y les di las gracias.
—¿Qué piensa hacer? —me preguntó la signora Gondolini—. ¿Va a volver a Londres? Le podríamos pagar el vuelo, ¿no crees, Niccolò?
—Sí, Sí, naturalmente —contestó él—. Tómese unas pequeñas vacaciones y avísenos cuando quiera volver. Le sacaremos el billete.
Pero ¿qué podía ofrecerme Gran Bretaña? Una relación rota y la perspectiva de un verano con mis padres en su casa de Hertfordshire. Y yo tenía que escribir mi novela. Al comentarle a mi padre mis intenciones de escribir, me había hecho un gesto de desprecio. No, no podía volver.
—Creo que me quedaré un tiempo en Venecia —dije—. Me parece que buscaré otro trabajo. No me apetece volver a casa justo ahora…
La signora Gondolini se levantó de un salto, y al hacerlo su perfecta melena se balanceó en torno a su rostro. Al hablar agitaba las manos en el aire como alas de mariposa.
—¡Niccolò, Niccolò…! —exclamó con entusiasmo—. ¡Ya lo tengo!
—Cosa? —Su marido la observó ligeramente irritado.
—El trabajo perfecto… para Adam —dijo volviéndose hacia mí—. No comprendo cómo no se me ha ocurrido antes.
Respiró un par de veces y prosiguió:
—¿Te acuerdas de aquel anciano caballero inglés al que Maria le hacía recados?
Su marido la miró sin entender.
—Sí, hombre, ése que nunca sale de casa. El escritor… ¿Cómo se llama? Gordon, Gordon… Crace. Eso es. El que escribió hace años aquel libro y luego… nada.
Evidentemente, Niccolò seguía sin comprender de qué parloteaba su emocionada esposa. Por lo que a él concernía, daba las cuentas por zanjadas. Era un rico que había tranquilizado su conciencia pagándome el dinero y ofreciéndome el billete de vuelta. En aquel momento lo que deseaba era que me fuera. Seguro que mi pobre indumentaria estaba empezando a molestarle en su elegante entorno.
—¿Lo conocemos? —preguntó.
—No, ya te lo he dicho, hace años que no sale de casa —contestó ella—. Pero Maria dice que se está haciendo un poco… viejo, y necesita alguien que le ayude. Alguien que le haga la compra, que le haga algún recado, que limpie la casa. ¿Usted podría encargarse de algo así, Adam?
Para ser sincero, me habría venido bien cualquier cosa que me permitiera quedarme en Venecia, y tenía curiosidad.
—Naturalmente, suena muy bien —admití.
Pero entonces le cambió la expresión.
—¿Hay algún problema? —pregunté.
—Podría haberlo —respondió ella—. Naturalmente, la mejor manera de contactar con él sería a través de Maria. Pero ahora la situación entre nosotros es muy violenta. Está disgustada con nosotros, como puede imaginarse, y dudo que vuelva.
—Sí, comprendo.
—Sin embargo…, le daré la dirección del anciano. Maria me la escribió cuando le pedimos referencias, aunque ¿tú te acuerdas si llegó a contestarnos? —Niccolò negó con la cabeza—. Tal vez tenga que escribirle usted, porque no creo que tenga teléfono.
Salió al pasillo para regresar con papel y estilográfica. La tinta trazó ringorrangos en el blanco papel. Me lo pasó y leí la dirección: «Palazzo Pellico, calle delle Celle». Supongo que puse cara de perplejidad, porque a continuación la signora Gondolini sacó un plano.
—Vamos a ver si se lo podemos encontrar —dijo.
Puede que se tratara tan sólo de mi imaginación, pero estaba convencido de que al moverse por el plano, su dedo trazaba en la ciudad un signo de interrogación.
No podía soportar la idea de volver a pernoctar en aquel hotel cochambroso, así que, por recomendación de los Gondolini, me trasladé a una pensión barata pero limpia en el barrio de Castello. Tenían una habitación que no era nada del otro mundo, pero al menos no me producía escalofríos. Tras deshacer el equipaje, pedí una hoja de papel y un sobre y, en el pequeño bar de la pensión, escribí una carta solicitando trabajo al ermitaño Gordon Crace.
Antes de que dejara la casa de los Gondolini, la signora me había puesto al corriente de su breve pero espectacular carrera literaria. Su primera y única novela, Círculo de debates, que publicó en la década de 1960, fue todo un éxito. La crítica la había recibido con enorme entusiasmo y se había traducido a las lenguas más importantes. Los editores y lectores de todo el mundo habían aguardado la publicación de otra novela (él se había convertido en una stella, en palabras de la mujer), pero no llegó nunca a escribirla, o al menos a publicarla. Parecía que la venta de los derechos para la adaptación cinematográfica le había proporcionado dinero suficiente para no tener que volver a escribir, pero era extraño que alguien tan ambicioso y apasionado no quisiera volver a ver su nombre impreso. Tal vez no tuviera nada más que contar, conjeturaba ella. ¿O podía tener algo que ver con asuntos del corazón? La signora Gondolini hizo parpadear sus ojos negros al plantear la pregunta, mientras su marido volvía la cabeza y hacía como que no oía.
A mí ya se me había despertado la curiosidad. En la carta explicaba cómo había tenido noticias de la posibilidad de aquel trabajo, y tracé a grandes líneas mi currículum: mi licenciatura en Historia del Arte por la Universidad de Londres (pendiente de resultados), conocimientos básicos de italiano, y la necesidad de quedarme en Venecia un mínimo de entre tres y seis meses para empezar a escribir mi novela. Expliqué que aunque era de carácter meditabundo, también podía constituir una compañía agradable, y teniendo presente lo que la señora Gondolini me había dicho de él, añadí que me gustaba el silencio y sentía la necesidad de privacidad. Desde luego, como carta no era una obra maestra, pero era concisa y, creo, carente de pretensiones. La doblé con cuidado, la metí en el sobre y lo cerré. Escribí en la parte de atrás la dirección de la pensión, y miré el plano. El palazzo de Crace se hallaba a tan sólo diez o quince minutos de camino. Decidí que, en vez de enviarla por correo, le entregaría la carta personalmente. Cogí mis cosas y salí a la calle.
Aunque abarrotada de turistas por el día, cuando el sol se hundía en la laguna, Venecia se transformaba en otra ciudad. Caminando por callejuelas sin nombre, contemplando en el agua fragmentos de la luna, sentía que me deslizaba. No pensaba ni en mi necesidad de encontrar trabajo, ni en Eliza, ni en la situación que había dejado en Londres. Aquí no me conocía nadie y era libre.
Atravesé el Campo Santa Maria Formosa, donde se suponía que la Virgen, disfrazada, se había aparecido a san Magno, pasé la iglesia construida bajo su invocación, y tomé una de las calles que salían de la plaza. Recorrí la maraña de callejuelas que parecían desembocar todas en el mismo oscuro canal, pero no conseguí encontrar la dirección. Después, cerca de la calle degli Orbi, me interné por un estrecho pasaje que no parecía tener nombre.
Al final del oscuro callejón me encontré en otra calle algo más ancha: la calle delle Celle («calle de las Celdas»), al final de la cual se encontraba el palazzo de Crace. Sólo se podía acceder a él por un puentecillo que partía de la calle y se elevaba sobre el agua hasta la imponente portada iluminada por una luz exterior. Tras la puerta podía imaginarme que había un patio. Recorriendo el centro del gran edificio de tres pisos perfectamente simétrico, como la espina dorsal de un monstruo muerto en tiempos remotos, había una serie de ventanas en arco, cuatro en cada piso, que tenían el extradós labrado en mármol blanco. Las velas reverberaban en una de las estancias del primer piso, iluminando trozos del oscuro interior y proyectando extrañas sombras en el techo. El único sonido que se oía era el del suave golpeteo del agua.
Saqué de mi bolsa el sobre y crucé el puente con todo el sigilo posible. El buzón, esculpido en mármol con la forma de una cabeza de dragón, estaba situado a la izquierda de la puerta. Al introducir la carta en las fauces de la criatura, rozando los desgastados dientes con la mano, me iluminó la luz. Volviendo al puentecillo, volví a mirar al edificio y vi una sombra que cruzaba la estancia antes de fundirse en la oscuridad.
A la tarde siguiente, al volver después de un día de visitas turísticas, me dieron una carta que había llegado a la pensión para mí. El recepcionista me dijo que la había traído un mensajero justo después del almuerzo. Fui corriendo a mi habitación y rasgué el sobre.
Palazzo Pellico
Calle delle Celle
30122 Venezia
Estimado señor Woods:
Muchas gracias por su carta. No puedo expresarle cuánto me ha agradado recibirla, llegando como ha llegado en el momento más oportuno. Mi anterior asistente, al que acababa de contratar, dejó el puesto hace unos días, y me he encontrado perdido, sin saber qué hacer.
En consecuencia, me pregunto si estaría usted interesado en acudir a mi casa para tratar más ampliamente la cuestión. Claro está que aún no puedo garantizarle que el puesto sea para usted. Habrá que hablar de ciertos aspectos de mi vida, falta determinar si es usted apto para el trabajo. Sin embargo, sus méritos parecen ser, al menos a primera vista, completamente satisfactorios.
Si desea entablar esa entrevista, tenga la amabilidad de escribirme para concertar fecha y hora. No tengo teléfono y me desagrada salir de casa.
Suyo afectísimo,
Gordon Crace
Le escribí a Crace proponiendo un día y una hora determinadas y para acelerar el proceso volví a llevar la nota personalmente. Crace envió la respuesta a la pensión por mensajero diciendo que le venía bien y que esperaba la entrevista con impaciencia. Mi futuro inmediato cobraba forma.
Me detuve delante del palazzo de Crace. Era la mañana de mi entrevista y tenía las manos húmedas de sudor. Me había puesto la única ropa elegante que tenía, un traje de lino de color crema y una camisa blanca. Antes de salir del hotel, me miré en el espejo. La luz del sol entraba a raudales por la ventana, blanqueando mi cabello rubio y empalideciendo mis rasgos hasta tal punto que tuve que bajar la persiana para observarme a media luz.
Había llegado a mi cita con Crace con unos minutos de adelanto, pero no me apetecía seguir caminando con el calor que hacía, así que aspiré hondo y crucé el puente. Al pulsar el timbre que había a un lado de la puerta miré los ojos ciegos del dragón de mármol que guardaba el buzón de las cartas, y sonreí para mí. Era evidente que Crace tenía sentido del humor, aunque fuera un humor algo negro. Lo sabía bien por su libro, que había acabado de leer a altas horas de la noche.
Círculo de debates se centraba en un grupo de chicos de sexto curso de un elitista colegio inglés que se reunían todas las semanas para debatir algún asunto de actualidad. Tras hablar de los asuntos habituales (pena de muerte, derechos de los animales, ventajas y desventajas del socialismo, oligarquía contra democracia…), el jefe del círculo, Charles Jennings, presenta una propuesta para debatir, en secreto, las ventajas de asesinar a su respetable profesor de griego y latín, el señor Dudley Reeve. Los chicos aprueban la propuesta, juzgándolo todo muy divertido, hasta que un día Jennings se lleva al profesor a un bosque y allí lo mata a palos. No hay ninguna razón para el asesinato (el profesor no es ni un abusador ni un sádico; de hecho, se trata de un hombre bastante amable), y parece que la única motivación tiene que ver con el tema propuesto en el círculo de debates. Al final del libro, a Jennings no lo capturan, y él y el resto de los chicos del círculo dejan el colegio, van a la universidad y emprenden profesiones respetables con el secreto enterrado bien hondo en el pasado. En la contracubierta de mi edición de bolsillo, que había encontrado en una librería de lance de Dorsoduro, había una selección de frases extraídas de las críticas que elogiaban el sardónico humor de la novela y la habilidad con que se utilizaba el marco del crimen para criticar la dureza de corazón de la sociedad británica. Crace tenía mucho que enseñarme.
Volví a llamar. Por lo que me había dicho la signora Gondolini, Crace tenía setenta y pocos años, y tal vez le llevara un rato bajar la escalera hasta la puerta de la calle. Pero entonces, justo al levantar el dedo del timbre, la puerta empezó a abrirse.
Ante mí tenía a un hombre que aparentaba mucha más edad de la que había supuesto. Iba muy encorvado, y cuando levantó la cabeza para mirarme vi que su cuello era una masa fofa. La luz del sol lo hizo entornar los ojos diminutos, de color gris-verde, y en vez de avanzar un paso a mi encuentro, lo dio hacia atrás para volver a refugiarse en la sombra.
—¿Adam Woods? —preguntó. Su voz sonó seca y áspera, autoritaria y con claro acento de clase alta.
—Sí… disculpe si me he anticipado un poco —respondí.
—No importa —continuó, elevando ligeramente la mano derecha para estrechar la mía. La sentí como el cuerpo sin vida de un pájaro diminuto—. Venga, por aquí —dijo mostrándome el camino hacia un patio porticado.
Las paredes del patio estaban cubiertas de parras que serpenteaban por las columnas y también por la escalinata que subía a la planta principal. A intervalos regulares, había grandes macetas con laureles y hortensias demasiado crecidos. En el centro del patio había algo que parecía la parte superior de una columna corintia, con el capitel decorado de hojas de acanto. Sobre la columna se elevaba la estatua de un desnudo querubín, oscurecido por el musgo verdinegro.
—Como puede ver, he dejado que se me fueran las cosas un poco de la mano —comentó Crace—. Ésa es una de las razones por las que me veo obligado a emplear a alguien, señor Woods. Ahora vamos arriba a beber algo.
Al ascender lentamente por la escalinata de piedra, aferrando la barandilla con la mano derecha para apoyarse en ella, un zarcillo de parra le acarició los dedos. Noté que su piel amarillenta, descolorida y moteada con manchas de vejez tenía el aspecto de un pergamino delgado y viejo. El traje de lino, que le colgaba de los descarnados hombros y que alguna vez debía de haber sido de color crema, tenía ahora un tinte cetrino, y parecía la carne floja y decrépita de un cadáver.
Al llegar a lo alto de la escalinata entró directamente en el portego, un gran salón central que ocupaba toda la fachada del edificio. Las ventanas geminadas que había a cada extremo de aquel vasto salón estaban tan sucias que no sólo oscurecían la luz, sino que me obligaron a preguntarme si, al depositar mi carta aquella noche, no me había engañado creyendo ver una forma que cruzaba la estancia. Los grabados que decoraban las paredes estaban cubiertos de telarañas; los elaborados estucos, las decoraciones del techo y las molduras de los rincones habían perdido tiempo atrás todo atisbo de su esplendor, y el empañado suelo de mármol blanco se hallaba cubierto de polvo y pelusa. Vi que detrás de mí había otra escalinata, ésta interna, que daba a una puerta cerrada con candado.
—Ah, nunca subo ahí —me explicó descubriendo mi mirada—. No lo he hecho en años. Está completamente vacío. Tampoco me preocupo de la planta baja: está llena de humedades porque siempre se está inundando. Sígame.
Me hizo pasar al salón central, con su maravillosa colección de dibujos y grabados, y, a través de una puerta doble, a la biblioteca. De las paredes, tapizadas con una lujosa tela roja, colgaban pinturas del Renacimiento, enmarcadas en elaborados marcos dorados. Las ventanas que daban a la calle estaban cubiertas de pesadas cortinas de terciopelo rojo, y no había más luz que la que proyectaban dos lámparas que brillaban una a cada lado de la chimenea de mármol, encima de la cual colgaba un espejo grande y antiguo. Del techo pendía una enorme araña cuyas lágrimas tintineaban de vez en cuando por encima de nosotros.
Arrastrando los pies, Crace atravesó una enorme alfombra persa, y se dejó caer en una de las dos butacas de cuero rojo que había ante la chimenea, mientras me indicaba con la mano la otra para que me sentara en ella.
—¡Pero qué idiota! —exclamó justo cuando acababa de ponerse cómodo—. ¡Se me ha olvidado ofrecerle algo de beber!
—No se preocupe —respondí—. Por favor, permítame…
—Es usted muy amable, señor Woods. ¿Qué le apetece? ¿Ginebra, güisqui, un jerez?
Aunque sólo eran las once de la mañana, el café, el agua u otras bebidas no alcohólicas no parecían hallarse en el menú.
—Un jerez estaría muy bien… Pero yo me encargo —le dije—. ¿Y usted?
—Le acompañaré. Lo encontrará todo en ese aparador. —Levantó un huesudo dedo y señaló con él hacia una parte de la estancia que se hallaba en penumbra—. Es muy amable por su parte, muy amable.
Descubrí otra lámpara colocada junto al aparador de los licores, pero cuando me disponía a encenderla, Crace bramó:
—¡No, más luz no! Creo que ya tenemos suficiente.
Retiré la mano del interruptor y me incliné para coger la botella. Crace había apartado ya dos copas, ambas de exquisita factura: una tenía forma de embudo, con el pie de columna; la otra era redondeada, con esa fina decoración en filigrana que aquí se llama vetro a retorti. Sin embargo, el cristal se pegaba a los dedos, estaban sucias, polvorientas, y tal vez con algún pelo. Vertí el líquido claro, de suave aroma, en las dos copas, le entregué una a Crace, posé la otra en una mesita auxiliar que tenía al lado de mi butaca, y me senté.
—Veamos, señor Woods. Ya lo conozco un poco por su carta, pero ¿podría contarme algo más sobre usted?
Crace fijó en mí los ojos, un poco al modo de los reptiles. Eran ojos pequeños, y parecían revolotear por la estancia, pero sin acabar de desprenderse de los míos. Me aclaré la garganta.
—Sí, claro… Llevo en Venecia alrededor de una semana y, como le dije, he venido para intentar escribir.
Crace asintió con la cabeza, pero permaneció callado.
—Acabo de terminar los estudios de licenciatura en Historia del Arte en la Universidad de Londres, y antes de ocuparme de otras cosas, pienso que sería buena idea intentarlo, por lo menos hacer el esfuerzo.
—¿Ha escrito algo antes?
—Nada que merezca el nombre de literatura. Un par de fragmentos de historias cortas. No me atrevería a enseñárselos a nadie, si es eso lo que me pregunta.
—¿Siempre ha querido ser escritor?
—Bueno, sí, que yo recuerde —contesté—. Pero mi familia no me ha apoyado mucho. Mi padre trabaja en un banco (me crié en Hertfordshire), y quería que me dedicara a algo útil. Creo que lo de la carrera de Historia del Arte le ha parecido una elección bastante decadente. Pero estoy empeñado en demostrarle a él, y a mí mismo, que realmente soy capaz de escribir. Quiero ambientar la novela en Venecia: por eso es para mí tan importante quedarme aquí.
—Sí, ya veo —contestó Crace.
Otra pausa.
—Y por eso pienso que trabajar para usted me vendría como anillo al dedo —proseguí—. Puedo ayudarle con el mantenimiento de la casa, hacerle las compras, cocinar un poco, limpiar… Puedo clasificarle el correo, encargarme de las facturas y cosas así. Parece que el patio necesita un poco de poda y escardado, y puedo hacerlo yo, si usted quiere. Cualquier cosa que haga su vida un poco más cómoda, para que disponga usted de tiempo para escribir.
Hizo una mueca, como si tuviera que soportar algún tipo de dolor interno.
—Yo no escribo, señor Woods, y de hecho quisiera no haberlo hecho nunca —explicó—. Si usted se queda, espero que nunca vuelva a referirse a ello. Y se lo digo de la manera más rotunda. Ésa es una parte de mi vida que quisiera no haber vivido. Por supuesto, usted puede hablar de su escritura, negarle ese derecho sería demasiado cruel, pero no le puedo permitir que mencione la mía. Ni ante mí ni ante nadie más. ¿Lo ha comprendido, señor Woods?
No podía comprenderlo, en absoluto, pero le dije que sí.
—Hay otra cosa que debería saber sobre mí —prosiguió—. Jamás pongo un pie fuera de este palazzo, y espero no verme obligado a hacerlo. Puede pensar que soy un tipo raro (estoy seguro de que la gente me llamará cosas peores), pero aunque llevo unos treinta años viviendo en Venecia, nunca he deseado visitarla.
—¿Quiere decir que no ha salido nunca?
—Realmente no hay necesidad, ninguna necesidad. Como todos sabemos, ésta es la ciudad más fácil de visitar sin ir nunca a ella. Además, la Venecia que está aquí —dijo dándose unos golpecitos en la cabeza— es tan extraña y exuberante como cualquier cosa que pudiera contemplar ahí fuera. Lo que llaman el mundo real está muy sobrevalorado, ¿no cree?
Respondí con otra pregunta:
—¿Cómo se las ha apañado? En el pasado, me refiero.
—Antes, cuando estaba mucho mejor de salud, recurría a mujeres de la ciudad para que me hicieran las compras y los recados —explicó—. La última, Maria, era bastante buena, pero algo proclive a la histeria. Me ponía los nervios de punta, nada bueno para mi estado. Y la chica de la que me he servido para hacerle llegar las cartas a usted no es muy de fiar. Desde luego, en estos momentos necesito a alguien como usted. Como le decía en mi carta, el chico al que acababa de contratar se marchó, y por eso está usted hoy aquí.
Asentí con la cabeza y aguardé. Crace tomó un sorbo de jerez y dio la impresión de que se recobraba.
—Señor Woods, soy un hombre enormemente celoso de su privacidad. Estoy convencido de que ya ha comprendido que cualquier cosa que vea en el interior de este edificio es una información que debe guardarse para usted. No es que yo tenga nada que ocultar, pero le pediré que guarde una reserva absoluta. Si yo llegara a enterarme de que usted ha estado cotilleando por ahí de algo tan trivial como…, no sé, como qué es lo que tomo en el desayuno o cuánta leche me echo en el café, tendría que irse. De inmediato. Realmente, no podría tolerar algo así. —Hizo una pausa—. ¿Tiene alguna pregunta, señor Woods?
—¿Podría hablarme de las condiciones? Horario y…
—Por supuesto, perdone que no haya sacado antes el tema. —Se disculpó—. Sus obligaciones incluyen prepararme el desayuno, hacer la compra, cuidarse de que no falten comestibles ni vino. Tengo algunas botellas apartadas, pero las guardo para ocasiones especiales. Además, usted tendría que preparar la comida y la cena. No se preocupe, no como apenas y no tiene por qué ser nada complicado. Y cualquier otra tarea que surgiera. Contaría con su propio cuarto, que le enseñaré ahora, y el suficiente tiempo libre para hacer lo que le plazca. Pero sólo aquí, sin salir del palazzo. Esto es importante: no me puede dejar solo. Naturalmente, usted tendrá que salir para hacer la compra, pero si lo hace cada día, entonces no le llevará mucho tiempo. Además, supongo que quiere sacar su libro adelante.
—Sí, claro está.
—Naturalmente, muchos jóvenes rechazarían de entrada tales condiciones. Supongo que usted también está a punto de decirme que no se ve capaz de vivir bajo un sistema tan draconiano. No se preocupe, no me doy por ofendido. De hecho, comprendería perfectamente que…
—No.
—¿Cómo dice?
—Quiero decir que eso no me incomoda en absoluto. Estoy seguro de que me ayudará a encarrilar la mente. A sacar el libro adelante. Así que no es ningún problema.
—¿De verdad?
—Sí, lo que necesito es precisamente un poco de autodisciplina.
—Estupendo. Y en cuanto al dinero (no hay manera de evitar este tema, aunque resulte tan desagradable), podría pagarle digamos… digamos… ¿qué le parecerían quinientos euros al mes? Le quedarían limpios, naturalmente, pues los gastos de manutención corren por mi cuenta. ¿Está esa suma dentro de sus expectativas?
A decir verdad, era mucho más de lo que me esperaba, y le dije que consideraba aquella cantidad muy generosa.
—Y si acepta el empleo, ¿cuándo podría empezar?
—Enseguida —contesté pensando en la cuenta de la pensión—. De hecho, cuanto antes mejor.
Crace sonrió por un instante, y sus delgados labios se tensaron para mostrar una fila de dientes sorprendentemente blancos.
—¿Quiere ver el cuarto en que dormiría?
Crace se impulsó para levantarse de la butaca, se demoró unos instantes mientras recuperaba la verticalidad, y después se dirigió no hacia la doble puerta que daba al portego, sino a la otra, que abría a un oscuro corredor.
—Ahí está la cocina —dijo señalando la pieza que quedaba enfrente. Noté que los platos se apilaban hasta arriba en el fregadero, y que en el aire flotaba un ligero olor a podrido—. No es nada del otro mundo, pero vale para apañarse, me parece. —Se detuvo al final del corredor—. Y éste sería su cuarto.
Abrió la puerta para mostrar un cuarto con escasos y sencillos muebles, con el suelo de madera pintado de blanco, una cama individual, de hierro, un armario empotrado y un escritorio junto a una ventana con postigos que daba al canal. Su severidad me venía de perlas, y en contraste con el resto del palazzo, este cuarto parecía relativamente limpio, como si su último ocupante hubiera hecho un esfuerzo por borrar de él toda prueba de su propia existencia. Me pregunté por el chico que lo había ocupado antes que yo, y por qué se habría visto obligado a irse.
—Está bien… Es todo lo que necesito… o necesitaría —rectifiqué recordando que el puesto todavía no era mío.
Crace debió de notar mi ansiedad, porque al guiarme de vuelta por el corredor hacia el portego, se detuvo y se volvió hacia mí.
—Así pues, señor Woods, si a usted le conviene, no veo por qué no podría empezar inmediatamente.
—¿Quiere decir que el puesto es mío? —le pregunté embargado de emoción.
—Sí, si lo acepta —repuso él.
—Gracias, me parece maravilloso —admití—. Estoy seguro de que no le defraudaré.
Al dirigirnos al portego, vi que al otro lado del salón central había otro corredor, que presumiblemente llevaba a sus aposentos. Captando mi interés, señaló en aquella dirección con un gesto de la cabeza y me dijo que sí, que a su dormitorio y a su estudio se llegaba por aquel corredor.
—Así como al cuarto de baño…, que tenemos que compartir —dijo—. Espero que no le moleste.
—No, en absoluto —respondí.
—Le mostraría ahora el resto del palazzo, pero…
—No se preocupe, no hace falta. Ya habrá ocasión —concedí.
Al pasar por delante de uno de los muchos grabados y dibujos que se sucedían en las paredes del portego, dije lo primero que me vino a la cabeza.
—Espero que no le importe la observación, pero creo que tiene usted una maravillosa colección de arte, señor Crace.
Sonrió, obviamente encantado de que yo admirara su sentido estético.
—¿Lo cree de verdad? Hace años que tengo todo esto. Es una mezcla de copias y de obras originales, pero me siento orgulloso de ella.
Nos detuvimos ante un par de cassoni muy elaborados pero polvorientos, colocados cada uno a un lado de la doble puerta que daba a la biblioteca. En la pared que tenía delante, enmarcado en un sencillo marco de ébano, había algo que parecía el frontispicio de un libro antiguo. Impresa en un papel grueso de color ocre, la xilografía mostraba a un hombre anciano, al que una cartela identificaba como Il Griti, que llevaba una amplia túnica y un sombrero extravagante, sentado en un impresionante trono y adelantando la mano izquierda para recoger un libro que le entregaba otro hombre más joven que estaba arrodillado ante él. Encima de este hombre más joven, que llevaba barba y el nombre de Il Lodovici, había un dibujo del sol, dentro de cuya esfera aparecía un rostro de mujer. Los rayos del sol se proyectaban directamente sobre el joven.
—Sí, una delicia de obra —observó Crace, notando mi interés—. Es de los Triomphi di Carlo de Francesco de Lodovici. Muestra al escritor entregando un ejemplar de su libro, su novela sobre Carlomagno, a su protector, el dux Andrea Gritti. Como no cabe ninguna duda de que el rostro de Il Griti es el del dux, entonces se supone que el joven de la barba será Lodovici, y la dama que hace de sol, que le inspira con sus rayos, con todo lo fea que es, tiene que representar a la musa de Lodovici. No estoy muy seguro de dónde lo conseguí, pero es una pieza encantadora dentro de su estilo.
Junto a aquella xilografía había un pequeño dibujo de un niño de pelo rizado que llevaba una túnica muy suelta, y que levantaba las manos, y en cuya mirada se reflejaba la alarma y el terror. El dibujo, realizado en piedra negra natural sobre papel completamente decolorado, era muy bueno y parecía el fragmento de una obra mayor.
—¿Sabe para qué era este boceto? —pregunté.
—Sí, sí que lo sé —respondió—. Lo hizo Battista Franco para El martirio de San Lorenzo. ¿Lo conoce?
—Me temo que no.
—Es una maravilla, una maravilla. Mire aquí —dijo conduciéndome a la pared opuesta—. Tengo una versión bastante completa salida de la mano de Cornelis Cort.
Señaló un grabado que documentaba toda la terrible escena de san Lorenzo asado vivo en una parrilla, con uno de sus verdugos pinchándole la piel con una horquilla, y otro avivando el fuego debajo de él, mientras el mártir alzaba la mano hacia dos ángeles del paraíso y el cielo se llenaba de fuego y humo.
—Como puede ver inscrito en la parrilla, «Tiziano, caballero del imperio, trazó esto» —comentó, señalando la inscripción que había debajo del cuerpo del mártir—. Y, por supuesto, nada me gustaría más que poseer uno de los dos cuadros originales. Pero como uno se halla en la iglesia de I Gesuiti, aquí en Venecia, y el otro en el Escorial, me temo que es imposible.
Ya sabía, desde mi primera impresión, que Crace poseía una buena colección, pero hasta ese momento no había comprendido realmente su importancia. Tenía algunas importantes, y muy valiosas, obras de arte. Observando por el portego, cuyas paredes estaban cubiertas de grabados, recordé los cuadros que había visto antes en la biblioteca e imaginé las piezas indudablemente exquisitas que colgaban en las estancias en que aún no había entrado, y traté de calcular su valor.
—Sí, es realmente una colección soberbia —admití mirando a mi alrededor.
—Nada más que la vana colección de un viejo chocho —comentó Crace, agitando la mano en el aire en un gesto de desdén.
Continuamos por el salón hacia la escalinata, donde me detuve y me volví hacia él.
—¿Tiene una lista de las obras de arte que posee? Quiero decir, un inventario…
—Me parece que no. ¿Por qué?
—Me pregunto si me permitiría, después de terminar con la limpieza y todo lo que haya que hacer, inventariar lo que tiene. Su colección es una de las mejores colecciones privadas que he visto. Desde luego, no soy ningún experto, pero pienso que podría serle de utilidad, por ejemplo si pretende asegurarla.
—¿No le resultará terriblemente aburrido?
—No, en absoluto. Todo lo contrario. Creo que me resultaría apasionante.
—Muy bien, como usted quiera.
—Gracias.
Bajó conmigo la escalinata hasta el umbrío patio.
—Nos vemos mañana, entonces —dijo levantando la mano.
—Sí, y de nuevo muchas gracias —respondí—. ¿Necesita que traiga algo de la tienda?
—Tal vez pan, leche, fruta, y… —dijo mirando a su alrededor—, ¿qué tal unas tijeras de podar? Creo que estas parras están a punto de estrangularme.
Me desperté temprano, impaciente por comenzar mi nueva vida. No tenía que pensar en el pasado. Todo sería diferente a partir de ese momento. Metí las cosas en la mochila, pagué la cuenta de la pensión y disfruté de mi espresso y mi cruasán en un pequeño café que daba a un canal secundario. Hice algunas compras para Crace y llegué al palazzo poco después de las diez. Al abrirme la puerta, noté que había un destello de regocijo en sus ojos legañosos, y que al reírse la fina piel se le tensaba en torno a los prominentes pómulos. Necesitó un tiempo antes de poder hablar.
—Perdone, señor Woods. Acabo de leer algo muy divertido. Entre, entre.
Hicimos el mismo recorrido que el día anterior por las exuberantes parras, la escalinata, el portego, hasta llegar a lo que él llamaba la sala roja. No dejaba de reírse para sí.
—Desde luego, tenía que ser divertido —comenté.
—Sí que lo era, sí, sí —dijo sentándose en su butaca.
Respiró hondo varias veces y recobró la compostura. A su lado, en la mesa, había un par de libros. Les eché una ojeada: eran dos volúmenes de aspecto enmohecido, encuadernados en cuero rojo con letras doradas en el lomo.
—Como puede ver —dijo cogiendo uno de los libros—, he estado leyendo a Thomas Coryat.
Lo miré desconcertado.
—¿Coryat? Sí, hombre. Escribió este libro espléndido donde los haya, Coryat’s Crudities —explicó—. Nació en Somerset, llegó a Venecia a comienzos del siglo diecisiete y, según todos los testimonios, debió de ser una especie de bufón. Se dice que introdujo el uso del tenedor en Inglaterra. En cualquier caso, en este libro habla de las prácticas deliciosamente sangrientas que tenían lugar en la Sala del Tormento del Palacio Ducal.
—Ya comprendo —dije esperando oír más.
—Sí, es cosa fina. Escuche esto. —Se acomodó el libro en el regazo, y cuando se disponía a leer, pareció cambiar de idea y me explicó—: Permítame que le ponga primero en antecedentes. Han llevado a un prisionero a la cámara de tortura, donde ha tenido que ver el terrible equipo básico: nada más que una soga y una polea que pende del techo. Pero entonces le colocan los brazos a la espalda y se los atan, y después tiran de la soga hasta que queda colgando en el aire, donde él, escuche: «soportó tormentos tan rigurosos que las articulaciones se le descoyuntaban». Esto es lo que me encanta de Venecia: puede parecer bella, pero tiene un apetito de violencia insaciable, ¿no cree?
Crace no me dio tiempo a hablar.
—Por supuesto, así era antes —prosiguió—. Quiero decir que en los viejos tiempos los asesinatos eran sencillamente espectaculares, llenos de sangre y vísceras. ¿Y ahora qué? Lo mejor que tenemos son los consabidos navajazos: casi siempre, dos hombres que se pelean por una mujer. Sí, así de tópico, me temo. O, como mucho, a un maltratador que se sulfura y un día le da a la parienta más fuerte de lo acostumbrado. ¿Dónde ha quedado el sentido del espectáculo?
El breve pero apasionado discurso de Crace me hizo reír. ¡Conque aquélla era la manera de darme la bienvenida a su casa!
—Pero hablando de Coryat…, ¿ha oído usted la teoría según la cual el auge del cuchillo y el tenedor produjo un descenso en el índice de asesinatos? —preguntó.
Desconcertado, negué con la cabeza.
—Es muy interesante, aunque algo simplista —prosiguió Crace—. En 1939 un sociólogo suizo publicó un libro que tenía esta idea como tesis central: que la gradual introducción de las maneras «corteses» (acciones tales como limpiarse la nariz con un pañuelo o utilizar el cuchillo y el tenedor en lugar de las manos) era la responsable de los cambios experimentados por la sociedad entre el medievo y la modernidad.
Enunciaba cada palabra con claridad extrema, y podría haber jurado que disfrutaba dirigiéndose a mí como un profesor.
—Nada más publicado el libro, Alemania invadió Polonia y sus ideas cayeron en el olvido. Creo que no se volvió a publicar hasta finales de la década de 1970 en Estados Unidos, y últimamente los estudiosos de la estadística del crimen han empezado a tomar estas ideas más en serio. Es cierto que en el siglo diecisiete cayó el índice de asesinatos, pero la cuestión es por qué. Las teorías al uso sobre por qué la gente comete crímenes, tales como la del crecimiento de las ciudades o la de la brecha entre ricos y pobres, no pueden aplicarse al siglo diecisiete. El crecimiento de las ciudades y el auge de la industria vino mucho más tarde, después de la caída del índice de asesinatos.
Intenté seguir su razonamiento.
—Entonces, ¿es posible que el descenso del número de asesinatos se deba a una transformación psicológica, a la noción de nosotros mismos como algo más refinado, más civilizado? Si esto es así, hay que responsabilizar al propio Coryat de tener algo que ver en la falta de asesinatos de calidad que padecemos hoy día. Si pudiéramos volver atrás en la historia, lo mataría clavándole una y otra vez su puto tenedor.
Crace me miró con una mirada fija, seria, intensa. ¿Me estaba sometiendo a algún tipo de examen? Durante un par de segundos, no supe qué decir. Después me arriesgué:
—Sólo hay un modo de averiguarlo —dije aguantándole la mirada con la misma seriedad—. Habría que prohibir la cubertería. Es la única manera.
Crace se partió de risa, y los pellejos que le colgaban en el cuello bailaron de un lado a otro. Me reí con él (había dado con la respuesta correcta), pero al hacerlo sentí la necesidad de ir al baño. Intenté pensar en alguna otra cosa para distraer la mente, miré alguno de los maravillosos cuadros de las paredes de la biblioteca, pero no sirvió de nada. Me aclaré la garganta.
—Perdóneme, señor Crace. Lo lamento, pero ¿podría usar el aseo?
—Naturalmente, qué estúpido y desconsiderado por mi parte —dijo, moviendo la cabeza hacia los lados—, no haberle siquiera mostrado el lugar como Dios manda. Venga.
Me acompañó al portego y después nos metimos por otro estrecho corredor que salía a la derecha, enfrente del que llevaba a la cocina y a mi cuarto.
—Ésta de aquí —dijo señalando una puerta a su izquierda— da a mi dormitorio y a mi estudio, y esta otra es la del cuarto de baño. Cuando haya acabado, venga a mi habitación.
Abrí la puerta y entré en el cuarto de baño, una estancia grande, de color blanco, que olía fuertemente a cañerías. El suelo estaba lleno de pelos y de lo que parecían trocitos de papel higiénico, algunos manchados de sangre. Pasé por delante de la bañera, cuya superficie amarilleada del tiempo estaba circundada por anillos de mugre, y me dirigí al váter, que tenía la tapa bajada. Con prevención, utilicé el índice para levantar la tapa y el asiento. El interior de la taza estaba cubierto de manchas negras y marrones. «Tendré que empezar por aquí», me dije apresurándome a tirar de la cadena sin volver a bajar la vista. A continuación me dirigí al lavabo para lavarme las manos, pero el jabón, que tenía que haber sido de color blanco cremoso, parecía tan incrustado de suciedad que opté por lavarme los dedos sólo con agua, prescindiendo asimismo de la toalla enmohecida que colgaba del toallero.
Al salir, con cierta sensación de haberme ensuciado, hice un esquema en mi cabeza detallando todo lo que había que hacer y en qué orden. En la universidad, la gente, incluida Eliza, había pensado siempre que mi interés en tener las cosas limpias y ordenadas era una extraña manía. Obsesión, lo llamaban. Pero deberían haberme estado agradecidos. Nunca he podido comprender que la gente sea capaz de vivir rodeada de porquería. Pienso que, si uno vive en un sitio, tiene el deber de conservarlo limpio.
Estaba seguro de que Crace me agradecería la ayuda que le proporcionara. Al fin y al cabo, no podía ser muy agradable para él vivir en aquellas condiciones. El baño (limpiar el váter, la bañera y el lavabo) tenía que ser lo primero de todo, seguido por la cocina. Después limpiaría el polvo de todas partes, desprendería todas las telarañas acumuladas en los cuadros y dibujos de Crace, barrería los suelos, sacaría el brillo a los muebles y podaría las parras del patio. ¿Cuánto tiempo me llevaría poner en orden el palazzo? ¿Y la planta superior, que Crace decía que ya no se usaba? ¿Esperaba que la limpiara también? Me estremecí al imaginar en qué estado podía hallarse.
Llamé a la puerta del dormitorio de Crace y oí su voz, que me invitaba a pasar. Entré en una gran estancia cuyas ventanas daban al canal. La ropa (chaquetas, pantalones, calcetines, calzoncillos y camisetas) estaba tirada por el suelo. A Crace no se le veía por ningún lado. Crucé la zona de terrazo, que era el centro de la estancia, hasta la zona de madera de color vino que cubría el suelo de varios nichos que se alineaban en el borde. En uno de estos nichos, situado entre columnas muy decoradas de color hueso, había una cama completa con cabecera de marfil tallado en la cual lucía una pintura al temple de la Virgen y el Niño flanqueados por una pareja de santos. Encima de la cabecera, Crace había colgado otra hermosa Virgen. No sabía quién podía ser el autor, pero sí que era de calidad exquisita. Las paredes del nicho estaban forradas con una suntuosa tela que tenía un dibujo de columnas y capiteles quebrados. La cama misma estaba rodeada por gruesas cortinas de color burdeos. Como al pasar las rocé con la rodilla, se levantó una nube de polvo.
—¡Ah, está aquí! —dijo detrás de mí.
Me volví y vi a Crace saliendo de una habitación que supuse que sería su estudio.
—Estaba pensando que podía empezar por limpiar… —dije.
—Sí, sí, muy buena idea. Espero que no piense que me he convertido en una especie de salvaje. He dejado que las cosas se me vayan de la mano, me temo.
—¿Por dónde quiere que comience? He pensado que tal vez podía meterme en primer lugar con el baño y la cocina, y después seguir con el resto.
—¿Está seguro? La verdad es que estaba deseando tomar una copa.
—Bueno, eso no me llevará mucho —dije.
—Si está decidido… Pero no es la mejor manera de dar la bienvenida a un huésped a mi casa.
—Cuanto antes empiece, mejor para todos —dije con firmeza.
—Si insiste…
Salimos del dormitorio, atravesamos el corredor y salimos al portego.
—Tengo también que limpiar esas ventanas, para que pase algo de luz —dije, señalando hacia el final del gran salón que daba al canal—. Y cuando haya terminado aquí, usted me dirá qué debo hacer en la planta de arriba.
—No, no debe molestarse con eso —dijo—. Hace años que no subo. Pienso que la planta superior estará tan sucia que habrá empezado a limpiarse ella misma.
Sonriendo, me guió por la puerta doble que llevaba a la cocina y me mostró el armario que había debajo del fregadero, donde pensaba que podría encontrar productos y material de limpieza. Me agaché y saqué de allí un viejo cubo de color verde lleno de trapos secos y malolientes botellas de lejía y detergente líquido y en polvo, todas vacías.
—Esto decide la cuestión, ¿no? —dijo Crace, con un brillo en los ojos.
—¿Qué quiere decir?
—En fin, usted no tiene con qué limpiar y yo no puedo permitirle que salga y me deje solo. Al fin y al cabo, usted acaba de llegar. Sería por mi parte una grosería.
—Pero eso sólo llevará…
—No hay pero que valga. Vamos a tomar una copa y después hablaremos del tema. ¿Qué quiere tomar?
Después de un par de copas de un jerez dulce, oscuro y empalagoso, tomado esta vez en copas que había lavado someramente, logré finalmente desprenderme de Crace y salir en busca de una tienda. Él insistió en que no debía ausentarme más de quince minutos. Yo ya sabía que no le gustaba quedarse solo, pero no pensé que la cosa fuera tan en serio. Cuando regresé al palazzo con dos bolsas de plástico llenas de botellas de lejía, detergente, desincrustante, cera abrillantadora, guantes de goma, una nueva escobilla para el váter y un par de paquetes de bayetas y estropajos, Crace me estaba esperando en lo alto de la escalinata con una expresión de dolor en el rostro, mirando el reloj.
—Un minuto más y me temo que todo habría acabado —dijo sin levantar la voz.
—¿Cómo dice? —pregunté subiendo por la escalinata con familiaridad.
—¡Ah, no importa! —suspiró—. No importa.
Tras asegurarme de que Crace estaba cómodamente instalado en la biblioteca, leyendo, con una copa llena de jerez a su alcance, puse manos a la obra. En el cuarto de baño subí las persianas que tapaban las ventanas, y al hacerlo levanté nubes de polvo. A continuación abrí para que entrara aire fresco, me puse los guantes de goma y la emprendí en primer lugar con la taza del váter, atacándola con media botella de lejía que dejé reposar mientras limpiaba el lavabo. Desprendí la cortina de la ducha: estaba tan enmohecida que sería mejor comprar otra. Restregué bien la bañera, pero aunque conseguí desprender buena parte de la mugre que tenía, fue imposible borrar el anillo que circundaba la parte superior, marca visual del borde al que llegaba el agua del baño. Utilizando el teléfono de la ducha, enjuagué bien la superficie, saqué una madejita de pelos rubios y grises del orificio del desagüe, y volví a pasar la superficie con un paño. Barrí el suelo con sus montones de pelo y sus trocitos de papel higiénico, vacié la papelera del baño, que contenía tiritas, restos de hilo dental y aún más papel higiénico del que había esparcido por el suelo. Limpié el espejo frontal del pequeño armario de las medicinas que había sobre el lavabo, puse orden en las baldas de su interior, que contenían gran cantidad de tiritas y de píldoras para dormir, y le pasé a todo un paño. Antes de abrir el váter tiré un par de veces de la cadena y después empecé a restregar, utilizando aún más lejía para desprender ciertas acumulaciones de la superficie.
Me deshice de los guantes de goma que había usado para el baño y me puse otro par para enfrentarme a la cocina. En el fregadero había una torre de platos sucios que fui demoliendo poco a poco, con cuidado de no romper ninguno. Cuando me quedé sin sitio en la encimera, amontoné el resto de los platos, cuencos y cazuelas sobre hojas de periódico, en el suelo. Los restos de comida (carne a medio masticar, trozos podridos de verdura, huesos astillados y una masa constituida por blandas fibras verdes) taponaban el desagüe del fregadero, extendiendo por la cocina un apestoso olor a podrido. Metí los dedos por el borde del agujero para juntarlo todo, formando en mi mano una bola que tiré a una bolsa negra de basura. Sólo entonces empecé a fregar los platos.
Me pregunté cuánto tiempo habría estado viviendo Crace de aquella manera. Por los indicios que tenía a mi alrededor (la suciedad, la dejadez, el desorden), parecía que hubiera perdido hacía meses el control de la situación. Probablemente era el tipo de persona que se resiste a tomar a alguien a su servicio (por orgullo más que nada) durante más tiempo del razonable. Pero había llegado a un punto en que comprendía que no podía seguir viviendo en aquellas condiciones. Sin embargo, ¿qué habría pasado con su anterior ayudante, el chico que había ocupado mi cuarto antes que yo? A juzgar por el estado en que se encontraban las cosas, con tanta suciedad, no debía de haber pasado allí mucho tiempo. O eso, o sólo se había preocupado de limpiar su cuarto, y nada más en todo el palazzo.
Avanzada la tarde, ya había logrado limpiar el baño y la cocina y había empezado a quitar las telarañas que cubrían los dibujos del gran salón. Uno de los aguafuertes mostraba un ángel que tocaba una trompeta al tiempo que sostenía una corona de laurel. Estaba de pie sobre una esfera, flanqueado por dos figuras que se hallaban en un plano inferior: a un lado, un sátiro, y al otro, una mujer acompañada de instrumentos científicos y militares. Al acercarme más al aguafuerte, sentí que alguien me observaba. Levanté la vista. Crace se hallaba al otro lado de la doble puerta de la biblioteca, mirándome a través del portego, sonriendo.
—«Io son colei che ognuno al mondo brama, perché per me dopo la morte vive» —dijo en perfecto italiano—. «Soy aquélla a quien todos en el mundo ansían, porque por mí viven después de la muerte». Es la inscripción que hay debajo.
Agucé la vista para distinguir el verso italiano en el borde inferior del aguafuerte.
—«Alegoría de la Fama» —dijo Crace avanzando hacia mí, repitiendo los dos versos y prosiguiendo después—: «Y cuando el vicio o la virtud operan para obtener imperio robado u honorable, soy la infamia del primero y la fama para el otro. El vicio sólo obtiene de mí oprobio, pero para la virtud tengo gloria, palmas y coronas».
—No sabía que su italiano fuera tan bueno —dije.
—Ah, no tanto. El aguafuerte es bastante bello, ¿no le parece?
—Sí que lo es. ¿Quién es su autor? —pregunté, tratando de ver si estaba firmado.
—Battista del Moro. Se cree que lo hizo alrededor de 1560. Lo que me parece muy interesante es que, a pesar de la moralina de los versos que aparecen debajo, la figura de la Fama esté vuelta no hacia la personificación de la virtud, sino hacia el sátiro, el símbolo del mal. Y si no me equivoco, yo diría que está enamorada de él, ¿qué cree usted?
Tuve que admitir que, efectivamente, en el aguafuerte la Fama parecía más atraída por el vicio que por la virtud.
Al final de aquel primer día, caí exhausto en la cama. Allí tendido, escuchando el suave reflujo del agua en el canal, con la luz de la luna que se filtraba por entre las tablillas de los postigos, tenía la sensación de hallarme en un sueño, de ser el personaje de una visión surrealista. Nunca había conocido a nadie como Crace, y podía anticipar que me llevaría algún tiempo acostumbrarme a sus rarezas. En medio de una sencilla cena de espaguetis con tomate, parmesano y albahaca, de la que dimos cuenta en la mesa de la cocina, le pregunté por qué había decidido ir a Venecia y cómo había escogido aquel palazzo. Aunque me pidió que no me lo tomara a mal, sin el más mínimo atisbo de grosería, se negó a responder diciendo que yo no tenía necesidad de saber nada de aquel tipo de detalles. Lo único que yo necesitaba saber, me dijo, es que él existía en aquel momento y en aquel lugar.
Comprendí que era mejor esperar a que él introdujera un tema en la conversación. Le encantaba hablar de arte y a mí escucharle, y aquella noche me contó cómo había acumulado buena parte de su colección, comprando piezas por poquísimo dinero veinte o treinta años atrás. Los nombres que recitaba me causaban verdadera impresión: además de las obras de las que ya me había hablado, poseía dibujos y grabados de Palma el Joven, Domenico Brusasorci, Benedetto Caliari y Domenico Tintoretto, cuadros de Paolo Veronese, Paris Bordon, Moretto da Brescia y Lorenzo Lotto, además de una buena cantidad de exquisita cristalería proveniente de algunos de los mejores artesanos de Venecia.
Durante el café me preguntó por mis estudios de Historia del Arte, y esbocé el perfil de la carrera, su estructura, cronología y bases teóricas. Intenté impresionarle haciendo gala de mis conocimientos sobre Vasari, pero él menospreció al escritor de la Vida de los mejores arquitectos, pintores y escultores italianos con un gesto de la mano y el comentario de que había introducido la vulgaridad biográfica en la Historia del Arte. Estaba de acuerdo, según dijo, con Cellini, quien pensaba de Vasari que era simplemente un cobarde y un embaucador. Por cierto, ¿había leído yo la autobiografía de Cellini? Le contesté que no. Era divertidísima, dijo con un brillo en los ojos. Me hizo un resumen de ella antes de pintarme la aparentemente insaciable sed de violencia de Cellini, cómo había cometido una serie de crímenes a sangre fría, sucesos que relataba en su libro con puro regocijo. Describió un incidente del libro en que Cellini había intentado acuchillar a un hombre en la cara. Como su víctima se había vuelto de repente, le clavó el cuchillo debajo de la oreja. Crace consideraba que esta historia era para partirse de risa, y al hacerlo sus pequeños ojos de reptil desaparecieron entre las arrugas de su rostro.
—Cellini decía que los artistas, únicos en su profesión, debían estar por encima de la ley —explicó Crace, conteniendo finalmente el aliento y examinándome con detenimiento—. Libres de responsabilidad y con capacidad para despreciar las normas. ¿No piensa lo mismo, señor Woods? Por favor, dígame la verdad.
Aunque no sabía muy bien qué decir, pensé que era mejor mostrarme de acuerdo con él. Al asentir con la cabeza, él me miró con una expresión que sólo puede describirse como de afecto.
—Me parece que nos vamos a llevar muy bien —comentó.
Me llevó una semana limpiar el palazzo, y durante ese tiempo parecía a menudo como si dieran igual todos mis esfuerzos y las estancias se negaran a desprenderse de su pátina de suciedad. Era como si tuvieran algún tipo de cáscara protectora, una barrera que resistiera todo intento de penetrarla o invadirla.
Particularmente terca resultó la arraigada suciedad que recubría las ventanas geminadas que había a ambos extremos del portego, como si fuera el escudo que protegía a Crace del mundo exterior. Usando una destartalada escalera de mano que había encontrado en un armario de la cocina, trepé hasta lo alto de las ventanas armado de trapo y limpiacristales, y arremetí contra la mugre. Aunque mi trapo se volvía cada vez más negro, no parecía hacer mella en la superficie del cristal. Pero al cabo de muchos esfuerzos entró por la ventana un rayo de luz, que era como una moneda, y la moneda creció y creció hasta que el cristal quedó limpio y podía distinguirse lo que había del otro lado.
Un lado del palazzo daba a una calle, separada sólo por un estrecho canal y su puente, y el otro a otro canal mucho más ancho. Por él se deslizaba en aquel momento una barquita cargada de naranjas, pomelos, limas y limones. Por delante de mí pasó lentamente una góndola, gobernada por un tipo de aspecto orgulloso y altanero, tras el cual iba sentada una pareja que se besaba con felicidad de recién casados. Al otro lado de la calle, una elegante mujer de cabello negro fumaba un cigarrillo asomada al balcón de su casa. Por todas partes veía gente que llevaba su vida, en tanto que Crace se enclaustraba en su domicilio, prisionero por voluntad propia. Pero al menos, después de limpiar los cristales, Crace estaría en condiciones de vislumbrar lo que había fuera de su prisión.
Las parras del patio, que estaban plantadas en una pequeña porción de tierra que había junto a la verja, tenían su propia vida, y tejían zarcillos por la escalinata en un deliberado intento de apoderarse del interior. Era casi como si pretendieran asfixiar el palazzo, exprimiendo la vida que pudiera haber dentro de él. Al cortar los tallos leñosos que crecían por las columnas y el enrejado, me pareció que el organismo entero se agitaba, en un desesperado intento de sobrevivir. El único medio de derrotarlo, según vi, era cortarlo en trozos todo lo pequeños que fuera posible para después depositarlos en bolsas de basura, pero aun así los zarcillos trataban de escapar.
De manera muy similar, el musgo que crecía alrededor de la columna corintia y del desnudo querubín, que estaban en el centro del patio, era difícil de eliminar. Después de intentarlo, sin éxito, utilizando un trapo, tuve que recurrir a un viejo cincel que había encontrado debajo del fregadero, pero el trabajo resultaba penoso y lento.
Pasé aquellos primeros días sudando sin descanso, trabajando en pantalones cortos y camiseta para adecentar el lugar. Limpiando el interior, quitaba polvo antiguo, trocitos de piel y pelos que imaginaba habrían pertenecido a personas muertas hacía mucho tiempo. La suciedad tenía una textura suave, casi granulosa, pulverizada y ablandada como estaba por el proceso del tiempo. Desplacé pilas de libros, lavé la ropa sucia de Crace, cargué muebles, barrí, pasé el polvo, restregué y exterminé. Las arañas habían establecido su morada detrás de exquisitas obras de arte, y utilizado los marcos como diminutos proscenios en que tender sus telas, escenarios de su propio espectáculo. En la cocina, junto al cubo de la basura, descubrí una colonia de hormigas que solían montar festines en el paquete de azúcar que Crace solía dejar encima de la encimera. Y en su dormitorio, entre los umbríos y húmedos pliegues de los cortinajes de la cama, habían empezado a desarrollarse pequeños hongos. Las cucarachas habían hecho del cuarto de baño su territorio propio, y las cochinillas salían de debajo de la alfombra persa que había en la biblioteca.
Cuando me faltaba poco para acabar el duro trabajo de limpieza, me di cuenta de que no sólo tenía pendiente de limpiar el estudio de Crace, sino que ni siquiera lo había visto. Para aquel entonces yo ya sabía lo bastante de él como para comprender que había desarrollado un sentimiento de privacidad casi obsesivo, y pensé que sería mejor obtener su permiso antes de entrar en aquella habitación. Posé mis instrumentos de limpieza y, aún llevando puesta la camiseta, que estaba ya llena de manchas, pasé por el portego y atravesé la doble puerta hacia la biblioteca, donde Crace estaba leyendo.
—Señor Crace, ¿puedo hacerle una pregunta?
—¿De qué se trata?
—Ya casi he terminado de limpiar, pero me he dado cuenta de que me queda pendiente su estudio. ¿Quiere que lo limpie?
Por un momento se quedó pensativo, y después se resignó:
—Supongo que será lo mejor. Está patas arriba. En el escritorio hay un montón de correspondencia que hay que ordenar.
Lanzó un suspiro, posó el libro en la mesa, se levantó muy despacio y avanzó hacia mí arrastrando los pies. Al pasar, su mano huesuda me rozó la piel.
—Venga conmigo —dijo.
Le seguí por el portego al dormitorio, y crucé con él la puerta que daba a su oscuro estudio sin ventanas.
—¿No hay luz aquí? —pregunté.
—Sí, justo allá —dijo Crace señalando el borde de un escritorio, en la pared opuesta.
Al dar la luz vi que el escritorio estaba cubierto de pilas de cartas, algunas de las cuales habían caído a la alfombra persa que cubría el suelo. Bajo los montones de correspondencia habían quedado olvidados una taza cubierta de moho, el corazón podrido de una manzana, varios pañuelos desechables arrugados y amarillentos y una pluma. Encima de una mesa auxiliar de madera que había junto al escritorio había un tintero de barro en forma de tortuga: bajo la capa de polvo que la recubría, pude distinguir la fina decoración esgrafiada en colores amarillo, verde y beis. Además de los estantes que atiborraban la habitación, había un expositor, una especie de estantería de curiosidades, lleno de objetos que incluían un frasco de cerámica decorado con barbotina, en forma de vieira; un cuenco azul y amarillo con la figura de un pastorcillo en la montaña, al que un águila se llevaba por los aires; cierta cantidad de vasos primorosos; varios retratos en miniatura, algunos enmarcados en plata o en terciopelo negro; un relieve en mármol blanco que representaba a un joven metiendo la mano en un brasero que pensé que representaría a Mucio Escévola; un par de candelabros de bronce muy decorados, y una caja triangular con figuras aladas en cada uno de sus extremos, que supuse sería un pebetero. Todas las cosas de la estantería estaban cubiertas por una espesa capa de polvo.
En las paredes, forradas con una tela de color rojo-sangre, había algunos planos arquitectónicos de villas palladianas, con los marcos colgados en extraños ángulos tangentes, y en cada rincón de la habitación había pilas de libros en equilibrio tan precario que parecía que se caerían de un momento a otro. Junto a la puerta había un arcón similar a los del portego, y sobre él una estatua de bronce de un sátiro arrodillado que sostenía una concha, y al lado una urna de mármol muy ornamentada, bellamente estriada.
—No sé por dónde empezará —dijo, haciendo un gesto de desesperación—. Pero supongo que por algún lado tendrá que empezar.
—No se preocupe, no tardaré mucho en dejar todo en orden.
—No toque la correspondencia hasta que haya decidido qué voy a hacer con ella —dijo Crace saliendo de la habitación—. Se ha acumulado tanta que no sé qué hacer. Ahora voy a leer un poco en la cama. Deme una voz si me necesita.
Dejando a un lado las cartas, me puse a trabajar de inmediato, enviando la taza, el corazón de la manzana y los pañuelos desechables derechitos a la basura. Quité el polvo de cada uno de los objetos de la estantería, tratándolos con sumo cuidado, limpié la alfombra persa, barrí el suelo de mármol, ordené los libros y puse derechos los dibujos de las paredes. Mientras trabajaba me preguntaba cómo y cuándo habría Crace adquirido toda su colección. Suponía que tenía que haber sido antes de su confinamiento. O eso, o tendría que haberle encargado a un marchante que buscara las cosas para él.
Al empezar a limpiar el arcón que había junto a la puerta noté que la madera estaba reseca, rayada y llena de pequeñas grietas. Fui a la cocina a buscar una lata de cera, y empecé a aplicar con cuidado la oscura y pegajosa sustancia al arcón, frotando bien el producto, que era de color siena tostado, para que penetrara en la madera. La punta de los dedos se me ensució hasta adquirir un tono negro-marrón de aspecto gangrenoso, y durante unos momentos mis manos semejaron las de un cadáver.
Cogí la figura del sátiro, con sus cuernos, sus orejas puntiagudas, su barba, sus piernas peludas y sus pezuñas hendidas, y la examiné de cerca. Pensé que la concha que la criatura sostenía en la mano derecha probablemente había servido de tintero, y aunque el aspecto resultaba grotesco, había algo en el sátiro, al mismo tiempo, profundamente enigmático. Volví a posarlo en el arcón y acababa de coger la urna, que pensé que seguramente sería funeraria, cuando oí la voz de Crace.
—No toque eso… déjelo.
—Lo siento, lo siento —respondí dando un paso atrás, sin saber exactamente qué había hecho mal.
Crace vino hacia mí arrastrando los pies y moviendo furiosamente la cabeza.
—Es culpa mía, tendría que haberle advertido —dijo tratando de recobrar la compostura.
—¿De qué?
—Está bien, se lo diré. Ahí dentro, en esa urna, hay una pistola cargada.
—¿Qué?
—La tengo para mi protección. Es diminuta, tan pequeña que da la impresión de que no se podría matar con ella ni una mosca. Por supuesto, no la he usado nunca.
—Comprendo.
—Se lo digo para que sepa que está ahí.
—¿No cree que sería mejor guardarla en otra parte, en otro sitio un poco más seguro?
—¿Como una caja fuerte, por ejemplo? No quiero tener que vérmelas con la puta combinación de una caja fuerte mientras una cuadrilla de atracadores me desvalija el palazzo.
Obviamente, Crace notó mi preocupación. Sonrió.
—No se preocupe, es una tontería.
Levantó la tapa de la urna y metió la mano en el vaso. Sus dedos abrazaron la nacarada superficie de la pistola.
—Ya ve que no es nada —explicó—. Pero si quiere que la quite de aquí, lo haré.
—Bien mirado, tal vez esté bien donde estaba.
—¿Por qué no prepara algo de beber para los dos? —dijo lanzando un suspiro—. Son cerca de las seis y creo que nos merecemos algo tonificante, ¿no le parece?
—¿Qué le gustaría?
—Veamos…, ¿qué le parecería un campari con soda o incluso… un negroni? ¿Sabe preparar un negroni?
Le dije que sí.
—Bueno, pues entonces un negroni —dijo volviendo a depositar la pistola en la urna y saliendo de la habitación conmigo—. Se acerca la hora del cóctel.
Vertí medidas iguales de campari, ginebra y vermú dulce en una coctelera, los mezclé bien, eché el alcohol en copas llenas de hielo picado con una rodaja de naranja, y le pasé a Crace una de ellas. Mientras bebía un sorbo de aquel líquido rosáceo de sabor amargo, noté que el anciano me miraba con una curiosa expresión en el rostro.
—Salute! —dijo apartando la vista.
—Salute! —repetí.
Pese a las excentricidades del hombre que me había empleado a su servicio, nos adaptamos mutuamente con facilidad, asumiendo cada cual su papel. Y pese a que a Crace le espantaba la idea de aventurarse por el puentecillo que conectaba su morada con las calles, callejuelas y plazas de la ciudad, estoy seguro de que mi compañía le resultaba agradable. Me halagaba que se tomara tanto interés por mí y se sintiera a gusto en mi presencia. Crace era, o al menos había sido, un escritor famoso, y yo lo observaba desde mi posición en el peldaño más bajo de la jerarquía literaria. Me agradecía sinceramente mi ayuda, y lo vi mucho más alegre en cuanto comprendió que resultaba más agradable vivir en un entorno limpio que rodeado de mugre.
Tras hacer todo cuanto estaba en mi mano para adecentar el lugar, y completar el inventario de sus obras de arte, le pregunté si había algo más que hacer. La verdad es que me costaba trabajo ponerme a escribir la novela, y estaba buscando cualquier pretexto para demorar el momento. ¿Y las cartas del estudio? ¿Quería que me pusiera con ellas? Reconoció que ésa sería una buena idea, y por eso una mañana, después de desayunar, aproximadamente al cabo de un mes de que yo hubiera entrado en la casa, nos dirigimos al estudio para ver qué podía hacerse.
Aunque el escritorio estaba limpio y la habitación parecía en conjunto mucho más ordenada, las cartas seguían esparcidas por la superficie de la mesa formando un montón completamente caótico, una azarosa pirámide de papel.
—¿Cuándo fue la última vez que abrió una carta? —le pregunté.
—Aparte de las suyas, que usted se tomó la molestia de entregar en mano, me temo que hace mucho que no abro carta alguna —explicó Crace—. Pero espero que usted lo haga por mí. Me aburría tanto leer la misma carta una y otra vez, que dejé de hacerlo.
Su rostro enrojeció de ira.
—¡Siempre metiendo las narices, siempre queriendo que les explique por qué escribí aquel primer libro y luego dejé de escribir! Estudiantes recién licenciados, en su mayor parte, seres repelentes que buscan significados donde no los hay. Pero hay que reconocer que aún son mucho peores esos metomentodo, los aspirantes a biógrafos. ¡Son buitres que revolotean en torno a mí esperando a que me muera, ansiosos de darle el primer bocado a la amojamada carne de mi cadáver! Siempre me piden que les deje venir a ver mis papeles, mis diarios, mis apuntes. Me preguntan si durante todo este tiempo he seguido escribiendo, aunque me haya negado a publicar. ¡Vaya idea! Me piden permiso para venir a charlar una horita conmigo, sin grabar nada, por supuesto. Son sanguijuelas, vampiros, necrófilos no mejores que esa gente que se queda junto a la escena de un accidente a ver qué ve. ¡Me hacen vomitar, todos ellos!
Crace miró la pila de cartas con asco antes de ser consciente de la violencia de sus palabras.
—Lo lamento, yo…
—¿Quiere que ponga aparte ese tipo de peticiones?
—¿Sería tan amable? Eso sería estupendo. De hecho, creo que podría tirar la mayoría.
Hizo una pausa.
—Aunque sé que casi todo es basura, de vez en cuando encontrará cheques de mi editor, que creo que me vendrán bien. Para ser sincero, si no necesitara el dinero quemaría los cheques. Esos malditos derechos de autor siempre están ahí, obligándome a recordar.
Se le empañaron los ojos. Se hizo un silencio.
—¿El qué? —pregunté en voz baja.
Frunció los labios, y estaba a punto de decir algo cuando claramente lo pensó mejor.
—Nada, nada —dijo intentando sonreír—. Me recuerdan mi antigua estupidez, eso es todo.
—Comenzaré inmediatamente con ellas —dije señalando las cartas—. No se preocupe, no tardaré en ordenarlas.
Antes de irse a leer, Crace me entregó un abrecartas, y lentamente empecé a examinar la enorme cantidad de correspondencia. Comencé por la cúspide de la pirámide y seguí hacia abajo, buscando cheques y peticiones relativas a su biografía. Tenía curiosidad por enterarme de más cosas sobre Gordon Crace.
Fui abriendo cartas, mirándolas rápidamente en busca de algo de importancia. Aunque eran casi todas la misma escoria usual y predecible que Crace me había descrito, me llamó la atención una de las cartas, metida en un caro sobre de papel vitela de color hueso. La nota estaba escrita a mano en papel de carta con membrete, y el nombre (Lavinia Maddon), dirección y teléfono estaban estampados en tinta negra con relieve en la parte superior.
47.ª Eaton Square
Londres
SW1
Estimado Gordon Crace: Lamento profundamente tener que escribirle una vez más, pero puede que usted no recibiera mi carta del 12 de febrero. Por si acaso esa carta se perdió, permítame que le resuma a grandes rasgos su contenido.
Antes que nada, deseo disculparme por escribirle sin haber sido previamente presentada. Comprendo que usted puede considerarlo un descaro, y no se lo puedo reprochar. Pero para mí es importante entrar en contacto con usted.
Estoy segura de que ya otros lo han intentado muchas veces, pero yo tengo un enorme interés en escribir su biografía. No realmente una biografía al uso, sino más bien un libro sobre el fenómeno del éxito y el silencio literario en el que usted sería la figura central, o si usted lo prefiere, una especie de metáfora organizadora. Pero como obviamente para tal cosa sería necesario hacer uso de material biográfico (por ejemplo, cartas, entrevistas y cosas así), me gustaría llegar a un entendimiento con usted al respecto. Comprendo, por lo que he oído, que usted podría no ver con buenos ojos semejante proyecto. Pero permítame asegurarle que el libro, encargado por Pieria Publishing, que como sabe es una de las editoriales más importantes de Gran Bretaña, no será sensacionalista en ningún sentido.
Naturalmente, tendría que referirme al incidente de 1967, pero el libro sería una oportunidad para que usted contara su versión de la historia. Se trata tan sólo de una sugerencia, así que le ruego que no se ofenda si prefiere no hacerlo.
Comprendo lo delicado que es ese tema.
Para su conocimiento, soy autora de las biografías de Jean Stafford, de Constance Fenimore Woolson, de J. M. Barrie y de Virginia Woolf, y mis artículos han sido publicados en las publicaciones más prestigiosas, como The London Review of Books y The New Yorker.
Le ruego se ponga en contacto conmigo para que podamos hablar sobre el proyecto y despejar sus recelos. No tengo inconveniente en viajar a Venecia para verme con usted cuando le venga bien.
Le saluda atentamente,
Lavinia Maddon
La releí: una carta de alguien que deseaba escribir su biografía, uno de aquellos buitres que había descrito Crace. Me sentí orgulloso de mí mismo por haberla encontrado, y esperaba que Crace apreciara mi labor. Pero me intrigaba aquella mención al incidente de 1967: ¿a qué se refería Lavinia Maddon? Parecía seria y respetable, así que la aparté, con la intención de mostrársela a Crace al final del día. Seguí abriendo sobres, tirando a la papelera la mayor parte de las cartas, pero no encontré ningún cheque. Conociendo mi suerte, pensé, estarán probablemente en el fondo del montón. Hundí la mano hasta el centro de la pirámide, cerré los dedos, y extraje un puñado de cartas. Una de ellas, que era una invitación a Crace para participar en un festival literario, estaba matasellada el 12 de abril de 1998, dos años antes.
Me levanté y me estiré, bostezando. En el pequeño estudio hacía calor, no corría el aire. No se podía respirar. Necesitaba beber algo. Trabajaría un poco más y me tomaría un descanso. Cogí otra carta del montón, y me quedé sorprendido al ver los garabatos del sobre, feos, descuidados y casi incomprensibles. A duras penas conseguí distinguir el nombre de Crace, no digamos el del editor. No sé cómo logré descifrarlos. La breve nota estaba escrita en bolígrafo azul, con algunos borrones, y estaba llena de faltas de ortografía:
23 Church View
Winterborne
Dorset
DT11 OGF
Querido Sr. Crace: Ya le e escrito anteriormente pero sin tener respuesta. ¿Es que sa olbidado uste de el? No me lo puedo creer, dado que era muy especial para uste. ¿Es que su recuerdo no merece el dinero? Ya sabe onde vivimos. Mandelo porque nosotros lo necesitamos y uste no.
Sra. M. Shaw
Qué carta tan extraña. Crace tenía que verla. Tal vez fuera chantaje. La carta no llevaba fecha, pero estaba matasellada en Dorset el 17 de mayo, hacía dos meses.
Cogí las dos cartas, la de Lavinia Maddon y la de la misteriosa señora M. Shaw, y atravesé el palazzo en busca de Crace.
—¿Señor Crace? ¿Señor Crace?
Mi voz retumbaba en el portego, pero no obtuve respuesta. Entré en la biblioteca, donde encontré a Crace en su butaca, con la barbilla apoyada en el cuello de la camisa, roncando. Volví a salir sigilosamente de la estancia y atravesé de puntillas el salón para entrar en la cocina. Ya le enseñaría luego las cartas. Sería mejor que empleara la tarde, o el tiempo que necesitara, en buscar otras cartas enviadas por aquellas dos mujeres tan distintas, y se las enseñara todas juntas. De esa manera podría tomar una decisión con la mínima molestia. Podría decidir si colaborar con el proyecto de Lavinia Maddon, y qué hacer en cuanto a la sospechosa señora Shaw. Trataría de hacer todo el trabajo que pudiera antes de mencionarle ninguno de los dos asuntos. Se sentiría complacido por mi manera de hacer las cosas.
Dejé dormitando a Crace mientras yo me tomaba un almuerzo a base de salami, tomate y pan leyendo las Epístolas selectas de Aretino. Después volví al estudio y seguí trabajando con la correspondencia. Fui cribando las cartas en busca de la reveladora letra de los sobres: una de estilo elegante y formado, la otra infantil y primitiva. Mientras lo hacía, dejando a la izquierda las cartas que ya había mirado, pensaba en Crace y los misterios de su pasado.
A pesar de sus excentricidades, o quizá precisamente por ellas, era un hombre fascinante. No tenía nada de extraño que concitara tanto interés. Aunque Lavinia Maddon había dicho que quería usar la historia de Crace como metáfora de la fama y el fracaso o de lo que fuera, estaba claro que lo que le interesaba era la historia de su vida, en especial el incidente de 1967. Y por otro lado, ¿qué tipo de presión podía ejercer sobre él aquella iletrada mujer de Dorset? Crace me había dicho que ya no escribía, pero no tenía ni idea de por qué había dejado de hacerlo.
Antes de seguir, pensé que tal vez valiera la pena tratar de averiguar algo más, simplemente para estar en condiciones de entender lo que Crace me dijera cuando le llevara las cartas. Me levanté y examiné el estudio, mientras escuchaba con atención por si el viejo se acercaba. Lo que estaba haciendo era parte de mi trabajo, era una labor de investigación. Me daría las gracias en cuanto se enterara de las circunstancias. Para estar más seguro, salí del estudio, atravesé el dormitorio, me encaminé al portego y de allí a la biblioteca, para echar un vistazo a través de la doble puerta. Crace seguía en la butaca, dormido. Sus ojos se agitaban como mariposas sobre un par de hojas marchitas.
De regreso al estudio, empecé examinando los estantes de los libros. Muchos de ellos (volúmenes polvorientos de lomo rojo: Dante, Petrarca, Spenser, Donne, Byron…) parecían publicados un par de siglos antes. No pude distinguir un solo título posterior a los años veinte o treinta del siglo XX, y desde luego ningún ejemplar de la propia novela de Crace.
Volví al estudio y empecé a mirar los pequeños cajones de la parte superior del escritorio. En uno de ellos había un par de diminutas llaves de oro que parecían de una maleta o algo así. En otro había un sobre, cerrado con un cordel que se enroscaba alrededor de un botón. Miré hacia la puerta. No había nadie. Desenrollé lentamente el cordel, girándolo en un círculo cada vez más amplio hasta que el sobre se abrió. Dentro había otro sobre más pequeño, cuadrado, color beis, de los que usan los niños para guardar sellos o monedas. Parecía cerrado, aunque una de las puntas se doblaba hacia fuera, revelando la pestaña engomada. Sólo dudé un segundo antes de abrirlo con delicadeza. Al principio pensé que estaba vacío, pero luego me di cuenta de que había algo disimulado en el fondo. Era un mechón de pelo rubísimo y curvado en forma de luna. Parecía viejo y quebradizo, como si hubiera sido cortado de la cabeza de una muñeca de porcelana de la época victoriana.
Durante los días siguientes, cada vez que tenía un momento libre, buscaba por el palazzo algún ejemplar de Círculo de debates. Examiné los estantes, extrayendo libros colocados en segunda e incluso tercera fila, pero no encontré ninguno. Era como si Crace hubiera querido borrar toda traza de su pasado éxito.
Me había prohibido hablar de su obra, pero necesitaba enterarme de algunas cosas para saber cómo actuar ante aquellas dos cartas y estar en condiciones de protegerlo. Si fuera capaz de averiguar algunos hechos incontestables, eso me ayudaría a comprender su vida y sabría con seguridad qué hacer y qué decir. También me encontraría en mejor situación para ayudarle.
La oportunidad se presentó un día en que me di cuenta de que nos estábamos quedando sin café. Nada más comenzar el trabajo, había hecho una enorme compra en la que había adquirido, siguiendo las instrucciones de Crace, grandes cantidades de comida para guardarlas en la despensa. Él no podía soportar que lo dejara solo, no importaba que fuera por poco tiempo, y los escasos minutos que me llevaba doblar la esquina para comprar el brioche cada mañana ya le resultaban apenas tolerables. Pero las provisiones se volvieron a agotar, así que no había más remedio que salir a comprar. No me parecía prudente que Crace se quedara sin su café matutino, así que reservé para él los pocos granos que quedaban, y me hice para mí un instantáneo. Después seguí con todo el ritual de la preparación del desayuno.
Llené de agua el depósito de la cafetera italiana, puse con una cuchara el resto del café en el filtro metálico, enrosqué las dos partes de la cafetera y la coloqué sobre el quemador de gas. La llama acarició el fondo, chisporroteando al entrar en contacto con un pegote de salsa de tomate que había caído en la placa la noche anterior. Gradué la intensidad del fuego, cogí las llaves, bajé al patio por el portego y la escalinata, crucé el puentecillo que me llevaba al mundo exterior e hice mi camino serpenteando por la maraña de callejuelas hasta la pastelería que había a la vuelta de la esquina. Crace, de eso estaba seguro, sabía muy bien cuánto tiempo me llevaba el recorrido, porque cuando yo regresaba con mi bolsa de brioches en la mano, ya estaba sentado a la mesa del desayuno al tiempo que la cafetera empezaba a sisear.
—Buon giorno —lo saludé volviendo a entrar en la cocina.
—Buenos días, Adam —me correspondió Crace.
—He pensado que hoy podíamos probar algo diferente al brioche de todos los días —le expliqué y me atreví a tutearlo—. En la pastelería había unos baicoli que tenían una pinta adorable. Mira.
Coloqué en un plato las pequeñas galletas que tomaban su nombre de los pececillos de la laguna cuya forma se suponía que recordaban, y se los mostré orgulloso a Crace.
—Completamente adorables, es verdad. Un pequeño lujo.
Le eché el café en la taza y me hice el instantáneo.
—¿Y tú? ¿Hacemos ahora distinción de clases? —me preguntó aceptando el tuteo.
—No, es sólo que nos hemos quedado sin café. En la pastelería no tienen el que a ti te gusta. La verdad es que están empezando a faltar muchas cosas. Voy a tener que hacer otra compra grande.
—¿Cómo es posible? Creía que aún teníamos la despensa llena. No me parece que necesitemos más.
Le hice la lista de lo que necesitábamos, y le dejé ver lo espantoso que sería quedarse sin algo esencial durante las largas tardes en que todas las tiendas permanecían cerradas. ¿Acaso deseaba que me tuviera que ausentar durante horas en busca de alguna tienda lejana, sin saber cuándo volvería? Sin duda sería preferible comprar ese mismo día todo cuanto necesitábamos.
—Pero ¿me prometes que no tardarás mucho? —rogó.
—Me daré toda la prisa que pueda.
—No es suficiente. Tienes que decirme cuánto tiempo exactamente estarás fuera. Tú no lo entiendes, pero necesito saberlo. Necesito saber cuándo vas a volver.
Miré el reloj. Eran las nueve en punto. La compra solía llevarme alrededor de una hora, pero ese día pensé aprovechar la salida para algo más.
—¿Tres horas? —tanteé.
Crace me miró desconcertado, casi ofendido.
—No, eso es demasiado. Una hora y media.
Me sentí como en una subasta, y que yo era el objeto subastado.
—Ni tú ni yo: dos horas.
Crace se quedó callado antes de asentir con la cabeza.
—Muy bien. Pero ni un minuto más.
Después de desayunar se metió en el estudio y volvió con un puñado de billetes. Aunque tacaño con el tiempo, era ciertamente más que generoso con el dinero. Me pregunté dónde guardaría lo que tenía que ser una suma importante.
—Aquí tienes trescientos euros —dijo—. Si la compra pesa mucho, coge un taxi acuático hasta el puente. Si sobra dinero, quédatelo.
—Gracias —le dije, cogiendo el dinero y notando que su dedo permanecía un poco más de lo normal en contacto con la palma de mi mano.
—Entonces, estarás de vuelta a las once —dijo Crace al cerrar la puerta mientras yo cruzaba el puente.
En cuanto estuve fuera de su vista, aceleré el paso y saqué de la mochila la guía de la ciudad. Busqué en las páginas azules del final: moverse por la ciudad, informaciones prácticas de la A a la Z, alojamiento, bancos y dinero, tiendas, delincuencia y seguridad…, drogas…, salud y hospitales…, Internet y correo electrónico. Averigüé cuál era el ciber-café más cercano, lo busqué en el mapa, y me dirigí a él deprisa. Tras la claustrofobia del encierro en el palazzo de Crace, con un arrugado anciano por toda compañía, encontré el paseo por las calles y por entre la multitud inmensamente agradable y liberador. Sonreí a un par de jóvenes dependientas italianas que pasaron a mi lado, incluso me volví para verlas caminar por la calle, contoneándose. Al pasar por un bar me llegó el aroma del café, y aunque sólo eran las nueve y media y me quedaba mucho tiempo, tuve que resistirme al impulso de sentarme a una mesa a contemplar cómo pasaba por delante de mí el mundo.
Di con la calle unos minutos después y pasé un banco, una frutería, dos pastelerías, otro bar. Rehíce el camino. Me asusté: no había ni rastro del ciber-café. Y, sin embargo, tenía que estar allí, sólo tendría que preguntar para encontrarlo. Entré en el bar. A la barra había cinco o seis hombres que disfrutaban de su vino matinal. Un’ombra (una sombra) era como los venecianos pedían la copa de vino, debido a que tradicionalmente el vino se guardaba en partes de la ciudad que no estaban expuestas al sol, ya que en la ciudad no era posible excavar bodegas.
Pedí una botella de agua y pregunté al camarero, un hombre de rostro curtido y surcado de arrugas, por la Network House.
—Está junto al banco, bajando una escalera —me explicó—. Pero está cerrada.
—¿A qué hora abre?
Le dio una calada al cigarrillo.
—No abre —dijo—. Han cerrado definitivamente.
—¿Está seguro?
Dio otra calada al cigarrillo, como si eso fuera suficiente respuesta, y se volvió.
Saqué el mapa de la mochila y encontré otro ciber-café, a unos veinte minutos de distancia. Miré el reloj. No dispondría de tanto tiempo como había imaginado, pero tampoco me llevaría mucho hacer la compra. Apuré la botella de agua, dejé sobre la barra unas monedas, y me fui caminando hacia Dorsoduro. Mientras avanzaba por las callejuelas de la ciudad y cruzaba por el puente de la Accademia, intentaba disfrutar de las dos horas de que disponía fuera de mi jaula. Pero cada vez que me cruzaba con alguna de esas iglesias que albergaban espectaculares colecciones de arte, me sentía más enojado y resentido. Cuando llegué al ciber-café, me encontraba bañado en un líquido espeso y caliente.
El alivio físico de entrar en un lugar que disponía de aire acondicionado fue inmenso, pero sabía que no tenía tiempo de relajarme. Fui hasta el encargado, que me asignó un ordenador, entré y tecleé la dirección de un buscador. Introduje el nombre de Crace. Había más de cinco mil referencias. ¿Cómo era posible que no hubiera oído hablar antes de él? Hice doble clic en la primera entrada de la lista.
La sucinta biografía me informó de que había nacido en 1931 en Edimburgo, donde su padre trabajaba como profesor de ciencias en un colegio privado. Ingresó en Oxford en 1949, donde estudió Filología Inglesa, y se licenció en 1952. Decidió seguir el camino de su padre y empezó a dar clases en un colegio de pago poco conocido de Dorset. Fue entonces cuando escribió su primera novela, Círculo de debates, publicada en 1962. «Inteligente proeza que se eleva por encima de la mera búsqueda de la innovación, Círculo de debates desenmascara las pretensiones de nuestra autodenominada civilización moderna al revelar su oculto lado siniestro», así la había descrito un crítico de The Times. Me pregunté cómo habrían reaccionado los profesores y padres de alumnos ante el hecho de que uno de los profesores del colegio escribiera semejante novela. La página también indicaba que hasta la fecha se habían vendido más de tres millones de ejemplares. Pero aunque había informaciones en el sentido de que Crace había estado trabajando en otra novela, nunca publicó nada más. En 1967 le había dicho a un periodista: «Voy a dejar de escribir porque ya no me queda nada relevante que decir. He disfrutado el enorme éxito de mi primera novela, y agradezco a mis lectores su apoyo y sus ánimos. Sin embargo, estoy convencido de que no se sentirían igual de agradecidos si siguiera publicando. ¿Por qué tendría que estropear una relación tan perfecta, tan hermosa?».
Volví a las cinco mil referencias y las observé por encima, en busca de pistas. Más bibliografías, más biografías sucintas, pero nada más profundo, nada más detallado. ¿Y de aquella mujer, la señora M. Shaw? Sentí una descarga de adrenalina al teclear su nombre junto con el de Crace en el buscador. Aguardé los resultados mordiéndome la uña del pulgar de la mano izquierda. Estaba seguro de que iba a encontrar algo. El diminuto icono circular del escritorio del ordenador zumbó por la pantalla durante unos segundos demasiado largos antes de ofrecer el mensaje: «No se han encontrado resultados». Repetí el proceso usando sólo los apellidos, pero no obtuve más que una inútil información genealógica sobre una familia de Fort Worth que coincidía que tenía los dos apellidos entre el elenco de sus antepasados. Estaba a punto de introducir el nombre de Lavinia Maddon cuando vi la hora en el reloj que había en la esquina superior derecha de la pantalla. Indicaba las 10.14 horas. Sólo me quedaban tres cuartos de hora para hacer la compra y volver al palazzo.
Justo antes de que diera por finalizada la sesión, volví a mi búsqueda inicial y fui desplazándome hacia abajo. En medio de todo el material superfluo (entradas duplicadas, foros en los que se comparaban los méritos de la película con los del libro y cotilleos sobre varios actores del reparto de la película) había una entrada que empezaba con las palabras: «El escritor Gordon Crace encuentra inquilino muerto: suicidio». Hice doble clic en ella mientras me palpitaba el corazón. Los detalles eran muy vagos, pero era evidente que alguien había colgado una información extraída de un periódico de agosto de 1967. Busqué en la información el nombre del fallecido, pero no lo encontré. Di por concluida mi sesión de Internet, pagué al encargado y salí corriendo. Afortunadamente, Billa, uno de los pocos supermercados propiamente dichos que había en toda Venecia, estaba cerca, en Zattere.
Compré a lo loco, metiendo en el carrito productos alimenticios (frutas y verduras frescas, pan, aceite de oliva, café, embutidos y queso) mientras recorría el supermercado. Tras hacer cola ante la caja y pagar, comprobé que me quedaba dinero para coger un taxi acuático de vuelta al palazzo, y tendría que cogerlo porque ya eran casi las once menos cuarto. Llamé por el móvil a la oficina central de taxi-bote, pero me dijeron que no habría ninguno disponible en media hora, y eso era más tiempo del que me podía permitir. Cuanto más esperaba en Zattere, contemplando al otro lado del agua el Molino Stucky que se alzaba en la isla de la Giudecca, más nervioso me ponía. Todas las pequeñas motoras que pasaban iban llenas, y mis intentos de darles el alto eran ignorados por los pilotos con un arrogante gesto de la mano y una expresión de desdén. Cuando estaba a punto de abandonar toda esperanza, apareció resoplando por el canal de Fusina, envuelto en nubes de vapor, un vaporetto que atracó. Era un 82, que me llevaría a San Zaccaria. No tenía tiempo de sacar el billete, así que me arriesgué. El trayecto por el Canal, entre las dos islas y la contemplación del barroco esplendor de Santa Maria della Salute, constituía probablemente una de las experiencias más sublimes del mundo, pero no fui capaz de prestar atención a las famosas vistas, pues estaba demasiado ocupado pensando qué le iba a decir al llegar a Crace. Estaba seguro de que el sentimiento de culpa afloraba a mi rostro, y de que él lo notaría.
En San Zaccaria encontré, aunque ya era demasiado tarde, un taxi acuático libre, cuyo piloto estaba tomando el sol junto a la Riva. Tras negociar el precio, el piloto (un muchacho guapo y musculoso, de rostro moreno) me cogió las bolsas y me ayudó a subir a bordo. Era amable y tenía ganas de charlar. Mientras conducía el taxi hacia Castello por estrechos canales, no paraba de darse la vuelta y sonreír, pero yo no estaba de humor. Cuanto más intentaba convencerme de que no debía preocuparme, y de que no había hecho nada incorrecto, peor me sentía. Al acercarnos al pequeño canal que llevaba a la residencia de Crace, vi una flotilla de góndolas cabeceando en el agua negra. ¿Qué era lo que había dicho Crace una noche sobre las góndolas? «Féretros en canoa», y mencionó que la metáfora era de Byron. Se trataba de una observación antigua que casi se había convertido en un cliché, y sin embargo la imagen había logrado angustiarme.
Llegué a l palazzo a las once y media. Crucé el puentecillo y entré. Todo estaba en silencio.
—¿Gordon? ¿Gordon? —grité al abrir la puerta—. Siento llegar tarde. No te lo vas a creer, pero no pude encontrar un taxi acuático por ningún lado.
No hubo respuesta.
Entré en la biblioteca, pero Crace no estaba en ella. Tampoco en la cocina. Llamé a la puerta de su dormitorio.
—¿Gordon? ¿Estás ahí?
Abrí la puerta y lo encontré tendido en la cama. ¿Estaría dormido? La madera del suelo crepitó cuando me acerqué a él.
—No te me acerques —dijo sin abrir los ojos.
—¿Cómo dices?
—Me prometiste estar de vuelta para las once. Y mira la hora que es. Tu comportamiento me parece inaceptable. Totalmente inaceptable.
—Pero me fue imposible encontrar un taxi acuático. En Zattere…
—Entonces, ¿en qué has venido? ¿Qué es lo que te ha dejado en la puerta, una rata de agua gigante?
Era evidente que Crace había estado mirando por la ventana y me había visto llegar.
—Sí, al final encontré uno, pero no antes de llegar a San Zaccaria. Sinceramente, Gordon, yo…
—Encontrarás pretextos, pero éstos no me valen. —La rima sonó extraña, incluso siniestra.
—Dejaré que te tranquilices, y después tal vez podamos hablar —dije volviéndome para salir. Me parecía que no tenía ningún sentido discutir.
Lentamente, Crace se incorporó en la cama y abrió los ojos.
—Ya sabes que no lo puedo soportar.
—¿El qué?
Esperé una explicación.
—No lo puedo soportar, quedarme solo de esta manera. No tienes idea del dolor que me produce.
No dije nada más, esperando que mi silencio provocara una reacción que me permitiera comprender algo más de su peculiar carácter. Pero no ocurrió nada de eso.
—Ya sé que me lo prometiste antes y que eso no sirvió de nada —dijo frunciendo los labios—. Pero ahora me tienes que decir si estás dispuesto a obedecerme. Si no es así, tendrás que irte, igual que el otro desgraciado.
—¿El que estuvo antes que yo?
—Claro.
—¿Qué le ocurrió?
—Se desdijo de sus promesas y tuve que despedirlo. —Noté que se le pasaba el enfado—. Pero realmente no me gustaría pasar otra vez por todo el proceso de buscar un nuevo asistente.
Era evidente que me necesitaba. En cuanto a mí, comprendía que mi predecesor no hubiera durado mucho en el puesto, pero también comprendía que yo lo necesitaba a él tanto como él a mí.
—Siento no haber vuelto a tiempo. Pero me ha resultado del todo imposible. Seguramente debería haber emprendido antes el regreso, pero, la verdad, no lo hice a propósito. Y sí, intentaré asegurarme de que no vuelve a ocurrir.
—Muy bien, muy bien. —Se quedó callado—. Entonces, ¿qué hay para comer?
No podría decir cómo, ni cuándo exactamente, me vino la idea a la cabeza. Fue uno de esos pensamientos que parecen merodear alrededor de uno durante varios días antes de adquirir forma:
La biografía de Crace. Era yo quien iba a escribirla.
Yo era la persona indicada. Tenía acceso a la fuente: el objeto de investigación estaba delante de mis narices. Contaba con el tiempo necesario. Y dudaba de que la novela que planeaba llegara a tomar forma algún día. Seguramente era más fácil labrarse un nombre con este otro proyecto: un retrato en profundidad de un autor que había tenido un gran éxito en otro tiempo, pero que en el presente vivía tan recluido que no había puesto un pie fuera de su palazzo, que se caía a trozos, desde hacía veinte años. Y después ya tendría ocasión de presentarle mi novela al editor. Estaba convencido de que la historia de Crace tenía que ser extraordinaria, y de que yo podría hacer que funcionara. ¿Por qué tendría una extraña, como aquella Lavinia Maddon, que sacar provecho de Crace? A pesar de todas sus trazas de seriedad, sus colaboraciones en el New Yorker y su estilo llamativo, desconocía las interioridades de la vida del hombre. No lo conocía como lo conocía yo.
Comprendí que era muy probable que no pudiera publicar el libro en vida de Crace. Pero seguramente él no tardaría mucho en dejar este mundo. Aunque aún no hubiera cumplido los setenta, saltaba a la vista que no gozaba de buena salud. Estaba tan débil como un perro viejo y hambriento. Investigaría, me acercaría a él todo lo que pudiera, y luego publicaría el libro tan pronto como fuera posible después de su muerte. Y aunque Crace había dicho que odiaba las biografías y a los biógrafos, que no eran más que «canallas de la edición», como él decía, estaba seguro de que apreciaría semejante tributo a su vida. Sólo se necesitaba que el autor fuera alguien que lo comprendiera, alguien a quien le importara su objeto de investigación.
En busca de otras cartas de Lavinia Maddon, volví a sumergirme en el montón de correspondencia del escritorio. Pero en esta ocasión, movido por mis nuevas intenciones, busqué cualquier cosa que pudiera serme de interés: indicios de detalles biográficos, postales de viejos conocidos o declaraciones de ventas de la editorial. Cada vez que una carta me llamaba la atención, o bien la dejaba a un lado para leerla más tarde, o bien la transcribía a mi cuaderno nuevo, que había comprado con aquella finalidad. A Crace, que de vez en cuando entraba mientras yo trabajaba, le parecía que yo estaba haciendo un trabajo especialmente meticuloso. Se quedaba en pie detrás de mí, posaba con suavidad la mano en mi hombro, pronunciaba un par de frases de aprobación, y volvía a salir arrastrando los pies.
Una de las primeras cartas que me encontré en mi búsqueda de la vida y el alma de Crace fue la primera solicitud de Lavinia Maddon, que estaba fechada el 12 de febrero. Santo Dios, qué buena era. Había que admirar su resolución, su dominio del poder seductor de las palabras. No tenía nada de raro que como autora hubiera concitado tantos elogios. La carta era encantadora, con esa manera que tenía de envolver su intención auténtica (exponer y explotar su objeto de estudio) con sus imaginativas frases y la elegancia de su estilo: no quería ofenderlo; le preocupaba muchísimo tratar bien a Crace; si él accedía, ella prometía someter todas sus notas a su aprobación y no le importaba tanto la biografía en sí como la forma literaria. Al leerla, casi caigo en el convencimiento de que se trataba de la persona más apta para emprender aquella tarea. Guardé la carta en la funda de la contratapa del cuaderno con la intención de prestarle nueva atención más tarde.
Durante aquella mañana me encontré por fin con un par de cheques de derechos de autor. Me parecía increíble que la novela de Crace no sólo siguiera publicándose, sino que incluso se vendiera en cantidades respetables. Pensé en entregarle a Crace los cheques durante la comida. Sería interesante ver cómo reaccionaba. Al fin y al cabo, todo formaba parte de mi trabajo de investigación.
Tras preparar un almuerzo a base de pan, jamón de Parma, higos y queso, le pedí a Crace que cerrara los ojos.
—¿Con qué propósito, si puedo preguntarlo?
—Tengo algo para ti.
—¿Qué es?
—Espera y lo verás —dije.
—El procedimiento me parece tedioso. ¿No me lo puedes enseñar ahora mismo?
Fingía irritación, pero sabía que estaba tan emocionado como un niño ante la perspectiva de un regalo inesperado.
—Venga.
—¡Ah, de acuerdo!
Al ver las arrugas que le caían sobre los párpados, me imaginé que estaba muerto y que le colocaba dos monedas sobre los ojos.
—Extiende las manos.
Las tendió hacia mí en forma de cuenco, como un mendigo. Entonces le puse en las palmas las dos liquidaciones de derechos que le enviaba su editor.
—Ya puedes abrirlos.
Crace parpadeó y bajó la vista. En su mirada primero se reflejó la emoción y después el espanto. Dejó caer al suelo las liquidaciones. Le temblaba la garganta, y en la comisura de los labios apareció un poco de saliva.
—¿Qué…? ¿Qué ocurre?
Estaba tan perplejo que no podía hablar.
—Creía que te encantaría verlos. Son los cheques. Tu novela se sigue vendiendo muy bien.
Crace hizo esfuerzos por recuperar el aliento mientras cogía su vaso con agua.
—El título… —prorrumpió—. Quítamelo de delante.
—¿Cómo dices?
—En esa liquidación. No quiero verlo. No lo soporto. Creí que te lo había dicho. Que no soporto ni una mención a ese nombre.
Cogí los papeles, separé los cheques, y tiré a la basura las liquidaciones que los acompañaban y que llevaban impreso el título de la dolorosa novela.
—Mira, ya no están.
—¿Qué pretendías hacer? ¿Matarme?
—Lo siento, Gordon. No pensé…
—Es verdad, no pensaste, no lo haces nunca. ¿Quieres hacerme pasar otra vez por todo?
—Lo cierto es que no comprendo. ¿Por qué unos papeles te han alterado de ese modo? Aunque ya no escribas, no entiendo qué te impide sentirte orgulloso de tus logros pasados.
Era perfectamente consciente de que empujaba a Crace a ir más allá de lo que quería. Pero era importante. Necesitaba saber.
—Como te he dicho, ésa es otra vida. Lo que soy ahora y lo que era entonces son dos cosas completamente diferentes. Y no quiero decir nada más.
—Comprendo, comprendo —dije asintiendo con la cabeza y tratando de parecer tan comprensivo como me fuera posible.
¿Podía arriesgarme a plantear otra pregunta?
—Pero ¿no lo echas de menos? Escribir, me refiero.
Los fofos músculos del lado derecho de su boca empezaron a temblar, y por un instante temí que Crace estallara, que me despidiera por meterme en el territorio que me había prohibido expresamente muchas veces. Pero a continuación su rostro se relajó y me miró con ojos tristes.
—Tomé la decisión de dejarlo. No era bueno, simplemente.
Quise seguir con el interrogatorio, hacerle decir algo más en aquel momento en que parecía encontrarse en disposición.
—¿Te refieres a la escritura? ¿Pensaste que no podías mantener tu nivel? ¿Fue por eso?
—No, no fue por eso en absoluto. Me refiero a que no era bueno para mí, ni para los que me rodeaban.
—Ya, comprendo —dije.
Iba a ser un hueso duro de roer, pero el secreto con que se rodeaba a sí mismo hacía que la investigación resultara mucho más interesante. Y yo estaba resuelto. Sabía que me estaba forjando mi propia fortuna.
Esa tarde escribí una carta de contestación a Lavinia Maddon diciéndole que Crace no estaba interesado. Le agradecí las molestias que se tomaba, pero le informé de que por desgracia Crace era un hombre extremadamente celoso de su privacidad y no podría soportar la idea de una biografía, no importaba lo muy literaria que fuera. Él escribiría a su editorial para pedirles que no cooperaran en ninguna medida, y si ella seguía empeñada en su proyecto, consultaría a su abogado para ver qué pasos podían darse para evitar la publicación de tal libro. Naturalmente, él negaba el permiso para utilizar cualquier material protegido por el copyright, y en tales condiciones confiaba en que fuera imposible escribir el libro que tenía en mente. Firmé la carta con mi propio nombre y añadí, entre paréntesis, «asistente personal de Gordon Crace». Tuve cuidado de no revelar la dirección de la casa: no quería que la competencia se acercara a olisquear.
No había necesidad de contarle a Crace nada de aquello. Al fin y al cabo, él me había dicho que despachara tales demandas y las manejara como juzgara conveniente. No hacía más que seguir sus instrucciones. Tenía que estar encantado de mi labor.
Pero ¿qué se suponía que tenía que hacer con la otra carta, la de la señora Shaw? Busqué en el montón de la correspondencia para ver si encontraba alguna carta anterior de ella, pero no vi nada. Tenía que andarme con cuidado. Tenía que asegurarme de que no escribía nada que pudiera ser usado contra mí en caso de que la situación se desmandara, si es que la señora Shaw realmente le estaba haciendo chantaje y el asunto llegaba a manos de la policía. Pero al mismo tiempo necesitaba enterarme de más, y tenía la sensación de que aquella mujer podía facilitarme información muy importante. Tal vez fuera un medio de comprender mejor a Crace. Decidí establecer un contacto sencillo y directo:
Palazzo Pellico
Calle delle Celle
30122 Venezia
Apreciada señora Shaw:
Le escribo en nombre de Gordon Crace, a quien se ha dirigido usted en un par de ocasiones. En vistas a la posible consideración de su petición por parte del señor Crace, ¿tendría usted la amabilidad de facilitarnos más detalles? Estoy convencido de que si usted expone su caso tan detalladamente como sea posible, tendrá más posibilidades de conseguir lo que desea.
Tal vez no quiera poner todo eso por escrito. En tal caso, si usted envía su número de teléfono a la dirección de Venecia que aparece en la parte superior de la carta, podré llamarla y hablar con usted. Por favor, asegúrese de que este asunto es tratado de manera confidencial.
Como asistente personal del señor Crace, soy la persona adecuada para ocuparme de esta cuestión. Si podemos hablar, entonces es posible que lleguemos a un acuerdo satisfactorio.
Atentamente
Adam Woods
Salí un momento para echar la carta al correo mientras Crace se echaba su siesta, dejándole una nota en que decía que había salido a comprar vino. Desde el palazzo había sólo diez minutos de camino hasta el Fondaco dei Tedeschi, el antiguo edificio de los mercaderes alemanes convertido en oficina central de correos. Al acercarme vi las multitudes que subían y bajaban por el puente de Rialto, y me pregunté si alguno conocería la gloriosa historia del edificio que tenían delante, y si sabrían que la fachada sencilla y más bien sosa del Fondaco dei Tedeschi estuvo en otro tiempo recubierta por los elaborados frescos de Giorgione y del joven Tiziano, cuyos desvaídos restos habían ido a parar a la Ca’ d’Oro, y que Pietro Aretino, el «azote de príncipes», cada día de los veintidós años que vivió en su casa del Gran Canal, se asomó a las ventanas que daban a aquel edificio para contemplar una vista que él juzgaba la más bella de todo el mundo. Seguramente ninguno lo sabía. Lo único que parecía interesarles a todos eran las falsificaciones de objetos de lujo que se vendían en los puestos de las orillas del canal.
Brevemente liberado de mi encierro en la residencia de Crace, estaba tentado de pasear y explorar. Aparte de aquel primer día en la ciudad, no había tenido realmente oportunidad de ver las cosas con las que siempre había soñado: San Marcos, el Palacio Ducal, la Scuola di San Giorgio degli Schiavoni, los tintorettos de la Scuola Grande di San Rocco y de las iglesias de San Polo y la Madonna dell’Orto, o simplemente pasarme una mañana tomando el sol en el Lido. Deploré tener que volver a toda prisa al domicilio de mi patrón, pero me consolé con la idea de haberme embarcado en un nuevo proyecto, un proyecto que podía transformar mi vida. A la vuelta del edificio compré dos pasteles y una botella de fragolino, y al entrar en la biblioteca encontré a Crace sentado en la butaca en la misma posición, con la cabeza suavemente inclinada hacia delante mientras dormía.
Empecé a levantarme cada vez más temprano, en cuanto la débil luz del alba se filtraba por los resquicios que dejaban los postigos de la ventana de mi cuarto. Mientras me lavaba y vestía, me sentía invadido por un nuevo propósito, por una curiosidad incontenible, por un deseo irrefrenable de saber. Empleaba aquellas mañanas en escribir en mi cuaderno y en rastrear el palazzo en busca de indicios del pasado de Crace. Me impuse mirar con más detenimiento, registrando armarios y cajones. Parecía lógico que aquellos rincones secretos y oscuros contuvieran pistas sobre su dueño, pero no había en ellos más que restos de vida carentes de significado: cosas como recibos, facturas y circulares. El único objeto real y tangible que había encontrado y que parecía que podía tener algún contenido vital era el mechón de pelo rubísimo oculto en el escritorio de Crace. Tenía ganas de volver a echarle un vistazo, pero como se hallaba en el estudio de Crace, junto a su dormitorio, no me podía arriesgar a que él me descubriera.
Cada mañana, al oír a mi objeto de estudio arreglarse y saber que el tiempo de que disponía en soledad se aproximaba a su final, me sentía cada vez más insatisfecho, frustrado y malhumorado, y me preguntaba cómo era posible que la vida de Crace no se hiciera más sustancial y visible. Sin embargo, justo cuando estaba a punto de perder la confianza en la viabilidad de mi proyecto, sucedió algo que me animó.
Un miércoles por la mañana, me encontraba sentado en el peldaño superior de la escalinata que bajaba al patio, bebiendo un café a pequeños sorbos, cuando oí caer algo en el buzón. Crace ya se había levantado, pero aún no se había vestido. Después de beber un macchiato había decidido retirarse a su dormitorio, donde pensaba leer un poco antes de arreglarse. Me había dicho que volvería para desayunar en un cuarto de hora, y que le apetecía tomar huevos revueltos al estilo inglés sobre una tostada.
—Ya sabes que me gustan muy poco hechos —me recordó—. Así que no debes ponerlos hasta que me veas sentado a la mesa. No se te olvidará, ¿verdad?
La primera vez que le había preparado aquel plato, Crace había hecho una mueca de disgusto y me había obligado a tirarlos. «Esto parece la basura que dan de comer en los restaurantes asiáticos», me recriminó. Insistió en permanecer a mi lado mientras batía otros huevos y los removía en la sartén. Justo en el momento en que la mezcla amarilla empezaba a cuajarse, me dio unas palmadas en el hombro y me dijo que apagara el fuego. La masa parecía casi cruda. Al sorber los huevos viscosos, casi líquidos, Crace hacía una serie de sonidos de aprecio que me revolvían el estómago. No lo iba a olvidar.
El sonido de la carta al caer en el buzón me recordó el día en que había metido mi solicitud en la boca del dragón. Rememoré el tacto del frío mármol que me acarició los dedos.
Bajé la escalinata corriendo, pasé junto a la columna corintia con su querubín desnudo y llegué hasta la puerta. Fijado a la parte interior de la puerta de madera, detrás de la cabeza del dragón, había un buzón de metal gris. Utilizando el índice y el pulgar traté de abrir la tapa, pero no lo logré. Pensando que estaba simplemente atascada, apreté en el borde metálico con más fuerza. El filo me abrió una herida limpia en el pulgar, dejando un corte de casi tres centímetros. Al meterme el dedo en la boca y probar el sabor metálico de la sangre, descubrí un candado diminuto en un lado del buzón. ¿Cómo podía haber sido tan tonto como para no verlo antes?
Crace me había dicho que todo el correo enviado por su editor, o a través de él, lo entregaba un mensajero en mano. Por tanto, yo no había necesitado nunca abrir el buzón. Al dirigirme a la señora Shaw pidiéndole que me escribiera al palazzo, había dado por hecho que podría interceptar la carta antes de que Crace se enterara incluso de que había llegado. No le había visto ir nunca a mirar el buzón, y nunca se me ocurrió que pudiera estar cerrado con un candado.
Me agaché para examinar el diminuto candado. Lo recorrí con el dedo, como si pensara que haciéndolo iba a conseguir abrirlo. Pensé en forzarlo con un golpe. Busqué una piedra por el patio, y hasta se me ocurrió la idea de utilizar como martillo la escultura del querubín. Pero sabía que no podía hacer tal cosa, porque levantaría las sospechas de Crace. El único medio era encontrar la llave, que tenía que ser una llavecita muy pequeña.
Volví a subir la escalinata del patio a toda prisa y penetré en el salón. Oí en el dormitorio a Crace, que se acercaba hacia mí. En un par de segundos nos encontraríamos frente a frente.
Aflojé el paso y me volví para darle la espalda. No podía permitir que viera el pánico en mis ojos.
—Estoy casi listo —le oí gritar—. En un minuto puedes poner los huevos.
Tenía que prepararle el desayuno.
—Mientras leía empecé a notar hambre. —Su voz se aproximaba.
Entré en la cocina y me dispuse a cascar los huevos. Al verter un poco de leche en la ensaladera y ponerme a batir la mezcla, noté que me temblaban las manos.
—Ya puedes poner la sartén al fuego.
Crace estaba en la puerta.
—Y la tostada.
Levanté la vista.
—¿Qué te pasa? —Mientras echaba en la sartén una cucharada de mantequilla y la ponía al fuego, sentí sus ojos sobre mí.
—¿A qué te refieres? —pregunté, fingiendo que me concentraba en la elaboración del desayuno para no devolverle la mirada.
—No estás tan alegre como de costumbre, eso es todo. ¿Es que ha ocurrido algo? —Noté en su voz un leve asomo de miedo. Tenía que tranquilizarle.
—Sólo estoy un poco preocupado. La novela no marcha bien, eso es lo que pasa.
—Me temo que en eso no puedo darte ningún consejo —dijo acomodándose en la silla—. Ya sabes lo que pienso de esa reprobable práctica.
Removí los huevos, unté de mantequilla la tostada, lo puse todo en un plato y se lo serví a Crace.
—¿Qué le ha pasado a ese pulgar?
—Me he cortado con aquel cuchillo —dije señalando la encimera—. El que he usado para cascar los huevos. No sé en qué estaría pensando. Pero he tenido mucho cuidado de lavarme bien las manos antes de preparar el desayuno.
—Y aunque hubieran caído unas gotas de sangre en los huevos, ¿qué importancia tendría? —dijo engullendo la amorfa mezcla y relamiéndose—. Estarían deliciosos con algo tuyo como condimento.
Su voz resultó insinuante y me produjo un escalofrío. Tal vez aquél fuera el momento indicado para preguntarle por la llave.
Me senté a su lado y acerqué un poco más la silla a la de él. La proximidad tuvo el efecto de encenderle levemente las mejillas, y sus ojillos brillaron de picardía.
—¿Gordon?
—¿Sí?
—Creo que alguien ha metido una carta en el buzón esta mañana. Supongo que no será nada, un folleto o cualquier cosa parecida, pero creo que debería recoger lo que haya. Al fin y al cabo, ¿cuándo ha sido la última vez que lo has abierto?
—Creo que hace unas semanas. En realidad, desde que tú introdujiste tu carta en él. Pero ¿qué más da? No creo que haya dentro nada de importancia, como tú dices.
—Pero si no saco lo que hay, seguramente el dragón empezará a vomitar las cartas hacia la calle.
—¿Y qué? —preguntó Crace siguiendo con el desayuno—. ¿Qué más da? Eso les hará ver a esos cabritos que ni siquiera nos preocupamos de leer la mierda que nos echan.
Tenía que volver a intentarlo, cambiando de estrategia. Respiré hondo.
—Me temo que tengo que confesarte algo.
Crace volvió a interrumpir su desayuno y me miró. Yo me mojé los labios con la lengua y tragué de manera nerviosa.
—Sé que me dijiste que no diera esta dirección… —El rostro de Crace se contorsionó a causa de la cólera, y por las comisuras de los labios se le escaparon trozos de huevo deshecho—. Pero no he tenido más remedio que escribir a mi novia, en Londres. Eliza. Rompimos justo antes de que yo me viniera, y había un montón de cosas por solucionar. Ella empezó a acostarse con uno de nuestros profesores, pero supongo que yo todavía albergaba sentimientos hacia ella. Antes de irme le dije algunas palabras bastante feas, e hice cosas que luego lamenté. Tenía que escribirle para disculparme. Sentía una necesidad desesperada de establecer algún contacto, ese tipo de relación que sólo se consigue mediante las cartas, en las que uno puede expresar emociones imposibles de comunicar por teléfono.
—Sí, sí —dijo Crace relajando el rostro. Yo estaba diciendo la verdad, al fin y al cabo. O al menos los sentimientos a que me refería eran reales.
—Sé que he ido contra las normas, pero si me permitieras sacar la carta y leerla… No te pido nada más.
—No le has dicho mi nombre, ¿verdad?
—Sí, quiero decir, no. No se lo he dicho. Ni a ella, ni a nadie. Sólo le he dicho que vivía en esta dirección, y que estaba intentando escribir mi novela. Y que me dedicaba a cuidar la casa mientras su propietario viajaba por el extranjero.
Crace entrecerró los ojos, como si intentara ver en mi interior.
—Muy bien, muy bien —dijo—. Pero sólo por esta vez. —Se quedó callado mientras terminaba el desayuno—. ¿Qué sucedió entre vosotros, entre tú y…?
—Eliza.
—Eso, entre tú y Eliza.
Parecía que tenía interés, así que le hablé un poco sobre ella, le conté cómo nos conocimos y cuánto me había gustado. Cuando terminé de hablar, se levantó con esfuerzo de la silla y me dijo que esperara mientras iba a buscar la llave. Intenté adivinar su recorrido a través del palazzo por el sonido de sus pasos, y visualizar la situación de la llave por si volvía a necesitarla. Por lo que pude adivinar, parecía que llegaba al portego atravesando el corredor que llevaba a su dormitorio y su estudio. Me acordé de las llaves que había visto en el escritorio que contenía el mechón de pelo.
—Aquí la tienes —dijo volviendo a entrar en la cocina y ofreciéndome en la mano derecha una llave tan diminuta que parecía que sólo pudiera abrir una casita de muñecas—. La llave de todos los cuentos de hadas… bueno, en su variante diminuta.
Se rió de su propia gracia y, para seguirle la corriente, me reí yo también.
—Venga, vamos abajo y veamos qué hay dentro del buzón, ¿te parece?
En cuanto se volvió y empezó a dirigirse hacia la puerta, comprendí que se me tenía que ocurrir algo rápidamente.
—¿Gordon? Gordon, por favor, espera. Hay algo más que tengo que decirte.
—¡Ah!
—Se trata de algo muy delicado, me temo.
Hice un esfuerzo por parecer que estaba preocupado y que me daba vergüenza. Dejé caer la cabeza hacia delante y me quedé mirando al suelo como un colegial al que pillan en una terrible falta.
—¿De qué demonios se trata, Adam? —La voz de Crace era amable y suave—. Venga, vamos a sentarnos.
Mientras volvíamos a sentarnos a la mesa de la cocina, vi que Crace colocaba la diminuta llave al lado de su plato vacío, cerca del borde de la mesa.
—Es muy embarazoso y muy… per… sonal —comencé tartamudeando deliberadamente—. Y no estoy seguro de que puedas ayudarme, pero no lo puedo mantener más tiempo en secreto.
Crace me miró con atención, perforándome con los ojos. Estaba claro que se sentía intrigado.
—Intentaré ayudarte en todo lo que pueda. Habla sin miedo.
Respiré hondo y comencé a contar mi historia.
—En fin, desde que recuerdo, siempre he sentido una fuerte, una atracción… por… por otros chicos.
Crace puso los ojos como platos, la nariz se le ensanchó, y se inclinó hacia mí.
—En el colegio me enamoré de algunos chicos algo mayores que yo. Todo el mundo dice que eso es perfectamente natural, pero luego hubo algo más. Algo así como un deseo intenso. Nunca hice nada, como comprenderás, pero hay siempre como una sombra en el fondo…
—Comprendo…
—En una ocasión, cuando estaba en quinto curso, yo estaba sentado en un aula al mediodía, solo, leyendo un libro, cuando entró uno de los chicos, uno de los chicos que me gustaban. Apenas puedo explicar lo que sentí. Entró con aire arrogante, tenía la complexión de un jugador de rugby, y se sentó en el pupitre delante de mí. Entonces, sin mirarme, se tumbó sobre un pupitre y se quedó allí estirado.
Crace tragó saliva y se pasó la lengua por los finos labios. Se le caían los párpados y parecía como si entrara en un estado hipnótico. Proseguí con mi historia:
—El chico levantó los brazos por encima de la cabeza y luego se levantó la camisa, hasta quedar con el estómago al descubierto. No podía soportarlo más, sentía un impulso invencible de acercarme a él y tocarlo, pero me sentía presa de la confusión. El chico volvió la cabeza hacia la pizarra y la apartó de mí de manera que yo ya no podía mirarlo a los ojos. Puede que no se diera cuenta de mi presencia, o que yo le pareciera tan insignificante que no se preocupara por mí. Alargué la mano y…
Imité la acción que describía, sin dejar de mirar a Crace al hacerlo. Comprobé la posición de la llave, posada junto a su plato, al borde de la mesa, y le cogí a Crace la mano izquierda.
—… le toqué.
Crace despertó de su estado hipnótico dando un respingo. Movió la mano bruscamente, desplazando la mía. Exagerando la fuerza del movimiento, barrí con el dorso de la mano la llave y la tiré al suelo. Cayó muy cerca de mis pies. Me apresuré a pisarla. Estaba seguro de que Crace, con su vista deficiente, no se había percatado.
—¡Ah, qué idiota soy! —exclamé—. Lo siento mucho, pero estoy seguro de que está cerca de aquí, por algún lado. Espero que no se haya colado por una de las rendijas del suelo.
Crace permanecía callado.
—En fin, no sé por qué te he contado todas esas tonterías —le dije mientras continuaba haciendo como que buscaba por el suelo—. Siento haberte molestado con esas cosas.
Crace se volvió y me miró. Sentí que me ponía colorado.
—No, en absoluto. Obviamente, es algo que necesitabas sacar de dentro, por decirlo de alguna manera. No te preocupes por la llave, ya la buscarás después. Por favor, sigue con el resto de la historia.
—Bueno —dije aclarándome la garganta—, esas cosas nunca terminan como uno quisiera, ¿verdad? Justo cuando estaba a punto de tocarlo, entró otro chico en el aula. Creo que se dio cuenta de lo que yo iba a hacer, pero no dijo nada. No ocurrió nada después de eso, nunca volvimos a tener la ocasión, él dejó el colegio para ir a la universidad y no volvimos a vernos. Pero es curioso que no haya pasado desde entonces una semana sin que me acuerde de él.
—¿Puedo preguntarte cómo afectaba esto a tu relación?
—Eliza siempre sospechó que yo tenía este tipo de inclinaciones. Le dije que nunca las había llevado a la práctica, y ella se mostró comprensiva y me apoyó. Hasta me animó a que lo intentara, decía que no le importaría. Naturalmente, ahora que es agua pasada, comprendo por qué lo decía: para sentirse menos culpable por sus propios secretos.
—Ya, comprendo —dijo Crace asintiendo de manera compasiva—. ¿Y ahora?
—Ahora me siento confundido —respondí—. No sé muy bien qué es lo que quiero. A Eliza no la he olvidado.
—¿Te molesta si te doy un pequeño consejo? —preguntó Crace aclarándose la garganta.
—Hazlo, por favor. Te lo agradeceré. Estoy hecho un lío.
—Por supuesto, no conozco toda la situación ni mucho menos —dijo enfatizando las tres últimas palabras de la frase—. Pero si yo fuera tú, cortaría por lo sano con tu novia y le expondría claramente la verdad: que te sientes inseguro con respecto a tus preferencias y necesitas algún tiempo para explorar opciones. No tiene sentido que te reprimas a tu edad. Tienes que experimentar.
—Pero tengo miedo, todo eso me parece completamente erróneo. Algo sórdido… ¿Entiendes a lo que me refiero?
Crace se quedó callado.
—No tiene nada de erróneo ni de sucio, Adam. De hecho, el amor entre dos hombres puede ser una de las cosas más bellas de la tierra.
No dijo nada durante unos instantes. Después sus ojos empezaron a desplazarse nerviosos de un punto a otro de la cocina. Era evidente que su propia declaración le hacía sentirse apurado, y deseaba volver a la seguridad de la conversación anterior.
—¿Dónde está la llave? Tiene que aparecer por alguna parte, por el suelo —dijo Crace, corriendo la silla para darse la vuelta.
—No me cabe duda de que la encontraré —dije aprovechando la oportunidad para agacharme, cogerla y metérmela en el bolsillo.
Me levanté y di unos pasos por la cocina; después me puse en cuclillas para hacer como que buscaba la llave, pero al pasar las manos por el suelo algo debió de abrirme la herida del pulgar.
—Adam, por Dios, mírate. Lo estás llenando todo de sangre. Ve al baño a lavarte.
Me metí el dedo en la boca y chupé la sangre. Pero en cuanto extraía un poco de sangre, en la superficie de la piel aparecía otra brillante perla roja.
—Deja que limpie esto primero —dije cogiendo un trapo de debajo del fregadero. Pero al agacharme para limpiar las manchas, la sangre me chorreó del dedo.
—Fíjate —repuso Crace—. Más vale que vayas a ponerte una tirita antes de morir desangrado.
—Sí, tienes razón —dije, consciente de que si me daba prisa, aquélla era mi oportunidad para coger la carta.
Fui al cuarto de baño, abrí el armario de espejos que había encima del lavabo y saqué la cajita de lata en la que guardábamos cremas, lociones y píldoras. El olor a medicina me retrotrajo a los tiempos del colegio. Metí los dedos, con cuidado de no derramar sangre en el interior de la caja, y extraje una tirita. Después de ponérmela en el dedo, abrí los grifos, volví a toda prisa por el salón, con cuidado de que Crace no me viera, bajé la escalinata del patio (el sol me cegó al salir de la penumbra). Me metí la mano en el bolsillo para sacar la llavecita, pero al hacerlo, preparado para introducirla en el buzón, se me escurrió entre los dedos, como un pez fuera del agua.
Miré a lo alto de la escalinata para asegurarme de que Crace no me veía antes de meterla en la cerradura. El buzón se abrió haciendo «clic».
Levanté la tapa de metal y metí dentro la mano. Oí el crujido del papel. Saqué un delgado sobre de correo aéreo escrito con letra irregular: era de ella. Me moría de impaciencia por abrirlo y leer el contenido, pero tenía que subir. Me metí la carta en el bolsillo, dejé caer la tapa del buzón y cerré. Entonces subí, volví al baño pasando por el portego, cerré los grifos y regresé a la cocina. De rodillas en el suelo, Crace intentaba levantarse de su posición.
—Lo siento, el maldito dedo no quería dejar de sangrar, y he tenido que tenerlo bajo el grifo —dije mientras le ayudaba a levantarse.
—Veamos —dijo Crace, agarrándome la mano y acercándose a la cara el dedo herido—. Tu mano sigue caliente.
Me dirigió una mirada recelosa.
—¿Qué quieres decir? —le pregunté tratando de ganar tiempo para pensar.
—Que no has podido poner la mano bajo el grifo para parar la hemorragia porque no está fría.
No supe qué responder. ¿Había adivinado la verdad? ¿O me había visto?
—Déjame explicarte…
Crace me cortó:
—Tonto, hay que ponerlo en el grifo de la fría, no de la caliente. ¿No te lo enseñaron tus padres?
Tenía que disimular mi alivio.
—Espero no tener que depender de ti para que me apliques primeros auxilios.
Nos reímos.
—Y ahora a ver si encontramos esa puta llave, ¿te parece?
Supongo que no hace falta decir que encontrarla no nos llevó mucho tiempo: en un instante en que Crace no miraba, la saqué del bolsillo y la coloqué en el suelo, detrás de una pata de la mesa.
—Ahí está —dije señalándola. Apenas se veía la punta saliendo de la oscuridad. Me estiré para cogerla, y la levanté para enseñársela a Crace, tan orgulloso como un niño que buceando hubiera encontrado una madreperla.
—Muy bien, Adam, muy bien —dijo dándome unas palmadas en el brazo—. Entonces, vamos a ver qué secretos alberga el buzón, ¿te parece? No te importa, ¿no?
Parecía que tenía mucho interés en bajar conmigo, y ya no podía darle más largas. Tal vez mi historia le había resultado tan conmovedora que se sentía partícipe, y tenía curiosidad por saber más de Eliza. Hasta puede que se sintiera solidario conmigo en algún extraño sentido. No importaba. ¿A quién le podía importar? Ya no había nada que temer, había sacado la carta del buzón. Lo había despistado, y ahora me había hecho con el control de la situación.
Pasamos el portego muy despacio. Se apoyó en mí para bajar uno a uno los escalones que terminaban en el patio. Sus manos esqueléticas tomaron la forma de mis hombros al agarrarse a ellos, y ocasionalmente me rozaban el cuello. Crace se paró un momento al pasar junto a la escultura de Cupido que había en el centro del patio, y murmuró algo sobre que el amor no miraba con los ojos, sino con la mente. Se volvió a mí y me sonrió.
—Vamos, Adam, vamos a ver qué hay ahí dentro. —Señaló el buzón.
Al meter la llave en el buzón, vi con claridad una huella dactilar, de sangre, que me devolvía la mirada como un ojo rojo que no podía cerrarse.
—¿Has encontrado algo? —preguntó Crace.
Levanté la tapa intentando al hacerlo limpiar con disimulo la huella. Metí la mano en el interior del buzón.
—No hay nada —dije.
—¡Vaya, qué extraño!
No ansiaba más que escaparme a mi cuarto, donde podría leer la carta. Pero después de sentarse con mi ayuda en la butaca de la biblioteca, Crace dio una palmada en la butaca de al lado y me invitó a tomar asiento con un gesto. Me miraba con expresión preocupada.
—Creo que deberíamos hablar algo más sobre el tema de antes —dijo.
No había medio de zafarse. Me senté a su lado. Noté que empezaba a ponerme colorado.
—Pero antes de hacerlo, pienso que debería decirte algo sobre mí —dijo Crace, repasando sus labios secos y delgados con la lengua—. He puesto mucho empeño en darte muy poca información de mi vida, y espero que no pienses que desconfío de ti. No tiene nada que ver contigo. Tengo que tener cuidado, como ves. Sí, tengo la sensación de que tengo que andarme con pies de plomo. Bueno, tal vez digo tonterías. —Su rostro se arrugó como un papel viejo—. Ya me imagino lo que pensarás de mí, viviendo aquí metido, sin salir a la calle…
Movido por cierto sentido de la cortesía, intenté defenderlo ante sí mismo, pero él levantó la mano para rechazar de antemano lo que yo tenía intención de decir.
—Supongo que para el mundo exterior debo parecer bastante excéntrico y una criatura muy triste, que no se compromete con nadie ni experimenta nada, siempre encerrado en mi pequeño mundo, rodeado de mis libros y mis obras de arte, restos de otra época. Pero soy feliz…, sea lo que sea eso. Bueno, todo lo feliz que podría ser.
Se calló y respiró hondo antes de desplazarse ligeramente en su butaca.
—Bueno, ya estoy dando vueltas sin meterme en materia, como de costumbre. Lo siento, Adam, es que hace mucho tiempo que no hablo así. Me tendrás que perdonar si divago o me pierdo por caminos que parece que no llevan a ningún lado. Pero la única razón por la que lo hago, absolutamente la única razón, es porque pienso que te podría ser de ayuda. Hubo un tiempo en mi vida en que me sentía confuso y desdichado y… y no me aclaraba sobre qué ni a quién quería.
Esperé que prosiguiera.
—Era joven, como tú ahora. Al terminar en Oxford, empecé a trabajar como profesor de lengua y uno de mis primeros trabajos fue en un colegio de Dorset. Como tú ahora, yo tenía la ambición de escribir. Tenía una idea para una novela, y cuando no estaba dando clases trabajaba en ella. Ahora parece todo tan lejano… En fin, poco después de comenzar en el colegio me hice muy amigo de una compañera, Ruth Chaning, que enseñaba arte a tiempo parcial. Era de mi edad, veintitantos, y como los dos éramos nuevos en el colegio y no conocíamos mucha gente por la zona, era lógico que pasáramos mucho tiempo juntos. Estuve aguardando el momento de decirle que… que no me sentía atraído por las mujeres. Pero cuando, una noche, volviendo del bar del pueblo, ella se me acercó, tiró de mí y me besó, sentí que ya era demasiado tarde. Las oportunidades de hablar habían pasado. No es que ella me diera pena, pero visto desde la perspectiva actual, creo que fue muy inmaduro por mi parte no decir nada.
Hizo un movimiento repentino, como si acabara de despertar de un sueño.
—Lo siento, estoy yendo demasiado lejos. No tienes por qué saber nada de esto, no sé por qué te lo estoy contando. Sólo quería decirte que sé lo que es estar en tu situación.
Era la primera vez que le oía a Crace contar algún detalle de su propia vida. Y tenía que asegurarme de que conseguiría recordar hasta la última palabra.
Tenía que enterarme de más. Me armé del valor necesario para aventurar una pregunta:
—¿Te sentiste… te sentiste atraído por algún otro compañero… aparte de esa… Ruth?
—Sí, claro que se sentí atraído…, pero no era… no eran compañeros —dijo.
—¿Alguien del pueblo? ¿Personas a las que conociste fuera del colegio?
Esta pregunta era excesiva para Crace. De pronto fue como si la conversación precedente no hubiera tenido lugar.
—Creía que te había dicho que no te metieras en mi vida privada. Esto fue algo que dejamos sentado durante nuestra primera entrevista, y dijiste que aceptabas las normas…
Tuve que interrumpirle para hacerle entrar en razón.
—¡Pero, Gordon, has sido tú! ¡Yo no te he preguntado por el pasado, has sido tú el que ha empezado a hablar!, ¿no te das cuenta? ¡Dijiste que eso podría serme de ayuda, que podría aclararme las cosas sobre mis inclinaciones con respecto a los chicos!
Lo miré fijamente. Sus labios se movían sin articular sonido, como formando palabras fantasmagóricas, frases y expresiones que me hubiera arrojado si hubiera proseguido su ataque contra mí.
—Lo siento, no quería levantar la voz —dije—. Pero es que has sido tú el que ha empezado a contar cosas del pasado.
Frunció el ceño y parpadeó. Adoptó tal expresión de concentración que parecía como si se afanara en desenredar la cinta de los recuerdos, una cinta enmarañada en el interior de su cabeza.
—Sí, es verdad. Qué idiota…
—Está claro que yo no te hubiera preguntado nada si no hubiera pensado que querías contármelo. Creí que querías ayudarme. Ayudarme a aclarar las cosas.
No había nada que perder por intentarlo. Al fin y al cabo, un poco de autocompasión podía desencadenar más confesiones.
—Tienes razón, toda la razón —dijo Crace—. Tal vez ha llegado el momento de sacar lo que llevo dentro. ¿De qué tengo miedo?
Se quedó un momento callado.
—Pero no sé muy bien por dónde empezar.
Al relajarse desaparecieron las arrugas de su rostro, y pareció, por un momento, un niño desorientado.
—¿Qué tal si lo haces por el colegio? —sugerí—. Por el tiempo que pasaste en él.
—Sí, el colegio, la abadía de Winterborne, un lugar espléndido, mágico, en medio de un valle escondido, rodeado de bosques. El nombre lo tomaba de la abadía medieval que estaba próxima, que en la actualidad se utiliza como capilla del colegio. La abadía está llena de buenas esculturas y otras obras fascinantes, reliquias y cosas de ese tipo.
Empezaba a divagar. Pero me parecía que no le podía interrumpir. Cualquier cosa que dijera era importante.
—No sé si sabes que durante años Winterborne fue una casa privada. Antes de eso, allí había un pueblo. Un asentamiento como Dios manda, con tres tabernas, su calle mayor y tierras comunales. Pero hacia 1780, cierto tipo, ya te imaginarás que era un nuevo rico, compró las tierras, decidió que no le gustaba la vista ni el olor ni la gente, y los echó a todos de allí. Desplazó el pueblo como una milla y lo reconstruyó para los trabajadores de su propiedad. Después contrató los servicios de Capability Brown[1] para ajardinar el valle y mandó construir una casa. Todo un logro, me imagino.
—¿Así que lo pasaste bien allí?
—Desde luego, era una delicia dar clase a aquellos chicos. Rebosaban curiosidad, ganas de aprender, y les gustaba pensar por sí mismos. Absorbían información como esponjas, aquellos muchachos.
—Tendrías tus favoritos.
—Claro, Adam. Por supuesto.
—Y dices que te encontrabas en una situación parecida a la mía. ¿No funcionó tu relación con aquella profesora?
—No, no funcionó, por lo que fuera. Y al poco tiempo me enamoré. —Al decirlo, dio la impresión de que los músculos de su rostro sufrían una especie de espasmo—. ¡Por Dios, escúpelo ya! —se dijo a sí mismo—. Sólo te lo cuento a ti, Adam, y tú no vas a contar nada, ¿verdad?
Se volvió para mirarme.
—Me enamoré de un alumno, de uno de aquellos chicos. Se llamaba Chris. Christopher Davidson. No era de los pequeños, así que, por favor, no creas que soy de esos…
—¿Cómo era?
Crace entornó los ojos, como para invocar la imagen del muchacho.
—Pelo rubio, de un color muy bello, como maíz maduro.
—¿Cómo os conocisteis? Quiero decir, ¿cómo…? Bueno, ya me entiendes.
—¿Cómo intimamos?
—Eso.
—Tenía una beca. Estaba allí porque su padre era el organista del colegio. Sus padres no tenían un penique. Pero él tenía una aptitud natural para la poesía y la lengua, una capacidad casi instintiva de leer por entre las palabras, ya sabes a qué me refiero. Le recomendé que estudiara filología inglesa y que intentara entrar en Oxford o en Cambridge. Después de clase, nos veíamos en tutorías que le daba de manera regular. Sus padres no tenían libros en casa, y aun así habían criado a aquel ángel de hijo.
—¿Qué ocurrió?
—Todavía me resulta difícil hablar de ello, Adam. No estoy seguro…
—Mira, todo esto me ayuda. Hasta puede que…
—Lo intentaré, pero te advierto…
—No te apures. Puede que hasta te ayude también a ti.
—Tal vez tengas razón.
Volvió a respirar hondo.
—Cada vez pasábamos más tiempo juntos. Desde luego, mucho más que el horario de las tutorías. Él me despertaba curiosidad a mí, y supongo que yo le despertaba admiración a él. Entonces le sucedió algo espantoso a su padre: lo perdió.
—¿Y entonces?
—Seguramente ya te imaginas lo fundamental. Por todos los santos, ¿qué es lo que quieres?, ¿carnaza? Creo que tu próximo paso será traer una grabadora o pedirme una declaración jurada.
«No te pongas colorado —me dije—. No te rías. Intenta comportarte de manera natural».
—Lo que ocurrió entonces es que nos enamoramos. Eso es lo que ocurrió, Adam. Abandonamos pronto el colegio, en cuanto Chris cumplió los dieciocho. Nos fuimos a Londres, y él se matriculó en un curso de literatura inglesa. Pero, animado por mí (qué imbécil que fui), abandonó al cabo de un trimestre. Había conseguido resultados de sobresaliente y prometía muchísimo pero, después de darle muchas vueltas, llegué a la conclusión de que su talento era tan grande que debía dedicarse a crear algo por sí mismo. Con la perspectiva del tiempo, estoy seguro de que lo que pasaba es que yo tenía miedo de su juventud y de su belleza. Tenía miedo de que en la universidad encontrara a alguien de su edad.
»Así que lo retuve. Lo retuve conmigo, para no perderlo de vista. Los dos escribíamos cada día, o al menos lo intentábamos. Él empezó a sentirse cada vez más frustrado. Empezó a beber…, los dos lo hicimos. Una copa para atraer la inspiración, ya sabes, el subconsciente y todas esas gilipolleces. Un güisqui con soda después del desayuno para domar a las musas… ¡Qué manera de cagarla! Traté de ayudarle. Al leer lo que escribía me di cuenta de que no tenía…, en fin, no tenía mucho que decir. ¡Por supuesto que no tenía nada que decir! Apenas había comenzado a vivir.
Crace resopló para expresar el odio que sentía hacia sí mismo.
—¿En qué pensaba yo? Chris, mi efebo. Tendría que haberle dejado marchar. Debería haberle obligado a marcharse. Aquella vida no le convenía y evidentemente no era feliz. Pero yo no estaba dispuesto a dejarle salir de la casa. Necesitaba tenerlo conmigo. ¿Lo comprendes?
Al mirarme, sus ojos me rogaban que dijera algo. Casi me daba pena. Intentaba grabar las palabras en mi memoria para transcribirlas en cuanto me encerrara en mi cuarto. Mi cuaderno se iba llenando poco a poco de material para mi libro: Crace contado por sí mismo, con sus propias palabras tristes, sórdidas, lastimeras.
Después de aquel arrebato, Crace no dijo nada más. Dejó caer la cabeza sobre el pecho para asumir aquella posición de derrota y cansancio en que lo había visto tantas veces. Era como si le hubieran extraído toda la vida y su cuerpo material se hubiera quedado reducido a una concha. Me levanté para salir de la estancia, y él me hizo un gesto de despedida con su mano esquelética.
Una vez en mi cuarto, saqué el cuaderno de la mochila, que escondía debajo de la cama, y transcribí la conversación con toda la rapidez, pero también con todo el cuidado de que era capaz. A continuación saqué la carta del bolsillo en que la había metido y abrí el sobre. Estaba escrita con la misma letra irregular que la anterior. El papel era delgado y barato, y las manchas de bolígrafo negro cubrían la página como moscas espachurradas. La esquina superior derecha lucía una sucia huella digital.
23 Church View
Winterborne
Dorset
DT11 OGF
Querido señor Woods:
Gracias por la carta que tengo en mucha consideración. Para que podamos hablar mas del asunto llameme al 01258 893489. El señor Crace tendra muchisimo interes en saber mas cosas, eso garantizado. Ya ve que ya sabemos nosotros como murio Chris.
Y tengo todavia mas sorpresas para usted.
Atentamente,
Sra. M. Shaw
Empezaba a ver algunas piezas colocadas en su sitio. Ahora ya sabía que Chris había sido mucho más que un mero inquilino de Crace. Y aquel burdo chantaje implicaba que había algo sospechoso en la manera en que había muerto. No tenía nada de extraño que Crace se sintiera culpable. Y tampoco que no fuera capaz de escribir más.
Estaba seguro de que no encontraría la verdad preguntando exclusivamente a Crace. Ya me había dicho mucho más de lo que quería decir. Si le presionaba más, aun cuando utilizara la excusa de que sus palabras me ayudaban a enfrentarme a mi confusión sexual, dudaba de que llegara a enterarme de nada nuevo. Supongo que su reticencia ya era bastante reveladora. Si había algo sospechoso en la muerte de Chris, era bastante comprensible que no quisiera hablar de ello.
Tenía que llamar a la señora Shaw. Ése debía ser el siguiente paso.
Me guardé la carta en el bolsillo, cogí la tarjeta de teléfono de mi cartera (no quería utilizar el móvil para que la señora Shaw no tuviera registro de mi número) y volví al portego. A hurtadillas, me asomé a la biblioteca. Crace miraba hacia delante sin ver, como aturdido.
—Salgo un momento a comprar una botella de vino para la cena —dije—. Creo que nos vendrá bien a los dos una copa.
Crace asintió con la cabeza.
—Muy bien. —Su voz sonó distante, triste, como si hablar del pasado hubiera contaminado el presente—. No tardes.
En cuanto salí a la calle, saqué la carta del bolsillo y la volví a leer. Estaba muy nervioso. Aquel giro inesperado era el sueño de un biógrafo: el personaje que se convierte en un posible asesino, no se podía esperar nada mejor. Caminé por la calle y por callejuelas serpenteantes, imaginando mi futuro. Jake me tenía al corriente de las cantidades a veces absurdas que algunos periódicos británicos pagaban por los derechos de publicación por entregas de ciertos libros de interés periodístico. ¿Cuánto me pagarían a mí? Más que suficiente para disponer del tiempo necesario para terminar la novela. Me haría un nombre, tal vez incluso firmaría un contrato con algún editor para un par de libros, primero una biografía y después mi novela. Eso le demostraría algo a mi padre. Y también a todos aquellos que no habían tenido nunca confianza en mí. Eliza y Kirkby. Ésa sería una venganza mejor que ningún brazo roto.
Me metí en una cabina que había a la puerta de un bar y marqué el número. Hubo cierta demora antes de que se estableciera la conexión, y después el timbre pareció sonar durante una eternidad. Ya estaba a punto de colgar cuando cogieron el teléfono.
—¿Diga? —Era la áspera voz de un hombre de edad.
—¿Puedo hablar con la señora Shaw, por favor?
El hombre se aclaró la garganta.
—No hay ninguna señora Shaw —prorrumpió.
—Perdone —le dije—. ¿No es el 01258 893489?
—¿Quién es usted?
—Adam Woods. La señora Shaw me ha escrito una carta… sobre el escritor Gordon Crace. Me dijo que llamara a este número.
—Ah, ya comprendo. —La voz del hombre adquirió de repente un tono obsequioso, casi sinuoso—. Claro, claro, señor Woods. Muy honrado de recibir su llamada.
—¿Puedo hablar con la señora Shaw, por favor?
—Me temo que no. Me temo que la señora Shaw ya no está con nosotros —explicó.
Empezaba a sospechar que todo fuera un montaje. Un engaño. ¿Qué pasaría entonces?
—Soy yo quien le escribió a usted esa carta. Soy, o era, lo más parecido que hay a lo que usted llamaría el padrastro de Chris. La señora Shaw… Maureen… murió en febrero. El cáncer se la llevó. Al final no era más que piel y huesos. Se quedó tan débil…
—Lamento oír eso, señor…
—William, William Shaw. Después del fallecimiento de su difunto marido, digamos, Maureen tomó mi nombre, aunque no nos llegamos a casar.
—¿Tiene algo que pudiera interesar al señor Crace?
—Sí, podríamos decir que sí. Sí, señor —dijo con carraspera de asmático.
—¿Puedo preguntarle, antes que nada, por qué no escribió usted utilizando su propio nombre?
—Maureen y el señor Crace se conocían. No es que se conocieran mucho, claro que no, pero ella le tenía mucho respeto. Bueno, eso fue antes de saber lo que pasaba, ya me entiende. Pensé que si le escribía haciéndome pasar por Maureen llamaría la atención de Crace, porque sería como leer un nombre del pasado, digamos. Parece que ha tenido efecto, ¿no? Un efecto rápido y directo, me parece.
—El señor Crace me ha dicho que quiere solucionar este asunto. Quiere esclarecerlo, pero naturalmente usted debe dar un paso para continuar. Yo le informaré con todo el detalle posible. ¿Me comprende?
—Sí, claro —respondió—. Maureen supo desde el principio que había algo raro, digamos. Nunca creyó que su hijo pudiera hacer eso, ya sabe…, matarse de esa manera. Cuando le pregunté por qué estaba tan segura de que no, cómo podía estarlo, ella sólo me dijo que lo estaba. No quería meterse, pero decía que eso tenía toda la pinta de ser un asesinato. Si estaba tan segura, por qué no iba a la policía, le pregunté. Pero la sola idea la ponía mala. Le parecía vergonzoso, eso era todo lo que era capaz de decirme. Por supuesto, no volvió a ser la misma después de que ocurriera aquello. Pero ahora que ella ha muerto, todo es diferente, las circunstancias son diferentes. Las cosas tienen que salir a la luz, señor Woods.
Al final de la frase se había ido quedando sin aliento. Me lo imaginé amarillo del humo del tabaco, con los dedos sucios y los pulmones encharcados en alquitrán.
—¿Puedo preguntar qué es exactamente lo que tiene que salir a la luz?
—Un libro… un cuaderno. Lo encontré entre las cosas de Maureen. Me lo había escondido todo el tiempo, nunca me lo había dejado ver. Por eso sabía ella lo que sabía, por eso sabía que Chris no se había matado. Está todo ahí. Todo eso y, bendito sea Dios, muchas más cosas… Todo está en el libro ése.
—¿Puede decirme qué tipo de libro es, señor Shaw?
—Ya sabe, es lo que llamaríamos… un diario.
Comprendí inmediatamente que tenía que ver el diario. Sería la puerta de acceso a Crace. Si él no estaba dispuesto a revelarme más cosas sobre sí mismo, y después de su reciente confesión no parecía probable que lo hiciera, entonces el diario era el único camino. Si no me servía para averiguar más cosas sobre la muerte de Chris, al menos me serviría para empezar a comprender a Crace.
Le dije a William Shaw que hablaría con Crace y volvería a llamarle. Quise elevar la situación por encima del mero chantaje, darle una pátina de respetabilidad. Le dije que muy probablemente el autor querría conseguir el diario, verlo en sus manos por cuestiones de seguridad. Naturalmente, Crace insistiría en que se llegara a un acuerdo firme, y querría que el señor Shaw recibiera algún tipo de compensación por sus molestias. ¿Tenía en mente alguna cantidad? Llegados a ese punto, el señor Shaw se quedó callado. Sugerí mil libras.
—Digamos que lo encuentro aceptable, señor Woods —respondió.
Así que todo lo que tenía que hacer era negociar mi escapada del domicilio de Crace y coger el dinero. El instinto me decía que la segunda tarea sería fácil comparada con el trabajo de soltarme de Crace. Había ahorrado una buena cantidad de mi salario mensual, pero tenía también que costearme el vuelo de regreso a Gran Bretaña, el viaje a Dorset y el alojamiento. ¿Qué le diría a Crace?
Para cuando había ido de la cabina a la tienda de vinos y comprado un par de botellas, ya tenía trazado mi plan. Crace no se había movido de donde estaba cuando lo dejé. Descorché una botella de un blanco ligeramente aromático, le serví una copa y se la ofrecí. Él la cogió sin salir de su mutismo.
Me senté a su lado.
—Acabo de tener malas noticias.
Crace levantó la cabeza para mirarme.
—Me han llamado al móvil cuando estaba en la calle. Era mi madre. Su madre, mi abuela, acaba de morir.
La verdad es que llevaba varios años muerta, y mi otra abuela había pasado al otro mundo antes de que yo naciera. Los ojos se me empañaron de lágrimas.
—Estaba muy unido a ella, aún no me lo puedo creer. Vaya, mírame…
Notaba la humedad en las mejillas, y probé el líquido levemente salado que me llegaba a la comisura de los labios.
—Lo siento, yo no quería…
Crace levantó la mano del regazo y la llevó hasta mi rostro. Con exquisita ternura me secó una lágrima de la mejilla.
—Pobre niño. Pobre, pobre niño —dijo.
Su bondadoso gesto, su amabilidad, me hizo prorrumpir en sollozos. Crace me creía, y eso me hacía sentir mal, muy mal. Pero ya no había vuelta atrás.
—Mi madre quiere que vaya al funeral, pero sé que no soportas quedarte solo. No tengo obligación de ir, pero…
—Por supuesto que tienes que ir. No hay nada más que decir.
—Pero ¿estarás bien? Quiero decir, ¿quién…?
—No te preocupes, Adam. Puedes decir a una de las mujeres de la tienda que venga a traer lo que necesito. Es necesario que vayas. No te preocupes por mí.
—Pero me siento mal. Te aseguro que volveré en cuanto pueda, en una semana o así.
Pensé que estallaría al oír aquello, pero se limitó a mirarme con compasión.
—Tómate tu tiempo. Yo estaré bien.
—Gracias, Gordon.
—¿Cómo era tu abuela? Perdona, esa pregunta es muy poco delicada por mi parte. Seguramente no querrás hablar de ella, ¿no?
—No, no pasa nada. Seguro que me viene bien hablar de ella. —Me sequé los ojos y la nariz, aspirando ruidosamente un par de veces. Estaba triste de verdad—. Era una mujer maravillosa, realmente única. Sara, se llamaba. Una adelantada para su época. Muy alegre y animada, siempre dispuesta a tomarse una copa de champán, aunque tenía noventa y dos años más o menos. Creo que bien entrada en los setenta aún era capaz de hacer el spagat.
Aquel recuerdo, que era real, me hizo reír. Crace me sonrió.
—Estoy seguro de que estabais muy unidos.
—Me sentía más unido a ella que a mis padres. Incluso que a mi madre.
—Debe de haber sido una mujer maravillosa, como dices.
—Lo era. Me acuerdo de cómo me acariciaba el pelo de niño, metiendo los dedos por él. Decía que eran hilos de oro.
—¿Cuándo es el funeral? —preguntó Crace.
—La semana que viene. Pero la fecha exacta no la saben.
—Supongo que debes irte en cuanto puedas.
—Sí, supongo que sí. Pero de verdad que si quieres me quedo contigo. De verdad…
—¿De verdad lo harías, Adam, si te lo pidiera? —Crace parecía incrédulo, tal vez halagado.
—Sí, desde luego. Sé lo importante que es para ti tener a alguien cerca en quien confiar.
Se quedó callado un instante, como sopesando. ¿Qué le diría si me pedía que me quedara?
—No, no lo voy a hacer. Ni siquiera yo puedo ser tan egoísta. —Se dispuso a levantarse de la butaca—. Ahora vamos a organizar las cosas. Tienes que preparar el vuelo.
Lo peor de todo era la mirada de confianza que traslucían sus ojos, una mirada que me remordía. Hubiera sido mucho más fácil si Crace me hubiera tratado con frialdad, o si se hubiera mostrado enfadado o receloso ante mi decisión de viajar a Inglaterra. Pero comprendía lo que significaba para mí la muerte de mi abuela como si tuviera presentes emociones y sentimientos similares que hubiera experimentado él mismo. Olvidé que podía ser un asesino. De hecho, me sentí como si el criminal fuera yo.
Hablábamos mientras preparaba mis cosas. Cuando iba a meter el neceser, miré dentro de la mochila y vi mi cuaderno, abierto. El neceser se me cayó de las manos y su contenido se esparció por el suelo de madera.
—Es natural que estés nervioso, con los nervios de punta —comentó—. Al fin y al cabo, has sufrido un duro golpe.
—Sí, lo siento —dije agachándome a recoger la espuma de afeitar, la pasta de dientes y el cortaúñas. Vi a los pies de Crace un paquete de maquinillas de afeitar.
Nuestros ojos se encontraron.
—Ten —dijo, cogiéndolas y entregándomelas—. No te las vayas a dejar. No, es una reacción totalmente comprensible. Hasta podrías sentir náuseas. ¿No notas náuseas, Adam?
—Sí, un… un poco —tartamudeé, dejando caer las maquinillas en el neceser y metiéndolo dentro de la mochila, encima del cuaderno.
—Temblores, mareo, confusión, pensamientos irracionales… En las próximas horas, o días, puedes experimentar todo eso. Así que debes cuidarte. Descansa. Tómate una copa: una copa en serio, un güisqui o un coñac, si piensas que te puede sentar bien.
De pronto parecía abatido.
—No sé cómo nos mantendremos en contacto. Es una pena.
Me sentía culpable, como si Crace pudiera ver las trazas de mi estratagema inscritas en mi piel.
—Mira, tómalo —dije ofreciéndole el móvil en un intento de hacer algo que me aliviara—. Por si lo necesitas. Así podré llamarte.
—No sabría utilizarlo.
—Quédatelo —le dije, buscando el cargador en mi bolsa—. Y cuando se agote la batería, enchúfalo a esto. Así podré tenerte controlado.
—¿Estás seguro? —dijo mucho más contento.
—Claro. Yo compraré otro en el aeropuerto cuando aterrice.
—Eres muy amable. Ahora déjame que haga algo por ti. Permíteme que te dé esto —dijo sacando unos cuantos billetes—. Al menos cubrirá el coste del teléfono y algunos de tus gastos. Y te quiero pagar el vuelo. De ida y vuelta.
—No puedo aceptarlo, Gordon. No, eso es demasiado.
—Insisto. Además, lo hago puramente por egoísmo. Así estaré seguro de que vuelves.
Se rió ligeramente al decirlo.
—Eso es increíblemente amable por tu parte. Gracias. Pero aún no sé qué día será el mejor para regresar.
—Ya, comprendo. Por supuesto. —Parecía un poco decepcionado, pero intentó disimularlo—. Bueno, puedes coger un billete, y si luego tienes que cambiarlo, pues lo cambias.
—Sí, eso está bien. Gracias.
Tras llamar a la compañía aérea, cosa que aproveché para mostrarle el funcionamiento del móvil, disfrutamos de otra copa. Lo arreglé todo para que Lucia, la hija adolescente de la pastelera, le llevara comida a Crace durante mi ausencia, y llamé para pedir un taxi acuático. Mientras caminábamos por el palazzo y bajábamos al patio, el sol empezaba a ponerse, descomponiéndose en fragmentos brillantes, alucinógenos, que pintaban en la sillería de los muros una mezcla irreal de rosa, violeta y rojo sangre. El sonido del agua que lamía las paredes del canal, en la calle, contribuía a que todo pareciera un sueño. La escena me resultaba distante, casi ajena, como si estuviera contemplando sucesos que ocurrían a lo lejos o viéndome a mí mismo proyectado en una pantalla gigante.
—No sé si lo sabes, pero te echaré de menos, Adam —me dijo—. Siento que en los últimos días, ya sabes, con todas esas confidencias que nos hemos hecho, nos hemos llegado a conocer mejor uno al otro. Eso me ha alterado un poco, te he descubierto cosas de mi pasado y ha habido un momento en que creí que no lo podría soportar, pero en realidad me ha ayudado. ¿A ti también?
—Desde luego que sí —respondí—. Me ha servido para aclarar la mente. Para ver las cosas en su justa medida, para ponerlas en orden, por decirlo así.
Crace sonrió débilmente.
—No me sorprendería que eso te ayudara incluso a escribir. La última vez que hablamos de ello me dijiste que tenías dificultades.
Me miró, esperando una respuesta.
—Sí, me ayudará. Ya sé que últimamente no he escrito gran cosa, aparte de tomar algunas notas. Ya sabes de qué tipo: esquemas, ideas, borradores…
—Las pequeñas bacterias son las causantes de las grandes epidemias. No existe nada que iguale la sensación de ser poseído, arrebatado, engullido por la propia escritura. ¿Tal vez me quieras enseñar a la vuelta lo que has escrito? Por supuesto, si no quieres, yo no…
—Claro que te lo enseñaré. Tu opinión será muy importante para mí.
—Qué impaciencia —dijo abrazándome con sus brazos esqueléticos—. Sé que te tienes que ir, pero, por favor, vuelve lo antes posible. Tal vez podríamos seguir con nuestras charlas…
Salí por la puerta, y una vez en la calle, vi que el taxi acuático aguardaba en el estrecho canal.
—Ya está aquí —dije volviendo a acercarme a él—. Tengo que irme. Nos vemos dentro de una semana más o menos. Volveré en cuanto pueda, lo prometo.
Me volví para irme.
—Adam —dijo Crace.
—¿Sí?
Volví la vista a aquella forma delgada, consumida, que estaba allí en pie: una silueta recortada contra la pesada puerta de madera.
—Nada. No tiene importancia.
Me dirigí hacia la motora y Crace cerró la puerta.