Capítulo 3

Subieron a ver las habitaciones. Antonia la precedió. Cuando Laura oyó que no contestaba nada, le dijo:

—Me imagino que Carl te contó acerca de Diana.

—No.

—Oh, tal vez no debí mencionarlo.

Antonia llegó al descanso, se volvió y según ella le sonrió despreocupadamente.

—¿Por qué no? —preguntó con ligereza—. Creo que Carl me lo hubiera contado si alguna vez le hubiese preguntado acerca de su pasado, pero nunca lo hice.

En la habitación principal, Laura miró a su alrededor y comentó:

—Supongo que como no trabajas, no tardarás mucho en iniciar una familia. ¿Quieres tener muchos hijos?

—Cuatro sería buen número. Dos niños y dos niñas.

Laura se quedó mirándola, sorprendida.

—¿Es realmente eso lo único que quieres de la vida? ¿Mi hermano y bebés?

—Son mis objetivos principales, no los únicos. Desde que Carl me llevó a Glyndebourne, me di cuenta de lo poco que sé de música y el placer que eso proporciona. Quiero aprender a cocinar muy bien, me gustaría hablar francés con más fluidez; ¿te parece eso muy aburrido?

Laura se quedó pensativa.

—No, realmente supongo que no —concedió después de unos momentos—. Pero hoy, la mayoría de las mujeres quiere tener una profesión además de ser esposas.

—Si fuera inteligente como para ser doctora o arquitecto, tal vez también quisiera trabajar, ¿pero qué tiene de malo ser sólo esposa? Arreglar una casa para que las personas siempre estén cómodas y bien alimentadas; dar fiestas; vestirse a la moda; enseñarles a los hijos a ser amables y educados, ¿no es eso un logro?

—Los niños pequeños son muy aburridos —expresó Laura haciendo un gesto—. Molestan todo el día. Eso ha vuelto medio locas a algunas de mis amigas.

—Pero eso es sólo por corto tiempo y seguramente hasta en tu trabajo te encuentras con muchos adultos que deben ser aburridos en otra forma, ¿no es así?

—Oh, Dios, sí. De todas maneras mi umbral al aburrimiento es más alto con adultos que con niños. De todas maneras tendrás sirvientes que te dejarán descansar de los cuatro. La mayoría de mis amigas no pueden escapar de sus hijos. Una de ellas tiene una pareja que le da más trabajo que los niños, pero las otras no tienen ninguna ayuda.

—¿No las ayudan sus madres en ocasiones?

—En este país, a menudo sucede que las madres no viven cerca como para cuidar a los niños. O si están en la misma ciudad, han regresado a sus trabajos para ayudar a pagar el auto y el congelador.

—Carl dice que la gente no puede tener todo en la vida y que deben decidir cuáles son las cosas que más desean.

—Sí, para Carl es fácil decirlo. Como es hombre, siempre hace lo que quiere.

—No siempre, si es que quiso casarse con la señorita Webster y ella no lo aceptó porque su trabajo era más importante.

Tan pronto hizo el comentario, Antonia se arrepintió y mucho más cuando su cuñada contestó:

—No lo aceptó como esposo, pero sí como amante. Vivieron juntos seis meses. Tal vez fue él, quien rompió las relaciones y ella dijo que no lo aceptó para curarse en salud. Ningún hombre va a correr la voz de que fue rechazado y menos que nadie Carl. Pero no podía negar la versión, porque si la humillaba, se sentiría un desgraciado.

Antonia dio por terminado el tema al sugerir que tomaran el té en el jardín. Pasaron el resto de su visita discutiendo sobre ropa. Aunque Antonia sentía la obligación de ser amistosa con la hermana de su esposo, sintió alivio cuando se fue. Era obvio que Laura no era feliz y estaba insatisfecha con la vida, lo que no la hacía una compañera agradable.

Sin embargo, más tarde ese día, conoció a una mujer mucho mayor con la que de inmediato sintió afinidad. Era Fanny Rankin, cuyo marido Tom, era el presidente de una compañía de transportes. Fueron las primeras personas que los invitaron a cenar, pero cuando Antonia le preguntó a Carl acerca de ellos, le contó sólo a qué se dedicaba Tom y dijo que prefería que ella misma se formara una opinión acerca de ellos.

Los Rankin vivían cerca de Kew Gardens, en una enorme casa vieja con un camino al lado que la alejaba de la carretera. Cuando llegaron, la entrada estaba bloqueada por una pequeña bicicleta roja. Cuando Carl detuvo el auto y se bajó a moverla, una adolescente llegó del otro lado de la casa y dijo sin aliento:

—Lo siento, Carl. La culpa es de Freddy, el pequeño monstruo. Se supone que debe guardarla en el cobertizo antes de entrar a cenar, pero se le olvida casi siempre.

Iba a hacerse cargo de la bicicleta, pero Carl expresó:

—No, yo la llevaré al cobertizo. Ve y preséntate con Antonia.

La chica se acercó al auto y cuando Antonia se bajó a saludarla, dijo:

—Buenas tardes, señora Barnard. Soy Rose, la más joven de los grandes, como papá nos llama. Me temo que tardará un poco en identificarnos. Somos siete. Se suponía que yo iba a ser la última, pero cuando empecé a ir a la escuela, mami decidió comenzar de nuevo. Como es de España, me imagino que está acostumbrada a familias grandes.

—A menudo deseé ser parte de una. No tengo hermanos ni hermanas pero sí muchos primos.

—¡Qué lindo vestido! —exclamó Rose con calidez, mirando el vestido camisero de su invitada.

—Gracias —a Antonia la impresionó el carácter amistoso de la chica. Se veía como de unos catorce o quince años, una edad en que las adolescentes se sentían incómodas con extraños. Sin embargo, pronto notó que la característica de la casa de los Rankin era la hospitalidad y la risa. Antonia vio a Fanny Rankin en la cocina, con un delantal que protegía su vestido de noche, y varios de sus hijos ayudando con los preparativos finales de la cena, y lo más notable fue un niño pequeño que con vigor golpeaba el contenido de una bolsa de papel.

—Creo que basta con eso, Sam —dijo su madre cuando Rose llevó a Antonia a la cocina.

La mujer rodeó la impecable mesa de pino y tomó en sus manos la de su invitada.

—Qué gusto conocerla por fin. Hace poco que Carl nos contó la maravillosa buena nueva, pero la curiosidad puede hacer que unos días parezcan mucho tiempo. Él es una de nuestras personas favoritas y hace mucho que tratábamos de encontrar a una muchacha suficientemente buena para él. Ahora, la encontró y eso nos tiene encantados.

Unos momentos más tarde, entraron Carl y Tom Rankin. Después de besar a su anfitriona, Carl se volvió hacia su esposa y la abrazó mientras decía:

—Aquí está, Tom. ¿Qué te parece?

—Creo que mucha gente va a ver lo que tú viste en ella, pero se preguntarán qué vio ella en ti —dijo el hombre mayor con una sonrisa. Tomó la mano de Antonia y para su sorpresa y placer, agregó la traducción inglesa de la tradicional bienvenida española—: Mi casa es su casa, doña Antonia.

—¿Conoce España? —preguntó sonriendo, tratando de sentirse cómoda en el círculo del brazo de su marido, quien en ese momento lo dejó caer a su cintura.

—Bien, no, pero espero hacerlo pronto. Es hora de que alguien le dé una bebida. Le gustaría —se interrumpió cuando el teléfono comenzó a sonar en alguna parte de la casa—. Davey ¿quieres encargarte de la señora Barnard? —le dijo eso a un niño como de once años.

—Sherry para mi esposa y ginebra con agua tónica para mí, por favor, Davey —solicitó Carl, anticipándose a la pregunta del niño—. No demasiado licor porque tengo que manejar.

—Los Fletcher estarán aquí en un momento. Entremos en la sala —sugirió Fanny, dándole la oportunidad a Antonia de separarse de su marido.

El recinto al que su anfitriona los llevó, le recordó a Antonia, la sala de la «Finca de la Felicidad». Más tarde, cuando tuvo tiempo de fijarse en los detalles, se dio cuenta de que la similitud se debía a los viejos pero todavía hermosos tapetes orientales y a los innumerables libros y cuadros.

Cuando daba el primer sorbo a su bebida, llegaron los Fletcher, una pareja más joven que los Rankin. Ross tenía más o menos la edad de Carl, y su esposa, Lilia, probablemente estaba cerca de los treinta.

—¿Adónde fueron de luna de miel, señora Barnard? —preguntó cuando se sentaron a la mesa en el comedor.

—Por favor llámeme Antonia —le pidió—. Vinimos a Londres para nuestra luna de miel, porque aunque mi padre era inglés, yo nunca había estado aquí, por lo que era interesante ver algo de Inglaterra. Tal vez no para Carl, pero para mí sí.

Para sorpresa suya, todos rieron al oírlo y Fanny comentó:

—Con usted para deleitar sus ojos, supongo que a Carl no le hubiera importado si hubiese querido ir a Timbuktu.

—De todas maneras, nuestra luna de miel oficial fue breve por varias razones. Pronto tendremos una más larga y en esa ocasión, yo escogeré adonde ir —dijo Carl sonriéndole a su esposa.

—Nosotros tuvimos una luna de miel desastrosa, ¿no es así, Ross? —dijo Lilia—. Fuimos a los lagos durante quince días y no sólo llovió todo el tiempo que estuvimos allí, sino que también nos resfriamos.

Antonia se sintió aliviada cuando la conversación cambió, al intervenir Ross.

—¿Y dónde quiere vivir? ¿En Londres o en el campo? —le preguntó cuando ella le explicó que su casa actual era arrendada.

—Me daría igual. Depende de Carl.

—¿Oyeron eso, esposas casadas hace mucho tiempo? —les dijo a Lilia y a Fanny—. Carl, aprovecha lo más que puedas la sumisión de tu esposa. No durará mucho, te lo digo yo. Dentro de uno o dos años, no será «depende de Carl». Harás lo que te digan, como el resto de nosotros.

Hablaba con ligereza y el tono de Carl fue igual al suyo al contestar:

—Eso se debe a que no pusiste mano firme desde el principio, Ross. Las mujeres de vez en cuando necesitan quién las domine.

Lilia estuvo a punto de discutir esa afirmación provocativa, pero Fanny intervino sonriendo:

—No muerdas el anzuelo, Lilia. Ya he oído a Carl hablar sobre el tema y todo es una broma. Tal vez sea un hombre duro cuando se trata de negocios, pero estoy segura de que en la vida privada, Antonia puede hacer de él lo que quiera.

—Antonia no puede —dijo él con sequedad—. Y espero que no quiera. La mujer realmente femenina no quiere estar en el mismo plano de igualdad con el hombre. Desea que la complemente: él que guíe, ella que siga; él, para que tome las decisiones mayores y ella las menores; cuando sea necesario, él para ordenar y ella para obedecer.

—¿Antonia, sabías que era un tipo tan dominante cuando te casaste con él? ¿O acaso no ha llegado a España la liberación femenina?

Antes que ella pudiera contestar, Carl expresó:

—Desafortunadamente, los males que aquejan a Europa del norte, se están extendiendo demasiado rápido por España… vandalismo, problemas industriales, televisión publicitaria que hace creer a las personas que la felicidad estriba en «obtener y gastar». Yo no sé el impacto que pueda tener la liberación femenina en España, pero lo que sí sé, es que la mayoría de las muchachas jóvenes, todavía tienen un aire fresco de inocencia y debido al servicio militar obligatorio, los muchachos poseen tal virilidad que a menudo falta en otros países.

* * *

Después de cenar, regresaron a la sala.

Fue Carl, quien cuando tomaron café y conversaban de una cosa y otra, se puso de pie y se acercó a mirar los discos.

—¿Puedo colocar uno? —le preguntó a Fanny.

—Por supuesto.

Puso el disco manteniendo bajo el volumen para no interrumpir la conversación y se acercó a Antonia, quien en ese momento escuchaba pero no tomaba parte en la conversación de las dos mujeres mayores.

—¿Quieres bailar? —preguntó, extendiéndole la mano.

Ella no había bailado nunca con él, y como la música era suave, en cuanto entraron al invernadero, situado enseguida de la sala, la tomó entre sus brazos y comenzó a moverse lentamente.

La altura de los tacones de sus sandalias, redujo un tanto la diferencia en sus estaturas, pero de todas maneras, se sentía pequeña e indefensa contra su fuerza, si hubiera querido hacer uso de ella. Probablemente no lo haría jamás y sin embargo, cuando durante la cena dijo que «las mujeres de vez en cuando necesitaban quién las dominara», apareció en sus ojos un brillo de diversión. Ella sospechaba que Fanny estaba equivocada al pensar que sólo era una broma.

Carl no era como los otros dos hombres. En él había algo diferente. No conocía la historia de los otros, pero pensó que probablemente sus antepasados vivieron con toda comodidad durante muchas décadas, mientras que a Carl, sólo lo separaban dos generaciones de las terribles penurias de las minas.

Sentía que él, tenía una especie de resistencia que a los otros hombres les faltaba por la comodidad heredada. Tom y Ross, serían buenos proveedores y protectores, siempre y cuando el mundo en que vivían siguiera su curso normal. Pero Carl era el tipo de hombre que si de pronto sucedía cualquier tipo de desastre encontraría la manera de proteger a los que estuvieron a su cuidado.

No sabía por qué pensaba en eso mientras bailaba con él.

De pronto Carl apretó el brazo y la acercó más. Sabiendo que no podía protestar, tocó su sien con los labios. Tenían que verse como recién casados, todavía conscientes uno de otro.

—Tenemos que convertir esto en hábito —le murmuró cerca de la oreja y ella supo sin ver que una sonrisa curvaba su boca.

Repentinamente sintió disgusto de que siempre era él quien se burlaba de ella y no al contrario. Después, pensó que tal vez había bebido demasiado vino durante la cena, aunque estaba acostumbrada a tomarlo.

Si no fue el vino, no podía imaginar lo que la llevó a relajarse contra él de pronto, deslizando hacia arriba su brazo libre hasta que descansó el antebrazo sobre sus amplios hombros.

Apretó la mano que sostenía la suya. De pronto él con la punta de los dedos le recorrió lenta, sensualmente, la espalda.

—No comiences nada que no estés preparada a terminar —le dijo con suavidad.

Al levantar la vista y encontrarse con su mirada, Antonia vio en ella el cálido resplandor de la noche de su boda.

Se echó para atrás instintivamente y Carl no evitó que se apartara. El brillo abandonó sus ojos y su boca sonriente se endureció. Desde entonces hasta que terminó el disco, la sostuvo como si fuera alguien con quien estaba bailando en términos muy formales.

* * *

-Ven sola en cualquier momento —le sugirió amistosamente Fanny a Antonia, cuando poco después de la media noche los Barnard se despedían de ella—. Al principio se siente una sola en un país distinto. Querido Carl, encontraste un tesoro, pero tal vez no inmerecido del todo —lo tomó del brazo y le dio un afectuoso apretón—. La verdad es que nuestro Carl, es un gran muchacho.

Él sonrió y se inclinó para besarla en la mejilla. Cuando salieron de la casa, tenía la mano sobre el hombro de su mujer y la ayudó a sentarse a su lado con su cortesía habitual. Pero cuando iniciaron el viaje de regreso y pasaron los minutos sin que él hiciera intentos de discutir la cena, lo miró furtivamente y vio en su rostro una expresión más intimidante que nunca.

En voz baja le dijo:

—S… siento si te hice enfadar mientras bailábamos.

No le contestó y al verse ignorada, su arrepentimiento se convirtió en disgusto. Decidió no decir nada más, ni siquiera buenas noches.

Pero su plan de entrar en la casa y subir a su cuarto mientras él guardaba el auto, se frustró por el hecho de que dejó la llave de la puerta en otro bolso y no quiso tocar el timbre para no despertar a Marcos y a Rocío.

Tuvo que esperar que Carl llegara a abrir y aunque después se hizo a un lado para que ella pasara, cuando la vio dirigirse deprisa a la escalera, le ordenó en voz baja que esperara. Fue una orden que ella no se atrevió a desafiar.

Con la mano en el poste de la escalera, Antonia se volvió y enarcó las cejas.

Él se acercó al primer escalón donde ella estaba parada y eso la hizo recordar la primera vez que se vieron en el empedrado sendero en España.

—No me hiciste enfadar, Antonia. Hiciste que me dieran ganas de hacerte el amor y cuando una mujer excita los deseos de un hombre sin intenciones de cumplir, el juego es muy peligroso. Las muchachas que lo hacen para hacer caer a los muchachos, se exponen a ser violadas. Jamás lo practiques conmigo a menos que estés lista a sufrir las consecuencias. Porque la próxima vez que te sienta estrecharte contra mí, pensaré que estás tan impaciente como yo. Buenas noches —le dio la espalda y entró en la sala, cerrando la puerta.

Mientras subía el resto de la escalera, la joven temblaba, y sentía una mezcla de temor, mortificación y resentimiento. Carl le mostró un aspecto de su carácter que ella había sospechado pero nunca había visto además, le habló en un tono que sugería que no sólo era su marido, sino también su amo y que si se le antojaba, podía hacer con ella lo que quisiera.

«¿Sabías que era un tipo tan dominante cuando te casaste con él, Antonia?» —le había preguntado Tom.

Fue un comentario jocoso en una mesa en que toda la gente parecía demasiado civilizada para que las mujeres albergaran sentimientos de rebelión hacia sus maridos. Pero, cuando Carl citó: «él para ordenar y ella para obedecer», lo dijo en serio. Antonia tenía la terrible sensación de que si le pedía su libertad, no sólo se rehusaría sino que la tomaría por la fuerza.

* * *

Aunque lo veía poco durante los días en que estaba ocupado en reuniones y conferencias, Carl dedicaba un día de cada semana a enseñarle algo más de Inglaterra.

Algunas veces cuando volaba a partes lejanas de la provincia a visitar ciertas instalaciones, la llevaba consigo aunque ella tenía que entretenerse sola mientras él estaba en su gira de inspección. Descubrió que sabía manejar el avión, pero raras veces tomaba los controles, prefería pasar el tiempo estudiando los informes. Antonia disfrutaba mucho de esos vuelos porque el aparato volaba a una altura que le permitía ver más los campos, bosques y pueblos, que lo que era posible desde una aeronave de línea.

Cuando llegaban a su destino, un coche conducido por un chofer, la llevaba al centro del poblado más cercano o la dejaba allí si estaba en camino al lugar que su esposo visitaría. Ocasionalmente se encontraban para almorzar, pero él, lo hacía más a menudo en las instalaciones y ella comía en una cafetería.

No la dejaba vagar por el lugar sin saber cuáles eran los puntos de interés y dónde estaban situados. Siempre le daba una lista de los lugares importantes, acompañada de un mapa del poblado, que seguramente incluía una de sus secretarias.

Así fue como Antonia conoció en Coventry, la moderna catedral y el controvertido tapiz diseñado por el artista Graham Sutherland y tejido en Francia.

El Birmingham, que Carl le contó era más o menos del tamaño de Barcelona, aunque estaba en el centro del país y no era un puerto tan importante como la segunda ciudad de España, la mandó a la Galería de Arte a ver las pinturas de Burne-Jones y William Morris.

En las expediciones que hacían juntos, generalmente iban al campo y uno de sus paseos más felices, fue el día que la llevó a ver las cuatro aldeas Claydon (Steeple Claydon, Botolph Claydon, Middle Clay don y East Claydon) en una parte boscosa de Buckinghamshire.

Ésa era la Inglaterra que ella había imaginado: casas de campo con techos de paja, senderos sinuosos, antiguas iglesias, cementerios llenos de hierba con inscripciones borradas por el tiempo, algunas de las cuales se remontaban al siglo dieciocho.

En un campo cercado se sentaron a comer un almuerzo campestre, que ella disfrutó más, porque Carl no menciona asuntos personales sino que habló de psicología industrial, un tema en el que estaba muy interesado. Ella lo escuchó agradecida de que no estuviera de humor para observarla con burla y deleitarse trastornando su compostura.

Después de almorzar fueron a ver Claydon House, que durante mucho tiempo fue la casa de la familia Verney y ahora propiedad nacional. Unos días antes, Antonia había comenzado a leer una biografía de Florence Nightingale, la reformadora hospitalaria y antes famosa como la «dama de la lámpara», en la guerra de Crimea.

Cuando entraron en la mansión y Carl le compró una guía de la casa, descubrió que Lady Verney, Parthenope, había sido hermana de la señorita Nightingale y que la casa contenía un museo de recuerdos de ellas.

—¿Sabías de la asociación de la señorita Nightingale con la casa? —le preguntó ella.

—Sí y pensé que eso haría más interesante el libro que estás leyendo. Sucede a menudo que las posesiones íntimas de las personas, hacen que las vea uno más vívidamente que cualquier otra cosa.

Antonia encontró que la emocionaba el interés de él en lo que hacía. Dejó el libro en algún lugar de la sala, pero no esperaba que él se tomara la molestia de mirarlo.

Una noche, Carl le dijo:

—Espero que no tengas ningún compromiso para mañana.

—No, ninguno; ¿por qué?

—Porque hice arreglos para que tengas una cita para almorzar. A la una en el hotel Hyde Park.

—¿Contigo?

—No, con tu tío.

—¡Tío Joaquín! ¿Viene a Londres?

—Sólo por tres o cuatro horas. Fue varios días a París por asunto de negocios, me telefoneó esta mañana y me pidió que reservara una mesa en algún lugar tranquilo. No estaré con vosotros. Como es una visita rápida, disfrutarás de una conversación privada.

—¿Por qué no puede pasar la noche con nosotros? ¿Se lo sugeriste?

—Por supuesto, pero no lo pude persuadir. Creo que siente que si se quedara más de unas horas, nos molestaría. Hace menos de un mes que nos casamos y es lógico esperar que todavía estemos absortos uno en el otro —agregó en tono sardónico.

—Sí, pero no tanto como para excluir a nuestras familias. A propósito, eso me recuerda que debemos visitar a tu padre, Carl.

—Sí, lo haremos pronto. Pero en general, las familias inglesas no están tan unidas como las españolas. Mi padre y yo no nos vemos seguido y no se ofenderá si posponemos nuestra visita una o dos semanas más.

A Antonia le pareció una actitud muy fría y se preguntó si así sería de informal con sus propios hijos. Sin embargo, recordó que como una de sus contribuciones al matrimonio, había mencionado la de ser un padre afectuoso.

De todas maneras, aunque la actitud de Carl hacia sus familiares fuera tibia, la de ella no y esa noche, apenas pudo dormir por la excitación, al pensar en esa inesperada reunión con su tío favorito.

* * *

Después de abrazarse, sus primeras palabras fueron:

—¿Eres feliz en Inglaterra, Antonia? ¿Te hace dichosa tu marido?

—Me gusta mucho Inglaterra, tío. Londres es una ciudad maravillosa. No tienes idea de cuánto hay para hacer y ver. Podía uno pasar un año yendo a los diferentes museos y casas donde vivieron personas famosas. En cuanto a las tiendas, son irresistibles. ¿Has estado alguna vez en el departamento de alimentos de Harrods? ¿O visto las hermosas telas en Liberty’s, y las tiendas para hombres a lo largo de Jermyn Street?

Esperó que un entusiasmo locuaz por Londres y sus encantos, evitara que su tío preguntara más detalladamente acerca de su felicidad matrimonial y por el momento lo logró.

—Olvidas que cuando era joven, pasé varios años en Londres. Pero eso fue hace más de veinticinco años y desde entonces ha cambiado mucho, como todas las grandes ciudades.

Durante el almuerzo, Antonia logró mantener apartada de ella la conversación. Preguntó por sus tías y primos y animó a su tío a recordar el tiempo en que vivió en Londres.

Después de almorzar, tomaron un taxi hacia la Calle Regent, donde tenía el encargo de comprar pañoletas y cortes para vestido en Liberty’s, para sus hermanas.

—Y tengo que comprar uno o dos regalos para mi sobrina. He extrañado no tener a quien mimar, pero ahora, sin duda es Carl, quien disfruta de ese placer —hizo una pausa y la miró fijamente.

Ella evitó sus ojos, pero no podía volver la cara porque hubiera sido muy obvio.

—No estás tan floreciente como esperaba encontrarte —prosiguió el tío mientras iban en el taxi—. Pero tal vez haya una buena razón. Muchas mujeres no se sienten muy bien al principio de su embarazo.

—No estoy embarazada tío —contestó de inmediato—. No… no queremos iniciar una familia todavía. Después de todo, soy muy joven, hay bastante tiempo. Por lo menos queremos estar un año solos antes de pensar en bebés.

—¿Estás aprendiendo a amarlo, hija mía?

—Con el tiempo, tío… si hoy me ves un poco cansada, es porque pasé la mitad de la noche sin dormir con la ilusión de verte. Me gustaría que te quedaras a pasar la noche con nosotros. ¿No puedes? ¿Es imposible?

—En esta ocasión… sí. La próxima vez espero estar más tiempo, sobre todo cuando estés establecida en un hogar permanente. El lugar que arrendaron, suena muy cómodo por lo que escribes, pero no hay duda que estarás contenta de tener una casa propia. Fue una atención de Carl conseguirte servicio doméstico español.

—Sí, nadie hubiera podido hacer más para hacerme sentir en casa. Por supuesto que un factor importante es saber hablar el idioma. Me hubiera sentido perdida sin el inglés.

—Ya has cambiado —le dijo—. Siempre hubo en ti un rasgo muy pronunciado de tu padre, pero ahora se nota más.

—¿Es cierto? Qué raro, no me siento diferente.

Rehusó que lo acompañara al aeropuerto y se despidieron en la acera afuera del hotel, antes que don Joaquín, se subiera al taxi que lo esperaba.

Antonia dejó los paquetes de los regalos que él insistió en comprarle en el hotel, mientras iba a comprar un libro que salió ese día y que sabía que Carl quería leer.

Cuando llegó a la casa, decidió ponerlo en su mesa de noche, donde lo encontraría al irse a la cama esa noche. Era la primera vez que entraba en la habitación donde dormía su esposo, desde que el agente les mostró la casa y miró con cierta curiosidad a su alrededor, para ver hasta qué grado había imprimido Carl su personalidad al cuarto.

Lo primero que notó fue el orden, pero eso podía ser porque tenía a Marcos para ayudarlo y no porque Carl mismo fuera tan ordenado. Sin embargo, al pensar en su corta luna de miel, no recordaba haber tenido que guardar nada que le perteneciera.

La única evidencia de que el cuarto estaba en uso, era un busto de basalto negro, del duque de Wellington y un montón de libros al lado de la cama, la mayoría sobre temas con títulos como: Sistemas de Apoyo a las Decisiones Gerenciales: Su Contribución a la Teoría Monetaria. Pero también había uno policiaco y para su asombro, un volumen de poemas. No hubiera sospechado que Carl leía poesía.

El busto debió venir del apartamento que tenía antes de su matrimonio. Mencionó que todas sus pertenencias estarían almacenadas hasta que tuvieran un hogar fijo, así que aquél era un objeto favorito. Sabía algo acerca de Wellington por su papel en las luchas españolas contra Napoleón, pero hizo una nota mental para agregarla a la lista de gente famosa que quería estudiar.

* * *

El día siguiente era uno de los días que Carl pasaba con ella y cuando salían de Londres en el auto, le dijo:

—Gracias por el regalo que encontré anoche en mi habitación.

Estuvo a punto de responder: «yo no lo describiría como un regalo. Fue comprado con tu dinero», pero cambió de idea y en vez de eso contestó:

—Mencionaste que querías leerlo. Espero que sea tan bueno como dice la crítica.

—Sí, es excelente. Me mantuvo despierto la mitad de la noche —apartó un momento la mirada del camino para observarla—. Espero que no seas una persona que no se puede dormir con luz en el cuarto. Sentiría tener que dejar de leer en la cama… aunque hay cosas mejores que se pueden hacer allí.

Antonia tembló al pensar que pudiera estar en uno de sus momentos difíciles en que cada comentario llevaba alusiones perturbadoras acerca de las peculiaridades de su matrimonio.

—No, también me gusta leer en la cama y si tú siguieras leyendo después que yo terminara, no creo que la luz me molestara.

—¿Cómo sabes si nunca has compartido un cuarto con nadie?

—Claro que sí, cuando me quedaba con mis primas. Muchas veces compartí una habitación con ellas.

—¿Pero nunca con un hombre?

—No.

—Una vez que te acostumbras a nosotros, no somos una especie tan extraña —dijo en tono sardónico.

Ignorando su comentario, Antonia le preguntó:

—¿No sería bueno invitar a cenar una noche a tu hermana Laura? Pensé que no parecía feliz el día que vino a ver la casa. ¿No hay posibilidad de reconciliación con su esposo?

—Creo que no —respondió Carl con indiferencia—. Invítala a cenar si quieres, pero olvídate de lo demás. ¿No quieres resolver primero nuestros propios problemas antes de preocuparte por los de los demás?

Apabullada por su tono cortante, Antonia se quedó en silencio hasta que llegaron a su destino, acerca del que Carl sólo dijo que era el castillo habitado más grande del mundo. Cuando se acercaron, lo reconoció como el Castillo de Windsor.

—El mes entrante, la reina se quedará aquí durante las carreras en Ascot, que está a unos cuantos kilómetros —comentó mientras curioseaban por los apartamentos de Estado, llenos de tesoros históricos—. Pero estos apartamentos están cerrados mientras la familia real reside aquí.

También vieron la casa de muñecas de la Reina María, que a ella le gustó más que a él, y la capilla de San Jorge, con su magnífica bóveda en forma de abanico.

Para entonces, fue hora de regresar al coche a recoger la canasta del pícnic. Almorzaron en un rincón tranquilo al lado del Támesis, antes de cruzar el río para deslizarse por las estrechas calles de Eton, donde Carl le señaló algunos muchachos que usaban el rígido cuello del famoso colegio.

—¿Mandaremos aquí a nuestros hijos? —le preguntó con mirada inquisitiva.

—¿Podríamos hacerlo? Creí que sólo los hijos de la aristocracia iban a Eton.

—En un tiempo sí, pero ahora no. Hoy en día, el dinero cuenta más que la sangre azul.

La asombró su tono, que en vez de sonar satisfecho, parecía tener un ligero toque de desdén. Al ver su mirada, le dijo:

—Estoy en el consejo administrativo de mi vieja escuela, en gran parte, porque esperan que les dé una contribución generosa cuando quieran construir un laboratorio nuevo o mejorar las instalaciones deportivas —agregó con cinismo.

—¿Cómo era tu escuela?

—En mis tiempos era una gran escuela con un director sabio y maestros que se preocupaban tanto del carácter del niño, como de la forma en que se portaba en los exámenes. Pero desgraciadamente, ha cambiado mucho desde entonces. El viejo director murió y el nuevo no da buen ejemplo. No puedes fumar tú mismo como chimenea y apalear a los chicos por hacer lo mismo.

—¿Te apalearon en la escuela?

—Muchas veces —contestó con alegría—. No me hizo ningún daño y no lo resentí porque siempre fue merecido. Pero que me condenen si me hubiese inclinado sobre una silla para ser apaleado, por fumar, por un hombre con un cenicero lleno de colillas sobre el escritorio.

—¿Fumabas en esos días?

—Sí y durante varios años después, hasta que entendí claramente que fumar era dañino para la salud. Disfruto mucho de la vida para querer acortarla. ¿Probaste alguna vez un cigarrillo?

—Uno y no lo disfruté.

—Raras veces se disfruta el primero, pero no tarda uno mucho en volverse adicto. Me da gusto que no fumes. Además de los peligros que produce, es un impedimento para otros placeres.

—¿Te refieres a escalar montañas y buceo sin escafandra?

—Eso también, pero pensaba en cuando se hace el amor. No me importa el sabor del lápiz labial, pero el tabaco no es mi aroma favorito.

Avergonzada, se volvió para mirar el aparador de una tienda de antigüedades y dejó escapar una ligera exclamación de placer al ver un sillón de madera dorada con cojines de seda verde pálido.

—¿Te gusta? —preguntó Carl por encima de su hombro.

—Sí, es encantador, pero…

Antes que pudiera terminar, él se dirigió a la puerta de la tienda y entró.

Diez minutos más tarde, cuando hubo examinado el sillón concienzudamente y el anticuario le hacía la nota en la que afirmaba que era un sillón Louis XVI sin restaurar, Carl hizo un cheque, por una cantidad, que hizo contener la respiración a Antonia, quien no había visto el precio.

Después de firmarlo, se enderezó y le sonrió.

—Nuestro primer mueble… para nuestra habitación, ¿no te parece?

El ligero énfasis en la palabra nuestra, no pasó inadvertido para ella.

* * *

Esa noche, en su cama, sus pensamientos regresaron a la visita de Laura, y a lo que su cuñada le contó acerca de Carl y Diana Webster.

«Vivieron juntos seis meses», Laura le dijo. ¿Quiso decir que Diana se fue a vivir con él, o él con ella? ¿O seguirían sus vidas separadas y se hacían el amor cuando se presentaba la oportunidad?

Antonia se dijo que su pasado, no tenía nada que ver con ella y que no tenía derecho a estar celosa. En realidad no estaba celosa en el sentido usual de la palabra. No odiaba a Diana; sólo sentía intranquilidad al descubrir que ella misma fue la segunda elección de Carl para decidir casarse y que la mujer que eligió primero, no estaba casada con nadie y que aunque él no le fue indiferente, lo rechazó para seguir con su carrera.

¿La amó y todavía la amaba? Antonia se preguntaba todo eso, acostada de espaldas en la oscuridad. ¿Lo amará ella todavía? ¿Si lo ama, cómo pudo rechazarlo? ¿Pero cómo puedo saber yo lo que siente una mujer con una carrera?

* * *

Una mañana, cuando Rocío le subió a Antonia la bandeja con el desayuno, había en ella un pequeño paquete y además, Marco la acompañaba con un florero lleno de rosas blancas.

—¿Por qué las flores? ¡No es mi santo ni mi cumpleaños! —exclamó Antonia.

—Porque el señor Barnard es más romántico que usted, doña Antonia. Hoy es el aniversario de su boda. Cumplen un mes de casados —explicó Rocío radiante—. Y esta noche van a celebrar. El señor dejó instrucciones que hoy usted debe comprarse un vestido nuevo y encontrarse con él para tomar la copa antes que la lleve al teatro. Luego, regresarán aquí para una cena especial de aniversario. Él arregló todos los detalles.

Después de colocar el florero en la mesa de noche, Marcos se fue, pero Rocío se quedó, obviamente ansiosa de ver lo que había en el paquete.

Cuando Antonia abrió el estuche de piel redondo, ambas mujeres contuvieron el aliento al ver el collar de brillantes con la letra A en esmeraldas.

Rocío, tomó del tocador de Antonia el espejo de mano.

—Póngaselo, señora. ¡Qué regalo más bello! ¡Oh, cómo la ama!

Antonia se colocó el collar y se miró en el espejo que Rocío le dio. Le quedaba perfecto, y la clásica sencillez, era más de su gusto que si hubiera sido un collar más elaborado.

Cuidadosamente, lo colocó de nuevo en el estuche de terciopelo y cuando Rocío se fue, comió su desayuno y se preguntó los motivos por los que Carl se lo dio.

Rocío le dijo que Carl era más romántico que ella y exclamó que la amaba mucho, pero Antonia sabía que él era demasiado realista para complacerse con gestos extravagantes sólo por romanticismo. Debía haber otras razones y las únicas que se le ocurrían, era que el collar era un regalo para acallar su conciencia porque le era infiel, o que intentaba hacerla sentirse culpable por mantenerlo fuera de su cama.

Miró el florero con rosas blancas. ¿Tenían la intención de recordarle su virginidad?

Más tarde, encontró en la mesa del pasillo un sobre con su nombre. En su interior, había un cheque en blanco de la cuenta personal de Carl, para que el vestido que quería que comprara no fuera cargado a la generosa cuenta que había abierto para ella.

Sin embargo, además de sus escrúpulos acerca de usar su dinero mientras no le daba nada a cambio, tenía en su guardarropa un vestido que él no había visto y que pudo haber sido diseñado para hacer resaltar el collar de brillantes.

—¡Ay, qué guapa! ¡Qué preciosa! —exclamó Rocío cuando vio a su ama vestida para salir.

Antonia sabía que sí se veía hermosa. ¿Pero qué muchacha no lo estaría en sus circunstancias? Pasó la mayor parte de la tarde en el salón de belleza. Su vestido era una sencilla túnica de chiffon negro. Los zapatos eran de piel de víbora negra, de la mejor zapatería de Valencia, con un pequeño bolso del mismo material para hacer juego. Llevaba el collar de brillantes y en el brazo el abrigo de mink que le dio su tío, en caso de que más tarde hiciera frío.

Era una hermosa noche de verano y mientras el taxi que Marcos le pidió, la llevaba a su cita con Carl, no pudo evitar sentir cierta excitación porque era joven, se veía muy bien e iba camino a una velada agradable con un hombre bien parecido. Trató de no pensar en que esa noche terminara en forma menos agradable que como comenzaba.

* * *

Carl la esperaba en una mesa para dos en el rincón de un bar de moda. Parecía haber llegado temprano. Había un vaso vacío con una rebanada de limón y lo que quedaba del hielo, en la mesa. Cuando ella se acercó, el camarero lo retiró y trajo copas y una botella de champaña.

—¿Sabías que todos se volvieron para mirarte cuando llegaste?

—Me imagino que se deslumbraron con esto —levantó la mano para tocar el collar—. Está precioso, Carl… pero demasiado extravagante para la ocasión.

—Cuando un hombre tiene una esposa bella, no necesita una ocasión como excusa para comprarle joyas. Además, esa gente te admiraba a ti, no a tus alhajas.

Cuando le hablaba en ese tono, con los ojos entrecerrados y fijos, ella podía percibir su deseo.

—Bien, de todas maneras, gracias… y por las rosas —contestó casi sin aliento—. Rocío piensa que eres muy romántico.

Carl levantó su copa, pero antes de beber, su mirada la recorrió lentamente, notando los detalles.

—Me gusta el nuevo peinado y el vestido. Brindemos por otra ocasión… por trescientos meses de matrimonio. ¿Sabes cuánto tiempo habremos estado juntos para entonces?

Dividió rápidamente entre doce y le respondió:

—Veinticinco años.

Cuando ella levantó su copa, Carl la tocó ligeramente con la suya.

—Por nuestras bodas de plata.

—Por nuestras bodas de plata —hizo eco ella y pensó que era un brindis extraordinario, considerando que su matrimonio original todavía no estaba consumado.

Pero curiosamente, su confianza la alentó. Siempre estaba muy seguro de sí. Su padre también había sido así, pero a Paco, le había faltado seguridad, aunque era comprensible. No había sido educado para dar órdenes y tomar decisiones.

Pero si era por eso, tampoco Carl en sus primeros años, aunque su costosa educación debe haber sido diseñada para inculcarle cualidades de liderazgo y autoconfianza. Pero Antonia tenía la impresión, que aún sin ese tipo de educación, habría sido un líder, un hombre que llegaría a la cima en cualquier campo que eligiera.

Ordenó que les trajeran queso mezclado con escamas de almendras y un plato de aceitunas negras.

—¿Es suficiente para matar el hambre hasta después del teatro?

—Sí, más que suficiente. ¿A qué teatro vamos?

—Al Royal, en Haymarket.

Media hora después, cuando tomaron su asiento en la platea, se preguntó si Carl repetiría ese comportamiento que ella encontró tan perturbador, la última vez que fueron al teatro.

Sin embargo, una vez que la obra comenzó, se sintió tan embebida en ella, que ya no pensó más en el hombre a su lado sino hasta que el telón bajó para el primer intermedio. Como ninguno de los dos fumaba, no sintieron necesidad de salir y mezclarse con la multitud. Acababan de acordar quedarse en sus asientos, cuando un hombre mayor que conocía a Carl, se les acercó y cuando éste lo presentó, se quedó conversando con los dos hasta que la gente comenzó a ocupar de nuevo sus lugares.

El segundo y tercer acto pasaron y Carl no varió su comportamiento y no fue sino hasta que salían del teatro cuando la tocó, sólo para guiarla a través del público que se alejaba.

En la casa, encontró una mesa para dos en la sala, adornada con velas encendidas y a Marcos esperando para servirles más champaña helado.

La cena que Carl le ordenó a Rocío que preparara, era del todo española. Comenzaba con empanadas de atún con un poco de salsa blanca.

Siguió la paella valenciana, que la misma Rocío llevó a la mesa. El olor y el sabor le produjeron a Antonia tanta nostalgia que no la pudo disfrutar por completo. Le recordó a otras cientos de paellas que comió durante su vida y más de una compartida con Paco en el restaurante situado en la Avenida del Puerto, cerca de donde él vivía.

De postre, Rocío les hizo pastel de nueces.

Después de servir el café, Marcos le dio las buenas noches.

—La semana entrante tenemos que hacer un esfuerzo más serio para comprar una casa. Me gustaría estar establecido antes que termine el año —dijo Carl—. A propósito —sacó un talonario de cheques del bolsillo interior de su chequera—, por favor llena el correspondiente al del cheque del vestido.

—No usé el cheque, Carl. Tenía este vestido que me pareció ideal para el collar —se puso de pie—. El cheque está en el cajón del escritorio. Te lo regresaré.

Cuando pasó por su lado, le tomó la muñeca y la detuvo.

—¿Por qué no lo gastas en otra cosa?

—Eres muy amable, pero no necesito gran cosa porque hace poco me hicieron el ajuar.

—Oh, vamos —dijo con un toque de impaciencia en la voz—. Jamás oí de una mujer que realmente necesitara ropa para comprarla. Como no tengo el placer de desvestirte, por lo menos déjame vestirte.

Lo dijo lanzándole una mirada que la hizo sonrojar. Instintivamente trató de librar su muñeca, pero él, se la apretó más.

La haló hacia sí y le dio un beso largo y salvaje en la boca.

—Tal vez te desvestiré —comentó apasionado y su boca acalló de nuevo sus protestas. La mantuvo cautiva con un brazo, mientras que con la otra mano, bajaba el cierre que su vestido tenía en la espalda.

Antes, se hubiera resistido, pero ahora, sólo podía someterse en aterrorizado silencio al repentino ataque de pasión, provocado por no usar el cheque. Ya no era un extraño, sino un hombre a quien había aprendido a admirar por su bondad y comportamiento. No pudo luchar contra él cuando le deslizó el vestido de los hombros.

Sin dejar de besarla, estiró la mano para desabrochar su sostén. No le fue fácil hacerlo y eso le hizo exclamar:

—¡Por Dios del cielo! ¿Lo tienes cerrado con candado?

Derrotado por el curioso broche, rasgó la prenda por el frente y la tela no ofreció resistencia a sus fuertes dedos. Un instante después, Antonia estaba desnuda desde los hombros hasta la cintura y los labios de Carl, acariciaban su piel.

Fue entonces cuando supo que por fin había perdido el control y como no quería seguir negándose a él por más tiempo, e imaginaba que se arrepentiría si la tomaba por la fuerza, estalló en lágrimas de impotencia.

Durante unos segundos más, sus labios quemaron su delicada piel, antes que se pusiera de pie.

—No temas. No romperé mi palabra esta noche. Puedo esperar… pero no por mucho tiempo más —su voz estaba ronca de emoción y sus ojos brillantes de deseo.

Cuando salió del comedor, ella tuvo el impulso de correr detrás de él, pero aunque era menos extraño, todavía no estaba lista para someter su cuerpo a su pasión, mucho menos para responder con la ansiedad que él exigía de ella.

Se cubrió con el vestido y recogió el arruinado encaje negro que él dejó caer al suelo. El recuerdo del lugar que recorrieron sus labios hizo que la sangre caliente inundara sus mejillas. Y sin embargo, tenía que confesar que las caricias no le causaron asco.

Carl removió sensaciones más profundas y fundamentales que las que jamás sintió. Ahora le parecía, que en lo profundo de su naturaleza, ardía un fuego insospechado, que si se abanicaba, se convertiría en llama. ¿Pero tenía algo que ver con el amor?