Capítulo 1
La mañana de su matrimonio con un hombre que le simpatizaba pero a quien no amaba, Antonia Marlowe, la hija de un inglés que había pasado la mayor parte de su vida en España, estaba sentada en una habitación de suelo de mármol en una enorme casa en Valencia y pensaba con cierto estremecimiento de aprensión en su noche de bodas.
Dos meses antes, cuando se comprometió en matrimonio con Carl Barnard, el dinámico industrial inglés, sintió que se le ofrecía un escape tentador a la creciente infelicidad de su vida desde la muerte de su adorado padre. Pero ahora que había llegado el momento de dedicar el reato de su vida a alguien, quien en cierta forma todavía era un extraño, le llenó de dudas y temores. Estaba sentada ante el tocador, mientras la peluquera más hábil de la ciudad le arreglaba el cabello para la boda y volvió a recordar el día en que por primera vez puso los ojos en el hombre que todavía no la había besado con pasión, pero quien sería su marido esa noche.
Aunque nació y creció en Valencia, Antonia era digna hija de su pudre. De doña Elena, su bella, frívola e influenciable madre, sólo heredó los enormes ojos y esbelta figura. Tenía el cabello claro como el de su progenitor y el mismo temperamento. Desde su muerte, se le dificultó soportar las restricciones de su vida en la casa, que cuando nació, pertenecía a sus abuelos españoles y que ahora manejaba la dominante hermana de su madre, la tía Ángela.
Fue ésta quien decidió vender la «finca de la felicidad», una casa de campo al lado de una montaña a sesenta kilómetros al sur de Valencia, que John Marlowe había comprado y finalmente restaurado a la manera inglesa, convirtiéndola en algo alegre y acogedor, a diferencia de la mansión en Valencia que era lúgubre.
Antonia se horrorizó cuando su tía anunció esa decisión. La finca era el lugar favorito de la joven, el escenario de todos sus recuerdos felices y la única casa donde se sentía cómoda.
A pesar de que para John Marlowe, los placeres de la vida en su país de adopción sobrepasaron las desventajas, hubo una cosa a la que nunca se pudo habituar; a la costumbre, tal vez un legado de los moros que gobernaron España durante muchos siglos, de excluir el sol aun en invierno. Mandó agrandar muchas de las ventanas de la finca y excepto en los meses calurosos de julio y agosto, las persianas no se mantenían cerradas como en el caso de las casas del pueblo cercano.
Antonia creció compartiendo su gusto por habitaciones llenas de luz y encontraba deprimente la penumbra de la mansión familiar. En la finca se sentía diferente y la perspectiva de perder su paraíso fue otro golpe doloroso en ese año que ya le había proporcionado tanto pesar.
Sabía que no tenía caso rogar para que su madre se opusiera a la decisión de su tía. Doña Elena era incapaz de ir en contra de su hermana mayor, de carácter fuerte.
La joven sospechaba que su tía decidió vender la finca porque nunca le había simpatizado su cuñado inglés y sintió celos de la devoción que su hermana le profesaba. Jamás se le pudo imponer, pero ahora que estaba muerto podía disciplinar a su hija, a quien siempre consideró poseedora de demasiada libertad.
Sin echar a perder su encanto rústico, John Marlowe instaló muchos detalles lujosos que hicieron de la finca una propiedad muy valiosa. Sólo alguien con mucho dinero podía permitirse tener un lugar así y para alivio de Antonia, había pocos compradores en perspectiva y los que la visitaban no compraban.
Pero un día, uno de sus tíos, un viudo que era el director administrativo de una gran compañía manufacturera, anunció que un comerciante inglés, a quien conocía y le simpatizaba, estaba interesado en la finca y que había invitado al señor Barnard a pasar ahí uno o dos días, en su paso de Alicante a Valencia.
Por eso fue que el siguiente fin de semana, con tío Joaquín y su madre, pero no con tía Ángela, a quien no le gustaba el campo, Antonia partió para la que podía ser una de sus últimas visitas a la casa que amaba.
Salieron temprano y llegaron como a las once, dejando a Antonia y al equipaje en la casa antes de ir a visitar a un antiguo criado de la familia que estaba gravemente enfermo.
Como no esperaban al señor Barnard sino poco antes de las tres, a la hora del almuerzo, Antonia decidió pasar el resto de la mañana, subiendo por uno de los senderos de mulas que cruzaban en todas direcciones la montaña detrás de la finca. Tenía puestos unos pantalones vaqueros y llevaba un bolso que contenía un emparedado de jamón serrano y una botella de plástico con agua mineral.
Dos horas después, cuando bajaba de la montaña, pensando con tristeza en su padre y en Paco, se encontró con un hombre alto y supo de inmediato que era un forastero, pero como había tantos viviendo en esa parte de España, se sorprendió cuando en vez de hacerse a un lado para dejarla pasar le dijo:
—Buenos días, señorita. Yo soy Carl Barnard —y le tendió una mano grande y morena.
Si no hubiera sido un comprador en perspectiva le hubiera simpatizado de inmediato. Le recordaba a su padre en cuanto a la altura y amplitud de hombros. Por alguna razón había imaginado que sería un hombre de la edad de su tío, pero era joven y delgado. Según su tío, el señor Barnard no sólo era prometedor. A pesar de que tenía como treinta años… ella iba a cumplir los veintiuno… ya era un hombre prominente. El alto precio de la finca estaría a su alcance.
Ella le dijo en inglés:
—Buenos días, señor Barnard, ¿cómo supo quién era yo?
—Alguien me la describió. Me dijeron —su bien dibujada boca se curvó divertida—, que tenía un cuerpo perfecto, cabello rubio y ojos como pozos de miel oscura. Creí que exageraban, pero veo que no. Es poco probable que más de una muchacha por estos rumbos corresponda a esa descripción.
Antonia se ruborizó, no porque no estuviera acostumbrada a los halagos. Desde la niñez había oído a la gente ensalzar su belleza, a pesar de que su padre no aprobaba la costumbre española de alabar a los niños cuando estaban presentes. Lo que la hizo sonrojar fue que cuando el señor Barnard se refirió a su figura, con la mirada la recorrió de arriba abajo de una manera atrevida.
—Siento que no haya habido nadie en la casa para darle la bienvenida —le dijo con rigidez—. Mi tío se fue a Pedreguer —señaló una montaña—, a ver a un viejo que trabajaba para nosotros, quien se está muriendo. Yo no lo esperaba hasta más tarde o no hubiera salido a caminar.
—Al contrario, soy yo quien debe disculparse por llegar demasiado temprano. Terminé mis asuntos en Alicante antes de lo que esperaba y me pareció una lástima no pasar el mayor tiempo posible en el campo antes de seguir a Barcelona —se volvió para ver el paisaje desde donde estaban parados—. Ésta es una hermosa parte de España. Es casi tan verde como Inglaterra.
—Sí, amo este valle… sobre todo en febrero cuando los almendros están en flor.
Mientras él admiraba el color de los botones en los almendros de las terrazas debajo de ellos, la joven lo miró. Jamás había estado en el país de su padre y conoció a muy pocos ingleses. La finca estaba en una parte de España que era popular entre los expatriados de muchas naciones debido a su maravilloso clima invernal. Pero la mayoría eran personas retiradas, los hombres de cabello blanco, y las mujeres, desaliñadas, comparadas con la elegancia de las adineradas mujeres españolas del círculo social de la familia de su madre.
Los fines de semana del verano, Antonia y su padre nadaban en su piscina privada o iban en bote a ensenadas inaccesibles, evitando así las playas llenas de turistas. Por eso era que un inglés del tipo y edad de Carl Barnard, era algo desconocido para ella.
Educada entre hombres cuyos ojos eran generalmente de color café claro u oscuro y algunas veces grises, encontró que sus ojos azul profundo eran uno de sus rasgos más sobresalientes. Más tarde descubrió que la razón por la que su nariz tenía una forma tan curiosa era debido al tabique roto por el impacto de la cabeza de otro niño durante los años escolares.
De pronto, el invitado de su tío se volvió y la sorprendió estudiándolo. Una roca formaba un escalón entre ellos, por lo que él estaba parado considerablemente más abajo que ella, pero debido a su altura, sus ojos todavía quedaban a un nivel más alto.
—Es usted una muchacha extraordinaria, señorita Marlowe.
—¿Lo soy? ¿Por qué?
—No me ha preguntado quién la describió en esos términos tan poéticos. ¿No tiene curiosidad de saber quién era su admirador? ¿O es que está tan acostumbrada a la admiración que ya no la excita?
—Tuve suerte en tener dos padres hermosos, señor Barnard. Mi madre es mucho más bella que yo. De todas maneras creo que la inteligencia es más importante que una cara bonita. Dura toda la vida, cosa que la belleza no.
—Cierto, pero mientras la belleza dura, da más placer que la inteligencia.
—Tal vez a otros, no necesariamente a la persona involucrada. Yo hubiera preferido ser inteligente como mi padre. Murió el año pasado.
—Sí, eso me dijeron —no agregó la expresión convencional de pesar. Le dio la impresión que era un hombre que no tenía tiempo para trivialidades.
Bajaron por la montaña, Antonia delante de él. En la casa le preguntó si quería tomar algo o si deseaba ir a su habitación primero.
—Le agradecería una cerveza fría —echó una ojeada a la sala con los estantes llenos de libros y las pinturas que su padre coleccionó a través de su vida.
—¿Lee mucho, señorita Marlowe? —le preguntó cuando ella le llevó la cerveza.
En la mansión en Valencia, el personal de servicio hacía todo, pero en la finca, John Marlowe prefirió vivir más informalmente y él mismo se servía las bebidas desde un refrigerador oculto en vez de tocar la campana para llamar a un criado.
—Sí, leo bastante.
—Y casi seguramente con la misma facilidad en español que en inglés.
—Sí, pero sobre todo en inglés. Mis gustos no son muy intelectuales. Ella es una de mis autoras favoritas —tocó el lomo de un libro de una popular autora de misterio.
—Y mía.
Al poco rato regresaron los demás y Antonia participó poco en su conversación durante el resto del día. Desde el principio se vio claramente que a Carl Barnard le gustó la propiedad y para las diez de la noche al sentarse a cenar, anunció su decisión de comprarla, siempre y cuando el precio incluyera los muebles y otras cosas para dejarla habitable de inmediato y él, no tuviera la molestia de volverla a amueblar.
—Pero por supuesto, señor —dijo el tío—. Nosotros no podemos utilizar las cosas de aquí. Fueron elegidas por mi difunto cuñado y no van de acuerdo con nuestros hogares.
—Pero yo quisiera conservar las cosas de papá —protestó Antonia.
—¿En dónde las pondrías, querida? —inquirió su madre—. Estoy segura de que al señor Barnard no le importará que escojas una o dos pinturas y tal vez algunos libros favoritos. Pero es imposible conservar todo.
—Sí, por supuesto, tiene que conservar algunos recuerdos de su padre, señorita Marlowe —intervino el inglés, sentado frente a ella.
—Gracias —le dijo en voz baja, pero tuvo que bajar las pestañas para ocultar las lágrimas.
Por alguna razón no se le ocurrió que no sólo perdería la finca sino su contenido. Supuso que todo quedaría almacenado hasta que ella tuviera su propio hogar… aunque eso no sería tan próximo dado el trágico final de sus relaciones con Paco.
Al día siguiente quiso ausentarse y dejar a tío Joaquín y a su madre agasajar al visitante, pero poco después que salió a caminar, oyó un silbido desde abajo y al mirar lo vio subir por el sendero.
—¿Le importaría que fuera con usted? ¿O prefiere su propia compañía? —preguntó cuando la alcanzó.
La cortesía la obligó a decir:
—Si gusta hacerlo, por supuesto, señor Barnard.
Pero él, era demasiado perspicaz para haber dejado de notar el ligero titubeo y su próxima pregunta fue:
—¿Le disgusto personalmente, señorita Marlowe? ¿O es que le estoy quitando el lugar a un cariño en particular?
—Siento haber parecido… poco amistosa. Es muy difícil separarse de una casa que una ha amado. Tal vez a usted le suene tonto, pero siempre me he sentido extraña donde la familia de mi madre en Valencia. Me parezco mucho a mí papá. Soy mucho más inglesa que española, a pesar de haber vivido aquí siempre.
—Acepto que se parezca más a su padre que a su madre, pero lo que es seguro es que no se parece en nada a muchas muchachas inglesas de su edad.
—¿Por qué lo dice?
—Tiene cualidades que ya no están de moda en Inglaterra… gentileza, modestia. Su conversación no está salpicada de vulgaridades. No es agresiva. Juzgaría que todavía es virgen.
Ella no dijo nada, pero el rubor de sus mejillas confirmó que su juicio era el correcto.
Tal vez fue debido a que nadie, ni siquiera Paco, le hizo alguna vez un comentario tan franco, por lo que perdió el equilibrio en un pedazo de roca suelta y lanzó una exclamación de dolor cuando se le torció el tobillo izquierdo.
—Me temo que es una luxación —dijo Carl después de colocarla sobre una piedra lisa para poder examinarle el pie.
—Lo siento, soy una tonta. Jamás me había sucedido.
Él levantó la vista, sus ojos azules divertidos como el día anterior.
—Tal vez la desconcerté por hablar francamente, señorita —su expresión cambió—. Este tobillo necesita una compresa fría. Tendré que bajarla alzada. Ponga sus brazos alrededor de mi cuello.
Se inclinó dándole la espalda y cuando ella lo abrazó por el cuello, él colocó las manos debajo de las rodillas de la joven y se puso de pie.
De lo que estaba más consciente mientras la llevaba de regreso a la casa a pesar del dolor del tobillo, fue del cabello oscuro cerca de su rostro, y de la vigorosa espalda entre sus muslos. De pequeña, montaba a menudo sobre los hombros de su padre, pero esto era diferente.
Su madre descansaba. Su tío había salido. Fue Carl quien le puso el hielo en el tobillo y se lo vendó.
—Estaré aquí de nuevo el mes entrante y mientras tanto, puede decidir cuáles son las cosas con las que se quiere quedar —le dijo más tarde.
A la mañana siguiente, antes que ella se levantara, se puso en camino a Barcelona.
* * *
Dos semanas después, uno de los criados le entregó a Antonia un paquete con sellos de correo ingleses.
A primera vista, antes de darse cuenta que venía dirigido a ella, Antonia pensó que debía ser un libro que su padre ordenó hacía mucho.
En el interior, había un libro de misterio recién publicado. En la cubierta traía escrito a mano: «Como anticipación a nuestro próximo encuentro en que espero hallaremos más gustos en común. C. B.».
La siguiente vez que se vieron fue cuando la invitó a cenar con su tío y su madre a uno de los hoteles más lujosos de Valencia, el Rey Don Jaime.
Si hubiera escogido agasajarlos en el Astoria Palace o el Reina Victoria, habría disfrutado la ocasión, pero el Rey Don Jaime era un hotel moderno del lado norte del río y durante toda la cena no pudo olvidar que, no lejos de donde estaba sentada, vivió su amor… su amor perdido.
* * *
La ciudad de Valencia estaba dividida por el amplio y seco lecho del río Turia. La última vez que ahí fluyó agua fue en mil novecientos cincuenta después de una inundación excepcional, porque hacía tiempo que el Turia había sido desviado para irrigar campos y huertas que rodeaban la ciudad. En el lado sur del río estaba el corazón de la ciudad y sus mejores y más históricos edificios.
Francisco Benítez… para todos conocido como Paco… vivía con su familia en un apartamento de la calle Ramiro de Maeztu en la parte norte del río y cerca de los muelles, lugar que usualmente no habría visitado una muchacha como Antonia.
Era un barrio respetable, habitado por gente honesta y trabajadora que mantenía limpios y aseados sus apartamentos y los balcones alegres con plantas en macetas. Los niños de allí sólo se distinguían de los de familias ricas, porque los días de clases en las mañanas, iban a pie o en autobús y no en coches manejados por choferes.
En su decimonoveno cumpleaños, poco antes de la prematura muerte de John Marlowe y a pesar de las objeciones de tía Ángela, él le dio a su hija un elegante auto deportivo verde, para que se moviera a su antojo. Un día, en una calle transitada el auto de Antonia se rehusó a marchar y de inmediato los impacientes conductores que estaban detrás de ella comenzaran a hacer sonar los cláxones.
Como era una muchacha bonita, no tardó en verse rodeada por hombres que admiraban el vehículo y a ella. A Antonia le pareció que sería preferible que la empujaran cerca de la acera, pero a pesar que se los sugirió, nadie le hizo caso.
La persona que acudió en su ayuda fue un muchacho joven, como de su misma edad, quien se abrió paso entre otros dos hombres y hablándole cerca del oído, le dijo en voz baja que soltara el gancho que sostenía la cubierta del motor. Minutos más tarde, dejó caer en su lugar la cubierta y abrió la portezuela del conductor.
—Muévase —le dijo.
Cuando ella obedeció, él se deslizó detrás del volante y encendió el motor.
Antonia no recordaba haber experimentado mayor sensación de alivio en toda su vida, que cuando el joven puso en marcha el auto para dispersar la multitud de curiosos y liberarla del caos del tránsito.
—¿Qué sucedió? —le preguntó Antonia al joven cuando se alejaron de aquel lugar y cruzaban por uno de los tantos puentes que iban de uno a otro lado del río.
—Nada grave… un cable suelto, eso fue todo. ¿Adónde iba cuando sucedió?
Por un instante apartó los ojos del camino para sonreírle y en esa fracción de tiempo, Antonia supo que ése era el hombre que había esperado toda la vida.
—I… iba a casa.
—¿En dónde vive?
Se lo dijo y lo vio hacer un gesto que ella pensó que significaba que su casa quedaba bastante lejos de donde él iba.
—Pero no quiero sacarlo de su camino después de haber sido tan amable —dijo apresurada—. ¿Adónde se dirigía?
—A ningún lugar especial, sólo a almorzar en algún café.
Normalmente, ella no hubiera hablado con tanto atrevimiento, pero en ese momento, impulsada por la convicción que ése era su destino, le sugirió:
—¿Por qué no almuerza en mi casa? Mi madre no está, pero sé que le agradecería haberme ayudado.
El joven se mostró indeciso, luego la miró de nuevo y contestó:
—Sí, está bien, gracias, iré.
La casa estaba en una parte vieja de la ciudad donde las angostas calles y aceras hacían que prestara más atención a su forma de manejar, lo que le permitió a Antonia estudiarlo detalladamente.
Tenía muy corto el cabello oscuro, sugiriendo qué estaba en el servicio militar pero con licencia, o que hacía muy poco que lo habían dado de baja del ejército por servicios forzados. Pero a pesar de que ese tipo de corte no les quedaba bien a los jóvenes, a ése, sólo lo hacía verse más guapo.
La fachada del hogar de Antonia no era indicio de que dentro de ese prohibido exterior con su enorme puerta tachonada y ventanas con celosías, se encontraba una de las mansiones más lujosas de la ciudad.
—Toque el claxon y Federico nos abrirá —le dijo a su acompañante quien se detuvo a unos metros de la puerta.
En el interior había un patio grande con establos que ahora se usaban como garajes. Más atrás, estaba un vestíbulo espacioso con escaleras que se elevaban a cada lado y atrás de aquél se veía a través de ventanas y altas puertas de vidrio, un patio enorme con una piscina redonda ubicada en el centro y una fuente.
—No sé su nombre —comentó Antonia y lo guió hacia la tranquilidad de ese jardín verde en el corazón de la ciudad.
—Paco… Paco Benítez, señorita.
—Yo soy Antonia Marlowe. Mi padre era inglés.
Se estrecharon las manos porque ésa era la manera formal en que aún los jóvenes en España se presentaban.
Resultó que ese día, tía Ángela también había salido a almorzar, así que los dos jóvenes comieron solos sin su presencia para inhibirlos y evitar que se hicieran amigos con tanta facilidad como les dictaba su mutua atracción.
Sin embargo, Paco se dio cuenta desde el principio de la barrera existente entre los dos. Antes de irse a la oficina donde trabajaba como secretario, le confesó:
—Me gustaría verte de nuevo, pero no sé si tu madre estaría de acuerdo.
Antonia sabía que era cierto por lo que él le contó de su vida. Su madre no vería con agrado que el hijo de un chofer de autobús, fuera el compañero de su hija. Paco se había superado un poco más que su padre, debido a su inteligencia y trabajando duro en la escuela para obtener un trabajo de oficinista, pero eso no era suficiente para ser admitido en el círculo de los Marlowe.
Si de él hubiera dependido, su amistad habría comenzado y terminado el primer día, pero Antonia, quien desde los dieciséis años había atraído a muchos jóvenes de su propio ambiente y ninguno significó nada para ella, estaba ahora enamorada con tanta determinación, como veintidós años antes su padre se enamoró de su madre a pesar de la oposición de sus abuelos.
Era difícil que Paco resistiera indefinidamente, perseguido por una muchacha tan bella. Su sentido común se vio trastornado por un enamoramiento tan fuerte como el de ella.
Para sorpresa de la joven, en la única ocasión en que lo persuadió que la llevara a su casa, el comportamiento de la madre de Paco fue tan helado como el de tía Ángela hacia él. Se veía que la señora Benítez desaprobaba esa relación.
Antonia necesitó muchas semanas para convencer a Paco que la única manera en que podían vencer la oposición de sus padres, era yéndose juntos. Estaba segura de que después, a su madre no le quedaría otra opción que aprobar su compromiso y su tío ayudaría a Paco a mejorar más aún su posición.
Fue ella la que preparó todo para su ilícito idilio; ella la que reservó la habitación en el Parador del Marqués de Villena, un castillo medieval sobre un peñasco como a ciento sesenta kilómetros de Valencia, a nombre del señor Francisco Benítez y señora.
* * *
Después, no recordaba el accidente en que ella quedó sin sentido y Paco se mató. Después de estar dos días bajo observación en el hospital más cercano, la llevaron en ambulancia a una clínica privada en Valencia.
Su madre estaba sentada a su lado cuando su mente se aclaró lo suficiente para recordar que, antes de despertar en una cama que no era la suya, manejaba con Paco por alguna parte.
Cuando murmuró su nombre, doña Elena entrelazó las manos y sus ojos se llenaron de pesar.
—Se fue, pobrecita. Debes tratar de no llorar por él. Da gracias que no quedó herido. Si lo amabas, era preferible perderlo a verlo inválido con la vida arruinada.
La próxima vez que su madre se acercó al lado de su cama, Antonia le preguntó con voz ronca por el llanto:
—¿Estás muy enfadada?
—No, doy gracias que te salvaste.
Pasaron días hasta que pudo aceptar que Paco había muerto. Salió de la clínica, todavía aturdida por el choque y la tristeza.
Un día en que almorzaba con su madre y su tía, salió de su letargo para decir:
—Su madre… debía ir a verla.
Sus mayores intercambiaron una mirada.
—No, querida mía, eso no sería conveniente. Sólo renovaría su congoja —replicó su tía con firmeza. Desde el accidente, la tía Ángela había estado más amable que nunca, jamás dijo una palabra de censura.
Antonia se dirigió a su madre.
—¿Qué piensas tú, mamá?
Doña Elena titubeó.
—Creo que tu tía tiene razón. Es posible que la señora Benítez sienta, que su hijo todavía estaría con ella de no haber sido por tu amistad con él.
Entre las dos convencieron a Antonia, que por lo menos por el momento, sería preferible mantenerse apartada de la acongojada familia.
Sin embargo, un mes más tarde al pasar por los puestos de flores de la Plaza del Caudillo, el corazón de la ciudad, vio a la señora Benítez que se acercaba, vestida de negro.
Antonia no iba sola. Estaba de compras con Amparo Vidal, una muchacha a la que conocía de toda la vida. Haciendo caso de la advertencia de su tía de que si cualquier detalle de lo sucedido se sabía arruinaría su reputación, le dijo:
—Adelántate a la zapatería, Amparo. Yo te alcanzaré en unos minutos después de hablar con esa persona que se acerca.
Notó que la señora Benítez la había visto y reconocido y sus ojos se llenaron de lágrimas de compasión por la dolorosa angustia que debía sentir esa pobre mujer por la pérdida de su hijo.
—Oh, señora, perdóneme… —comenzó a decir la joven.
—¿Perdonarla? ¡Jamás! —exclamó la mujer en voz alta—. ¡Cómo se atreve a hablarme, malvada criatura! Es culpa suya que mi hijo ya no esté conmigo. Le advertí que nada bueno saldría de la amistad con usted. Él la hubiera dejado en paz, pero usted lo perseguía desvergonzadamente. Dicen que España es ahora una democracia, pero me parece que la gente rica sigue obteniendo la mejor parte. Pueden zafarse de sus dificultades, mientras el resto de nosotros tiene que soportar sus problemas como puede. ¡Oh, ahí viene mi autobús!
Cruzó a toda prisa y dejó a Antonia mortificada. No sólo algunos transeúntes se enteraron del arranque de cólera de la señora, sino Amparo también.
No había forma de que Antonia tratara de ignorar el incidente y dijo:
—L… lo lamento, Amparo, tengo que irme a casa, no me siento bien —y le hizo señas a un taxi. Esperaba que su amiga fuera lo suficientemente caritativa para olvidar el incidente.
Pero a Amparo siempre le había gustado difundir chismes y no pasaron muchos días antes que la tía Ángela irrumpiera en la habitación de Antonia y con expresión mordaz dijera:
—Tu madre y yo tratamos de acallar el escándalo de tu escapada con ese bueno para nada, pero como yo temía, es imposible mantener por mucho tiempo, una cosa así en secreto. En nuestro círculo, todos hablan de ti.
—¿Qué dicen? —preguntó Antonia fingiendo indiferencia.
—Precisamente lo que aseguraba que dirían si se sabía algo de tu vergonzoso comportamiento… que perdiste cualquier oportunidad de hacer un buen matrimonio.
—No quiero hacer un buen matrimonio. Ahora que Paco está muerto, no me casaré con nadie.
—¡Tonterías! ¿Qué vas a hacer sin marido e hijos?
—Eres anticuada, tía. Ahora, las mujeres tienen una profesión. Si recuerdas, yo quería ir a la universidad después que murió papá, pero tú, persuadiste a mamá en contra de eso.
—No eres lista para tener una carrera y las universidades están llenas de personas indeseables y agitadores políticos —comentó con frialdad la tía.
Salió de la habitación y dejó pensando a Antonia cuán diferentes serían las cosas si su padre hubiera vivido. Entonces no hubiera tenido necesidad de encontrarse furtivamente con Paco. Papá le hubiera dado la bienvenida. A él, no le habría importado que aquel joven no fuera rico ni culto, siempre y cuando fuese bueno y amable.
—Don Juan es un santo —murmuraban los criados cuando John Marlowe se estaba muriendo, pero en apariencia mantenía su alegría e incontrolable sentido del humor.
Ahora que Antonia recordaba el pasado, se daba cuenta del extraordinario esfuerzo de voluntad de su padre para rehusarse a sucumbir a los síntomas de su incurable enfermedad hasta los últimos días de su vida, al releer algunos de sus libros favoritos y recordar cómo levantaba la vista, sonriendo cada vez que la puerta se abría y entraban su esposa e hija.
«Aun una vida larga es corta. Trata de no malgastar la tuya, querida mía», le aconsejó a Antonia. «Haz que cada día cuente. Escucha música. Disfruta de las pinturas en Bellas Artes. Sonríele a la gente. No aguardes que te sonrían. Cuando alguien se enamore de ti y tú de él, no esperes que sea perfecto. Tú no lo serás, ni él tampoco. Cuando entiendas eso, serás muy feliz».
Después sintió que cuando su padre le dio ese último consejo, había estado pensando en que la única imperfección de su esposa era la inhabilidad de oponerse a su hermana mayor. Los padres de Antonia nunca discutieron frente a ella, pero siempre supo que la presencia de la tía Ángela en su hogar, producía disputas, más aún, porque siendo Marlowe hijo único de dos hijos únicos, se le dificultaba participar en la cercanía de las relaciones de la familia española, donde los lazos entre hermanas, eran a menudo tan fuertes como los que había entre marido y mujer.
En la finca era el único lugar donde se sentía libre de la interferencia de su cuñada. En Valencia, la tía Ángela fue y era el ama de la casa.
La tía fue la que insistió que Antonia se educara en el hogar con una de sus primas que había nacido con un defecto, en la cadera y la consideraban demasiado delicada para ir a la escuela. Eso no evitó que Antonia hiciera amistad con otros niños, pero todos eran del círculo social de los Marlowe, bastante restringido y donde las ideas nuevas y modernas tardaban más en arraigarse que en las escuelas y universidades del estado.
* * *
Al día siguiente de haber cenado con Carl en el Rey Don Jaime, Antonia iba sentada a su lado cuando se dirigían a la finca. Su madre los seguía en el auto del tío Joaquín, pero Carl le preguntó a doña Elena si le permitía a Antonia ir con él y la mujer de inmediato sonrió.
—Por supuesto, señor.
Se mantuvo silencioso durante gran parte del camino, pero cuando tuvieron a la vista la alta montaña que albergaba su futura casa de recreo, dijo de pronto:
—Sabes que puedes quedarte con la finca y con todo lo que contiene si lo deseas.
—¿Qué quieres decir? —preguntó la joven sin entender.
—Me quiero casar contigo. Te lo hubiera dicho la otra vez, pero no hubieses creído que lo decía en serio. Siempre tomo decisiones rápidas. Al cabo de una hora, supe que la finca era la casa que quería y después de un día, que tú eras la muchacha que había estado buscando. Desde entonces tuve un mes para cambiar de opinión pero no lo hice.
Dirigió el auto al costado de la carretera, apagó el motor y se volvió para mirarla.
—Eso significaría vivir en Inglaterra, pero vendríamos a España varias veces al año y como hablas un perfecto inglés, no tendrías dificultad en adaptarte a la vida en el país de tu padre —le tomó las manos que tenía entrelazadas sobre el regazo y las sostuvo entre las suyas—. ¿Cómo te parece la idea?
—No sé. Es tan inesperada. Yo… yo no tenía idea que te hubieras enamorado de mí.
—No lo estoy —le confesó sonriendo—. Siempre he sentido que ésa es una expresión que implica dar un paso a ciegas hacia lo desconocido y posiblemente con resultados dolorosos. Prefiero ir enamorándome porque nos gustan las mismas cosas y nos encontramos atractivos uno a otro.
Se inclinó hacia adelante y la besó en la boca ligeramente. Cuando volvió a su posición anterior, se veía divertido.
—No te pareció desagradable, ¿verdad?
—N… no.
—Yo lo disfruté y si estuviéramos en un lugar más privado, lo repetiría. Pero esto es demasiado público, así que mejor seguimos. En realidad, no tenía la intención de declararme sino hasta la noche, pero soy un hombre impaciente y como ya me decidí, prefiero actuar lo más pronto posible. Pero no espero que me des tu respuesta hoy. Piénsalo.
Echó a andar el auto y durante el resto del trayecto permaneció en silencio, dejándola libre para comenzar a pensar.
Cuando llegaron a la entrada de la finca, un arco alto y blanco, recubierto con mosaicos romanos de arcilla y el nombre de la casa escrito en un panel de cerámica con un borde de hojas azules, comenzó a pasársele el primer impacto.
Mientras deshacía su maleta de fin de semana en la habitación con bella vista al pacífico, el valle verde en primer plano y las distantes sierras al fondo y pensaba en todo lo que le estaba ofreciendo, el triste humor con el que despertó comenzó a dejar lugar a la esperanza. Tal vez el futuro no sería tan desalentador como temía.
Lo único que debía hacer era aceptarlo y no sólo podría quedarse con su amada finca y todos sus tesoros sentimentales, sino que Carl se la llevaría a Inglaterra, lejos de la tía Ángela y estaría libre para hacer lo que quisiera sin crítica o interferencia.
Si se hubiera enamorado de ella apasionadamente, ella hubiera sentido que no era correcto casarse con él, sabiendo que jamás sentiría otra cosa que una afectuosa simpatía. Pero ya que Carl, parecía ver el matrimonio con bastante frialdad, no tenía por qué tener escrúpulos al respecto.
Su madre entró en la habitación.
—¿Disfrutaste de tu paseo con el señor Barnard, querida?
Sus ojos con largas pestañas rizadas, mantenían una curiosidad que hizo que Antonia se diera cuenta de que doña Elena, había adivinado la razón por la que Carl quería que su hija fuera con él.
—Me pidió que me casara con él, mamá.
—¡Esperé que lo hiciera! Es muy simpático y aceptable. Siempre sentí que serías más feliz con un marido inglés. Te pareces mucho a tu papá y casi no tienes nada mío. Te extrañaré mucho pero no hay duda de que pasarás mucho tiempo aquí.
—¿Estás dando por sentado que lo aceptaré?
—Por supuesto, sería una locura si no. Tiene todo para recomendarlo. Gran encanto… fortuna… y todavía es joven. Estoy segura de que papá lo hubiera aprobado, pero si yo fuera tú, lo mantendría un poco a la expectativa.
—¿No crees que debo decirle lo de Paco?
—¿Para qué? El pasado no tiene lugar en el futuro. El señor Barnard no va a contarte acerca de las mujeres que haya tenido.
* * *
A la tarde siguiente, cuando caminaba por la playa en Moraira, un pequeño puerto de pescadores con un fuerte en ruinas, Antonia le dio su respuesta a Carl.
—Estuve pensando lo que me dijiste ayer. No estoy enamorada de ti, pero me gustas mucho y creo, como tú mismo dijiste, que ésa es una base mejor para un matrimonio.
—¿Entonces puedo poner esto en tu dedo? —Sacó del bolsillo un pequeño estuche y al abrirlo le mostró un anilló de brillante que reflejaba a la luz del sol.
—Es bellísimo, ¿una joya heredada?
—No hay reliquias en mi familia. Podemos cambiarlo si prefieres otra piedra. ¿Tal vez una esmeralda?
—No, me gusta éste —mientras se lo deslizaba en el dedo—. Estabas muy seguro de que diría sí.
—Nada seguro, ¿cómo podía estarlo? Sólo tuve que mirarte para desearte, pero mi aspecto no es mi arma más fuerte —se tocó la nariz haciendo un gesto burlón.
Le besó la mano.
—Haré todo lo que pueda para hacerte feliz, Antonia.
—Y yo a ti —le prometió con seriedad.
Esa noche, cuando después de cenar, su tío y su madre los dejaron solos con mucho tacto, ella esperaba que repitiera el beso que le dio en el auto el día anterior. Aun en España, se permitían bastantes libertades a parejas que eran novios oficiales y por lo que había oído, en Inglaterra, las parejas de prometidos se hacían el amor sin restricciones.
Sin embargo, para su sorpresa y asombro, Carl no aprovechó la oportunidad para besarla, sino que dijo:
—Antes me preguntaste si tu anillo de compromiso era una reliquia de familia y te dije que no. Creo que es necesario aclarar que mí medio es muy diferente del tuyo. Mi abuelo fue minero. Mi padre inventó un artefacto que le produjo mucho dinero y pagó por mi educación. Vive en una casita campestre en Brighton con una mujer llamada Maisie Lee, quien era cantinera en Londres… mi madre murió hace años. Yo vivo en un apartamento en Londres, porque hasta ahora eso es lo que me convenía. No hay una casa como esta esperándote en Inglaterra. Tendremos que encontrar un lugar donde vivir y dejaré que seas tú la que elija los muebles.
Lejos de sentirse intimidada por esa perspectiva, Antonia sintió que nada podía darle más gusto.
—Tengo una hermana, Laura, quien también vive en Londres —prosiguió Carl—. Tiene veinticinco años y un fracaso matrimonial a sus espaldas. Es tu antítesis y no creo que os llevéis bien, pero no tendrás que verla mucho.
—¿A qué te refieres con que es mi antítesis?
—También tuvo el beneficio de una educación costosa, pero jamás lo adivinarías. Maldice, fuma y bebe demasiado. Si un hombre le gusta, no tiene problema en compartir su lecho con él. Me gustaría pensar que serías buena influencia para ella, pero creo que es más probable que salga de su camino para escandalizarte y antagonizarte.
—¿Aprobará tu padre nuestro matrimonio y el hecho de que soy española en parte?
—Te adorará en cuanto te conozca, pero me temo que a ti, te parecerá un diamante en bruto por no decir otra cosa. Laura está avergonzada de su origen humilde, yo no. Por lo general la opinión de otra gente me tiene sin cuidado. Las únicas opiniones que valoro son las de aquellas personas cuyo criterio no tiene nada que ver con los antecedentes de un hombre, sino que dependen de sus cualidades innatas.
Ese día no fue la primera vez que le recordó a su padre y encontró tranquilizador el parecido. Esa noche la besó como en el auto, antes de acostarse. El que se controlara no la desilusionó. Mientras más pospusiera las caricias íntimas, mejor. Tenía la extraña sensación que Carl no era un hombre de temperamento ascético. Al contrario, había algo en su labio inferior que sugería a un hombre de fuerte sensualidad, pero prefería no pensar en ese aspecto de sus futuras relaciones.
Durante las ocho semanas de su compromiso, hubo varias ocasiones en que lo sorprendió estudiándola detenidamente, pero aunque tuvo más de una oportunidad de tenerla cerca y dar rienda suelta a sus sentimientos, continuó controlándose.
Treinta y seis horas antes de la boda fueron al aeropuerto de Valencia a recoger a su padre y hermana. El avión llegó tarde y mientras esperaban, junto a ellos se sentó una pareja que no tenía inhibiciones en intercambiar apasionados besos en público. Antonia evitaba mirarlos, pero no pudo dejar de echarles una ojeada un par de veces y se asombró de que no les importara atraer la atención por su comportamiento.
—¿Te están avergonzando? ¿Quieres cambiarte? —le preguntó Carl.
—Creo que es una forma curiosa de comportarse en público, pero no me molesta a tal grado —y luego agregó impulsivamente—: ¿Te parezco muy mojigata?
—Mojigata no. Si creyera que lo eras, no me querría casar contigo. Pero estoy seguro de que hay fuego debajo de la nieve y cierto grado de decoro puede ser más excitante que la total ausencia de inhibiciones… por lo menos antes del matrimonio.
Aunque habían hablado de otros aspectos importantes tales como la falta de creencias religiosas de Carl, a pesar de su deseo de casarse por la iglesia, fue la primera vez que discutieron acerca del sexo.
—¿Hay fuego debajo de la nieve, Antonia? —le preguntó suavemente con un tono de voz más acariciador que nunca.
Se sintió sonrojar.
—N… no sé.
—No, ¿cómo ibas a saberlo? De todas maneras, hay muy pocas mujeres frías, sólo amantes poco diestros.
En ese punto, se anunció la inminente llegada del vuelo de su padre y Carl dijo:
—Más vale así. Sospecho que aun en esta etapa, tu temible tía no aprobaría que yo te hablara así.
* * *
Su futuro suegro era un hombre corpulento, no tan alto como su hijo, tenía el cabello gris y ojos astutos.
—¡Hijo mío, juro que escogiste la muchacha más linda que jamás vi! —exclamó cuando Antonia se acercó para saludarlo.
A pesar de la descripción que Carl hizo de su hermana, a Antonia le gustó el aspecto de Laura, posiblemente porque admiró la forma en que vestía y se arreglaba el cabello. Por lo menos hubo afinidad a ese nivel, lo que pareció un comienzo prometedor.
Más tarde, cuando Antonia le mostró a Laura su cuarto y la dejaba para que se bañara y cambiara para participar de la cena familiar que se iba a llevar a cabo más tarde, la muchacha le dijo:
—Te ves todavía más joven de lo que eres. Espero que puedas manejar a Carl. No es un hombre fácil.
—No quiero manejarlo… sólo complacerlo.
Laura tenía el mismo gesto de Carl de levantar una ceja. Le contestó secamente.
—Si eres demasiado dócil, lo aburrirás. Es un tipo difícil.
—¿Lo es? Tú lo conoces mejor que yo, pero no me parece difícil.
—A diferencia de los ciervos, el homo sapiens es más dócil en la época de celo. Yo no tuve problemas con mi ex-marido durante los primeros seis meses —dijo Laura con cinismo.
Para Antonia la víspera de la boda fue un día pesado. Todavía tenía que escribir algunas cartas de agradecimiento a parientes, amistades, criados retirados y personas que tenían relaciones comerciales con sus tíos, por los regalos que enviaron. La casa estaba llena de invitados de otras partes de España y como ni Sam Barnard ni Laura, hablaban una palabra de español, era más importante hacerlos sentirse a gusto a pesar de las ininteligibles conversaciones a su alrededor.
El regalo de bodas que Carl le hizo, fue un par de pendientes de brillante.
Brillaban a través de los pliegues del antiguo velo de encaje de su madre, cuando bajó con el vestido blanco de seda apretado en la cintura, falda amplia y mangas entalladas.
* * *
Viajaron a Inglaterra en avión. En cuanto el aparato despegó, Carl dijo:
—Si yo fuera tú, querida, trataría de dormir una siesta. Voy a leer.
Antonia cerró los ojos, se sentía demasiado excitada para dormir. Para su sorpresa, cuando los abrió él se inclinaba hacía ella y le decía:
—Es hora de despertar, dormilona. Vamos a aterrizar.
No sólo no llovía, sino que el sol brillaba mientras se dirigían del aeropuerto a la parte central de Londres y ella pudo vislumbrar por primera vez el país de su padre y su nueva tierra natal.
El equipaje de Carl consistía en dos maletas iguales, pero ella tenía mucho equipaje, de todas maneras cuando llegaron al hotel les fue subido a su suite por varios mozos.
—Creo que mientras más rápido te adaptes a las horas de comer inglesas, mejor —comentó Carl, mientras ella sacaba lo más indispensable y le colgaba sus trajes—. De todas maneras, como no comimos en el avión y tomaste algo muy ligero antes, me imagino que estarás con deseos de saborear algo, ¿verdad?
Aunque apenas eran las siete, demasiado temprano para pensar en cenar en España, Antonia se dio cuenta de que sí tenía hambre. Cenaron en el restaurante del hotel y como no estaba familiarizada con los alimentos ingleses ni tampoco con los platillos franceses, le pidió que él eligiera.
Su elección de filetes de cerdo, rellenos de almendras, miel y manzana como platillo principal, resultó deliciosa. Deliberadamente tomó más vino que de costumbre, con la esperanza de que le daría valor.
El budín y el queso, fueron seguidos por café y un plato de petits fours que mordisqueaba mientras él, hablaba tranquilo de los lugares que quería mostrarle.
Tuvo dificultad en concentrarse en lo que le decía. Por más que trataba, no podía pensar en otra cosa que no fuera en la enorme cama matrimonial de la suite y en lo que pronto sucedería allí.
Sin embargo, cuando salieron del restaurante, él le dijo para sorpresa suya:
—Todavía no son las nueve. ¿Te gustaría estirar las piernas durante media hora?
—Sí… si quieres.
—Subiré por tu abrigo. No es una noche fría, pero tal vez refresque después.
Mientras lo esperaba, Antonia se preguntó por qué habría sugerido una caminata. Ella no tenía deseos de acostarse temprano, pero le parecía raro que él pospusiera subir. Estaba segura de que un español recién casado, le hubiera comenzado a hacerle el amor en cuanto se fueron los mozos con el equipaje.
Carl regresó con el abrigo de mink, que fue el regalo de boda del tío Joaquín y lo sostuvo mientras ella metía los brazos en la mangas.
—¿Estarás bastante abrigado? —le preguntó ella porque su traje era ligero, sin chaleco.
—Sí, tiene que hacer mucho frío para que yo necesite un abrigo.
Una vez que salieron del hotel comenzaron a caminar.
—Ésta es la calle Sloane, donde probablemente harás la mayoría de tus compras.
De pronto, le tomó la mano izquierda y comenzó a caminar con sus fuertes dedos entrelazados con los de Antonia.
No se mostró impaciente cuando ella se detuvo a mirar los aparadores. En realidad, varias veces le señaló cosas que pensaba que le quedarían o preguntó cuáles preferiría.
Se pasearon a lo largo de Knightsbridge hacia el enorme edificio Harrods, el que rodearon mirando los aparadores antes de bajar por Beauchamp Place, donde la ropa y zapatos le gustaron tanto a Antonia, que hizo el esfuerzo de grabar en su mente los nombres de las tiendas.
Sin darse cuenta, era la primera vez que se sentía relajada en el día y sólo cuando supo que se acercaban al hotel, se le ocurrió que Carl había sugerido el paseo con ese propósito.
Levantó la vista para mirarlo y él le sonrió y le apretó la mano. Repentinamente dejó de parecer un extraño y más un amigo que hacía lo posible para que las cosas se le facilitaran.
Pero cuando estuvieron de regreso en el hotel y subían en el ascensor a la suite y pensó en lo que le esperaba, se sintió más tensa que antes.
Él abrió la puerta y se hizo a un lado para dejarla pasar.
—Voy a bañarme, ¿y tú?
Ella asintió. Sentía un nudo en la garganta por los nervios y no estaba segura de poder hablar sin traicionarse.
En el dormitorio se quitó el abrigo y lo colgó en el closet. Luego, sacó sus artículos de noche de un cajón en el tocador. Miró a Carl a través del espejo. Él, se había quitado la chaqueta y estaba por quitarse la corbata. Sus manos estaban firmes, su expresión, calmada. Él se encontró con su mirada y ella la desvió y a toda prisa se metió en el baño.
Mientras dejaba correr el agua y se desvestía, se preguntó con cuántas mujeres habría dormido antes y qué tan a menudo esperaría hacerle el amor. Al principio, tal vez todas las noches. Miró su desnudo cuerpo que se reflejaba de cada ángulo de los muros con espejos del baño y el pensar que ya no era sólo suyo, sino de él también, se estremeció.
Cuando la joven regresó a la habitación, Carl ya se había bañado y se hallaba sentado en un sillón, con una bata blanca de toalla y pantuflas de cuero rojo. Sin pijama. Sus piernas y pies se veían bronceados.
Antonia se acercó al tocador, se sentó y tomó el cepillo. Sabiendo que la observaba, le era difícil comportarse naturalmente. Cuando se sacó las horquillas que sostenían su moño, le pareció que habían pasado días y no sólo horas desde que estuvo sentada en su habitación en Valencia, con la peluquera española que le arreglaba el cabello de manera que el velo de novia le luciera.
—Deja que yo lo haga.
Carl le quitó el cepillo y comenzó a cepillarle le largo cabello, de pie detrás de ella. Después de un rato, se sentó a su lado en el banquillo del tocador.
—No me tengas miedo, Antonia —con una mano gentil pero firme, volvió su cara hacia él y la besó en la boca ligeramente.
Sus labios temblaron bajo los suyos y cerró los ojos. Aunque no podía corresponder, por lo menos se podía entregar. Pero la sumisión pasiva era más dura de lo que se imaginaba. Después de besarla con suavidad, su boca se volvió más insistente, trataba de abrirle los labios mientras sus dedos se ocupaban en desatar los lazos de su bata para quitársela de los hombros y dejar su esbelto cuerpo, cubierto tan sólo por el camisón transparente.
De pronto… sintió el esfuerzo que tuvo que hacer para lograrlo… la dejó de besar y se sentó derecho. Respiraba más rápido que de costumbre y sus ojos tenían una luz extraña y feroz que jamás le había visto. Le tomó una mano y se la colocó en el interior de la bata, la presionó con dureza contra su pecho para hacerla sentir cómo latía su corazón.
—Eso es lo que me haces, Antonia —dijo con pasión.
El corazón de la joven también latía con fuerza, pero no por la misma razón. Se encogió por la mirada que él le dirigió porque sabía lo poco que se podía ocultar de su cuerpo a través de los pliegues de su camisón.
—¡Eres muy bella!
Si lo hubiera amado, el tono de su voz la hubiera entusiasmado. Pero no lo amaba y su pasión la alarmó y le repugnó. Era diferente cuando Paco la miraba con ternura.
Vio que Carl observaba los lazos sobre los hombros de su camisón y contuvo la respiración, porque adivinó lo que haría.
Si halaba las puntas de aquéllos, se desharían y la prenda le caería a las caderas, dejándola desnuda. De pronto, no lo pudo soportar. Cuando su marido levantó las manos para llevar a cabo su tarea, Antonia se puso de pie de un salto y buscó enloquecida a su alrededor un refugio. Pero no tenía adónde correr. Entonces se arrojó sobre la cama y comenzó a llorar, recordando a su amor muerto.
—¡Oh, Paco… Paco!
Una mano fuerte la tomó del hombro y rudamente la volvió para que quedara de espaldas. Con dificultad vio que su marido se inclinaba sobre ella, mirándola con frialdad.
—¿Quién es Paco?